38127.fb2 Esperadme en el cielo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

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El encuentro

– ¿Estoy muerta?

Mis amigos mostraban un mudo pero expresivo regocijo, tan incomprensible para mí como sus trajes de gala. Si, como suponía, acababa de reunirme con ellos en el Más Allá, su júbilo resultaba, por decir poco, indecoroso.

– ¿Muerta-muerta? -insistí.

Seguían sin hablar. Sonreían, se inclinaban, se quitaban y calaban el sombrero de copa, improvisaban reverencias, pantomimas propias de presentadores circenses que se disputaran el favor de un mismo público desde dos pistas contiguas. Sacudían el trasero para que los faldones de sus respectivos fracs aletearan coquetamente en ¿el aire? ¿Es aire lo que respiran los muertos? Se daban codazos y tarareaban una frivola melodía.

– ¡Manolo! -grité-. ¿También tú, que eras lan sobrio?

De los tres, fue el más comedido y parco en expresiones. Tres escritores del Barrio, crecidos cada cual a su modo y con su talento -el de ellos, inmenso-, por fin reunidos, y no precisamente en

una nueva colección de nuestra casa editora compartida. Difuntos, extintos, fallecidos los tres. Primero, Terenci, luego Manolo. Ahora parecía haberme tocado a mí. Los tres en nuestra sesentena, yo la más joven.

Seguían en silencio. Temí que el Más Allá les hubiera vuelto mudos, amén de sinsustancias o, algo peor, transustanciados en menos sustanciosos.

– Un poco de seriedad -supliqué, al borde de las lágrimas-. No guardáis duelo por mí, vuestra amiga del Barrio…

– Mira que eres burra.

El exabrupto me llegó directamente al cerebro, y no es una figura literaria. Recibí una concisa descarga telepática que se alojó en mi mente sin pasar por los conductos auditivos y que, al pronto, me desconcertó, más por el continente que por el contenido. Porque no sólo eran sincrónicos. ¡Eran es-tereofónicos! Manolo ponía los bajos y Terenci los agudos, además de la frase en su literalidad, que le pertenecía. Cuántas veces no me la había repetido, cariñosamente, cuando le confiaba mis aflicciones amorosas, teñidas de obcecación: nadie se mostraba más comprensivo que él, mi buen amigo, no menos grandilocuente que yo en sus operísticos romances.

No obstante, ser llamada burra nada más cruzar el Incierto Umbral es algo que no le apetece a nadie. Una se vuelve recelosa. Me preguntaba si, en el Otro Allá, el sinónimo de pollino, utilizado como adjetivo, adquiría características más defini-

tivas. Y lo más grave: ¿también Manolo había deseado, en el desertado ayer, llamarme burra en más «le una oportunidad, y había echado el freno a su lengua por mor de su apocamiento legendario?

Ah, ¿qué clase de fiambre era yo, que ni siquiera ahora podía desprenderme de la ponzoñosa inseguridad que siempre me había atormentado?

– Tienes razón -añadieron-. Somos telepá-ticos (menos cuando dormimos), estéreos y nos re-moríamos de ganas de decirte a la cara lo insoportable, pedante y pomposa que te has vuelto.

– Esto no es una bienvenida, ¡es un ultraje! -bramé.

Di una patada en el suelo y, al ser éste inexisten-te, es decir, al no ser, me desequilibré y empecé a caer, con un alarido de pánico. Mis amigos, sin dejar de sonreír, se colocaron el sombrero de copa bajo el brazo y ejecutaron una parsimoniosa cabriola antes de sujetarme. Situada entre los dos, que no me soltaban, y sintiéndome algo afianzada, gruñí:

– ¿Por qué soy tan bajita? Ya sé que la muerte encoge los humanos cuerpos, pero a vosotros, que lleváis más tiempo aquí, os veo altísimos, algo que nunca fuisteis.

– No te empeñes en hablar -me aleccionaron-. Leemos tus pensamientos. Tu calamitosa mente no guarda secretos para nosotros.

– Si no me organizo en forma de diálogo, me pierdo -protesté-. La costumbre de escribir, supongo.

– ¿Lo ves? -se hablaron por encima de mi cabeza, dirigiéndose a sí mismos. Es decir, era una pregunta mutua, y también lo fue su respuesta-. Mantiene algunas de sus facultades terrenales, aunque otras, como aquel sentido del humor y aquella ironía que antes nos deleitaban, tendremos que resucitárselas. Lleva años amustiada e irritable. Apliquémonos a espabilarla, removerla y vapulearla, por su propia conveniencia y la de nuestros propósitos.

Antes de que pudiera interrogarles sobre este último punto iniciaron unos pasos de claqué, bastante apañados, que me distrajeron, hoy supongo que intencionadamente, y ambos me animaron a que les secundara. Lo intenté, pero la cola del vestido de fiesta se me enredó en los pies…

– ¿Vestido de fiesta? -rugí de súbito-. ¿Qué pintas son éstas las que luzco? ¿Satén blanco, yo? ¿A mi edad y con este culo? ¿Queréis explicarme de qué me habéis disfrazado?

A no ser que… Un sugerente cuadro empezó a formarse en mi mente… Intenté borrarlo. Sabía que ellos se burlarían de mí. Traté de vaciarme. Como no podía, imaginé sobre la marcha algo que llamara su atención, distrayéndoles de mi meditación. ¿Podía colocarles un recuerdo compartido? ¿El desayuno de escritores en el hotel Regina con que se inicia cada año la Diada de Sant Jordi? No, hacía demasiado tiempo que ya no coincidíamos, ni allí ni en ninguna parte, ni ese día magnífico ni ningún otro… Si continuaba por ese camino, iba a

llorar. ¿Y si me concentraba en el Nilo? Que yo supiera, el Nilo nos gustaba a los tres. Y es un río resultón tanto para la muerte como para la literatura.

Esfuerzo inútil. Ráfagas de una ceremonia de alto copete me franquearon de oreja a oreja, extrayéndome cualquier otra imagen. Vi a un príncipe muy alto y sonrosado que me entregaba una placa y un diploma con mi nombre, vi el interior de un teatro resplandeciente y repleto de espectadores vetustamente engalanados que me aplaudían puestos en pie, y admiré el avance por el pasillo de un coro de gaiteros que interpretaba un bello himno. Sí, claudiqué, sin importarme que mis amigos me leyeran el pensamiento, así es como me habría gustado morir, de haber tenido la maldita Parca la delicadeza de consultar mi opinión sobre el asunto.

– No te hagas ilusiones, amiga nuestra -segaron el hilo de mi apaciguador desvarío-. Te quedaste frita en plena firma de tu último libro. Participaste en un coloquio sobre literatura y mujer, fíjate qué novedad, en la carpa de la Feria del Libro de Madrid. Allí ya entraste en estado de somnolencia, camuflada tras tus gafas de sol. Colap-saste más tarde, en la caseta, cuya cubierta de ura-lita ardía bajo el sol de la tarde, delante de veinte o treinta personas que esperaban tu dedicatoria. ¡Cómo te aburrías en ese tramo de tu vida!

Bajé la cabeza. Les sobraba razón, aunque no quisiera admitirlo ni muerta.

– ¿En qué te has convertido,mujera? -la de-

formación del sustantivo, tan propia de Terenci, y pronunciada al unísono por Manolo, me anudó la garganta-. Tú, la niña del Raval, la charnega fiel, ¿habrías preferido que el patatús te sorprendiera mientras pronunciabas el discurso de aceptación del Premio Príncipe de Asturias de las Letras, en retransmisión directa por el canal internacional de Televisión Española, poco antes de la emisión de un documental sobre la extinción del oso cántabro? Esta tía se ha bebido el entendimiento… Hay para alquilar sillas… Eso sí que es soñar tortillas…

Y así continuaron, posiblemente en la primera traducción telepática literal al castellano de viejos giros catalanes arrojada al Mundo Superior. Aquel alarde consiguió conmoverme, obligándome a una modesta aunque todavía más absurda aportación:

– ¡Dios nos da! -exclamé, transida, pues no en vano comprobaba que, aunque en vida no fuimos considerados escritores catalanes auténticos, allá en Donde Fuera todo resultaba posible, y nadie se reconcomía por vernos utilizar a nuestra manera, placenteramente, las lenguas con que habíamos sido enriquecidos, no mermados.

«¡Dios nos da!», repetí, melancólica. Reducción forzosa de la inabarcable e intraducibie expresión, Deu-n'hi-do, que significa «Vaya», «Cuánto», «Qué gordo, esto que pasa», «Qué barbaridad», «Lo que hay que aguantar»… y mucho más. Dios nos da. Y Dios nos quita. Dios… «¡Si estás ahí, cabronazo, sal y da la cara!», clamé. «¡Me adeudas más de una explicación!»

Ay, lloré para mis adentros -aunque, ¿me quedaban adentros, gozaba de intimidad, con aquellos buitres acechándome?-, lloré por las palabras perdidas. Ay, lloré por los libros no escritos. Ay, lloré por cuanto pude haber dicho a mis dos amigos si hubiera sabido que iban a morir antes que yo, o a los que me quedaban, de haber supuesto que la iba a palmar antes que ellos. Lloré por haber silenciado lo mucho que les quería, lo mucho que les necesitaba, lo mucho que agradecía cuanto me habían dado a lo largo de los años. Lloré interiormente, y a punto estuve de echarme a llorar por fuera -a Terenci no le habría importado, pero recordemos lo circunspecto para los derrames emocionales que era Manolo-, dada la intensidad de mi tardío arrepentimiento…

– ¡Pleonasmo! -bufaron-. Cualquier arrepentimiento es por esencia tardío, incluso cuando nos asalta solapándose al delito, cuando obramos mal a sabiendas y lamentándolo, mas sin por ello cejar en el empeño. Tu delito es el de omisión, variante de la que nadie escapa. Y el reo de semejante falta nunca recibe suficiente castigo, salvo que contabilicemos como tal el remordimiento en sí, que a algunos se la sopla y a otros nos amarga. Consuélate, querida nuestra, porque con las palabras no pronunciadas, con las palabras que tanto nos duelen, algunos somos capaces de construir nuestros sueños y, en el mejor caso, nuestra literatura, que es el sueño más perdurable.

– Vuestro comentario no me reconforta, dado

que he muerto antes de entregarle al mundo obras más loables que mis quehaceres pasados -me reviré, ofuscada-. Tampoco aclara por qué me he vuelto tan bajita y vosotros tan altos, ni el hecho de que lleve un vestido blanco de raso, largo, estrecho e incómodo, si no tuve el placer de usarlo en el transcurso de una orgía de honores y homenajes…

– Lo inexplicable es que tú, una cinéfila de raza, crecida en las más apestosas salas de cine de nuestro Barrio, rata de filmoteca y de cine-club en tu juventud; tú, que recibiste el primer beso de amor -¿lo recuerdas, desdichada?- en una sesión doble que incluía El verdugo y Uno, dos, tres; tú, que te has aficionado a ver películas en DVD y a hablar con los artistas en voz alta, tú y precisamente tú no captes que te hemos recibido reproduciendo una de las mejores escenas de Desing for Living, la peli de Ernst Lubitsch basada en la comedia de Noel Coward, que en España fue rebautizada como Una mujer para dos.

Caí:

– ¡Soy chaparra porque hago de Miriam Hop-kins! Casi una enana, era, y más mala que un dolor, según contaba la propia Bette Davis, que trabajó con ella y llegó a abofetearla en una versión anterior de Ricas y famosas.

– ¡Exacto! -Tras la exclamación, se sonrojaron-. Es evidente que ambos deseábamos encarnar al guapísimo Gary Cooper, pues Frederich March, aunque prestigioso, ponía cara de llevar faja, como Charles Boyer, quien, por cierto, era un

galán muy poco convincente, se asemejaba a un conserje de hotel parisino…

– ¡Basta! ¡Basta-basta! -Volví al resentimiento. Recordemos que llevaba ya un rato en la Eternidad, y que mis amigos ni siquiera me habían dado el pésame-. ¡Qué vergüenza! ¡Organizar una juerga nocturna al estilo del París de los años treinta según Hollywood para celebrar mi entrada en el Otro Mundo! Y parlotear de cine sin parar, conmigo de cuerpo presente… Lo mínimo sería que emergiérais más solemnes.

– ¿Cómo de solemnes? ¿Así?

Ahora les vi tendidos sobre el costado izquierdo, en sendos nichos de un muro de la abadía de Westminster. Muy cerca de nosotros, sentados en no catafalco de matrimonio, Diana de Gales y Y Dodi el-Fayed miraban atentamente un programa de televisión que versaba sobre sus avatares como inmortal pareja. El escultor les había reproducido en mármol, agarrados a un mando a distancia.

– ¡Son ellos! -troné shakespearianamente, a tono con la bóveda.

No te asombres. Nuestra capacidad de convocatoria espectral es casi ilimitada. ¡Tenemos tan-to que enseñarte! ¡Tanto que descubrirte! ¡Tanto que recuperar, con tu ayuda! ¡Esto es superior a Google! ¡Mejor que Hollywood en sus buenos tiempos!

– Habladme como solíais. De uno en uno y usando vuestra voz inconfundible. De lo contrario va a reventarme el cerebro. ¡Me duele la cabeza-

cabeza! Ni siquiera me habéis ofrecido una aspirina. ¡Inconcebible! ¡Un Más Allá con dolor y sin analgésicos! ¿Cómo podéis tratarme así? ¿Cómo habéis podido? ¿Cómo podéis seguir pudiendo?

Mi andanada verbal resonó en el vacío.

– ¡Podéis, podido, pudiendo! -abundé, exasperada ante su silencio-. ¡Oh, que alguien me ayude! ¡Que alguien me decapite! ¿Para qué me sirve la testa? ¿Es lógico que mi parte más noble sufra, si ya abandoné el comúnmente denominado Valle de Lágrimas?

– En aqueste lugar se puede cuanto se puede -acotaron, misteriosos-. Nos movemos en un espacio infinito en el que, para pasarlo bien, bastan un buen guionista y un coreógrafo flexible. Y no te preocupes por tu migraña. ¡Es una buena, inmejorable señal!

– Sigo sin entenderos. No le veo ninguna ventaja a estar aquí. Primero, no observo en mí todavía el noble arte de la telepatía de comunicación de masas. Segundo, me caigo si no me apoyo en vosotros. Sufro lipotimias y agorafobia, de modo que me mareo cada dos por tres, bamboleándome en el éter. Me atormenta, como si aún estuviera viva, haber hecho el ridículo muriéndome durante la firma de mi novela, defraudando a las personas que hicieron cola para esperarme. Y me duele, sí, me duele acordarme de mis libros, mis diccionarios, mis películas y mis músicas, por no hablar de mis chales de seda, mi surtida bisutería oriental y otras preciosas posesiones… ¿Acaso no gozaré del bálsa-

mo del olvido? ¡Mis manos están vacías! Lo cual no impide que me pese yo misma a mí misma. ¡Uf, qué cansancio! ¡Quiero una silla! Ya que todo lo podéis, dadme una silla divina, en la que mi cuerpo encaje a la perfección. Una silla-silla.

Obedientes, produjeron un rústico ejemplar de la especie. Era de teca, y ofrecía sólidos brazos y palas, así como un cómodo asiento forrado con cretona de vivos colores. Antes de depositar mi trasero olfateé la inmensidad circundante, desconfiada. Yo había visto un mueble similar en alguna terrena parte.

– No, querida. No en la Tierra, sino en el cine, que era, allá abajo, lo más semejante a este Paraíso, del que podrás disfrutar mientras se prolongue tu estancia entre nosotros.

– ¿Cómo que mientras…? -Me excité-. ¿Es lo mío un mero tránsito? ¿Vais a re-abandonarme?

Lejos de responderme, se extendieron en de-talles.

– Pertenece al mobiliario del chalé de alta montaña de Que el cielo la juzgue, aquel perverso melodrama en technicolor protagonizado por Gene Tierney y Cornel Wilde. Aquí se sentaba ella para maquinar maldades tales como deshacerse de su cuñado poliomielítico ahogándole en el bucólico lago adyacente, o cargarse al hijo que llevaba en sus entrañas fingiendo un accidente doméstico. Qué gran mujer, Gene Tierney. Podríamos emplazarla pero, hasta que te trajimos con nosotros, he estado muy entretenido tirándome a River

Phoenix y Manolo, intentando reconciliar a Trotski y Lenin…

Terenci había hablado con su propia voz, y me sentí más a gusto. A gusto, pero tristísima.

Me desplomé en el sillón y, por fortuna, éste no cedió al recibir la losa de mi infortunio.

Manolo me acarició el pelo.

– Tranquila, que te lo vamos a contar. Confía en nosotros -dijo por sí mismo.

Levanté las piernas y las doblé, juntando los botines sobre el asiento; apoyé la frente en mis rodillas, que mostraban algún que otro moretón reciente y estaban sucias de tierra del jardín. Me estire los calcetines y suspiré profundamente. Un momento. ¿Qué botines, qué rodillas, qué jardín? ¿Qué calcetines?

¿De qué me habían vestido?

– ¡No entiendo nada! ¡Quiero llorar! -berreé, con profundo desconsuelo-. ¡Llorar, llorar y llorar! Y me importa muy poco que tú, Manolo, te pongas nervioso o que tú, Terenci, me tomes el pelo. No me pasaré la muerte sometida a este tipo de convencionalismos sociales.

– Por mí no te reprimas -replicó Manolo-. El llanto es algo que aquí se echa más de menos que esa cursi postal del Nilo que pretendías endilgarnos hace poco. Ojalá nosotros lloráramos, ojalá nos doliera algo.

Abrí, pues, las compuertas. Una eternidad después, reconfortada yo y ellos taciturnos, nos deslizamos por la superficie de un mar inmenso forma-

do por mis lágrimas. Cada uno de nosotros llevaba un bañador a rayas y un flotador amarillo y blanco, con cabeza de patito, ceñido a la cintura.

Te lo pronostiqué -observó Manolo, mi-rando al otro-. Todavía podemos aprovecharla. Aún posee la facultad de aceptar el absurdo y de hurgar en él con la curiosidad de Alicia.

Bostecé. -Me aburro -dije-. Nadar me fastidia cuando no diviso la orilla.

– La adornan también algunas cualidades de Wendy que no nos vendrán mal -completó Te-renci-. Es muy intuitiva para la decoración de interiores. En cuanto entra en una habitación va-cía, con cuatro chorradas la convierte en suya, sin rebosar por ello esa feminidad pendiente que resulta tan amenazadora. Y es muy dada a la sobreprotec-ción de infantes.

– Eso, al nivel en que nos movemos -asintió Manolo-, tiene su utilidad.

No les entendía. El llanto había aliviado mi dolor de cabeza, pero la pobre se había quedado hueca, y en su interior los vocablos se algodonaban. Agradecí, sin embargo, que continuaran utilizando la fórmula individual de expresión para comunicarse. Lo agradecí tanto que, en lugar de continuar regañándoles, chapoteé perezosamente en mis lágrimas y concedí:

– Siempre quise poseer un salvavidas como éste. Como éramos pobres, tenía que conformarme con uno de corcho. Muchas gracias.

Salvavidas para una muerta, menuda paradoja. Como un título de novela policíaca francesa de los sesenta. Una de Japrisot, por ejemplo.

– ¿Sufrí mucho? -pregunté.

– Tengo hambre -me cortó Manolo-. Os propongo un almuerzo por todo lo alto en nuestro restaurante favorito del Barrio. Antes pasaremos por mi despacho, el marco más apropiado para una conversación seria.

Travieso, Terenci sacó el pitorro a nuestros flotadores, uno tras otro. Al expandirse, el aire comprimido emitió una infinita, triple y entremezclada pedorreta que, supuse, fue a sumarse al remanente de la capa de ozono.