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Después de que se lavaran los dientes les vestí para el descanso nocturno. Elegí pijamas de franela, que en el Barrio se consideraban un lujo con el que afrontar algo menos desvalidamente los inviernos que manchaban de humedad las paredes. Me tentó concederles sabañones en los dedos de los pies, pero mi bondad innata me lo impidió. Les instalé en camas gemelas. La de Manolo, sin embargo, sufrió un proceso rápido de reformas, ya que:
– Érase una vez… -empecé.
Y entonces una ruidosa mezcla de ladridos, lametazos, carcajadas y chupetones detuvo mi relato. Manolo, sentado en la cama, recibía la visita de sus tres últimos perros -que fallecieron poco antes que él-, y hasta yo me emocioné al comprobar el afecto con que se dirigía a ellos, empleando susurros aplacadores.
He visto a mucha gente ser cruel con los perros. He visto a menos gente ser justa con ellos. Pero he conocido a muy pocas personas que les dediquen el respeto y la comprensión que Manolo mostraba hacia sus canes, como si nunca olvidara agradecer
el pacto que los ancestros de estas sensibles bestias suscribieron con el hombre, aquel por el cual los perros dejaron de ser nuestros enemigos y abandonaron la manada del lobo, confiando en que les protegeríamos.
Había en Manolo una ternura no carantoñera. Era la empatia de su inteligencia, ofendida por las traiciones y el dolor que, generación tras generación, han recibido los perros como pago a su lealtad y su amor sin condiciones. Como escritor, Manolo sabía que ni siquiera los diccionarios les hacen justicia. Perro, igual a pérfido, sinvergüenza, traidor, servil, innoble, astuto… sinónimos con que topamos en cualquier volumen cuyos autores se precian de conocer a humanos y a animales.
La mirada de sus perros solía seguir la de Manolo, en vida. Plantados sobre sus patas, a su lado, rastreaban la orientación de esa mirada suya, de modo que, cuando él se asomaba a un ventanal de su estudio, que daba al jardín, y se quedaba con los ojos prendidos en la fronda, los perros enderezaban el hocico como si los pensamientos de su compañero humano fueran ovejas díscolas a las que había que guardar desde la distancia, con prudencia pero sin desmayo, para que regresaran a la casa perfectamente esquiladas y limpias, listas para agruparse bajo los dedos del hombre, en ordenada alineación de imágenes y conceptos, de dudas y razones. Los perros de Manolo murieron para esperarle, pensé al contemplar la escena de su reencuentro. Quizá ya sabían.
Amplié su lecho, feliz con mis dotes mágicas, para que los cuatro pudieran pasar la noche juntos. Sí, muy feliz porque los seis estábamos allí, en el umbral de un Barrio que nos iba a ser devuelto, no sabía cómo ni por qué, ni para cuánto, ni qué vendría después.
Sólo por aquello habría valido la pena morir.
– Erase una vez… -seguí.
– ¡Es injusto! ¡Él tiene una cama más grande! -Ahora fue Terenci quien se interfirió-. ¡Y mis gatos ni siquiera están muertos!
Decididamente, hacer de Wendy con aquella tropa iba a resultar algo escarpado. No me arredré.
– Haberlos matado a ellos en lugar de a mí -murmuré fríamente, porque no quería salirme de quicio.
Mi amigo sopesó las posibilidades de replicarme, pero no le dio tiempo. Los perros de Manolo, como interpretando el pensamiento de su dueño, le lanzaron un triple ladrido muy convincente.
– Déjale hablar -dijo el otro-. ¿No ves que nos tiene que ayudar en lo del Barrio?
– Os estáis portando mal. Muy mal-muy mal. Tan mal que os podría castigar, por vuestro propio bien y para que os convirtierais en hombres de provecho el día de mañana. Pero ya lo habéis sido, y fue en el ayer. Así que, ¿para qué preocuparme?
Tomé impulso y me balanceé con tanta fuerza que no me habría sorprendido salir disparada hacia el vacío con mecedora incluida… Recomencé:
– Erase una vez…
Apreté los párpados con fuerza y dejé que vinieran los colores. Primero apareció un resplandor rojo que parecía surgir del horizonte y se ampliaba hasta cubrir la bóveda ocular; luego retrocedió, convertido en un círculo nítido. Verde, azul y amarillo se unieron al rojo, formando tiras. Tiras de charol de colores en mis sandalias. De niña tenía los pies pequeños pero muy anchos y la mayor parte de los modelos de calzado me producían tumefacciones; sólo me resultaban cómodas las sandalias de verano, que estrenaba para el Corpus, siempre el mismo modelo, sólo que un número mayor, o dos, siempre compradas en la misma tienda del barrio, en la zapatería vecina a la farmacia de Sant Pau.
Salí de la perfumería de la calle Robadors con una botella de colonia y otra de brillantina, pero el barniz para las uñas y los polvos Maja de Myrurgia que pedían las mujeres de casa iba a tener que comprarlos en la calle Sant Sadurní, por lo que seguí por Sant Pau hasta Sant Ramón, tantos santos y tantas putas, que decía mi madre -no pienses en ella, o se te aparecerá-, y, ya en la otra perfumería, que era más grande y tenía una sección de artículos de costura, cintas y bobinas de colores vistosos, para las putas y no para los santos, para la ropa interior chillona que ocupaba una parte del escaparate, salió a atenderme el hombre bajito, chaparro, vestido de gris, la nena va a salir más fea que la mamá, decía, ven aquí, deja que toque ese pelo tan suave, a ver, ¿tienes tetitas?
– La vida dura lo que una siesta, nena -dijo entonces mi madre.
Oh, no, piensa en otra cosa, ¿dónde está el conejo? Lárgate con el conejo por cualquier agujero. Los conejos, amontonados en jaulas, en la galería posterior del piso de mi amiga… ¿Cómo se llamaba? Vivía enfrente, en un entresuelo al que no llegaba la luz de la angosta calle. Su madre y ella criaban conejos. El aire de aquella vivienda olía a hierbas amargas y a excrementos, y los conejos, que tenían las pupilas anaranjadas, fruncían el hocico en la oscuridad del tugurio.
Seguí caminando, calle Sant Sadurní hacia arriba, buscando el cine de los sábados y de los días restantes, huyendo hacia la fantasía.
– Derruido, desaparecido, como toda esa parte del Barrio -dijo Manolo, cuyo rostro confiado asomaba entre el gran cojín peludo que los perros habían formado, apretándose en torno a sus brazos y su cabeza.
– La perfumería continúa allí, no sé por cuánto tiempo -informé.
Me acerqué a la taquilla. Mi frente apenas superaba la estrecha repisa de madera, que olía a lejía y que borró de mi memoria las agrias conejeras. «¿Me da una?», pedí. La mujer sonrió: «Es la cuarta vez que vienes a verla. ¿Tanto te gusta?». Pero accedió a entregarme otro pequeño broche de ba-quelita negra, en forma de rosa. «¿Qué haces? ¿Se las das a tus amiguitas?» La ingenua publicidad, el obsequio de la distribuidora de «La rosa negra»
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había alcanzado en esta ocasión a la clientela del humilde cine de barrio. No le dije a la taquillera que conservaba para mí cada una de aquellas rosas de pasta, burdamente troqueladas. Eran mis joyas, mis únicas joyas, guardadas en la misma caja de puros que contenía mi tesoro de muñecas y trajes de papel recortables, las estampas con las que jugaba en los bancos públicos, las chapas de gaseosa que prendía en mi solapa antes de que fueran reemplazadas por la rosa negra, todo el glamour de una estrella de la pantalla concentrado en el exotismo de aquella diminuta flor de color irreal.
– ¡Lo recuerdo muy bien! -exclamó Teren-ci-. No es la mejor película de Tyrone Power, por cierto.
Pasé en el cine casi un par de horas, lo que duraba la sesión. Cuando acabé, mis amigos dormían. También los perros.
Salí al balcón.