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– Nuestro plazo se acorta -se agitó Manolo-. Tu Paula puede haberle hincado ya el diente al María Moliner. Esa chica es muy inteligente y curiosa, según nos has contado.
Su intención -ya estaba listo, otra vez bajo la apariencia de Carvalho detective, lo más conveniente para la investigación que teníamos por delante- era que nos saltáramos el entremés de la selección de atuendos para realizar el viaje. Ni Terenci ni yo deseábamos transigir. «¿Qué me pongo para ir a Madrid?» había sido uno de sus episodios vitales favoritos. Terenci adoraba Madrid y lo que más le gustaba era alojarse en el Ritz durante la promoción de un libro. En el restaurante del hotel se reunía para cenar con Antonio Gala, gran amigo suyo. En cuanto a mí, había vivido en Madrid en tantos barrios, y durante tanto tiempo, que me tomaba muy en serio el evento de vestirme para regresar en espíritu.
– No le hagamos caso -decidió Terenci. Y se volvió hacia el otro-: Manolo, si nos impides enjaezarnos a nuestro capricho no te invitaremos a comer en La Ancha.
– No os preocupéis por Paula -les tranquilicé-. Mi niña se pasa la jornada haciendo turnos en Urgencias. Pienso que os alteráis en demasía, sobre todo tú, Manolo, no sé si por tu solidaridad habitual o porque ya te he producido hartazgo post mortem.
– Por primera vez desde que nos hemos reunido vamos a trabajar con el reloj -se señaló la muñeca y, en efecto, se había hecho con un Festina rectangular estilo años cuarenta de lo más elegante-. Nos hemos habituado a que un segundo valga un universo y un universo, un segundo. Tic-tac, tic-tac. Hemos de controlar. De lo contrario Paula abrirá el diccionario.
– Tiempo, tiempo, tiempo… -recitó Terenci, mientras aprovechaba el espejo del capítulo anterior para probarse un buen surtido de rutilantes prendas-. Por eso a mí me tiraban tanto las pirámides de los antiguos egipcios, cuyo tema central no era la Muerte, sino ese único Dueño de cuerpos y ánimas, el Tiempo. Nena, si tienes ocasión de regresar al augusto Egipto, que sé que no te llena mucho, no olvides situarte ante los sagrados monumentos como la mujer experimentada, hasta en el Más Allá, que serás entonces: y siente el inmenso peso del Tiempo, que las pirámides representan con silenciosa potencia. El Tiempo es un reloj con un cocodrilo dentro, no lo contrario, aunque lo escribiera Barrie. Nos creemos un capitán, manco (ergo, mortal, incompleto), es cierto, pero que puede decidir cómo manejar su garfio, es decir, su
vida, en la lucha contra el inevitable final. Hasta que comprendemos que es el Garfio quien dirige la acción, que ha estado ahí desde el antes, conduciéndonos hacia nuestro destino como la obstinada aguja de una brújula, cómplice de las inclementes décadas. No hay capitán, no hay nave, sólo un inmenso océano, minado por tantos relojes como humanos sinos se dan en la tierra. Y, cuando menos lo esperas, te rodean tíos y tías en bata blanca, respiras con la ayuda de una máquina y careces del menor control sobre tu cuerpo. Algunos tenéis, como tú, mujera, una segunda oportunidad que actúa como despertador, y no sólo literalmente, de la conciencia. Si estuviera en tu lugar no la desaprovecharía. Mas, ¡basta de intensa chachara! ¿Qué tal me cae este abrigo de cuero a lo Helmut Berger? Con unas polainas sado-maso…
– Hombre, a mediados de junio y en Madrid… Puede que caiga algún chaparrón providencial, pero probablemente hará calor.
– No vamos a notar nada. No somos seres vivos. Y esta prenda me tentó de tal manera desde el escaparate de Gonzalo Cornelia hace unos años… ¡Hagámoslo a la manera del Paraíso!
– En ese caso… -medité-. Una de mis frustraciones de cada Feria -dije- era no poder firmar y comprar libros y leerlos, todo a un tiempo, tumbada en el césped, vestida de pastorcilla de Lladró, mientras por el paseo central del Retiro transitaban Paquita Rico, vestida de María de las Mercedes y Vicente Parra, como Alfonso XII. Ella,
tosiendo, y él, sujetando con fuerza el sable, para que no se le soltara la plumaza. Como fantasía, es el colmo de lo cutre-sensiblero-intelectual. Pero resulta tan incómodo como el traje de pubilla.
Me decidí por un vestido de algodón floreado, unas sandalias y las uñas de los pies impecablemente pintadas con esmalte rojo sangre.
Con las manos en los bolsillos, Manolo se echó a reír.
– ¿Y esas carcajadas? ¿Es mofa o befa a costa de nosotros? -inquirí.
– No. Es pura simpatía. Cuando os ponéis tan locazas me matáis de la risa. Será por lo que me reprimí siglos atrás, en el Comité Central. ¿Puedo pediros un favor?
– Sí, vamos, suéltalo -dije.
– ¿Os molestaría que lleváramos con nosotros a los perros? Como sabuesos no son gran cosa, pero no quisiera dejarlos solos.
– Ay, mi amigo. -Le abracé-. Nuestra invi-sibilidad garantiza que podamos retozar con ellos en la realidad-realidad sin vernos sometidos a las vejaciones terrenas de quienes detestan a los animales.
Poco después nos instalamos -los canes también- en torno a una mesa de La Ancha, de la calle Zorrilla. Allí me entrevistó Manolo, en otra época, para su libro Un polaco en la corte del Rey Juan Carlos. Poco antes me sometí a una limpieza de dentadura, para lo cual solía requerir anestesia; de haber sabido que iba a finiquitar en coma e insensible,
habría preferido aguantar despierta los aparatos con que los odontólogos gustan de practicar sus torturas. Dioses, ¿es posible que experimentara Nostalgia de Dentista? ¿Sería tal extraño comportamiento síntoma de mi pronta reavivación? Recuerdo que a aquella cita con Manolo acudí con una parte del rostro completamente insensible y los labios pintados como el Joker de Batman. Mi amigo me encontró picassiana y añadió, amablemente, que la desfiguración me quedaba muy sexy.
Sumida en mis recuerdos y en el deleite de las lentejas, mi plato preferido, no presté atención a las voces que brotaron a mi alrededor o, mejor dicho, alrededor de las cabezas de mis amigos, en un zumbido rápido y alborotado. Cuando interrumpí la ingesta para dedicarles mi atención ya era tarde, quien fuera se había ido.
Manolo y Terenci lucían más cal en los rostros que un pueblo andaluz del interior a la hora de la siesta. Los perros también se mostraban lívidos, pero con pelos, lo cual no daba como resultado que parecieran perros blancos, sino, sencillamente, perros alicaídos y espirituales, en el sentido más pavoroso del término.
Una corriente fría se interpuso entre yo y los demás. Recuerdo que fue la primera vez que pensé en ellos como en los demás. Hasta entonces habíamos sido simplemente nosotros.
Dejé caer la cuchara.
– ¿Qué os pasa? ¿Por qué estáis tan pálidos? -Me alarmé.
No respondieron ni ladraron. Y entonces les hice la pregunta que más temía:
– ¿Qué me ocurre?
Manolo no contestó. Terenci intentó sonreír.
– Reina, ya estás más allá abajo que aquí arriba.
– ¿Voy a recobrar el conocimiento?
– Tardarás unas horas.
– ¿Por qué, de repente, me parecéis tan… tan…?
– ¿Tan muertos?
– ¡Oh, no lo puedo soportar! No quiero alejarme de vosotros -lloré-. Por favor, escuchadme. Miradme. ¡Todavía disfruto de poderes!
Lo dije extendiendo los brazos, mostrándoles el paisaje.
– ¡Hostia! ¿Qué bello paseo es éste? -preguntó Terenci.
Respondió Manolo:
– Nos movemos por el Madrid de los primeros años sesenta y éste es uno de los bulevares que por entonces aún existían.
Sonreí:
– Aterrizabas en Madrid y, ya en el aeropuerto, el aire olía a jara, que contaba Gil de Biedma. ¿Lo veis? No todo va a ser tiempo real. ¡Puedo convocar el pasado, como hice con el Barrio! ¿Vivir de nuevo? ¡Ningún interés! Siento algo por dentro, tenéis razón, como si se me removieran necesidades físicas, pero…
Manolo levantó el brazo, como si se aprestara a detener el tráfico, y suspendió mi parrafada:
– Hablemos de Paula. Si hace unos segundos nos has descubierto blanquecinos, asociando dicha palidez, para tu sorpresa, con el hecho de que espectros somos, significa que regresa lentamente tu conciencia, como predijo el buen doctor Andreu, y nuestras formas, que asumías con demasiada naturalidad, tienden a horrorizarte. Lo cual, ejem, nos parece de lo más pertinente.
– ¡No quiero tener miedo de vosotros! -manoteé en la fresca brisa de los bulevares madrileños perdidos-. ¡No quiero volver a vivir!
– Pero nosotros, sí, cuca. -Terenci me revolvió el pelo-. Nuestro cariño es tan grande y, si me lo permites, sobrenatural, que te preferimos viva. Eso es lo que uno aprende con la edad, a amar por encima de uno mismo. A ti no te ofreció el Tiempo el goce de ese sentimiento conmovedor. Regresa para que, cuando llegue, te encuentre en tu sitio.
Ahora habló Manolo:
– No hablamos por hablar. Hay noticias frescas. Nos las han proporcionado dos difuntos de Madrid, que fueron quiosqueros en La Latina y a quienes prendaste como articulista a la par que como cotidiana dienta. Les teníamos sobre aviso y, en cuanto han pescado algo, han corrido a contárnoslo. Han localizado a Paula, la han seguido. Y tiene novio.
– ¿Novio-novio? -me interesé-. ¿O apaño ocasional?
– Da lo mismo. -Bueno, ella liga muchísimo y le encanta fo-
llar, lo cual hace cumplidamente y no me digáis que no es raro, tratándose de alguien joven y de hoy, con las facilidades que se dan para bajarse de la red polvos cibernéticos que no exigen compromiso. Su cuerpo es suyo. Lo más que podemos hacer es envidiarla.
No respondieron.
– Oh, cielos. -Me alteré-. ¿Hablamos de un canalla que va a perjudicar a mi niña? Imposible, ella siempre ha sido muy lista para sacárselos de encima, aun a costa de sufrir por el negativo desenlace.
Siguieron callados.
– ¿Tan grave es? -Me excité-. ¿No podemos hacer algo?
– Se trata de un argentino -informó Manolo.
– Dotado de un enorme miembro -complementó Terenci.
– Mejor para los dos -musité, recordando mis propias incursiones pamperas, décadas atrás.
– Y la llama mina cada dos por tres.
– Sí, ellos suelen. A mí también me lo decían. ¿Y qué?
– Que mina ocupa un lugar, aunque minúsculo, en el segundo tomo del diccionario, entre menopausia y osteoporosis.
Tardé varios segundos en comprender las consecuencias que para mí podía acarrear aquella revelación.