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Casi todo el trabajo estaba hecho. Viejas fachadas de las casas, macetas, ropa tendida como en las mejores remembranzas, que se movía levemente, plegándose al amanecer.
En las azoteas danzaban farolillos de papel, restos de la última verbena de Sant Joan. Porque iba a ser verano para nosotros, verano incipiente, y seríamos niños, niños en sus peripecias más felices del Barrio, niños como éramos -o como no habíamos podido serlo- cuando aún no nos conocíamos. Al menos, para ese desayuno. Eso seríamos. Niños.
Una granja de leche en la acera de enfrente, una tienda de pinturas como la del padre de Te-renci y un comercio de comestibles encastillado entre cajas de madera repletas de mercancía, recién descargada de una de las camionetas que venían del Born y que rompían la mañana con su traqueteo, dejando detrás un rastro de hojas de verduras. El aire olía a melocotones, a cerezas, a manzanas tibias.
Demasiado ideal.
Tendí a un borracho a la entrada de un portal,
dormido a medio vómito, y una mujer que salía de la escalera pasó por su lado sin mirarle. Iba en bata y arrastraba las zapatillas con ese aire de cansancio crónico que transforma a las pasivas esposas en madres iracundas. De su mano derecha colgaba una lechera de aluminio. Cuando abrió la puerta de la granja, una vaharada de leche fresca y estiércol ascendió hasta nuestro balcón, y escuché, amortiguado, el placentero mugido de una vaca que estaba siendo ordeñada en la trastienda.
Traqueteo sobre los adoquines irregulares, ribeteados de boñigas frescas, de las ruedas del carro de la basura tirado por un caballo de crines encrespadas. Interjecciones del hombre a las riendas. Reclamo de un ciego tempranero que ofrecía sus cupones. Repicar de tazas, platos y cucharillas, y el perfumado vapor de una cafetera y su quejido. Una canción de amor, un cruce de voces radiofónicas, el frenazo de un triciclo cargado con revistas y periódicos, la charla de aprendices vestidos con batas rayadas, el golpe seco de las puertas metálicas al ser propulsadas hacia arriba. Carteles en los balcones bajos: médicos especializados en venéreas, academias de costura, se adivina el porvenir, un discreto «Habitaciones» para el cubículo que, en un tercer piso, albergaba trasiegos de putas y clientes.
– Pasaban los hombres y yo sonreía… -canturreé.
Otra visión cruzó sesgadamente mis recuerdos, mostrándome, en un corte vertical, las sombrías
viviendas en donde hombres ebrios de impotencia y escasos de libertad se entregaban al desahogo de pegar a sus mujeres; bofetones que las esposas, vengativas, propinaban a los hijos pequeños; peleas entre vecinas. Padres que se largaban y a quienes nadie nunca volvía a ver.
– ¿Qué hay para desayunar?
Me volví. Apoyada en la barandilla de hierro, improvisé:
– Pan con aceite y azúcar, y cacao con leche caliente. ¿O los señoritos prefieren otra cosa?
Mucho más tarde, saciados nuestros estómagos, guardábamos un cómodo silencio. La presencia del Barrio -que mis amigos habían elogiado cumplidamente- despertó en mí terrenas nostalgias.
– Decidme -inquirí-. ¿Cómo está mi familia? ¿Y mis amigos? ¿Cómo se lo han tomado? ¿Han sido dictadas ya mis últimas voluntades?
– ¿Voluntades? -gritó Manolo.
– ¡Voluntades! -aulló Terenci.
– ¡Sí, voluntades-voluntades! -me vi obligada a berrear.
– ¡Testamento! -ellos, a dúo-. ¡Has hecho testamento! ¿Por qué no nos lo dijiste?
Saltaron de las sillas de mimbre, y yo, alterada por su reacción, salté también. Hasta los perros saltaron, ocupando nuestro lugar y dispuestos a dar cuenta de las sobras del desayuno.
– ¿Qué clase de testamento?- insistieron.
Su súbito arrebato les había arrebatado, redundando con saña, la apariencia de niños que iba a ser
nuestra divisa de ese día. Se vistieron con seriedad excesiva y yo, a regañadientes, me envolví en un traje-pantalón de estilo informal en lino crudo, que lo mismo sirve para el cielo que para la tierra, para la mañana que para la tarde.
– ¿Qué os pasa? Naturalmente que hice testamento. Poseo un piso, con un pico de hipoteca, pero es una propiedad, a fin de cuentas. Nada más por legar. Aparte de eso…
– ¿Alguna cláusula en particular? -inquirió Manolo.
– Hombre, lo normal. Incluí el testamento vital. De haberme convertido en un cuerpo vegetativo habría preferido no seguir viviendo artificialmente. Y añadí que, si resultaba tan longeva que daba tiempo a que en España mejorara la legislación, me proporcionaran eutanasia asistida e incluso, y esto es mucho esperar, suicidio asistido. Siempre he sido muy avanzada, y más miedo me infunde la enfermedad que la muerte.
– Calla y no hables de lo que ignoras -intervino Terenci, muy agitado-. ¡Desgraciada! ¡Te has cavado tu propia fosa!
– Dejé escrito que me lanzaran a las aguas de l'Estartit, desde la barca de quien fue mi primer hombre. Allá abajo estarán mis residuos serranos, a los que en días más tardíos se unirán los suyos y los de su familia… Pero ¿por qué este disgusto postumo? ¿Qué nos importa ya semejante ritual propio de las humanas tribus?
Buscaron desesperadamente un sitio para sen-
tarse, pero se hallaban tan alterados que no supieron convocarlo, y tuve que hacerlo yo, más suelta que nunca en el ejercicio de mis artimañas olímpicas.
– Más vale que nos calmemos. Éste es el lugar idóneo, en primavera y al atardecer -dije, invitándoles a tomar asiento en la terraza del Café de la Ópera, frente al Liceo-, mientras vemos pasar a la gente por la Rambla, lo cual siempre resultó un entretenimiento de primera. En verdad que estar muerto es un chollo. ¡Los años setenta, en Barcelona! Imagino que os habréis dado cuenta. Por ahí va Ocaña… Todavía no era conocido y vendía perfumes por las mesas. ¿Le llamo?
– ¡ Ay, mísera de ti! -clamó Terenci, haciendo caso omiso y elevando las manos como quien pone a los dioses por testigo-. ¡ Ay, infelicel
La proximidad del Liceo le ponía lírico, supuse. Le agarré una mano, que tenía helada, y sonreí, intentando aliviar el pésimo ambiente.
– «Chegélida manina, ti la voglio riscaldar.»
Pero se soltó, lanzándome una mirada furibunda.
– Díselo tú, Manolo -masculló-. Que a mí se me está atascando el repertorio. ¡Cuánto infortunio!
Llamé al camarero y ordené, más Wendy que nunca:
– A ver, esos deliciosos productos de la chufa, aquí los quiero. Es cosa de que la horchata les aclare los rumiares a este par de congéneres.
Bebimos con sobrenatural avidez.
– ¡Qué rica! -se relamió Manolo-. Fíjate que ya no me acordaba de su sabor.
– Con un chorrito de ginebra sabe incluso mejor -le informé-. Eso lo aprendí cuando viví en Madrid, junto con otras muchas cosas interesantes.
Terenci permanecía en silencio. Pasó un minuto antes de que volviera a quejarse:
– ¡Era de temer! ¡Esta burra y sus ideales progresistas, que por otro lado comparto, pero no para ella! ¡Ha hecho testamento vital, la desgraciada! Ni siquiera te despedirás cantando a lo grande, cual tuberculosa, como La Traviata, o esa Mimi de La Bohéme que evocabas. No hay ninguna protagonista de ópera en coma. Haylas tuberculosas, y hasta malheridas y, mientras se arrastren, se les permite entonar sublimes arias. Mas no en calidad de comatosas. Y es lógico, pues no hay anticlímax peor para un final grandioso que el que interpretan una soprano entubada y un tenor que llora como un ternero, arrodillado a su cabecera. Las comatosas sois muditas. Ni Addio del passato ni hostias. Te desentubarán, y no podremos evitarlo.
– ¿Quién es el burro ahora? -le reprendió Manolo-. Vaya manera de comunicarle la noticia.
Continuaron discutiendo, pero no les escuchaba, ni siquiera les oía. Intentaba asimilar. Trataba de ver la luz.
Vestida con un impresionante conjunto de lino crudo, en el atardecer de la Rambla, en los febriles
años setenta, ¡me enteraba de que, a comienzos del tercer milenio, me había quedado en coma!
– Entonces, ¿no he muerto? -pregunté, lo que me retrotrajo al amanecer de este relato, pero con significado opuesto.
Negaron con la cabeza, incapaces de pronunciar palabra. Con decir que a Terenci se le había olvidado hacerse crecer pelo. En cuanto a mí, a juzgar por su expresión -no se atrevían a enfrentar mi mirada-, debía de tener el aspecto de la Medusa.
– Entonces -insistí, sin que me importara repetirme en adverbios de tiempo-, ¿no me matasteis? O, si lo hicisteis, ¿la cosa fue mal y quedé postrada?
– Amiga nuestra -dijo Manolo-, en diversas ocasiones has insinuado semejante posibilidad, y hemos hecho como que no te oíamos porque sólo un desvarío temporal pudo haberte inducido a pensar eso de nosotros.
– Pensé que me añorabais tanto… que me queríais tanto… ¡Menudo chasco!
Sollocé sin que me importara mojar el lino, ni que me contemplaran con asombro los figurantes que, riada arriba, riada abajo, paseaban por aquel tramo de Rambla. De buena gana les habría volatilizado, tal era mi rabia, pero no me atrevía ni a moverme. Saberme viva, y en un Allá Debajo de cuyas exigencias me creía ya dispensada, me espantaba.
– No seas tonta, mujera. Nuestro cariño no es de los que matan, sino de los que ayudan a vivir.
¿O no era eso lo que tú proclamabas en tus días de duelo? ¿ Que sin nosotros tu existencia carecía de alicientes?
– Por otra parte -terció Manolo-, hay esperanzas. Te mantienen enchufada a una máquina y los médicos se muestran pesimistas, pero en nuestro aventajado habitat actual hemos consultado con no pocas eminencias difuntas y aseguran que existen grandes posibilidades de que te recuperes en condiciones satisfactorias.
– Eso ocurriría -le cortó Terenci- si no hubiera dejado atrás el maldito testamento. Por cierto, ¿dónde lo guardaste? Nadie da con él. Aunque no tardarán en hacerlo, ¡en mala hora!
– Lo metí en el diccionario María Moliner -dije-. Pasaba por una etapa depresiva, así que lo coloqué entre la M de menopausia y la O de os-teoporosis. Segundo tomo.
Terenci lanzó un suspiro de alivio:
– ¡Acabáramos! En estos tiempos no hay quien se interese por consultar un diccionario, y mucho menos de tomo y lomo. Lo más que miran es Internet. Con suerte, a los libros sólo les pasarán el plumero y, entre tanto, nuestra comatosa volverá en sí.
– No sé. -Manolo no parecía convencido-. A veces alguien lo hace. Consultar diccionarios impresos, quiero decir. Sea como fuere, se esfumó el alegre disfrute del Barrio que nos habíamos propuesto. Hemos de intentar por todos los medios a nuestro alcance que ese maldito testamento desa-
parezca. Esta mujer tiene todavía unos años de vida por delante. Y no olvides, Terenci, que cuando la trajimos con nosotros no sólo pretendíamos que nos ayudara a completar nuestros recuerdos. Nos incumbe otra misión.
Me miró con ternura:
– O, como tú dirías, otra misión-misión.
– Me siento muy bien aquí, gracias. Muerta, con vosotros. Llevaba una vida de mierda, no os falta razón.
Manolo se levantó, consultando la hora en su reloj biológico.
– Vamos al cine. Nos relajará.
– Vale -aceptó Terenci-, pero me dejas escoger a mí. Por lo menos, una de las dos. Y sin No-Do, ¿vale?
Se apresuraron y no me quedó más remedio que imitarles. Ni siquiera se volvieron para confirmar que les seguía.