38127.fb2 Esperadme en el cielo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 16

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Barcelona amada

Volamos en silencio hacia el Levante. Nuestro inicial arranque brioso, la canción de Peter Pan… Dolía. Aquella ingenua música dolía, tanto como cuando la interpretó un conjunto de cuerda -¿sucedió realmente?- en el funeral de Terenci. Mis amigos respiraban con agitación. Supuse que impresiones parejas a las mías ocupaban sus amplias estancias siderales. Así pues, tampoco la muerte nos blinda contra la aflicción de perder a quienes amamos.

De triple acuerdo y todavía en silencio, cuando alcanzamos Barcelona nos instalamos en lo más alto de la sierra de Collserola. Sabíamos que era la última oportunidad de contemplar juntos nuestra ciudad, de rendirle tributo.

Una pátina gris azulada, la calima, emborronaba el mar lejano y nublaba para nosotros el camaleón de apretados edificios que yacía en sus orillas. Sólo el chorreo de escamas amarillentas, de cubiertas quebradas derramándose tentacularmente desde las faldas de la cordillera a nuestros pies, anticipaba la presencia de la ciudad amada, ciudad de la memoria y el deseo, de la nostalgia que bravamente

lucha contra el olvido asiéndose a palabras tan arraigadas en nosotros como el sabor de la leche materna.

Más allá de la boira, el dios de los vivientes lanzaba destellos rojizos, típicos de su hora de acostarse.

– Entre todos los momentos del día -declamé, alzándome, como Escarlata, en lo alto de la cumbre, dispuesta a poner a parir a los hados-, ¿teníais que decantaros por la puesta de sol como huso horario para enmarcar la postrera visita? ¡Ah, felones!

– ¿Qué le pasa? -le preguntó Manolo a Terenci.

Éste le propinó un soberano codazo.

– No la interrumpas. La han poseído las troya-nas, las furias, las brujas de la obra escocesa, la Me-dea de Núria Espert y la Norma de la Callas. ¡Qué vena de sacerdotisa furiosa! ¡Qué divino momento de diva, el suyo! -Se volvió hacia mí-. Nena, la luz del ocaso le quedaba suprema a Vivien Leigh, al final de la primera parte de Lo que el viento se llevó… Es mejor que no la rechacemos. Como bien pudo decir Marlene, una mala iluminación puede arruinar cualquier carrera.

– No me importa. ¡Ya no tengo carrera, vuelvo a la vida! Y, en este instante supremo en que, unidos, nos entregamos a la visión de nuestra patria chica, lo más inoportuno es una ambientación que redunde en nuestro ánimo. ¿No te das cuenta de que, en materia de sentimientos, lo sobrecargado pierde efectividad? La gravedad de la situación requiere un entorno luminoso, indiferente, feliz, sin agonías que diluyan el dolor que mi partida nos causa. Bastante decaído yerra nuestro espíritu, de-

masiado sombría ataca la circunstancia, como para aguantar, de propina, un crepúsculo completo.

– Desde un punto de vista estilístico -me apoyó Manolo-, es un argumento impecable. Si cae el sol demasiado deprisa, dejaré de ver la casa de Vall-vidrera en cuya chimenea Carvalho quemaba libros.

Señaló un punto de la foresta, que se iluminó fugazmente con su gesto, como si alguien estuviera prendiendo un fuego de artificio literario entre las pinedas.

– Yo siempre fui hombre de interiores -intervino Terenci- y, pese a la casa que en el Empordá me dio cobijo y albergó a mis amigos, reivindico que soy urbano, urbano y urbano.

– Los escritores pertenecemos a una geografía propia, a países que se superponen sobre el mapamundi y los suplantan, países internos que prolongan el de la infancia y el de un futuro nunca alcanzado pero más que real -dijo Manolo-. Eso incluye campo y playa, suburbios y entremuros… Mirad cómo disfrutan mis amigos…

Se refería a los perros, que retozaban entre las matas, meaban alegremente tras olisquear la corteza de los pinos, y se acariciaban, tumbándose boca arriba por turnos. Qué felices eran, las criaturas: siempre me conmueve el don de los perros para la dicha inmediata. Pero no me distraje.

– Permitidme que continúe con mi ataque de oratoria. Si me cortáis, no respondo de mi entereza para afrontar el trance. Voy a emplear los poderes que aún me asisten para brindarnos un último día

en Barcelona que cuente, al menos, con la complicidad de la luz mediterránea en su máximo vigor.

Guardaron un silencio relativamente respetuoso -se miraban de reojo como si me temieran- y se apartaron un poco. Los hombres, siempre tan pusilánimes, pensé.

Tomé impulso, alcé los brazos y rae elevé sobre la punta de los pies, al tiempo que materializaba una túnica vaporosa color salmón irisado que hizo exclamar a Terenci:

– ¡Ondia, cuca!

Y a Manolo, aunque en tono más moderado, pero no menos contundente:

– Ole los ovarios del Barrio Chino.

Respiré hondo, estimulada por su admiración. Dudé sobre si debía producir una antorcha para blandiría durante mi conjuro o admonición, pero opté por la sencillez, y no produje nada.

– ¡Que se detenga el sol! -empecé, y mi voz resonó desde el río Llobregat hasta su opuesto colega, el Besos; de Collserola al mar, de Montjuic al Tibidabo, pasando por el Barrio Gótico y el Puerto Olímpico.

– ¡Muy bien! ¡Venga, más! -jalearon.

– ¡Retrocede, oh Amón! -me crecí, y un viento que empezó suavemente aumentó con rapidez su impulso, agitando mi túnica, que ahora sentía ceñida a mi cuerpo como una mano cálida y amistosa, la mano de mi ciudad, adelantándome sus dones-. ¡Detén tu caída, oh, Sol, remonta las escarpadas aguas del día!

– Coño -musitó Manolo-. La Victoria de Samotracia, pero con brazos.

– Muy bien, mujera. Pero el sol prefiere que le llamen Ra -recomendó Terenci.

– ¡ Recula, oh, Astro, hacia el Levante al que nos dirigimos! -Dramáticamente, añadí-: ¡ Amanece sobre nuestra ciudad, aunque sólo sea para nosotros, y sumérgenos pronto en la magia del mediodía, envuélvenos con tu gloria! ¡Para que podamos recordar que, juntos, vimos nacer el sol sobre sus tejados y sus grúas y sus inmobiliarias y sus buenas gentes! ¡ Permite que sellemos bajo tu ígnita hora de madurez nuestra amistad, que aquí nació, cuando todavía creíamos que los crepúsculos eran una temática ajena! ¡Si hoy mueres aquí, en casa, para nosotros, morirás en mi corazón para siempre!

Me puse en jarras, y esperé. No tuvimos que aguardar mucho.

Lo crean o no, el sol dio marcha atrás. El día oreó sus sábanas sobre nuestra ciudad. Escuchamos el canto de los pájaros y nos esponjamos con la frescura del rocío. Briznas de césped virgen crecieron a nuestros pies y nos penetró el olor de la tierra de Collserola, mezcla de hojas tiernas quebradas y humo de leña, de pólvora de petardos de verbena y sobacos juveniles.

Ninguno de nosotros habló, ninguno se atrevió a formular un «¿Te acuerdas?», esa manida pregunta con la que, a partir de cierta edad -la edad en que ya conocemos el lenguaje de los finales-, los amigos suelen iniciar muchas conversaciones.

– ¿No declaraste que, en nuestra dimensión, las veinticuatro horas de tiempo real que nos quedan pueden equivaler a una eternidad? -le espeté a Manolo, quien no perdió tiempo en consultar, ilusionado, su Festina.

– ¿Qué propones? -quiso saber.

– ¡Todo!

Y fue todo. Simultáneamente.

Sentados ahora en las gradas del Teatro Griego de Montjuic asistimos al desfile de familias que, al final de la Cuaresma, en los pobretones años cincuenta, ocupaban la montaña con sus modestos picnics para celebrar el Entierro de la Sardina. Besé a mis primeros novios junto a la fuente luminosa, recorrí los pabellones de la Feria de Muestras y me zampé unos novedosos bocadillos de Frank-furt, protegida del sol -el sol de mediodía, ardiente, peleón, favorable a sus hijos- por una visera de propaganda de Pepsi-Cola. Tomados del brazo, descendimos por las escaleras mecánicas de la Avenida de la Luz. Llevé a Manolo y a Terenci por las academias de taquigrafía y mecanografía en las que aprendí las artes del oficinista. Recorrí con ellos las calles rumorosas del apacible Eixample, cuajado de acacias y castaños, anterior al trepidar masivo de los automóviles. Reposamos en los antiguos cafés con espejos y camareros con andares gatunos, invadimos los cines hoy desaparecidos, escupimos en los edificios de Núñez y Navarro que empezaban a deformar los chaflanes, fisgamos en farmacias y herbolarios, alimentamos con migas de

pan a las ocas del claustro de la catedral, corrimos por los muelles y saludamos con pañuelos desplegados a los pasajeros que, en los barcos de la compañía Trasmediterránea, se dirigían a las Baleares.

Visité con Terenci las arruinadas fábricas del Poble Nou pre Juegos Olímpicos, y acaricié sus alicaídos muros, rememorando los gestos de Monica Vitti en sus paseos de película por las afueras de la ciudad industriosa, gestos que nosotros repetíamos en los tiempos en que la incomunicación, predicada por Antonioni, era sólo aquella ingenua desazón de nuestra adolescencia, también llamada angustia vital por los coetáneos cultos. Tiempos en que ignorábamos que el verdadero aislamiento -lo que siente una familia de clase media un sábado por la tarde en un centro comercial- estaba por venir.

Pisoteamos las avenidas nevadas del 62 y volvimos a llorar con el final de Esplendor en la hierba. Nos sentamos en la escalinata de la Plaça del Rei y charlamos durante horas, como si las decepciones y los fracasos y el dolor y las pérdidas no hubieran hecho mella en nosotros. Eramos los de antes, en su versión mejor. Porque habíamos aprendido a recargar los ayeres con lo que entonces parecían no poseer: sentido.

Los días que habíamos pasado por alto, los placeres que aceptamos con la ingrata inconstancia de la juventud, la dicha compartida y luego troceada a lo largo del camino -como los restos de Adonis, de Osiris- se agrupaban para recuperar su envergadura de antaño. Por el milagro del amor, ni más ni menos.

Bailamos y cantamos, Rambla arriba, Rambla abajo, haciendo sonar timbales y panderetas

Entonces le llegó el turno a Manolo, que nos arrastró a la Boquería, y allí, entre el vivaz sonido de voces y reclamos, fragor de carretillas y estruendo de mercancías amontonadas, nos convertimos en chiquillos y nos revolcamos entre los productos de la tierra y del mar. Coronas de salmonetes ciñeron nuestras sienes, revoloteamos bajo el cielo de hierro, montados en auténticos jamones de pata negra, y jugamos a las espadas blandiendo pencas de bacalao. Nos arrojamos puñados de oloroso azafrán, de irritante pimienta, tomamos las ruedas de arenques y las empujamos hacia el puerto. Los trabajadores, que no podían vernos, seguían entregados a sus tareas, colocándose de vez en cuando un lápiz en la oreja, guardando un cuadernillo pringado de aceite en el bolsillo de la bata, y deteniéndose a fumar un cigarrillo. Las pescaderas pregonaban: «Mira com tinc avui el lluç!»,yda palabra merluza adquiría en sus labios concomitancias sexuales que parecían recién escapadas de un frasco procedente de la Roma pagana.

Nos rebozamos en canela, hicimos malabaris-mos con los melocotones de viña, y su carne prieta y olorosa dibujó en el aire círculos de victoria.

Fuimos felices.

Los perros nos imitaron. ¿O éramos nosotros quienes copiábamos su desinhibido comportamiento? Sucios niños libres fuimos, por una eternidad.