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Basta abrir este cajón de mi mesa para darse cuenta de una de mis flaquezas.
Todos los aprensivos creemos en esta varita mágica, sentimos que el termómetro es la sanguijuela que chupa la fiebre, y que al llenar su tubo digestivo se lleva el exceso que podría matarnos.
La fiebre, ardiente y fría, debe rodar por dentro de uno con la inquietud de esas bolitas que saltan al romper la tripilla de un termómetro. Era forzoso que tuviese alguna relación con ese metal que contagia su temblor hasta el delirio del baile de San Vito.
Nunca había sentido una fiebre que cuajase en algo tan sólido como ésta. Otras veces me había dado cuenta de que sus imágenes se desprendían de mí, de que eran centrífugas. Pero en éstas se quedaban a dos pasos, como una realidad independiente; me cercaban, me rodeaban, y yo chocaba con ellas. ¡Eran de una dureza! Mi pesadilla me parecía estar dibujándola en un encerado de madera muy seco, muy empolvado. Tocando su aspereza, rechinando el yeso, borrando con el trapo seco igualmente, que me llenaba la garganta y los ojos del polvillo. Con una sed horrible, ¡hasta en las manos!, de algo húmedo que se llevase todo aquello y dejase la superficie tersa.
¡Cuánto tiempo había estado acumulando materiales para aquella pesadilla! Tenía ideas, impresiones indigestas de varios meses, cosas que había ido almacenando, porque mi estado las necesitaba para desahogarme en aquella crisis. Las había buscado últimamente, cuando aún no podía comprender que me eran necesarias. Pero, inconscientemente, me había hartado de ellas hasta el ridículo, como el día del atropello. Engañándome con el pretexto literario. Diciéndome: «Es curioso, ¿por qué no he de observarlo?» Pero metiéndome, cayendo en ello hasta la emoción imborrable. Claro que la de aquel día no fue más que un presentimiento de la otra. Tuvo todo el carácter de lo pasajero; una impresión fuerte, que se desecha por extemporánea, por no poder comprender a qué venía aquello. Hasta por sentido económico del caudal emotivo. Esto en apariencia, para tranquilizar a aquel consciente que era yo entonces. Pero, en realidad, por saber que no tenía recursos para gastar, para despilfarrar, como tuve después. Hasta después mismo lo reservé para el momento álgido. Primero estuve deleitándome con los treinta y siete grados, con los treinta y siete y medio, con los treinta y ocho. La fiebre en su principio es una llamita de alcohol que limpia y da esplendor a los utensilios del pensamiento. Se empieza a desarrollar actividad, a preparar cosas para lo que viene después; y con los treinta y nueve empieza el desbarajuste.
¿Dónde lo tendría guardado, que lo saqué con aquella brillantez? ¡Brillantez!… No, era áspero, no tenía ni un punto pulido por la luz, sino un claroscuro violento. Lo blanco era lo que yo ponía. Mi creación se desmoronaba, apretándose contra lo negro impenetrable.
Me lo fui reconstruyendo detalle por detalle. Con insistencia, con intransigencia. Lo hacía, lo borraba. No; así no; más bien así. Primero, cuando aparecieron ellos antes de que yo los viese. Aparecieron, ¿para quién? Esto sólo se puede concebir en el sueño. Estaban, iban, uno detrás de otro, tan perdidos, tan olvidados el uno del otro y de mí, que no los veía. Pero que los vi cuando ya no estaban así. Después, al reconstruirlo, fue en lo que más exigí, en lo que toda fidelidad me parecía poca. Uno detrás de otro contemplarlos así, sin nada, ni mi mirada siquiera, que les turbase, les tocase. Contemplarlos así era lo que yo quería conseguir, y lo que conseguí. Después, lo entrevisto, lo visto casi. El auto negro rozando al pasar a la mujercita. ¡Claro! El auto era negro. Yo, en mi pesadilla, no dibujaba el auto; era del tablero, del espacio; era lo negro, tan negro, que llegaba a ser agujero donde ella pudo haber caído. ¡La mujercita, tambaleándose, saltando a la acera con sus tacones, con la señal del salvabarros en el abrigo de seda! Y él entonces, cayendo en la cuenta, volviendo tan rápidamente, ¡y de tan lejos, y con tal temor! Desencajado por el espanto que había sufrido en el trayecto de la media vuelta.
Esto lo reconstruí cien veces, y ahora mismo lo encuentro inagotable. Cómo él la oyó gritar y se percató de todo, y cómo se replegó, cómo huyó adentro de sí mismo por no ver. Pero al mismo tiempo, cómo acudió inmediatamente, incapaz aún de reaccionar ante la evidencia de que no había ocurrido nada, aferrado a la necesidad de lamentar el momento tremendo que había ya pasado. Y cómo la miró, la tocó, la inspeccionó y se la llevó cogida por el brazo. Apretándola, mirándola con toda la cara, una cara pálida. Tragándose sus energías, concentrándose, disponiéndose a la defensa.
¿Fue en la reconstrucción sólo o fue en la tarde del hecho? ¡Cómo lo he perdido! Pero no pudo ser en la realidad. ¿Cómo iba yo a haber ido detrás de aquel modo? Y, sin embargo, ¿por qué me vi después? Me veía, no sé desde dónde, ir detrás de ellos, conversando con ellos. Más bien apropiándose, su conversación no, porque no hablaban. Su emoción. Dejaban una huella en la temperatura en la que yo me deslizaba. Tiraban de mí con su dinamismo recién renovado. Huían casi de mí, y me llevaban. Yo iba arteramente, y me temían porque llevaban algo: su integridad.
Esto no pudo pasar. Yo lo creé de la profunda impresión que me dejó la transmutación de aquel hombre de distraído en alarmado. No pude ir por calles y calles detrás de ellos, ¿llorando?… Ahora me parece recordarlo. Pero indudablemente hubo entre los tres lo suficiente para interpretarlo así. Es posible que fuese mi actitud, la atención que les presté, tan extremadamente comprensiva y compasiva, la que una vez pasado el desconcierto les fue antipática. Debí seguirles unos cuantos pasos, y ellos echarme, espantarme con el gesto, porque estaban en un momento de concentración. Todo duraría un par de minutos. Fue después cuando lo prolongué con todas las variantes posibles. Tan pronto les sentía distantes de mí, cerrándose a mi observación, como les penetraba hasta confundir sus sensaciones con las mías. Unas veces experimentaba cierta inferioridad de situación, me sentía invadir por un estado suplicante, pedigüeño. Y otras me llenaba de aquel sentimiento de integridad, de unidad, del que ellos iban rebosando. Esto de la unidad llegué a sentirlo tanto, que la imagen de la mujer acabó por desaparecer. No por irse, sino por confundirse con la de él, como una cosa que se traga, como una idea que se olvida. Entonces, me parece que volví a empezar, que volví a caer en la contemplación de él sólo. Pero no sólo como si le viese a él solo por primera vez, sino suponiéndola dentro. O no; fue más bien que terminé por suponerles a los dos dentro de mí, y por contemplarme como antes a ellos. Igual de solo, igual de olvidado me estuve viendo mucho tiempo. Hasta que inesperadamente me pasó el tranvía por encima. Pero, aunque desperté bruscamente, ahora recuerdo que me quedé un rato pensando en que el atropello mío, aunque me había impresionado, no había tenido casi sensación de verdad. No había habido choque, no me había visto caer al suelo. Había sentido como una ducha, como una cosa ligera que pasó por encima de mí sin aplastarme, sin producirme más que un escalofrío. Y, sobre todo, la sensación era tan conocida, tan experimentada. ¡Indudablemente!, era la de ser atropellado por la sombra del tranvía. Y es que esa es mi especialidad, detenerme a un palmo de él. Más que detenerme, llegar en el momento preciso en que un paso más y no habría reflexión posterior. O habría la más desgarradora. Esa en que la palabra reflexión adquiere sentido de espejismo, de proyección ilusoria en una realidad negra y vacía.
La reflexión del mutilado será, indudablemente, enfocar desde el punto anterior el de la catástrofe. Enfocarle bien y resolverle, evitarle. Detenerse en el momento oportuno o soltarle sin perder nada.
Yo, siempre que he oído decir de alguno que en tal ocasión perdió un brazo, he imaginado al distraído perdiendo su brazo en el camino y siguiendo sin darse cuenta. Porque más triste, más desolador que todos los dolores corporales, es el dolor que nos causa una cosa al traicionarnos, escapándose cuando no nos enteramos. ¡Es un dolor tan profundo!… Pero su profundidad no está en el que lo siente, sino fuera, en algo adonde se asoma -la falta-, tan profundo, que lo que duele es el esfuerzo de buscar y no encontrar.
Parece como si las ideas, al nacer en nuestro pensamiento, iniciasen un circuito que, traspasando la realidad, volviese a traernos el grato sabor de su comprobación. ¡Y cuando ésta falta! En el mutilado habrá siempre un punto por donde se asomará desesperadamente su ser indivisible. Llevará colgando el alma del brazo, buscando inútilmente la materia conductora.
No hay tristeza más inconsolable. La muerte debe ser algo así. Ir perdiendo terreno en uno mismo, ir reduciéndose a un punto hasta acabar por perderle también. Después, el alma desahuciada, puesta en la calle, se olvidará a sí misma con el absoluto abandono a que puede uno entregarse en los viajes. Irá hacia la vida eterna en el sleeping de la esperanza.
Es en el tren donde se experimenta, como en ningún sitio ese no sentirse, por no poder suponer lo que se sentirá al llegar. Claro que hay que haber llegado a mis años sin haber visto más que Madrid y Medina del Campo para sentir la trascendencia del tránsito, para experimentar la sensación de la nada, sólo por saberse llevado hacia un medio incógnito. Sin embargo, siento que aunque llegase a viajar frecuentemente, sufriría de vez en cuando ese anonadamiento. Y hasta es posible que todo el mundo, el turista, el viajante, el empleado del tren, sean víctimas de él algunos ratos, aunque no lleguen a concretarlo. Pero en ellos no sería pura emoción, sino más bien estragamiento. Yo he percibido cuando todo el tren está enfermo de eso. Hay momentos, en el viaje, en los que el tren olvida su rumbo y baila su traca-trá, traca-trá como sobre un ladrillo. Para el viajero que mira el horizonte, el paisaje entonces forma en gran parada, haciendo maniobrar en perspectiva de concha a los batallones de los sembrados. Yo he encontrado siempre en ese abandono un vago encanto, siempre ha sido el paisaje ferroviario una de mis predilecciones. ¡Su color, sobre todo! Ese color que el tren esparce, y que no es el negro del carbón, sino un polvillo plomizo que asimilan los demás colores, adquiriendo densidad, que se ciñe a las formas de las cosas sombreándolas con violenta acentuación. ¡Color del uniforme de las palomas de las estaciones! Las volutas de sus pechugas están redondeadas por ese claroscuro expresivo. ¡Todo es expresión en el tren, en la estación, en la vía; todo es dramatismo! Yo viajaré siempre en esos trenes calmosos, que se entretienen con todo en el camino, para poder ir haciendo gasto de mi afectividad por el ambiente ferroviario. Y veré en las largas paradas pasar a los rápidos, desmelenando con su aire a los sauces que hay en los jardinillos de algunas estaciones. Debe ser en esas en que las lágrimas de una despedida hicieron brotar ese árbol que tiende los brazos a todos los trenes. Y saludaré al guardaagujas, que está siempre de buen humor, y más a la guardaagujas, cuando muletea al tren, con su chico en brazos y la muleta verde; porque la roja es para los grandes casos. Con ella podría lucirse el as de los guardaagujas, si en un momento de peligro le pusiese al exprés la mano, en el testuz y le parase en seco.
Estas ideas del tren son entretenidas, se suceden con facilidad al ir ojeando las ventanillas. Pero, al mismo tiempo, otras de más densidad se van almacenando en el secreto de lo informulado. Y se unen a sus parejas en el orden atacándolas -las secretas a las otras-, anidando en ellas en su pequeñez de infusorios, y alterándoles el color y la temperatura. Por eso, al encontrarlas después, es el querer sacar lo que le suena dentro, sin descubrir en su apariencia exterior el resquicio por donde pudo meterse.
Por lo regular, todo lo que se relaciona con los móviles del viaje, al saberse fatalmente estación de llegada, deja languidecer en el trayecto el interés de su inminencia. Pero es fuente de esas ideas infusas, de esa inquietud que sigue calladamente un cauce subterráneo, dispuesta a precipitarse en la realidad sea como sea.
Decididamente, no puedo atribuir a mi falta de costumbre de cambiar de ambiente el anonadamiento que me produce el viaje; porque cuando me he hundido en él sin más reme-dio ha sido precisamente al volver a casa. Estaba verdaderamente imposibilitado de suponer nada; me disponía a ser circundado por algo de lo que, por muy cerca que estuviese, temía que me separase siempre un enorme desconocimiento. En ese estado fue en el que llegué, y la vista de Madrid no me hizo reaccionar, porque era una disposición de ánimo la mía que me incapacitaba para encontrar en ningún sitio algo que no fuese ese aspecto de página, de lámina por donde paseaba mi mirada. Pero sin moverme dentro de su atmósfera.
Lo que yo necesitaba era hacer acto de presencia para conmigo mismo. Claro que desde que decidí la vuelta empecé a volver hacia mí. Pero sin la experiencia de los sentidos. Mi vuelta era un deseo latente que reclamaba realización. Pero volver a mí mismo, a aquel yo que podría recordar, y volver de la mano fría de aquel recuerdo… No, no era esto. Mi anonadamiento, mi acorchamiento, no amenguaba al ir llegando. Y sólo supe que estaba ya cuando me avisó violentamente la emoción sensorial. Entonces fue el recordar lo nunca visto, lo nunca sentido, con su sabor inconfundible. El recordar sin idea de pretérito; el acertar con lo anhelado, como si una súbita inspiración, saliendo de mi centro más neto, me hiriese inesperadamente.
Cuando nos encontramos, estoy seguro de que lo que hizo que se me saltasen las lágrimas no fue el sentimiento, sino la sensación. Al verla titubeé, retardé un poco el abrazarla, absorto en la sorpresa de sentir.
Y es que eso había sido lo inconcebible. Me había atormentado por conseguir suposiciones, sin comprender que lo que me faltaba era el sujeto. Y éste era inútil buscarlo antes de aquel momento. Pero cuando llegó a manifestarse fue el dueño de la situación.
¡Cómo la vi!… Ni para pensarlo cabe un orden. ¡Cómo me vi, visto por ella! ¡Cómo la sentí a ella y a su sentimiento a sentir el mío! Encontrarla fue encontrarme.
De aquel momento he ido haciéndome mi universo. Esta vida nueva, tan llena, lo está sólo de su esencia. Aquello fue la creación, después vino la contemplación, la adoración y el rito, para recordar, para que no se trague nada el impío olvido.
¡Recordar! Ella es el recuerdo vivo. Un recuerdo que al verle no se puede menos de exclamar: ¡Cuánto ha crecido! Cuando ella coge las cosas, estas cosas nuevas que hay ahora en la casa, siempre recuerdo. Así eran estas cosas, que nunca habían sido. Aunque no las he usado, me son familiares, porque las conozco con su tacto. Y de ella misma me percato, me doy cuenta de que la tengo otra vez porque la siento sentir, porque me salta el corazón con su impaciencia.
Lo único que me falta, aquel espacio que perdí. Ahora habrá siempre en mi perspectiva un hueco por donde se verá la sección del cono. Inútil intentar unir las dos partes. La última sólo es ajustable a aquello de que fue continuación. Pero yo lo reconstruyo ciegamente. Creo -de creer y de crear- sus líneas virtuales. Sé que no pudo jamás romperse el puro contorno. Teniendo aquel punto tan firmemente recordado, puedo desde él echar a rodar hacia éste, tangible, mi memoria, que rodará creciendo en curva progresiva, generadora, y cuando haya rodado el justo espacio se adaptará infaliblemente a la medida justa.
Haciéndola andar por ese hilo, por ese eje tan bien centrado en el futuro, es cuando se puede llamarla potencia del alma. Otras veces, en cambio, ¿por qué será su ayuda tan estéril? ¿Por qué no ser capaces, después de un esfuerzo penoso, más que de reconstruir un recuerdo unánime? Y otras, ¿por qué ser víctimas, sin defensa, de esos recuerdos desalmados? Es decir, el desalmado es el que los experimenta; porque acometen sólo en esos días en que se echa uno a la calle, dejándose el alma en la percha. En esa situación, nuestra registradora de recuerdos, al menor contacto suelta su ticket y nos obliga a leer la cifra carente de sentido; la cifra que obedeció en otro tiempo a un proceso mental, que tuvo su razón de ser.
¡Las cifras aquellas!… Aquel recuerdo tenía un alma autónoma. Me cogió a traición, cuando yo no podía defenderme con la mía. Me mecanizó.
Las cifras estaban grabadas allí… No, no es eso. Las cifras estaban allí, calladas, insignificantes, como en la calculadora. Era yo el que operaba con ella, el que las valorizaba, combinándolas, relacionándolas con lo demás. ¡Entonces su significado era tan claro! 4, 4, 6, era la que quedaba a la altura de mi cabeza; «Luchana, 17» estaba delante, y debajo, la cuenta de dividir. Cuando me acercaba mucho a la pared veía el brillo del lápiz tinta, y cuando apoyaba la cabeza en el hombro de ella era cuando la división me hacía imaginar, por el otro lado, mi cabeza sobre su hombro como el divisor sobre el signo.
¡Su significado! Entonces yo no sabía que sería aquél, aun a pesar mío. Yo no sabía que iba a independizarse de aquel modo, que iban a llegar a traicionarme, aprendiendo una puerta falsa de mi psique para entrar un día a hacer lo que quisieran.
Cayeron dentro de mí en el momento más abierto, en el momento en que no se reserva nada, en que las sensaciones caen en profundos recintos, raras veces abordables. Cayeron en aquel momento de íntima conmoción, mezcladas a todo, aquellas anotaciones de lápiz morado en el gris de la pared, a la media luz de la escalera. Y se quedaron guardadas con todo. Cuando todo cambió, seguramente al bajar, en el invierno, las vería alguna vez; pero no combinadas con el momento ni con mi estado de ánimo. Fue precisa una disposición favorable otra vez de todo. Sus gérmenes estaban en sazón, percibiendo desde su encierro la sazón del año.
¡Si las hubiera visto aquel mismo día, bajando solo! Podían haber sido un recuerdo amable; me hubieran retenido en vez de empujarme. ¡Qué fácil suponer ahora cómo pudo haber sido la evocación! Pararme en el descansillo, solo, frente a la pared, como para abrir la estancia olvidada, y repasarlo todo. Entonces se hubiera afirmado lo estático. ¡Hubiera revivido! Pero tenía una pueril urgencia de vivir, ansia de atragantarme de hechos.
Más que repugnancia, lo que experimenté al besarla fue hartura, como si hubiese besado a todas las mujeres de la tierra. Esa satisfacción tan tristemente vana de cuando se aplaude un lugar común o se llora por un tópico. Ese sentir que algo se ha adueñado de uno con su prestigio y no poder desprenderse del encanto, aun sintiéndose desencantado.
Aquella despedida fue una afirmación cínica. Besar a aquella señora era absurdo. Pero ¡de aquel modo! Sujetarla por los brazos. ¡Aquellos brazos! Es lo que no me perdonará nunca. ¡A aquella señora, tratarla así! Querer forzosamente reproducir el abrazo unánime en los dos impulsos con aquella criatura dócil, complaciente, ¡atropellando toda urbanidad! No es esto lo que tengo que lamentar; me abochorna inevitablemente, porque siempre me ha abochornado ofender. El hecho de ser así, el hecho de ser ofensivo, es lo lamentable. Yo entonces no podía aspirar a otro placer. Desganado de emociones puras, necesitaba constataciones de mi voluntad. Claro que entonces esto era un placer puro, una emoción pura. Las cifras de la pared, representantes en la tierra de lo más concentrado de mi universo íntimo, abrieron el secreto, salieron al encuentro de aquella emoción hermana, la llevaron de la mano al recinto sagrado. Lo que entonces no existía -¡quién sabe dónde se incubaba!- era esta realidad de mi cinismo.
Acaso esto mismo es cínico, este interpretar, este descargar la conciencia en la creación. Pero no, este interpretar es lo único puro. La más áspera, la más intransigente disciplina mental, ahondar en la investigación con apasionada templanza, hasta encontrar la interpretación de más luminosa complejidad.
Me es preciso sentirlo así para seguir viviendo. O no creer más que en mi brutalidad ciega, o dominar las mil facetas, las cien mil sorpresas de lo fatal. Sólo en esto hay satisfacción profunda, ¡dominar su matemática! El futuro, así, adquiere un interés de apetecible, de sustanciosa trascendencia, y se puede seguir rumiando el inagotable retoñecer del pasado. La cuestión es ir alerta en la corriente, ver pasar las mil vertientes por donde creemos ir a derivar, y ser capaz de enfocarlas de pasada, de sentir su orientación, sorprender el quid de sus normas para después, cuando ya estemos lejos de resbalar por ellas, reconstruirlas.
Una raicilla que apuntando en mí mismo divergió de mi centro afectivo bastará para animar mi creación literaria. Indudablemente, un temperamento como el mío, poliformo como un vegetal, indefinidamente ramificable, será útil para la tarea literaria, si no olvida en qué cuello conserva la cabeza.
Puedo plantar una de tantas ramas, mi protagonista puede ser mi consonante o mi contrario. Me avergüenza crearle muy cerca de mí, prefiero hacerle de mis viceversas. Mi protagonista no tendrá mi cuarto, mi ventana ni mi mesa. De esto no hay por qué hablar a nadie. Tendrá, al contrario, una casa con puerta a la calle. Una pequeña industria, puede ser una imprenta. Eso es, de una imprenta, con su puerta vidriera y su escaparate, puede salir todos los días un hombre anacrónico, un hombre que tendrá esa hosca virilidad del que sería capaz de dejarse barbas. Porque el que se las deja no pasa de ser un anticuado. El anacrónico es el que sabe sugerirlas. Mi protagonista sentirá sus barbas sobre su pecho, representadas por su corbata. Corbata negra, grande, achalinada. Será de esos hombres que pueden tener una permanente manifestación de «su yo». Fluctuará «mi yo» movedizo alrededor del suyo firme. Pero llegaré a precisar, respecto a él, mi debida situación y distancia. Encerraré su yo y el mío en respectivas copas cristalinas, desde donde se vean sin mezclarse. Y saltaré de una a otra, colectando lo más escogido del yo y del él, sin confundirlos nunca. El yo está en entredicho. Pero es falso pudor suplantar el pronombre por el nombre. Que alguien haya dicho de sí mismo: «El pobre Jean Jacques», repugna. Es pordiosear la compasión ajena, aviniéndose a ser Jean Jacques; es decir, lo que esto representa para los otros, y cambiarlo por la riqueza, por la intensidad sugeridora del nombre que nadie puede darnos.
Yo vivía en aquel puerto y tendría mil nombres. El que figuraba en el libro del hotel, el que me habría puesto la chica del bar a fuerza de verme. Todos me veían pasar, y sabían dónde estaba él; aquel que ellos nombraban andaba por el muelle. Pero yo… Yo entonces iba fatigosamente detrás de mí mismo; iba queriendo alcanzarme, llamándome, no tú sino yo. Yo estaba perdido y me buscaba como se buscan para encender en un cuarto oscuro los dos hilos de un cable. Aquella penumbra se aclaraba momentáneamente en la conjunción de mi conciencia vacilante y mi yo. Yo paseaba por el espigón y dejaba de pasear ratos enormes. Me estaba quieto al borde como un pescador de caña. Pescaba mi yo. Más que pescarlo, lo rebuscaba. Mi yo no era entonces un pez ligero que nadase en agua limpia, yo lo buscaba en la baja marea, cuando todo el terreno era de los cangrejos. Revolvía los restos renegridos. Mi mirada se pasmaba en el deslabazamiento de las cosas naufragadas. Y algo encontré; puede que fuera mi primer hallazgo aquella toquilla agujereada, mordida y empapada de barro. Entonces me pareció que su tragedia estaba en que era como una red rota; una red hambrienta que ya nunca volvería a llenar su bolsa. Pero no era esto; la toquilla estaba en el fondo del puerto sucio y frío; su tragedia era que no volvería a enrollarse al calorcillo de un cuello. No sé qué habría en ella mío; una prenda tan de vieja hacía absurda toda evocación. Sin embargo, yo sentía haber hundido mi cara en ella, haber respirado por sus agujerillos un olor de deliciosa intimidad. Acaso su azul era el de algún jersey. Indudablemente, los jerseys tienen también mucho de redes cuando corren las chicas que los llevan y les saltan dentro los pechos como recién pescados. Esta idea anterior fue lo que me hizo asociarlo.
No debo pensar en nada de esto. Es fácil, es blanco este recordar con complacencia. Si he de revivir mi recuerdo no ha de ser releyendo en mi memoria. Será proyectándole, echándole a rodar con nuevo impulso. Me lo contaré cien veces a mí mismo, y cien veces diferente. Purificado, templado a la interpretación. Estas cosas que tuvieron una realización tan hiriente, aun contadas en el más silencioso soliloquio, hacen temblar la voz interior. Las proyectaré por la rama de mi protagonista hacia su futuro, viéndolas fríamente marchar seguras por la línea de su fatalidad.
Mi protagonista tendrá también sus creaciones, sus interpretaciones en torno a la mujer. Pero sus causas emocionales serán de una sencilla sensualidad objetiva y le acometerán en esa hora fresca de que goza el madrugador. Esperará al despertar, todas las mañanas, con impaciente ternura, el clarear en el cuarto aún oscuro de la jarra blanca dentro de la palangana. La jarra femínea, blanca, panzudita, sentada en el baño redondo.
Este será el motivo; pero no podrá nunca terminar el poema. Se le complicará la imagen con un grabado francés de lema «Venus au bain», que le academizaría más que los consonantes. Desordenadamente, incapaz de sitiarla con su conciencia, se dejará cautivar por la forma halagüeña, pareja de otra que estará a su espalda moldeando la cadera en la colcha blanca. Pero la sentirá más en aquélla. La jarra se llevará todos los días las primeras miradas, antes de que la mujer taconee por el cuarto con sus zapatitos blancos, palomas de Venus.
Plantearé primero su idilio unilateral. En esto ya influye la fatalidad mía. Mis personajes heredarán siempre la enfermedad incurable de mi egoísmo. Por supuesto, ésta será la primera causa que hará fermentar el drama. Pero, más normal, más dentro de la ley constructiva de mis personajes, será hacerlo estallar en la mujer. Sin que por eso deje de colaborar en la causa. Ni víctima ni traidor; se repartirán mitad y mitad de sus respectivos papeles. Ya que toda solución o explosión por parte de una y otro es accidental en el organismo de la pareja.
Querría conseguir con gran plasticidad la brutalidad aparente del egoísmo, que puede tener también un doble fondo de pudor. Eso es, en un pudor desmesurado se emboscan los sentimientos de todo solitario. Por eso la tragedia le coge siempre por detrás, cuando está mirando a su rincón. Esa es la terrible quiebra de la creación independiente. No hay nada que turbe la armonía de su intimidad, es delicioso extraviarse en ella. Pero ¿y los otros? Pueden, mientras tanto, estar creando la suya, que luego chocará con la nuestra, haciendo estallar nuestra codicia. Y, sobre todo, el caudal correrá incesante. Pobre, sin juego, nuestra creación se morirá al alejarse de su cauce.
Al recibir, en Treport, el telegrama, lo leí y me lo guardé en el bolsillo. Tres palabras, tres gotas de caudal de lo sensible regaron, humedecieron un poco mi imaginación. Las administré como buen hortelano. Había adquirido sentido del ahorro ejercitándome en el estilo telegráfico: «Enviad cheque.» «Espero cheque.» «Recibí cheque.» Las hojitas de los telegramas caían en manos de las telegrafistas, que transmitían toda llamada, tac-tac… tac-tac, y toda respuesta. Y cuando llegaban los despachos de espera por París, tac…, tac…, tac…, tac…, otra vez del otro lado. Nada más. Y el otro, que se deslizó en medio, cayó en mi bolsillo como un cheque más. «Niño con felicidad.» Me guardé aquella otra abstracción de mis propiedades, sabiéndolas cobrables fácil e infaliblemente. Pero, como siempre aquel olvido en mi chaleco fue el que llegó a teñirlo todo. La oficina fría, oliendo a desinfectante, cuando yo iba por las mañanas, tomó aquel aspecto de clínica, porque a aquella hora llevaban las mujeres sus ahorros a la Caja Postal, y siempre iban con niños. Mientras esperaba, yo soñaba cosas complicadas con todo aquello. Las telegrafistas se tamizaban por la red metálica de la mampara con un encanto que no conservaban fuera de allí. Y sus guardapolvos claros eran tan de practicantes, que hacían llorar a los niños de la sala de espera. Yo las veía de un momento a otro coger a uno sobre las rodillas, ponerle el culito al aire y, mediante un metódico tac-tac… tac-tac, hacerle expulsar diez metros de solitaria.
Mi vida se perdía aquellos días en aquel divagar, sin que yo la sintiese ni siquiera discurrir por él. Hubo veces que percibí su parálisis. Al terminar el día intenté reconstruirle, y no encontré más que alguna hora en el bar o en el puerto. Lo demás no sentía que hubiera sido. Y lo buscaba sin gran dolor de no encontrarlo. Entonces no necesita nada. La felicidad me había enviado su pagaré y yo iba invirtiendo la suma. Tenía un niño; esto entraba hacía tiempo en mis planes. Porque tenía planes, ¡eso sí! Tenía planes. Y la ratificación, en vez de instarme a la experiencia, se limitó a invadirme con aquella influencia indirecta. Sólo cuando llegué a casa y me vi delante del chico me sentí verdaderamente ¡hijo! Porque la vergüenza de mi responsabilidad no me abrumaba por ver en peligro mi engendro. El chico es fuerte e independiente de mí. Sino porque me la tiene guardada. Me mira indiferente, hace pompas de salivilla y medita. Madura su juicio; que es lo que temo, y que alguna vez ha de salir.
Esto es otro punto importante y de gran partido. El solitario tiene siempre su creación expuesta a chocar con la realidad o a palidecer ante ella de invencible envidia, y tiene además que sufrir el juicio de los que han velado mientras él soñaba. Esto, por supuesto, sin el menor carácter de cargo de conciencia. Con ese otro de conmoción de perturbación psicológica, simplemente de poder o no poder sufrirlo.
A este resultado será la mujer la que llegue. Es decir, llegarán a un tiempo, porque habrán venido colaborando con la misma inconsciencia. Sus dos pudores les habrán ido distanciando, amurallando. Parejos sus caracteres, parejos sus procesos. Pero con la divertida y aparente incompatibilidad de los ritmos alternos.
Él se irá a la calle, la dejará. Pero se irá con ella. Ella se quedará, se quedará con él. Pero le dejará. La mujer se quedará en algo más pequeño que la casa, en algo que sea más urna, más caja donde quede guardada. Se quedará en el comptoir, enmarcada en su ventanilla, donde todo el que llegue irá a hacerla reverencia. Se encontrará tan segura que no temerá nada de su acción. Pero al llegar, cuando él llegue, más con ella… No, la escena tiene que haber empezado antes, cuando llegue el asiduo, o más bien antes aún. Ella, desde dentro de su casetita, habrá concebido cómo es ella desde fuera. Igual que el mecánico siente como suyo el volumen de su coche, así sentirá la compenetración de su imagen con su marco, y sabrá muy bien por dónde puede meterse, a lo que puede arriesgarse. Entonces llegará el asiduo, campo donde ella hace excursiones y peligrosos virales. Su coqueteo será trivial gimnasia del ingenio, ajedrez de palabras, que jugarán acodados en la tablilla. Pero en medio habrá un mal espíritu, incitante. El lápiz, colgante de la espiral de acero, se escapará de la mano de ella, y será péndulo entre los dos, indicador del movimiento con que puede acortarse la distancia. El lápiz bailará, colgando de su tallo flexible; les hará señas, apuntando primero al uno y luego al otro. Y, siguiendo dócilmente su vaivén, las manos concurrirán en la goma donde se echan las monedas. La de ella, sobre la peseta; la de él, sobre la de ella. Entonces será el momento de abrir la puerta y, sin detenerse en asombros, darle la rápida y enérgica bofetada.
Difícilmente construiré con realismo este trance. No teniendo ninguna trascendencia el tercer personaje, debiendo carecer por completo de personalidad, no crearé la tremenda situación de un hombre frente a otro. Buscaré un punto de apoyo en algo real que me permita conservar para mi protagonista su privilegio de solitario. Suyas acción y reacción, esta será libre y directamente refleja de la otra, sin la menor influencia ni consideración de un tercero.
Le dará la bofetada, más bien puñetazo, que le hará chocar las mandíbulas. No habrá ese chasquido que causa la efusión del sonrojo. Sonará a perro, como cuando se le da a uno un puntapié en el hocico, que le hace sonar a hueco las quijadas. Se irá cobarde y marrajamente convencido, y ellos quedarán con la vergonzosa repugnancia que provoca el dolor físico ajeno, y solos, enfrentados con su reflexión.
La reflexión es algo tremendo para los temperamentos poco flexibles. Porque el que es dúctil tantea, se inclina aquí y allá, antes de tomar una dirección. Pero lo que yo quisiera conseguir es la violenta conmoción de un temperamento duro al ser bruscamente doblado sobre sí mismo, al ser quebrado el ímpetu de su proyección incontinuable. La reflexión es algo que, nada más tocar la superficie de las cosas, está ya de vuelta. En cambio, en el prismático, la imagen se adentra, dobla su ángulo y llega al ojo reforzada, repulida, ampliada. En el espacio que pierde abandonando la recta se avalora su claridad. Así, para la perfecta visión de ciertos temperamentos es preciso que la idea les penetre, deshaciéndose en ellos en mil refracciones que manden a todos los puntos límpidos haces de su imagen. La desventaja es que, a pesar del veloz pensamiento, puede ser lenta, puede perder el tiempo en doblar esquinas, y dar su luminosa refracción -reacción al fin- cuando ya la acción se haya dispersado. Para éstos, toda reflexión es inútil.
El desconcierto de mis protagonistas ante la reflexión de sus actos buscará escapes. No podrá quedar desde aquel punto marcado el pliegue de su nueva dirección; antes al contrario, se rebelarán a la presión, buscarán en vano su vieja línea, que habrá sido quebrada por el choque.
He de prodigar mi esmero en este valor imperceptible de mi obra. Daré a mis protagonistas la máxima independencia, cuidaré lo más posible de no teñir con el mío sus caracteres. Sólo en esto he de permitirme la complacencia personal. El mío por aquí, el suyo por allí. Pero equilibrando siempre la secreta simetría de sus nexos.
Mi reflexión dobló su vértice en el momento que salí de Madrid. En mí estaban los tres personajes. Provoqué el conflicto, di la patada y salí huyendo. Y, naturalmente, mi dirección no quedó plegada en aquel punto, sino intentó desesperadamente seguir la línea de mis viejos planes.
¡Mis planes! He aquí la incógnita. ¿Miento, mentí, mentiré? No mentí, puesto que tracé mi línea, y si me resultó inadaptable al plano real, también es verdad que trabajé en compaginar con las articulaciones de mi perspectiva. Se me fue todo el tiempo en esa maniobra. Y no miento, aunque ya no conservo mi recuerdo de su esquema. Tengo la convicción de que tenía planes. Yo no sé qué clase de cargas, de responsabilidades, era lo que quería; lo que sé es que no era zafarme, que no era escabullirme de lo difícil. Tenía planes; ellos fueron los que salvaguardaron mi integridad: ahora es ella la que me ayuda a creer en mis planes. No será preciso mentir, ya que puede sufrir mi juicio en esta fría revisión.
Mis personajes se entregarán a la suya con impaciencia y acaloramiento. ¡Gran acerbo teatral esta escena! La imprenta sola, una escena hueca y simple, donde la mente se encierre y reconcentre. El cliente, discreto y silencioso entrará, esperará y cautivará la mirada con su acción mínima. Mientras, las voces de ellos, refugiados en la trastienda, irán ilustrando la soledad. Las voces, más que las palabras. No serán sus razonamientos los que vayan entonando el ánimo con sus pasiones, sino las voces. Con escrupuloso sentido armónico se podrán conseguir los tonos sugerentes, los tonos que, anulando lo arbitrario de las frases, compongan con firme y definitiva exactitud la curva de sus escaleras pasionales. En su diálogo, más bien dúo, no habrá ni aclaración ni persuasión. Cada uno, atento a su parte se esforzará en hacer oír al otro su do de pecho. Ella, de vez en cuando, emitirá una nota concreta, un breve motivo melódico que sintetizará en fórmula pueril el gran conjunto: «¡Tú ni siquiera me miras!» Notitas femeninas, atipladas, que lagrimearán en los silencios. En él, la protesta confusa no echará mano de la razón, desbordará sólo acentos, notas bajas, subterráneas, que serán medida de su profunda conmoción.
Medida y contraste de todo el dúo. En su densidad flotarán las noticias de la mujer con la trivial concreción del que para quejarse dice: «¡Ay, mi dedo!», indicará continuamente el sitio de su dolor. «¡Tú ni siquiera me miras!» Todo su yo lastimado en su imagen. El comprador cortará el diálogo, golpeando el mostrador con una moneda, y quedarán interrumpidos en un momento sin solución. El silencio entonces se hará trascendente, asumirá todas las violencias, todas las explosiones que los acentos iban escalando. Llegará a ser largo, a pasar, a producir inquietud, y tan completo que no se pueda esperar nada de él. Cuando ya la paciencia del comprador -la del espectador- se esté agotando, saldrá mi protagonista con cara de haber resuelto su silencio. Una cara que no aclare nada, capaz de todo. Despachará al cliente, que se irá con naturalidad, y cortaré aquí el acto.
¿Podrá llamársele realmente acto a esto? ¡Qué limitación la del teatro! No poder seguir tras la acción fugitiva, tener que constituirse los actos con pies y cabeza, con postura académica, para ser apreciados desde determinado punto de vista.
¡Imposible! Jamás prescindiré de esas situaciones transitorias en las que la acción va a toda marcha. ¿Cómo conseguir en el teatro la conmoción de nuestro personaje al ser volcado en otro ambiente? Yo no consentiré nunca que mi personaje se escamotee en los intervalos escénicos. Haré que caiga en las cosas y ante el espectador sea sorprendido por ellas.
Esto sólo en el cine: tendré que prescindir del concierto musical y compaginar la armonía plástica.
El cine es el alma en pena de un arte plástico. Es un arte plástico sin plasmar. Plásticos sus valores, sus elementos. Con ellos puede conseguir la infiltración subjetiva, suave y velozmente, disparando a un tiempo cien flechas de sutiles sugerencias.
En el cine conseguiría inmediatamente el reverso de la escena. Pero a partir del silencio su altercado es difícilmente cinematizable. Yo los precipitaría en la pantalla en el momento de ser interrumpidos por el comprador. Les sorprendería refrenando sus gestos descompuestos y dudando entre detener, como cuando se deja con tranquilidad una conversación pendiente, o rematar su situación de golpe. Entonces él la cortaría con decisión, precisamente cuando en ella se estuviese iniciando el descenso hacia la súplica. Una fuerza inerte le obligaría a salir de la trastienda, agravando el caso, obligando a ella a no flojear en la tensión. Y ella, reforzada, enardecida, se iría a la calle, poniéndose el sombrero al salir del portal. Entonces empezaría la situación verdaderamente cinemática. El sujeto portador de su drama lanzado al mundo de los objetos, maltratado por ellos, que le acometerán con su dureza, que le penetrarán con su impenetrabilidad. Mi protagonista, arrebatada por la calle, se aniquilará en ella, dejará desangrarse todo su ánimo en la huida. Porque se sentirá parada, detenida por el golpe importuno, y no percibirá cómo las calles se la van tragando, cómo todo lo ambulante la atropellará con su imagen. Pero el espectador la verá desaparecer, minúscula, entre las formas rotundas y cambiantes. Ya que el sujeto cinemático no ha de tener preponderancia alguna sobre sus circunstancias, será preciso que todo lo que concurra en la pantalla contribuya al proceso deseado. Mi protagonista se perderá entre las formas que invadirán la pantalla desbordando de ella, estallando por su propio tamaño en la nada de la oscuridad. Entre ellas, de trecho en trecho aparecerá la pequeña figura, que apenas visible será borrada por cualquier imagen que en su discurso objetivo diga lo más que una forma puede decir de sí misma. Cuando ya el dinamismo de las imágenes haya hervido en el desconcierto que puede abrumar a una mujer pequeñita perdida en una ciudad grande, desembocará en la pantalla una calle ancha, asfaltada, por donde correrá suavemente el caudal tranviario. Una calle que no se abalanzará a la pantalla sino se dará a ella como blanda corriente, humedeciendo el ambiente reseco que causó la frotación de las imágenes. Todo en ésta será tiernamente lluvioso. Escurrirá la luz de los primeros focos por el asfalto y pasarán los paraguas con la cabeza mojada. No sé si dar a mi protagonista un par de lágrimas, pendientes de sus pestañas. Toda actriz cinematográfica sabe usar esta joya. Pero yo preferiría ponérselas al objetivo, querría envolver toda la imagen en un velo acuoso de tembloroso brillo turbio para que el espectador viera a través de él como a través de un abstracto enternecimiento. Ya en esa situación, mi protagonista empezará a hacerse más visible, irá adquiriendo el tamaño justo necesario para ser percibida con toda realidad y detalle. Al encontrarla, el espectador reposará en ella. Su desconocimiento terminará al ser guiado en el sentimiento por la fácilmente legible expresión fisonómica. Mi protagonista quedará remansada en un andén, entre otros seis u ocho personajes, junto al poste del tranvía. Al pie quieto, bajo la lluvia, como en una balsa para pasar la calle. Permanecerá allí, mientras los tranvías irán llevándose viajeros. Pero ella no esperará a ninguno; en el andén irá haciendo su travesía. Más que náufraga emigrada, huida de un momento insoportable. Pero emigrada sin pasaje. ¿Adónde irá la balsa? La brisa del bu-levar la ceñirá la falda. La balsa no tendrá rumbo. ¿Acaso ella, al partir, pensó en alguna costa? Mirará el horizonte de la calle sin esperanza de puerto. ¿Volver? ¿Cómo remontar la corriente? Mejor abandonarse a ella, dejarse arrastrar por la ola del tranvía, dando el chapuzón en el asfalto cuando esté ya llegando y sea inevitable que ruede sobre ella. Para entonces pensar libremente en el punto de partida, mandarle su despedida apasionada cuando ya nada pueda detenerla. Entonces el tranvía llegará acudiendo ligero a la llamada, y ella se inclinará al borde del andén, a punto de traspasar la baranda del equilibrio. Pero alguien que esperará junto a ella interpondrá su mirada enérgica. ¡No, no! Y ella le pedirá permiso, le suplicará con la suya, le razonará sin convencerle. La prohibición persistirá hasta que el tranvía pare. ¡No, no, no! Y ella, vencida, subirá y se irá en él.
Tampoco en el cine hay espacio para el complejo proceso de mi protagonista. Querría matizar más su posibilidad e imposibilidad de suicidio. Este deseo de ser atropellado, de abandonarse al destrozamiento, es, por lo regular, en todo suicida, un deseo de largueza. Es querer pagar desmedidamente, con algo inútil para el acreedor, por no poder sufrir el aspecto que tomó su egoísmo. Claro: todo egoísta, estimando el suyo, no puede verle tomar cariz de fraude. El bolsista, abismado en su cálculo, si es sorprendido por la bancarrota, tira la casa por la ventana. Es decir, se tira él para demostrar su largueza.
Con trabajo encuentro en rincones casi inaccesibles de mi psique elementos para concebir clara la idea del suicidio. Creo que al querer delinear su curva no podré lograr el definitivo descenso. Creo que mi línea, contrariando a mi esfuerzo, se levantará siempre para mirar su contorno. Porque en mí lo único que se ha dado ha sido el deseo de vivir mi suicidio. Yo hubiera pagado con ello a quienes se han creído defraudados por mí. Pero les hubiera pagado para que siguiesen aportándome. ¿Cómo dejar de desear? Es fácil rematar la filiación de ciertos suicidas con la consabida tara familiar. Pero, ¿y el que padece la imposibilidad de suicidio, el que tiene una ascendencia de nonagenarios, gentes que aprovecharon hasta el último rescoldo del calor vital, incapaces de zambullirse por sí mismos en el baño frío? Esta es mi tara; también la vida puede serlo; puede pasar sobre el ánima, incapacitándola para el mutis elocuente. ¡Poder soltarse, poder quitársela de encima! Para mí, el suicidio sería eso, «quitarme la vida». Quitármela a mí mismo, con forcejo desesperado, y vencerme, anularme, dejarme derrotado y sin ella; sin nada. Porque ha habido muchos para los que ha sido «darse la muerte»; la han buscado y la han tomado, después de meditada elección como medicina específica de su mal. Y otros aún que se han «dado muerte» con sentido ornamental, como un producto cosmético. Yo, en cambio, he sentido el deseo de desprenderme de la vida, apalancando con mi voluntad como cuando se desprende un molusco de una piedra. Precisamente por haberme visto tan pegado a ella. Y más porque me han visto. ¡Ciertos momentos! Reconstruir la vida sobre ellos, que queden en el cimiento, como escoria apisonada bajo la construcción. No es cuestión de tapar. Ni de explicar: es cuestión de poder soportar.
Reconstruiré mi vida con material nuevo. Antes jamás concreté mis planes. Esto es lo tremendo, habría seguramente quien los concretase, quien creyese verme ocultar en mi incongruencia un vil planecito estratégico. Será preciso depurar el presente. ¿Concretarle? ¿Para qué? Vale más orientarle, probar una y otra vez el camino, nivelando siempre la certera brújula infalible. El quid es ése: no desviarse un miligrado de donde apunte su incitación sutil, no trazar un ángulo erróneo. Para no tener luego que borrar, que destruir violentamente. Porque, además, hay caminos trazados. Todo hombre, ante su fraude, piensa en el caso análogo ya resuelto; se cree obligado a obrar como los hombres de honor, como los temperamentos delicados que no pudieron resistir. Pero ¿y la comprobación de que se pueda? Esta es la última amargura. Comprobar que podemos resistir. Aún más: que podemos seguir apeteciendo.
No quiero ejercer sobre mí mismo influjo alguno; prefiero cercarme con insobornable censura. Porque podría convencerme de que no puedo resistir; ese sería el gesto airoso. Pero la resistencia se demuestra resistiendo, y no consigo aniquilarme ni con el bochorno de mi resistencia. No entraré con falsos méritos en el terreno de los hombres de honor. Mi censura será, más que para la estética de mis actos, para su origen. No me quitaré la vida, puesto que la deseo. Lo que haré será exponerla. Podría ocultarla; es decir, disimular mi voraz goce de ella. Pero lo expondré. Es adonde llega mi valor. No arrojarla con generosidad fingida, ni guardarla como algo ilícito. Ir con ella, amándola inmensamente, absorto en ella. Y, si es posible, que me la quiten cuando me sea más cara.
Esto ya no es estilizable; debo guardar mis decisiones, no manosearlas, para que no llegue jamás la vida a teñirse de este frío vidriado literario, ni la obra a desequilibrarse por irreprimibles latidos de la vida.
La imposibilidad de suicidio en mi protagonista no será más que ese mirar atrás, ese probarse su suicidio, llenándole del encanto de su imagen. Mi protagonista se conmoverá ante la imagen de su suicidio. Se enamorará de ella, se la llevará al subir al tranvía para hacerla perdurable en su memoria. La ira contemplando todo el trayecto, adornada, abrillantada con las lágrimas de los cristales y las suyas. Se le interrumpirá la acción por extasiarse ante la idea. A mí, en cambio, es siempre una acción súbita, inesperada, lo que me hace dejar incompleta la anterior.
Mi drama sería cinematizable a lo HaroldLloyd. Aunque yo no use su perenne risa dentífrica, también me caracteriza la misma torpe agilidad, el mismo estilo en el tropezón, en salvar la nariz a un palmo del suelo. Yo podría, plagiándole, invitar a la muchedumbre a mi suicidio y arrojarme sobre los congregados desde lo alto del rascacielos, dejarme caer sencilla y distraídamente, entreteniéndome por el camino en contar los pisos a la inversa. Decimonono, decimoctavo, decimoséptimo… Y al llegar al segundo, cuando los de abajo hiciesen claro para dejarme libre el suelo, volver sobre mí mismo con rápida decisión y, cogiéndome por el cuello de la chaqueta, como para colgarla en la percha, sin punto de apoyo alguno, sin más fuerza que mi propio impulso, subirme otra vez al alero. ¡Qué hilarante desilusión verme ascender hasta alcanzar el plano inaccesible al curioso, el libre plano de la azotea, máximo nivel de la ciudad! Además, como todo buen film, terminaría en el abrazo de la novia. Ella me esperaría arriba, en aquel puro ambiente, y yo caería otra vez en la vida. Volvería a encontrar la mía, a arrojarme en ella, ansioso de su novedad.
¿Cómo evitar esta intermitencia? Mis ideas son cada vez más entrecortadas por este ritmo neurótico. Más que indisciplina, mi imposibilidad de curso regular en ellas es falta de aliento. Se me ahogan si bucean mucho tiempo en lo literario; necesitan continuamente airearse en lo real. Más bien reconfortarse. Es desfallecimiento lo que padecen, necesidad de alimento. Está en la médula de mi modo de ser; soy todo yo el que sufro rachas de apetencia. Ahora puedo concretar la vaga emoción de aquel día. Bajar del tren, helado y muerto de hambre, y, nada más sentarme en el restaurante, servirme aquel plato que nunca hubiera pedido, que no figurara en ningún menú. Pero que con tanta urgencia sirven a cada viajero, sabiendo que él sólo puede fortificarle en la espera. Toda la aflicción que empobrecía mi ánimo quedó calmada ante el blanco plato, caliente y vacío. Después de él, lo demás resultaba innecesario. Su limpio calor, insaboro, esencia de todo lo apetecible, se difundió en mí, haciendo de la pesada hora del transbordo un momento de indecible ligereza. Me bebí el tiempo de un sorbo, como en la mística comida franciscana en que, al probar la hirviente palabra, fueron los comensales ratti in Dio.
¡Deseo y hartura! Sentirme morir de soledad, de necesidad; aniquilarse en consumir el propio jugo. ¡Absorber, trasegar otra esencia en nosotros, robusteciendo, corroborando nuestro ser! ¡Delicia incomparable! ¡Abominemos de los inapetentes! Y aun es posible, a más de desear, desearse; querer probar las cosas y su repercusión en nosotros, sentirse en la soledad mutilado ante la vida, necesitar el choque de nuestro tacto con su cuerpo.
Mi protagonista resistirá su soledad, rumiando sus sensaciones atragantadas. Sentirá que la mujer le deja; pero tendrá para mucho rato bastante de ella. Después cerrará la imprenta, donde habrá ido repartiendo su energía entre los compradores. Y se encontrará con la cáscara vana de la casa, chafada como un traje caído de la percha, inanimable, inarticulable. Se irá a la calle. La hora de realizar el día -la noche- le apremiará, obligándole a sintetizar. Su proceso, breve y sin complejidad, le dará el comprimido de una necesidad insufrible de respuesta y un miedo desolador de quedar definitivamente aislado.
Irá derecho adonde sabrá que ha de encontrarla. Irá tan convencido, lo llevará todo tan aclarado, que no pensará más que en recuperarla. Tan trascendente el acto de volver a traerla; será borrar, cambiar todo, disponerse a una cosa nueva. Mezcla excitante de esperanza y propósito. Tomará un taxi que dejará a la puerta, trepidando su aliento agitado. Él contendrá el suyo al subir. Meditará antes de llamar su actitud en la casa donde él no es el hermano. Irá a pedir lo suyo y temerá que se lo nieguen. Barruntará lo que se habrá formado del otro lado de la puerta: una firme sociedad, vinculada nuevamente por la conmoción que causó al llegar la fugitiva, de donde él habrá sido excluido. Llamará sin adoptar posición, y saldrá a abrirle el otro marido. Hablarán en la antesala, discutirán sus respectivas teorías de maridos. Ellas, mientras tanto, estarán en el comedor. Mi protagonista, al oírle, dejará la mesa y se acurrucará en una silla baja, lo más posible pegada a la casa, para que cuando entre crea que no va a poder sacarla. La hermana escuchará en la puerta. Los niños reunirán sus cabezas sobre la fuente de ensalada. Mi protagonista oirá el dúo de los maridos. La voz del suyo ganará terreno, irá imponiéndose, irá metiéndose; el otro no podrá cortarle el paso. La oirá con derretimiento de alegría, tan fuerte, tan decidida, que así podrá ella usar su resistencia. Se arrellanará en la silla, gozando en cómo va a tirar de ella. Y cuando llegue será pequeño en toda su estatura junto a ella, en su sillita, con su arrogancia enana. Buscará otra silla igual para nivelarse. Entonces, mirándose por entre las cejas, hablarán bajo. La escena conyugal se convertirá en coloquio de prometidos, impacientando a los dueños de la casa. Ella esconderá la cara en la sombra de la cabeza de él, manga conductora y aisladora de su intimidad. La violencia de la situación se escapará de ellos e invadirá a los otros. Los niños perderán la ilusión de la huéspeda, por la pesadez de la visita. Mis protagonistas se despreocuparán de todo, se embeberán en su nueva emoción. Él concretará: «Vámonos», y enseguida lo dulcificará insistiendo entre petición y promesa: «¿Nos vamos?» Hasta que ella, callando, otorgue. Y se irán, dejando en los otros vaga envidia de su reconciliación. Se irán en el taxi. Ella, al subir, sentirá que lo ha traído para llevársela. ¡Urgencia y trascendencia de la vida nueva! Volarán en blando y ligero recogimiento hacia ella.
Hasta aquí llegan sin dificultad mis protagonistas. Pero ¿cómo seguir? Siento que mis obras quedarán siempre cortadas, sin punto final, como si me faltase saber algo para re-matarlas, como si necesitase cursar finales. Hay veces en que mis personajes se independizan, sorprendiéndome con derivaciones inevitables, y otras que me exigen, por haber venido a parar a tal punto, cosas que quisiera reservarme. Ahora no soy capaz de inducirles a un final satisfactorio. Ellos necesitan seguir una vida recta, confiada; aventurarse por un camino sin ninguna dirección marcada. Pero que dé acceso a todas. Yo no concibo qué otra cosa pueden hacer, al día siguiente de su reconciliación, más que levantarse, y él, como todo marido, al afeitarse con su Gillet, arreglarla la nuca. Pero del encanto que puede haber en esto no quisiera hablar.
Hay asuntos ventilables, y otros de tan volátil esencia que es preciso sellarlos para que no trasciendan. Allí donde se descuide unresquicio se infiltran y lo llenan todo de un denso olor de realidad.
Acaso sólo otra realidad pueda resolverme el problema. Esta de la que mi protagonista ha surgido. Él puede también intentar apresar el extracto de su pasado. Pasarle, medirle, llenarse del sentido de su dimensión. Así partirá de mí un árbol genealógico…
También esto es superfluo. ¿Por qué me empeño en rematar esta historia? ¿Por qué inscribir su tiempo en el mío? Es innecesario. Basta realizar un trozo de Naturaleza, ¿viva?…, concretándome a desentrañar el último reducto de sus volúmenes, a encontrar la ecuación de sus calidades. Por ahora no puedo conseguir más. Es necesario este ensayo, esta comprobación de mí mismo. Y, además, hacer balance, desembarazarme de las viejas existencias y emprender una nueva, no sé cuál; una que parta de aquí. Sin necesidad de perseguirla, ella vendrá a ofrecérseme, como sin necesidad de huir, es decir, retornando, se ha derrumbado la prisión.
La existencia de un hombre sin destino debe brotar por generación espontánea, como flora invisiblemente fecunda. Toda mi esperanza aguarda el misterioso germinar de la nada, del sustancioso fruto hueco, el cero, total de mi balance. Tesoro que no abruma con su peso, sino al contrario, incita con su prurito ascendente.
Algo ha terminado; ahora puedo decir: ¡principio!