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A la una, a las dos y a las tres. Gerta y Ruth levantaron en el aire el tablón cada una por un lado y lo apoyaron sobre los dos caballetes. En el techo del apartamento de la rue Lobineau flotaba una ristra de farolillos de colores. Estaban preparando una fiesta sorpresa por el cumpleaños de André. 22 de octubre. El mismo día que John Reed.
Los diez días que conmovieron el mundo era una de las lecturas que más había impresionado a Gerta. Todavía recordaba la portada roja del libro encima de la mesa en la casita del lago, junto a un búcaro con tulipanes, el mantel de lino y todo lo demás. Lo consideraba un testimonio de primera magnitud. Podía recitar de memoria párrafos enteros: «… Hay patriotismo, pero es hermandad internacional entre los trabajadores; hay deber, y por él se muere, pero es deber hacia la causa revolucionaria; hay disciplina; hay honor, pero es un nuevo código de honor, basado en la dignidad humana y no en lo que una imaginaria aristocracia de sangre ha decretado apto para sus caballeros… Si la revolución francesa fue un producto de la razón humana, la revolución rusa, en cambio, es una fuerza de la naturaleza.» Ésa era la clase de periodismo que ella y André ansiaban. Estar en el centro de los acontecimientos, conocerlos de primera mano, sentir bombear el corazón del mundo dentro de sus venas.
Cubrieron la mesa todo a lo largo con sábanas blancas. Ruth preparó en el horno el tradicional lekaj. Miel, pasas, almendras y semillas de ladhera tal como se sirve en el Año Nuevo judío. Se pasó horas cocinando. Henri llevó dos botellas de Calvados de su Normandía natal.
Veintidós años. Los dos patitos. Un aniversario inolvidable. Hubo todo tipo de bebidas, risas hasta el alba, champán, velas, cigarrillos, farolitos de papel, fotos desenfocadas: Henri Cartier-Bresson y Chim cubiertos de serpentinas, pasándose a morro la botella de Calvados; Hiroshi Kawazoe y Seüchi Inouye, dos japoneses que habían conocido en la isla de Santa Margarita, haciendo una exhibición de la danza de los samuráis; Willi Chardack disfrazado del hombre de la máscara de hierro; Fred Stein, muy borracho, haciendo el ganso, abrazado al palo de una escoba; Csiki Weisz y Geza Korvin, con el puño en alto. Eran camaradas de André, dos viejos amigos de los años de Budapest y de los tiempos heroicos en que robaban croissants en las barras de los bares recién llegados a París; Chim otra vez con el ceño fruncido, concentrado, tratando de construir la torre Eiffel con palillos; la periodista Lotte Rapaport jurando que era la última vez en su vida que aceptaba un empleo de costurera; París estaba lleno de locos. Gerta recortada en el contraluz de la ventana con unos pantalones ceñidos y un jersey negro de cuello vuelto, riendo con la cabeza echada hacia atrás; André de perfil con el sombrero de gángster que le habían regalado y un cigarrillo en la comisura de los labios, la sonrisa en los ojos, el aire golfo. Feliz cumpleaños, le dijo ella al oído, muy bajito. Los dos con las caras muy juntas, bailando una melodía nueva de cabaret que se estaba poniendo de moda en la radio. La cantaba una muchachita pequeña y menuda como un gorrión que se llamaba Edith Piaf. Estaban despidiéndose de su juventud. Y no lo sabían.
Así llenaban el tiempo libre. Otras veces paseaban por los quais del Sena. A Gerta le gustaba ver los barcos con sus bombillas encendidas varados en el agua mansa. Un barco siempre es una posibilidad prometedora. Cuando cobraban algún trabajo, se iban a desayunar café y croissants a los bares de la plaza Viviani. Otras veces acompañaba a André cuando iba a hacer algún reportaje. Así se fue adiestrando en el oficio. Tomar foco, calcular el tiempo de exposición, regular el diafragma para adecuarlo a la luz. Le gustaba ver a André recostado contra un muro, preparando mentalmente la foto que iba a hacer. Había llegado a la fotografía por azar, pero cada vez le fascinaba más todo aquello, el olor de los líquidos de revelado, la tensión de la espera, ver aparecer poco a poco en el fondo de la cubeta, su propio rostro, los dedos finos y huesudos de la mano sosteniendo el mentón, el arco de la clavícula sobresaliendo de la piel fina del cuello, las sombras más oscuras debajo de los ojos. El misterio.
Algún tiempo después llegó una postal de Georg desde Italia. Era una vista florentina de la plaza de la Signoria, tomada desde la loggia de Lanzi. André no quiso leerla, pero estuvo todo el día mirando atravesado, con aquellos ojos de toro encelado, contestando a todo con monosílabos. Si ella le ofrecía un cigarrillo, prefería no fumar; si le señalaba un clavel rojo en uno de los puestos de la Rive Gauche, él apartaba la mirada. Otra simple flor de los cojones.
Gerta barruntaba la tormenta y trató de evitarla cruzando entre los truenos de puntillas. Ya se le pasaría. Suerte que tenía trabajo suficiente como para no calentarse, demasiado la cabeza. Había conseguido varios contratos para Alliance Photo a buen precio. Maria Eisner estaba encantada con ella. Trabajaba duro. En las últimas semanas no había dormido más de cinco horas diarias. Le hubiera gustado que los mil doscientos francos que cobraba al mes se los pagaran por hacer fotos y no por sus gestiones de contabilidad, pero era lo que había y no podía quejarse. Además no perdía ocasión para hacer valer el trabajo de André. Peleaba cada una de sus fotos como si en ello le fuera la vida. Esa misma mañana había negociado para él un adelanto de mil cien francos por tres reportajes a la semana. No es que fuera mucho, teniendo en cuenta que los gastos de material corrían de su cuenta, pero era suficiente para pagar el alquiler, comer decentemente tres veces al día y permitirse incluso algún capricho extra. Pensaba en todo eso, mientras caminaba de vuelta por las calles heladas, con las manos hundidas en los bolsillos del abrigo, un gorro de lana y la nariz roja de frío, como una exploradora ártica. Puede que no sea perfecta, pensaba con un punto de condescendencia hacia sí misma, pero como manager no lo hago mal del todo. En el fondo estaba orgullosa y deseando llegar a casa para contárselo a André. Quería sentir sus brazos fuertes alrededor de la cintura, su cuerpo apretado contra el suyo, dándole calor, llevándola muy alto, muy lejos, despacio, esperándola como nadie la había esperado nunca.
Era tarde. Se lo encontró dormido boca abajo, el pelo revuelto, media cara hundida en la almohada y el nacimiento de la barba oscureciéndole el mentón. Se quitó la ropa sigilosamente para no despertarlo y la dejó colgada en un clavo junto a la puerta. Movió los dedos varias veces para desentumecerlos. Después se enfundó una vieja camiseta gris que siempre se ponía para dormir y se arrimó a la espalda de André, buscando la tibieza de su cuerpo.
Fue como abrazar a un chacal. Soltó un gruñido terrible. El animal que había dentro de él se revolvió y casi la hace salir despedida contra el suelo.
– ¿Pero se puede saber qué demonios te pasa?
Nada. Silencio sepulcral, nocturno, replegado sobre el pensamiento. Mudo como la sombra de Dios. Gerta se dio la vuelta hacia la pared. No tenía ganas de discutir.
– Qué raros sois los húngaros -dijo.
– Sí -respondió él-, pero menos gilipollas que los rusos.
Al fin el chacal había salido de la cueva. Gerta sintió un hastío terrible, un cansancio infinito y pensó que ninguno de los dos se merecía lo que estaba a punto de suceder.
Porque de pronto supo que él la iba a mirar exactamente como la estaba mirando, con desconfianza cuando irguió la cabeza, la expresión severa, distante, el brazo desnudo por encima de la sábana. No lo supo con el pensamiento, sino con el cuerpo y con la piel que se le había erizado y adivinó también lo que él iba a decir, palabra por palabra, el tono áspero, la voz casi irreconocible, y fue entonces cuando sintió el flujo de la sangre hirviéndole en el rostro mientras lo oía decir toda la sarta de estupideces que los hombres han repetido cientos de veces a una mujer, en una habitación cualquiera de cualquier lugar del mundo. O él o yo. O aquí o allá. O blanco o negro. Creyó que él sería distinto, pero no. Tan absurdo como todos. Simple hasta el ridículo. Capaz de tirarlo todo por la borda por nada, por orgullo estúpido de hombre que no se contenta con lo que tiene, sino que quiere más. Ser el único. Él solo. Nadie más, ni ahora, ni antes, ni nunca. De acuerdo, pues sal por esa puerta y vuelve hace diez años, cuando yo todavía era una niña tierna y aún no había un búcaro de tulipanes, ni una casita en el lago, ni una puñetera pistola encima de la mesa, ni tenderos que expulsan a empujones a nadie de las tiendas, ni salidas en moto de madrugada para tirar panfletos por las calles de Leipzig, ni Georg, ni la Wächterstrasse, ni nada, de nada, de nada. Pero qué se había creído aquel gitano, ¿que el mundo había empezado con él? Por el amor de Dios.
Se levantó de la cama bruscamente. No podía creer lo que estaba oyendo. Porque ahora él ya no la estaba poniendo contra las cuerdas, ni forzándola a hacer comparaciones odiosas y soeces. Quién es mejor. Quién, peor. Cómo te lo hacía él. Cómo te lo hago yo. Sino que quería lastimar, ofender y humillar. Por eso sacó a relucir a aquella fotógrafa de Vogue, con la que había estado saliendo durante los primeros meses de París, Regina Langquarz, alta, de pelo corto, con piernas largas de garza. ¿Acaso le había preguntado ella algo? Pero daba igual. Allí seguía él contando pormenores con todo lujo de detalles, dando explicaciones que nadie le había pedido. O lo de la española que conoció en Tossa del Mar mientras hacía el reportaje para Berliner Illustrierte. Maldito húngaro cabrón. Maldita sea tu estampa. No quiero volver a verte en mi vida. Estúpido cabrón engreído. Cabrón. Cabrón. Cabrón… Gerta pensaba todo esto mientras se enfundaba los pantalones a toda prisa y se metía el jersey por la cabeza, temblándole los labios, con una sensación de náuseas que le obligó a apoyarse en la pared y llevarse las manos a la boca.
Él la miraba desde la cama igual que si estuviera asistiendo a la proyección de una película que en algún momento se le había ido de las manos y ya no era capaz de rebobinar, ni de encontrar un camino de regreso que no estuviera minado por el orgullo. Habría dado cualquier cosa por ser capaz de detenerla, agarrarla por un brazo y mirarla fijamente a los ojos sin acogerse a la mediación de las palabras que siempre acababan arrinconándolo, sino de los cuerpos. Ése era el lenguaje en el que se sentía seguro. Quería besar su boca y su nariz y sus párpados y después empujarla hasta la cama y adentrarse en ella, firme y seguro, domándola a su ritmo, hasta llevarla a ese lugar exclusivamente suyo, donde no cabían otros hombres ni otras mujeres, ni pasado ni futuro, donde no había Georg Kuritzkes ni Regina Langquarz que valieran. Sólo ella y él. Juntos. Pero estaba paralizado, frotándose la mandíbula, el ceño fruncido, con la cabeza apoyada en la pared y una sensación de ingravidez en el estómago. Tenía la conciencia aguda de que cada segundo que pasaba jugaba en su contra, de que debía decir o hacer algo pronto, cualquier cosa. Sin embargo hasta el último momento estuvo esperando que fuera ella quien lo hiciera. Para algo las mujeres eran infinitamente más fuertes que los hombres. Se dio cuenta de que lo había echado todo a perder demasiado tarde, cuando la vio coger al vuelo su abrigo del perchero y dar un portazo antes de bajar corriendo las escaleras, de dos en dos.
Nieve. Todo París estaba cubierto de nieve. Los tejados, las calles, las bardas de los comercios, las barcazas que cruzaban el Sena, protegidas con ruedas de neumáticos bajo el cielo gris que se confundía en la distancia con la superficie neblinosa del río, más gris aún y plomizo, con vetas verde oscuro, tan desolado como el Danubio una tarde de invierno. La buscó durante días por todas partes. La casa de Ruth, la de Chim. Hizo mil veces toda la ruta de los cafés sin ningún resultado. La Coupole, El Cyrano, Les Deux-Magots, Le Palmier, el Café de Flore… Nada. Se la había tragado la tierra. André caminaba como un fantasma por las calles nevadas, con el chaquetón abrochado hasta el cuello y las solapas levantadas, oyendo por todas partes un rumor de villancicos y de las campanillas que los niños agitaban por los portales para pedir el aguinaldo. Miraba con una infinita melancolía hacia los cristales empañados de las ventanas con visillos tras los que imaginaba hogares confortables y caldeados. Estaba descubriendo las razones más antiguas del desarraigo. Se acordaba de las calles de Pest tal como eran cuando él tenía seis o siete años y vivía en el número 10 de la calle Városház Utca, en la parte trasera de un bloque de pisos con pasillos y escaleras con barandillas. Entonces le gustaba pegar la nariz a los escaparates de las jugueterías del otro lado del río, en la zona señorial donde todavía seguían en pie los grandes palacios del imperio austro-húngaro y soñar con los ojos abiertos, aunque intuía ya que San Nicolás no iba a dejar ninguna de aquellas magníficas locomotoras de latón junto a su calcetín en la chimenea, porque los santos cristianos no tenían jurisdicción en el distrito judío y además a los barrios obreros tampoco llegaba el servicio postal. Ciertas cosas era mejor saberlas cuanto antes. Quién eres. De dónde vienes. Adónde vas. Por eso se había apuntado con quince años al bando de los desheredados del mundo. Pensaba en ella, claro. A todas horas. Por la mañana y por la noche. Vestida y desnuda. Calzada y descalza, echada en el sofá, con un jersey que le cubría hasta los muslos y un puñado de fotografías en el regazo, sin maquillar, con aquel aire sexual e indolente de recién levantada que lo volvía loco. Pensaba todo eso mientras pasaba bajo la estrella de Belén que colgaba en el boulevard de los Capuchinos y se miraba de refilón en los escaparates de las pastelerías repletos de mazapanes adornados con la escarapela tricolor y castañas confitadas. Veía las tiendas engalanadas con hojas de muérdago, los puestos ambulantes recubiertos de flores de Pascua y quería morirse. Los hombros encogidos, las manos hundidas en los bolsillos. Le parecía que hacía más frío aún que en los inviernos glaciales de Hungría, llevaba dos pares de calcetines y un chaquetón forrado con piel de borrego, pero era igual, seguía muriéndose de frío. Caminaba con el frío dentro del alma, enconado consigo mismo, a contradiós, el andar errático, torpe, entre la gente que caminaba en sentido contrario cargada con paquetes. Sentía una cólera ciega contra el mundo. Un par de veces devolvió los empujones sin pedir excusas y ante la expresión indignada de algún transeúnte, se limitó a dar una patada contra el bordillo de la acera.
– La puta Navidad.