38128.fb2 Esperando a Robert Capa - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

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V

Al principio fue sólo un juego. Esta camisa me gusta, ésta no. Mientras él entraba en el vestidor de los almacenes La Samaritaine, ella lo esperaba, displicente, recostada en una especie de diván de terciopelo rojo en la entrada de los probadores con las piernas cruzadas, balanceando un pie hasta que lo veía salir convertido en un figurín, lo miraba de arriba abajo con cara de guasa, enarcadas las cejas, le hacía dar una vuelta al ruedo y siempre fruncía un poco la nariz, antes de darle definitivamente el visto bueno. Realmente parecía un actor de cine: bien afeitado, camisa blanca, corbata, zapatos limpios, el pelo cortado a la americana. Sus ojos, sin embargo, seguían siendo los de un gitano. Con eso no había nada que hacer.

A ella le gustaba la distancia que él dejaba a su alrededor, un espacio necesario para que cada cual ocupara su lugar. Él no se molestaba cuando ella le reprendía o le daba demasiadas indicaciones. Empezó a llamarla «la jefa». Ese pacto le infundía a los dos una energía particular, como si existiera un código de aire entre ellos, cuando se encontraban en la terraza del Dôme, sin haberse citado previamente o él pasaba silbando bajo su ventana como quien no quiere la cosa, o cuando coincidían en el mismo restaurante de la primera vez por casualidad. Aunque a aquellas alturas los dos sabían que un encuentro casual era probablemente lo menos casual en sus vidas.

La operación cambio de imagen consiguió un resultado inmediato. Gerta tenía razón. Una vez más se habían demostrado las enseñanzas de su madre. La elegancia no sólo puede salvarte la vida, sino que también puede ayudar a ganártela. La segunda entrega del reportaje sobre el Sarre, fue la consagración de André. La apariencia del éxito llama al éxito.

Ruth subió las escaleras a toda prisa con la barra de pan para el desayuno en una mano y el último número de la revista Vu en la otra. EL SARRE, SEGUNDA ENTREGA, rezaba el titular: LO QUE OPINAN SUS HABITANTES Y POR QUIÉN VAN A VOTAR. Gerta la esperaba de puntillas en el rellano todavía en pijama, con calcetines gruesos y los ojos un poco hinchados con restos de sueño. Era muy temprano, pero apenas podía contener la impaciencia. Abrió un claro en la mesita de la cocina, apartó la tetera, las tazas y desplegó la revista de par en par como un mapa del mundo: título relampagueante, disposición del texto en diagonal y las fotos que ella había visto en hojas de contactos pegadas en los azulejos del lavabo, aparecían ahora ampliadas y bien remarcadas sobre la página. Inhaló el olor de la tinta de impresión como el aroma de los cromos que compraba de cría. La firma de André Friedmann venía con caracteres en negrita. Gerta sonrió por encima de la camiseta gris del pijama y alzó instintivamente su puño al aire en señal de victoria, exactamente igual que Joe Jacobs cuando levantó ante los flashes de la prensa el guante de campeón de Max Schmeling. Al fin y al cabo no todos los combates de boxeo se libraban dentro del ring.

Le gustaba pensar que se trataba sólo de una alianza temporal, nada más. Una sociedad de socorros mutuos entre judíos refugiados. Hoy por ti, mañana por mí. Además, pensaba Gerta, la suya no era una ayuda completamente desinteresada. También ella recibía algo a cambio. Ese pensamiento le daba seguridad, como si le reconfortara no implicarse más de la cuenta. Adoptaron la costumbre de levantarse temprano para pasear por el barrio a la hora en la que empezaban a llegar los carretones del pescado y la fruta a los mercados. Recorrían juntos las calles de las especias, detrás de la iglesia de Saint Séverin. Escuchaban el tañido de las campanas, como un rumor entre ellos dos, mientras paseaban en el fresco aire matutino cargado ya con el olor a carbón y cáñamo. Extranjeros en una ciudad soñada. La luz pasando del añil al dorado con un ligero resplandor por el Este. Hacían una pareja curiosa, un joven moreno con jersey y americana y una muchacha de pelo rojo con sus zapatillas de tenis y la Leica al hombro como Diana cazadora. No siempre llevaba carrete porque no podía permitirse desperdiciar ni un solo franco, pero aprendía rápido. Caminaban cada uno por su lado de la acera, sin rozarse, guardando las distancias. Un día con buena luz, un cigarrillo… Eso era todo. En pocas semanas aprendió a utilizar la Leica y a revelar fotografías en el lavabo, cubriendo la lamparita con papel de celofán rojo. André le enseñó a arrimarse al objetivo. Tienes que estar ahí -le decía- pegada a la presa, al acecho, para disparar en el momento exacto, ni un segundo antes, ni un segundo después. Clic. Las lecciones la hicieron más cauta y agresiva, aunque a la hora de saber encuadrar para elegir una imagen, le faltaba determinación. Se quedaba parada en una esquina de Notre Dame, enfocaba a un anciano con barba escasa y gorro de astracán, veía un fragmento de su flaca mejilla en relación con el arco gótico del Juicio Final, y bajaba la cámara. Podía abarcarlo todo con los ojos, excepto lo temporal. Ya no eran las calles de piedra gris y cielo de plata lo que intentaba captar. Era otra cosa. Tal vez empezaba a darse cuenta de que tenía un arma en la mano, por eso aquellas caminatas se iban convirtiendo, cada vez más, en un punto de fuga personal, una manera propia de asomarse al mundo, un poco asombrada todavía, quizá demasiado contradictoria. La manera de mirar es también la manera de pensar y de encarar la vida. Más que ninguna otra cosa deseaba aprender y cambiar. Era la ocasión perfecta para hacerlo, el instante en el que todo estaba por suceder, en que el rumbo de la vida todavía podía modificarse. Muchos meses después, en la alta madrugada de otro país, bajo el tableteo de las ametralladoras a cinco grados bajo cero, se acordaría de ese momento inicial cuando la felicidad era salir de caza y no matar al pájaro.

«La fotografía deja errar mis pensamientos», escribió en su diario. «Es como tumbarme de noche en la terraza y ponerme a mirar el cielo.» En Galitzia durante las vacaciones le gustaba mucho hacer eso. Escalar por la ventana de su cuarto hasta el tejadillo de la azotea y allí, echada boca arriba, cavaba un agujero en el cielo nocturno, bajo la brisa de verano, sin pensar en nada, en mitad de la oscuridad. «En París no hay estrellas, pero están los farolillos rojos de los cafés. Parecen constelaciones nuevas que han nacido en el Universo. Ayer en la terraza del Dôme asistí a un apasionado debate sobre el valor de la imagen entre Chim, André y ese normando flaco que los acompaña a veces, un tipo curioso, ese Henri, muy culto, de buena familia, a veces se le nota un poco la mala conciencia de las personas de clase alta que se sienten culpables de sus orígenes y trata de hacerse perdonar mostrándose más izquierdista que nadie. André siempre se mete con él diciendo que en casa de Cartier-Bresson nunca se contesta al teléfono hasta haber leído el editorial de L'Humanité. Pero no es verdad. Además de listo y desclasado, a Henri le gusta ir por libre. Discutían sobre si las fotos debían ser un documento útil o el producto de una búsqueda artística. Me pareció que los tres pensaban lo mismo con distintas palabras, pero yo no entiendo demasiado.

»A veces salgo con André por el barrio, miro hacia un balcón y de repente ahí está la foto: una mujer tendiendo la colada en el alambre. Es algo vivo, todo lo contrario de sonreír y posar. Basta con saber adónde dirigir la mirada. Estoy aprendiendo. La Leica me gusta, es pequeña y no pesa nada. Se pueden tomar hasta treinta y seis imágenes seguidas y no es necesario andar cargando con los focos de un lado para otro. Hemos montado en el cuarto de baño un laboratorio de revelado. Ayudo a André, escribo los pies de foto, los mecanografío en tres idiomas y de vez en cuando consigo algún encargo publicitario para Alliance Photo. No es mucho, pero me permite practicar y conocer por dentro el mundo periodístico. El panorama no es muy alentador. Hay que abrirse paso a codazos y no es fácil hacerse un hueco. Menos mal que André tiene buenos contactos. Ruth y yo hemos conseguido un trabajo nuevo copiando a máquina guiones de cine para Max Ophüls. Además los jueves por la tarde sigo yendo a la consulta de René. Con todo tenemos lo suficiente para pagar el alquiler, aunque no siempre es fácil llegar a fin de mes. Al menos no le debo dinero a nadie. Ah, y tenemos un nuevo inquilino, un loro real de las Guayanas, regalo de André, con el pico anaranjado y la lengua negra, algo maltrecho el pobre. Ruth se ha empeñado en enseñarle francés, pero todavía no dice ni media palabra, sólo silba la Marcha turca. Tampoco vuela, aunque campa a sus anchas por toda la casa con un andar cascorvo de pirata viejo. Su nombre estaba escrito. Le hemos puesto Capitán Flint. ¿Cual si no?

»Chim me ha regalado la foto que nos sacó su amigo Stein a André y a mí en el Café de Flore. Siempre me resulta raro reconocerme. Llevo la boina ladeada y sonrío mirando hacia abajo como si estuviera escuchando una confidencia. André parece acabar de decir algo, lleva una chaqueta de sport y corbata. Ahora empiezan a irle mejor las cosas y puede comprarse ropa elegante, aunque no se administra muy bien que digamos. Me mira de frente como para comprobar mi reacción y también sonríe o casi. Parecemos dos enamorados. Ese Stein llegará lejos con la fotografía. Es bueno esperando el momento. Sabe exactamente cuándo debe apretar el obturador. Sólo que no somos dos enamorados ni mucho menos. Yo tengo un pasado. Está Georg. Me escribe todas las semanas desde San Gimignano. Nacemos con un camino trazado. Éste sí, éste no. Con quién sueñas. A quién amas. O uno o el otro. Eliges sin elegir. Así son las cosas. Cada cual recorre sus propios pasos. Además, ¿cómo querer a alguien sin conocerlo realmente? ¿Cómo se recorre la distancia de todo lo que no se sabe del otro?

»A veces me tienta la idea de contarle a André lo que pasó en Leipzig. Él tampoco habla mucho de lo que dejó atrás, aunque es capaz de conversar sobre cualquier otra cosa durante horas sin parar. Sé que su madre se llama Julia y que tiene un hermano pequeño al que adora, Cornell. Son pocas las ocasiones en las que me abre una ventana por la que asomarme a su vida. Es demasiado cauteloso. Yo también me callo cuando a veces vuelvo la vista atrás y veo a mi padre en la puerta del gimnasio de Stuttgart esperando a que me anude los cordones de las zapatillas de tenis, impacientándose un poco, mirando el reloj. Después oigo la voz de Oskar y Karl en las gradas, animándome: "venga, truchita…". Hace siglos que nadie me llama así. Hace siglos que íbamos a tirar piedras al río. Nos limpiábamos el barro de los zapatos con briznas de hierba. En noches como ésta pienso si para ellos será tan doloroso ser recordados como para mí recordarlos. Desde los decretos del Führer, han tenido que mudarse varias veces. Ahora están en Petrovgrad, cerca de la frontera con Rumania, en casa de los abuelos. Eso me tranquiliza, es una aldea serbia en la que nunca ha habido tradición antisemita. No sé si algún día podré sentirme orgullosa de ser judía, me gustaría tener el carácter de André que no le concede a esa condición la mínima importancia. Para él es como ser canadiense o finlandés. Nunca comprendí la tradición hebrea de identificarse con los antepasados: "cuando nos expulsaron de Egipto…". Oiga, a mí nunca me han expulsado de Egipto. No puedo asumir esa carga, ni para bien ni para mal. No creo en ese nosotros. Los colectivos no son más que excusas. Sólo las acciones individuales tienen un sentido moral, al menos en esta vida. De la otra, francamente, carezco de pruebas. Es verdad que hay cosas hermosas en lo que aprendimos de niños, la historia de Sara, por ejemplo, o el ángel que detiene el brazo de Abraham, la música, los salmos…

»Recuerdo que el Día del Temor de Dios, cuando está escrito que cada hombre debe perdonar a su prójimo, nos vestían con nuestra mejor ropa. Encima de la cómoda había una foto de Karl y Oskar con pantalones bombachos y camisas nuevas. Yo llevaba un vestido corto con dibujos de cerezas. Las piernas flacas. Tenía el pelo recogido en un nudo encima de la cabeza, como una nubecita gris. Las imágenes no se olvidan. El misterio de la fotografía.»

Toc-toc… sonaron unos golpecitos discretos en el marco de la puerta. Gerta levantó la cabeza del cuaderno. Hacía ya un rato que había dejado de oír el tecleo de la máquina de escribir en la habitación de al lado. Debía de ser la una de la madrugada. Cuando Ruth asomó la cabeza, la vio arrebujada en una manta con el tercer cigarrillo del insomnio quemándole en los labios y el cuaderno en las rodillas.

– ¿Aún estás despierta?

– Ya me iba a dormir -se disculpó como una niña a la que hubieran pillado en falta.

– No deberías escribir un diario -dijo Ruth señalando el cuaderno de tapas rojas que Gerta había apoyado encima de la mesita de noche-. Nunca se sabe en manos de quién puede caer. -Tenía razón, aquello contravenía las normas más elementales de clandestinidad.

Ya…

– ¿Por qué lo haces entonces?

– No sé… -dijo, encogiéndose de hombros. Después apagó el cigarrillo en un platito descascarillado-. Tengo miedo a dejar de saber quién soy.

Era verdad. Todos tenemos un miedo secreto. Un terror íntimo que nos es propio y nos diferencia de los demás. Un miedo individual, preciso.

Miedo a no reconocer el propio rostro en el espejo, a perderse en una noche de mal sueño en una ciudad extranjera, después de varias copas de vodka, miedo a los otros, a la devastación del amor o peor aún, de la soledad, miedo como conciencia estremecedora de una realidad que se descubre sólo en un momento dado, aunque siempre haya estado ahí. Miedo a los recuerdos, a lo que una hizo o hubiera sido capaz de hacer. Miedo como final de la inocencia, como ruptura con un estado de gracia, miedo a la casa del lago con sus tulipanes, miedo a alejarse demasiado de la orilla nadando, miedo al agua oscura y viscosa sobre la piel cuando ya no hay rastro de tierra firme bajo los pies. Miedo con M mayúscula. Con M de Morir o de Matar. Miedo a la niebla constante del otoño en los barrios más alejados, por donde tiene que regresar los jueves, atajando por tramos mal iluminados, con plazas desiertas o poco concurridas, un mendigo aquí, una mujer cargando un carrito de leña en la otra esquina y el ruido de sus propias pisadas, que sonaban blandas, breves, húmedas… como si no fueran suyas, sino de alguien que la está siguiendo a distancia, uno, dos, uno, dos… esa sensación constante de amenaza en la nuca acompañando su regreso a casa, la boina calada, las manos en los bolsillos, la necesidad imperiosa de correr, como cuando de niña tenía que cruzar el callejón desde la panadería hasta la casa de Jacob y subir las escaleras sin aliento, de dos en dos, hasta que llamaba a la puerta y se encendía la luz, el territorio seguro. Tranquila, se decía, tranquila, mientras trataba de aminorar el paso. Si se detenía un momento, el eco cesaba, si continuaba la marcha, volvía a oírlo rítmico, constante: uno, dos, uno, dos, uno, dos… De vez en cuando giraba la cabeza y, nada. Nadie. Tal vez sólo fueran figuraciones suyas.