38127.fb2 Esperadme en el cielo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

Esperadme en el cielo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

5

El balcón

Súbitamente nos rodeó una espesa niebla, tanta que no podíamos distinguir nuestros propios volúmenes.

– ¿Qué es esto? ¿Hemos perdido el rumbo?

Escuché la voz de Manolo, amortiguada por aquella sopa de champiñones.

– ¡Es el Barrio, que se nos niega!

– Sí, reina, sí -dijo Terenci-. ¡Nos rechaza, se envuelve en un sudario que no nos permite ni avistar las farolas de la Rambla!

Mantuve un preocupado silencio, pues aquello imponía respeto y, aunque seguíamos conectados por nuestras volátiles extremidades, y sentía de cerca la respiración de mis compañeros, me preguntaba si mi reconocido coraje de otrora me serviría para afrontar espectrales bretes.

– ¡Uhhhhhhhhhhhhhhh!

– ¡Ayyyyy!- grité.

– ¡Hostia, Terenci, deja de hacer el ganso! -se irritó la voz de Manolo.

– Perdona, cuca, pero me apetecía mucho pegarte un susto, como si fueras la Bergman en Luz

de gas, cuando oía pisadas en el desván y temía haberse vuelto loca.

La niebla se desvaneció tan imprevistamente como había aparecido. No había pasado en vano. La humedad, que era su misma esencia, nos apabulló el apresto; mi pelo, lacio, se rae pegaba a los pómulos y se aglutinaba en mi cogote; los garbosos lienzos que nos habían cubierto hacía poco colgaban como vainas vacías. A través de la tela percibí la expresión de desamparo de mis amigos. Imaginé mi cara de tonta.

– Ya ves. Lo que más deseamos, lo que mejor recordamos, nuestro Barrio querido… no podemos reconstruirlo. Niebla y más niebla -gimieron a dúo, en plena regresión-. Sólo disponemos del balcón.

– ¿Qué balcón? -pregunté.

– Ahí detrás -señalaron con el pulgar un mausoleo que se dibujaba a sus espaldas-. Es lo más parecido a un rinconcito del Barrio que hemos podido reproducir.

Me quedé sin habla. Y no es fácil callarme a mí.

– ¿Estáis de broma? ¿Cómo es posible que vuestras privilegiadas mentes, muertas pero con poderes, alumbren semejante birria? Es todavía peor que esa lóbrega versión de Can Leopoldo en donde hemos comido.

Nos encaramamos a lo que llamaban balcón. Una tribuna de piedra gris, sombría y suspendida en el vacío.

– Ya dije yo que nos había salido una pifia se amohinó Manolo.

Me sentí insólitamente grandona. Dicho de otra manera, experimenté un subidón de estima. Nada alimenta tanto el ego de una mujer como reconocer las flaquezas de los hombres, por amigos que sean.

Golpeteé la superficie del pretil.

– Aquí, hierro. Una baranda sencilla, de las que a mí me gustaba chupar de pequeña. ¿Y dónde están las persianas verdes, recién pintadas? ¿ Don-de, las macetas de geranios y clavellinas? ¿Dónde, la ropa tendida, aquellos monos azules de obrero metalúrgico, los calzones de señora y los calzonci llos de caballero, las sábanas remendadas, los pa ñuelos de cuadros deferfarcells, imprescindibles complementos que toda mujer utilizaba, a falta de bolsas, para liar los bultos? ¿Dónde, los trapos para limpiar el polvo hechos con restos de viejas mantas del Ejército vencedor, de aquellas que repartían las malas putas del Auxilio Social? ¿Dónde, los cantos de las mujerucas que sacudían esteras y colchones de borra? ¿Dónde, los maullidos de los gatos y el ladrido de los canes?

Hice una pausa efectista, que nunca he sabido distinguir de una pausa para respirar, y añadí:

– No comprendo que semejante par de inútiles pudierais, no obstante, acercaros a mí, espiar mi duelo por vosotros. Mis duelos, mis redundantes duelos, ya que tuvisteis la osadía de morir uno tras otro y en el mismo año, engrandeciendo las respectivas penas que me causabais.

Bajaron la cabeza. Humildemente, Manolo dijo:

– Eso fue mérito tuyo. Nos llamabas, ¿no te acuerdas? Muchos pensaban en nosotros, por separado, pero sólo tú nos unías en tus monólogos, en tus lloros, sólo tú sufrías por los dos. Tú nos arrastraste hasta tu consternación, nos sentaste a tu lado en el sofá Philip Starck…

– Es un Chippendale. No estoy para moderne-ces -aclaré.

– ¿Lo ves, reina? -se cruzó Terenci-. El sofá ni lo reconocíamos. Sólo teníamos ojos para ti, brincábamos en torno a tu dolor, preguntándonos qué podíamos hacer para consolarte y, al mismo tiempo, comprendiendo que, en tu fuerza para convocarnos, subyacía algo que, Aquí Arriba, nos faltaba. De aquel entonces a este hoy, cuca, has pasado por muy malos momentos, y no sólo a causa de nuestra ausencia.

– Pensamos -carraspeó Manolo, no sin cierta circunspección- que nuestras sucesivas muertes no sólo te hundieron emocionalmente en el desánimo sino que removieron tu otrora audaz espíritu, preso entre los barrotes del personaje en que te habías convertido. Nos preocupaban tus insomnios, la frecuencia con que le dabas al frasco, las horas que pasabas haciéndote dar masajes, para matar el tiempo hablando con la esteticista o con el peluquero o con la dueña de la tienda en la que te vestían para salir en la tele. No te querías enterar de lo que, sin embargo, sabías muy bien.

Rebufé.

– ¿Para qué quiero una Eternidad en la que mis mejores amigos muertos se empeñan en hacerme reproches? Maldita sea, ¿es que no podemos ser celestialmente superficiales? ¿Vais a contarme qué pretendéis de mí?

– Como poeta que fui, investigo una lírica teoría que explica el porqué de tu insustituible colaboración en nuestro empeño.

– ¿Como cuál? ¿Qué teoría es ésa? -Me puse en jarras. Con la engorrosa sábana húmeda todavía encima, no resultó sencillo.

– El ouroboros. Nos llevó tiempo averiguarlo, pero hemos comprendido que, entre Terenci y yo, no formamos la representación adecuada para reproducir un Barrio tan complejo como el nuestro ni unas infancias tan ricas. Esa figura es el ouroboros, la mítica serpiente que se muerde la cola, símbolo de perpetuidad y de plenitud, que ya Eliot utilizó, y yo mismo, en algún que otro poema. Una imagen de primera.

– ¡Una serpiente! ¿Para ver el Barrio? -me escandalicé.

– Mujer, puesto así… Supon que soy la cabeza… Y un gran cabezón sí que me adorna, lo reconoceréis. Terenci encarnaría la cola…

– ¡ Colita retrechera! -palmoteó el otro.

– Y tú serías la parte fecundadora… En fin, no hagas que me ponga rojo de vergüenza.

Reflexioné.

– Si no estuviéramos muertos, os diría que so-

mos carne de psiquiátrico -advertí-, pero os concedo que, dentro de la sinrazón, tiene sentido. No sentido-sentido, pero sí sentido a secas.

Retiré la sabanita de mi mano izquierda y me rasqué el dorso con la derecha, un truco que utilizo a menudo para ganar tiempo. Manolo aprovechó para divagar:

– Entre éste y yo sobran palabras. Una mirada, un gesto, y ya está: servido un período histórico, un acontecimiento…

– ¡Un estreno de Hollywood! ¡La Traviata de María con Visconti, en La Scala de Milán! -se extasió Terenci.

– Pero el Barrio… Aquel universo nos atañe demasiado, somos incapaces de representarlo porque cuando uno de nosotros se pone a rememorar, qué te diré, el aspecto de las azoteas, se le atraviesa el otro con una evocación personal, íntima. Como ambas memorias son centrífugas y simultáneas, el recuerdo se dispersa. No cuaja ni cuajará nunca, a menos que dispongamos del tercer elemento. Carecemos del tercio central de la metáfora, esa parte que facilita la articulación de sus prolongaciones, haciéndonos fluir del uno al otro, de la cabeza a la cola. El vientre feraz de nuestra memoria emocional. Y ése eres tú.

– ¡Ahora me llamáis barriga! El uno es la Mente y el otro la alegre Colita. Para mí queda la tripa, la bodega, el útero, lo que siempre ha sido imprescindible pero que ancestralmente habéis opacado para montároslo a lo grande.

Cerré los ojos, teatral.

– Maldita sea. Carecéis de sensibilidad. Allá abajo no creía en los hombres, y aquí tampoco me va a ser posible.

Era una trola. Si su Gran Fallo me había colmado de satisfacción, saber que mi presencia a su lado era determinante para subsanarlo me llenaba de orgullo. Pero no podía demostrarlo. Tenía miedo de que se habituaran a mí, de que se cansaran. Y también de no dar la talla.

Había olvidado que penetraban en mis pensamientos. Terenci alargó una mano envuelta en sábana empapada y me acarició la cabeza.

– Ay, mujer a, esa inseguridad. Tú y yo hemos de hablar muy seriamente, y éste también quiere decirte algo. ¡Mas no ahora! ¡Ahora, a lo nuestro! Anda, Wendy, pon un poco de orden en nuestras muertes.

Oh, sí, un poco de orden-orden, me dije. Tantas emociones me mareaban.

– Sopesemos la situación -decidí, tomando las riendas de nuestros destinos, al menos por esa noche.

– Si nos cuentas el Barrio tal como lo recuerdas, tú, que estás fresca aún y con una tercera versión, la propia de tu experiencia, conseguirás que se ponga en pie.

No me gustó la entonación que Terenci le dio a la palabra fresca. Repensando la figura elíptica que me proponían, me sentí como una pescadilla recién enharinada, mordiéndose la cola y lista para pasar a

la condición de frita. ¿Me mataron mis propios amigos? Era una pregunta que me había planteado antes, sin que me importara: el asesinato por nostalgia no debería figurar como delito. Otra cosa era que me hubieran liquidado para obtener el dichoso tronco de ouroboros. Aunque, en este caso, ¿su acción no sería el resultado de una nostalgia aún mayor, y por lo tanto más perdonable? La que sentían por el Barrio, y que les había inducido a utilizarme.

– Nuestras memorias -añadió Manolo- se unirán a la tuya, creo yo, en cuanto revivamos, por tu mediación, algunas emociones pertenecientes al tiempo y al lugar de la infancia.

– Y cuando lo hayáis conseguido, ¿qué pensáis hacer? -inquirí, irónica-. ¿Abandonarme por un cadáver más joven?

– ¡Nunca Jamás! ¡Nunca Jamás! -gorjearon.

Ahora sé que no me mentían, pero entonces no les creí. Siempre he pensado que las cosas demasiado buenas no duran. Ni siquiera en la Eternidad.

– Está bien, está bien. Os contaré un cuento. Pero antes, ya que me habéis adjudicado un papel central -el subrayado casi se arrastró por los infiernos, de marimandona que me puse- en vuestra historia, permitidme que asuma cuanto el mismo conlleva. Dejadme que os diga que vuestra Pos Vida es un desastre. Os disfrazáis cada dos por tres, pero vuestra capacidad para reinventar interiores no os ha facilitado ni un solo entorno acogedor. Criaturas mías, ¿os dais cuenta de que ni siquiera tenéis zapatillas?

– Qué rapapolvo -se quejó Terenci.

– Mujer, visto así -se justificó Manolo.

– Anda, reina, con lo dispuesta que eres -Terenci, zalamero.

– Muy bien. Si es lo que queréis, lo obtendréis con creces. Os fiscalizaré. Convertiré vuestra inmortalidad en un sinvivir. Por ejemplo, ¡esas manos! ¿Cuándo os las habéis lavado por última vez?

Extendieron los brazos, con las palmas hacia arriba, y bajaron la cabeza, como un solo crío.

– No nos riñas, no nos riñas. Por favor -suplicaron.

– ¡Hum! ¡Qué barbaridad! -Pasé somera revista al material-. ¡Podéis hacerlo mejor! ¡Estropajo y jabón de sosa!

Manolo esbozó su sonrisa de chinito, la de las sobremesas felices. La fue extendiendo como un biombo, hasta mostrar los últimos molares.

– Qué grande eres y cómo nos comprendes -dijo, mientras yo frotaba las cuatro manos con los susodichos enseres, que aparecieron en mi regazo en cuanto los convoqué.

– ¡Es jabón Lagarto! -suspiró Terenci-. La marca predilecta de las torturadoras de mi familia. Nueve de cada diez amas de casa lo usaban cuando yo era niño.

Fanfarrona, atajé:

– Cállate. Cuando se ha convocado una especie de cadalso mezclado con tribuna del Ensanche, y se ha pretendido tratarlo como a un balcón del Barrio Chino, lo menos que hace uno es callarse.

Me repantigué en la mecedora y crucé las manos sobre el regazo, tirando del camisón azul para que me cubriera las piernas.

– Creo que comienzo a gozar de potestades ul-trahumanas -sonreí-. He pensado jabón y estropajo, he pensado mecedora y camisón, y aquí me tenéis. Os voy a poner un piso en la Eternidad como Dios manda. ¡Hala! Pijamicas y a la cama, y os contaré un cuento que hará surgir el Barrio junto con el sol del nuevo día que nos espera.