38130.fb2 Estaci?n. Ida y vuelta - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 4

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I

A estas horas estará ya medio patio en sombra. Pero aún quedará un poco de sol en el oasis.

Nuestro patio, tan desnudo y tan carcelario, lleno de los llantos de los chicos y de todas las voces del interior, ¿cómo iba a ser tan aprisionador del sol y tan risueño en ciertas horas si no fuera por el oasis? Esos pobres bambúes, plantados en su barril, con sus aspidistras abajo y su pelusilla verde alrededor del sumidero, hacen del patio periscopio de las primeras y últimas alegrías del día, le obligan a sorberlas por encima de la casa y de todo el barrio para guardarlas, presas entre sus paredes blancas. Cuando se va la luz, queda allí el espejismo de lo claro, y en las ventanas de arriba, el cartel estrepitoso, blanco, naranja y negro de «Poniente, el mejor brillo para cristales.

Hasta por la noche tiene una claridad maravillosa, que en el verano cae de las estrellas sobre las ventanas, dormidas con la boca abierta, y en el invierno escurre por las vidrieras y por las hojas del oasis: claridad polar que sólo afrontan los gatos, bien arropados en sus abrigos de pieles.

Nadie adivinaría esta claridad del patio viendo la casa metida en aquella calle sombría y estrecha. No puede nadie suponer que tenga tanto guardado una casa que parece pequeña; y es que su solar debió ser uno de esos que esperan largamente entre dos casas, y que en su fondo se ve siempre, al pasar, alguna escena que casi se comprende, pero que vagamente desazona o contrista. Porque no se explica cómo el habitante del solar se siente encubierto por su profundidad; cómo la costumbre ha ido poniendo entre él y la calle una fachada de distancia: no del todo irreal, porque no existe para él sólo. La calle y sus transeúntes habituales se dejan engañar por el disimulo del solar profundo y no miran nunca lo que pasa allá dentro. Sólo el transeúnte casual lo sorprende, por lo regular, a pesar suyo, y pasa deprisa para no ver; pero se lleva una impresión penosa, que le acompaña durante todo el día. Por esto, la casa, edificada en el solar largo y estrecho, con su buena fachada de piedra, tiene esta interioridad extraordinaria. Nuestros abuelos debieron instalarse para tres o cuatro generaciones, porque nosotros encontramos en ella un amurallamiento ancestral; nos guardamos su llave en el bolsillo como símbolo de propiedad invulnerable. Porque la casa nos ha hecho apasionadamente caseros. Nos tiene seducidos, como esas mujeres que, sin aparentar gran atractivo, al que se casa con ellas lo encasan llenándole la vida de pequeños encantos caseros.

Todos los vecinos sentimos esta influencia; sobre todo, al terminar la tarde, después del ruido de la ciudad, volvemos siempre ilusionados con encontrarla, con llegar a la calle estrecha y que se precipite sobre nosotros el crepúsculo; que tengamos que subir la escalera a ciegas, y en la antesala encontremos la luz encendida; pero dentro, en las habitaciones que dan al patio, que nos tenga reservado un poco de su luz, un crepúsculo lento; que nos cuente cómo ha sido el día sobre nuestra cama y sobre nuestra mesa. Porque hasta que se llega a su fondo no se encuentra el encanto de su intimidad. La escalera, hosca y fría, no acoge bien al visitante. Nada de chapas delatoras. El que vaya buscando a alguien, que pregunte y arrostre el ‹‹No es aquí». ¡Cuántas veces habrá hecho huir a esos indecisos que pasean el descansillo de izquierda a derecha, tarjeta en mano!

Hasta los mismos vecinos, sabiendo que su mal gesto no va con nosotros, no podemos sustraernos a veces a la mala impresión de su penumbra, y la subimos corriendo de cuatro en cuatro escalones.

Nosotros fuimos víctimas de esta sensación como ninguno. Sobre todo, cuando veníamos de clase, charlando por la calle, y al llegar a la escalera se nos cortaba la conversacion y echábamos a correr cada uno a nuestro piso. En tanto tiempo no conseguimos nunca subirla despacio. Sentíamos que la escalera, si no tenía sombras, era digna de tenerlas. No las habíamos visto nunca; pero nos parecía que era un secreto que ella nos tenía guardado y que un día u otro había de revelarnos. El caso es que corríamos como si viniesen siguiéndonos, y al cerrar nuestras puertas con rápido portazo no conseguíamos la tranquilidad de estar ya defendidos, sino más bien una pesadumbre como de haber dejado a alguien fuera, que sabíamos que había de esperarnos al otro día indefectiblemente.

Después, en cambio, venía la tranquilidad, la confianza del cuarto. Sentir su ventana bajo la mía, y saber que una misma aura casera había revoloteado sobre nuestros papeles, se había metido entre nuestras ropas y había revuelto nuestros bolsillos, cambiando los secretos del uno con los del otro. Entonces era el pensar: ¿por qué este miedo absurdo a la escalera; una escalera tan familiar, de tan suave pendiente; ancha como avenida propicia al paseo lento en compañía? ¿Por que este segundo descansillo donde nos separamos es plataforma aisladora de toda corriente cordial? Yo entonces achacaba a la escalera que nos pasase aquello. Me daba cuenta vagamente de que al llegar al portal sentíamos cómo la alegría, la confianza de estar ya en casa; porque en la calle, la gente estorbaba nuestro recogimiento. A veces algo que pasaba se llevaba la mirada de uno cuando el otro iba a buscarla. En cambio, al entrar en el portal, era una satisfacción, como si fuera eso lo que estábamos deseando, por lo que veníamos de prisa. Pero al subir la escalera todo se iba borrando. Entonces empezaba como el temor de lo pronto que tenía que terminar, y la esperanza de cualquier cosa que podía pasar, pero que no pasaba nunca. Ese rato de subir los dos pisos era tremendo. Porque en el descansillo estábamos bien; podíamos hablar apoyados en la barandilla; pero ya traíamos la mala impresión de haber subido juntos desacompasadamente, de haber tropezado o habernos empujado, sin haber podido decir una palabra, y nos encontrábamos en el último escalón viendo la inminencia de la despedida, sin saber cómo evitarla, y abandonándonos a la contrariedad, agriándosenos el humor por la mutua torpeza nos decíamos adiós. Y o no nos mirábamos o nos arrojábamos dos miradas incompatibles.

Nos pasó esto durante todo el invierno, porque aquellos meses de continuos chaparrones nos hacían venir en el tranvía, y el tranvía también es un sitio maléfico para los diálogos de dificultad íntima. El tranvía no adapta nunca la puntuación de su marcha a la de nuestra conversación. Acompasamos nuestro párrafo con el metrónomo de su ruido, de sus vaivenes, del balanceo de sus correas, y de repente, el timbrazo y el ¡crass!… de la manivela nos hacen callar intempestivamente. Es algo tan desesperante como dictar a un mecanógrafo inhábil que en medio de cada renglón vuelve hacia atrás el carro; que carraquea malhumorado, y tenemos que sufrir unos minutos de silencio mientras borra la errata. Y en el tranvía pesan y azoran esos minutos, porque son como vanos interruptores de la actividad en las horas en que más vigorosamente fluye. Son silencios sin ángel, no como esos de las horas de siesta, horas blancas que deslumbran y agobian con su claridad, porque es la suya la blancura ardiente del rojo blanco, y en que al pasar el tranvía cae a veces al pararrayos de su trole la exhalación de un ángel. Estos silencios del invierno, cuando se va en el tranvía con la ropa mojada y el paraguas como pez recién pescado, que suelta por la cola un chorrito de agua, son producidos por un espíritu burlón e intimidador como un cuco que se asoma para asustar metiendo su cabeza en lo más secreto de todos los diálogos.

Y después de momentos así bajábamos tan cerca de casa, que el pequeño trozo de calle no era bastante para añadir todo lo que se había fragmentado en el tranvía. Llegábamos llenos de sensaciones disgregadas que era preciso resumir, y no teníamos tiempo. No lo tuvimos hasta aquel día, para nosotros primero de año. En el 1 de enero el año nuevo puede pasar inadvertido, como la luna nueva en su primer día. Es preciso que se manifieste en uno, que sea como el comienzo de su cuarto creciente, un atisbo de su luz, de su futuro esplendor en el plenilunio. Como aquel en que llegamos a pie, callados, cargados con la hucha de nuestro silencio, tan llena que de un momento a otro tenía que romperse. La escalera aquel día intentó meternos miedo más que nunca. Pero la desafiamos. ¿Sabría que iba a ser vencida? El peligro era tan patente que no cabía pensar en huir. Era apremiante. Más que asustarnos nos impacientaba. Hubo un momento en que cada uno tuvo el deseo de reprochar al otro su cobardía. Al empezar a subirla nos pareció acometer una decisión ascendente; pero al llegar al descansillo desfallecíamos, se nos escapaba. Ella, sobre todo, desistía; estaba a punto de echar a correr. Al recordar ahora cómo la sujeté por los brazos, me parece recordar la más violenta discusión que he tenido en mi vida. Porque la retuve dispuesto a hacerme escuchar, creyendo que iba a ser capaz de decir algo. La escalera me instaba con su semioscuridad, y el algo que yo quería decir me rondaba, me zumbaba alrededor, callándose también a veces -falsos silencios en que parecía que me había dejado; pero era que se había posado en mi nuca-ella mientras tanto… Yo la miraba sin verla. Toda mi atención era para perseguir aquello que revoloteaba fuera de mi foco visual, en esa zona de los fantasmas en que no podemos asegurar si vemos o no vemos, para atrapar aquella fórmula cuya contemplación había de corroborar mi sentimiento, y que, por fin, se posó delante de mí. En ella misma. Fue como si cada uno por nuestra parte hubiéramos corrido tras la decisión rebelde y a un tiempo hubiésemos caído sobre ella. Después de aquella larga persecución quedó presa entre nuestras dos miradas. Entonces nos besamos insistentemente, tenazmente, repitiendo cien veces la fórmula nueva, que nos llenaba de la más placentera convicción.

Desde aquel día la escalera tuvo sus sombras. Los vecinos, al llegar o al salir de sus puertas, notaban que algo huía, que la escalera se quedaba con el gesto falsamente tranquilo de «Aquí no ha pasado nada». Nosotros, en cambio, nos compenetramos con ella, dejamos de temerla y nos decidimos a habitar sus batientes de oscuridad. Su condición de sitio transitorio llegó a influirnos de tal modo, que nuestras efusiones, aunque durasen horas, tuvieron siempre el atropellamiento y la ansiedad de una continua llegada o despedida.

Los que están agobiados de trabajo se lamentan de no ver la primavera por no poder ir al campo. Algunos llegan al verano diciendo que no se han enterado de ella. Peroéstos son los que no la conocen sin sus atributos de estampa japonesa. Los observadores del año, sobre todo los enamorados del año madrileño, con su invierno moscovita y su verano tropical; los que viven pulsando los días con atención de labradores, porque saben la repercusión de las locuras del año en su cosecha, la sienten venir estén donde estén. Para ésos hay una primavera de interior, de dentro afuera. No necesitan esas irrupciones en que la primavera abre ventanas con el aire tibio de su abanico. Cosa que no sucede hasta que ha llegado a la pubertad. Podría decirse que la ven nacer. Al lado de cada solitario, en el rincón más oscuro y cerrado, en cualquier cosa, en un objeto duro y sin apariencia de capacidad para las repercusiones vitales, el que está a la expectativa de la primavera la ve nacer en su momento.

Este año llegó a la casa en algo imperceptible de puro corriente. La mañana que notamos en la escalera, a la hora que barren el portal, que el olor del serrín mojado era como el de la lluvia cuando hay cerca pinares. Bastándonos esto para que se declarase en nosotros el estado primaveral, para que volviésemos a sentirlo, a encontrarla en mil cosas; para que fuera invadiéndonos la vida y obligándonos a modificarla. Comprendimos que había llegado el tiempo de faltar a clase. ¡Cómo nos gustaba imaginar la clase en esos días en que el profesor se encuentra sólo con un alumno! El viejo alumno y alumno viejo que no falta en ninguna, como si todas las aulas tuviesen una plaza de alumno profesional para que los días de des-bandada puedan ejercer el rito, el profesor en su tribuna y el alumno en el primer banco, hablando mano a mano de cosas fuera de programa. Por las mañanas se salvaban las clases pensando en preparar la escapada de la tarde. El fresquito de las ocho, al salir en nuestra calle sin sol, nos hacía olvidar la primavera; nos resultaba siempre sorprendente ver pasar a las cocineras con su ramo de rosas asomando en la cesta. Y esta impresión estimulante y optimista de nuestras mañanas llenarían mi recuerdo si no me hubiese encontrado también en el portal, al volver solo un día de fiesta, con la chica del velito, que bajaba. Y si la observé fue porque llevaba una tristeza… Porque llevaba su velito prendido con una tristeza especial. Una muchacha que seguramente no era triste; parecía como si aquel día estrenase su tristeza: la ostentaba como una indumentaria más refinada que la de costumbre. Como esas chicas que han estado ahorrando todo el año para estrenar un día vestido, medias y zapatos del mismo color; que para ellas es el colmo de la elegancia.

Aquella chica parecía vestida por primera vez del color de su tristeza, y cuando me dio los buenos días, de su voz también se desprendió el mismo tono. Como la que va vestida de heliotropo y el perfume también es de heliotropo, que es ya la perfección.

No sé por qué presentí que tenía relación con nosotros, y subí corriendo, porque sabía que se me esperaba en el descansillo. En el modo con que ella me alargó una mano, sin despegarse de la barandilla, comprendí que había interrumpido una despedida, que había cogido la mano que se quedó colgando del apretón de la del velito lánguido.

Yo quería saber si bajaba de allí aquella chica y si era amiga suya; pero a todas mis

preguntas contestó en síntesis diciéndome que era una chica que había nacido el mismo día que ella, realzando inconscientemente este detalle al hablarme de la chica, influida por ese parentesco que establecen las madres entre sus hijos y los de otra cuando nacen el mismo día. Así como a los que se crían de la misma mujer se les llama hermanos de leche, a éstos debía llamárseles hermanos de día. Yo estuve por preguntarle por qué llevaba así el velito su hermana de día; pero no se lo pregunté porque era otra cosa la que más necesidad sentía de preguntar. No podía olvidar el buenos días confidencial de la muchacha, que seguramente me conocía, y que había sido como decirme: «Ya te contarán, ya te contarán». En el primer momento de sentirme interesado por ella tuve curiosidad por saber su secreto; esperaba encontrar cierta gracia en su tristeza novelera. Pero es que al verla no pensé que estaría ligada a nosotros por el punto de su nacimiento; que habría entre ella y lo más mío aquella consanguinidad de tiempo. Mirando la cabeza de mi novia en su impecable desenvoltura me resistía a comprender que hubiese sido concebida en el mismo seno temporal que la de aquella chica de velito. Y, sin embargo, tenía que avenirme a reconocer que le había bastado pasar por la escalera para difundir su tónica en nosotros: nuestro descansillo estaba lleno de su tristeza; la luz y el silencio tenían una huella misteriosa, arropadamente erótica, como un rincón de iglesia; y mi novia me parecía que acababa de sacar su frente del confesonario de aquel velito, de haber recibido debajo de él encapuchadas confidencias. El recuerdo de la muchacha se me hacía por momentos insufrible; falsa virgen que había venido a hablar a mi novia de su velito, de todos los trapicheos pueriles que arman las mujeres de esa clase alrededor de tal tema. Luchaba por convencerme a mí mismo de que no seguía aún velada por aquel préstamo de tristeza; pero me rendía a la evidencia de una sombra que había en sus párpados, como si se hubiese impreso sobre ellos una negra y enredada trama; y le caía tan postiza, que parecía disfrazada con trapos de otra mujer. Yo sentía la urgencia de que se los quitara; pero no antes de buscar su sabor entre aquel nuevo adobo, y mientras me contaba, yo iba desechando la historia, pero no perdía los rictus insospechados que alteraban su boca, re-cogiendo en apretada impronta sus pequeños gestos amargos.

A fuerza de decirlo: «La vida no es eso, la vida -la nuestra- no tenemos que aprenderla de nadie; nos la inventaremos nosotros», conseguí borrar su mala impresión, y el momento me ayudó prodigiosamente. Ese dios del momento es uno de los espíritus más poderosos, lo mismo cuando es propicio que cuando es hostil. Pero hay que tener una gracia especial para contentarle, porque no se da a razones. A veces estamos poniéndolo todo en nuestras palabras, porque lo que esperamos lograr con ellas nos es esencial, y si no conseguimos interesar al espíritu del momento, la luz entorna los ojos y oímos el bostezo de una puerta. En cambio, otras veces, como aquélla, el momento se mete de lleno en nuestra conversación y la súbita animación de su fisonomía hace que no sea un frío acceder lo que consigamos, sino una espontánea convicción y un sentimiento.

La puerta del piso, que se abrió en aquel momento, tardo en cerrarse; porque se había abierto para que nosotros mirásemos. La casa nos sonrió con la perspectiva de todas sus puertas abiertas. En la habitación del fondo, las rayas de sol de la persiana teclearon en el juego de damas de los baldosines y por el tubo acústico del pasillo nos llegó todo el concierto de sus sonidos; porque estábamos ya en junio y junio es el mes musical. Es el mes en que los pianos, después de habernos atolondrado durante la primavera con el arrullo de sus ejercicios, nos sorprenden a veces con ráfagas estupendas que entran por los balcones entornados idealizando el olor del momento, haciendo de cualquier olor casero un aroma limpísimo, lleno de la pureza de Bach, y se siente y en él tanto la plenitud estival que resulta profanación cualquier género de temor ante la vida. Yo le ofrecía para contentarla aquel día de sol que brillaba en el fondo del pasillo, y nos fuimos buscándole a la calle, siguiéndole hasta su declinar en una noche profundamente oscura, como digno reverso.

Las noches de junio rebosan optimismo, como su hora más clara de día; eran tan limpias, que no notábamos un velo de distancia cuando hablábamos de balcón a balcón, y entre nuestras voces, sólo el silencio rizado por la simple nota de los grillos.

Después, en las de mediados de julio, empezó a sorprendernos como una luz de luna que viniese de abajo la luz de carburo del puesto de sandías. Y el día que llegó a nuestra esquina el sandiero, que era novio de Anita, la casa se llenó de su nombre. Por el patio no se oía una cosa sin un Anita en medio. Es que era toda ella su nombre, y aquellas blusas que llevaba, que la dejaban transparentar las puntillas de la camisa y los pechos, mal sujetos. Todas las noches veíamos poner en el vértice de la pirámide, bajo la tienda de lona con su lucecita vacilante, la sandía que tenía el corazón fuera, dejándosele ver a todos para que nadie dudase de sus óptimas entrañas. ¡Aquel sandiero era tan gitano! Tenía como pocos el arte de la puñalada; y cuando llegaban los melones yo creo que no los calaba porque es de matarife la actitud de echar las tripas a un rincón. En cambio, en la sandía se hunde limpiamente la hoja de la faca, y el sandiero la aprieta entre sus manos, antes de ponerla en las del comprador, mirando su fondo rojo, que contrasta tan bien con las pepitas negras, como si en la lucha con su asesino se les desgranase dentro de la herida el collar de azabache.

Pero no pudimos conservar todo el verano el tono de aquellas noches límpidas. Una se nos manchó de negro denso, perdió toda su transparencia en la tinta de imprenta. Aquella en que el periódico nos trajo el retrato de la chica del velito, bajo el epígrafe de «Joven intoxicada». Entonces nos pareció que nos enterábamos de su debut. Que había venido a invitarnos a él y que no habíamos querido asistir. Pero que contra nuestra voluntad acabábamos de ser informados. Aquel retrato, sin su nombre nunca lo hubiéramos identificado. Pero una vez sabiendo que era suyo era su más perfecta explicación. Retrato hecho pensando en la posteridad, apoyando el codo en el macetero, con la desfachatez de afirmar su gesto más genuino. Con la sinceridad ultraconsciente que anima las poses de los «tristemente célebres». Retratos de esos que tanto se encuentran rotos debajo de los bancos porque muchos, al recibirlos, sintieron su advertencia y se echaron atrás.

Desde entonces nos fue ya imposible evitar el recuerdo de la chica. En la escalera, sobre todo, la recordábamos continuamente. Yo sabía que ella no dejaba de pensar. La veía obsesionada por la necesidad de arreglarlo, de darle cincuenta soluciones, aun sabiendo lo totalmente inútil que era su empeño. Pero hasta olvidándolo, y hasta sintiendo un inhumano bienestar por su desaparición, no podía menos de querer resolver el problema, por el problema mismo. Estaba impresionada. Y yo, aunque no hacía más que razonarle que era una de esas cosas del que asó la manteca en el dedo, estaba también impresionado de la impresión de ella. Sobre todo, cuando la veía pensando, la miraba con terror, como los padres cuando saben que su hijo ha estado jugando con un chico que tenía tos ferina. Por esto abandonamos la escalera y llegamos a hablar por el balcón hasta las doce.

Pero no duró mucho aquella paz nocturna: una noche hubo un grito abajo. No vimos nada: cerramos los ojos porque habría sidodemasiado ver algo tan horroroso como aquel grito, pero vimos la gente que acudía y la luz que se tambaleaba. A la noche siguiente no volvió a encenderse y no se volvió a oír por el patio el nombre de Anita.

Al huir también del balcón, nos quedamos sin refugio en la casa, hasta que dimos con la azotea, adonde no subía nadie más que a tender la ropa. Pero no logramos en ella más que empeorar nuestra tensión de ánimo.

El clima del tejado es clima de altura; produce la reacción y la excitación de los dos mil metros, hay que ser fuerte para resistirlo. En el siglo pasado se padeció un poco la manía de la buhardilla, y así sufrieron tantas repentinas hemoptisis, que les rompieron los vasos del suicidio. El espíritu del que deja vagar su mirada por el paisaje de tejados termina como gato extenuado y lunático, que no necesita más que ir a parar al río con una piedra al cuello. Por eso resistimos poco tiempo en la azotea. No porque no sintiésemos su encanto. Probamos su silencio y su éxtasis, y sus horas de Angelus, en que las monjas de enfrente subían a la suya y se acodaban en el barandal, apoyando las blancas pechugas en los brazos para ver pasar a las golondrinas, sus parejas, sino porque no nos era saludable, y yo tenía entonces la preocupación de la salud. Teniendo una salud magnífica. Pero la saboreaba, la cuidaba más que una enfermedad. Y es que eso de la salud en mí había llegado a ser una cosa enfermiza.

Adolescencia y convalecencia pueden confundirse, como magnesia y gimnasia, pero no es sólo la similicadencia -¡qué bonita palabra! Además de similitud, lo que sugiere es multitud, armonía de mil cadencias- lo que las une, es una convergencia de su condición de estados de los cuerpos hacia un resultado común. Al final de las dos se padece infaliblemente un más o menos vasto egoísmo. Cuando es ocasionado por la convalecencia no se manifiesta más que en ciertos hábitos de comodonería y hasta de gastronomía. Pero cuando se llega a él por la adolescencia, las manifestaciones son de egoísmo, ni más ni menos, las más múltiples y genuinas. En un deseo bárbaro de salud el que se saca de las dos, siendo como son hiperestésicamente generosas, siendo los dosmomentos en que nos dejamos matar por una mirada o por una corriente de aire. Pero cuando terminan se posesiona de nosotros la salud más embrutecedora.

Cuando salí de mi adolescencia -me doy cuenta, aunque es reciente- me pareció haber inventado el egoísmo y lo viví, lo teoricé, lo divulgué, caí de lleno en esa primera juventud, en la que tantos hombres se estancan, siendo por lo regular los que nunca envejecen; pero tienen siempre la frescura aparente de las cosas en conserva, cortadas verdes, que no tuvieron nunca su dorada juventud. Dorada en el sentido de estar en su punto. Empecé a sentir repugnancia por todo lo que pudiera conmovernos. Consideré inminente la necesidad de salir de la casa. Sobre todo, de aquel barrio populachero, donde se habían dado los sucesos trágicos con regularidad de fruta del tiempo. Claro que irnos de la casa no podíamos, ni verdadera-mente queríamos. ¿Dónde íbamos a estar como allí? Pero, por lo menos, cambiar de ambiente.

El verano estaba ya terminando. Esperábamos los crepúsculos largos del otoño con la misma impaciencia que en febrero el ver crecer los días.

Esa hora del oscurecer, en septiembre, es una hora de noche que el año regala a los que tienen que estar en casa antes de las nueve. Una hora profundamente nocturna y sabiendo vivirla, larguísima. Cuando se ve uno sorprendido por el rápido crepúsculo se desconfía del reloj, se está a punto de volver a casa aunque sea temprano. Pero siempre se toma la resolución de aprovechar la hora nueva que el tiempo regala.

El silencio de esa zona que rodea a Madrid a poca distancia no es el silencio del campo, que está más lejos: es un silencio que, si no se le presta atención, parece completo; pero disponiéndose a escucharle se encuentra en él la esencia de todos los sonidos. A esa zona podría llamársele zona de la distancia ideal, porque, cuando estamos en ella, lo que gozamos como algo único es su distancia especialísima. Podemos profundizar en ella y llegar al más completo distanciamiento, sin perder el hilo de la voz de Madrid. Se oye desde allí la pianola del bar, el tiro al blanco, se ve el sistema planetario de las luces de la barriada, con las constelaciones del cine y el garaje; se sabe los pasos que hay hasta la parada del tranvía. Y al mismo tiempo se está tan lejos, tan olvidado… Nadie piensa que podemos estar allí. El que no está en la zona de la distancia no se acuerda de que existe. Aunque también se puede sentir su influencia desde lejos, como esas veces que se nota un olor intensísimo y no se da uno cuenta de que acaba de pasar por una frutería. Al cruzar ciertas calles, de noche sobre todo, se siente como un aliento, como una suave fuerza aspirante. Son las que conducen a la zona de la distancia. Y también puede conocerse fuera de ella a los que la frecuentan, en un guiñamiento, como el de los gatos al sol, porque sus ojos se hacen muy sensibles de desorbitarse en las miradas, que aunque no se ven, se sienten en la oscuridad. Los asiduos se despiden de ella todas las noches, y se despiden en ellos, aunque siguen juntos. Después es el asaltar los tranvías.

Tanto nos desprendimos de la casa, que acabamos por estar violentos en ella. No podíamos resistir el grado de intimidad que nos era preciso aparentar. Necesitábamos nuestra ida aparte, nuestra independencia. Con la familia llegamos a ponernos en esa actitud que impide toda explicación. Nos portábamos como si estuviéramos ofendidísimos. Yo creo que les sugestionamos de que el caso era ése, hasta el punto de que, más que reconvenirnos, deseaban excusarse con nosotros.

Hasta los ratos que hablábamos en casa era de nuestra vida. Madrid nos parecía hecho para nosotros. Pero ella sí que se iba haciendo para mí. Se iba haciendo cada vez más como yo la quería. Estaba alegre, gordita. Las malas impresiones no habían hecho gran mella en su salud. Yo la cuidaba, la hacía merendar todas las tardes. Mi manía de la merienda llegó a tener carácter de porfía. A aquella hora precisamente era cuando le daba a ella por ponerse trascendental. Claro que desde entonces no podía prescindir de las cosas trascendentales. Pero a mí me indignaba, porque me parecía que contrarrestaba el efecto benéfico de la merienda. Aquellos días que tan impresionada estuvo, yo no quise darle importancia. Pero después tuve que comprender que era un error. Con trivialidad no podía combatir aquel poso de seriedad que le había quedado. Además, me era doloroso burlarme de sus cosas, porque no era miedo de nada concreto lo que padecía, sino una especie de miedo infantil, que sentía por primera vez al estar sola, y, sobre todo, que más que de estar sola, el miedo era de haberlo estado siempre. Le daba por acordarse de todo. Hasta de las veces que había abierto la puerta sin mirar por el ventanillo y se había encontrado con caras desconocidas. Y hasta estando en casa su padre y la criada le acometía el miedo de su pasada soledad; la entraba el enternecimiento retrospectivo por su infancia. Yo sólo era capaz de suponer que estaba en un momento de cambio y que aquello había que arreglarlo a fuerza de sobrealimentación. Cuando la hacía merendar y la atiborraba de conceptos, me parecía que nuestra tranquilidad descansaba en buena base.

Y fue tan perfecta mi influencia, que mis cosas maduraron en ella como si fuesen suyas. Hasta tal punto, que cuando las repetía me sorprendía su originalidad, que en el momento de ocurrírseme no había notado. Todo era sorprendente en aquella fase suya. Cada día la encontraba más transformada. Por primera vez al ir con ella, como siempre, me daba cuenta de que iba con una mujer. Y no se me ocurría más que decirme: ¡Qué partido saca de las cosas! ¡Estaba tan rica con su alegría trascendental! Durante unos días lo olvidamos todo.

Hasta que en las últimas meriendas de septiembre a ella le dio por recordar, y a cada paso sacaba viejos temas, subrayando sus puntos esenciales con escrupulosidad de buen estudiante, sometiéndolos siempre a un plan cuestionable, como contrastando con él mi conformidad, y entonces, sin saber por qué, al verlas así, me horrorizaba el desnudo de mis ocurrencias. Me resultaban cínicas, me avergonzaban como si me las estuviese echando en cara cuando, por el contrario, yo veía la sinceridad de su adhesión, y acaso era esto lo que más me molestaba. Pero lo peor que me pasaba era que no tenía valor para reírme de ellas. Con la misma seriedad que había creado mí ingenua y desvergonzada estética del peligro, me parecía necesario destruirla, y callaba esperando que terminase, repitiéndome por dentro: a contrapelo; todo esto es a contrapelo de su estado de ánimo en este momento. Y tanto lo era, que enseguida le dio otro giro y terminó con el tono interrogante. Dejó de sondearme, y casi a pesar suyo habló de algo que sabía mejor que yo. Su divagación seria y cerebral siguió en otro tono íntimo y triste, bajo el que yo no adivinaba más que una obsesión de peligro. Al aludir ella al que se tira por el Viaducto, y en la mitad del camino le da miedo y quiere volverse atrás, yo creía entender que aludía a su consabido temor del pasado, inevitable, y desistí de sermonearla. Claro que ella puntuaba, concretaba. Llegó a sugerirme, maravillosamente, cómo en todo momento de vértigo se experimenta la sensación de desprenderse de arriba y estrellarse abajo, y cómo la sensibilidad del que atraviesa el peligro, mientras dura, se le cae y vuelve a subir y vuelve a caérsele cien veces. Y cómo todo esto puede dejar un recuerdo incurable. Pero esto del recuerdo era lo que me despistaba. Ella me enfocaba con su intuición, y yo me empeñaba en ver detrás de ella lo inevitable. Es decir, yo me desentendía de su temor, obsesionado con el mío: la enfermedad. Al ir hacia casa no dejó de hablarme en todo el camino. Pero yo pasaba revista a todos los específicos del sistema nervioso, y aunque protestó, me negué a salir de casa al día siguiente.

Aquella noche no pude establecer el diálogo interior hasta muy altas horas, cuando, después de analizar mi falta, no podía comprobar lo que había ocasionado; porque hay algo en mi modo de ser que me obstaculiza el arribo al ensimismamiento con impensables frivolidades hasta en la más completa soledad, y algo, además, que anula mi percepción, distanciándome de las cosas próximas sensibles. Una especie de sordera psíquica. No hay el menor egoísmo en este hacer sufrir a las palabras antesalas larguísimas en mi oído. Es que no siempre estoy capacitado para percibirlas como ideas, y haciendo como que no las oigo guardo sólo su impresión acústica, que toma vida después en ocasión propicia. Pero así se compone la cinta de mis impresiones: el susto cien metros más allá de la explosión.

Aquella noche, cuando tuve ante mí la significación de lo que se me había preguntado, sin poder echar a correr con la respuesta, empezaron a latir los segundos en mi cabeza, como para que me diese cuenta de su magnitud, de lo que se podía haber hecho en los de aquel intervalo. Llegué a ese estado en que las codornices se rompen los sesos contra el techo de la jaula. Además, cuando las preguntas no han tenido respuesta, es casi imposible saber su verdadero valor y significado. Porque cuando se nos pregunta y respondemos, en la pregunta siguiente ya hemos colaborado, mientras que si callamos, las preguntas se suceden, cohibidas por nuestro silencio. Las últimas son siempre agriadas, envenenadas por el fracaso de las primeras. Y yo, en aquel momento, estaba dominado por una impaciencia loca, que me impedía ver claro hasta qué punto había quedado ella contrariada por mi incomprensión. Pero me esforzaba en contenerla, sin atreverme a llamarla a una hora desusada porque, en el fondo, dudaba también de mis temores. Me veía apagando ese fuego imaginario que nos sugiere el olor de un hilo que se quema en las últimas chispas del brasero y en el que pasamos horribles horas salvando a una persona o casa querida. Embebidos en nuestro tormento, incapaces de acción, avergonzados de dar la voz de alarma por algo incomprobable y temiendo al mismo tiempo que cada minuto de nuestra indecisión esté agravando el peligro. A ratos, por cualquier sensación física, por encontrar una postura cómoda en la cama, me parecía que no podía pasar nada, y que al día siguiente me levantaría y sería un día como los otros. Pero otras veces, al recordar cualquier cosa, me sentía retroceder en la noche, alejarme de la claridad, hundirme en todo aquello, que era como una consecuencia de mi cuarto, de estar allí metido, y no veía la posibilidad de salir.

Lo que más me apesadumbró fue recordar con qué desacostumbrada resignación había accedido ella a quedarse en casa. Había protestado, pero se había dejado convencer en-seguida. Y aquella falta de voluntad me dolía entonces, como si hubiera descubierto bajo ella otra voluntad secreta, o más bien un falso acuerdo de nuestras voluntades, un equívoco que la hiciese creer comprender para qué la dejaba sola todo un día.

Ahora me parece absurda una cosa así entre nosotros. No comprendo cómo hemos podido tener ese momento de distancia. Sólo por una causa ajena, por la intrusión de algo que no dominábamos.

Ya en aquellos días de los miedos, cuando lloraba por su infancia, a mí me parecía que lloraba por su hermana pequeña. Pero el hecho era que, en su desdoblamiento, la pequeña lloraba por la mayor, y viceversa. La que empezó a manifestarse en ella entonces era como una mayor que acabase de llegar y se enterase de todo y se conmoviese por todo al hacerse cargo de la pequeña. Y como yo me apoderé de ella, ilusionado con la novedad, la pequeña, que era con la que teníamos confianza, no sabía tratar los asuntos de la nueva. La nueva era aún misteriosa para nosotros, y, por haber aparecido en los días de los acontecimientos trágicos, intentábamos coaccionarla. Ninguno de los dos sabíamos bien de lo que era capaz. Cuando vino a casa la chica del velito hacía mucho tiempo que no se veían. Vino como a notificarla que se había puesto de largo, como a avisarla de que ya era hora de dejar de ser pequeñas. A mí lo que me volvía loco aquella noche era pensar que la nueva, la que había nacido aquel día que la escalera se tiñó de tragedia, fuese capaz de tomar resoluciones.

Aunque hacía tiempo que entraba luz por las rendijas, seguí en la cama, temiendo que aún fuese temprano y que tuviese que esperar, hasta que los ruidos de la cama me convencieron de que había esperado en exceso. Entonces abrí la ventana con impaciencia, como si esperase que mi tranquilidad hubiese brotado en el patio. Y había brotado. Más que tranquilidad, lo que encontré fue como un olvido, como una imposibilidad de seguir sintiendo lo que había sentido. Era otro día. Cuando ella se asomó a la suya, hablamos dos palabras, trazamos el plan del día y, al meterme, me dije: «No la he preguntado nada». Pero no era necesario, porque la había visto.

Las primeras horas de aquella mañana que pasé esperando a estar con ella fueron como mis primeras horas de lucidez. No era lo que sentía esa fría tranquilidad de cuando se ha temido que pase algo y se ve que no ha pasado, sino una satisfacción, casi malsana, de que hubiese pasado aquello. Porque al pasar lo que se había provocado, naturalmente, eso mismo que pasaba, contra mi voluntad, no significaba para mí la imposibilidad de imponerme a ello. No fue esto lo que me hizo sufrir aquella mala noche. Una vez dueño de mí mismo, y poniendo las cosas en claro, vi que me contrariaba mucho menos de lo que era de esperar. Y sobre todo, por encima de lo que pudiera llamarse el contratiempo sentía una alegría tan llena de nuevas convicciones y nuevas decisiones… El verdadero peligro, el de ella, no existía. La había visto. Aquel momento de la ventana me bastó para verla, porque hasta entonces no la había visto nunca, y desechar todo temor respecto a su desdoblamiento. Comprendí que su dualidad, su multiplicidad, si la hubiese, era algo tan simple como esas cajas japonesas que se cierran unas en otras, sin diferenciarse en más que la mayor contiene las pequeñas. Y todas son iguales, la misma forma, la misma laca, la misma ornamentación, sólo van ganando, con el tamaño, en capacidad. Al verla aquella vez vi a la mayor llena de la pequeña; más bien llena de pequeñas. De otras pequeñas que yo había olvidado, que ni conocía siquiera. Su cara de aquel día era de una profundidad interminable, se encontraba en ella todo lo que se buscase. Y yo me hundía en mi recuerdo, incansable de encontrarla siempre a ella ¡tan ella!

La contemplación de esta repetición suya me llevó al entusiasmo, al delirio admirativo. Pero es que esto era también una repetición mía. Databa este sentimiento de mis primeras percepciones estéticas. La repetición de una forma era lo que más me convenía, lo que me ayudaba mejor a contrastar su pureza.

En el papel de mi cuarto había una hoja que yo, de pequeño, adoraba. Me miraba quinientas o seiscientas veces, desde las cuatro paredes, con dos pares de ojitos que tenía, que eran esos agujerillos de las hojas de parra. Ojitos oblicuos, de expresión sagaz y risueña. Y en la curva de su vena yo encontraba, más que complaciencia sensual, consonancia sentimental. Yo hubiera enroscado mis brazos a la cintura de aquella hoja. Pero seguramente, si hubiera visto la hoja aquella una vez sola, no me hubiese llenado así de su forma. Fue preciso que mandase a mi cama todos sus escorzos, que yo pudiese perseguirla, sin mover la cabeza de la almohada, hasta perderla casi, en una línea, al final de las paredes laterales y verla doblar el ángulo, repitiéndose en la de enfrente, de un lado y de otro, formando con su compañera huecos ovales donde se desenvolvía lo demás del ramo. Sí, al profundizar aquel día en la expresión que acababa de comprender, su repetición interminable fue corroborando mi entusiasmo. A fuerza de parangonarla con ella misma comprendí que lo que más tiene de cosa perfecta es que sus contradicciones mismas se completan, se redondean, como media vuelta a la derecha y media vuelta a la izquierda.

Hay fisonomías imposibles de enfocar, de las que nuestra retina no consigue nunca más que una prueba movida, y son esas que cuando se cruzan con nosotros no sabemos si saludar o no. Porque lo que sucede no es que no recordemos su nombre, sino que no podemos adjudicarle uno.

Son personalidades borrosas, que parece imposible que tengan algo tan concreto como un nombre. Siempre que leo una esquela de defunción donde dice, poco más o menos: «Don José Antonio María de Carlos y San Juan», entierro en mi recuerdo a uno de esos a quienes nunca pude ver la cara.

Pero mi tardanza en ver la de ella no obedecía a esto, sino a todo lo contrario. Es una cara la suya que peca por exceso de quietud, hasta parecer imposible que llegue a animarse con una expresión. En cambio, cuando habla, cuando mira, sobre todo, su expresión oculta su cara. Su animación acapara al que la mira. Si hablando con ella me entretuviese en observar su frente o su barbilla, sus ojos arrancarían de allí mi atención, y, si no lo conseguían, al sentirse observada callaría y perdería todo movimiento. Y menos posible aún es observar sus ojos. Sus ojos desaparecen en sus miradas, porque son dos cosas completamente distintas. Sus ojos no tienen una mirada habitual, no son ojos alegres, ni ojos tristes, ni ojos dulces. Son ojos. Si a descuido de su mirada se miran sus ojos, no se encuentra en ellos sitio para un adjetivo. Elúnico poema que podría escribirse a sus ojos es ese que se encuentra al pie de los grabados de las fisiologías. Junto a un ojo rodeado de flechas ordenadas por el alfabeto, una columna de nombres que rima en las letras de que están separadas por puntos:

Párpado… a

Pupila… b

Lagrimal… c

Pestañas… d

Si cuando estoy observando sus ojos me mira, la bandada de sus miradas me oculta el sitio por donde salió. Pero luego vuelve a recogerse en sus ojos, y queda en ellos el hueco oscuro de las ventanas abiertas.

Este encontrar en sus ojos la simplicidad de las muestras escolares me hace recordar ahora que ya otras veces había visto su cabeza como esas láminas de dibujo en las que se estudian las fisonomías más sin malicia que se pueden concebir. En su perfil hay un clasicismo elemental que hace que su cara, en reposo, sea como una forma donde se puede inscribir lo que se quiera sin que cambie su canon.

Hoy no sé si es que aquel día hubo una aptitud especial en mí para comprenderla o si es que ella se manifestó como nunca lo había hecho. Hasta después, cuando hablamos, seguí encontrándola de una claridad excepcional. No había comprendido mi actitud arbitraria; pero, dudando y temiendo, había esperado, y, por fin, había percibido mi conformidad final aquella noche telepática; porque hay noches traspasadas de comunicaciones certeras, en las que las estrellas corren sabiendo muy bien adónde tienen que ir. Y a éstas suceden siempre días tranquilos, en los que parece que todo se dijo ya. En cambio hay otras, hiperestáticas, que embrollan los asuntos, y al día siguiente se vive obcecado por haber recibido falsas informaciones. Al asomarse al patio, por la mañana, sintió, como yo, que todo había pasado. Y cuando, más tarde, fuimos poniendo la situación en claro, ella intentaba inútilmente recordar que teníamos determinado hacía tiempo desesperarnos si llegaba el caso. Y el caso cuando llegó, en vez de deprimirnos, lo que hizo fue centuplicar nuestra actividad. Aunque mi imaginación estaba ocupada casienteramente por mi descubrimiento de ella. Y querría compensar en cantidad y en intensidad lo superficial de mi trato anterior con ella, incluso en el periodo de los conceptos. Claro que tuvo siempre la culpa aquella familiaridad, que desde un principio me había hecho tomar las cosas con calma. No había pasado por esas fases de interés y conquista que producen impaciencia porque tienen su desenlace. Era»de casa». Me fue acercando a ella el percatarme de su capacidad apreciativa, me sentí mirado y escuchado como por nadie lo había sido. Esas cosas que uno llama»mis cosas», y en las que todo egoísta pone un cariño especial, desde que empezó nuestra amistad nunca cayeron en el vacío. No sentí nunca por ella ese pequeño desprecio que se siente por el que no comprende la agudeza de una frase nuestra. Empecé, lo que se dice, a peinarme para ella. Mis horas de estar solo fueron un continuo ensayo de lo que había de llevarla. Por esto, aunque cuando estaba con ella me dejaba dominar por el sentimiento, entera y sinceramente, al mismo tiempo fue desarrollándose mi egolatría. Hoy casi me avergüenza esta condición de mi temperamento, frío, tardío, que ha estado alimentándose tanto tiempo del sentimiento de ella más que del propio. Todo el que duró aquella vejez prematura, de la que me he salvado. Todo el que estuve situado ante ella como un niño viejo. Acercándome a ella porque sentía su necesidad, pero sin percatarme de su encanto; complaciéndome en verme en ella, pero sin verla a ella en mí.

Los acontecimientos imprevistos pueden ser temibles. Pero son los que quitan a las cosas el polvillo de la costumbre, los que nos hacen verlas en ciertos momentos con una lozanía tan sorprendente y tan deseable.

En ella todo cambio, más que superación, es florecimiento. Su mayor encanto no es su originalidad, sino su lógica. Hasta su alteración física, que por lo regular en las demás mujeres tiene aspecto de descuido risible, en ella es de maravillosa oportunidad, es extra-ordinariamente representativa de su momento trascendente. Es como la causa de su actitud, o como su justificación, como su razonamiento. No sé; es algo de dentro y de fuera, algo que desborda de expresión. En su pose de ahora, en su timidez pensativa, la frente avanza siempre al primer término, hasta hacerme sentir a veces la impresión de que le ha crecido, de que se le ha hecho más curva y de que es dentro de ella donde tiene esa pesadumbre interior. Tal carácter tiene de ser su asunto, su secreto, que me parece una humorada de la nueva, que no estaba bien enterada de nuestros proyectos. Me siento como robado por ella, por una voluntad ciegamente traviesa, capaz de arriesgarlo todo en un juego. Como tantas veces que he sorprendido su mano metiéndose en mi bolsillo y, al intentar sujetarla, se ha escurrido entre las mías como un pececillo, llevándose lo que me había quitado, así ha sido, sin yo enterarme, escapándose por las rendijas de mi voluntad para contrariarme, para estropear todos mis planes, para producirme una indignación bajo la que retoza una indecible alegría.

Es cobarde temer las sorpresas. Es cobarde, es de una petulancia vieja y desesperanzada. Es como no tener ganas de bromas, como vivir en la linde los acontecimientos desde donde se les pueda ver pasar sin que se metan con uno ni vengan a turbar su comodidad. Como tener una puerta sin llamador; puerta de panteón, de la que ningún pasajero pueda esperar respuesta. Como cocinarse uno mismo su vida con pulcra previsión, dejándosela en la fresquera de un día para otro. Es como creer saber que nada puede venir a sorprendernos agradablemente, a traernos una felicidad más perfecta que la que hubiéramos podido encargarnos a la medida.

De todo hombre cuya vida no nos explicamos decimos siempre que podía tener una posición mejor que la que tiene. Porque todos nos creemos capacitados para saber cuáles son las posiciones buenas, y querríamos que se plegasen a ellas los múltiples y complicados mecanismos individuales. Sin reconocer la infalible superioridad, la fatal comodidad de las posiciones naturales, imprevistas, pero consecuentes. Por eso, el estar en una posición largo rato y cambiarla bruscamente es acción que desnivela. Porque habíamos caído en ella por nuestro propio peso y en su forma se había moldeado espontáneamente nuestro estado de ánimo. Claro que si, por lo cómoda que era, se intenta recobrarla y se vuelve a poner el pie y a apoyar la cabeza donde antes, no se consigue más que imitar aquella posición. La comodidad es irrecobrable. Y seguramente el que estuviese mirándonos desde su comodidad no podría comprender la nuestra. Desde fuera no tiene explicación, ni aun habiendo estado. Es imposible volver a entrar, como si cada momento nos modificase, nos hiciese cambiar de forma, y ya no cupiésemos en el molde del anterior. Por esto la gente busca las posiciones desahogadas, moldes crecederos donde se cabe siempre. Ya que toda posición es relación del individuo con el medio. Lo que pasa es que hay quien prefiere que el medio se le adapte como un guante, hay quien le concibe como la carcoma a su madera: no para acomodarse en él, sino para cruzarle; no para labrarse un hueco amplio donde enroscarse y echarse a dormir, sino para trazarse un camino estrecho que sea la huella exacta de su forma. Claro que en ese entablillamiento, del que no se puede salir más que a fuerza de gastarle y gastar en él la vida, no hay descanso, no hay comodidad. Es seguro que se rinde todo el que sin interrumpir el avance no llegue a descansar en la emoción. ¡Último adelanto del confort, calefacción regeneradora que, irradiada desde el más puro centro, llega hasta las puntas de los pelos! No hay que temer gastar fluido en ella.

¡Un camino! Mejor que toda posición. Un camino es lo único deseable. Un camino largo, sin montañas limitadoras. Un camino custodiado por árboles que se den las manos para que no se escape por entre ellos, porque cuesta mucho trazarle. Un camino que seguir todos los días. Ahora comprendo lo que me ha traído a él, lo que me ha hecho elegirle entre las posiciones.

En los caminos no hay las rivalidades que en los puestos. Los que se sitúan hacen valer lo suyo, porque tiene lo suyo, saben dónde empieza y dónde termina lo suyo. Pero los que van por el camino no tienen nada, pertenecen al camino, navegan en él siendo al mismo tiempo su corriente.

Esto es lo que he aprendido en mi camino cotidiano. Los que tenemos un camino que seguir, todos los días empleamos en él nuestro ánimo, adquirimos el hábito de esa situación ambulante, desechando, como transitorias, las horas sedentarias.

Vamos y venimos por él a diferentes horas, con tiempo diferente, y después de pasado un año conocemos el giro de los días. Apreciamos matices; hoy encontramos la luz de hoy con el anticipo de un olor del mes que viene. Y los compañeros de camino nos hacemos confidencias, pasamos lista sin olvidar a los que faltan, nos comunicamos cosas que sólo los que practican esta revisión diaria pueden apreciar.

Los abrigos tienen fisonomías sensibles que delatan cómo han pasado la noche. Se puede juzgar, por su buena o mala cara, si durmieron o no en la percha. En las primeras mañanas frías salen desencajados, entumecidos, los abrigos que hacen servicio permanente. Es una arruga que les cruza la espalda o la solapa lo que deja adivinar que hicieron de mantas. Arruga difícil de quitar por estar planchada toda una noche por el peso de un cuerpo, cogida con la espalda en el instintivo remeterse la ropa de la cama por detrás. Esos abrigos a los que su dueño hace ejercer un falso oficio, se despegan de él cuando los lleva puestos, se empeñan en conservar la arruga delatora para que se sepa su triste situación. En cambio, hay otros que se unen a él por su común desgracia. Los que duermen puestos en su dueño y sufren todo su revolverse intentando acoplarse a la piedra del banco, se ciñen a su cuerpo, moldeándose de él, adquiriendo arrugas de pellejo de animal enflaquecido.

La atención se disgrega en estas cosas. Es verdad. El que mira el camino va sin prisa, no lleva la marcha decidida del que va ciego a un fin. Está más expuesto a no llegar a ningún sitio o a ser arrastrado por los otros. Porque los que van a su objeto no consienten que un desocupado se pare a mirarlos, cortándoles el paso. Además, ¿cómo van a comprender que se les mira por mirarles sólo? ¿Cómo van a darse cuenta de que son espectáculo predilecto del contemplador? Si llegasen a sospecharlo se indignarían mucho más. Ser espectáculo del que no se afana, del privilegiado que tiene la suerte de gozar con el afanarse suyo y con su ser así, de tal o cual modo. Condición que, a lo mejor, es su tormento. Porque tampoco saben el fondo óptimo de nuestro sentimiento por ellos; no saben ver que nuestra mirada, nuestra inspección, más indiscreta, está llena de una intención cordialísima, que pensamos en ellos, que en nuestro recuerdo les mimamos, les cuidamos como a nuestros juguetes más queridos. Esto no podrían consentírnoslo nunca. Les pareceríamos seres de indignante fisgonería, de intolerable inutilidad social. Y acaso lo somos. Pero, bueno, precisamente la inutilidad de mi manía contempladora me deja meterme de lleno en ella. Es una gran satisfacción para mí este descubrimiento; porque antes me avergonzaba; no podía remediarlo, me avergonzaba no encontrar una justificación para mi modo de ser y no poder prescindir de él al mismo tiempo. Es corriente eso de tener un sentimiento dominador y, sistemáticamente, buscarle una justificación lo más elevada posible. Cuando hay cosas que no pueden justificarse. Sólo esto de saber que no tiene objeto en absoluto… Porque, ¿qué disculpa cabe para este continuo ocuparse del prójimo? No quiero tomar el estudio psicológico como fin superior; creo más en su superioridad estando seguro de que la cultivo sin ningún fin, sin la más remota intención utilitaria. Porque el que tiene un fin… Todos los fines son iguales. Al fin, todos se reducen a ganar, los que tienen buen fin, a los que lo tienen malo. Teniendo a lo mejor mal fin el que tenía fines más buenos. Por esto, de toda observación puede temerse que tienda a conocer los fines del prójimo para suponer su fin posible. Y yo llego a este fin ahora. Prescindir de todo fin.

Claro que en mi abominación de los fines se salvan los que automáticamente se hacen principios. Ya he llegado, sin darme cuenta, a tener un fin en mi vida. El chico. Y a este otro fin de no tener fines. De aquí puedo partir ahora.

Tan ciegamente se puede llegar a la paternidad de las ideas, que a veces nos creemos hijos de ellas. Tenemos un momento de claridad, y nos transformamos, nos parece nacer de él. Y así me ha sucedido con el chico. Ha sido preciso que se manifestase para que influyese de este modo en mí. ¿Cómo no me daba cuenta de que todo lo que venía viviendo: mi holgazanería, mi despreocupación y mi egoísmo, ha bastado que se anunciase para que diesen principio cosas nuevas, cosas que indudablemente tienen apariencia de fines? De aquí ha partido todo mi divagar acerca de ello.

Lo que se imponía era tener una posición. Mi carrera… Yo no estudié nunca con propósito de hacerme una posición. Bueno, yo no estudié nunca. Pero, sobre todo, no comprendo cómo se puede hacer una posición con mi carrera. Si la he terminado regularmente ha sido porque ella misma me ha seducido algunas veces. En mí había propensión a la defensa contra el libro. Pero a veces era vencido por él, y después de una hora de lucha con mi imaginación indisciplinada, me daba cuenta de que por fin había estudiado algo, lo más inútil, cualquier cosa que por inexplicable simpatía me había obligado a detenerme. Pero ¿cómo sacar partido de eso? Lo que me maravilla era que me aprobasen por ello. Fue siempre tan dudoso, que estaba ya acostumbrado a que suscitasen mi amor propio diciéndome que había nacido para oficinista. Y, a lo mejor, he nacido para eso. Tendré que reconocerlo; lo que me pasaba era que no podía estudiar, porque había nacido para oficinista. ¡Esto es estúpido! Yo no sé por qué no estudiaba. Pero la verdad es que nunca me hicieron mella esas amenazas del Destino. Nunca me he explicado cómo se puede amedrentar a un hombre diciéndole: «Terminarás en oficinista». Para mí esto era lo mismo que decirme: «Terminarás en doctor en cualquier cosa». Lo que no admito, con lo que no he podido transigir, es con lo de terminarás. No sé por qué han de suponer que yo he terminado. Se puede decir de uno que terminó en un hospital o en un manicomio. Y hasta en ellos ha habido muchos interminables. Claro que son sitios a los que se va a terminar. Y estos refugios de la vida social, que son los empleos, también han llegado a tener apariencia de instituciones benéficas, porque a ellos vienen a parar los que requieren un régimen de reposo, en el que, por lo regular, se quedan para siempre. Yo sé que así se interpretará lo mío. Una vida desatinada, y ahora, el Destino cumpliéndose en forma de destino ministerial. El desenlace, el encasillamiento, la clasificación de mi historia vulgar de mal estudiante que tiene un contratiempo con la vecina y recurre a la burocracia, sin terminar el doctorado. Todos verán con desprecio mi historia vulgar. O, mejor dicho, todos vemos con desprecio las historias vulgares de los demás. Sólo yo puedo seguir estimándola. Yo, que la he querido, que la he hecho así de vulgar. Es decir, yo no la quería preconcebidamente así de vulgar. Pero me encuentro tan bien en ella, que comprendo que no podía haber sido de otro modo. ¿Qué sabe nadie cómo he ido yo creándomela, qué secretas satisfacciones he encontrado en ir viviéndola así? ¿Es que puede adivinar nadie mi proceso? Me juzgan como espectáculo, y mi vida, con sus intenciones, naturalmente, sería un fracaso. Pero es que yo no quiero sus intenciones. Lo que yo estimo son las intenciones mías, y sus resultados, aunque quisiera desestimarlos, no podría. Son su propio jugo; no pueden herirme: son lo que ellas dan de sí. Los demás son los que no se dan cuenta de cómo entonan con mi temperamento, de que no hay choque, de que no hay caída. Esto es lo que no sabe nadie: que yo sé todas estas cosas. Creen que yo soy de esos hombres que temen al Destino, de esos seres mal hechos, descontentadizos, que no son aptos para vivir su Destino; que se encuentran molestos en su realización, que se defraudan continuamente, porque tienen en ellos dualismos inconciliables y van unidos a ellos mismos a disgusto, como el ciego y el perro. Refrenando el hombre a su animal y maldiciendo el animal a su hombre. Por eso esperan de todos el fin natural, el de que el ciego apalee al perro. Pero, claro, como su perro está en ellos mismos, eso precisamente es lo que les hiere, lo que consideran su perdición, su deshonra humana. Porque, con esa ceguedad que implica lo humano, no alcanzan a los secretos y amplios y certeros fines de perro, de que participan, estallan en sus reacciones contra lo que ellos llaman Destino. Maldicen al Destino. Porque no quieren ser cuerpo de su Destino. Quieren que sea algo exterior, los otros, lo que está fuera, las circunstancias. Porque creen que están fuera de ellos las circunstancias. Pero yo no me veo, no puedo verme, más que penetrando de mis circunstancias; me busco entre ellas y no me encuentro.

Tengo mi destino, que yo prefiero llamar camino. Por él iré con todas mis circunstancias y con todas nuestras consecuencias. Eso, las consecuencias, serán la realización de mi Destino. Pero eso ya lo veremos al final. O, mejor lo verán. Yo no veré mi Destino; mientras yo lo vea será camino. Los que miran a los otros desde su Destino les amargan la vida con sus miradas codiciosas, de reclusos. En cambio, en el camino es grato mirarse. Es grato mirar y ser mirado. Nada de afectar indiferencia por la mirada ajena. Hace un momento me indignaba que tomasen mi vida como espectáculo. Pero ¿por qué no? ¿Con qué les pagaría entonces? ¡Qué fácil es incurrir en la observación ventajista, aun siendo de temperamento refractario a ella! ¿Por qué me he contagiado yo de esto? No; puedo asegurar que, sinceramente, no lo he sentido nunca. Es una cosa que se le pega a uno de los demás. Se quedan inevitablemente en la cabeza sus estribillos atrabiliarios: «¡Yo no consiento…!».«¡A mí que no me vengan…!» Pero yo he gozado siempre con el intercambio. Claro que lo que no he hecho, ni haré, es modificar mis direcciones por complacer a los que miran. Tengo mi norma personal, que estoy decidido a imponer. Porque esa es la verdadera satisfacción, ese contradecir, ese resistir la corriente. Darles lo que piden sería estúpido… Y, sin embargo, ¿por qué no ha de haber también encanto en darles lo que piden? ¿No es magnífico esto de saber lo que piden, o más bien lo que necesitan, mejor que ellos mismos? Porque, habiendo llegado a este estado de desinterés, ¿no es estúpido anteponerse, dar una importancia capital a la propia realización y ser indiferente a las otras? Esta es otra rutina de los opacos, y todo menos eso, ¡todo menos la opacidad! Yo sé muy bien que me he complacido a veces en la realización de cosas para mí absolutamente irreales. Eran los otros los que las pedían, y casi también las hacían. Había una mutua satisfacción en cooperar, sobre todo por ser sin previo acuerdo.

El encontrarme aquella mañana con aquella chica comunista y darme por acompañarla y por llevar a su pequeño en brazos… Yo lo hubiera asegurado sin titubear. Ella aquel día habría salido de su casa tan incompleta como siempre. Una mujer sola con un chico es una trinidad descabalada. Sin embargo, se la veía llena de indefinida esperanza, dispuesta a contentarse con cualquier pequeña felicidad que se le presentara. Y yo no sabía apenas nada de ella. Sabía que era comunista porque habíamos hablado un par de veces. Y me lo explicaba, pareciéndome consecuencia lógica de ello, lo de que tuviera aquel chico. Yo veía que en ella era aquél su comunismo, su comunión. Y me sentí junto a ella, como nunca, profundamente comunista. Acaso lo eran todos aquella mañana. Lo era la mañana misma, llena de efusiva y común cordialidad. Era la mañana diáfana que otros llamarían eucarística y yo prefiero llamar comunística. En ella era preciso que una pareja joven jugase con un niño en un paseo. Todos los que pasaban lo aprobaban. Venían dispuestos a aprobarlo, a comulgar en ello. Y no pasó ninguno que supiese la verdad del caso; porque si hubiese pasado un conocido hubiera visto que les hacíamos comulgar con ruedas de molino. Pero no, la verdad de la cosa era la verdad de que estábamos todos comunicados. Por encima de pequeñas verdades discordes creamos aquella verdad ideal, no menos verdadera; porque en aquel momento era eso de lo que se trataba. Había llegado a desinteresarnos todo lo particular. Es decir, nos sentíamos partes, participantes de un momento, estado, sentimiento común. Distantes, aisladas de esta corriente que nos penetraba estaban las otras verdades, olvidadas. La de que entre la chica y yo no había la menor relación; la de que no éramos nosotros, una muchacha triste y un malgastador del tiempo, los más a propósito para elevar el ánimo de los transeúntes con la ternura de nuestra escena familiar. Al encontrarnos prescindimos, instantánea e inconscientemente, de nuestras respectivas personalidades. Empezó a preocuparnos la personalidad de nuestro conjunto. Empezamos a sentir como única e inminente realidad el aspecto de aquella unión, ocasionada por habernos encontrado en el mismo camino mañanero y haber seguido un rato al mismo paso. Nos sentimos creados por la apreciación ajena. Las miradas de los demás nos incitaron, nos iniciaron en aquel camino idílico. Nos obligaron, nos comprometieron, con una insinuación irresistible, que no tiene nunca el torpe, el práctico consejo. Los que pasaban no sabían nada, creaban aquella verdad que necesitaban, y nosotros no pudimos defraudarles. Perfeccionamos nuestras actitudes con blanda convergencia, hicimos paraditas riéndonos y cambiándonos el chico de unos brazos a otros. Hicimos toda la mañana.

Cuando, al mediodía, la mujer de algún oficinista saliera a abrirle la puerta, recibiría un beso lleno de fragante e insólita tibieza. Un beso más tierno. Eso es más reciente, con ese sabor tan nuevo con que nos sorprende a veces el pan cotidiano. Deliciosamente dorado en el horno que nosotros habíamos encendido en el bulevar para la consumición de los otros. Porque todo el que pasó por allí aquella mañana comunística se llevó su parte, y siguió ya impaciente de llegar a casa y repartirla y comunicarla. El hambrecilla de las doce, que hace aligerar el paso, les apretaría aquel día más arriba del estómago.

Crear estos momentos que repercuten en las vidas de los demás, divergentes de la nuestra. Partículas de nuestra personalidad, que se nos lleva la sensibilidad ajena, que se irán desenvolviendo con ese poco de esencia nuestra, según las mil modalidades de los que las perciben. Esta es la verdadera vida. Pero ha de ser así, no por la aprobación, sino por el placer de la colaboración como único beneficio. ¿Quién no ha sentido ese momento comunístico, esta necesidad del intercambio, de la repartición de bienes? ¡Si todo lo hemos sacado de ahí, de ese fondo común!

Es preciso volcar en él todo lo que se tiene, verlo alejarse de uno en infinitas refracciones centrífugas, que ya volverá irradiado desde otro en cuya esfera de acción seremos punto.

Sólo este comunismo unánime puede salvarnos del torpe instinto de propiedad de la reserva aisladora. ¡Comulguemos en la transparencia!