38128.fb2 Esperando a Robert Capa - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 14

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XII

– Dos pares de pantalones

– tres camisas

– ropa interior

– calcetines

– una toalla

– un peine

– un taco de jabón

– cuchillas de afeitar

– paños higiénicos

– el cuaderno robo

– un mapa

– esparadrapo

– aspirinas…

Se le olvidaba algo y no sabía qué era. Gerda se paró un momento pensativa con un dedo apoyado en la frente delante de la bolsa del viaje abierta encima de la cama y al momento chasqueó los dedos. Claro. Un diccionario bilingüe de español.

España se había convertido en el ojo abierto del gran torbellino del mundo. No se hablaba de otra cosa. Hasta los surrealistas más alejados de la política abrazaron la causa republicana, reuniéndose en casa de uno o de otro, en corros improvisados donde hervían las noticias cada vez más contradictorias y alarmantes. Sublevación militar en Canarias y Baleares. Resistencia en Asturias. Un tal Queipo de Llano alzado en Sevilla, matanzas y paseos en Navarra y Valladolid… La escenografía que cada cual se representaba en la mente recordaba demasiado a las pinturas negras de Goya. Rojo de fuego y betún de infierno. Por eso, cuando más tarde empezaron los bombardeos sistemáticos de Madrid, cada obús retumbó también en los cimientos de París como un aviso de los cataclismos que aún estaban por llegar a Europa. Las calles eran un puro hervidero. Todos acudían a La Coupole y al Café de Flore con el anhelo de saber algo más de lo que podía leerse en los diarios. Una información de última hora, un testimonio de buena tinta, cualquier novedad… Mientras los gobiernos de Europa dejaban a la joven República española a los pies de los caballos, un gigantesco ejército de hombres y mujeres, salió a defenderla por su cuenta y riesgo.

Había escritores, obreros metalúrgicos, trabajadores portuarios del Rin y del Tamésis, artistas, estudiantes, la mayoría sin ninguna experiencia militar, pero con la convicción profunda de que el gran pulso del mundo se estaba librando al otro lado de los Pirineos. También había periodistas y fotógrafos, decenas de enviados especiales de todos los países. Muchos refugiados que habían compartido mesa y cigarrillos con Gerda y con Capa en las noches del Capoulade se integraron en las Brigadas Internacionales… El poeta Paul Éluard escribió en el editorial de L'Humanité: «Uno se acostumbra a todo / salvo a estos pájaros de plomo / salvo a su odio a lo que brilla / salvo a cederles el lugar.»

Gerda miró por la ventanilla. Nunca antes había subido en avión. Bajo el fuselaje, los Pirineos tenían un color malva desvaído como una camiseta desgastada por muchos lavados, cada ladera parecía cavar su surco de sombra en el atardecer. Lucien Voguel, el editor de la revista Vu, había fletado el vuelo a Barcelona con una pequeña expedición de periodistas para publicar un número especial sobre la guerra civil. Cielo puro, terso como un acuario, luz cristalina con helios y parhelios de color verde lima. Gerda estaba absorta en aquel espacio que dentro de muy poco empezaría a cubrirse de estrellas. Demasiado hermoso, pensó en voz alta. Capa la observó como si acabara de conocerla. Nunca le había parecido más bella que en aquel momento, la nuca apoyada en el cuero del respaldo, huesudo el mentón, los ojos ensoñados, saboreando una esperanza inexplicable.

A veces le ocurría eso con ella, que se quedaba fuera. Creía que la tenía y de pronto una palabra, una simple frase, le hacía darse cuenta de que en realidad no sabía demasiado de lo que a ella le cruzaba por la cabeza en algunos momentos. Pero había aprendido a vivir con eso. Era cierto que estaba lejos, abstraída. Había regresado a Reutlingen, cuando tenía cinco años y volvía caminando con sus hermanos desde el horno de Jacob con un pastel de semillas y leche condensada para la cena. Tres niños con jerséis de lana, enlazados por los hombros mirando el cielo mientras iban cayendo como puñados de sal las estrellas, de dos en dos, de tres en tres… Nunca había estado tan cerca de ellas como entonces. Su proximidad le hizo sentirse algo solitaria, algo melancólica. Como si en algún lugar sonara una música secreta que sólo ella pudiera escuchar. El mensaje de las estrellas.

Se veían ya las luces de la ciudad, el triángulo de Montjuic, agrandándose por momentos, la extensión inclinada de las casas con el motor en retardo, cuando de pronto se sintió levantada por un lado, como si alguien les hubiese tirado bruscamente de un hombro. El ruido del motor se hizo más denso y las cinco toneladas de metal empezaron a balancearse. Parecía que el motor hubiese disminuido de régimen. En lugar de remontar, perdieron mil metros de golpe. En la carlinga las agujas de los indicadores de posición oscilaban cada vez más aprisa. La presión del aceite empezó a menguar. Toda la masa del avión se agitaba con un temblor furioso. Se miraron unos a otros sin pronunciar una palabra. Nos estrellamos, pensó ella, pero no hubo tiempo suficiente para sentir miedo ni para pedirle a su dios que los sacara de aquella. Estaban al nivel de las colinas, con los tímpanos doloridos por el cambio de presión y el corazón a cien golpes por minuto, pero callados. Hasta ahí la vida. Los pequeños huertos que rodeaban el aeropuerto del Prat comenzaron a girar alrededor de las ventanillas, primero de un lado, después de otro. El piloto con la cabeza hundida en la carlinga no distinguía ya la masa del cielo de la tierra. Ponía toda su concentración en dominar el avión. Ni siquiera veía el giróscopo. Trató de evitar las colinas como pudo, pero las tenía ya encima y tomó la resolución de aterrizar en cualquier lugar aun a riesgo de hincarse en el suelo. El avión corría en el haz de los faros con los quinientos caballos revolucionados, directo a tierra. Siod, Elohim, Yahvé… Gerda no tuvo tiempo para más. De pronto las luces rojas del balizaje se encendieron y vio cómo el avión intentaba levantar el morro y se iba escorado de ala contra la pared de un cobertizo. El estruendo fue tan intenso que le sangraban los oídos. Veía a André gesticular como un actor de cine mudo. Movía la boca, gritando algo, pero no podía oír lo que decía. Había mucho humo dentro y el cansancio le agarrotaba los músculos. Enseguida llegaron bomberos, milicianos, un camión militar con la cruz roja pintada en la lona… voces indefinidas en un idioma que no comprendía, rumores confusos, brazos que alzaban a los heridos. Al piloto lo sacaron en camilla. También fueron evacuados dos reporteros con fracturas de distinta consideración, el propio Lucien Voguel se rompió el brazo derecho por tres partes, pero Capa y Gerda consiguieron salir del aparato por su propio pie, un poco aturdidos y desorientados, pero ilesos. Hubiera sido mejor cruzar a pie la frontera por Irún, como había hecho Chim.

Es bueno dejar atrás un mal puerto y al tocar tierra, soltar palabras fuertes, escupir con vigor una blasfemia, cagarse en el puto Dios del Sinaí con sus putas tablas de la ley y su puta mala leche proverbial. Joder. Joder. Joder… Fue lo primero que hizo Capa. Uno se siente mucho mejor después de eso.

– Tuviste miedo? -le preguntó a ella pasándole un trago de whisky que alguien le ofreció directamente de la botella. Se dirigían a Barcelona en un coche conducido por un miliciano de mono azul con las trinchas cruzadas al pecho y dos cartucheras al cinto.

– No -respondió Gerda sin vanagloriarse. Y no era ninguna bravata, es que no le había dado tiempo. El miedo necesita el reposo de la conciencia. No le era un sentimiento extraño. Conocía todos sus síntomas, cómo se iba adueñando de la imaginación cuando una tenía horas por delante para calcular, una a una, todas sus posibilidades aterradoras. Lo había sentido en Leipzig cientos de veces, en Berlín, en París. Lo sentía todavía cada vez que se acordaba de su familia o ignoraba su paradero. Pero lo que percibió en el avión fue otra cosa distinta. Algo inmediato y limpio. Una especie de vértigo contra el que era inútil rebelarse.

Capa encendió un cigarrillo y movió la cabeza hacia los lados, amonestándola suavemente, la expresión seria, el tono paternalista.

– El miedo no es un mal compañero de viaje -dijo sin saber que le estaba dando el mejor consejo que se le puede dar a alguien en una guerra-. A veces te salva la vida.

Barcelona ya no era la ciudad burguesa y señorial que Capa había conocido durante su primer viaje a España en la primavera de 1935. El sindicato anarquista de la CNT había montado su campamento provisional en plena Vía Layetana; muchas iglesias se habían transformado en garajes o almacenes de maquinaria y las parroquias, en oficinas de los sindicatos; los principales bancos y los grandes hoteles habían sido tomados por los trabajadores. El Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM) de tendencia trostkista, tenía su base en el Hotel Falcón, cerca de la plaza de Cataluña y el Ritz era ahora un comedor popular a cuya entrada figuraba el cartel: «UGT Hotel Gastronómic número 1-CNT».

El comisario de propaganda de la Generalitat de Catalunya, Jaume Miravitlles, un tipo moreno y afable, de unos treinta años, les proporcionó una pensión en las Ramblas donde instalarse y los pases de prensa necesarios para fotografiar la ciudad.

Después del accidente, la euforia que sentían de estar vivos se traducía en todos sus gestos, como si celebraran cada minuto de estar juntos por lo que pudiera venir: el modo de hacer el amor, agarrándose muy fuerte el uno al otro, porque un día no muy lejano tal vez alguno de los dos o los dos estarían muertos y entonces ya no habría nada, ni un puñetero clavo al que agarrarse; el gracioso escorzo de ella atravesada en la cama, tierna y medio dormida con el pijama de él; las peleas risueñas de buena mañana por la posesión de una esponja o por convivir juntos dentro del pequeño rectángulo de un espejo. Él tratando de afeitarse por encima de su hombro, con media cara enjabonada; ella desalojándolo a codazos para pintarse los labios. Los ojos de Gerda de un verde raro, mirándolo burlona, entre coqueta y «yo no fui». Las llamas azules de un infiernillo de gas, bajo la cafetera a punto de burbujear. Su hambre canina en el desayuno.

Durante los primeros días recorrieron las calles fascinados en medio de una turbamulta de hombres armados, niños jugando entre los sacos terreros de las barricadas, milicianas vestidas de mono azul con trinchas cruzadas sobre el pecho, de la CNT, del POUM, del PSUC, mujeres-soldado de ojos negros y melena leonada, con un periódico en una mano y el Mauser en la otra. Eran imágenes que rompían el tradicional código femenino. Aquellas mujeres pertenecían a otra estirpe. No eran de las que escondían la cabeza bajo la almohada cuando oían aullar a un coyote, sino de las que se apostaban en la ventana y empezaban a disparar, ahuyentando a los fascistas a tiro limpio. Las revistas francesas y británicas se las rifaban para sacarlas en portada, no únicamente por su coraje, sino por lo que suponían de filón iconográfico. «El glamour de la guerra», sentenció Capa con el colmillo retorcido, mientras un coche requisado con las siglas de la UHP pintadas a brochazos en sus puertas, cruzaba el paseo de Gracia a toda velocidad hacia Capitanía.

A los pocos días se movían en ese ambiente como si se hubieran criado en el barrio de Gracia. Peinaron la ciudad de parte a parte, alimentándose de la menor brizna de emoción, tratando de interpretar el mundo con sus cámaras. Todas las fotos llevaban el copyright «Capa», sin embargo sobre todo al principio era fácil distinguir la autoría. Él trabajaba con la Leica, de disparo rápido y fácil de acercar al objetivo con un simple movimiento de zoom. Sus encuadres solían ser más cerrados que los de ella, pero incluían casi siempre otros elementos que le daban vida al entorno. Gerda usaba la Rolleiflex, que se colocaba a la altura del pecho, más lenta. Se tomaba su tiempo para preparar el encuadre. Sus fotografías eran más correctas desde el punto de vista técnico, pero más convencionales. Le faltaba espontaneidad. Estaba empezando y todavía no se sentía segura. Pero tenía intuición para identificar los momentos irrepetibles. Una pareja sentada al sol, él con mono azul y gorro de miliciano, sujetando un fusil apoyado en el suelo. Ella muy rubia, con un vestido oscuro. Los dos riendo abiertamente. Algo le llamó la atención a Gerda, quizá el parecido de esa pareja con ellos mismos, edad similar, unos rasgos físicos casi intercambiables, la misma intimidad, el aire cómplice. Tomó foco. Buscó un encuadre frontal, apoyándose en el contraste de luz. Las dos siluetas se recortaban contra un fondo de árboles. Clic. Era una fotografía alegre a primera vista, sin embargo había en ella un halo trágico, algo vagamente premonitorio.

Pero la guerra no era eso ni de lejos. En la Estación de Francia se agolpaban miles de soldados preparados para salir hacia el frente de Aragón bajo el cielo de cristal de las marquesinas, mientras los micrófonos de Unión Radio no cesaban de hacer llamadas de reclutamiento. Gerda y Capa fotografiaron a centenares de muchachos jóvenes despidiéndose de sus novias, hombres hechos y derechos abrazando a sus hijos pequeños, mujeres de una pieza, urgiéndoles a apresurarse, ayudándoles a colocar la camisa mal metida por el pantalón. No había lágrimas ni Andrómacas en aquel andén. Sólo un denso vapor ferroviario bajo la luz transversal de la mañana, vagones repletos de voluntarios con las puertas abiertas y el lomo atravesado por consignas escritas con pintura blanca: «ANTES MORIR QUE CONSENTIR TIRANO.» jóvenes llenos de vitalidad que se asomaban por la ventanilla, agitando los puños. No tenían ni idea de lo que les esperaba. La mayoría nunca volvió a ver Barcelona.

En el puerto de Cádiz acababa de atracar un carguero con el primer envío de aviones y soldados nazis a suelo español.