38127.fb2 Esperadme en el cielo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 15

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13

¿ Qué Adonis?

– ¿A qué viene tanta juerga? -señalé el organillo, rencorosa-. ¿Os habéis divertido, sin mí?

– Eres como el perro del hortelano, que ni come ni deja comer -apuntó Manolo.

– Se nos ha cruzado una verbena -explicó Terenci- y éste no ha resistido la tentación de abalanzarse sobre un manojo de churros.

– ¡Qué ricos! -se relamió el aludido-. Exhibían una textura crujiente bajo la cual, escondida con la amabilidad de un deseo medio satisfecho, la masa anisada se deshacía en la lengua con languidez adolescente.

– Ya sabes cómo reacciona Manolo ante estos estímulos. Se ha puesto tan contento que me ha permitido que le sacara a bailar.

– ¿Un chotis? ¿Habéis bailado un chotis mientras me desgarraba meditando? ¿Lo veis? ¡No se os puede dejar sueltos!

– Un pasodoble -aclaró Manolo-, mi favorito, Suspiros de España, en la versión de El Cigala. Lento y sabrosón. Como los churros.

– ¿Por qué no me habéis avisado? ¡Por un bailongo habría plantado hasta al Diablo!

Escuché un ronroneo en lo alto y sonreí, complacida. No le era indiferente. Con o sin alma.

– Además, reina -aclaró Terenci-, hemos leído en tu lóbulo cerebral de las determinaciones tu afán de hollar el lacrimoso y humano Valle.

A continuación, le marcó a Lucifer un repaso de abajo arriba.

– Ese macizo con el que has intimado parece haberte ayudado a reflexionar. Como suelen decir las comadres tebanas, ocho ojos ven mejor que seis.

Comprendí que con los suyos, de alcance cósmico, mis amigos habían observado al menos la última parte de mi catarsis.

Manolo le dio un codazo a su compañero:

– Lo que son las cosas. Ha logrado mejores resultados en ella el Diablo por buen mozo que nosotros con nuestra amistosa insistencia. Tú y yo, rompiéndonos la testuz para convencerla de que emigre a la tierra con los papeles en orden, y ella no hacía más que poner inconvenientes. Y aquí el Caído la convence en un batir de alas.

Terenci ensayó una expresión de víctima:

– ¿Crees que esto nos resulta tan fácil como soplar botellas? De desagradecidos está el mundo pleno -tradujo directamente del catalán-. Me sabe grave.

Amenazaban con otra selección de frases hechas procedentes del terruño. Les atajé.

– Dejémoslo… Es cierto. Sí… En efecto… En

efecto… Sopesando los pocos pros y los muchos contras, a fin de cuentas y sin lugar a dudas, conservando el máximo afecto hacia vosotros y, no obstante, sintiéndome cada minuto que pasa más dispuesta a someterme a la dura prueba de vuestra renovada ausencia…

Temblando de emoción, segué mi tanda de circunloquios, decidida.

– Sí, quiero volver. Apuraré el tiempo que me queda, si queda alguno. Os prometo que no os arrepentiréis de haberme ayudado. Me aventuraré. Osaré osar.

– ¡Y nosotros, desde aquí, te llamaremos Aventurera!

Nos abrazamos, conmovidos, y un instante después nos separamos.

– ¡Cáscaras! -exclamamos-. ¡Olvidábamos la solución!

Emergí del terceto con un elocuente solo de predifunta ansiosa:

– ¿Manolito Puig os ha dado la fórmula? Hace poco hablábamos de él -señalé al Ángel, con aire de conquistadora-, Lucy y yo. Nos hemos hecho colegas. ¿O venís de vacío?

Recuperaron el aspecto de muchachos avergonzados que ofrecían cuando se me sometieron en el Balcón. Agacharon los cabezones.

– ¿Habéis podido convocarle? -inquirí.

Asintieron.

– ¿Cómo está?

– Más guapo que nunca. Para su materializa-

ción eligió sus jóvenes años, aquellos en que era azafato de Air France.

– Yo le conocí de mayor -coincidí-, y todavía era muy atractivo. «Restitos del ayer, m'hijita», me dijo, con aquella sonrisa suya tan dulce.

– Ay, qué recuerdos, cuca. Puig, Néstor… -Terenci manoteó para despejar la nostalgia-. Más vale que te lo contemos pronto. No nos ha ido muy bien. Pero…

– Le hemos preguntado qué resultaría más sencillo para nuestra condición fantasmal -expuso Manolo-, si deshacernos del novio argentino de Paula, o que ésta le tome manía, de forma que él inmediatamente caiga en el olvido y tu joven amiga no se acerque al diccionario María Moliner en busca de la palabra que él le prodiga, mina, situada cerca de las páginas en donde escondiste tu testamento, en el que pedías que te desenchufaran…

– ¡Manolo! -le reñí-. No te alargues más, ya lo sabemos.

– Me limito a introducir un pequeño resumen de lo acontecido, para que los lectores no se extravíen.

– Mareas la perdiz, eso es -me indigné-. ¡Ah! ¡Volvéis de vacío! Pero ¿no es Manolito Puig el más ducho en argentinidades, el hombre que mejor retrató a su país utilizando los esquemas de la cultura pop?

– Iba con prisas -retomaron el dúo estereofó-nico.

– ¡Explicaos! -aullé-. ¡Mi tiempo en este lugar se acorta! Cesad de divagar. ¿Qué ha dicho Puig?

– Casi nada. Ligero y jocundo, nos ha saludado cálidamente. Le hemos expuesto nuestro problema en cuanto ha dejado de besuquearnos. Al instante ha gritado: «¡Adonis! ¡Adonis!». Y se ha ido corriendo. Sin más.

Desanimados, nos sentamos en el banco que poco antes habíamos ocupado el Diablo y yo.

– Adonis… -murmuré-. ¿Se refería al poeta sirio, repetidamente propuesto para Premio Nobel de Literatura?

– Eso pensé -dijo Manolo-, pero Terenci opina que se trata de Adonis, el dios fenicio. Símbolo de la muerte y de la resurrección.

Terenci me pasó un brazo por los hombros.

– Cuca, tu actual situación y la que seguirá, si tenemos suerte, pertenece de lleno al terreno de la mitología, aunque sea de estar por casa. ¿No resultaría fascinante que patrocinara tu revivir ese divino jo-vencito, que tanto sufrió a causa de su belleza, que padeció muerte brutal y enseñó a los humanos las técnicas de la jardinería y el cultivo? Las diosas se daban de hostias por sus favores, encabezadas por Afrodita. En el Mediterráneo oriental se producen diversas manifestaciones del mismo dios. Tammuz en Mesopotamia, Osiris en Egipto ¡Ah, Osiris! El más humano de los dioses, descuartizado por su hermano y repartidos sus despojos por el País de las Dos Tierras, por donde su esposa Isis le fue recogiendo a pedazos al tiempo que fundaba santuarios en su honor… Osiris… Hay quien propone que es el precedente de Cristo, en versión menos sobria.

– ¡Terenci! ¡Vuelve a mi Adonis! -ordené-. Si es ése el dios de mi regreso, concentrémonos en él. En Líbano tuvo un río que llevaba su nombre y que hoy se llama Nahr Ibrahim, un río que se tiñó de su sangre cuando el jabalí en el que se encarnó uno de sus enemigos le mató. Por doquier, las mujeres iban en peregrinación a honrarle una vez al año, poniendo macetas con plantas en los tejados. Las dejaban secar y entonces se echaban a llorar como posesas, lamentándose por su muerte y la de la Naturaleza que, sin embargo, igual que él, renovaba su ciclo, tan campante.

– ¡Vayamos al Líbano! -saltó Terenci, más que contento-. No he pasado por allí desde 1967, en vísperas de la guerra de los Tres Días.

– De los Seis Días -rectifiqué, secamente.

– Por mí, como si fue uno -contestó el otro-. Menudo desastre.

– Pero ¿tenemos tiempo? -me angustié.

Manolo consultó su Festina.

– Nos quedan casi veinticuatro horas de tiempo real, aunque podemos disponer de ellas como si de la Eternidad se tratase, en lo que se refiere a asuntos no relacionados con la actualidad terrena. ¡Ay! Se nos ha olvidado comentarte que el abueli-to de Paula, un republicano, bellísima persona, quiere ayudarnos. Nos hemos cruzado con él paseando por el parque del Oeste. Sabe de primera mano que su nieta vendrá al Retiro, a por libros, mañana, sábado, a mediodía. Ya ves que no somos tan inútiles.

– ¿El abuelo? -Me emocioné al pensar en aquel hombre noble a quien tanto había apreciado-. ¿Y está bien?

– Divinamente, encantado de que no exista Dios.

Se pusieron en pie.

– ¿Te apetece una excursión aérea por el Mediterráneo, a modo de despedida? ¿Barcelona, Alejandría, Beirut? -propuso Terenci-. ¿Alfombra, o volamos por nuestros propios medios?

– ¡Por nosotros mismos! -grité-. ¡Oh, cómo voy a añorar nuestras evoluciones!

Abandonamos provisionalmente nuestras galas contemporáneas y nos quedamos en bolas. No hay como la desnudez astral para sobrevolar el Mare Nostrum. Los perros volarían a doble pelo.

Antes de elevarnos, entonamos a trío nuestra canción:

– «¡Si acaso quieres volaaaar, piensa en algo en-cantadoooorl ¡Como aquella Navidaaaad, que encontraste al despertaaaaar, juguetes de cristaaaall»

Podría jurar que los canes también cantaban. Desde luego, sonreían.

Nos adentrábamos en vastos territorios donde se afinan los adioses como lanzas, y en donde la pena no recibe consuelo.

Demasiado tarde caí en la cuenta de que había olvidado la pluma del Ángel Caído en el bolsillo de mi vestido madrileño.

Lo tomé como un mal augurio.