38127.fb2
– Ni se te ocurra -advertí.
Terenci insistió:
– Me hace ilusión.
– ¿Qué pasa? -inquirió Manolo.
Se había rezagado saludando a una conocida que acostumbraba a venderle trufas blancas en el mercado, y que había cruzado el Umbral recientemente. Nos sentamos en los peldaños del puerto y materializamos unas almendras saladas en cucuruchos de papel de periódico: Diario de Barcelona, sección cartelera cinematográfica. En el Kursaal iban a estrenar El Cid.
– Éste -dije-. Quiere entrar en Alejandría por mar.
– Un plan excelente. Grandioso -asintió el otro.
– No te entusiasmes tan pronto. Aquí el autor de No digas que fue un sueño pretende que surquemos el Mediterráneo en la galera de Cleopatra, después de la batalla de Actium. Los tres vestidos de luto por la derrota y la aparente traición de Marco Antonio y, para acabarlo de coronar, velas y
telas negras envolviendo proas, popas, estribores, babores, mástiles, jarcias y aparejos. Un dramón.
– Siniestro -se apresuró a admitir Manolo-. No olvides que este viaje tiene algo de recorrido común final, al margen de que su objetivo principal sea averiguar si Adonis puede ayudar a nuestra amiga a recuperar la consciencia. Y lo de ir de duelo en Alejandría se me antoja tan extemporáneo como asistir al ocaso en Barcelona.
– Muy deprimente -abundé-. ¡Con lo bien que me ha salido este paseo por nuestra ciudad innata! El sol sigue en su esplendor, el pobre no se atreve ni a moverse, después de mi demostración de carácter.
Detrás de nosotros quedaban el monumento con la estatua de Colón y los leones. Recordé la pluma del Ángel Caído -la de sus alas- y me pregunté si la recuperaría cuando aterrizáramos en el Retiro, en un día de mañana que se dibujaba muy lejano. El mar, sucio de petróleo, y precioso de color -hay inmundicias muy resultonas- nos lamía los pies. Yo vestía aún la túnica de diosa o sacerdotisa que me había procurado para conjurar al Astro Rey, pero mis amigos continuaban desnudos. Sacudí las pieles de almendra de mi pechera y me incorporé:
– Procuraos unos atavíos lo bastante egipcios, mientras voy a echar una ojeada por el puerto, en busca de inspiración naviera. No en vano los ascendientes de mi padre poseyeron astilleros en Torrevieja, antes de que la llegada del vapor les
arruinara, condenando a sus vastagos a la inmigración.
– Esos orígenes tuyos no los conocíamos -se interesaron, a dúo.
– Una vieja historia. En la primera mitad del siglo diecinueve, mi abuela paterna fue una mujer de armas tomar, que heredó el negocio de la familia, consistente en promover en ultramar la esclavitud y el comercio. Si me queda tiempo, me gustaría escribir su historia. Mas ahora no podemos entregarnos a divagaciones autobiográficas. ¡Hemos de cuidar de que mi propia biografía termine bien!
Les dejé discutiendo sus preferencias para sus inminentes atuendos, e inicié un garbeo aéreo solitario por encima de los tinglados del puerto. Olía a salmuera y a meadas de gatos y, desde mi atalaya intangible, contemplaba la sólida a la par que airosa imagen de la virgen de la Merced, elevándose sobre la cúpula de su iglesia. La Merced, patrona de la ciudad y refugio de los pecadores y miserables de este mundo. Añoré los tiempos en que mi madre me contaba que la dama acogía bajo su manto a los menesterosos y a los perseguidos; añoré la época en que lo creía, la inocencia con que me echaba a llorar cuando mamá explicaba que cada año, durante las fiestas de la Merced, la pobre santa Eulalia, que sufrió indecibles tormentos por negarse a entregar su honra a los soldados romanos, vertía toneles de lágrimas debido a que había sido desposeída de su condición de patrona, en benefi-
cio de la otra, supongo que por el más alto rango celestial de ésta. «Por eso diluvia cada año», concluía mi progenitora, contra toda evidencia, ya que no siempre llueve en mi ciudad a finales de septiembre. Aunque quizá sí.
Los aromas portuarios me tranquilizan, son los de mi niñez, los llevo en la sangre, pensé. Ocurra lo que ocurra, dadme un buen puerto para envejecer. Dadme un lugar en el que todavía queden oficios del ayer, palabras como cuerdas, manos como herramientas.
Me detuve unos instantes, haciendo el muerto en el aire, mientras fantaseaba sobre los acontece-res previstos para las próximas horas de aquel día prodigioso. ¡Alejandría! ¿Quién me hubiera dicho que regresaría a la ciudad más literaria del Mediterráneo, en compañía de mis dos amigos muertos! Sólo la visité en una ocasión, por un inolvidable motivo, y gracias a Terenci, que iba en una preciosa caja oriental, una esfera roja con adornos de oro que él habría aprobado.
Aquel atardecer arrojamos sus cenizas al mar de Alejandría, para que se reuniera con sus seres queridos de la Historia y de la Literatura, con sus evocaciones más hermosas. Un gato contempló parsimoniosamente al grupo que, entre lágrimas y versos de Cavafis, y las palabras del propio Terenci, escritas para la ciudad -«Brindo por Alejandría, la del gran sueño literario»-, despedía a nuestro príncipe de Egipto y de la calle Ponent. Pensamos que era él, transformado para la ocasión
en uno de aquellos mininos del Delta que tanto amaba.
Suspiré. Cuán frágil es el hilo que separa la vida de la muerte. No sentía el menor deseo de elegir embarcación. Me recogí la túnica y me dispuse a aterrizar majestuosamente en los peldaños del puerto. Para ahorrarme explicaciones: Terenci se había vestido de Ramsés al principio de Los diez mandamientos -la cabeza afeitada y una preciosa trenza azabache, signo de realeza juvenil, colgándole de un lado del cráneo- y Manolo iba de escriba, pero de escriba impertinente; no en vano había escrito en vida contra quienes escriben, redundo, al dictado de los mandamases, reproduciendo sus sinónimos, metáforas y otras argucias textuales con las que tratan de ocultar la verdad. Iba Manolo V el Empecinado más prometeico que jamás. Acorde con sus lealtades, lucía unas sayas rojas: el rojo clamoroso de los claveles revolucionarios portugueses.
– Amigos míos, ¡os quiero tanto! -exclamé, tras aletear unos segundos en torno a ellos-. Juradme que no estoy soñando.
– ¿Acaso no soñamos siempre? -repreguntó Manolo.
– Contra la realidad, contra la muerte, contra el olvido -precisó Terenci-. Más allá de este día, recuerda, reina, que los cuentos que nos contamos a nosotros mismos no siempre son los mejores, pero sí son los más necesarios.
Los cuentos… ¿Era un mensaje?, me detuve a
cavilar. Ellos, que leían mi mente, se apresuraron a cambiar de conversación.
– ¿Vas a lucir en Alejandría ese vestido que te ha cubierto en Barcelona o piensas que la ocasión merece algo especial? -se interesó Manolo.
Vacilé.
– Por primera vez en esta vida vuestra, no sé qué ponerme. La visita me desborda. Me encuentro algo alelada y vosotros conocéis el motivo. En especial tú, querido Terenci.
– Permíteme, tnujera. -El aludido me propinó un simpático empujoncito que casi me arrojó al mar-. Cierra los ojos, que te voy a convertir en la más deseada de Alejandría.
Obedecí. Abrí los brazos, en amable entrega. Una oscuridad nacarada se fundió en mis párpados y, con uno de mis sentidos en suspenso, me entregué, como cuando era pequeña, al disfrute de los otros cuatro. Olí el mar y sus estragos, sentí la brisa en mi piel, en el dorso de mis rodillas, en la placidez de mis ingles, entre las uñas y las yemas de los dedos. Jugueteó la brisa con mi cabello mientras yo aspiraba el alma mestiza de mi Mediterráneo. Sentía en la lengua la untuosidad de la brea, mezclada con la calcárea fetidez de las cagadas de palomas, la caricia de sustancias vegetales que se mezclaban, de la montaña al mar, componiendo un mosaico: hierbas, flores, frutos. Desde algún remoto lugar de las profundidades sonaron caracolas y sirenas de ambulancia, ruidos de intenso tráfico, mumullos en andenes, besos, voces, gritos, palabras de amor y de
nostagia, promesas y abandonos. El tañido de la vida barcelonesa se unió al repique de campanas de las iglesias y al canto de muecines en las mezquitas.
– Ya está, cuca.
Terenci me devovió a ¿la realidad? Llamémosla así. Me vi como nunca, ni antes ni después, volvería a verme. Hermosa, hechicera. Un vestido de noche negro, de piel de tiburón, me ceñía, y mi melena oscura y frondosa enmarcaba un rostro -no era el mío, desde luego- que, al pronto, no reconocí. A través del kohl que bruñía mi mirada, admiré a una criatura sinuosa e intensa, un cruce de Oriente y Occidente que me contemplaba, sardónica. Y, en efecto, la oración procedente de una mezquita espesaba el aire.
Fue Manolo quien reaccionó primero.
– ¡Justine! -casi gritó-. Collons, Terenci, qué hallazgo.
En efecto. Era Justine, y mi figura se reflejaba en los espejos del hotel Cecil, entre las quentias y las palmeras, los terciopelos y las molduras doradas, acompañada por un príncipe egipcio y un escriba rebelde.
– Y ahora -determinó Terenci- visitaremos tranquilamente la capital del vicio que inmortalizó Durrell. Apa, nena, para que luego te quejes.
De inmediato nos repantigamos en divanes forrados de seda y nos desmadejamos entre adamascados almohadones. Cada uno de nosotros fumaba de una pipa de agua. Aquello que inhalábamos no era tabaco.
– ¿Opio? -pregunté. Me pesaban los párpados, y no sólo por el maquillaje más que recargado.
– Qué menos -dijo Terenci.
A Manolo se le habían puesto los consabidos ojos de chinito. Del exterior llegaba un griterío de peleas, frases entrecortadas de borrachos, atrevimientos procaces en bocas de mujeres que imaginé medio desnudas, ofreciéndose en la calle a los marineros. Aquí el Mediterráneo amasaba en su fondo más corrupción y acontecimientos históricos de alcance mundial que en cualquier otro punto, y esta supremacía se expresaba mediante un tropel de aromas saturados de perfumes y de vómitos capaces de alterar la voluntad. Alfombras y tapices forraban la pequeña habitación, amueblada por un Terenci en la cúspide de su orientación orientalista.
– Cáscaras -quise proferir, pero la inocente exclamación se arrastró por los suelos, avergonzada de que la expusiera a semejante entorno pecador.
– Joder -rectifiqué, y ahora la palabra paseó su eco sin desdoro por las cuatro esquinas-. Qué oportunidad tan afortunada para que hablemos de sexo.
– ¿Sexo post mortem o de la tercera edad? -quiso precisar Manolo.
– ¿No viene a ser lo mismo? -respondí-. En este aspecto os puedo aleccionar, ya que cuando entré en coma era mayor que vosotros cuando moristeis. Una mujer siempre es más mayor, haga lo que haga.
– En lo que a mí respecta -señaló Terenci, simpático-, me apetece recibir lecciones de Justi-ne, quien por cierto resultó una lagarta de mucho cuidado.
– Son las que tienen éxito, las lagartas que están buenorras. Cuanto más engañosas y calienta-pollas, mejor. En cambio, la pobre Melissa nació para amar como una perra y así le fue.
El opio, o lo que fuera, ampliaba -si cabe- mi elocuencia habitual.
– A ver, a calzón quitado y aquí, en un momento del tiempo detenido antes de la segunda guerra mundial, y en una ciudad cosmopolita y podrida de depravación, contada por un escritor a quien no conocimos; en una Alejandría cuya existencia, por depender de la literatura, no tiene fin. Decidme aquí y ahora qué representaba el sexo para vosotros al final, por así decirlo, de vuestra trayectoria terrena.
Los otros callaron.
– ¡Hombres! -No estaba dispuesta a que su pudor repentino abortara mi discurso-. Los hombres, a nuestra edad, conquistan o alquilan carne fresca, no se recatan de utilizar dinero y prebendas para vampirizar la juventud ajena, para que alguien os mire como un borrego mientras vosotros os reinventáis. Es vuestro derecho -añadí, atajando un gesto de protesta de Manolo y un encogimiento de hombros displicente por parte de Terenci -. Pero una mujer de mi edad carece de elección. Pueden contarnos lo cine ciñieran los ma-
nuales feministas o los cantamañanas de Hollywood. Ni Michelle Pfeiffer a los cincuenta años, no os digo ya sesentona, disfrutará de las ventajas que el sexo masculino tiene a su disposición no sólo por cultura, sociedad, hechos diversos o tendencias, sino porque la puta y maldita biología os favorece clarísimamente en la vejez. A nosotras, lo reconozco, nos hace madurar antes, pero como entonces no lo sabemos, nunca aprovechamos a tope esos años tempranos que jamás retornarán. El libre folleteo a los doce años está mal visto, salvo en las llamadas sociedades arcaicas.
Como su silencio se tornaba más contundente por momentos, proseguí, embalada.
– Ni nos miráis cuando sabéis que ya se nos caen las tetas, no importa que hayáis podido comprobarlo personalmente o no. La compasión de las mujeres, en cambio -presumí- nos impide recordaros que a vosotros también se os caen los huevos. ¡Y la Viagra! Qué injusticia, la Viagra. Gracias a su invento, cuando miramos a un anciano de cuyo brazo cuelga una muchacha rozagante, ya no podemos consolarnos pensando que, en la intimidad, el pobre no tendrá con qué satisfacerla. ¡Toda la noche con el trasto de un burro por mor de la ciencia farmacéutica!
– Os quedan las operaciones de estética -la sonrisa de Manolo era más bien despectiva.
– Tampoco sirven. Siempre habrá una mujer más joven y desacomplejada. ¡Nacen sin parar! Hay una reserva permanente en constante renova
ción, y las estructuras sociales, la hegemonía del hombre en los puestos de dominación, en el trabajo…
– ¡Cállate o te quito la pipa! -rebufó Teren-ci-. Qué pesada estás. Supuse que ibas a hablar de vicio.
– En cuanto a hombres y mujeres -Manolo se recolocó las invisibles gafas tocándose el puente de la nariz-, no sabemos nada de nadie, nadie de nada, nadie de nadie y nada de nada.
– Eso es verdad -coincidí.
Abandoné la conversación. Pero no del todo:
– Si queréis un último comentario…
– No podemos evitar que lo sueltes -se resignó Terencí.
– ¡El sexo no es tan trascendental como solemos entender! -exclamé, con la sabiduría que da un buen colocón en el Otro Mundo-. Aunque uno sólo lo comprende cuando ya ha follado mucho.
– Y lo más importante ¿sería? -se interesaron, algo burlones.
Lancé un torrente de humo antes de responder:
– La ternura, amigos míos. Y eso permanece. Puede que, últimamente, yo la tuviera algo embotada, pero ha vuelto, ¡ha vuelto! ¿No es extraordinario?
Levantándome del diván, antes de que pudieran contestarme, decidí:
– Salgamos de este ambiente viciado. Nos ponemos algo cómodo, pasamos por el Pastroudis,
nos tomamos una copa y, mientras, Terenci nos cuenta qué hizo Adonis por aquí y en qué puede ayudarnos. Después, algo inolvidable para mí sucederá de nuevo, y en exclusiva, para nosotros.