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Se quedó un rato abstraída, contemplando la cuartilla recién mecanografiada, pero sin fijarse en su contenido, sino sólo en la porosidad del papel, la impresión de los caracteres. Tinta negra. Al lado de la máquina había una pila de cuartillas escritas y varios pliegos de secante verde. Gerta hizo girar el rodillo para extraer el folio y se puso a leerlo con atención: «Ante el avance del nazismo en Europa, sólo queda una salida: el acercamiento de comunistas, socialistas, republicanos y otros partidos de izquierda en una coalición antifascista que facilite la formación de gobiernos de amplia base (…). Lo más urgente es la alianza de todas las fuerzas democráticas en un Frente Popular.»
– ¿Qué te parece, Capitán Flint? -dijo mirando hacia el trapecio montado sobre la repisa donde el pájaro ensayaba sus maromas. Desde que André se había ido a España, hablaba a solas con el loro. Una forma como otra de combatir la soledad. Igual que regresar a su vieja militancia. Sentía la necesidad urgente de ayudar, de ser útil, de hacerse necesaria en algo. ¿En qué? No lo sabía. Intentó averiguarlo volviendo a las reuniones cada vez más concurridas del Chez Capoulade. Mujer-eco, mujer-reflejo, mujer-espejo. Había siempre demasiado humo allí dentro. Demasiada confusión. Gerta cogió su vaso mediado de vodka y salió a fumar un cigarrillo sentada en el bordillo de la acera. Permaneció allí, abrazada a las rodillas, mirando el cielo a medias clareado, estrella aquí, estrella allá, entre alero y alero con un leve resplandor anaranjado hacia el oeste. Se sentía bien así, respirando el aroma de los tilos de aquella primavera recién estrenada. Le gustaba el silencio de la ciudad con sus espolones de piedra sobre el laberinto de calles que bajaban lentas hasta el río. Esa calma le daba sosiego. Le ayudaba a poner un poco de orden en sus ideas. Estaba en eso cuando sintió posarse una mano en su hombro. Era Erwin Ackerknecht, un viejo amigo de Leipzig.
– Necesitamos que mecanografíes el texto del manifiesto en francés, inglés y alemán -dijo, sentándose a su lado en la acera-. Cuantos más intelectuales puedan adherirse, mejor. Tenemos que conseguir que el Congreso sea un éxito. -Se refería al Congreso internacional de escritores para la defensa de la cultura que se iba a celebrar en París a principios del otoño. Erwin lió despacio un cigarrillo entre los dedos y mojó el papel con los labios para sellarlo-. Aldous Huxley y Foster ya han confirmado su presencia -aseguró-, y también Isaac Babel y Boris Pasternak de la URSS. De los nuestros vienen Bertolt Brecht, Heinrich Mann y Robert Musil, de Austria. Todavía faltan por confirmar los americanos… Es importante que el texto llegue a todos, Gerta, a cada uno en su idioma. ¿Podemos contar contigo?
– Pues claro -respondió ella. Bebió un trago de vodka, dejando que el alcohol encontrase el camino a lo largo de sus venas, rumbo al corazón y al cerebro. El sabor le resultó áspero en la boca al mezclarse con el del tabaco. Se apartó un mechón que le caía sobre la frente y miró hacia un extremo del cielo. Recortado en negro, el campanario de la milenaria abadía románica de Saint Germain des Prés se elevaba en la noche como un centinela más.
En las últimas semanas las controversias surrealistas habían abandonado un poco los linderos poéticos, para ocuparse de la realidad que reflejaban los periódicos y la radio. Los ánimos se ensombrecieron y el pequeño grupo de la Rive Gauche renunció temporalmente a los astrales reposos del Olimpo y a sus musas de ojos verdes, para meterse en el gran torbellino del mundo. Todos estaban pendientes de las noticias aunque persistía latente la pugna entre los que aceptaban las consignas de un partido revolucionario y los que aspiraban todavía a una posible comunión entre revolución y poesía. No era una cuestión menor. Una tarde André Breton atravesó el boulevard para comprar tabaco al lado del Dôme y en la puerta se cruzó con el estalinista ruso Ilya Ehrenburg. No mediaron palabras. El poeta cogió aire y con el mismo impulso le asestó un cabezazo en la nariz que crujió como si se hubiera roto una silla. No fue un acto premeditado. Simplemente sucedió así. Al ruso el impacto le cogió por sorpresa, sin tiempo para reaccionar. Cayó de rodillas, desmadejado, chorreando sangre escandalosamente roja sobre el pavimento gris. Después todo se enredó de una manera endiablada en una pelea de todos contra todos. Hubo insultos, gente que se levantó a socorrer al herido mientras otros trataban de contener la furia del poeta, levantándolo en vilo, tratando de apartarlo de allí, hasta que alguien gritó algo sobre llamar a la policía y en ese momento cada cual se guardó la ropa aplazando para otra ocasión aquel pleito de mastines. Pocos días después el poeta René Crevel, encargado de reconciliar a surrealistas y comunistas, se suicidó en la cocina de su casa abriendo la espita del gas.
Es necesario decir adiós -escribió sin esperanza-. Mañana vuelves a partir hacia tus brumas de origen. En una ciudad, roja y gris, tendrás un cuarto sin color, de paredes de plata, con ventanas abiertas directamente hacia las nubes de las que tú eres hermana. Habrá que buscar en pleno cielo a la sombra de tu rostro, el ademán de tus dedos…
Así estaban las cosas, cuando Gerta se vio obligada a elegir entre dos opciones sin preferir ninguna. La represión de los disidentes en la Unión Soviética no era un secreto para nadie, pero en la pequeña comunidad del Monte Parnaso, morada sagrada de los dioses, muchos dudaban entre denunciar los abusos de Stalin o silenciarlos para preservar la unidad del bando antifascista.
Estuvo pensando un rato, como suspendida en lo alto de un abismo, con el texto del manifiesto en una mano y el cigarrillo en la otra, sin leer las palabras, sólo fumando y mirando la tela blanca que cubría el sofá del fondo y la repisa con las figuritas de barro que Ruth había comprado a un buhonero. Pese a todos sus esfuerzos por convertir aquella casa en un hogar, no pasaba de ser un campamento provisional: el cristal roto de la cocina pegado con esparadrapo, un mapa de Europa en la salita, los libros amontonados en pilas por el pasillo, una botellita con lilas en la ventana, algunas fotografías clavadas con chinchetas en la pared… André con la americana remangada diciendo adiós desde la Gare de L'Est. Lo echaba de menos, claro que sí. No era algo irreparable, sino una sensación mansa deslizándose de forma imperceptible, sin estruendo, como una especie de costumbre. Nada grave. Abrió la ventana y apoyó los codos en el alféizar mientras la brisa le refrescaba la piel y los recuerdos: las mañanas recorriendo las calles del barrio con la Leica; los consejos de André, su manera de instalarse en el tiempo sin mirar el reloj, como si les correspondiera a los demás adaptarse a su ritmo; el día en que llegó con el Capitán Flint subido al hombro; la negligencia falsa con que ordenaba en la repisa del lavabo los líquidos del revelado, el modo de aparecer siempre en el último momento con un botella de vino bajo la chaqueta Y un cesto con truchas recién pescadas; su risa al encender el hornillo de la cocina, mientras Chim colocaba el mantel y Ruth sacaba los platos y los vasos del armario y ella colocaba los cubiertos como para una cena de gala; el ligero descuido que había en todos sus actos, su carácter arrogante a veces, unido a una peculiar aptitud para ser lo que no parecía y para parecer lo que no era. ¿Detrás de qué máscara se escondía? ¿Cuál de todos era él? ¿El bohemio alegre y seductor o el hombre solo que a veces se quedaba en silencio como al otro lado de un puente roto? «No soy nada, no soy nadie», recordaba Gerta que le había dicho a la orilla del Sena. Usaba la fragilidad para esconder su orgullo. Tal vez todo su encanto radicara en esa capacidad de fingir, en la timidez con la que instintivamente ocultaba su coraje y en su manera de sonreír y encogerse de hombros como si nada, cuando estaba realmente desesperado. Todo demasiado contradictorio: la americana desabrochada, las manos fuertes, el aire de mundo y sin embargo aquella ingenuidad extraña a la hora de dejarse aconsejar en cuanto a su indumentaria como un niño obediente. El juego de los disfraces había dado sus resultados. De no ser por esa imagen nueva y respetable que le daba usar chaqueta y corbata, la revista Berliner Illustrierte Zeitung no le habría encargado el reportaje que ahora estaba haciendo en España. Al principio había dudado si aceptar el trabajo porque la revista se hallaba, igual que todas las publicaciones alemanas, bajo el férreo aparato de propaganda de Goebbels, pero no se encontraba precisamente en condiciones de elegir qué encargos aceptaba y cuáles, no. Además, como le dijo Gerta, el reportaje no tenía nada que ver con la política. Se trataba simplemente de entrevistar al boxeador vasco Paulino Uzcudun, que iba a enfrentarse en Berlín al campeón alemán de pesos pesados, Max Schmeling.
España fascinó a André desde el primer momento. Había días en que volvía a la pensión y se tumbaba en la cama tan largo como era, escuchando a La Niña de Marchena o a Pepita Ramos y se sentía como en casa. El país le recordaba mucho a Hungría, la barahúnda de las calles, el ambiente de las tabernas con ristras de ajos colgadas del techo y odres de vino tinto, los tablaos flamencos… El gitano que había en él se entregó sin reservas a la gente, fotografiándola con tal intensidad de penetración como si quisiera robarles el alma. Cuando acabó el reportaje deportivo en San Sebastián, se dirigió a Madrid, para cubrir la gran manifestación que iba a celebrarse el 14 de abril, con motivo del cuarto aniversario de proclamación de la República. La atmósfera se notaba cargada, y André percibió perfectamente esa tensión contenida en las calles, el odio a la CEDA, la coalición de derechas que desde el gobierno había dirigido hacía menos de un año una represión brutal contra los mineros asturianos, todavía estaban frescas esas heridas, pero la cuestión política no impedía a los españoles celebrar sus fiestas como les venía en gana. La Semana Santa de Sevilla, por ejemplo, adonde llegó André en tren, igual que miles de visitantes a empaparse de imágenes: mujeres con mantilla y claveles prendidos ovacionando el paso del Jesús del Gran Poder, saetas al paso de las cofradías, nazarenos vestidos como del Ku Klux Klan, zigzagueando por las estrechas calles de la ciudad entre humo de petardos hasta el amanecer. Nunca había contemplado una fiesta en la que se hallara tan mezclado lo sagrado y lo profano. Todo lo observaba a través del objetivo con una mirada todavía sin acabar de ajustar, algo tópica aún y superficial, pero con una encarnadura propia: las bailaoras con trajes de faralaes zapateando su furia al viento de abril, señoritos a caballo, el presidente del gobierno Alejandro Lerroux, recorriendo el Real en un coche de caballos enjaezado a la andaluza, borrachos bullangueros, turistas, gatos encaramados a techos de hojalata ondulada, un hombre mayor afilando un cuchillo a la puerta de la casa y a su lado un bulto pequeño cubierto con tela de saco y destapado en un extremo por donde asomaba la cabecita morena de una niña gitana dormida. La guerra estaba al caer.
«Tienes que conocer este país», le escribió a Gerta en una carta, sin saber que en poco tiempo ella iba a recorrerlo bajo el fuego de la defensa antiaérea aún viva en las muertas luces de las ciudades. Lo que es la vida. Pero eso André no podía saberlo mientras le describía todas sus sensaciones en un alemán torpe, desde el American Bar del Hotel Cristina, con barba de dos días, descamisado y sin blanca, después de haber pasado toda la noche bebiendo. «Algunas veces te echo de menos», acababa la carta.
Era parte de su encanto que tentaba a todo el mundo, de su carácter indisciplinado, individualista y un poco fantasioso. También un punto mujeriego. Eso Gerta no lo ignoraba.
Algunas veces… -repitió para sí, mientras releía la carta-. Será capullo.