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Caminaba reflexiva detrás de ellos sin dar un paso en falso. Ruth había insistido tanto que no le quedó otro remedio que acompañarla. Los árboles de los jardines de Luxemburgo tamizaban la luz como si pasearan bajo una enorme bóveda de cristal, uno de los paseos más transitados de toda la literatura. De pronto Ruth se paró bajo un castaño de Indias, llevaba puesto un abrigo granate. Apoyó la espalda en el tronco y sonrió. C1ic.Tenía un don para posar. Visto de perfil su rostro encerraba reminiscencias clásicas. El cielo se recortaba por encima de su cabeza como la mandíbula de un antílope. Clic. Siguió andando con el cuello del abrigo levantado, dio tres pasos y se volvió, mirando burlona a la cámara, con la cabeza un poco ladeada. Clic. Pasó sin inmutarse ante las estatuas de los grandes maestros: Flaubert, Baudelaire, Verlaine… pero hizo una pequeña genuflexión ante el busto de Chopin. Clic. El sol salpicaba de pintura las ramas más altas. Sus pasos crujían bajo la grava de la senda principal, los franceses siempre empeñados en racionalizar el espacio, en ponerle verjas al campo. Mojó la punta de los dedos en la superficie del estanque y salpicó juguetona al fotógrafo. Clic.
Gerta observaba y callaba, como si aquello no fuera con ella. Al fin y al cabo había ido sólo porque su amiga no acababa de fiarse del húngaro. Sin embargo había algo en todo aquel juego que la fascinaba. Nunca se había interesado por la fotografía, pero adivinar el movimiento invisible de la mente que elegía el encuadre de cada foto le pareció un ejercicio de precisión absoluta. Igual que cazar.
La cámara era ligera y compacta, una Leica de alta velocidad con dos lentes y obturador plano.
– Acabo de rescatarla de la casa de empeños. -Se excusó sonriendo el húngaro, el cigarrillo de medio lado. Su nombre, André Friedmann. Ojos negros, negrísimos, de spaniel, una pequeña cicatriz en forma de media luna en la ceja izquierda, jersey de cuello vuelto, apostura de actor de cine con un mínimo gesto de desdén en la comisura del labio superior-. Es mi novia -bromeó acariciando la cámara-. No puedo vivir sin ella.
Había llegado a la cita acompañado por un amigo polaco, David Seymour, también fotógrafo y judío. Flaco, tímido con gafas de intelectual a quien llamaba Chim. Parecían amigos de mucho tiempo, de esos que si pintan bastos, ponen un vaso en la mesa y aguantan las que vengan sin rechistar. Una amistad como la de Gerta y Ruth en cierto sentido, aunque distinta. Entre hombres siempre es distinto.
Mientras paseaban de vuelta hacia el barrio latino, la conversación giró en torno a la historia de cada cual, de dónde venían, cómo habían llegado hasta allí, andanzas de refugiados… Por otra parte estaba el decorado: París, septiembre, altos plátanos, el tiempo que pasa deprisa cuando se es joven o se está lejos y más allá, junto a la rue du Cherche-Midi, el sonido de un acordeón subiendo como un pez rojo por encima de las aceras… Para entonces Gerta ya había tenido ocasión de estudiar la situación de cerca. Caminaba al lado de André como si eso formara parte del orden natural de las cosas. Se acoplaban bien en el paso, sin tropezar ni estorbarse, pero midiendo la distancia. Gerta fumaba despacio y hablaba sin mirarlo directamente, atenta sólo al estudio psicológico. Le pareció un poco engreído, guapo, ambicioso, demasiado previsible a veces como todos, seductor desde luego, algo vulgar también, poco refinado, de escasos modales. Pero entonces la mano de él tocó invasora su cintura por debajo del jersey al cruzar hacia el canal de Saint Martin. No llegó ni a una décima de segundo, pero fue suficiente. Fósforo puro. La reacción inmediata de Gerta fue ponerse en guardia. Pero quién demonios se creía que era este húngaro. Se volvió hacia él con brusquedad como para decir algo desagradable, las pupilas muy brillantes con ascuas verdes de enfado. André se limitó a sonreír un poco, de un modo que era a la vez sincero y desarmado, casi tímido, como un crío al que hubieran pillado en falta. Tenía algo en los ojos, una especie de incertidumbre que le infundía cierto encanto. Su afán de agradar resultaba tan evidente que Gerta sintió algo tierno por dentro, igual que cuando de niña la regañaban por algo que no había hecho y se sentaba en las escaleras del porche aguantando las lágrimas. Cuidado, pensó. Cuidado. Cuidado.
La sesión de fotos resultó cuando menos didáctica. André y Chim hablaban de la fotografía como si se tratara de una sociedad secreta, una nueva secta del judaísmo esotérico cuyo espectro de acción podía abarcar desde un mitin de Trotsky en Copenhague hasta una gira europea de los cómicos norteamericanos Laurel y Hardy que André había fotografiado recientemente. A Gerta le pareció un modo interesante de ganarse la vida.
– No creas -la desengañó él-. Hay demasiada competencia. La mitad de los refugiados de París son fotógrafos o aspiran a serlo.
Hablaba de tintas de impresión, de películas de 35 Mm., de apertura de diafragma, de secadoras manuales y de secadoras con tambor como si fueran las claves de un universo nuevo. Gerta escuchaba y registraba. Se sentía a gusto aprendiendo cosas nuevas.
El día acabó prolongándose por plazas y cafés. Era el momento perfecto, cuando las palabras todavía no significan gran cosa y todo sucede con ligereza: el gesto de André de proteger la llama con el cuenco de los dedos para encender un cigarrillo. Manos morenas y seguras. La manera de caminar de Gerta, mirando el suelo y girándose un poco a la izquierda como si le diera la oportunidad a él de ocupar ese lugar, sonriendo. También Ruth sonreía, pero de un modo diferente, entre fatalista y un poco resignada por el protagonismo de su amiga, como si pensara, vaya con la mosquita muerta. Pero no lo pensaba en serio. Un simple juego de rivalidad femenina. Caminaba detrás de ellos, dándole conversación al polaco porque ése era el papel que le había tocado aquella tarde y lo hacía lo mejor que podía. Hoy por ti. Mañana por mí. Chim la dejaba hablar entre fascinado y condescendiente, mirándola como desde otra vereda, como miran algunos hombres a las mujeres que les parecen inalcanzables. Cada uno a su manera sentía el influjo de la luna que había asomado en una esquina del cielo, radiante, luminosa, como una vida llena de posibilidades aún no desveladas, de azares matemáticos, de principios de incertidumbre. Y más allá, en algún redondel de la noche, los farolillos de colores, la música de una gramola… Habían cenado los cuatro en un restaurante que conocía André con mesas pequeñas y manteles de cuadros rojos y blancos. Pidieron el menú barato de pan de centeno, queso y vino blanco. Chim señaló al fondo del local una mesa muy concurrida donde la conversación parecía girar en torno a un tipo alto que llevaba un gorro de lana con una especie de linterna en la cabeza, como un minero.
– Es Man Ray -dijo-. Siempre anda rodeado de escritores. El que está a su lado con corbata y cara de cuchillo se llama James Joyce. Un tipo raro de narices. Irlandés. Cuando está muy borracho, vale la pena escucharlo. -Después Chim se subió el puente de las gafas con el índice y volvió a su silencio. No hablaba mucho, pero cuando lo hacía, inducido o no por el alcohol, decía cosas personales, siempre en un tono bajo, como para el cuello de su camisa. Gerta sintió por él una simpatía inmediata. Le pareció tímido y culto como un erudito talmudista.
Josephine Baker cantaba en la gramola J'ai deux amours que hacía pensar en calles estrechas y negras, igual que anguilas. Había un rumor ondulado de conversaciones, humo de cigarrillos, el ambiente propicio para las confidencias.
André era el que llevaba el peso de la conversación. Dejaba caer las palabras como quien quiere acortar distancias. Hablaba con vehemencia, dueño de sí, de vez en cuando hacía pausas para aspirar una calada del cigarrillo antes de volver a hablar de nuevo. Llevaban más de un año en París -dijo- tratando de abrirse camino, sobreviviendo a base de encargos de publicidad, y trabajos esporádicos. Chim trabajaba para la revista Regard, del Partido Comunista y él vivía de cometidos puntuales para distintas agencias. Era importante tener amigos. Él los tenía. Conocía a gente en la Agencia Central y en la Anglo Continental… húngaros de la diáspora, como Hug Block, menudo elemento, como para fiarse de los húngaros. Bromeaba, sonreía, decía cualquier cosa. A veces miraba hacia el fondo del local y se volvía de nuevo hacia Gerta, clavándola con la mirada. Éstas son mis credenciales, parecía querer decir. Ella lo escuchaba pensativa, haciendo sus propias reflexiones, un poco inclinada la cabeza. Sus ojos no ofrecían promesas fáciles. Tenían algo de punitivo, con ascuas de asentada penetración, como si estuviera comparando o tratando de distinguir lo que le sonaba a ya oído de lo nuevo, tal vez aventurando un juicio no demasiado piadoso. A André le parecieron unos ojos sorprendentemente claros de color aceite, jaspeados con vetas verdes y violetas, aquellas flores de los parterres de su infancia en Budapest. Siguió hablando confiado. También La Association des Écrivains et des Artistes Révolutionnaires les echaba un cable de vez en cuando. La solidaridad de los refugiados. Fue precisamente en las reuniones de la asociación donde conocieron a Henri Cartier-Bresson, un normando alto y aristocrático, medio surrealista, con quien empezaron a revelar fotos en el bidé de su apartamento.
– Si te etiquetan como fotógrafo surrealista estás perdido -dijo André, hablaba un francés pésimo, pero se esforzaba-. Nadie te encarga ningún trabajo. Te conviertes en una flor de invernadero. Sin embargo si dices que eres reportero gráfico, puedes hacer lo que te dé la gana.
No necesitaba preguntas directas para contar su vida. Era extrovertido, charlatán, expansivo. A Gerta le pareció demasiado joven. Le echó a ojo veinticuatro o veinticinco años. En realidad acababa de cumplir veinte y aún tenía esa ingenuidad de los chicos cuando juegan a hacerse los héroes. Exageraba y adornaba demasiado las hazañas propias. Pero tenía carisma, cuando él hablaba, sólo cabía escuchar. Como cuando contó el motín de la investidura del gobierno de Daladier. Gerta y Ruth lo recordaban perfectamente. El 6 de febrero, un día de lluvia. Los fascistas habían anunciado una manifestación colosal frente al Palais Bourbon, y la izquierda por su parte contestó organizando varias contra manifestaciones. Resultado, una batalla campal.
– Conseguí llegar hasta Tours-la-Reine en el coche de Hug y luego seguí a pie hacia la Place de la Concorde, con intención de cruzar el puente hacia la Assemblée Nationale. -André se había pasado ahora al alemán, que dominaba mucho mejor. Estaba apoyado en el borde de la mesa, los brazos cruzados-. Había más de doscientos policías a caballo, seis furgones y un cordón policial en columnas de a cinco. Era imposible cruzar. Pero entonces la gente rodeó uno de los autobuses de pasajeros y ahí empezó todo: el fuego, las pedradas, los cristales rotos, el cuerpo a cuerpo entre los fascistas de Action Française y las Jeunesses Patriotes, contra los nuestros. Por la noche todavía fue peor. No quedaba una sola farola viva. La única luz era la de las antorchas y las fogatas improvisadas. -Se llevó el cigarrillo a los labios, miraba directamente a Gerta, hablaba con vehemencia, pero también con algo más, vanidad, costumbre, orgullo masculino, esa cosa que se le pone a los hombres en la cabeza y les hace comportarse como niños en una película del oeste-. Había humo por todas partes en medio de la lluvia. Sabíamos que los bonapartistas habían conseguido llegar muy cerca del Palais Bourbon, así que nos reagrupamos para intentar evitarlo. Pero la policía disparó desde el puente indiscriminadamente. Había varios francotiradores de ellos apostados en los castaños de Indias de Tours-la-Reine. Fue una carnicería: diecisiete muertos y más de mil heridos -dijo expulsando el humo del cigarrillo de golpe-. Y lo peor de todo -añadió- es que no pude sacar ni una maldita foto. No había luz suficiente.
Gerta se lo quedó mirando fijamente, el codo en el borde de la mesa, la barbilla apoyada en la mano. A Boris Thalheim lo habían detenido ese día y lo habían enviado de vuelta a Berlín, como a muchos otros compañeros. Los socialistas y los comunistas seguían tirándose los trastos a la cabeza en su guerra de bandos. Su amigo Willi Chardack había acabado con la cabeza abierta y una clavícula rota. Todos los cafés de la Rive Gauche se habían convertido en enfermerías improvisadas… pero aquel húngaro presuntuoso consideraba que lo peor de todo era que no había podido sacar su jodida foto. Vale.
Chim la observó con los ojos empequeñecidos a través de los cristales gruesos de sus lentes y ella supo que en aquel preciso momento la estaba viendo pensar y que tal vez no compartía sus pensamientos, como si en el fondo de sus pupilas habitara el convencimiento de que nadie tiene derecho a juzgar a nadie. ¿Qué sabía ella en realidad de André? ¿Acaso estaba dentro de su cabeza? ¿Habían ido juntos a la escuela? ¿Estuvo alguna vez sentada a su lado en la escalera trasera de su casa, acariciando un gato hasta la madrugada para no oír las disputas familiares, cuando su padre se gastaba el jornal del mes en una partida de cartas? No, evidentemente Gerta no sabía nada de su vida ni de la de los barrios obreros de Pest. ¿Cómo lo iba a saber? Cuando André tenía diecisiete años, dos individuos muy corpulentos con bombín fueron a buscarlo a casa después de unos disturbios en el puente de Lánc. En el cuartel general de la policía el comisario jefe, Peter Heim, le rompió cuatro costillas sin dejar de silbar en ningún momento la Quinta sinfonía de Beethoven. El primer directo a la mandíbula, André lo encajó con su sonrisa cínica. El comisario respondió con una patada en los huevos. Esta vez no sonrió, pero lo miró con todo el desprecio de que fue capaz. Los golpes continuaron hasta que perdió el conocimiento. Permaneció varios días en coma. A las dos semanas consiguió salir. Su madre, Julia, le compró dos camisas, una chaqueta, unas botas de montaña de doble suela y dos pantalones bombachos, su uniforme de refugiado y con diecisiete años lo metió en un tren. Nunca más volvió a tener un hogar. ¿Qué sabía ella de todo eso? Parecían decir los ojos de Chim que escudriñaban sus reacciones detrás de las lentes redondas de sus gafas.
Era difícil imaginar a dos jóvenes con menos probabilidades de hacerse amigos que Chim y André y sin embargo se apoyaban uno a otro igual que dos planetas sosteniéndose en el aire. Qué distintos son, pensó Gerta. Chim hablaba perfectamente francés. Parecía serio, como un filósofo o un jugador de ajedrez. Por lo que Gerta había podido deducir de un par de comentarios cazados al vuelo, era un ateo convencido, sin embargo llevaba dentro el karma de ser judío como una especie de tristeza, igual que ella. André por el contrario, parecía no complicarse mucho la vida con esas cosas. Se la complicaba, al parecer, de otra manera, como se la han complicado siempre los hombres. Todo empezó por un tipo alto, de bigote, que se dirigió a Ruth, con un tono, no grosero, sino más bien galante, de una galantería, eso sí, algo sobrada de alcohol. Nada que una mujer no supiera resolver por sí sola, sin escándalo, con una simple respuesta que pusiera al franchute en su lugar. Pero André no le dio tiempo, se alzó en pie, echando la silla hacia atrás con tanta brusquedad, que todos los clientes del local se volvieron. Las manos un poco separadas del cuerpo, los músculos tensos.
– Tranquilo -le dijo Chim mientras se ponía también en pie y se quitaba las gafas, por si era necesario partirle la cara a alguien.
Afortunadamente no fue necesario. El tipo se limitó a alzar la mano izquierda en señal de disculpa, entre evasivo y resignado. Un francés educado dentro de todo. O sin ganas de bronca aquella noche.
La situación, sin embargo, no parecía pillarles de nuevas, observó Gerta. Estaba segura de que en más de una ocasión el asunto debió resolverse de otra manera, no había más que verlo. Hay hombres que nacen con un resorte innato para pelear. Es algo que no eligen probablemente, una especie de instinto que les hace saltar a la primera de cambio. El húngaro parecía de esos, justiciero, acostumbrado a desplegar con las mujeres las clásicas armas de caballero andante, con una inclinación peligrosa a batirse en duelo a partir de la penúltima copa.
Salvo eso, era o aparentaba ser, frívolo y versátil cuando estaba lúcido, tanto en su vida como en su trabajo. Tenía un peculiar sentido del humor. Cierta facilidad para reírse de sí mismo, de sus meteduras de pata, como cuando contó que se había gastado todo el adelanto que había recibido de la Agence Central en una tarde y tuvo que empeñar una cámara Plaubel para pagar el hotel o cuando destrozó una Leica al intentar utilizarla bajo las transparentes aguas del Mediterráneo mientras hacía un reportaje en Saint-Tropez, para los hermanos Steinitz. La agencia quebró a los pocos meses y André bromeaba con la idea de que se la había cargado él con su catálogo de desastres. Aquella naturalidad para burlarse de sus propias torpezas, le hacía simpático a primera vista, divertido. El típico humor húngaro. Podía incluso llegar a ser cínico sin esforzarse demasiado, con aquella sonrisa lacónica que le bastaba para decir todo lo que tenía que decir y sobre todo con aquella manera de encogerse de hombros como si le diera exactamente igual fotografiar a un héroe de la revolución bolchevique que hacer un reportaje en el centro de vacaciones más chic de toda la Riviera. Esa dualidad curiosamente no le desagradaba del todo a Gerta. De algún modo también a ella le gustaban los perfumes caros y las noches de luna y champán.
No sabría decir exactamente qué era entonces lo que no terminaba de convencerle de aquel húngaro que la miraba interrogante, una mano sosteniendo el codo y el cigarrillo entre dos dedos. Pero algo era, sin duda.
André Friedmann parecía caer siempre de pie como los gatos. Sólo él podía meter la pata hasta el fondo y que sus jefes siguieran confiando en él; o viajar en un tren alemán con un pasaporte sin visado, mostrarle al revisor con toda naturalidad la minuta de un restaurante en lugar de su documentación y que colase. Una de dos: o era muy hábil o tenía un don para inclinar cualquier balanza a su favor. Bien mirado ninguna de las dos cualidades resultaba demasiado tranquilizadora a los ojos de Gerta.
– ¿Sabes lo que es tener suerte? -le dijo, mirándola de frente-. Tener suerte es estar en una cervecería en Berlín en el momento en el que un nazi de las SS le parte la cabeza a un zapatero judío y no ser tú el zapatero, sino el fotógrafo y que te dé tiempo a sacar la cámara. La suerte es algo que se lleva pegado a la suela de los zapatos. La tienes o no la tienes. -Gerta se acordó de su estrella. La tengo, pensó. Pero no dijo nada.
André se apartó el pelo de la frente y miró de nuevo hacia el fondo del local, sin centrar el foco, momentáneamente abstraído. A veces se iba lejos, como si estuviera en otra parte. Todos echamos de menos algo, una casa, la calle donde jugamos de niños, un par de esquís viejos, las botas del colegio, el libro en el que aprendimos a leer, una voz regañándonos en la cocina para que nos terminemos el vaso de leche, el taller de costura en la parte de atrás de la casa, el traqueteo de los pedales. La patria no existe. Es un invento. Lo que existe es el lugar donde alguna vez fuimos felices. Gerta se dio cuenta de que André se iba a ese lugar a veces. Estaba hablando con todos, soltando alguna bravuconada, sonriendo, fumando y de repente se le ponía ese puntito en la mirada y ya estaba lejos. Muy lejos.
– Acabarás acostándote con él -le vaticinó Ruth cuando al fin llegaron de madrugada al portal de casa.
– Ni muerta -dijo.