38127.fb2 Esperadme en el cielo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 6

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¡Esto es Hollywood!

– Menos mal que no nos ven. Con estas trazas -comenté-, nos tomarían por inmigrantes ilegales y nos detendrían.

– Les pareceríamos un grupo multicultural formado por expertos en Oriente Próximo -opinó Manolo-, de esos que desembarcan esporádicamente en nuestra mediterránea ciudad para pasar la gorra o poner el cazo.

Terenci seguía ataviado de Sabú en El ladrón de Bagdad. Pretendía que Manolo aceptara su propuesta de estilismo a lo Gran Visir.

– En el cine, el Gran Visir siempre es malo -adujo el otro, para sustentar su rechazo-, una premonición de Dick Cheney codicioso y maqui-nador, pero con rímel.

Qué ocasión para una cinéfila viajada.

– El ladrón de Bagdad -apostillé, rauda y pedantona- fue una película profética, pues a los bagdadíes, oprimidos por un califa muy ominoso, a todas luces el avance de Sadam Husein, un anciano les vaticina que alguien acudirá a rescatarles y que ellos le verán acercarse entre nubes. Ese al-

guien no iba a ser otro que George W. Bush, con su peculiar idea de la salvación de los pueblos de la Mesopotamia y aledaños, es decir, mediante bombardeos aéreos.

– Reina, no te politices que nos amargarás la excursión. Y tú, Manolo, déjate de tonterías. Un disfraz de Gran Visir le sentará de miedo a tu bi-gotazo.

Manolo aceptó a regañadientes, como un niño contrariado que cede para no ser excluido del juego:

– Vale. -Se volvió hacia mí-. ¿Y tú, quién quieres ser?

Lo había deseado tantas veces.

– Me pido Jean Simmons en Narciso negro. Recordad, la sensual adolescente nepalí Kanchi, con sharong, collares, pendientones, pulseras de cascabeles en los tobillos y un piercing de oro en la nariz. Kanchi se ennoviaba contigo, Terenci, es decir, con un Sabú siete años mayor que el que ahora te habita.

– Viva el cine, que todo lo consigue. -Terenci inclinó su enturbantada cabeza-. Y el Más Allá, que tampoco es manco.

Me ondulé, tintineando, y sacudí la melena azabache, que me llegaba hasta la cintura. Los ojos color de mar de Jean Simmons centellearon en mis cuencas. Fui Kanchi, con la fascinación de su belleza y juventud. Y con unos pechos que cortaban el espacio.

Terenci tomó el mando.

– Poneos cómodos, que yo conduciré al volante de mi propia alfombra. Además de haber nacido, como Scaramouche, con el don de la risa y la convicción de que el mundo está loco, conozco mis fantasías como la palma de mi mano.

Se colocó en la proa, las piernas abiertas, las babuchas firmemente pegadas al frágil vehículo. Cruzó los brazos sobre el torso, el cuerpo tieso, la cabeza erguida, desafiando el Tiempo. Manolo y yo nos tumbamos boca abajo, sobre cojines adamascados. Mi amigo Gran Visir me pasó un brazo por los hombros y yo doblé las rodillas, acercando los talones a mis nalgas y sacudiendo los tobillos para que mis pulseras repiquetearan en la Eternidad. Con disimulo, ejecuté un gesto muy doméstico: palpé con una mano el reverso de la alfombra y no localicé nudo alguno.

– ¡Estafa-estafa! -bramé-. Esta alfombra no ha sido tejida a mano.

– Cállate, Wendy, que no eres una turista catalana en el bazar de Estambul. ¿No ves que viene de La Meca, pero la buena, La Meca del Cine? ¿En qué otro lugar quedan, si no, alfombras voladoras para gente como nosotros?

Dicho lo cual, Terenci aspiró profundamente. Gozaba de unos pulmones envidiables, allá en el Otro Mundo.

– ¡Preparados! ¡Listos! ¡Despeguen! ¡Ahí va Sabú, el ladronzuelo dignificado, cuando se aleja al final de la película! Pero él está solo, y yo parto en la mejor de las compañías. Lanzaré su exclama-

ción última, que convertiremos en nuestro lema, si no os importa.

– ¿Y cuál era? -Si me hubieran rematado no habría conseguido recordarlo.

– «Fun and adventures, at lastl»

Manolo me estrechó con mayor fuerza.

– Eso. Aventuras y diversión. A nuestra manera.

¿Quién no ha soñado que podía volar? ¿Quién no ha temido caer infinitamente? Son esfuerzos nocturnos comunes a la humanidad. El sueño de volar y la pesadilla de despeñarse pesan sobre los párpados, platillos que raramente equilibramos. Metáfora del ángel que tememos ser. Ángel en su gloria, ángel derribado.

Os evitaré, pues, la narración de aquello que sentisteis si os contáis entre los elegidos para volar en sueños. Sabéis que no existen palabras para describir la plenitud, esa corriente de conocimiento que abre el pecho, que irrumpe en el cerebro y lo amplía y oxigena y que, para nuestra desdicha, se esfuma al despertarnos, dejando en su lugar nostalgia de la ausencia, una conmoción semejante a la que suscita la pérdida del mejor juguete o de la mejor infancia. En cuanto a la caída, este libro no trata de ello. O sí. Veremos.

Se añadía el componente cariñoso. Volar con mis mejores amigos del Barrio, después de haber vivido.

Terenci inició el estribillo de una canción que los tres conocíamos muy bien:

– «¡Si acaso quieres volaaaar, piensa en algo en-cantadoooor!»

– «¡Como aquella Navidaaaad, que encontraste al despertaaaaar…» -Manolo y yo.

– «…juguetes de cristaaaal!» -los tres.

Nos importaba muy poco que la sintaxis de la versión lanzada por la factoría Disney para acompañar el clásico vuelo de Peter Pan y los niños Darling por los países de habla hispana se saltara unos semáforos. Pese a lo que la cinefilia aconseja -siempre versión original con subtítulos-, aquel himno de infancia inolvidable o era en su versión portorriqueña o no era.

– Te brindaremos una demostración de nuestros saberes… -empezó Terenci.

– …Y de nuestra impotencia -terminó Manolo.

Su tono solemne truncó el feliz sopor en que me había sumido, mecida entre nubes y estrellas.

– Ya te hemos contado que podemos conseguir representaciones fidedignas de aquello que recordamos bien, así como la plasmación de personas a las que deseamos ver, siempre que se encuentren muertas o, al menos, catatónicas.

– La fuerza de la memoria -asentí.

– Y la del Deseo. El Deseo que mueve el mundo de abajo también empuja este Otro Mundo y le ayuda a definir fronteras que no por difusas y evanescentes resultan menos estimulantes.

– Decidme. -Me incorporé-. ¿Hace aquí daño el Deseo? Su frustración, ¿desgarra como allí?

– Ay, cuca. -Terenci cabeceó y su turbante se movió como un autobús de dos pisos al trotar sobre un enlosado primario-. Aquí, de Deseo sólo hablamos de oídas. Aquello que sentíamos, la pasión de desear, el furor de la sangre, el dolor de la pérdida, eso, nastic de plástic.

– Tiene razón. -El Gran Visir se estrujó tristemente los bigotes-. No queremos engañarte. Exaltación, exaltación, esta que ves. Los juegos. Las representaciones. Las charadas. La compañía de otros difuntos, a nuestra elección. Tu presencia. Pero nuestro Deseo de hoy no es ni la sombra del que fue, es un pos-deseo y gracias. Nos vamos apañando.

– Pues a mí -me puse de pie e improvisé una danza hindú- esto de no caerme de una alfombra mágica y no volver a sufrir por amor, y, encima, con vosotros, me entusiasma. ¿Comemos y bebemos cuanto queremos sin engordar?

– ¡Sí!

– ¿Está a nuestro alcance enterarnos de lo que sucede allá abajo?

– ¡Sí! -Sus voces superaron el ruido de unas turbulencias ambientales-. ¡Y algo infinitamente superior! ¡Somos capaces de olvidarlo!

– ¿Podemos viajar al pasado, al futuro?

– Al pasado, podemos y queremos. Al futuro, ni ganas. Aunque por ti haríamos una excepción.

– ¿Existe Dios? -proseguí, inclemente.

– ¡No! -dijo Manolo-. Los ateos teníamos razón.

– Más razón tenía yo -añadió Terenci-, como egiptólogo de fuste surgido de la calle Ponent. Creía en la inmortalidad, y aquí está.

Bajé la voz, temerosa de que las fuerzas del mal me escucharan:

– ¿Acuden por aquí, sin ton ni son, otros escritores?

– Sólo si los convocamos. -Manolo rió como un chinito feliz.

– Y tampoco hay críticos. Aparecerían si pensáramos en ellos, lo cual es imposible -me aseguró Terenci.

– Entonces, ¡no cabe duda! -exclamé-. ¡Esto es el Paraíso!

Brindamos por tal fortuna con champán improvisado por el marido de la Veuve Clicqot, que se nos apareció brevemente.

– ¡Y por el Barrio, por la Rambla, por la Bo-quería! -prorrumpió Manolo-. ¡Por el Mediterráneo y por los callos de Can Leopoldo! ¡Por las azoteas de nuestra infancia! ¡Por las verbenas de Sant Joan! ¡Por el viejo Rompeolas! ¡Por nosotros!

Llegó el turno de Terenci:

– ¡Por el mercado de Sant Antoni, por la calle Ponent y por el cine de los sábados! ¡ Por los niñitos que no quieren crecer y por las chafarderas de Te-bas! ¡Por el amor sin culpa y la belleza sin amargura! ¡Por el Barrio! ¡Por ti,mujeral

Emocionada y, creo, algo fatua: -Por vosotros y por esta nueva oportunidad que me dais para crecer y aprender. Fuisteis bue-

nos conmigo en vida y en adelante lo seréis todavía más. ¡Y por el Barrio!

Siguieron unos instantes de silencio improductivo, como si con el champán se hubieran desvanecido también las burbujas de nuestras prometidas aventuras.

– Chist. Chicos, chicos -les sonreí dulcemente-, ¿qué hacemos?

– Pide lo que quieras. Podemos pasar un rato en lo alto del Empire State, disparando a los helicópteros para defender al rey Kong, causa justa entre las justas.

– Otra noche, amigos -suspiré-. Me apetece que me saquéis a pasear un Jueves de Corpus por la calle de la Unión. Quiero volver a ser niña en mi Barrio de entonces.

A Terenci y a Manolo se les humedecieron los ojos, que ya no eran de Sabú ni del Gran Visir, y supuse que otro tanto me ocurría a mí, que lloraba con mi lagrimal propio, y no con el de Jean Sim-mons, al recordar nuestro Barrio bienamado.

– Nos urge contarte algo -anunció Manolo, con tono fúnebre.

El otro empeoró el panorama:

– Eres nuestra única esperanza.

– ¿Quién? ¿Yo? ¡Esto es el colmo-colmo! ¡Cuando mejor me sentía, me falla la confianza! ¡Se me cae la fe, y yo con ella!

Dicho y hecho. Descendí por la Eternidad a ritmo de entre los muertos (Vértigo, Alfred Hitch-cock). Es decir, en medio de una música redundan-

te y de una espiral interminable. Embudo abajo iba yo, acompañada por acordes sombríos y gritando:

– ¡Hombres! ¡Hombres-hombres! ¡Siempre nos defraudan!

Pero allí aparecieron, renovadamente juguetones, ataviados de caspercillos valientes, para recoger mi trasero y detener mi perforación del Paraíso.

– ¡Huy! -lancé un gritito complacido-. ¡Qué gusto que da!

Mecíanme con tanto acierto que me sentí transportada a mis cinco años, que fue cuando mi madre me metió en una barca de las atracciones de la Brecha de San Pablo y se olvidó de mí por unas horas, dejándome a merced de un barquero que disfrutaba enseñándoles las antípodas a las criaturas.

En esta ocasión, no albergaba aprensión física alguna. De otra jaez eran mis recelos.

– Decidme, ¿cuál es el problema?

– El que tú intuíste, mujera -rezongó Terenci.

– El Fallo, la Cagada, la Desilusión. -Manolo se encogió de hombros-. No tenemos más remedio que contártelo…

– Pues a ti te corresponde ayudarnos -dijo el otro.

– ¡Hagámoslo sin dilación! -Y completé, con ripio-: ¡Dejemos para más adelante la demostración!

Nos cogimos de las puntas de las sábanas, pues yo también iba ataviada de Caspera, y emprendimos una suerte de regreso a no sé dónde.