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Madrid corazón de España,
late con pulso de fiebre;
si ayer la sangre le hervía
hoy con más furor le hierve…
Los versos de Rafael Alberti sonaban a todas horas en Radio Madrid. La ciudad ya había sufrido dos bombardeos y aunque las tropas leales habían conseguido detener el avance de los fascistas por la sierra de Guadarrama, llegaban noticias cada vez más inquietantes sobre la aproximación de un gran contingente franquista por el sudoeste. La ciudad se preparaba para lo peor. Fue en la calle de San Bernardo, frente a las cocheras de los tranvías, donde Capa volvió a escuchar a un grupo de milicianos que levantaban una barricada el grito de Pétain en Verdún «Ils ne passeront pas», esta vez más alto y en español. NO PASARÁN. Las guerras también se van dejando en herencia frases que encadenan una sangre con otra. Ocurre así desde Troya. Lo propio de la guerra es el tiempo inverso. Pueblos pasados a cuchillo, mujeres violadas y rapadas al cero, casas ardiendo. Waterloo, Verdún, las hogueras de la Inquisición, los desastres de Goya, el dos de mayo…
La sensación de ciudad amenazada era mucho más evidente que lo que Gerda y Capa habían visto en Barcelona. En Madrid había que mantener las ventanas cerradas y se había reducido la potencia de los anuncios luminosos. Cuando sonaban las sirenas el fluido eléctrico quedaba interrumpido por completo. Sin embargo la capital creía en sí misma y seguía soñando a su manera. Eso era lo que fascinaba a Gerda. A los madrileños les gustaba el cine. Hacían cola para ver a Fred Astaire y Ginger Rogers, aunque luego de vuelta a casa tuvieran que tirarse al suelo del tranvía por si las balas atravesaban las ventanillas. Las muchachas se quedaban obnubiladas mirando a la pareja en el cartel de la película con un friso de rascacielos americanos iluminados detrás. Él, flaco de frac, ella, sonriente, con esa transparencia en los ojos de chica de servicio venida a más, un poco inocentona, crédula como todas, viéndolo girar a su alrededor como un ángel con alas. Después de la película, esas mismas muchachas soñadoras se iban a pegar tiros al frente de Guadarrama o a la Ciudad Universitaria. La mayor parte de la taquilla se destinaba a sostener los hospitales de sangre. El claqué era un modo de olvidar el martilleo de las ametralladoras que llegaba desde fuera. Mientras Capa conducía bastante perdido por la calle Quevedo, buscando la dirección del hotel Florida, Gerda sacó la cámara por la ventanilla. A la puerta del cine Proyecciones dos niños morenos con las rodillas sucias bailaban sobre el asfalto. Se habían puesto tachuelas en los tacones y en las puntas de los zapatos para imitar a Fred Astaire. Una rama de acacia a modo de bastón, el sombrero de copa invisible. En medio del hambre y del miedo brotaba esa gracia elegante como el mundo desde otro lado del espejo. Clic.
Madrid era eso. Cielos de oro antes de la batalla. Obreros levantando una cúpula protectora de ladrillos alrededor de la Cibeles.
Estaban tumbados en la cama del hotel, completamente desnudos. Las rayas de luz filtrándose a través de la persiana. Los ojos clavados en el techo.
– ¿Nunca piensas que algún día se puede acabar -preguntó Gerda. Hablaba con cierta vaguedad con los brazos cruzados debajo de la cabeza.
– ¿El qué? ¿Esto?
– Sí… No sé -Se quedó callada como si estuviera dándole vueltas a una idea difícil de expresar-. Todo.
Era la clase de comentarios que a Capa le rompían la cabeza. No por lo que significaba, sino por lo que no comprendía de ella. Cuando decía esas cosas, sentía que sólo su cuerpo estaba próximo. Se volvió a mirarla, así, tan flaca, con la clavícula sobresaliendo de la piel como una alita de pollo, las costillas alineadas igual que las cuadernas de un barco.
– Qué complicadas sois las mujeres -dijo deslizando la palma de la mano abierta por el estómago de ella que aún olía a semen.
– ¿Por qué?
– No sé, Gerda, a veces pareces una niña y me gusta cuando te veo caminar por las calles con las manos en los bolsillos balanceando un poco las caderas sonriente…
– ¿Sólo te gustan mis caderas?
– No. También me gusta verte con medio cuerpo fuera de la ventanilla como esta tarde mientras le sacabas fotos a esos críos que bailaban en la calle. Y me gusta ese huequito que tienes entre los dientes -dijo abriéndole los labios con un dedo-. Toda tú me gustas hasta la pornografía. Y me encanta cuando te ríes a carcajadas con la cabeza echada hacia atrás. O cuando te pones a cocinar y no hay quien se coma lo que guisas.
– Tampoco lo hago tan mal -bromeó ella dándole con la almohada en la cara.
– Y me gustas muchísimo cuando te plantas en el despacho de Maria Eisner, muy seria y le sueltas: «Ese cabrón de Capa ha vuelto a largarse a la Costa Azul con una actriz. Maldita sea su estampa.» -Imitaba su voz y sus gestos a la perfección.
Ahora los dos reían abiertamente. Las nubes negras habían pasado de largo. Capa se incorporó para coger un cigarrillo de la mesilla de noche.
– Y no me gustas nada, pero es que nada de nada, otras veces -dijo poniéndole un cigarrillo encendido en los labios.
– ¿Qué veces?
– Pues cuando te pones a pensar en cosas raras de judía alemana o polaca, o lo que seas, así tan seria que hasta das miedo, con esa arruga que se te clava ahí, entre ceja y ceja y una cara larga que pareces Kierkegaard.
– ¿Tan horrorosa? -se quejó ella.
– Más que horrorosa, un bicho feo de narices -dijo él tomándole la cabeza entre las manos e inclinándose sobre ella mientras notaba el sexo otra vez tenso y duro y le abría los muslos suavemente con los dedos para hundirse de nuevo en ella, con la respiración entrecortada, aprisionándola con los brazos, lamiéndole el mentón, el hueso saliente de la clavícula, las costillas, una a una-. Pero yo sé el secreto para volverte guapa otra vez, como la princesa de los cuentos -dijo bajando despacio hacia la hondura cóncava. del estómago, el pubis rizado y cálido, latiendo como el corazón de una herida entre la sombra del vello. Le separó un poco más las piernas, acariciando sus tobillos, el interior suave de los muslos, dejándole en la piel un rastro de saliva y fue subiendo poco a poco, le apartó el vello cuidadosamente, con determinación y entonces hundió su boca ahí, despacio y hondo, igual que si la besara en la boca, retrocediendo sólo para recobrar el aliento o quitarse un pelo de los labios, delicado y hosco con la cara mojada y mientras ella empujaba suavemente su cabeza hacia abajo, más allá del ofrecimiento o del pudor y todo volvió a comenzar de nuevo. La respiración entrecortada, el último sol en las rendijas de las persianas, la sensación de estar a punto de caerse de un momento a otro y mientras se aferraba a su espalda y se abandonaba a esa inconsciencia ultima del placer, pensó de pronto que efectivamente aquello no podía durar.
Pero no sintió pena ni miedo. Sólo una extraña melancolía, como si a partir de aquel preciso momento no tuviera ya ninguna importancia morirse.
Una habitación a oscuras. Un mapa topográfico. Una bolsa de viaje abierta. Dos cámaras sobre la mesita de noche y de vez en cuando el resplandor de una explosión en la sierra de Guadarrama.
Capa fumaba ahora un cigarrillo, asomado a la ventana, contraviniendo las ordenanzas. Madrid a ciegas, sin electricidad.
Dos meses después se acordaría de ese cigarrillo, cuando la guerra ya no era como ahora un resplandor anaranjado al anochecer, sino lluvia de hierro que arreciaba por todas partes. Balas, esquirlas y proyectiles rebotando en las paredes Fsssiaaang, Fsssiaaang… Avenida del quince y medio le llamaban los madrileños a la Gran Vía, con su humor acre y castizo, por el calibre habitual de los proyectiles. Entonces toda la ciudad era una gran trinchera llena de boquetes donde hasta el tabaco estaba racionado y sólo se comían gachas y boniatos. Clac, clac, clac, clac… El claqué ligero y ágil de Fred Astaire se había convertido en un tableteo ensordecedor mezclado con el aullido de las sirenas mientras la gente bajaba apresuradamente las escaleras de los refugios subterráneos y los obuses estallaban en el mismo edificio de la Telefónica. Pero ahora todavía no. Ahora estaban desnudos en la ventana muy Pegados el uno al otro, mirando la noche. Gerda vio cómo Capa arrugaba el entrecejo mientras apuraba la última calada del cigarrillo. La sombra de la barba le daba una expresión cerrada de obstinación. Lo conocía lo suficiente como para adivinar sus pensamientos. Estaba preocupado porque todavía no había conseguido una sola foto que valiera la pena.
– Tenemos que acercarnos más -dijo.
– De acuerdo.
– Sólo nos quedan dos opciones. -Había desplegado el mapa ante ella, iluminándolo con una linterna-. Toledo o Córdoba.
En Toledo, el general sedicioso Moscardó se había encerrado en el castillo-fortaleza que dominaba la ciudad con un millar de soldados afines y sus familias, mujeres y niños. Además habían tomado más de cien rehenes entre los vecinos de izquierdas. Las fuerzas republicanas llevaban varias semanas sitiando el Alcázar, sin conseguir nada. Era un fuerte inexpugnable. Se decía que un grupo de dinamiteros asturianos, de las minas de carbón, estaban excavando dos túneles para depositar las cargas explosivas bajo uno de los muros y abrir así una brecha de entrada.
En Córdoba el gobierno republicano había lanzado una gran ofensiva para recuperar la ciudad en manos del general Varela. Todos los días las autoridades informaban de nuevos avances. La necesidad de una victoria hacía circular rumores falsos de que las tropas leales habían conseguido entrar en la ciudad. Gerda y Capa, después de evaluar la situación con detenimiento, llegaron a la conclusión de que los dinamiteros todavía debían de tener para largo en los túneles.
Eligieron Córdoba.
Capa no lo sabía, pero allí le esperaba la foto de su vida. Una imagen que lo haría famoso, que daría la vuelta al mundo en las portadas de las principales revistas, que se convertiría en un auténtico icono del siglo XX. Una fotografía que le hizo sentir un odio profundo, radical e instantáneo hacia su oficio y quizá también hacia sí mismo, por todo lo que a partir de aquel momento había dejado de ser: un chico húngaro criado en un barrio de Pest, que ya nunca volvería a tener veintidós años.
Quedaban todavía tres años largos de guerra en España y siete de prórroga en la conflagración mundial, y algunos más, de sus consecuencias: Palestina, Corea, Indochina… y otros tantos de hastío y desesperanza, apoyado en la ventana de cualquier hotel del mundo. Recordando.
Las guerras están llenas de gente que sólo puede volver la vista atrás. Porque a veces la vida se tuerce tanto que uno se las apaña como puede con la vida.
Aquella noche el periodista Clemente Cimorra, corresponsal del diario madrileño La Voz, entró en el bar Chicote de la Gran Vía, cuyos grandes ventanales estaban protegidos por sacos terreros, con un auricular en un oído y el otro colgando bajo la barbilla. Siempre llevaba encima un transistor portátil americano, último modelo, que le había regalado un periodista del Herald Tribune. Lo hacía un poco por presunción y otro poco para estar a la última de las novedades del mundo. Era un aparato negro, con el dial de color verde fosforescente.
En medio de aquel decorado modernista del café, el público habitual estaba formado por milicianos, escritores, corresponsales extranjeros que alababan por todo el mundo los cocktails del Chicote, brigadistas internacionales, con sus cazadoras de cuero, fumando cigarrillos rubios y algunas señoritas de compañía con collares de perlas falsas y el rostro maquillado a la antigua, con polvos de arroz. Todos se arremolinaron alrededor del veterano periodista, esperando ansiosos un veredicto.
– Jodidos gabachos! -escupió.
La noticia del día era la negativa del gobierno francés a entregar armas a la República. De Gran Bretaña nadie esperaba nada, pero los franceses eran vecinos de puerta, un gobierno hermano del Frente Popular. En la memoria de todos estaban todavía las palabras que Dolores Ibárruri, una mujer vasca, crecida en las minas de Somorrostro, había pronunciado con voz honda de hija y esposa de mineros durante el último mitin comunista en el velódromo D'Hiver: «Tenéis que ayudar al pueblo español. Hoy somos nosotros, pero mañana os llegará vuestro turno. Necesitamos fusiles y cañones para derrotar al fascismo en vuestras mismas fronteras.»
No quisieron escucharla.