38128.fb2 Esperando a Robert Capa - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 24

Esperando a Robert Capa - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 24

XXII

El día era claro con pocas nubes. 26 de abril. No hacía demasiado calor. Un buen día de mercado con gallinas, pan de maíz, niños jugando a las canicas y volteo de campanas. El primer avión apareció a las cuatro de la tarde, un Junkers 52.

Después de la derrota de los fascistas en Guadalajara, Franco había dirigido su estrategia al cinturón industrial de las provincias vascas con el fin de controlar sus minas de hierro y carbón. El general Mola se hallaba en Vizcaya con cuarenta mil hombres para la campaña del Norte. Pero el ataque aéreo corrió a cargo de la Legión Cóndor bajo el mando del teniente hitleriano Gunther Lützow.

Cuatro escuadrillas de Junkers en formación triangular, volando muy bajo, escoltados por diez cazas Heinkel 51 y varios aviones italianos de reserva surcaron fantasmagóricamente el cielo de Guernica. Primero arrojaron las bombas ordinarias, tres mil proyectiles de aluminio de dos libras de peso cada uno, luego pequeños racimos de bombas incendiarias 550 1b mientras los cazas remataban la faena con pasadas en vuelo rasante sobre el centro de la ciudad, ametrallando todo lo que se movía.

Imposible ver nada con aquel humo negro. Al final ya disparaban las bombas a ciegas. Tres horas intensas lloviendo hierro, casas ardiendo. Un pueblo entero abrasado. «La primera destrucción total de un objetivo civil indefenso mediante bombardeo aéreo», rezaba el titular de L'Humanité. Jamás se había visto nada igual. Capa leyó la noticia en un quiosco de la plaza de la Concorde.

Había quedado a desayunar con Ruth. No la había visto desde que había regresado de España y necesitaba hablar con ella respecto a Gerda. En su cabeza todavía ardían los rescoldos de la última noche en la Alianza, la manera que tenía ella de esquivar cualquier compromiso, su desapego, las preguntas sin respuesta que lo sumían en la más insoportable de las incertidumbres. Todo frágil, todo a punto siempre de caer hacia el otro lado. La noche anterior había sido dura para el hígado. Al principio había estado vagando por los quais del Sena, con las manos en los bolsillos, dándole patadas a las piedras, sumido en sus pensamientos, sin entender nada. Después entró en una taberna de los muelles y al cabo de una hora estaba completamente borracho. Whisky. Sin hielo, ni soda, ni preámbulos de ninguna clase. Cada uno se recupera de las pérdidas secretas a su manera. Sólo cuando la botella alcanzó la línea de flotación, consiguió tomar cierta distancia. Sus movimientos fueron haciéndose más lentos, el corazón y las ingles dejaron de dolerle y Gerda Taro volvió a ser una judía polaca más, como tantas que uno podía cruzarse por los bulevares de aquella esquina del mundo que era París. Ni más lista, ni más guapa, ni mejor. Poco a poco los contornos del bar empezaron a escorarse igual que sus recuerdos, todo ligeramente desenfocado, Slightly Out of Focus, como en sus mejores fotografías. La sensación de soledad, la melancolía, el miedo a perderla… Se juró a sí mismo que jamás volvería a enamorarse de aquella manera. Y lo cumplió. Hubo otras mujeres, claro. Algunas de ellas muy hermosas, y con todas se mostró atento y animoso, haciendo honor a su fama de seductor, pero sin ataduras ni compromisos de ninguna clase. Se atrincheró en el recuerdo a mucha distancia del resto del mundo, como si la mayor traición a sí mismo hubiera sido dejar entrar a alguien en aquella gruta secreta que ambos habían compartido. Una noche futura, mucho tiempo después, cuando Europa empezaba a salir del agujero de la segunda guerra mundial, llegaría incluso a cortejar a Ingrid Bergman. Se hallaba con su amigo Irwin Shaw en el vestíbulo del Ritz y entre los dos habían tramado enviarle a la actriz una invitación para cenar que ninguna mujer inteligente hubiera osado rechazar. La escribieron deprisa, riéndose mucho, en un papel de color crema, con el membrete del hotel:

Att. Miss Ingrid Bergman

1. Éste es un esfuerzo colectivo. El colectivo está formado por Bob Capa e Irwin Shaw.

2. Habíamos pensado enviarle flores con esta nota invitándola a cenar esta noche, pero tras las pertinentes consultas, nos hemos dado cuenta de que, o pagábamos las flores, o pagábamos la cena, pero no podíamos pagar las dos cosas. Tras someterlo a votación ha ganado la cena por un estrecho margen.

3. Se ha sugerido que, en caso de que la cena le trajera sin cuidado, podríamos enviarle las flores. Por el momento no se ha tomado una decisión al respecto.

4. Flores aparte, tenemos un montón de dudosas cualidades.

5. Si seguimos escribiendo, no tendremos nada de que hablar ya que nuestra provisión de encanto es limitada.

6. La llamaremos a las 6.15.

7. Nosotros no dormimos.

Firmado:

Expectantes

Era su manera de seguir vivo, de tomarse todo un poco a broma cuando ya nada le importaba demasiado. Pero lo cierto es que jamás volvería a querer a nadie como a aquella jodida polaca, cuya sonrisa burlona ni siquiera una batería de whiskys dobles podían borrar. Se los había tomado de un trago, uno detrás de otro, sin respirar, mientras el camarero colocaba las sillas encima de las mesas y pasaba la escoba.

Pero ahora el alcohol se había diluido por completo. De madrugada se levantó a orinar y le sorprendió el sonido de su propio manantial de caballo. Lo único que le que daba era una taladradora dentro de la cabeza, machacándole las sienes, por eso había llamado a Ruth. Mejor una mujer para intentar encontrar una luz al final del túnel, las mujeres siempre ven más allá, se conocen entre ellas, saben lo que hay que hacer, maldita sea.

– Gerda es así. Desde niña ha construido a su alrededor una coraza defensiva. Dale tiempo -le había aconsejado Ruth, sin saber que eso era lo único que ella no tenía.

Capa la escuchaba mirando hacia abajo, sin decir nada, imaginando a una Gerda adolescente tal como la había contemplado una vez en una foto que ella guardaba con otros recuerdos en una cajita de dulce de membrillo. Estaba sentada en un muelle con pantalón corto, sosteniendo una caña de pescar, los pies descalzos colgando del pantalán, las trenzas rubias, y la misma obstinación ceñuda y altiva y voluntariosa entre ceja y ceja. «La madre que la parió», pensó para sí, y tuvo que retener el aliento para que no lo venciera la ternura. Pero al fin expulsó todo el aire de golpe a modo de queja o fastidio.

Fue en ese momento cuando se levantó ofuscado y atravesó la plaza hacia el quiosco de prensa. El gesto se le quedó congelado. Cuando uno está muy metido dentro su propio dolor, tiende a pensar que lo que ocurra en el resto del mundo le trae sin cuidado. Sólo que aquello no era el resto del mundo, sino España, carne de su carne. El perfil completamente arrasado de una ciudad cubierta de escombros. Guernica. Cada proyectil le retumbó en las entrañas.

– ¡Me cago en Dios!

Ese mismo día negoció con Ce Soir su viaje hacia Biarritz y desde allí cogió una avioneta francesa con dirección a Bilbao.

Otra vez el cielo bajo el balanceo del motor, aquella claridad azulada, limitada al sur por la silueta negra de la costa. Los aviones alemanes continuaban bombardeando las trincheras vascas en las laderas del monte Sollube, y los tanques franquistas avanzaban implacables por carretera. Pero en el interior de la ciudad asediada la situación todavía era peor. Capa veía cómo se alzaban entre las ruinas mujeres y niños como fantasmas sucios con el sol caldeando los muñones desventrados de los edificios y aquel olor a ciudad reventada con cadáveres pudriéndose bajo los escombros, un olor que se pega a la piel durante días aunque uno se restriegue bien con jabón en el baño. Imposible de olvidar. Como los rostros de las madres en el puerto de Bilbao. Estaban allí de pie, en un puerto bombardeado y hambriento, despidiéndose de sus niños con sus maletitas pequeñas mientras los embarcaban a bordo de barcos franceses y británicos que habían tenido que romper el bloqueo para poder evacuarlos. Se mordían los labios para que los críos no las vieran llorar mientras los repeinaban bien guapos y les abrochaban hasta arriba el cuello de los abrigos. Sabían que no iban a volver a verlos. Algunos eran tan pequeños que iban en mantillas en brazos de sus hermanos mayores, de cinco o seis años.

Capa miraba a un lado y a otro, como si ya no pudiera hacer más fotos. Tenía las manos crispadas. Se sentó entre unos sacos al lado del reportero Mathieu Corman. Prefería mil veces el campo de batalla. Estuvieron allí un buen rato, los dos solos, contemplando el agua negra, mientras se alejaban los barcos, fumando, sin decir palabra.

Pensaba en la imposibilidad de transmitir lo que uno siente cuando presencia algo así. La muerte no era lo peor, sino esa extraña distancia que se mete para siempre en el alma como un frío irreparable. Se vio a él mismo saliendo en tren de Budapest con diecisiete años, un par de camisas, unas botas de doble suela, unos pantalones bombachos y ningún lugar adonde ir. La Leica se le había quedado pequeña para retratar aquello. Necesitaba una cámara que pudiese captar el movimiento, una cámara de cine. No bastaba la fotografía fija para transmitir las voces de los niños, los barcos yéndose, las mujeres de pie en los muelles hasta el anochecer, sin que hubiera forma humana de arrancarlas de allí, creyendo ver todavía en el horizonte el puntito diminuto de los barcos. La humedad que volvía resbaladizas las pasarelas. La extensión sombría e inmensa del mar.

Fue Richard de Rochemont, director de la serie documental March of Time, quien a su regreso a París le dio la oportunidad de probar con una cámara de cine. Era un tipo afable y moderado, educado en Harvard. Le enseñó a Capa las nociones mínimas de uso de la cámara y le ofreció un pequeño adelanto a cuenta con el encargo de filmar algunas secuencias de la guerra de España para incluir en la serie. La cámara era una Eyemo pequeña y fácil de manejar. En aquellos días eran frecuentes los proyectos de películas y documentales sobre la realidad española. Geza Korvin, el amigo de Capa de la infancia, estaba filmando la unidad de transfusiones de sangre del doctor Norman Bethune con el fin de recaudar fondos en Canadá. Y Joris Ivens, casado con otra de sus amigas de Budapest, había empezado a rodar The Spanish Earth.

El cine era la gran tentación en aquellos días de barro y estrellas.

Así fue como Gerda lo vio aparecer en el puerto de Navacerrada, con un jersey negro de punto grueso y la Eyemo al hombro. También ella tenía algo que estrenar: una Leica nueva y reluciente, comprada en su último viaje a París. Su tesoro más preciado.

Caminó despacio hacia él.

– ¿Cómo estás? -le preguntó. La voz insegura, el corazón latiéndole fuerte en la vena del cuello.

– ¿Cómo quieres que esté? -sonrió él algo confuso, pasándose la mano por el pelo-. Hecho mierda.

Se acercó un poco más a ella. Lo que le hizo pensar que iba a abrazarla, pero se limitó a pasarle con mucha delicadeza el dedo índice por la frente, apartándole el flequillo, y retirarlo al instante. Un gesto mínimo. Los dos se quedaron allí parados, a un palmo uno de otro, sonriendo un poco, con un punto de complicidad, serios de pronto, mirándose tensamente a los ojos con asombro y pavor, como testigos de un prodigio simultáneo que los traspasaba cada vez que volvían a encontrarse.

El ejército republicano acababa de iniciar una ofensiva al mando del general Walter cerca de Segovia y lo que Gerda y Capa deseaban por encima de todo era tener imágenes de una gran victoria. Trabajaron codo con codo, acompañando a las tropas en primera línea, intercambiándose la Leica y la Eyemo. El cielo gris, los soldados moviéndose entre los pinares, la densidad grumosa de la tierra cuando la golpeaban con las botas para quitarse el frío de madrugada. Filmaron las maniobras de los carros de combate, los blindados moviendo el cañón a derecha e izquierda mientras avanzaban, los oficiales hablando por teléfono y estudiando los mapas topográficos dentro de una carpa sobre una mesa de caballete, los zapadores junto a una pila de proyectiles marcados en la parte lateral con garabatos escritos con tiza amarilla. Pero ninguno de los dos tenía experiencia con el cine. Utilizaban la Eyemo como si fuera una cámara de fotos. Tomaban una buena imagen fija y después hacían un barrido de metro y medio, a modo de fotogramas ampliados. Muy pocas tomas pudieron ser utilizadas en la serie March of Time, sin embargo algunos de los fragmentos rodados le sirvieron de gran ayuda a su amigo Hemingway para la novela que estaba escribiendo y que se iba a titular: Por quién doblan las campanas.

Tampoco las tropas republicanas tuvieron éxito. El ataque fracasó y una vez más Gerda y Capa regresaron a Madrid sin las imágenes deseadas. Pero el ambiente ya se había apoderado de ellos, la luz de los campos bajo el último sol, los pañuelos de las mujeres reparando un camino donde había estallado una mina, el azul oscuro de las últimas estribaciones de la sierra, el olor del café a primera hora en el campamento con el círculo de montañas enemigas al fondo. Capa lo miraba todo con la nostalgia anticipada de cuando tuviera que abandonar aquel país para siempre. Muchas veces pensaba que España era un estado de ánimo, una parte un poco fantasmal de la memoria en la que ella se quedaría fijada para siempre y de la que él jamás lograría salir del todo.

Fueron días de trabajo duro y desesperanza: la derrota, la muerte de los amigos, el general Lukacz acababa de ser abatido en el frente de Aragón, la lucha casa a casa en los suburbios de Carabanchel. Llegaban por la noche reventados al número 7 de la calle Marqués del Duero, sin ganas de nada ni tiempo para pensar en ellos mismos. Sólo una victoria republicana podía sacarlos de aquel callejón en el que se encontraban.

A finales de junio se dirigieron al sur de Madrid, donde estaba el cuartel general del Batallón Chapaiev, cerca de Peñarroya. Cuando Alfred Kantorowicz vio aparecer a Gerda, con su cámara colgada al cuello y un rifle al hombro, sonrió y se metió en la tienda a cambiarse de camisa. No la había olvidado desde el día en que ella había hecho su entrada triunfal en el café Ideal Room de Valencia.

Su presencia tenía ese efecto inmediato sobre los hombres. Despertaba sus instintos más básicos. Ese mismo día los soldados reprodujeron ante su cámara una pequeña batalla que había tenido lugar días antes en La Granjuela. Necesitaban grabar imágenes para el documental y con la Eyemo en sus manos no les resultaba fácil decantarse entre ser reporteros o directores de cine. No le vieron ningún problema a reconstruir en la ficción un acontecimiento histórico. Sin embargo la pulsión del directo seguía siendo mucho más fuerte. Al día siguiente siguieron a la compañía hasta la línea de frente. La posición era extremadamente peligrosa. Gerda se echó la cámara al hombro, y ante la admiración de los brigadistas y las maldiciones en arameo de Kantorowicz, recorrió los ciento ochenta metros que la separaban de la trinchera a plena luz, sin que nadie la cubriera.

«No me satisface observar los acontecimientos desde un lugar seguro», escribió esa noche en su cuaderno rojo. «Prefiero vivir las batallas como las vive un soldado. Es la única forma de comprender la situación.»

La situación. Trabajaba sin descanso, volvió a Valencia para cubrir el Congreso de Intelectuales Antifascistas. Era la primera vez que escritores y artistas se reunían en un país en guerra para expresar su solidaridad. Más de doscientos asistentes de veintiocho países. Durante toda la noche estuvieron retumbando las sirenas de alerta antiaérea. André Malraux, Julien Benda, Tristan Tzara, Stephen Spender, Malcolm Cowley, Octavio Paz… Pero cuando acabó el reportaje, regresó enseguida a Madrid, al viejo caserón de la calle Marqués del Duero. Estaba obsesionada con fotografiar a toda costa una victoria republicana. Cada vez se arriesgaba más, rozando la inconsciencia. Capa la vio acuclillada junto a un miliciano tras el parapeto de una roca, el cuerpo pequeño y flexible, la cabeza un poco echada hacia atrás, los ojos muy brillantes, con la adrenalina de la guerra galopándole en las venas. Clic. En otra ocasión la fotografió junto a uno de esos mojones de carretera que marcaban un partido comunal. Les había hecho gracia la coincidencia de las siglas P. C. con las del Partido Comunista. Estaba sentada con las rodillas flexionadas sobre la guerrera de él, descansando, la cabeza apoyada en el brazo, recostada sobre el mojón, la boina negra, el pelo rubio brillando al sol. Clic. La guerra la había ensanchado por dentro con una hondura nueva, trágica, parecida a la de algunas diosas griegas, tan bella que no parecía real.

Había un plano detallado de Madrid clavado con chinchetas en la pared de la habitación. Capa estaba recogiendo su equipaje, con la radio encendida. Debía regresar a París para entregar sus filmaciones a De Rochemont según lo acordado. Un coche estaba esperándole a la puerta de la sede de la Alianza. No tenía muchas cosas, así que empezó a guardarlas con calma, una camisa limpia y varias sucias que metió junto a alguna ropa interior en un compartimento lateral con cremallera, el jersey negro de lana, un pantalón caqui, la espuma y las cuchillas de afeitar dentro de un estuche de cuero. Tomó el libro de John Dos Passos sobre John Reed para ponerlo también en la bolsa, pero en el último momento lo pensó mejor.

– Te lo dejo -le dijo a Gerda. Sabía que Reed era el héroe de su vida.

Cuando hubo acabado, se acercó a ella y se quedó callado, un poco incómodo, balanceándose ligeramente con las manos en los bolsillos, sin saber qué hacer, mirándola con aquellos ojos de gitano, con una desarmada seriedad parecida al abandono.

– Te quiero -le dijo en bajito.

Y entonces ella lo observó callada y reflexiva, como si estuviera dándole vueltas a una idea difícil de concretar. «Ojalá pase algo que nos salve de pronto», pensó. «Ojalá nunca tengamos tiempo para traicionarnos. Ojalá no nos alcance el tedio, ni la mentira, ni la decepción. Ojalá aprenda a quererte sin hacerte daño. Ojalá la costumbre no nos vaya degradando, poco a poco, confortablemente, como a las parejas felices. Ojalá nunca nos falte el coraje para empezar de nuevo…» pero como no sabía cómo demonios expresar todas aquellas sensaciones auténticas y confusas y leales y contradictorias que le pasaban como ráfagas por la cabeza, se limitó a abrazarlo muy fuerte y lo besó despacio, entreabriéndole los labios, buscando su lengua muy adentro, con los ojos entornados y las aletas de la nariz trémulas, acariciándole el desorden del pelo, mientras él se dejaba hacer delicado y hosco y el sol se filtraba por el ventanal del viejo caserón de los marqueses de Heredia y en la radio alguien tarareaba una copla: ni contigo ni sin ti tienen mis males remedio, contigo porque me matas, sin ti porque me muero.

Se despidió de todo el mundo abajo en el vestíbulo, con la bolsa de viaje al hombro, prometiendo volver pronto, estrechando manos y soltando bromas a su estilo, masculino y algo bronco. Cada cual se protege de las emociones como puede. Pero cuando llegó junto a Ted Allan le dio una palmada franca en el hombro. El muchacho acababa de llegar del frente hacía apenas dos días, más flaco que nunca, con aquella expresión tímida de retraimiento y los andares un poco torpes de potro joven.

– Prométeme que cuidarás bien de ella, Teddie -le dijo.

Al oeste de Madrid, más de cien mil españoles estaban a punto de matarse unos a otros en la batalla más cruenta de la guerra.