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Empezó a transformarse la casa por aquel piso, que era precisamente el raquis de su vetustez, lo más anquilosado, lo de más aquilatada ranciedad. Era como su núcleo primero y esencial alrededor del cual las demás cosas se habían ido haciendo consecuentemente, y el espíritu pacífico de la casa llegaba en él a su condensación. Se sentía, al pasar, un silencio no enteramente vacío, como si fuese la guarida de una minúscula alimaña que estuviese allí encerrada durante años de vita mínima, y fue preciso que viniese a alterarla la muerte, tirando de ella con seis caballos negros que se la llevaron como hormigas a su agujero.
Fue un momento de crisis para la casa el de quedarse sin casera, y una mañana de sobresalto aquella en que un Packard le dejó a la puerta a los nuevos amos. A los pocos días lucía el portal el farol Renacimiento que era como el regalo que le habían traído, y mediante unos cuantos obreros, pacientemente arqueólogos, volvían a apuntar los cuernecitos barrocos de una piedra ilustre inserta en su portada.
El piso silencioso empezó a importar y a exportar ruido. Llegaban cajones que con-movían la escalera, dando con sus ángulos en los escalones trompicones de gigante, y al abrirse se ponían enseguida en movimiento sus contenidos ruidosos; zumbaban las máquinas eléctricas, la que sopla, la que limpia, la que calienta; la pianola desarrollaba grandilocuencia musical, y el gramófono se lamentaba en cuatro o cinco idiomas, unas veces, de estar triste, y otras, de estar alegre.
Ahora, después de haber clavado clavos en sus paredes y haber ayudado a cambiar de sitio sus cachivaches, recuerdo siempre en confusa perspectiva lo que había y lo que hay actualmente en la casa, y siempre que entro creo que voy a encontrar aquel retrato de don Carlos en el muro de entre los dos balcones, olvidando que fui yo mismo quien le dio el asalto, quien irrumpió entre los dos haces de luz en el recinto de sombra donde se encastilla, y, subido en la escalera, le devolví cara a cara la inscripción que tenía al pie: «¡El triunfo es nuestro!», pasando en calidad de prisionero a la guardilla.
Con él cayó la dinastía de los diecinueve en aquella casa. ¿Cómo iba a haber presidido los tés de los viernes? Los tés en que la sobrina de Julia perdía en el tango su pantorrilla sofocada. Olvidaba su pantorrilla, la abandonaba, era su cola de sirena que se le escapaba de la falda.
Lo llenó todo aquella pantorrilla. Lo pervirtió todo, nos pervirtió a todos. Estaba tan bien educada, tan bien informada. Sabía tanto de tenis como de tango. Con tacón, sin tacón, con media de seda, con media de lana. Eclipsaba la personalidad de la dueña. Es más: eclipsaba la de su compañera. Era una pantorrilla sola la que estaba en todo. La que saludaba a la gente, la que ofrecía pastas. Esa muchacha tiene el pretexto de su pantorrilla. Ella no es gran cosa; pero su pantorrilla, no cabe duda, está bien. Y la dueña sabe participar indirectamente del éxito de su pantorrilla. Siendo al mismo tiempo la muchacha el pretexto de la familia. Porque ¿cómo iba a haber en casa de Julia esa alegría, esa novelería, si no fuera por ella? Así, en la sobrina está muy bien. La alegría de esa chica es como un globito flamante que cabecea por encima de todos, que se escapa al techo. Pero que se sabe que no va a ningún sitio.
Y nosotros nos pusimos en la actitud de alabarles el juguete, ¡porque les complacía tanto!… Parecía que no querían más que lucirle, que jugar con él, que organizarlo todo alrededor suyo. Pero Julia era la que tenía el hilo y, por lo tanto, la que dirigía el juego. Toda la casa fue cambiando por entonarse con su opinión. Y a nosotros se nos infiltró su influencia más que a nadie, porque nuestra casa estaba aún recién plasmada. Habíamos precipitado su realización acometiéndola con impulso sobrado para una obra enorme, y nos había resultado apenas obra tan fácil, tan breve. Una vez hecho todo nos encontrábamos con nuestro tiempo delante, como una gran fuente de minutos que pudiésemos comer grano a grano.
Así llegamos a la filigrana, al virtuosismo sentimental.
¡Mi maniobra del espejito fue una labor de chino! Fue la manía de ver las cosas como el objetivo del cine, que es como las verá el ojo de la Providencia -¡qué absurda estilización ese ojo desparejado!-. El triángulo de las Potencias debía estar centrado por un límpido, potentísimo objetivo de cerco metálico que destellase pestañas de luz. Mirada monocular, pero omnividente, perceptora de todos los planos, de todas las faces. El espectador de la pantalla pierde todo sentido de situación. Por más que quiera ahora reconstruir aquella escena, no puedo darme cuenta de cómo cambiaba la imagen que me sugirió aquello. En el grupo de la pareja abrazada, con la barba del uno en el hombro del otro, las dos caras eran anverso y reverso. Sin embargo, se veía simultáneamente el gesto de él, caído, entregado, y la fría observación de ella, valorando el sortijón recién regalado. ¡Y tuve la paciencia de perseguirla en casa más de quince días, con el espejito convexo en el bolsillo! Fue una paciencia de naturalista. Acechar ese momento no visto, no disecado por ninguno. Pero del que todos hemos sentido el vuelo. ¿Cómo sería la mirada suya de aquel momento, esa mirada que, sin llegar a encontrarla, se siente tan profundamente? ¿Cómo serían sus ojos, mirando hacia dentro? Porque, indudablemente, las miradas, como los que hablan a través de un tabique, se sienten en el punto de contacto de las cabezas. Pero lo difícil es establecer ese contacto cuando y como se quiere y estar alerta para no dejarlo escapar. Esto es imposible. Porque la situación se llega a conseguir. Me fue fácil llevarla a la consola y retenerla allí, apoyándome yo en el mármol. Podía enfocarla; con asomar un poco el espejito, la veía perfectamente en el espejo grande; pero era inútil: ella sentía mi inquietud, sentía que yo no aterrizaba en aquello, y sólo conseguí sorprender dos o tres gestos triviales, correspondientes a pequeñas cosas que ella decía, en las que su imaginación daba vueltas. Así perseguía yo su mirada, como se vigila la hojita de té que da vueltas a veces en la taza, y que no perdemos de vista en cada sorbo. Pero que, después de haber espiado todo su navegar, se nos borra un momento, el suficiente para pasar por nuestros labios, y nos la tragamos inevitablemente. Cuando la mano con que sostenía el espejismo me pesó tanto que tuve que dejarla descansar en su cintura, ¡entonces fue el momento! Entonces fue cuando su mirada resbaló con la corriente, porque se había tocado el resorte de la compuerta y se precipitó en el fondo. Yo la sentí caer dentro de mí y la apreté a ella queriendo detenerla en el camino. Pero ya era tarde. Sólo me consolaba de no poder verla el estar seguro de que la tenía.
¡Hace un siglo de todo esto! Pero, no; ¿por qué ha de hacer un siglo? Si fuera preciso que hubiera pasado un siglo para vivir lo que he vivido en este último tiempo, ¿qué valor tendría? ¿Cómo podría diferenciarle del tiempo anterior? Ha pasado sólo un puñado de días. El tiempo es el mismo. Lo que ocurre es que estos días, compases de este tiempo, han sido llenos, abarrotados. Antes, en cada uno había una sola nota, dormida a la sombra de un calderón; en cambio, estos últimos han sido de esos desbordantes, de esos que su conjunto en la página es una delirante montaña rusa de escalas, de esos en que las manos del pianista se distienden, estrujando racimos de acordes inabarcables. Han sido unos compases de estruendo, que siempre son buenos para despertarle a uno cuando está medio dormido con la melodía. El estruendo clásico de los cuentos en que se rompe un encanto.
¡Se ha roto el encanto sentimental!
Lo he roto yo voluntariamente. Y lo que más me extraña es que me haya sido tan fácil romperlo, cuando me tenía tan atado. No es más que una pura sugestión. ¿Qué es eso del sentimentalismo? ¿Qué microbio es ése? No es microbio; es un bicho, una araña casera, de esas arañas conservadoras, que están siempre, como en la orilla del puerto, dispuestas a echarle un cable a todo lo que llega. ¡Todo lo atan, todo lo dejan lleno de amarras! Yo creo que en esas casas donde los ladrones abren el armario y no se llevan lo más importante, no es porque no lo han visto; es que la araña tutelar lo tenía tan bien atado que no hubo fuerza capaz de arrancarlo. Y lo mismo debe suceder cuando se siente el atamiento que impide poner fin a un diálogo. Hay gente que no sólo tiene en su casa la araña sentimental; hay quien la lleva consigo. ¿Cómo se podrían resistir esas conversaciones a pie firme que llegan a durar horas, si no fuera porque se está apuntalado, inmovilizado por el hechizo de la araña?
Sin metáfora, yo he sentido positivamente mi voluntad sujeta por un hilo de araña. Claro, que requiere estar en ciertas condiciones para poder sentirlo. Haber pasado un gran rato inmóvil, hecho cosa abandonada, y volver poco a poco a recobrar la voluntad; más bien, que vuelva ella hacia nosotros. Verla venir de lejos y entonces notar que se está preso por un hilo tendido desde la punta del zapato hasta el suelo. Y preguntarle a la voluntad si, cuando llegue hasta el pie, podrá romper el hilo. Es infalible que titubea, que avanza- por dentro de uno, desconcertada, y no atina a poner el motor en marcha. Porque, además, la responsabilidad. ¿Qué puede suceder si se rompe el hilo? Es preciso que la conciencia ayude, o que haga la vista gorda. Y después de roto viene el pensar. Pero ¿cómo he podido? Y ¿cómo no acontece el cataclismo esperando? Y ¡cómo pude haberme pasado así la vida! ¿Pude? No, no pude. Hubiera podido.
Esa es la cuestión. Ese condicional es la complicación, psicológica del verbo. Todo lo que es verbo en nuestra vida está sometido en ese condicional a fluctuar en el campo de las posibilidades, está expuesto a dar el tropezón y rodar la pendiente de lo imposible. Yo escribiré algún día las memorias de mi pasado condicional, las memorias de todas mis potencias triunfantes o fallidas, según fueron de buen o mal modo condicionadas, y tendré que pegar hebra muchas veces en todas aquellas cosas que se soslayaron, que sólo dejaron una débil huella en el punto de partida desde donde hubieran podido ser. Lo que hace falta es saber si para conseguir esas memorias será necesaria una observación excéntrica o concéntrica. Porque enfrentando la reflexión de nuestros actos los inmovilizamos, los atravesamos con esa mirada fría que devuelve el espejo, por estar tan bien centrada con nuestros ojos. Todos ignoramos las posibilidades expresivas de nuestra mirada, porque su línea para nosotros es punto; en cambio, desde fuera es desde donde se le ve ondular, desde donde se puede apreciar su trazo como carácter inconfundible.
Esta es una de las más útiles experiencias que acabo de adquirir. Simplemente por el hecho de elegir determinada mesa en el comedor de madame Marrast, aquella mesa que era arrecife en medio del uniforme elemento francés, nos reunimos en ella como peñones destacados de los litorales, con olvido completo de nuestros continentes, y una corriente recíproca nos llevó a David y a mí a elegir los puestos fronteros. Sin duda en aquel ensamblaje de nuevas amistades que se formaba, nosotros inaugurábamos la nuestra con previo pacto de confianza, desechando toda observación. Acaso por saber que no iba a ser duradero nuestro trato. Con Anatolio me unía cierta relación profesional y sabíamos que aunque nos separásemos no nos perderíamos de vista, nos seguiríamos de lejos en constante y mutuo enjuiciamiento; pero David me inspiraba una amistad rápidamente consolidada a fuerza de aportar en línea recta material psíquico, y a los pocos días me parecía conocer claramente su norma íntima. Fue preciso que un ratón me indicase la brecha vulnerable. Alguien, un pequeño ser astuto que buscaba las vueltas a su integridad,
y al llegar yo un día al comedor le sorprendí atacándole por un flanco. Estaba sentada en la mesa de detrás y, columpiándose en su silla, tiraba del respaldo de la de él hasta lograr la convergencia, y le hablaba al oído, más bien a la oreja, a ese miembro inexpresivo que no podía helarla con un gesto. Yo entonces vi su perfil por primera vez, y me quedé aterrado; me pareció sorprender un complot. Estuve a punto de avisarle. ¡Esa chica!… Pero lo más temible no era la chica, era su perfil, su ojito rasgado, agudamente sensual, guiñado por el malévolo cosquilleo de la tentación. ¡Qué estupenda clave de un temperamento! Tener bien definido su yo, el que él proyecta desde su frente, con su palabra, y un día sorprenderle ese otro que le espía, que está a su lado, pegado a él, esperando el descuido. Porque allí, casi a espaldas suyas, pudo haber un acuerdo, y seguramente no lo hubo; seguramente no tuvo más vida que en el momento en que yo lo vi nacer. Eso sí; en aquel momento, a partir de él, pudo haber sido. Pero seguramente se frustró. Es un fragmento de su historia que acaso él ignora, y que será precioso comprobar con lo que fue en realidad. Yo se lo haré ver algún día, como una cosa que se le hubiese perdido y hubiera recogido yo por casualidad. Por suerte, mejor dicho, porque en la memoria no queda más que una sombra de esas cosas que escapan al foco de la conciencia, y al intentar buscarlas se pierde uno en el vértigo del perro que se busca el rabo.
Yo, realmente, ahora no podía precisar en qué momento eché a andar, cuándo empezó a serme forzoso salir de Madrid. Antes de pedir el permiso en la oficina sufría verdaderos accesos de decisión. Se me aceleraba el pulso y el paso si, yendo por la calle, rozaba una de mis ideas con la del viaje. En cambio, después, ¡qué días tuve de remolonería! Y nada de lucha de deseos. Era más bien como una discusión interminable. Pero ¿por qué no he de irme? Pero ¿por qué no he de quedarme? Discutiendo mis dos posibilidades con expectación nada más, sin ganas de vencer. Claro que mientras discutían, una iba andando y la otra iba quedándose. Pero hasta después de estar en el tren seguí oyendo el ¿por qué no he de quedarme? Y aquí mismo lo oigo aún algunas veces. Sin embargo, el ¿por qué no he de irme?, desde el primer momento tuvo carácter de «Me iré». Lo otro no era más que espíritu de contradicción.
Siempre tuve el deseo de viajar; ha sido esta guía parlante que son Julia y los de su casa lo que me ha hecho tomar el viaje como una medicina. Sobre todo, ese querer convencerme de que me era indispensable, de que yo no podía opinar sin haber salido de casa, sin haber visto París, que es la sede del sentido crítico. Cuando, ¿qué es lo que he venido yo a ver aquí? No es que me haya desagradado, que me haya defraudado; es que no he sacado nada en limpio. Yo ahora haré lo que sea capaz de hacer, sin que París me haya dado ningún secreto. ¡Qué ridículo este venir de compras a París! Más bien de caza, y de caza furtiva. Yo, sin ir más lejos, no pienso alardear nunca de haber adquirido aquí nada. No me interesa esta marca. Pero era necesario este paseo de información, ya que me dispongo a hacer algo. Ha tenido al menos la ventaja de entenderme con Anatolio y de haberme decidido a salir de allí con él. Yo solo no hubiera tenido esa iniciativa, ¡y ha sido fundamental!
Pero decir que ahora es cuando empiezo a interesarme por el viaje. Ahora, con itinerario propio, Julia, seguramente, lo encontrará descabellado. Está acostumbrada a marcar ella los itinerarios, a que todo el mundo se avenga a admitir la dirección de su experiencia. Si no comprende desde un principio la segunda intención de mis planes pensará que los he hecho sólo por emanciparme. Cree que abomino del espíritu turístico. Y realmente abomino. Pero del suyo, no sé; no la concebiría sin él. Es hasta lo que vulgarmente se llama fealdad en una persona, esa fealdad indiscutible, y si llegamos a encontrarla en armonía con algo íntimo -no compensada, sino compenetrada; no que la perdonemos, que la toleremos, sino que la desentrañemos, que sepamos que su porqué es como una humorada de aquella cosa amable-, acaba por parecernos un encanto. Bueno; esto es algo de lo que Julia no se convencerá nunca. Habiéndome oído ridiculizar tanto la manía viajera, tienen que hacerla muy mal efecto mis alusiones. Pero yo estoy dispuesto a no piropearla. Ese elogio fácil y abundante que puede encontrar en cualquier hombre no he de proporcionárselo nunca. Si el mío le interesa, que lo pague caro; que sepa encontrarlo implícito en mi mordacidad. La hubiese parecido de perlas que la elogiase ese cutis tan transparente que tiene. Pero lo de asociar las ventanillas de su escote al sistema arterial de un plano ferroviario le resultó un insulto. No sé cómo no se da cuenta de mi punto de vista, cómo no ve que en mi elogio no hay nunca intención de soborno, que es simplemente hacer constar que me entero de las cosas. Debe bastarla, debe reconocer que es de más valor. Y, seguramente, para consigo misma lo reconoce; lo que pasa es que no quiere dar su brazo a torcer. ¡Señor, qué frase más imbécil! ¿Cómo podrá uno adoptarla con tanta naturalidad? ¿De qué arbitrariedad, de qué violencia no sería capaz el que se le ocurrió por primera vez? ¡Como si intentar convencer a una persona supusiese descoyuntarla! ¿Es que yo intento sacar de quicio su temperamento? No; yo la adaptaré al mío con suave ortopedia.
Me ha herido lo disparatado de la frase, y, sin embargo, tengo que acabar reconociendo que es expresiva. Por la brutalidad de su realismo he sentido instantáneamente que torcía su brazo, que maltrataba sus brazos. La he visto envolvérselos en el chal, defendiéndolos, como cuando abrían una puerta y se le ponía carne de gallina. Pero claro es que no ha sido sólo del frío de lo que la he visto defenderlos así. Lo ha defendido también de mí, me los ha ocultado muchas veces porque no le satisfacía mi mirada. Y yo se los he maltratado, sabiendo que lo percibía. Cualquier otro hubiera sabido engañarla, diciéndole algo de sus brazos, bajo lo que podía ocultarse la más mala intención crítica. Ella se hubiera tranquilizado. Mi observación y mi silencio era lo que exasperaba. Sabía que no podía decirle lo que pensaba, y sabía también que ese no ser capaz de resistirlo la rebajaba en mi aprecio. El día del traje verde llegó a odiarme. No sabiendo que para mí eran sus brazos anquitas de rana, ¡cómo percibió que aquel traje se relacionaba con algo en mi imaginación! ¡Si hubiera sabido que yo me pasé la tarde pelando sus brazos de la seda de aquellas mangas ajustadas, y encontrando sus anquitas de rana, tan tiernas, tan cruzadas de venillas y marcándosele los tendoncitos de las muñecas!
Claro que había antecedentes, porque el día que llegó Alfonso de la Sierra con las perdices, me entretuve en su exégesis, haciéndola comprender que si el cazador las persigue con predilección no es por mera afición gastronómica, sino porque ocultan bajo su plumaje el desnudo de su ideal femenino, y por eso la mujer de ese hombre glotón que suele ser el cazador, debe tener algo de perdiz pelada, con su gran pechuga y sus tobillos flacos. Era un deleite inexplicable el que yo encontraba en aquel momento que estuve a punto de hacerla llorar. Ese dolorcillo del amor propio, tan lleno de compasión para consigo misma, me resultaba delicioso. Toda la tarde la estuve sorprendiendo el característico temblorcito del labio, precursor del llanto, hasta que lo vencía y conseguía ponerse a hablar.
En estos veinte días tiene que haber puesto muchas cosas en claro. Porque cuando yo estaba allí, apenas la dejaba tiempo para reaccionar, y a mí, por lo menos, me es utilísimo ciar un repaso de vez en cuando, distante de la emoción inevitable en el momento de acción. Porque por muy premeditado que se tenga lo que se quiere provocar, cualquier cosa inesperada puede intimidarle a uno. En mí, sobre todo, ese no saber disimular la satisfacción o el descontento del resultado… Esto es de mal jugador, es carecer de técnica.
El habernos separado tan repentinamente tiene la ventaja de cortar estos dimes y diretes. Nos obliga a tomar resoluciones. Claro, que el residuo de lo pasado influirá en la suya. Pero no tengo motivo para desconfiar. No ha habido promesa; pero ha habido pacto. Además, el tiempo y la distancia son archivos apacibles de las cosas. Aunque se exponga alguna a ser roída por una mala pasión, la que se conserva en ellos se puede estudiar a todas luces. Y yo, juzgando por mí, lo veo ahora todo tan perfecto. No perfecto, disparatado si se quiere; pero magnífico. Ella tiene que verlo igual, con serenidad, sin esa indecisión que produce el estar pendiente de los espectadores. Como aquel día que me contestó con una violencia tan indiscreta. «¡Y usted, lo que es!…», y todos volvieron la cabeza. Después de haber empezado, ¿qué iba a hacer la pobre? Tenía que seguir, tenía que arrostrar la expectación, y lo resolvió diciéndolo ya para ellos. Lo repitió mucho más alto. «¿Sabe usted lo que es?» Al segundo, todos comprendieron que iba a hacer una gracia. Pero ella estaba aún inquietísima. Lo repetía como agitando la campanilla, para que todo el mundo escuche. «¿Sabe usted lo que es, quiere usted saber lo que es? ¡Un niño gótico!» Y se rió ella misma su chiste, para redondearlo. Pero en aquella risa agotó su voluntad, perdió el color, se la vio palidecer como si se le hubiese escapado en la última carcajada fingida. Porque en el momento de saltar por la impertinencia mía, y más al verse delatada, al comprender que su voz había sonado excesivamente agria, se puso encendidísima. ¡Cómo desapareció el azul de sus ojos pequeñitos en el rojo de la cara! Fue como una inmersión en aquel rojo, como una ocultación de su personalidad en aquello que salía a defenderla, a encubrirla mientras duraba la tensión. Después la abandonó; más bien, se retiró adentro de ella, y se quedó blanca, con un gesto petrificado, acartonado, de amargura. Hablaba, atendía a los demás; pero yo sabía que aún lo tenía atragantado. Si hubiera sabido contestarme en el tono confidencial que no chocaba a nadie, se hubiera desahogado, me hubiera dicho: «Es usted muy poco galante!, Estoy seguro de que era eso lo que quería decir. Pero no midió bien y produjo una explosión en el almacén de sus indignaciones. Porque fueron todas las pasadas las que cayeron sobre mí. En aquel momento casi no había motivo. Pero antes había habido tantos… Además, es cuestión de mala suerte. Estoy seguro de que muchas veces la he molestado más de lo que pretendía, por ir a dar en sitios ya doloridos por la desconfianza de sí misma. Pero es que incita a la indiscreción, es que está en ese momento de tener secretitos como las tobilleras, como las pequeñas cuando empiezan a encontrarse guapas y disimulan que están pendientes de ello; pero de su mirada se escapa continuamente un «¿Se me nota?» Y Julia ahora está alarmada, sorprendida con sus treinta y seis años. Coquetea con ellos, hace como si quisiese y no quisiese ocultarlos. Se le escapa igualmente el «¿Verdad que no se me nota?» ¡Tan suplicante, tan lleno de una bondad abusona, capciosa, que parece imposible que se atreva uno a hacerle nada malo a la pobrecita! ¡Tan pobrecita!
Siendo la mujer de posición más brillante que he tratado, no puedo menos de llamarla continuamente eso de «pobrecita». Ahora lo veo con una expresión. Lo veo plástico como nunca. Así, con este fondo de coche de tercera, me parece que la veo ahí, enterneciéndome con algo lastimoso… ¿En la boca? Sí. Indudablemente es en la boca. Y el caso es que su boca no es fea. Pero ¡se vuelven de un modo sus labios hacia fuera…, deja ver tanto las encías…! ¡Ha sido en el tranvía donde yo he experimentado una sensación parecida! Esas mujeres que visten con cierta corrección; pero que al sentarse enfrente se percata uno de que en su conjunto hay algo deplorable. Se empieza a buscar; se cae en que llevan las manos exageradamente pulidas y en las mangas de sus chaquetas nos enfocan, enseñando un forro arrugado. ¡Esto me ha producido siempre una impresión tristísima! Y Julia también provoca esa tristeza irrazonable. Yo no creo que lo haga deliberadamente, porque no tiene objeto. Pero acaso su inconsciencia lo explota. Porque, ¿a qué hacer si no esos gestitos cuando habla, cuando llama al perro Mon petit, petit, petit, poniendo la boca cuadrada como una almohadillita, palpitándole apenas entre los labios de la p extraminúscula de petit?
A mí me estremece verla. Me estremece de compasión, me hace casi daño. Me hace daño verdaderamente, y pensar así en ello también. Julia no creería que yo sufro igualmente con estas cosas. Se preguntaría que por qué las creo, que por qué no las desecho. Y yo mismo me lo pregunto. Pero ¡si es que no puedo remediarlo, es que me incita precisamente su ternura, su delicadeza! Es inevitable. Sensaciones de este género han llegado a ser trucos cómicos del cine. Todos, en cuanto vemos aparecer en la pantalla al hombre del pie malo, con su pata estirada atravesando la escena, amerengada de algodones llamativamente blancos, sabemos que es para que se la pisen. Y no querríamos; si pudiésemos, acaso lo evitásemos; pero por no sufrir ese escalofrío, ese dolor de rechazo que es como la repercusión en nuestra antena de un golpe que hiere la corriente común. Y, al mismo tiempo, ¡qué risa!, ¡qué risa más indomable, sobre todo si es el boxeador el que le pisa! ¡Y no digamos si es el alpinista, con sus botas de clavos! Porque, además, esa incitación al daño existe en casi todas las cosas, y especialmente en Julia. Pero el caso es que yo adoro a todas las cosas. Si las hago daño es que es ése mi modo de expresión. Yo no quiero más que hacerme sentir de ellas y sentirlas. Sentir hasta su dolor, el que ya les causo.
Ahora podría decir que he pensado en Julia intensamente. ¿Y quién sabe cómo pensará Julia en mí? Pero presiento que si pudiese penetrar sus intenciones más malas para conmigo, no habrían de hacerme daño. Yo encuentro que esta burla de sus características es la gracia de mi sentimiento, y a Julia la envenena la vida. En cambio, para una vez que se le ha ocurrido caricaturizarme ha ido a dar con un insulto tan familiar, al que estaba tan acostumbrado.
¡Cómo me pueden aún las costumbres!
No creo que haya nadie que, desprendiéndose con tanta facilidad de sus costumbres, les tenga tanto cariño como yo a las mías. Las dejo sin darme cuenta, sin despedirme. ¡Pero cuando las vuelvo a encontrar!…
Y esa frasecilla que a los doce años me exasperaba oír con tanta frecuencia, al encontrarla otra vez en Julia, lo primero que me causó fue alegría. Me dije: «¡También Julia!» Y me lo dije con satisfacción. Aunque, bien pensado, no podía satisfacerme más que por mi amaneramiento en alegrarme con cualquier recuerdo. Porque lo de que también Julia incurra en esa incomprensión que yo creía de exclusividad de los tíos; que sea capaz de soltar esa frase que implica psicología de tía… Eso es; se puso en ese plan conmigo de mandarme a la cama por molestar a los mayores. Esto me contraría indudablemente, porque implica distancia. Y una clase de distancia infranqueable.
Lo que pasó es que como la frase yo verdaderamente nunca la había rechazado, aquel día la acepté, como de pequeño la aceptaba: en secreto, dignificándola para mí contestando a ella como cualquier otro chico mal educado, pero quedándome diciendo: «¡Sí, lo soy, lo soy y lo seré siempre!» Claro que entonces no había averiguado aún su significado -ahora estoy seguro de que es ése-, pero sabía lo que los demás ponían en ella: una mala intención de destruirme lo más mío, mi personalidad más irreductible. No habiendo en casa nadie de intención lo que se dice mala para conmigo. La verdad es que todos me querían; pero me lisonjeaban con su cariño como prometiéndomelo, como enseñándomelo, como diciéndome: Si prescindieses de eso tendrías más; y yo me decidí a prescindir de las manifestaciones, no por captármelo, sino porque en esa edad, por encima de todos los sentimientos, se codicia el sabio escepticismo de los mayores. Nunca hubiese llegado a aclarar nada de esto si no hubiera pasado estos días en Rouen. ¡Qué evocación! ¡Qué evocación de mí mismo! Cada uno tiene su manera de evocar. Yo, aunque hubiese sabido mucha historia de Francia, estoy seguro de que no me hubiese acordado de ella. Pero ¡qué fondo, qué paisaje para un yo lejano! ¡Qué bien me encontré entre aquellas formas, entre aquellas expresiones predilectas un tiempo! ¡Qué evocación de aquel momento mío en que este espíritu era ya como una evocación, queridísima, de algún momento que hubiese sido mío!
Tuve días de pasear por Rouen unido a la ciudad con camaradería. Como si tuviésemos cosas que contarnos de cuando éramos «niños góticos». Y precisamente en esos días no me acordé de la frasecilla, no fui capaz de darle este significado. Pero me rondaba su recuerdo con vaga pesadumbre por haberlo cultivado clandestinamente, por no haberme atrevido a ir por serlo a la hoguera, como allí mismo había ido la que lo fue por excelencia.
Ya en París me perseguía este sentimiento, y me contuve dos o tres veces de hablar de ello a Anatolio, porque no todo el mundo suele comprender cómo se puede sufrir el arrebato admirativo de una cosa que en apariencia no tiene nada que ver con nuestra actualidad estética personal. Cómo se puede encontrar consonancia en algo de lo que nuestros actos difieren, y tener, sin embargo, la certeza de que en ello hicimos profesión de fe.
Claro, que en una cosa de esa categoría está permitido a todo el mundo poner sus debilidades. Pero el caso es que yo las padezco bochornosas y no sé separarlas. Me callo por eso, porque sé que al que le abra la puerta de ese desván de representaciones mías ha de asombrarle mi incapacidad de selección.
¡Daoíz y Velarde!… ¿Qué puede quedarme aún de lo que me hirió de aquel modo en mi primer paseo a la Moncloa? ¿Qué es eso mío que personifiqué en ellos? ¿En cuál? En los dos. En el que coge la mano y en el que la tiene cogida. Ni su plástica, ni su mímica, ni su juramento de morir por la patria. Aseguraría que nada de esto fue lo que me impresionó, por-que hoy lo compruebo latente. Siguen jurándose lo que se juraron en mí aquella vez.
Ahora ya todo esto quedará en mi recuerdo atado por asociaciones de rara cronología. Al tocar con esta vuelta que doy por Francia, sacaré siempre el recuerdo de mis doce años. Y todas las cosas sufren algo de esto. El impresionismo tuvo también su momento de evocar las catedrales góticas, de acariciarlas, de remozarlas con sus recuerdos, llenándolas de juventud, vistiéndolas de hijas de María, con los velos azules que el impresionismo puso en todo.
Para remate tenía que ser en marzo cuando yo viniese a París. Todo invierno de París será para mí siempre del 1900. Yo concebí París en las ilustraciones de aquel año que vi tiempo después. París, como el siglo XX, me parecía algo acabado de hacer, algo que apenas tenía dos años cuando yo ya tenía cuatro o cinco. Y en todas las imágenes que conservo había esa alegría del buen día de invierno, lleno de primavera. Por esto debe ser por lo que más siento que París se ha realizado para mí. Porque he sorprendido a la torre en ese momento de alegrarse con el primer sol, creyéndose que va a echar hojas.
Esta semana, en cambio, ¡qué retroceso en el invierno, qué desfallecimiento del año! Son como dudas, como pruebas estas alternativas de marzo, en las que parece que hace años mínimos para ver cómo le salen. Años que duran unos pocos días, a veces uno solo. Pero sus otoños tienen un descorazonamiento que prevalece de toda experiencia. Es inútil saber que viene abril dentro de poco; el cariz del momento es otoñal, y nos apagamos con él. Lo que más alteran estos cambios de tiempo es la sensación de las distancias. Un viaje de cinco o seis horas se hace inmenso.
Nos sentimos antípodas de aquel hemisferio luminoso que acabamos de dejar.
Ayer, en Dieppe, pude haber elegido la vuelta a la primavera, como Anatolio. Pero me complacía apurar el día invernal cerrado, hundirme en él, dejar toda esperanza en el depósito de equipajes. Me decidió más que nada el acento del mozo comentando la inutilidad del paraguas al verme sacarlo. Me convenció de que era mejor no defenderse de aquella lluvia que parecía disponerse a reblandecernos en un invierno próximo, interminable. Y se lo transmití a Anatolio; le abrumé con la sensación. Por eso ha huido, porque mi humor de ayer tenía esa pesadez insoportable de cuando temo que se aburran en mi compañía. Y después lo comprendo: es mejor callarse. Dos personas pueden pasar muy bien un día en silencio sin que les pese el tiempo. ¡Pero con esa charla inagotable y agotadora!… Se recuerdan sus periodos, se miden, se espera su decrecer como el de la lluvia. Hasta sus goterones -su exclamación, su interjección- rebotan en la cúpula del cráneo, tensa como la del paraguas, apanderada, sensibilizada, de tanto caer en ella; erizada de esas estrellitas que producen las gotas en las piedras. Estrellitas de cristal que transpasen los ojos, y estrellitas de sonido las palabras; y, más aún, ¡las fichas del dominó en las blancas losas de las mesas! ¡En el café fue el concertante! ¡Haber caído allí y resistir los clic clac, los zig zag, los run run! Fuimos a buscarlos. En momentos así se va siempre a parar al café, y en ese café ramploncete, grande en la ciudad pequeña, se encuentra siempre cerca el dominó como un conocido estúpido e inevitable. Un morenazo vacuo, de risa mellada -fichas boca arriba y fichas boca abajo-, estrepitoso, que nos produce una borrachera traumática, que nos aplasta con sus palmadas en la mesa, que nos atonta con su tecleo. Teclado en libertad. El dormido es un juego para músicos.
Es necesario un amigo de esos que le aguantan a uno aunque no les haga caso, aunque esté inaguantable. Anatolio, yo presentía que no me aguantaría mucho tiempo. Estoy en una fase que no debe resultar agradable mi compañía. Yo mismo le he hecho fuerza para que se fuese; le he empujado hacia la Bretaña pintoresca y me he cogido solo mi trenecito de Treport [1] Hacía el invierno. Tengo ilusión por Treport. Estoy seguro de que trabajaré allí. Está aislado. Pero mejor. Tengo ya demasiadas sensaciones. Claro que no es lo que me conviene. Estoy queriendo salir de este plan y no acabo de conseguirlo. Ya me dispongo otra vez a estar solo; no sé cultivar una amistad. ¡Cuando ese chico era el compañero ideal! ¡Tan dispuesto, tan bien informado! Lo que me ha sucedido es que he tenido el temor de explotarle. ¿El escrúpulo? No; ahora, en frío, le explotaría, le adoptaría como compañero permanente, y me sería útil tanto para buscar un buen hotel y no dejarme engañar en las tarifas de los taxis, como para conocer gentes e ideas de última hora. Pero si eso estuviese permitido, si pudiera uno ponerse de acuerdo, yo le hubiera dicho: «Aparte de que es usted muy inteligente; aparte de que estimo su trato, su cultura, su orientación -a mí ahora estas cosas no me interesan-, aparte de todo, me hace falta que esté conmigo.» Eso es lo que le hubiese dicho, y hubiéramos podido seguir. Pero eso de que el chico notase que le dejaba como para luego no podía ser. Y no sé si en mis cartas se notará también algo parecido, porque, ¡podría ser su repercusión lo que yo encuentro en las de ellos! Siento a veces que siguen alejándose, apagándose, y me parece que es eso de estar ellos al sol y yo a la sombra lo que nos incomunica. Siempre temo que mis cartas les resulten grises, vistas con aquella luz radiante, y que sean ellos los que intentan entonarse. Pero «la realidad no es ésa», como Alfonso diría; es la frase que más le gusta. Y la realidad también es lo que más le gusta. Su realidad, una que él produce, de la que debe haber sacado patente. Por eso intenta convencer a todo el mundo de que es artículo de primera necesidad. Querría que todos hiciésemos gasto de esa realidad suya, y a los que no picamos nos dice que estamos fuera de la realidad. La concibe como una capa atmosférica. Cuando «en realidad» no es más que un produeto especial de su laboratorio. Empapa de él todas las cosas, las caza, las despluma y las presenta enseguida en esa salsa espesa de su realidad.
Empiezo a temer que será esto lo que ha hecho con mis cartas, ahora que no estoy yo allí para defender mi realidad, para ser lo real de mi realidad, para que los demás encuentren en mí el hueso, el centro sólido que las gentes necesitan encontrar en las realidades. ¡Qué garantía estará él prestándole a la suya!
Y a lo mejor, creyendo que me ayuda, que se quedó allí para rematar, para perfeccionar todo, para encargarse del ajuste, del montaje, del «ya está». Sabiendo, como sabía, que yo había hecho allí lo que había querido, tiene derecho a suponer que me fui porque no encontraba solución. Y eso es lo que le encanta. Que le den materiales con que lucir su disposición extraordinaria, porque sólo en un medio así resulta él extraordinario, y daría media vida por serlo. Es otra de sus frases: «No me las doy de extraordinario». Pero ¡cómo se sitúa! Olfatea el desorden; allí donde el ambiente cargado empieza a hacerse crónico, pulveriza su aplomo refrescante para producir esos «¡Oh, qué bien!», «¡qué agradable!, que producen siempre los contrastes.
Esto es lo que noto; parece que al salir yo de allí se han acomodado y se han dispuesto a tratarme en ausente. En ausente perpetuo de la realidad. Alfonso me escribe con fruición, como si me tuviese indefenso, incapaz de despistarle con mis interpretaciones. Y Julia también parece obedecer a lo mismo. No descuidan el escribirme. Pero sus cartas son más bien partes: me informan de todo, como si padeciesen ahora fases, estados inapelables, en los que no cupiese hacer más que notificármelos.
¿Será posible que hasta mi casa haya sufrido su influencia? ¿Quedará también nuestro piso sumergido en la zona de su inundación? No me cabe duda. También de entre nosotros falto yo. También las cartas de ella son de ella sola.
¡Que se lo lleve todo; que lo termine todo, si puede ser! Eso es lo que yo necesito: saber si puede ser, porque no pienso disputarle nada.
Esto es un desahogo estúpido. Yo no quiero que se lleve nada. Pero saber si podría ser, si todo lo mío, toda mi realidad, podría disolverse en la suya, si podría zambullirme en su razón cristalina, y deshacerme, destilarme, clarificarme hasta desposeerme de todo color, de todo olor, de todo sabor personales, ¡cómo he experimentado esto otras veces ante los juicios que acostumbra hacer de mí! Me he sentido asistiendo a mi propia evaporación. Le he visto enseñarme triunfalmente el frasco, y he tenido que acabar diciendo: «¡Pues es verdad, ya no estoy!» Claro que siempre volvía a encontrarme. Ahora es cuando temo que sea la definitiva. Lo temo, no lo puedo negar. Pero ¡qué impaciencia tengo por comprobarlo!
¡Esta sensación!… Es la de estar durmiéndose y querer darse cuenta de cuándo se pasa la línea del estar desierto el vértice de la rampa que se va subiendo tan ligeramente, montado en las ideas, tan ágiles, tan expresivas; pero que con tanta facilidad le dejan a uno caer del lado de acá, del lado duro, como intente averiguar su mecanismo. Lo peor es que si se llega a subir con ellas hasta el borde y a rodar por el otro lado, allí empieza lo interesante y lo incomprensible. Porque generalmente se cree que para el fracaso ha de ser como un brusco despertar su fracaso, por lo que la palabra tiene de estrepitoso. Pero a mí lo que verdaderamente me espanta es resbalar en la pendiente sorda, en la rampa enguantada de lo inconsciente, y seguir por allí tratando con mis fantasmas, y que los otros, los marrajos, se estén sin hacer ruido para no despertarme.
Es algo parecido a la envidia este sentimiento. Claro que no es envidia de su realidad. No puede serlo. La mía es la que yo necesito, ¿imponer? ¿Por qué, si no dudo de ella? ¿Por qué no puedo menos de desear las corroboraciones? Estando como estoy compenetrado con mi realidad, ¿por qué no puedo menos de querer comprobar la dureza de mis fantasmas?
Incurro en el realismo de todos, y de Alfonso sobre todo. Con la agravante de un egoísmo implacable porque repugnándome tanto la idea de sumergirme yo en su realidad, no puedo menos de querer difundir en todos la mía.
¡Pero es que la mía!… Aunque no sepa cuál es; aunque no pueda decir casi nunca nada de ella, sé que hay tal diferencia, tal distancia… Precisamente en lo de la distancia está la diferencia; porque no hay la misma de acá para allá que de allá para acá. La infranqueable es sólo para los realistas, para los que argumentan que entre dos cuerpos no hay distancia cuando al pasar se tocan, ¡aunque al tocarse hayan sonado a leguas! Pero en este momento en que la distancia solicita al hombre de tal modo, ¿quién puede limitar su radio a lo escuchable, en vez de dejarle distenderse, ¡aunque se disipe!, en lo perceptible?
Es vulgo, en el peor sentido de la palabra, todo el que experimenta ese prurito de extensión y busca puntos de referencia, y abandona sus orejas al diletantismo de la distancia, y se cree haber adquirido la potencia de saber los rumores del otro lado del mundo. ¡Mientras las ondas de lo perceptible se rizan sobre todo, lo cruzan, lo traspasan todo y sólo rebotan en él! Y es que esas ondas abarcan distancias que no caben en su realidad. En su realidad cabe la distancia que hay de aquí a Chicago. Pero no la que hay de un momento a otro, ni la que hay de la realidad a la irrealidad.
¡Esa es la que a mí me obsesiona!
¿Por qué no podré yo saber si es que «en realidad» me he fugado? Habrá sido preciso que no lo sepa para que lo haya hecho. Pero, en cambio, sabiéndolo, hubiera tomado mis medidas. Ellos deben saberlo; seguramente no se imaginan mi duda. Podrán suponer que no estoy muy seguro de lo que voy a hacer. Pero no saben que lo que a mí me preocupa es la significación de lo que he hecho.
¿Cómo hablarán de mí? En casa es posible que ni hablen. Pero entre los otros será el juzgarme, el analizar mis actos y mis porqués, que acaso sólo Julia comprende.
Sería magnífico que yo mañana cogiese el tren y me presentase allí. Que llegase al día siguiente de mi solicitud de prórroga del permiso, a coger mi destinito por los pelos. Ahora que están viendo que se me va a escapar. ¡Si me lo hubiesen preguntado con claridad, ellos que lo presentían! Pero Alfonso, ¿cómo iba a aventurar una pregunta ingenua? Tenía que hacerme ver su penetración en la indirecta, en el «a mí no me la das». Él mismo no sabe el alcance de su última carta. «Yo ya sé que lo que te propones es jugarte el destino.» Pero yo sí que sé lo que se deduce de su perspicacia. Me cree fríamente desertor del Destino. Más que jugármele, lo que cree es que juego con él al escondite, y que ahora estoy en el momento feliz de haberle dado esquinazo.
Lo gracioso sería que ahora me viesen llegar persiguiéndole. Pero tengo mucho que hacer para andarme con bromas.
Que crean que estoy emboscado, defraudando a un pobre destino que me esperará inútilmente. No pueden suponer que mi Destino y yo vamos de mutuo acuerdo por estas tierrecitas. Solos, sin saber casi lo que nos ha traído aquí, obedeciendo más a seducciones, a insinuaciones de las cosas que a los buenos consejos de los buenos amigos. ¡Cómo nos tira ese cartel de las estaciones! ¿Se me habrá ocurrido por eso? A lo mejor sí. No recuerdo dónde lo vi primero. Pero siento que expresa algo que nos satisface mucho a mi Destino y a mí. Aunque no es ésta la línea, cada vez que leo «Visitez Calais clef de la France» <strong>[2]</strong> me da ganas de decir: “¡Vamos bien, vamos bien!» Pero es posible que me parezca tan bien nada más que porque siento que voy en su compañía. El otro, el destinejo, cuando lo acepté ya me reía de darle este nombre tan profundo. Saber que iba a dejarlo así, a los tres meses, no lo sabía. Yo suponía otra cosa cualquiera, imaginaba excursiones ideales que satisfaciesen mi deseo de ilimitación. Pero esto de dejarle… Claro que la cuestión es saber si me deja él a mí; porque aunque quede allí el Ministerio, su forma temporal, ¿quién me asegura que no es Destinejo el que viene conmigo? La amarra de aquel momento de pobreza, de abandono, ¿se habrá roto, o estará agotando su elasticidad y cuando menos lo espere, ¡zas!, tirará de mí y volveré a caer en el punto de partida?
¡Cómo se presta hoy el día para este juego con sus llantitos histéricos y sus solecitos entre lágrimas! Podría hacer cincuenta esquemas de mi vida. Proyectos, maquettes para las rinconeras, para pisapapeles. Sin pesimismo, sin optimismo, sin dramatismo; nada más con la estupidez de las reducciones. No sé si este exceso de ensayo, esta manía de ejercitar la conciencia en conjuntos que caben en la palma de la mano hará que la realización sea una cosa fría, y hasta, lo que sería peor, sistemática, monótona, por amaneramiento en las soluciones.
Tiene ahora para mí mi propia vida el problema complejo que tenían las casas de cartón cuando yo hacía el pequeño arquitecto. Por un lado, su construcción, la delectación de su forma; por otro, su hueco, el sacar de mí la suficiente vida para poblarlo. No sé en qué había más arrobamiento, si en la contemplación de su perspectiva, de los accidentes de su fachada, o en la de aquellos tabiques irreales que componían la interioridad de su organismo, lleno en todos sus rincones de un alma que era la mía.
Hay que resolverlo, hay que enfocar el total y ser capaz de llevarlo a cabo: de ¡realizarlo!, lograr una construcción sólida con todas las reglas del arte, donde puedan encerrarse las reglas íntimas, las normas informulables.
La cuestión es ésa: compaginar, armonizar, logrando la máxima tensión de actividad intelectual.
Treport, un clima frío, y tiempo, falta de distracción. Pasear, caminar por la costa hasta hacer entrar en reacción al cerebro. Caminar sin puntos ni comas, hasta que se termine la costa de Francia. Claro que antes que se termine está la tentación: el salto de Calais. ¡El salto, claro, el paso es para los que van por el agua!
Nada de imposibilidad; no es más que cuestión de esfuerzo, de resistencia. ¿No hay quien lo cruza a nado? Esa es la solución del problema. Mejor dicho; no es ésa, pero está allí; no hay más que ir y encontrarla. «Visitez Caíais clef de la France.»
<a l:href="#_ftnref1">[1]</a> Ciudad de la costa de Normandía, en Francia. Según Chacel, su visita a Le Treport entre 1924-1925, con Timoteo Pérez Rubio, fue la fuente de inspiración de Estación. Ida y vuelta.
<a l:href="#_ftnref2">[2]</a> Traducción al español: «Visiten Calais, la llave de Francia». Es la entrada a Francia más cercana a Inglaterra.