38127.fb2 Esperadme en el cielo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 20

Esperadme en el cielo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 20

18

En curda

– ¡Tú tira de su pie derecho que yo tiraré del izquierdo! -ordenó Manolo-. ¡Por los tobillos!

– Reina, ¿es que no sabes beber? ¡Te tomé por curtida reportera! -se asombró Terenci.

– Lo fui -casi hipé-. Mas, como no desconocéis, en la sesentena las mujeres resistimos menos que vosotros. Por eso rae he dejado caer, para descansar un rato. ¡Esta desigualdad sí que me zurce!

Pensando en ello, una oleada de rencor ancestral me sublevó, alentado por la humillación que sentía al saberme vestida de novia, y por los suelos.

– ¡Uno! ¡Dos…! ¡Y tres!-porfiaron.

Los zapatos se soltaron pero mi cuerpo no les siguió.

– Uf -resoplaron, caídos de culo ellos también, en su caso de espaldas a la cristalera.

Desde mi cómoda postura, les provoqué:

– Ni que estuvierais faenando en un ballenero. Ya sé. ¡Os llamaré Ismaeles!

– Como una cuba -sentenció Manolo, poniéndose de pie.

– ¡Piensa en Adonis, reina! ¡En tu secreto! Y

en el tiempo, que se nos acorta -me advirtió el otro.

Me ayudaron a incorporarme. A través del cristal, plantada como una muñeca entre los maniquíes entumecidos, envueltos en tules y rasos dañados para siempre por la guerra, contemplé nuestro reflejo en el cristal y fuera, muy lejana, la noche de la ciudad, su interminable noche. Extrañada de mis compañeros por mis recuerdos y temores, viajé con la mirada hasta la última piedra herida de Beirut. Atravesé ruinas y banderas, retratos de asesinos convertidos en mártires y de mártires tenidos justamente por asesinos, fotografías de responsables y de culpables, cruces y mezquitas, emblemas y patrullas y armas, armas y más armas. Quise obviar la cruel estupidez del decorado guerrero, pero cada representación era sustituida por otra, que desaparecía para dar paso a una suplantación más. Sólo en los agujeros habitaba la memoria, en los túneles del ayer, malamente taponados por fallidas reconstrucciones. Lo que no podía ver: lo único verdadero.

– Me sentía de aquí, yo -les expliqué-. Era de aquí y he negado esta ciudad tanto como la he querido.

– Tomemos un poco de aire -apuntó Teren-ci-. Demasiadas emociones, incluso para unos muertecitos.

El oleaje que rompía contra las rocas de Manara nos salpicó, despejándonos. Los perros, erguidos en la punta de un espigón natural, recibían el

vacilante embate de las aguas con impavidez digna del Otro Mundo. En lo más hondo yacía la pequeña Beyrutis fenicia, que no fue tan importante como Sidón o Tiro. Entre ambas versiones, el puerto comercial del que partían toneles de especias y de púrpura, y la Beirut de hoy, encanallada por su pasado y enfebrecida por el presente, se apretaba una trama de láminas sobrepuestas que supuraban idénticos humores, reflotando experiencias repetidas y lecciones olvidadas: el transversal malestar de una historia sin solventar. Como la mía.

– Va a amanecer -dijo Manolo-. Eso que canta es la alondra.

– Oh, no -rebatí-. Es el ruiseñor. Quedémonos un poquito más en este rompeolas de la indecisión, en esta marejada resacosa que invita al cuerpo a flojear para impedir que la mente se dispare hacia su objetivo último.

– Es la alondra, hostias -intervino Terenci-. Como sigáis citando a Shakespeare a lo tonto va a comparecer el mismísimo Otelo, que murió aquí cerca, en su reino de Chipre.

– Eso sí que no -me incorporé-. Que en este país ya andan bien provistos de Yagos. Larguémonos, pues, si lo deseáis. Ascendamos a la cueva de la que mana la sangre de Adonis, según ancestrales chismes. Suerte que volamos, la carretera es de-mencial y las barrancas, insondables.

Emprendimos el vuelo, no sin cansancio. No era fatiga física, sino esa melancolía del esfuerzo cuando sabe que se aplica para construir lo más

desgarrador que puede ocurrirnos: la despedida. Los tres queríamos -tal vez, no me atrevo a hablar por ellos- dormir. Dormir para olvidar el paso siguiente de nuestro compromiso. Pues me habían conducido hasta el lugar del que partía la única ruta a seguir, la que me separaría de ellos. Y a menudo la conciencia más empecinada pide una tregua para olvidar el éxito que coronará sus designios.

Cuando llegamos a lo alto del monte Musa había amanecido y el sol se aprestaba a rajar los últimos bancos de niebla que medio cubrían el valle del río Ibrahim, antes llamado Adonis. La cascada de la cueva brotaba nítida, azulada, con crestas blancas que salpicaban las llescas de piedra y se fragmentaban para caer como lluvia.

– ¿Y la sangre? -preguntó Manolo.

– Es una leyenda. En realidad, son los deslaves de los montes cercanos, la tierra arcillosa que, en primavera, tinta el agua con su tono rojizo. Lo cuenta cualquier guía turística, tenéis que saberlo.

Docta parrafadita que apenas sofocó mi emoción por la proximidad de mis amigos en circunstancia tan especial. ¿Podría llamarla un pacto? Si no con el Diablo, sí con mi futuro. Con mi rumbo futuro.

– De buena gana me metería bajo la cascada -añadí.

– ¿Y por qué no? -propusieron, a dúo.

Volvimos a ser niños, chapoteando y gritando en el interior del manantial. El agua surgía de la

tierra y manaba hacia el futuro. O hacia la Eternidad, que es igualmente ignota.

Mojados y contentos, nos sentamos en el merendero cercano, cuya terraza se abría a los infinitos montes, al renacido valle. Ajenas a nuestra presencia, un par de mujeres madrugadoras extendían sobre las mesas granos de maíz y de especias para que el sol hiciera su trabajo de sequía. La mañana se tupía con efluvios de comino y de sésamo.

– Reina -habló Terenci, señalando el horizonte con los brazos abiertos-. Todo esto, algún día, será tuyo.

Me eché a reír, ya que su intervención me recordó a mi amigo Lucy.

– Como tentación, no está mal -concedí-. Pero bien sabéis que lo mío es la ciudad. Beirut, esa mala pécora.

Nos quedamos en un silencio que rompí poco después, a mi pesar.

– Marchémonos de aquí. Adonis no tiene la menor intención de ayudarme a volver. Este viaje ha sido muy instructivo, pero sigo en coma.

Mis amigos asintieron, con la contrariedad pintada en sus semblantes.

– No te falta razón -dijo Manolo-. No nos ha enviado ni una maldita señal.

Me picaba la oreja izquierda. Sacudí la cabeza, tratando de alejar lo que me pareció un pertinaz insecto empeñado en asentarse en mi lóbulo como un pendiente. El insecto no cejó en su empeño, más

bien cambió de emplazamiento y se montó en mi nariz.

Le di un manotazo, y se alejó, pero no por el susto sino para que lo visualizara mejor.

Era la pluma. La pluma del Ángel Caído, que se agitaba delante de nosotros, desprendiendo su aroma a algodón de azúcar, que se impuso al de las especias y al de la hierba fresca.

La pluma daba vueltas, subía y bajaba, soltaba un polvillo plateado. Reclamaba nuestra atención.

– ¡Hostias! -exclamó Terenci-. ¡Es como Campanilla!

Derramó la pluma polvo de ángel sobre nosotros y nos obligó a seguirla.

¿Lucifer, en apuros? ¿Me necesitaba?, fantaseé. Y volé, rauda, detrás del airoso heraldo, encabezando la comitiva.