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Hubo una vez un hombre que a los treinta y cinco años prometió no vivir más de cincuenta. Se llamaba Gabriel Ferrater. Estaba con un amigo en un café de la plaza Prim de Reus, bebían ginebra en la terraza, el cielo era claro y volaban vencejos, un taxista esperaba para llevar al amigo a la estación de donde saldría el coche cama hacia Madrid. Entonces Ferrater dijo que iba a matarse antes de cumplir cincuenta años. Ferrater fue, además de políglota, un hombre alegre que disfrutaba dando alegría a quienes lo rodeaban, y se alegraba mucho más cuando percibía que había alegrado o asombrado a quien lo estaba oyendo. El asombro produce una especie de ensanchamiento de la realidad, como si la habitación o la plaza donde estamos se ampliara o se iluminara: como cuando deseamos que nos llenen la copa y nos llenan la copa.
¡Qué asombro oír aquella tarde de junio de 1957 que Gabriel Ferrater pensaba matarse antes del 20 de mayo de 1972, día de su cincuenta cumpleaños! No se sabía muy bien cuándo Ferrater hablaba estrictamente en serio y, como siempre que no se habla estrictamente en serio, sus palabras tenían una solidez esencial, una especie de blindaje, porque, verdad o mentira, podían ser abandonadas a su suerte con una mueca o una risa si no causaban el efecto perseguido. Pero eran siempre palabras indiscutibles, invencibles, trataran de la arquitectura gótica y su nexo con la novela inglesa del siglo XIX, de la relación entre los elefantes de Aníbal y los carros de combate de Rommel, del sexo o de la autodestrucción futura anunciada por un hombre que sólo creía en el pasado, de dónde se viene y cómo se ha llegado a donde uno está, a la plaza Prim, por ejemplo. Aún no lo había dejado su mujer, Jill Jarrell, extraordinaria belleza americana, según el amigo al que le confesó que se mataría, Jaime Salinas es su nombre. Ni siquiera había conocido a Jill, en Francfort, en la Feria Internacional del Libro, en una oficina, en el vestíbulo de algún hotel o en una de las cosmopolitas fiestas de la Feria.
Se conocieron en Francfort a mediados de octubre de 1963, cuando Ferrater era un enviado del editor de Hamburgo Heinrich Ledig Rowohlt y Jill Jarrell una colaboradora de la agente literaria de Barcelona Carmen Balcells. Ferrater había coincidido con Rowohlt en una fiesta, y acabó en Hamburgo gracias a un compromiso adquirido bajo feliz presión alcohólica en la piscina de un hotel mallorquín. Asesor de una gran editorial barcelonesa, extraordinario conversador en cinco o seis lenguas (no sucesivas sino simultáneas), Ferrater era deslumbrantemente sabio en el beber y en casi todas las ciencias conocidas. Poseía una inteligencia gesticulante y espumosa y un oído finísimo para detectar la tontería en labios ajenos. «Un rato a su lado no tiene nada que ver con lo que a uno le ha sucedido antes o le sucederá después», dijo alguien que lo conoció en profundidad. Aunque sus afirmaciones fueran categóricas, farfullaba y tartamudeaba y perseguía flexiblemente entre choques y topetazos verbales la palabra más rotunda, incapaz de pronunciar las erres y rotundamente vacilante en siete idiomas distintos. Fluía con Ferrater la conversación líquida sobre asuntos universales y eternos, domésticos, remotos y de ahora mismo, impertinentes, humorísticos, intensos e inmediatos, y fueron su público las personas más inteligentes del negocio mundial de la inteligencia. Rowohlt, editor de Hamburgo, lo invitó a ser su consejero. También Rowohlt era una fiesta en las fiestas: a medianoche hacía equilibrios en la pista de baile, despejada para el artista, sosteniéndose cabeza abajo con los dedos índices sobre dos vasos vacíos e invertidos.
Así lo contrató Rowohlt, aunque el amor de los flechazos alcohólicos pocas veces sobrevive intacto a la resaca. Ferrater recordó a Rowohlt en Londres, donde en junio de 1963 traducía novelas negras para la editorial Weidenfeld & Nicolson, a la que era particularmente difícil cobrarle. Recordó entonces la llamada de Rowohlt y se presentó en Hamburgo cuando Rowohlt ya había olvidado la llamada. ¿Quién eres tú? ¿El espectro de una noche que produjo un día horrible, resacoso? ¿El fantasma de la resaca un año después de la resaca? No lo entendieron demasiado en Hamburgo, no entendían su alemán ni Ferrater entendió el alemán de los alemanes, sólo el de los libros, y sobre más de cien libros en inglés, francés, alemán, español e italiano aconsejó a Rowohlt después de leer ciento cincuenta, cuatro libros por semana a 40 marcos por libro, y Rowohlt lo mandó a la Feria del Libro de Francfort en octubre de 1963. Y así Ferrater conoció a Jill Jarrell en la ciudad donde en otro tiempo se elegía al emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y los príncipes electores intrigaban y mercadeaban con su voto, y los príncipes editoriales intrigaban y mercadeaban hoy con palabras en el mundo que más dinero maneja después de Hollywood y la CÍA, según Ferrater.
En Gibraltar son borrosos los días en que sopla el viento del este, ese viento que ahora levanta el pelo corto, claro, recién cortado, de Jill Jarrell, en la terraza de un hotel el 2 de septiembre de 1964, día de su boda con Gabriel Ferrater. Allí estuvo la madre de Ferrater, entre Ferrater y Jill Jarrell, entornando los ojos al viento arenoso de África que desordena y enreda las cosas y abrasa la vegetación. Es como si el verano se oscureciera cuando sopla el viento del este y cambia el color de las fragatas y del agua en las dársenas. Tiemblan los toldos, y la bruma se estanca en los bares y las tabaquerías y los almacenes donde venden mermeladas inglesas y en los despachos de militares y comerciantes malteses y genoveses y en la oficina judicial donde se celebra la boda. Hay anaqueles vacíos y techos altos en el juzgado, parece todo muy transitorio, como en una mudanza, en disolución, como si ya hubiera pasado este día (los días de boda en Gibraltar son irreales como un día de compras de productos de la Commonwealth en Gibraltar para forasteros). Ferrater se inclina para firmar por duplicado el contrato de matrimonio, casi al filo de la mesa el libro de registro: el pulgar de la mano izquierda sujeta la página, y no cabe en el escritorio esa mano, mientras la derecha firma con una pluma negra. En la foto no aparece la cabeza de la novia, sólo la boca, sonriente, sobre un collar de perlas de tres vueltas, los brazos desnudos extendidos a lo largo del vestido azul con lunares blancos. El pulgar de la mano derecha de Jill Jarrell se apoya en el extremo opuesto al lugar donde el pulgar y el índice de Ferrater hacen tenaza para sujetar el libro, por una esquina, como si quisiera evitar que se cerrara solo en señal de que el destino se opone a esta boda. La luz se refleja en la muñeca de Jill Jarrell, muñeca sutil en un brazo fuerte. En el escritorio caben exactamente los dos libros de registro, quizá haya sido fabricada la mesa para este fin determinado después de tomar las medidas de los libros. Está esquelético Ferrater, le está ancho el cuello de la camisa bajo la americana gris de hombreras excesivas, la patilla de las gafas negras oprime el parietal descarnado (no se ha quitado nunca las gafas negras), una vena se le marca en la frente, pero en la terraza del hotel la cara seca contrasta con la anormal prominencia del torso. En ese instante dos cazas despegan del aeropuerto.
Fueron días de esperanza después de Hamburgo. Hacía catorce meses que había escrito una carta a su enamorada anterior, Helena (ahora la recuerda con cuello largo, falda de tergal gris y jersey verde, y se imagina yendo a clase con ella a la Facultad de Letras, y sentándose a su lado hasta que lo echan, intruso de cuarenta años entre niñas de dieciocho), una carta desde el Hotel Rauscher, en Reinbek, a pocos kilómetros de Hamburgo: puedo encajar perfectamente en Hamburgo, o no tengo más remedio. Ferrater llegó a las tres de la mañana del jueves 18 de julio de 1963, en tren, Ámsterdam-Ostente-Hamburgo, y tuvo problemas con el aduanero alemán. ¿Cómo no lleva dinero? ¿Es usted un emigrante ilegal? No, es un turista que no ha cobrado su última traducción, la última novela negra traducida para Weidenfeld & Nicolson, de Londres. Millares de emigrantes legales y millares de emigrantes ilegales llegan esos días a Hamburgo desde España. Así pasa el rato, con el aduanero, practicando su alemán dudoso, y a las cuatro de la mañana sale el sol, y Ferrater da vueltas por Reinbek, esperando horas menos intempestivas para buscar hotel. En el hotel, por teléfono, sabrá que no es esperado en Hamburgo, que Rowohlt no está. «Procuro evitar esa impresión de que nada tiene sentido», le escribió a Helena, que estaba a punto de abandonarlo.
Hay que aceptar esos encantamientos ficticios que constituyen la vida, dijo Ferrater, y en las navidades de 1963 buscó a Jill Jarrell en Madrid, después de Francfort. Entonces lo nombraron director literario de la gran editorial barcelonesa Seix Barral, y vivió con Jill en las playas de Montgat, y en Gibraltar se casaron para eludir las leyes de España, católica nación indisoluble incluso desde el punto de vista del matrimonio. Ferrater ascendía en su carrera y en su vida privada, pero hasta sus referencias laudatorias eran inquietantemente negativas. «Le iría mejor con los mismos defectos y menos cualidades», dijo un buen amigo suyo. Hasta sus virtudes se volvían errores, una forma de infelicidad y corrupción, precisamente porque era poco experto en el mundo verdaderamente corrupto y real.
Cuando tenía veintitrés años Ferrater estaba convencido de que ser maduro es ser tramposo, entre hombres que dominan el juego de la vida práctica. La inocencia era algo que quizá se recuperaba entre mujeres jóvenes, y Ferrater fue siempre amigo de las mujeres jóvenes. Al mundo de los negocios pertenecía su padre, Ricard Ferraté, abogado y vinatero de desahogada fortuna, el hombre que anunció desde la radio de Reus el advenimiento de la II República Española. Fue regidor municipal, político y dinámico, dueño de un Chrysler y un Bentley. Cuando la guerra civil empezó a estar perdida para los suyos, Ferraté y su familia vivían en Barcelona, muy cerca del último cuartel del Gobierno de la República. Sonaban las alarmas, llegaban los bombarderos desde el mar, muy altos, la aviación italiana del Duce Mussolini.
Los soldados partían hacia el frente del Ebro en el año 1938. ¿Aún no estaba perdida la guerra? Todo el mundo buscaba un pasaporte para huir del enemigo feroz, las oficinas del Gobierno en hoteles requisados por el Gobierno se habían convertido en agencia de viajes para fugitivos, y el abogado vinatero Ferraté perseguía al consejero de Gobernación entre la agitación del Gran Hotel sumergido en la sacudida del derrumbamiento absoluto: un movimiento que combina prodigiosamente el más absoluto abandono y la más febril actividad. Los papeles bajo custodia del Estado salen volando y arrastrándose de las habitaciones y vuelan y se arrastran por los pasillos, apartados y pateados por civiles con correajes y pistola sobre el traje con corbata, en las escaleras huele a grasa y óxido de fusil (y hay un olor a óxido animal), uniformes militares se cruzan con uniformes de portero y botones de hotel. Alguien vio miles de expedientes policiales en las bañeras que ocuparon en otro tiempo rubias millonarias argentinas, alguien vio arder en bañeras llenas de gasolina miles de documentos mientras caían bombas sobre Barcelona y Ricard Ferraté buscaba a alguien que, impotente para influir en el destino del mundo, de Europa, de España, de Cataluña, incluso de su propia casa, influiría amistosamente en el destino inmediato de Ferraté, que fue nombrado canciller del consulado de España en Burdeos, ciudad de vinateros, y hacia Toulouse la familia Ferraté viajó en avioneta.
Pero el joven Ferrater, el primogénito, no quiso huir a Burdeos. La vida había sido feliz: no lo mandaron a la escuela hasta los nueve años y, cuando la escuela empezaba a ser una insistente desgracia, estalló una guerra que lo convirtió en traficante de licores entre la soldadesca y las putas de Reus, niño putañero, ladrón de bicicletas, proscrito, testigo de robos, motines, bombardeos y asesinatos, así como del incendio de la escuela desdichada y de la extraordinaria capacidad que poseían los padres para la cobardía y el ridículo. (Decidió cambiar de nombre: se llamaría Ferrater, en lugar de Ferraté, como si no se responsabilizara de las obras de la estirpe Ferraté y volviera a una edad más pura en la que la R final todavía no había caído roída por los años y la gente.) Ferrater aguantó en Barcelona: quería agotar las últimas posibilidades de felicidad infantil. Estaban llamando a filas a los niños de su edad, dieciséis años, para la batalla definitiva en el Ebro. Oía las trompetas todos los días, y los comunicados radiofónicos de las operaciones en las tardes veraniegas: las fuerzas de la República han atravesado el río por varias partes en el tramo Mequinenza-Amposta. La radio y la guerra se mezclaban con ese sopor erótico, esa somnolencia de las tardes de verano. Venta de Campesinos, Gandesa, Sierra de Cavalls, la batalla del Ebro: sonaba la música de las palabras heroicas, los cazas perseguían bombarderos italianos por el cielo de Barcelona, y Ferrater esperaba la llamada al frente.
Como si su destino se ligara al destino del mundo y se decidiera en una reunión de jerarcas internacionales, Ferrater voló por fin a Francia en el mismo instante en que Hitler, Chamberlain, Daladier y Mussolini firmaban en Munich el reconocimiento de que la metástasis de la Alemania nacional-socialista era saludable para Europa. Fue el último día de septiembre de 1938: la República Española quedó lista para ser extirpada.
Dos años después Ferrater está en un bar de italianos cerca de Libourne, a no muchos kilómetros de Burdeos. Hay allí una chica, Paola, digamos que se llama Paola (o no: se llama Giulia), y se juega a las cartas y se oyen las botas de clavos de las patrullas alemanas que vigilan el cumplimiento del toque de queda. Las cartas están sobre la mesa, atención, Achtung, no confundas el gesto de quien ha recibido una buena o una mala carta y el signo en las cejas que producen las botas alemanas que se van aproximando en este momento. Un jugador de póquer no se entrega al azar, el póquer no es la ruleta romántica ni obedece a la fatalidad fisiológica de las carreras de caballos. Un jugador de póquer es positivista, realista, razonable, como debe ser la vida, es decir, sensato y claro como una carta comercial, y juega con sus cartas y con las cartas y las caras de los otros jugadores. Lección primera: ¿tienes buenas cartas? No es bastante. Para sacarles dinero, tienes que saber disfrazarlas (disfrazarlas aunque nadie las ve). No seas transparente. O sé transparente, pero que al fondo aparezca alguien que no eres exactamente tú. Las cartas exigen paciencia. Hay vasos llenos y vacíos, alguien llama por teléfono, es el momento de levantarse a mear, ha pasado la patrulla alemana, se puede volver a casa sin riesgo de recibir un tiro. Pero, si te levantas de la mesa, cuidado, no te pierdas, sigue a la escucha: es muy importante la conversación en la mesa de juego (es una conversación casi vacía, agujereada, afilada y mellada a la vez, pero proporciona información fundamental sobre el enemigo). Yo no aguanto mucho tiempo jugando. Soy impaciente. Siempre quiero estar en otro sitio. Pero me gusta la armonía de los naipes, uno solo y cinco juntos, el rojo y el negro sobre blanco, abrirlos en la mano y pensar que lo fortuito es domesticable. Picas, tréboles, diamantes, corazones, intrigas amorosas, es decir, familia y jerarquía al final, el as, el rey, la reina y el caballero, el joker, Paola y las patrullas alemanas. Entonces se oía hablar de fusilamientos.
Aquel viaje y aquella vida en Burdeos y Libourne (un hotel, un piso alquilado, otra casa, otra casa, un castillo en Saint-Émilion), aquella ansiedad ambulante era una prueba más de la insensatez adulta.
La vida es fuga y escondrijo, y hay que ser astutos como en la noche de azar en el bar de los italianos: ser astutos daba ventajas en el Liceo del país extraño, donde los estudiantes eran menos astutos o menos adultos que Ferrater. Exigía astucia la vida disparatada de los padres, atolondrados, nerviosos, distraídos siempre. ¿Por qué son insensatos y mentirosos los padres? Porque están muertos de miedo. No quieren ver a los hijos, no quieren pensar qué saben o aprenden: también los hijos les dan miedo. No quieren saber, sólo verlos dormidos de noche, aquí están por fin los hijos, como muertos, bajo el toque de queda perpetuo. Ferrater siente envidia de los padres de sus amigos franceses, que no vigilan a sus hijos sino a los profesores de sus hijos. ¿Qué les enseñan a mis hijos? No teníamos guía, ni consejo ni ayuda, dice Ferrater. Teníamos dieciocho años.
Entonces acaba la guerra, vencen los peores, uno vuelve a Reus y piensa en huir inmediatamente, otra vez, a la guerra en Rusia, con las tropas triunfantes del III Reich. Operación Barbarroja: el 22 de junio de 1941 tropas alemanas penetran en territorio soviético. En España han abierto banderines de enganche para la guerra contra Rusia. En el invierno y la primavera de 1942 Ferrater consideraba la posibilidad de incorporarse a la División 250 o División Azul de la Wehrmacht: el héroe de la batalla del Volkov, río helado, deslizándose entre los Panzer con la compañía de esquiadores o volando en los Fw-190 de las Escuadrillas Azules, piloto miope sobre los lagos limen y Ladoga y el frente de Leningrado. Pero los cuarteles de Ferrater estuvieron en el Alto Aragón, veinticinco meses de servicio militar como soldado raso. Vivió en un hotel en Barbastro, donde fue a películas y bailes y toros en el verano de 1944, germanófilo (después de haber sido un fugitivo en Burdeos, ¿había pensado ir a Rusia para poder quedarse en la España triunfante de 1942 sin sentirse total y dolorosamente extraño?). Por el triunfo de la Wehrmacht apostó en el comedor del hotel, y en la casa de Huesca donde alquiló un dormitorio, una casa de mujeres solas y huéspedes de pago. Allí se había metido todo el frío de la comarca, y Ferrater añoraba el ejército alemán y la eficacia germánica, una vida razonable y técnica, con calefacción. Dejó Huesca, volvió a Barbastro, y entonces añoró el hotel más que a los ejércitos casi derrotados de Hitler, pero el hotel era ahora nido de coroneles y generales, y ya no podía servirle de hotel: no quería ser vecino incongruente de mesa y cama de ningún general. Encontró asilo en tabernas con luz color de ojo tumefacto y tinto para campesinos y soldados dignos de compasión. Era desordenada la vida en el ejército de España, sucia incoherencia en cuarteles sucesivos, Barbastro y Huesca y Barbastro.
Le encomendaron misiones burocráticas para salvarlo de las cocinas, y guardó el polvorín mientras la tropa batía las montañas en persecución del maquis. Dormía solo en un despacho y se quejaba de la irresponsabilidad típica militar y la bestialidad feroz del teniente coronel. Había leído en el joven Churchill que la ruda justicia de la espada suele aliarse con las complejidades de la corrupción y el soborno, e indujo a la familia Ferraté al soborno vitivinícola de un oficial, que recibió garrafas regaladas o a bajo precio. La madurez consiste en dominar las complejidades de la corrupción y el soborno, y Ferrater, madurando en el ejército, sugirió una visita al Coronel Segundo Jefe de la Subinspección de la V Región Militar, autoridad propicia a venderse, que sólo debería ser pagado en el caso de que consiguiera el traslado a Barcelona del soldado raso Ferrater. Pero Ferrater subestimó la ineficacia militar y adulta, efectiva incluso en los campos de la corrupción y el soborno, y no salió del Batallón de Montaña número 18 de Barbastro. «El aburrimiento es soportable, el frío y el calor no son soportables, la disciplina es eludible, la angustia es ineludible: éste es el boletín meteorológico de mi vida», dijo entonces.
Lo licenciaron, leía, bebía, fumaba, iba de putas y trabajaba en el comercio, póquer en el que la astucia es el más señalado signo de sensatez. Era contable en los negocios familiares y no se le pedía ninguna habilidad especial, ni siquiera astucia: los naipes no tenían que cambiar de figura en su mano (no le daban un pobre paje para que en su mano tramposa se transformara en rey: sólo debía sumar sin fin dos y dos y dos). Vivía días hipnotizados después de despedirse definitivamente del cuartel, como cuando se sale de una cárcel o se vuelve de un exilio. Tres años entre Burdeos y Libourne, dos años y un mes en cuarteles del Alto Aragón: podemos llamar a esto una sesión brutal de hipnosis. Uno se mueve con la inseguridad del que se apea de la caja cerrada de un camión después de muchas horas de viaje: se produce una pérdida del dominio de la ley de la gravedad.
Ahora eres libre, o estás solo (la soledad es una especie de libertad estrecha, opresiva), incluso se te han ido las palabras, el lenguaje ha seguido evolucionando sin ti, no tienes palabras o tus palabras son disparatadas, de otro sitio o de cinco años antes. Imagínate una isla desierta, imagina unos muchachos abandonados en la isla desierta: la lengua de esos muchachos cambiaría vertiginosamente, inventarían sus palabras, un argot especial, caricaturesco. Ferrater ha vuelto de una isla desierta, es contable en la firma familiar, Ferraté Hermanos, exportadores de vinos, donde Ricard Ferraté y sus hermanos se disputan los restos de la ruina familiar mientras Gabriel Ferrater lleva los libros de contabilidad, en la casa número 13 de Raval de Santa Anna. Había habido allí un gran hotel, el Hotel Europa, y, con alto sentido de la economía, los hermanos Ferraté le alquilaron los bajos al Banco Central y convirtieron el monograma HE, del Hotel Europa, en el logotipo FHER, Ferraté Hermanos, marca del vermut de la casa. Era la juiciosa insensatez de los adultos, el mundo ansioso y responsable de los individuos que han alcanzado la edad suficiente para arruinarse y disolverse y morir después de padecer miedo y angustia. Pero en el mundo aritmético del dinero existía el orden de los libros de contabilidad y, en un instante de increíble iluminación, Ferrater tomó la decisión de, una vez terminado el bachillerato a los veinticinco años, estudiar Ciencias Exactas. La iniciativa resulta incomprensible porque Ferrater había encontrado en su primera juventud laberínticas dificultades para dividir y resolver esa mezcolanza de dos cifras que chocan hasta que una de ellas se cuartea y se deshace en cociente y resto. Quizá huía hacia un mundo de cifras científicamente puras, pasteurizadas, después de haberse asomado a la caverna de FHER. Su padre, Ricard, inútilmente hábil con las máquinas, motores, coches y motocicletas, aplicaba todo su sentido práctico a un invento que lo salvaría de la hecatombe económica antes de liquidar absolutamente el patrimonio de la familia: una máquina de destilación al vacío y depuración de mostos. Ricard Ferraté se preparaba para el fracaso y una buena muerte fulminante y voluntaria, a pistola.
Diez años después de haber llevado las cuentas de FHER, huérfano de padre y arruinado desde hacía mucho tiempo, Ferrater decidió casarse. Heredero fallido de una familia de industriales, eligió a la hija de un médico de la alta sociedad de Barcelona. Tenía el médico casa y consulta en la calle Mallorca, y en su reino olían a celosa servidumbre los muebles recién encerados eternamente, una fosforescencia salía de la sala de rayos X y alumbraba el silencio y las voces de las niñas de la casa, y el médico saludaba con gestos de médico, dedos auscultadores que también tañen el violín en la biblioteca De vez en cuando aparecía un tío naviero que llegaba de Filipinas. Los abuelos paternos de las niñas son filipinos y algo filipino hay en Isabel Rocha, a la que llaman Cateta, pelo corto y cejas anchas bien perfiladas con pinzas, pendientes en las orejas, color filipino, tropical, pero labios delgados nada tropicales, traje oscuro y pelo tímido, tapando la frente, inseguro de una frente demasiado amplia. Ferrater la lleva a los mejores bares, y la invita a ostras y vino blanco, y Ferrater fuma, y la mira, y pone posturas de hombre mundano (inseguro, como el pelo sobre la frente de Isabel), no tan mundano, piernas cruzadas y brazos cruzados, cerrándose, fumando. Es un hombre bien vestido, que ha elegido bien el nudo de la corbata y lo ha encajado airosamente en el perfecto cuello de la camisa. Usa corbata clara, en contraste con el traje no demasiado oscuro y perfectamente planchado, de notario falso. Ha salido para su cita con Isabel del piso que comparte con su madre en Barcelona, calle Benedicto Mateu, 56. Están solos en el mismo piso Ferrater y su madre. Su hermano menor está en la cubana Universidad de Oriente, profesor de filología clásica, o, con mayor exactitud, profesor titular de lenguas clásicas. Su hermana se había casado en Londres y, muchos años después, recordaba a su madre como a una mujer de mucha disciplina doméstica. Siempre cuidó de que todo estuviese muy organizado: las duchas diarias, el horario de las comidas, la ropa. «Hemos tenido servicio, bastante servicio, pero nunca faltó la vigilancia activa de mi madre», dijo la hermana pequeña. Ferrater usaba gafas metálicas, tenía canas y bigote negro, parecía un alto funcionario, aunque la perfección del nudo de la corbata, recién hecho para la cita con Isabel, superaba las exigencias de una vida reglamentaria y burocrática en la qué uno se pone todos los días la corbata con el mismo nudo que hizo un mes antes. Parece un abogado notable que viste como un mandarín de la banca anacrónicamente leal a las costumbres indumentarias de su primera madurez (los años del padre, Ricard Ferraté, y sus correligionarios del partido Acció Catalana: como si la madre, para su hijo, preparara todavía el traje del difunto Ricard Ferraté), solícito con sus clientes escogidos. Ahora mismo coge el ticket de la cuenta, ostras sobre hielo y vino blanco en un enfriador, y piensa que está gastando demasiado.
Isabel era la hija del médico de moda, y además la prima de su amigo y casi jefe, el editor Barral, pero también era la enamorada de un príncipe, o del principesco hijo de un príncipe de la poesía española en el exilio, Pedro Salinas. Jaime Salinas fue el confidente al que Ferrater prometió en 1957 no vivir más de cincuenta años. Isabel Rocha se enamoró de Salinas, un aristócrata de la inteligencia y la moral. Salinas no compartía con los españoles el pasado infame, el presente doloroso, el futuro inexistente, la vergüenza del miedo a la bofia, la paciente sordidez rutinaria de los días de 1956. Y Ferrater, más que cumplir con lo que se espera de un treintañero por encima de la clase media media, más que pasar por la boda obligatoria (había descubierto como paciente la enfermedad del apetito matrimonial: Es lo que da sentido y cohesión a mi vida, le escribió a un amigo, el afán de casarme, este itch, dice en inglés: itch, término médico, picor, sarna, ansia furiosa y frenética), Ferrater buscaba a la prima del amigo Barral, la fricción sexual entre primos y primas, esa atmósfera, y sobre todo el amor de Salinas, el deseo del amor de Salinas, es decir, del amor que pertenece a Salinas porque lo recibe o puede darlo, amor precioso como la vida de Salinas, veinte años fuera de España.
Entró Salinas por primera vez, desconocido aún, en el Bar Boliche una tarde invernal de lámparas nubladas, y Ferrater cuchicheó a la oreja de Yvonne, la mujer de Barral. Dominaba las distancias Ferrater, y por el momento excluyó a Salinas de su círculo más próximo: No perteneces exactamente a este mundo pero quizá puedas servirme mañana para que cuchichee en tu oído. Y le devolvió el saludo a Salinas, el saludo estricto que dictan las leyes de la buena educación. Esto le gustó a Salinas. Parece un extranjero o un francés, pensó Salinas, que parecía o era un extranjero recién llegado a Barcelona, huésped del Hotel Suizo. Procedía del mundo del cine en Francia, y actuaba como ayudante del ingeniero que iba a racionalizar la empresa de artes gráficas Seix & Barral. Sí, Ferrater parecía un extranjero, longilíneo, de ojos azules: hablaba brillantísimamente, pero titubeante o tartamudo, incapaz de pronunciar su propio nombre, las erres farragosas, y llamó la atención de Salinas, héroe en Europa durante la Segunda Guerra Mundial al servicio de una compañía americana de ambulancias, como Hemingway en la Primera.
Salinas dejó el hotel y alquiló una villa, donde esperaba a su amigo de siempre, un islandés escritor. Se instaló en una casa de crimen de novela inglesa, recordaba Barral, pero quizá aquel refugio se pareciera más a un escenario de novela negra americana, más rápida y menos lógica y no muy lejos de las clínicas privadas de traficantes de recetas y tranquilidad y euforia químicas. Entonces Ferrater traducía a Dashiell Hammett bajo la vigilancia de la madre disciplinal. El editor Lara le pagaba ocho pesetas por página, y Ferrater ponía el reloj al lado de la máquina de escribir y no le duraba una página más de veinte minutos. El piso materno era oprimente como el reloj junto a la máquina de escribir y la página de Dashiell Hammett que no debía durar más de veinte minutos (un acuchillamiento y dos pistoletazos, tres muertos en dieciséis minutos). Ferrater se asfixiaba en el piso materno, le confesó a Salinas la opresión del piso materno (Salinas, según Barral, merecía la confianza de todas las secretarias de la empresa, y la confianza de Barral y de todo el mundo. Todos se confesaban con Salinas, lloraban, pedían que Salinas fuera su espejo y que les devolviera una imagen mejor de sí mismos al final de la operación mágica, y por fin todos se veían mejor, incluso Salinas: ojos limpios, lavados por las lágrimas). Salinas invitó a Ferrater a trabajar en una habitación que daba al jardín, Ferrater traducía y tecleaba, y Salinas decía: Yo he visto a los reyes de la poesía universal, Eliot, Frost, Auden y Spender en el campus de la Johns Hopkins University. Y luego llegaban los amigos y la noche era una intriga de embajada: conversaciones en clave entre el salón y el jardín, en francés, inglés, catalán, español, alemán e islandés, y las palabras universales eran Gin Giró, etiqueta azul y plata en la botella redonda, la ginebra con la que Ferrater preparaba dry martinis de novela negra.
Isabel se enamoró de Salinas en el Bar Boliche, chiquilla necesitada de protección y consejo. El extranjero Salinas la invitó a cenar según las costumbres de América del Norte, e Isabel, viviendo una especie de comedia colegial, interpretó que recibía el primer signo de una declaración amorosa. Se celebró la cena en la misma mansión en la que Ferrater ganaba tecleando su dinero de ruina. La situación económica de Ferrater lo condujo cierto domingo de lluvia, gin Giró y tocadiscos a poner en venta su biblioteca: fue la situación económica o el aburrimiento (pero no sólo el aburrimiento de los discos, ni siquiera el brutal aburrimiento dominical, sino un aburrimiento de años, el aburrimiento de todos los discos, todos los libros, todos los amigos y todas las conversaciones de los últimos cinco años). Necesitaba dinero, necesitaba una nueva vida, despedirse de las viejas palabras, casarse, aunque también es posible que sólo quisiera darle un giro absolutamente inesperado a la conversación, a altas horas de la noche al final de un domingo. Entonces fueron al piso materno y Jaime Salinas compró algunos libros: Salinas tenía facilidad para que lo encontraran y le ofrecieran las palabras que uno guarda sólo para sí, incluso en una biblioteca.
También Isabel Rocha lo encontró, se enamoró de él: el presentimiento o la impaciencia de la hora nupcial pasó en aquellos días por el Bar Boliche. Salinas encantó el corazón de Rocha, y Rocha se hizo daño, y lloró, y se acercó a consolarla Ferrater: el ser lamentable que las hadas dejan en sustitución del maravilloso niño robado del palacio del rey. Salinas no podía querer a Isabel, que no podía querer a Ferrater, a pesar de su elegancia desbaratada, a pesar de la enciclopedia que llevaba en la cabeza, aprendida de memoria en la casa que había sido el gran Hotel Europa. Un fantasma de palabras plurilingües era lo único que había podido salvar del palacio familiar, y el largo cuerpo y la arrogancia de los ojos azules. Se acabó. No lo quería Isabel. He ganado tu amor haciéndote daño y haciéndome daño, pero no me casaré contigo, no habrá triunfo ni fiesta. Ella era el futuro, es decir, el mundo entero, y, excluida la boda, Ferrater se sintió condenado a morir o a vivir bajo un juramento de soledad fatal y final (y lo más terrible: no era Ferrater el que hacía el juramento, sino que las circunstancias lo hacían en su nombre). Había elegido el amor con los ojos de otro, aunque ni siquiera se había enamorado de la novia de su extraordinario amigo extranjero (tampoco era extranjero su amigo, pero era más que eso: un príncipe apátrida), su doble, podría decirse, pero mejorado, reposado, no infectado por el arrebato que muchas veces traspasaba a Ferrater y lo exaltaba o lo anulaba en un instante: gesticulación manual y facial, carcajada, frase fulminante, el arte de la exageración feroz, antes de encogerse dentro de sí mismo y desaparecer, como desapareció cuando lo despreció Rocha, a buscar en su limbo de lenguas, como dijo Salinas, las palabras para nombrar el amor despreciado.
Desapareció del Boliche, en la Diagonal, cerca de la calle Provenza, muy cerca de la casa que construyó Gaudí y otras casas magníficas y fechadas en la fachada (como pinturas de caballete: casas artísticas), la casa donde vivió el pintor Ramón Casas, por ejemplo, de 1898, en la Barcelona próspera de antes de la guerra de Cuba. Barcelona carecía de tradiciones profundas, esto lo dijo Ferrater en su estudio sobre Casas (también sabía mucho de pintura: fue durante cuatro meses crítico suplente del Diario de Barcelona, y la editorial Seix Barral le encargó una historia de la pintura española contemporánea): la falta de tradición era el secreto de la radiante originalidad de las formas barcelonesas (piedras ondulantes, flexibles, hierros retorcidos), pero por falta de tradición los poetas catalanes no tenían palabras para hablar de celos o instinto posesivo, y les costaba contar su vida al público. Y lo que nos interesa, decía Ferrater, es la vida de las mujeres y los hombres. Él quería decir cómo había llegado a tan mal sitio, el piso de su madre, sin Rocha, queriendo a Rocha y queriendo el amor que Rocha descargaba en Salinas, necesitando ser querido por Salinas y por Rocha. La madre se había ido a Londres, con su hija, que ahora llevaba el apellido Barlow de su esposo. Ni el mayor poeta catalán del momento, Riba, maestro y amigo de Ferrater, podía hablar de celos, de instinto de posesión total, de locura: al catalán, decía Ferrater, le faltan términos de descripción moral, no tiene la tradición novelística del francés o el inglés. Cómo decir Isabel Rocha, o no exactamente Isabel Rocha, sino esta sensación de no existir o de existir nulo sin Isabel Rocha, sin esperanza de Isabel Rocha: no es esto para lo que uno ha sido preparado, si ha sido preparado para algo.
En agosto de 1957 Ferrater estaba encerrado en el piso de su madre, solo, bebiendo gin Giró y leyendo a Shakespeare, dos estimulantes para escribir. Quería escribir por lo que se suele querer escribir, según Ferrater: por ganas de fastidiar o de interesar a alguien. Había tomado la decisión de ser mejor que los colegas. Quería ser Shakespeare, es decir, quería conquistar a la hija del médico de moda. La ambición es fundamental en este oficio, sentenció Ferrater. Cuando a Scott Fitzgerald un crítico amigo, Edmund Wilson, le achacó que su primera novela no sólo era mala, sino que además había reunido una espléndida colección de faltas de ortografía, Fitzgerald contestó que Flaubert tampoco era ortográficamente perfecto. Esto es lo importante, dijo Ferrater: compararse con Flaubert o, más aún, con Shakespeare.