38127.fb2 Esperadme en el cielo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

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El Gran Fallo

Manolo se aclaró la garganta con un buen trago de orujo seco y frío antes de responder a mi pregunta. Entre él y yo mediaban una mesa de oficina y una lámpara de flexo. Reconocí el lugar: era el despacho de su criatura de ficción, el detective Pepe Car-valho, aunque con una decoración más minimalista que la que sugerían sus novelas. No olía a guisos de Biscuter ni nos llegaban los sonidos de la cercana Rambla.

– El cómo te desvaneciste ya te lo hemos contado. En pleno hastío. Se trata de una consecuencia natural del fastidio prolongado. El alma padece, sometida a un opaco desgaste, y el cuerpo, que es el que paga nuestros errores, pide auxilio, tal como le dijo el papa bueno al Padrino en la tercera parte de la saga. Tú acumulaste tanto tedio durante los últimos años que un buen día, sin más, te pegaste el piro.

– ¿Lo pasé muy mal? -insistí.

– No creo. Es más, sucedió para tu beneficio, como verás más adelante. Pues éste es un relato moral, aunque no te des cuenta.

Un tañido de lira quebró nuestro naciente intercambio. Era Terenci. Recostado en un triclinio de oro cuyas patas tenían forma de garra, y apenas cubierto por una túnica blanca, tañía el instrumento mientras sacudía una trigueña y abundante cabellera.

– ¡Hostia, Terenci! -grité-. ¡Tienes pelo!

– Sí. Y no es postizo, ni injertado. Cambio de peinado cuando y cuanto me viene en gana. ¡Me lo quito y me lo pongo, me lo quito y me lo pongo! -canturreó, exhibiendo, para mi deleite, un surtido de pelambreras.

– ¿Podemos continuar con nuestra charla? -una impaciencia casi humana hizo que Manolo el detective golpeara la mesa con los nudillos.

Terenci, que seguía de efebo romano pero ahora lucía una mata de cabellos verdes, no le hizo caso.

– Abandonad esa aburrida conversación… Ya está bien de pompas fúnebres. Como investigador es posible que conozcas perfectamente los pasos a dar para resolver un caso, pero en esta tu encarnación áurea dejas atrás al Manolo novelista. Fastidiarás la intriga si le cuentas de golpe a nuestra amiga los secretos del expediente que llevamos entre manos.

Le arrancó a la lira una escala de alegres sonidos, una especie de foxtrot, y en seguida, en el más puro estilo de vecindona de la calle Ponent, le reprendió:

– ¿No ves que la asustaremos si se lo contamos de sopetón? Esta pobre recién viene, como quien

dice, de pastar entre coetáneos bien pensantes y adictos a los restaurantes bendecidos con estrellas Michelin.

– Hombre -protestó Carvalho, ahora muy Manolo-. Yo mismo no dejé de frecuentar con ahínco a unos cuantos muy estrellados.

– Sabes bien qué quiero decir. Gente que, mientras come, habla de comer, y que se reafirma en la metafísica gastronómica mientras posterga las preguntas incómodas.

Terenci abandonó su postura y se cruzó de brazos y de piernas sobre una alfombra que flotaba a la altura de nuestras cabezas. Súbitamente vestía una casaca de largo tres cuartos, en brocado amarillo. Por debajo asomaban unos pantalones a juego y unas babuchas carmesíes. Se tocaba con un turbante blanco, rematado en lo alto por una pluma de pavo real prendida con un desmedido rubí.

– ¡Hagámosle una demostración! -suplicó-. ¡ Tiene que saber que esto es mejor que la MGM y la Paramount en sus buenos tiempos, con un toque RKO!

Manolo sacudió la cabeza y se palpó el puente de la nariz con el índice derecho, como si se ajustara las gafas. Conservaba ese gesto pese a que ahora ya no las usaba.

– Quisiera seguir de Carvalho un rato más y ayudar a esta pobre chica en sus vicisitudes. Aunque es evidente que, por edad y por extracción social, nada tiene en común con las muchachas doradas que solían acudir a mi despacho y que me

arrastraban hacia oscuras tramas de estafas y asesinatos.

– Al final te rompían el corazón. Y el de Charo -intervine-. Charo era cien veces mejor que las otras. ¡Malcasadas de barrio alto, pijas sedientas de mala reputación!

– Nadie manda en su entrepierna sentimental -sentenció Carvalho-. Algo que ya no ha de importarnos. Al menos, a nosotros dos.

¿Se refería a él y a mí, o a él y a Terenci?

Clavó en los míos sus ojos inquisitivos. Pasaron unos segundos muy largos. Me moví con cautela en la silla de Gene Tierney, intranquila. Manolo agarró bruscamente el flexo. Creí que iba a dirigir la luz hacia mí, como los policías de las películas en los interrogatorios, pero inesperadamente le dio la vuelta y dispuso la lámpara de tal modo que el haz de la bombilla le dio completamente en la cara. Era una cara triste.

– Mírame bien. A lo largo de toda mi vida no he hecho otra cosa que buscar la verdad. La verdad política, la verdad literaria, la verdad poética. Ahora trabajo en un caso más inabarcable, lo reconozco. La verdad de la muerte. Qué podemos hacer.

– ¿Qué podemos hacer desde Aquí Arriba para que Allá Abajo no cometan los errores de siempre? -Me entró un punto sesentayochista muy excitante.

– No. Qué podemos hacer para pasar la Eternidad de la mejor manera posible. En cuanto al resto… Si en vida no conseguimos cambiar el

mundo, imagina qué lograremos transformar ahora. Nada desde la Nada. Sin embargo, quizá dispongamos de una oportunidad para reparar algo muy cercano, algo pequeño en relación con el mundo pero grande en sí mismo. ¿Recuerdas? Cada uno llegó a tal conclusión por su cuenta, no nos lo dijimos pero tácitamente lo admitíamos y no sin amargura, antes de asomar por aquí. No ponernos metas imposibles, arreglar lo cercano, actuar en la medida de nuestras fuerzas… Ya que la vida no era como la esperábamos, sino como la temíamos, y que la Eternidad tampoco depara grandes soluciones…

– ¿En qué manera intervengo?

– Eso te lo cuento luego. Déjame confiarte que, de todas las lágrimas que se vertieron por mi ausencia (aparte de las estrictamente familiares), y a pesar de que soy partidario de la moderación en el dolor, conservo el recuerdo preferente de las tuyas. Llorabas como una niña, a gritos, y pusiste en el equipo de música Tatuaje, por Concha Piquer, para gran susto de tus vecinos, porque eran horas muy tempranas. Casi te electrocutaste al salir de la ducha y precipitarte a abrirles la puerta, chorreando agua y pisando cables, a aquellos amigos que consideraron que era contigo con quien tenían que compartir su duelo por mí. Me escribiste una fina necrológica, basada en la plenitud de mi relación con el bacalao.

– La que me dedicaste tampoco estuvo mal, reina -terció Terenci, desde su alfombra volado-

ra-. Pero debo reconocer que mi preocupación por que se cumplieran los requisitos indispensables para mi multitudinario funeral me impidió leer las necros inmediatamente.

– ¡Me vigilábais! Y me leíais -recapacité, más irritada que complacida-. Seguíais mis pasos. Fuisteis testigos de mi desconsuelo. ¡Y ni un gesto de simpatía por parte de los fantasmas! Ni un movimiento de mueble, ni un balanceo de lámpara, ni un libro vuestro caído desde mis baldas. Ni una posesión de cuerpo para manifestaros. Bien podíais haber utilizado a mi Neus y a mi Maricruz, que son muy dispuestas. Os veo: tú, Manolo, recibiendo mi correspondencia en la portería, y tú, Teren-ci, fregoteando en mi cocina… Pero carecéis de sensibilidad. Ni una señal me disteis. Merecéis que os hubiera olvidado.

– Tú, nunca. Si morías por nosotros… Nos convocabas con vasos. Primero los llenabas con whisky, luego te bebías su contenido, los empujabas y movías la mesa hasta que señalaban las letras de nuestros nombres.

– Y le hablabas a mi retrato. Lo ponías delante de la tele, metías en el DVD Sinuhé el Egipcio o Tierra de Faraones y decías: «Apa, Terenci, a tu salud». Ay, puñetera, la de veces que me senté a tu lado, en el sofá. Manolo y yo escuchábamos tus lastimeras parrafadas. «Tengo frío», repetías. «Me entra el aire por los costados. Me he quedado sin mis dos paredes maestras, me tambaleo. ¿Qué haré para mantenerme en pie todos los días?…»

– «¿A quién consultaré, con quién me reiré, con quién compartiré los recuerdos que son sólo nuestros?» -Mi murmullo se acopló a sus palabras, no había olvidado el dolor. Ni en el Otro Mundo se olvida.

– ¿Cómo no íbamos a traerte con nosotros? -inquirió Manolo, con un gesto que proclamaba la obviedad con que daba la pregunta por sobrante.

¿Traerme con ellos? ¿Se referían al hecho místico de seducir mi cuerpo astral hasta conducirlo a su Más Allá o a que, literalmente, me habían dado matarile? No sabía si considerarme aterrorizada o complacida. Porque tenían que haber deseado mucho volver a verme para plantearse, siendo quienes eran, mi asesinato. Esta última hipótesis mejoró mi opinión acerca de mis amigos, y de los hombres en general.

– ¡A comer! -canturrearon a dúo-. ¡A comer y a gozar!

Sonreían divertidos, cada uno apostado a un ex-tremo de una mesa rectangular cubierta con un mantel a cuadros. Ni rastro de la oficina de Car-valho. Manolo lucía una guayabera blanca y el mostacho oscuro de sus buenos tiempos. Y Terenci llevaba puesta su mejor chaqueta, con su pin de Sal Mineo en la solapa.

Delante de Terenci se materializó una bandeja de percebes.

– ¡Percebes de Galicia! -exclamé-. Dice la voz popular que están extinguiéndose.

– Aquí no faltan – me tranquilizó Manolo-.

Lo primero que has de aprender sobre la Eternidad: el ingrediente principal de nuestras fantasías es la memoria. Estos percebes incumben a la de nuestro Terenci, que moría por ellos, como sabes. Me temo que la reconstrucción de Can Leopoldo es un error compartido.

Ahogué una despectiva exclamación. No así las palabras:

– ¿Casa Leopoldo? ¿Esto?

Eché una ojeada alrededor. La luz mortecina que entraba de la calle apenas delimitaba los contornos de las mesas y los cuerpos que ocupaban el primer comedor, y los azulejos de la pared, las fotografías y los carteles taurinos no hacían justicia al abigarrado y clásico original. En una mesa, al fondo, un tipo escuálido golpeaba la superficie con el puño.

– Es Manolete -susurró Terenci-. Se nos ocurrió convocarle cuando recordaba una mala tarde, y ahí lo tienes, despotricando sin parar. Yo no me acercaría a él.

– ¿Y Rosa? ¿Ni siquiera habéis podido traeros a la dueña, que es el alma del lugar?

– No seas animal, ¿no ves que Rosa está viva? Hemos llamado a su padre. Ahí viene.

Me alegré de verle. El señor Gil siempre había sido muy amable conmigo. Iba a preguntarle qué tal le sentaba el Otro Mundo, pero el hombre, sin percatarse de mi presencia y como saliendo de un sueño, recitó:

– De primero, mariscada muy fresca. Y una lubina exquisita.

Decididamente, la reconstrucción del propietario era tan poco fiel al original como la del restaurante.

– Muy bien -aprobó Manolo-. Primero me bajaré una de callos. Mi tapa preferida, que solía tomar cuando pasaba por aquí a media mañana, en uno de mis regresos nostálgicos al Barrio, después de hacer algunas compras en el mercado de la Bo-quería.

Bien agarrada a mi Tierney, probé los callos, que vinieron solos -ya he dicho que mis amigos tampoco se habían apuntado un éxito con el señor Gil; no regresó-, y dictaminé:

– Suculentos…

– Los recuerdo muy bien -musitó Manolo, entrecerrando los párpados-. Demasiado bien.

– Veamos, recapitulemos, ponderemos -levanté el tronco de percebes que sujetaba con la mano derecha-. Estabas diciéndome… ¿cómo era? Ah, sí, que el principal ingrediente de vues-tras fantasías en este pintoresco Ultramort son los recuerdos.

– Y el Deseo -intervino Terenci, a quien un lino reguero de jugo de percebe le recorría la barbilla en dirección a la chapa de Sal Mineo.

Era un incidente tan humano que, de no haber sido por mi prevención a abandonar mi butaca y quedarme flotando en el dudoso éter, de buena gana me habría sentado sobre sus rodillas y le habría echado los brazos al cuello.

Telepático, se secó convenientemente y, alar-

gando un brazo, colocó una mano sobre la mía. Le miré sin palabras. Sentí entonces la mano de Manolo cubriendo mi izquierda. Cerré los ojos, porque no podía ser más feliz, ni más amada, ni más comprendida. ¿Qué importaba haber tenido que morir para lograrlo?

– Ha pasado un ángel -dijo Manolo, irónico.

Me aclaré la garganta. Había llegado mi hora de preguntar.

– ¿Cuál es el misterio? -pregunté.

– ¿Qué misterio? -Otra vez sincrónicos. Y esquivos.

– ¡Como volváis al dueto me dejaré caer con tanta fuerza que llegaré a la misa de doce en Montserrat antes de que se persigne un abad loco! ¡Os dejaré solos! Os conmino. Ahora mismo, y de uno en uno, reveladme el secreto de…

– ¿… nuestro poder de convocatoria?

– ¿…la razón de tenerte aquí?

– ¿… por qué esto es mejor que Hollywood?

– ¿… quién mató a John F. Kennedy?

Les contemplé de hito en hito pero no supe discernir ningún hito en ellos. Nunca he visto hito alguno, ni en Este Acá ni en Aquel Abajo.

– Eso, después -indiqué, cortante-. No voy a perdonaros tales explicaciones, las dejo para más adelante. Ahora exijo que me contéis cuál es el Fallo.

– ¿El Fallo? -se entregaron a aquella mirada cómplice y furtiva que les alejaba de mí y me ponía frenética.

– Sí, superhombres. El Fallo, la Cagada, la Desilusión. Llamadlo como queráis. Algo que os ha sorprendido con el pie cambiado. Algo para cuya resolución precisáis de mí. No-atajé sus nerviosos intentos de atajarme, ofreciéndome para ello las tentadoras reservas de percebes y callos-. No me interrumpáis. Si os basta con recordar para recuperar… Después de cuanto habéis escrito y pontificado sobre el Barrio, ¿cómo es posible que seáis i ncapaces de representar ni siquiera su más afamado restaurante? ¿ Qué hay en vosotros que os lo impide? O peor aún, ¿qué no hay?

Dejaron de dirigirse visajes compinchados y se volvieron hacia mí, con intención de buscarme también los hitos. Era una sensación agradable: admirativos, pendientes de mí.

– Qué lista eres, puñetera -me alabó Te-renci.

– Típica inteligencia natural del Barrio -sentenció Manolo-. Me siento orgulloso de ti, siempre has sido así. Y no nos fallarás en este trance.

– Bien -resoplé, repantingándome en el sillón Ticrney-. Ya era hora de que habláramos con sinceridad. Contadme.

Manolo abrió la boca, pero Terenci se le adelantó:

– Propongo que recuperemos la alfombra mágica de El ladrón de Bagdad, en talla grande, y que sobrevolemos el mundo y sus amenidades. De este modo la narración a que someteremos a nuestra mujera resultará gráficamente más amena.

Salté de la silla, tan entusiasmada que ya no sentía miedo, y les tomé del brazo:

– ¡Oh, sí! ¡Tiene glamour! ¡Tiene glamour-glamour-glamour!