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II

12

Jill y yo -dijo Ferrater veinte meses después de su boda con Jill Jarrell, bella american girl-, si Jill y yo tenemos dificultades no son conflictos agudos. Nunca había estado tan bien en los últimos veinte años, dijo Ferrater, que entendía la felicidad como una línea recta que se acerca indefinidamente a una curva sin jamás encontrarla. Las cosas se nos caen de las manos y se rompen, dijo, pero la felicidad es la impresión de que se nos caen un poco menos. Jill no estaba, andaba por Londres renovando el pasaporte para seguir siendo turista, respetada turista en un país sin respeto: un turista en España en 1966 tenía menos posibilidades de recibir una paliza policial o alguna humillación eclesial o policiaca en público, aunque también tenía posibilidades: podía ser tratado como un miserable turista rico, envanecido, caprichoso, procedente de un mundo podrido más alto, repugnante. Ferrater y Jill vivían vida de turistas en 1966, bares y felicidad en la playa de Montgat, con apartamento en una calle llamada Buenos Aires. La línea recta casi rozaba la curva que esperaba en el infinito, el país seguía siendo invivible, caqui-sotanesco, de un aburrimiento corrosivo (sí, la falta de libertad -en un país, una cárcel, un cuartel o una casa- es siempre una especie de aburrimiento, y está justificada la afición de los tiranos a las exaltaciones ficticias: espectáculos con banderas, himnos, deportistas y animales, ceremonias con uniformes, disfraces militares o religiosos. A la exaltación artificial-sentimental se le suma la emoción de un estado permanente de ansiedad callejera, íntima: puedes ser detenido o amenazado con una pistola o abofeteado en público por besar en público o quitarte la chaqueta ante un Cristo crucificado o mirar demasiado al individuo que está a punto de enseñarte la placa de policía secreta y detenerte).

Pero el extranjero consorte Ferrater era un Dios, casi un dios mortal (o inmortal: un amigo lo vio por Barcelona en la primavera de 1965 como un nuevo Dorian Gray, aquel que dejó su alma en un retrato que envejecía y se corrompía en su lugar, y el retrato eran los viejos amigos). Ferrater buscaba lo menos posible a los viejos amigos, como si fueran un retrato que nos recuerda lo que fuimos y no querríamos haber sido, torpe imagen enterrada y estropeándose en un sótano que es mejor no pisar.

Tenía aparentemente los treinta años que tuvieron sus amigos, aunque había cumplido poco más de cuarenta, vivía casado con una veinteañera y le faltaba media docena más de años para llegar a la edad que había prometido no cumplir nunca. Había logrado transmutarse en el nuevo Shakespeare de la nueva poesía catalana, era director literario de una editorial prestigiosísima, vivía con Jill y seguía encapsulado en las gafas oscuras con las que se casó. Se las rompió una vez, se las rompería algunas otras veces, en Sant Cugat y en Túnez, para experimentar con la teoría de la felicidad: las cosas se caen, atraídas por el centro de la tierra, pero la felicidad es la suspensión momentánea de la ley de la gravedad: ese mundo imaginario en el que, inmediatamente después de que se hayan roto las gafas, uno ve las gafas intactas todavía.

13

Entonces Jill lo abandonó. Una de las cosas del abandono es ésta: uno se queda sin fuerzas para aparecer en público en su nueva condición de abandonado. Es como si alguien se hunde en la ruina y debe dar una fiesta para anunciar que está en la ruina. Uno, abandonado, desaparece, y así invita a los demás a que lo sigan abandonando. Ferrater adoraba la calle: Sócrates de los cafés de Barcelona lo llamó el mismo amigo que lo llamó Gray, Donan Gray, y, como Sócrates, pasaba el día en las calles, charlando, seguido por los jóvenes. Un tipo estrafalario o una peste, Sócrates fue de una fealdad que algunos consideraron belleza, o de una belleza incomprensible que algunos consideraron fealdad, dios nuevo seguido por los jóvenes y despreciado por los viejos. Pero Jill estaba en Madrid en noviembre de 1966, con su padre, alto militar de la embajada americana, y el dios desposeído calculaba: Es la gente de Sant Cugat, es el clima, la aburrida lluvia, Jill volverá cuando deje de llover y cambie el clima y cambie la gente. Ferrater volvió al pasado, a casa de la madre (las madres son terribles: por culpa de la madre de Jill está siendo abandonado, Jill voló a Estados Unidos, país rico, libre: no es éste, no es este país).

Ferrater le escribió a su hermano menor, Joan, y su hermano le contestó desde Edmonton, Canadá: «Lo que me parece esencial es que te fijes en que si has perdido la partida con la madre de Jill por la cuestión del dinero (y perderás todas las partidas con todas las chicas por la misma razón), quizá la cosa más urgente que debes hacer es resolver esa cuestión.» ¿Carecía Ferrater de imaginación económica, siendo heredero, como era, de hombres de negocios? Quería ser un hombre razonable, de vida razonable y técnica, y no podía tolerar que lo consideraran incompetente en cuestiones monetarias.

¿No había sido contable en 1947 de la empresa vinícola de la familia Ferraté? Había desarrollado un sentido de la moneda y su uso, diferente al de los escritores en general. Decía: Un poema debe tener el mismo sentido que una carta comercial. Óptimamente todo poema debe ser claro, sensato, lúcido y apasionado, es decir, como la agenda del hombre de negocios perfecto. Intentó considerar el abandono de Jill un asunto monetario, incluso político. Quizá se puede razonar económicamente: ahora Jill trabaja para Tad Szulc, corresponsal del New York Times, y trabaja también para Farrar Strauss y otros editores de América. Estupendo: el abandono es un motivo de orgullo acerca de alguien que es parte de mí, o se me está yendo o se me ha ido: un orgullo consistente, resistente al dolor: Jill se ha ido a trabajar con los mejores del mundo. Ferrater ya no es director literario de la gran editorial, y está bebiendo, gin sin Jill, está bebiendo más que nunca.

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Jill se me ha ido, me ha dejado, dijo por fin Ferrater el 27 de noviembre de 1966. Había acumulado la fuerza necesaria para pronunciar esas palabras, para escribirlas en una carta a su hermano Joan, que estaba en Edmonton, la fuerza necesaria para decir: Ya no soy el que he sido, el que creía ser, el hombre de Jill o el hombre que vivía con la joven Jill, el esposo, el capaz de llevar su casa. Ahora toda la fuerza se emplea y disipa en la espera de que suene el teléfono o de que Jill descuelgue en la embajada americana en Madrid. Toda la coraza o el caparazón de los últimos veinte meses, desde la boda en Gibraltar, se ha desintegrado: la línea recta que se acercaba a la curva feliz se ha estirado hasta alcanzar el punto de ruptura y quebrarse, como si la aguja que marca electrónicamente la potencia de una fuente sonora saltara por un grito y cayera, sin estímulo ni energía, muerta, en el momento en el que el mundo deja de rotar y todo sale disparado.

Quizá sea mejor beber un poco, fumar, beber, levantarse: muevo las piernas con mucho cuidado y me Heno de asombro al ver que se mueven, como cuando paseaba por los parques ingleses en 1963 y me echaba en el suelo, derrumbado y feliz en Londres, antes de Jill. Entonces Ferrater también era turista y traducía novelas policiacas para Weidenfeld & Nicolson, dejaba el folio en la máquina de escribir, salía de casa descalzo y se tumbaba en los parques. Miraba a chicas vestidas de Mata-Hari (velos de bailarina y blue-jeans) y princesas indias feas y con amigdalitis y pink cheap lipstick. En el verano de 1963 Ferrater tenía más de cuarenta años, el pelo blanco, gafas negras, vestía y se movía como un adolescente, fumaba como un adolescente, tapándose la cara al llevarse el cigarro a la boca, espécimen de niño mutante albino, encrespado, adolescente James Dean, refugiado en la casa familiar de su hermana, Amalia Barlow, según el apellido de su esposo. Todavía no conocía a Jill Jarrell. Como preparándose para Jill, se transmutó durante los meses en Londres, ahora en Kensington, con Helena, su novia, hija de un amigo y maestro, Helena, que era o había sido becaria en Durham, veinte años más joven que Ferrater.

En Londres sufrió una transformación. Igual que en esa historia de insectos acromegálicos, miméticos, disfrazados para sobrevivir en las ciudades como hombres con abrigo y sombrero, aunque el abrigo y el sombrero forman por una horripilante equivocación parte del exoesqueleto del insecto gigante y mimético, Ferrater había desarrollado en Barcelona trajes monstruosos (anquilosados, erróneos: como los sombreros y abrigos de los insectos gigantes) de funcionario franquista a pesar de su horror hacia los franquistas y especialmente hacia los franquistas funcionarios (pero siempre consideró secundaria la porción de vida que el país o cualquier lugar colectivo puede fastidiarnos). En Kensington se le desprendió el exoesqueleto quitinoso, y adoptó calzado deportivo, blue-jeans, jerséis, camisas para pasear por el parque y tumbarse: la mínima felicidad de no caer, de tumbarse uno mismo, sin proyecto ni orientación.

Huyó hacia Hamburgo, perdió a Helena, se enamoró de Jill, se casó, perdió a Jill veinte meses después de la boda y se puso a esperar que sonara el teléfono. «Soy Jill, voy a volver», dirá la voz de Jill. «Mañana estaré en Sant Cugat.» Y entonces cuelga Ferrater el teléfono, en casa de la madre, y la madre protesta, recuerda el precio de las conferencias telefónicas con Madrid, porque Ferrater ya no espera la llamada, llama él y nadie le promete volver mañana. Se está deshaciendo, más aún, disolviéndose, ha ido a un neurólogo para detener la disolución o disolverse bajo vigilancia médica. Sigue un tratamiento, procura no beber, Triptizol, Valium, Librium, un mejorador del humor y dos sedantes, nortriptilina y derivados de las benzodiazepinas: el mundo puede ser reconstruido científicamente, químicamente reconstruido, Valium, Librium y Triptizol, pero ahora mismo, domingo 27 de noviembre de 1966, el adolescente de cuarenta y cuatro años recibe la regañera de su madre por usar demasiado el teléfono, y el adolescente decide irse de casa, volver a la casa que tuvo con Jill, solo y aterrorizado. Este régimen de vida, dice, exigirá tratamientos neurológicos.

15

Cuando se fue Jill el mundo cambió, se enfrió, se hizo invernal, es decir, llegaron noviembre y diciembre como todos los años. Ferrater cambió su relación consigo mismo: era de pronto otro, helado, sin la irradiación del otro ser que vivía cerca. Ahora vivía en un silencio esclerótico, había perdido una especie de ruido mental, un espacio mental que compartía con Jill, tangible, físico: una especie de pensamiento siamés o puramente común: emoción o sangre compartida a través de un aparato circulatorio exterior-interior que lo unía a Jill y ahora había sido dañado, obstruido, cerrado, derruido, pulverizado. Y dolía, dolía físicamente, como si a los cuarenta y tantos años percibiera el desgaste y la oclusión de las arterias coronarias, el acabamiento de la capacidad pulmonar, la angustia del aire que falta. Las paredes del apartamento de Sant Cugat se mueven, vienen a aplastarme, o yo me dilato, aumento y voy a aplastarme contra las paredes. Entonces suena el teléfono, puede que sea Jill, alguien abre el grifo del oxígeno, se acelera el corazón, ha llegado el momento de la asfixia definitiva o del rescate.

No, no es Jill, pero ya está pasando la crisis. Uno sigue vivo o muerto, tal como estaba, helado, en el invierno de 1966 y 1967, cuando en las casas arrancan los radiadores de la calefacción central y venden las calderas y las viejas tuberías de plomo roídas por las ratas, pasadas, obstruidas. Ahora dicen que el gas butano, la última novedad, es mejor para calentar las casas, y arrastran bombonas pesadísimas por las escaleras, el ruido de los repartidores de bombonas llena los edificios, chocan las bombonas contra las puertas de ascensor y contra otras bombonas. Como sólo en momentos excepcionales de la historia, está apareciendo un nuevo color, el color naranja sobrenatural de las bombonas de gas butano, y quizá también el azul de la llama en las estufas de gas, y el olor del butano, alcohólico. Dan dolor de cabeza estas estufas, es mejor apagarlas, y hace tanto frío en enero de 1967 en Barcelona: hasta la policía se hiela y tiembla. «Tengo miedo del miedo que tiene la bofia», dice Ferrater, y la policía reparte palizas en la universidad, pero también en la calle, y cierra la universidad la policía mientras en las casas los propietarios siguen arrancando radiadores de calefacción. Es la renovación industrial y científica del país: el tiempo irreversible y paralizado de la degradación de todas las cosas, científicamente establecida por las leyes de la termodinámica, y Ferrater sufre una gripe crónica en el despiadado invierno de 1966 y 1967, tiempo muerto, congelado, fijo y cada vez peor, más muerto, más congelado, más fijo, después de la fuga de Jill. La Aspirina se suma al Valium, al Librium y al Triptizol.

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No es que tuviera mucha gana de entrar en detalles, pero en definitiva la madre de Jill tenía la culpa, escribió Ferrater a su hermano Joan: «Ha jugado bien sus cartas, que eran mejores que las mías porque detrás había dinero.» Juego, astucia y dinero es la vida adulta, según el perdedor Ferrater, apostando de farol, sin dinero detrás de las cartas, pese a su deseo de ser económicamente serio. «Una vida no se conserva si no es atenta a las leyes del dinero y a los movimientos de los hombres y las mujeres», dijo, y, en su deseo de alejarse de la vida falsa y bufonesca, de farol, se enamoró de una disciplina científica: desarrolló entonces una extraordinaria pasión por las ciencias del lenguaje. Fue un enamoramiento en el más hondo frío de la Edad PosJill, la gran glaciación. El esposo abandonado por la esposa mucho más joven (como si la mujer niña hubiera madurado en compañía del viejo Ferrater, Sócrates o dios callejero al que desprecian los viejos de la ciudad; como si Jill, en su compañía, hubiera adquirido el conocimiento necesario para despreciarlo), el viejo esposo encontró otro amor joven, una ciencia joven y moderna, la lingüística, y renovó ante sí mismo una promesa de absoluta renovación vital: abandonó el alcohol con ayuda del tratamiento del neurólogo, demostrando una vez más que los alcohólicos se caracterizan precisamente por abandonar el alcohol con mucha mayor frecuencia que los no alcohólicos (cuantas más veces dejan de beber más alcohólicos son, en general).

Entonces se declaró enamorado de un muerto, Sapir, Edward Sapir, formidable lingüista americano estudioso de las lenguas de los pieles rojas. (Hay individuos que, como Ferrater, parecen preferir los amores con extranjeros: los extranjeros creen que ciertos rasgos fisiológicos o caracterológicos del nativo son comunes y propios del país, mientras que los paisanos saben que esos rasgos son excepcionales, personalísimos, insoportables e irremediables; los extranjeros, además, casi siempre hacen un mayor esfuerzo de comprensión.) «Estoy completamente enamorado de Sapir», escribió Ferrater el primer sábado de diciembre de 1966: desde hacía unas cuantas semanas había tomado la costumbre de refugiarse los sábados por la tarde en la gran editorial, cuando no hay nadie y es prácticamente seguro, dice, que ningún tipo de gente se le eche encima. Acude con puntualidad modélica al despacho en la gran editorial, pero sólo fuera de horario, cuando está cerrado el negocio. Así no se ve amenazado por la posibilidad de repetir en voz alta y ante testigos: «Jill me ha dejado.»

No quiere encontrar esas palabras-aguja. Buscar esas palabras sería doloroso, y más doloroso sería llevarlas a la boca y pronunciarlas y oírlas: Jill ha volado, Jill se me ha ido. Para evitar la captación y articulación de esas palabras, Ferrater se llena la cabeza de otras palabras, empezando por las palabras proféticas de los prospectos de las medicinas que le recetó el neurólogo, anuncio de verdaderas catástrofes en el sistema neurovegetativo, nervioso, así como de la destrucción del hígado en el caso de ingerir una sola gota de alcohol. No me lo creo, dice Ferrater, pero finjo que me lo creo y eso me autoriza para no beber. En la segunda semana de enero, el día 10, nieva y, mientras cae la nieve en Sant Cugat, Ferrater hace recuento de las lenguas que está estudiando. Sufre una especie de manía idiomática, ha dejado las generalidades de la lingüística y ha pasado directamente a las lenguas reales, muertas y vivas, a las palabras que borren las palabras que no deben ser pensadas ni pronunciadas: «Jill ha volado», por ejemplo. Estudia el griego, el latín, el ruso, todas las lenguas germánicas, todas, el germánico del oeste y el germánico del norte, las lenguas escandinavas (danés, dano-noruego, noruego, sueco, feroés e islandés).

Según Sapir, mis hábitos lingüísticos me predisponen a ver el mundo exactamente como lo veo, de modo que, para no seguir viendo el mundo como lo veo, lo mejor es huir a otras lenguas, pedir asilo en otros idiomas, olvidarme de mis hábitos lingüísticos, es decir, de mi mundo, porque mi lenguaje es parte de mi constitución espiritual, dice Sapir, que componía canciones y poesías: si cambio de idioma cambio de constitución espiritual. Ferrater sufrió y superó en aquellos días helados un ataque de logofagia, una indigestión de lenguas, superada por fin, digerida con un poco de alcohol, demasiado quizá, digámoslo así, buscando con precaución las palabras justas.

17

Inmediatamente iba a llegar otra lengua, italiana, otra mujer, de Milán. Habían pasado dos meses, tres meses, los buenos propósitos y las medicinas se habían agotado, como el tiempo de templanza, mientras seguía extinguiéndose sin fin la onda expansiva del abandono. En los días del frío noviembre de 1966 Ferrater había recordado al hombre a quien prometió matarse antes de cumplir los cincuenta: le debía carta por asuntos profesionales. Jaime Salinas andaba por Madrid en un nuevo lanzamiento editorial, y Ferrater quizá lo recordó cuando evaluaba si la promesa o el propósito de matarse antes de cumplir los cincuenta le permitía matarse con precipitación a los cuarenta y cuatro.

Le escribió una carta profesional, fechada el 23 de noviembre. Debía haber contestado mucho antes, pedía perdón por el vergonzoso retraso, aunque no tenía justificación, como no fuera la indolencia general del país. Entonces Ferrater nombraba a Jill: Jill está en Madrid (ah, quizá vuelva todavía a Barcelona, a Sant Cugat), y, puesto que Salinas quiere incluir en su nuevo proyecto una edición de La lozana andaluza, Ferrater le manda a Jill una edición francesa de La lozana andaluza, y llamará por teléfono a Jill para avisarle y pedirle que le enseñe a Salinas la edición francesa (según añadía Ferrater, la edición francesa era una porquería de edición, pero parece un magnífico pretexto, absurdo, para volver a penetrar asépticamente, profesionalmente en la casa del padre de Jill). Llamó a Jill, hablaron, largo rato, la madre de Ferrater protestó (alegó el precio desaforado de las conferencias telefónicas), y entonces Ferrater le escribió a su hermano Joan: Jill se me ha ido, me ha dejado, la madre me regaña por hablar por teléfono con Madrid, con Jill, me recuerda el precio del teléfono.

Estaba arruinado, como Dashiell Hammett, que aparecía en la carta después de La lozana andaluza y se convertía en el asunto fundamental. Ferrater había traducido cuentos de Hammett, habitual en colecciones llamadas El Búho o La Araña, de portadas que parecían carteles de cine, chinos con cara de Charlie Chan y pistolas y rubias y frascos de veneno, o sólo un búho sobre fondo gris, las aventuras del Agente de la Continental y los Siameses Escurridizos y la casa de la calle Turk, y ofrecía a Salinas un informe crítico sobre las traducciones de las novelas de Hammett al español. El azar había querido que Ferrater tradujera y difundiera a Hammett en la España anticomunista en el mismo momento en que en Estados Unidos demolían a Hammett por comunista: los años cincuenta. Mientras Ferrater traducía a Hammett a destajo, Hammett se preparaba para morir solo en una casucha llamada brutalmente Arcadia, condenado en rebeldía por un tribunal federal a pagar 104.795 dólares de cuatro años de impuestos atrasados, intereses y costas incluidos, espiado por agentes del FBI que redactan informes llenos de faltas de ortografía donde se recogen testimonios de que Hammett está mal de dinero, muy mal, el casero es su amigo y no puede echarlo aunque no paga, no tiene dinero, no tiene propiedades, ha sufrido un ataque al corazón, tiene problemas pulmonares de antiguo tuberculoso fumador, lleva cuatro años sin pagar el alquiler pero ha donado un dólar para ayuda a los extranjeros residentes en los Estados Unidos de América, ha firmado un manifiesto contra la invasión de Guatemala, no tiene cuentas bancarias, vive solo, continúa el informe del FBI, no tiene empleo, no recibe derechos de autor, tuvo ingresos de 30 dólares el último año (invirtió en la producción de Muerte de un viajante y ganó 30 dólares), Hacienda puede retenerle cualquier ingreso, empezó un libro hace años y lleva dos años sin tocarlo, vivió en la riqueza en Hollywood, hacia 1935, fiestas y más fiestas, la maravilla de Bel Air, muy bebedor, imprevisible, lanzaba cuchillos a las invitadas, ponía de adorno en el cuarto de baño a una puta, era muy tímido, bebía, era muy divertido, se derrumbaba, corría detrás de las chicas, ofrecía préstamos en las fiestas a gritos humillantes, en 1957 vivía en una casucha llamada Arcadia y sobrevivía de préstamos de amigos desde 1951, cuando salió de la cárcel (seis meses por desacato: se negó a denunciar a comunistas) casi en el mismo momento en el que Ferrater lo traducía. No cobra ninguna pensión, no posee acciones, deudor capcioso. Es un hombre acabado, dijo el agente del FBI, en la casa no quedan sillas para sentarse, todas están llenas de libros, cartas, paquetes sin abrir, tres máquinas de escribir pero las tres están cerradas, hay un fonógrafo cerrado eternamente. El hijo del casero lo vio una vez por la ventana, en pijama, con una pistola en la mano. Llamó a la puerta, pero, cuando Hammett abrió la puerta, ya no empuñaba la pistola, si alguna vez existió la pistola.

El 23 de noviembre de 1966 Ferrater escribía en una carta su juicio sobre las cuatro novelas del difunto Dashiell Hammett y sus traducciones al español (las traducciones son malas, muy malas, pero no hago reproches morales porque hace quince años así traducía yo, dice Ferrater). Red Harvest (Cosecha roja) es la más difícil de traducir, porque incluye diálogos en ocho o diez dialectos distintos, de gángster irlandés, de policía irlandés, de gángster polaco, de puta middlewestern, de policía californiano. Ni Ferrater se atrevería a traducirla: su castellano de catalán no está a la altura de las exigencias del libro. Repasa las cuatro novelas y sus traducciones (¿No es pornografía tremenda traducir «You had an erection» por «¡Te excitaste!»?), y se ofrece para revisar a fondo en tres semanas la vieja traducción de The Glass Key (La llave de cristal). La carta al amigo fue considerada por Ferrater como un informe sobre las traducciones españolas de Hammett, así que la editorial de Madrid le debía dinero: había logrado que le pagaran por una carta amistosa y había profesionalizado la desesperación de la llamada telefónica a Jill. Estaba experimentando una feliz metamorfosis: miraba con ojos nuevos la cuestión económica. Pero Jill no volvió y a finales de enero de 1967, dos meses después de la carta sobre Hammett, el amigo de Madrid no le había contestado todavía: Ferrater dedujo que no lo había hecho porque no sabía cómo conseguir que una editorial pagara una carta.

18

En febrero apareció la milanesa.

Entonces Ferrater acababa de llegar a la conclusión de que empezaba a ser una personalidad en el mundo editorial internacional, aunque el hecho de expresar semejante idea en voz alta o en una carta a su hermano le parecía motivo de risa. Atribuía su encumbramiento a la perspectiva distorsionada que los extranjeros tienen de las cosas nativas (también los españoles fabulaban sobre las maravillas imaginarias de la editorial milanesa Felrrinelli o la parisina Gallimard), cosas nativas como la industria librera española o como el propio Ferrater (se había casado con una extranjera que, después de convivir veinte meses entre los nativos, había abandonado a Ferrater). El tiempo engrandecía y engrandecería aún más la personalidad de Ferrater: bastaba esperar el paso del tiempo para que la personalidad creciera y alcanzara proporciones titanescas en el riquísimo universo editorial, el que más dinero mueve en el mundo después de Hollywood y la CÍA.

Había decidido abandonar las traducciones y los informes confidenciales al editor. En el mundo editorial sólo hay tres clases de personas, escribió a su hermano: el boss, el escritor y los lameculos (els llapeculs, escribió exactamente Ferrater). ¿Qué pasa si no te ponen en ninguna de las dos primeras categorías? Si no eres ni boss ni escritor, entonces perteneces a la tercera, y ser lameculos te obliga a vivir a la defensiva, algo mortalmente cansado, casi tan cansado como traducir a toda velocidad Der Prozess de Franz Kafka, la última traducción de Ferrater por el momento. El era un prestigioso traductor, un consejero editorial absolutamente infalible y fiable, pero, mucho más, era un gran poeta y la crítica iba a premiarlo en 1967 como el mejor poeta catalán de 1966, aunque había escrito sus últimos poemas en 1963. ¿Pertenecía a la tercera categoría del mundo editorial? ¿Era un escritor? ¿Era un boss? Puede ser, puede ser: participaba en las fantásticas fiestas editoriales, y en las convenciones de agentes de ventas de la gran editorial de Barcelona de la que había sido meteórico director literario y de la que seguía siendo el consejero íntimo y predilecto.

A principios de febrero recibió en nombre de la Gran Editorial a un autobús de vendedores de libros, representantes y viajantes de las mejores provincias de España, la Cosecha Roja de Hammett: ocho o diez dialectos distintos, pero no el gángster polaco, el gángster irlandés, la puta middlewest, el policía irlandés y el policía polaco, sino más de veinte vendedores viajeros de Zaragoza, León, Málaga, Bilbao, Sevilla, Burgos, Valencia, Salamanca, etcétera, con sus mujeres algunos. El extraordinario Ferrater escoltaba al boss Barral, el descoyuntado y larguísimo Ferrater y sus conocimientos larguísimos y descoyuntados, su descoyuntada forma de hablar inagotable y feliz, en los restaurantes. En estos viajes la gente se divierte, es decir, se transforma, y hace cosas que luego recordará toda la vida, aunque no exactamente (la mayor parte de las creaciones del intelecto o de la fantasía desaparecen para siempre después de un intervalo de tiempo que varía entre una hora de sobremesa y una generación), usa la cámara de fotos, fija ese momento en el bar barcelonés para toda la eternidad, inolvidable, aunque no exactamente recordable: nadie recordará exactamente lo que dijo el hombre largo de las gafas negras sobre no sé qué batalla de no sé qué guerra, mundial, creo. Tanta palabra cansa, sobre todo si tiene doble sentido, o triple, pero subíamos al autobús con la percha del traje de los banquetes en la mano y aquel hombre no paraba de hablar, y nos reíamos, claro que nos reíamos.

Estos hombres eran la última línea y la línea de choque del ejército editorial, vanguardia y retaguardia: quizá formaran parte de los lameculos y vivieran perpetuamente a la defensiva, mortalmente cansados, acostumbrados a trasladar maletas de peso descomunal, maletas de libros (una hoja de papel pesa poco, pero pocos imaginan el peso que debe soportar un vendedor de libros, las pesadísimas carteras de los vendedores de libros, un caso semejante al de los vendedores de artículos para mercería y sus maletas de alfileres y corchetes y agujas: el peso de una sola aguja no permite imaginar el elefantiásico peso de una maleta con miles y miles de piezas de acero minúsculas, es una simple progresión aritmética, dijo Ferrater). Se reían como soldados de permiso, pero nadie reía tanto como las mujeres cuando hablaba el hombre longilíneo de ojos azules que nadie llegará a ver detrás de las gafas negras. El príncipe del desorden y la risotada tenía una voz estridente e ininteligible, catalana, políglota, habitada por muchas voces, infernal, pelo blanco y bigote canoso. ¿Cuántos años tendrá? Parecía lejanísimo cuando apareció, tan alto, elevado, eso es, tan serio, el cerebro científico del gran negocio editorial, desconocido y casi inmediatamente íntimo, una de esas amistades voraces de bar, cuartel o calabozo. El vendedor debe tener conciencia del producto que vende, producto de excepción, la mejor literatura europea, universal, dijo el rey bromista del whisky (él no bebe whisky, explica mientras bebe whisky, sólo ginebra; está bebiendo whisky porque el neurólogo le ha retirado la bebida), bromista brumoso de repente, voz granulosa, estridentemente agrietada, el mejor imitador de entre los vendedores lo imita en el pasillo del autobús que los lleva a Madrid. Se ha puesto unas gafas negras de su mujer, las cejas se levantan por encima de la montura, encoge los hombros exactamente como el hombre de las gafas negras, mueve las manos, vaso largo y cigarro, brazos descoyuntados, consonantes descoyuntadas, forzadas, arrugadas, erres imposibles, frases superpuestas. El discurso verbal, en contra de lo que dice el sentido común, no es lineal, es una especie de montaje de cintas magnetofónicas, dijo Ferrater una vez. No se sabe exactamente lo que está diciendo el imitador, una mina de palabras, pero las mujeres ríen a carcajadas o enmudecen y cierran los ojos o los abren mucho (las dos cosas que se hacen cuando se recuerda que una estufa de butano se quedó encendida en la casa de Burgos). También la personalidad y figura del moderno vendedor crece y alcanza proporciones titanescas en el riquísimo mundo editorial, sólo equiparable a Hollywood y la CÍA, sigue la perorata entre bocado y bocado en el banquete empresarial, Ferrater, máquina comedora de mandíbula desencajada (la señora del delegado de la Gran Editorial en Málaga y Granada oyó el crujido de la mandíbula cuando comía Ferrater), turbulencia, excitación sensual y sexual de comer, como si un hombre extremadamente gordo y glotón estuviera prodigiosamente escondido en el hombre delgadísimo de las gafas negras. Había conquistado una especie de ubicuidad en el banquete, parecía llenar la mesa con sus brazos extralargos que llegan a todos los platos y agarran la botella de whisky allí donde se esconda (alguna vez se encuentra con dos vasos ante él, pero explica inmediatamente que un whisky no hace daño a nadie y él nunca se beberá dos a la vez, mientras utiliza teatralmente y cinematográficamente el humo del cigarro (cortinajes, virados), el juego de la mano que acerca el cigarro o el vaso a la boca). Divierte a los viajeros y se divierte. Habla y habla como si diera nueces a los niños.

Los despide al pie del autobús que los llevará al hotel, y llueve, está empezando a llover. Y entonces, con voz solemne y feliz, bajo la lluvia, voz mojada, cada vez más empapada, embarrada, herrumbrosa, como si saliera de otro tiempo en el que también llovió, el año 1600 o los días en que se encerraba con las obras completas de Shakespeare porque no podía estar con Isabel Rocha, grita: Be mad and merry, or go hang yourselves. Dice que seamos locos y felices o que nos ahorquemos, tradujo el verso shakespeariano el vendedor de libros que vivió tres años en Manchester al servicio del Hotel Swan. Creo que en este momento estoy quebrantando el régimen de mi neurólogo, dice en este momento el imitador del señor Ferrater en el pasillo del autobús que se dirige a Madrid, A mí me gustaba ese hombre, dijo una señora sin demasiada convicción; debe de ser un demonio con las mujeres. ¿Qué dices?, dijo otra, qué disparate.

19

En aquel mismo momento estaba llegando a Barcelona la milanesa Valeria Berni, digamos que se llamaba Valeria Berni, novelista entre una tropa de escritores viajeros, la especie B en el reino animal de la literatura, entre el boss y los lameculos o llapeculs. Está llegando de Italia para su encuentro anual un grupo de los más selectos autores literarios del país, de Manganelli a Eco pasando por Valeria Berni, el Gruppo 63, nombre de conjunto musical de masas, artistas experimentales más que vanguardistas, europeos, internacionales, menos italianos que mitteleuropeos, milaneses, racionalistas, aunque Valeria Berni llegaba de una clínica suiza: era una mujer deprimida.

Cuando se encontró con Ferrater en la habitación del Hotel Colón de Barcelona podrían haber reunido entre los dos unas dieciocho o veinticinco cajas de medicinas, ingeribles e inyectables, si Ferrater no se hubiera encerrado en la habitación del Hotel Colón con Valeria Berni sin equipaje, sin otra ropa que la puesta, sin su dubitativo y ya tambaleante tratamiento neurológico. Era un hombre herido, solo, abandonado por su mujer y por los veinte vendedores con sus mujeres, a la expectativa de más mujeres salvadoras. No buscaba o esperaba a una sola mujer, sino a todas las mujeres, las mujeres de los escritores en los premios internacionales, por ejemplo, aquella espléndida panameña que acompañaba al escritor mexicano, ¿por qué no? El hombre herido se encontró con la enferma de las clínicas suizas que dilataba el tratamiento en compañía de los escritores milaneses viajeros (es una tontería pensar que la literatura es un oficio sedentario), el Gruppo 63, los mejores escritores de Italia, y más aún, una verdadera comunidad de creadores, novelistas, poetas, profesores, redactores-jefes, ensayistas, publicistas, pintores y músicos reunidos en una especie de fiesta de pueblo en distintas ciudades fantásticas desde que en octubre de 1963 se habían reunido por primera vez en Palermo, en el Hotel Zagarella, para transmutar la literatura italiana a través de la conversación, la discusión, el teatro y la música electrónica.

La conversación continuaría en Barcelona, como todos los años, cuatro años después del encuentro en Palermo, siempre cerca del mar y el olor de los mercados populares y la gasolina de las motos de los traficantes de tabaco rubio americano de contrabando. La reunión ya es una costumbre, cálida, incómoda, obliga a aplazar obligaciones pero justifica injustificables viajes personales, y en medio de aquella reunión familiar apareció Ferrater, en el hotel de la avenida de la Catedral, en lo más viejo de Barcelona (pero construido después de la guerra). Allí estaba Ferrater después de dos días con los vendedores de libros. Es muy cansado ser lameculos, llapeculs, estar siempre a la defensiva, ser viajante o agente comercial de literatura, pero aún es más cansado ser escritor, vendiéndote siempre a ti mismo. El literato que habla de literatura está hablando del literato, y así fue en las conversaciones, discusiones y conferencias públicas de Barcelona, entre el Gruppo 63 y el grupo próximo a la gran editorial Seix Barral, siempre alrededor de la literatura, que, como dijo entonces Manganelli, es mentira, probablemente inmoral, artificial, cínica, inútil y venenosa, escandaloso juego falso. Manganelli citó al crítico Edmund Wilson, que intentaba ver el aspecto positivo de los peligros de la bomba atómica: la aniquilación atómica barrería las horribles ciudades de América, Nueva York o Washington, y a individuos como Rockefeller y el cardenal-arzobispo de Nueva York (Spellman, dijo el siempre muy informado Ferrater, Spellman, miembro del Comité Nacional por una Europa Libre, de la CÍA, y amigo muy íntimo del jefe del FBI, Hoover), desaparecerán el Pentágono, la CÍA y la burocracia, y en Rusia sucumbirá Moscú, un lugar terrible, decía Wilson. La literatura usa todos los sentimientos sin ningún sentimiento, animal feroz y dócil siniestramente omnívoro, dijo Manganelli.

Así hablaba Manganelli, y había que responderle. No era fácil. Era un debate exangüe entre dos literaturas provincianas, dijo el poeta y boss Barral, pero se bebía, se bebía mucho, y esto producía un doble efecto, aniquilador y vivificador a la vez: soltaba las lenguas, las anudaba, las soltaba mutantes y articulaban lo que uno jamás hubiera pensado o querido decir, o lo que uno jamás hubiera querido decir exactamente como acabó diciéndolo. Brillaba Ferrater sobre todos, olvidado (en la felicidad de seducir discutiendo) de los días en que esperaba eternamente a Jill en Sant Cugat: el mundo tenía por fin sentido: el sentido de una discusión entre literatos españoles e italianos tres días de febrero de 1967 sobre el problema de la vanguardia, signifique lo que signifique una cosa así, dos sesiones diarias de cuatro horas cada sesión, alimentada la máquina parlante con whisky y anfetaminas, y alerta Ferrater a las señales de Valeria, que buscaba un signo salvador después de tres semanas en la Suiza de los sanatorios y las casas de reposo, acostumbrada a hablar clínicamente de sí misma: el caso es una misma, la enfermedad que debe ser curada es una misma, dijo, y la oyó el hombre recién salido de la consulta del neurólogo, dos almas delicadas en los salones del Hotel Colón.

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Estas brillantes conversaciones inteligentes e inocuas exigían un penoso precio al final de los cuatro días de reunión casi incesante y permanentemente estancada, en bar, comedor o salones mal ventilados: los efectos dolorosos del alcoholismo, el resentimiento contra los amigos después de los duelos verborrágicos, guerras y batallas de inteligencia e ingenio (hay una tensión sensual, sexual, como en una pelea o un ajedrez entre adolescentes). Hay quien acaba encerrado a oscuras, en la cama, y no quiere ser visto nunca más, quisiera ser enterrado en su propia cama para siempre, porque fue desenmascarado, espantosamente desenmascarado, o, aún peor, se desenmascaró solo y ahora saben quién es, bestial, no saldrá nunca más de la cama en la habitación oscura porque le han arrebatado la cara que enseñaba en público, hombre enclaustrado en carne viva, sin la máscara de hierro de las palabras resonantes. Hay quien alcanza una pureza desconocida: ahora quiere cambiar, jamás volverá a ser un hablador bebedor intoxicado e insensato (pero esta enérgica prueba de salud sólo demuestra que se ha alcanzado la máxima debilidad, la hora peor de la resaca). Las reuniones de alta cultura tienen para sus participantes un precio y un premio (se pierde y se gana, aunque al final quizá siempre se pierda, como en los casinos): también hay quien triunfa desde el primer día y se instala entre los mejores (gente bien nacida, de buena apariencia y buen juicio), y entonces vive tres días con Valeria Berni en una habitación del Hotel Colón, por fin inexistente en Barcelona y en Sant Cugat, desaparecido, secuestrado por la nave extraterrestre Valeria Berni y planeando la huida hacia el planeta Milán. Milano sotto la nevé e piü triste, Es más triste Milán bajo la nieve, recita Ferrater al oído de Valeria mientras entra en la habitación 205 el sol de febrero en Barcelona.

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«Caí desde la primera noche en la cama con una chica milanesa, muy agradable y a la que tengo mucho afecto, pero neurótica perdida (salía de unos meses de clínica en Suiza, de tentativas de suicidio, etcétera, neurótica de país rico)», escribió Ferrater a su hermano de Edmonton, Canadá. Suiza: nieve y agua de lago y montañas claras, curas de sueño y psicoanalistas, y tú, que hablas de ti, chica milanesa, en el dormitorio del Hotel Colón.

La habitación del hotel era un laboratorio donde se experimentaba con una nueva vida y un cuerpo nuevo que se apoya en ti para que tú te apoyes en él, nueva vida y cajones amistosamente vacíos, aunque los cajones vacíos del hotel están llenos con el equipaje de la milanesa, Valeria, Valeria Berni. No importa. Ferrater no lleva equipaje, sólo tabaco y dos hojas de papel doblado y un bolígrafo Cross, cromado o dorado, ya no lo recuerdo, y la documentación, por si la pide la policía. En establecimientos hoteleros todo el personal puede ser agente de la policía más o menos ocasional, pero nadie sabe oficialmente que Ferrater ocupa la habitación 205 con la milanesa: Ferrater es un huésped clandestino, secreto, no sólo cuando llama por teléfono al hotel el marido de la milanesa, célebre arquitecto milanés, sino cuando suenan pasos en el pasillo (recordó Ferrater un bar de italianos cerca de Libourne, en 1941, una timba de póquer y el ruido de las botas de clavos de las patrullas alemanas que vigilan el cumplimiento del toque de queda). En este mismo momento suena el teléfono, la camarera llama a la puerta, Ferrater y Valeria salían hacia el congreso literario, Ferrater intenta confundirse con la embajada del Gruppo 63 para eludir los ojos del recepcionista, el conserje, los botones, los porteros rigurosamente uniformados todos, agentes de la policía o parapolicía, las tuberías más superficiales del flujo de información policial soldadas directamente a los subinspectores que cada día examinan las fichas de los viajeros que se registran en el hotel o salen del hotel. Pero el hombre sin ficha, Ferrater, en su confusa clandestinidad, seguía reflejando la seguridad del heredero de los vinateros de Reus con oficinas en Londres, protegido por unas gafas negras y escoltado por lo más selecto del Gruppo 63, Eco y Manganelli, Berni, Sanguinetti y Ballestrini y Guglielmi, si es que todos ellos estuvieron en Barcelona en febrero de 1967.

Se había cortado el pelo, y el frío en las sienes y la nuca de la máquina y las tijeras del barbero y el aire de la calle le habían inoculado una ilusión de renovación o depuración. Temblorosamente esquelético y quebradamente longilíneo, después de cuatro meses de dolor y tranquilizantes, algunas semanas sin beber y cinco días bebiendo, desapareció de los bares habituales. Estaba en el congreso literario, donde, detrás de las gafas y una gesticulación italiana con acento nórdico y fulminante capacidad argumentativa, rebatió las afirmaciones más brillantes de los oradores más brillantes. En el momento en que nombraba al viejo loco Ezra Pound encerrado en una jaula cerca de Pisa por alta traición a los Estados Unidos de América, una honda voz subterránea, sólo suya, le dijo a Ferrater que (hablando en público, para los más grandes escritores de Milán y Barcelona) sólo hablaba secretamente para Valeria, preparando el momento en el que en la habitación 205 se quitaría las gafas y descubriría sus ojos, las cejas crecidas nunca domadas por las pinzas depiladoras. Valeria vio la cara que nadie vio. Es el primer día y es como si ya me fueras familiar, buen amigo, buen amante, me estoy viendo en tus ojos azules, dijo Valeria. Y qué rápidamente se adquieren costumbres en un dormitorio con una amante nueva: en cuanto por segunda vez se entra en el mismo dormitorio uno descubre que ya tiene costumbres: como si llevara entrando media vida en ese dormitorio, como si uno quisiera ser fiel a uno mismo, al que entró por primera vez en el dormitorio que se le ofreció felizmente.

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El luminoso Ferrater gesticulante dominaba el parloteo científico de los escritores de Milán y Barcelona. Poseía sentido de la sorpresa y el espectáculo y de la velocidad que exigen la sorpresa y el espectáculo: quería dar felicidad y recibir felicidad, aunque parecía encontrar algún problema con las palabras. No es que le faltaran las palabras a Ferrater, las palabras le sobraban en ocho, nueve o diez idiomas, sino que, por el contrario, cargaba con un excedente descomunal de palabras que originaba atascos fónicos y mentales. En el pensamiento se le abría un agujero, un vacío, muchos vacíos, pero no, no era exactamente eso: era una multitud de palabras, todas las palabras leídas, oídas, repetidas, pensadas, ramificadas, multiplicadas. Unas palabras sobre otras tachaban todas las palabras: las palabras sobre las palabras terminaban siendo un borrón, un hueco negro, como si un escritor escribiera y escribiera y llenara una página que había sido blanca, y corrigiera y tachara y corrigiera y añadiera más palabras y más tachaduras y más palabras, hasta que la página está completamente negra, que es como decir completamente en blanco.

Ferrater apartaba unas palabras para escoger otras con gesticulación dolorosa, como si trabajar con palabras fuera trabajar con materiales altamente pesados, y era como si las palabras levantaran polvo cuando las movía y lo envolvieran en una nube de confusión: vestía deportivamente, camisa y pantalones de descargador. Acababa de ponerles en su fiebre políglota el pie en el cuello a las lenguas escandinavas. No quería las palabras para persuadir de nada a nadie: sólo quería encantar. «El escritor está siempre intimidado y se necesita cierto coraje (yo lo tengo y estoy orgulloso de ello) para escribir libremente sin tener en cuenta las reacciones ni los ataques», dijo una vez. No conoció la falsa modestia, aborrecible enfermedad del escritor. Decía que es curioso que la gente hable tan a menudo de la falsa modestia, cuando es lo que menos se encuentra en el mundo: lo que encontramos a cada paso es la falsa inmodestia, la costra de fatuidad que recubre todas las dudas. «No hay personas inmodestas, pero sí las hay que no quieren reconocer su propia y devastadora modestia, esa voz interior, más despiadada que las voces de los otros», dijo, y acabaron todas las voces en la habitación del Hotel Colón, cansados, Valeria y Ferrater, en el olor a calefacción y cosméticos de la mujer de más de treinta años, en la habitación donde Ferrater no tiene nada, no tiene equipaje, sólo la ropa que lleva y que se va ensuciando como va creciendo la barba. Ella cuenta una historia, Suiza y los suicidios, fuma rubio americano y Ferrater fuma negro y mira la forma de los dedos y los labios de Valeria cuando fuma y habla, las cejas, los ojos modelados por el humo. El peso del humo parece mayor en los cuartos donde no hay mucha luz.

Ahora tiene que llamar a Milán, a su marido, el arquitecto Berni. Estoy bien, querido, dice, y Ferrater siente cierto consuelo, Valeria está bien, ha sobrevivido a los suicidios ya las clínicas suizas, a los meses de conversaciones médicas (tiene habilidad para hablar de sí misma, adquirida durante meses de conversaciones profesionales-personales con profesionales de la conversación, psicoanalistas, y Ferrater tiene habilidad para escuchar y para regalar las palabras que impulsan y mejoran las conversaciones: sus palabras aumentan el valor de las palabras de Valeria). Ferrater siente una especie de sujeción al peso de la vida de Valeria, una especie de sujeción independiente, momentáneamente sujetos los amantes en la habitación ocasional, de paso, alquilada por días que acabarán muy pronto. ¿Cuándo termina el encuentro del Gruppo 63? Faltan dos días, un día, ha colgado el teléfono Valeria y pasa la punta de los dedos, a contrapelo, como si comprobara el paso del tiempo, por la barba que va creciendo en Ferrater.

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Quizá él, Ferrater, podría ir a Milán, dijo Valeria, acompañarla a Milán. Su matrimonio lo daba por muerto, en esto coincidía absolutamente con su marido aunque el marido no lo expresaría así, dijo Valeria. Ferrater trabajaría en la industria editorial milanesa, de gran prestigio en el mundo editorial del mundo, como Ferrater, que había traducido para Weidenfeld & Nicolson, de Londres, había asesorado a Rowohlt, de Hamburgo, y había dirigido literariamente la gran Seix Barral, de Barcelona. La invitación de Valeria le recordó los consejos de su hermano, que desde Edmonton se ofrecía para buscarle trabajo en América, o le sugería volver a Hamburgo, salir de Barcelona. Sí, quizá pueda ir a Milán, dijo Ferrater, estudiando en ese instante unos consejos fraternales que no le habían merecido demasiada atención hasta ese momento, pues dudaba de que en Alemania o América pudiera devenir la personalidad de la industria editorial en la que se estaba convirtiendo en la Barcelona de 1966. Aunque en 1967 se había alejado algunos centímetros más del centro del imperio de la industria librera, cabía pensar que definitivamente alcanzaría el centro en Milán. Por primera vez, ser un insensato (seguir a Valeria) equivalía a la sensatez que su hermano aconsejaba.

O yo puedo quedarme aquí en Barcelona, dijo Valeria, y quizá sintió Ferrater esa duplicación que se produce cuando el amor se convierte en trato sobre la propia vida, y en el trato entra otra vida, ajena, la vida de la amante: uno desea estar con la amante y uno desea poder salir inmediatamente por la puerta y estar solo, es decir, libre: uno es exactamente dos personas. Uno tiene que estar tratando con su amante en la habitación de un hotel y, al mismo tiempo, debe tratar con los dos en los que se ha convertido de pronto, y la habitación se llena de gente insegura, pesada, que no sabe muy bien qué hace en esa habitación de hotel. No se identifica exactamente con ninguno de los dos hombres que hay en la habitación, y es como si los estuviera mirando, otro más, el Hombre Invisible, mientras la habitación continúa llenándose de humo y ruido de la calle (están abriendo las tiendas), y una mosca minúscula y torpe de febrero entra en un vaso vacío después de pasear sobre los dos relojes juntos en la mesa de noche (hay una diferencia de siete minutos entre el reloj de hombre y el reloj de mujer). No quiero volver a Milán, dijo Valeria, o sólo volvería contigo, sin ti puedo morirme en Milán, no sé lo que haría para morirme.

Otra vez sonó el teléfono. No estoy mal, dijo ahora Valeria, y también esto alivió a Ferrater, que se puso las gafas oscuras. Los timbrazos del teléfono le habían dado una sensación de escondite, de juego furtivo en la habitación de un hotel: ni siquiera era un huésped registrado, sólo una especie de visitante fijo, el espectro de un médico en su ronda nocturna, o alguien que no sabe muy bien por qué está exactamente en esta cama, cómo, ocasional, azarosamente, está abrazando a Valeria Berni, novelista milanesa. Como si no fuera él mismo. Pensaba en viajes como los de los viajantes de libros o los intelectuales de Milán, viajes de negocios diversos, aunque el negocio sea la literatura (sí, el mundo editorial mueve casi tanto como Hollywood o la CÍA y quizá sea una rama de Hollywood y la CÍA), uno no es exactamente uno mismo en estos viajes, se produce una suspensión transitoria de la identidad. Estos viajes y encuentros comerciales se parecen a un bombardeo: de repente estás abrazado a una mujer tan aterrorizada como tú en el refugio antiaéreo. Uno cae bajo un alud de palabras y es como si hubiera sido atropellado por un coche y despertara en brazos de la conductora: no sabe cómo ha llegado a besarla pero la está besando cuando todavía le da vueltas la cabeza por efectos del choque: velocidad de sentimientos y movimientos, ansiedad inconsciente, indolora, durará poco. Valeria volverá a Milán.

En estos viajes de negocios uno está en estado de disposición a ser otro: cambia la comida, los horarios, la ropa incluso, las amistades. Desconocidos que pronto volverán a ser desconocidos se convierten en amistades eternas de una noche. Uno entabla conversaciones que jamás pensó entablar y que son olvidadas automáticamente. Uno encuentra amantes en viajes así, los dormitorios son provisionales, y las sábanas. Aquí, en el Hotel Colón, en el lugar nuevo y transitorio, cambian todas las cosas, pero allí, en Milán o Sant Cugat, continúa la vida de siempre, el marido de siempre y los suicidios de siempre, pensó Ferrater, y sintió una punzada al pensar en Valeria muerta en Milán (Ferrater se tomaba muy en serio los compromisos de suicidio, y pensó automáticamente que viajaría a Milán con Valeria), mientras Valeria colgaba el teléfono. No, no era su marido esta vez, sólo era el coordinador general de la reunión de escritores que le recordaba a Valeria los compromisos del nuevo día.

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La huida a Milán sería un programa de regeneración, según los consejos del hermano menor: ser más sobrio y más sabio. Ferrater quería ser otro y ya se veía otro en Milán, hablando otra lengua, saliendo y entrando invisiblemente en el Hotel Colón y en el silencio del dormitorio, si el silencio del dormitorio no es una continuación de la verborragia del salón literario. Valeria habla de su vida, palabras trágicas pero clínicas, racionales, científicas, catalogadas en los libros de medicina mental, y, mientras Valeria cuenta su vida neurótica y milanesa, todo parece bajo los efectos de los ansiolíticos, todo parece más coherente, más liso, más romo. Es extraordinaria la energía de Ferrater para escuchar, Ferrater el confidente: es la misma energía que despliega para hablar en el encuentro con los viajantes de comercio y sus mujeres, y en el encuentro con los literatos viajeros del norte de Italia, hombre de palabras. Las palabras de Valeria están impregnadas de ese nerviosismo apático que dan las pastillas, mímica dolorida, defectuosa, después de horas de hablar en público científica y literariamente.

Hay un momento de la vida en público en que se acaban todos los platos y todas las botellas y la gente va desapareciendo y sólo queda el camarero que quiere cerrar (el mundo se ha transformado mientras bebías: la bebida es una de las pocas cosas que convierte una alteración interna, personal, en transformación absoluta de la realidad). Se acabó la catarata de palabras radiantes, el movimiento desordenado de frases y personas, y con violenta discreción uno acaba con Valeria en el hotel. Entonces las cosas personales siguen siendo científicas y literarias y de dos en dos se profundiza más, sin salir de territorios científico-literarios, cinematográficos. Por ejemplo: esos amores de hotel y esos manicomios suizos con psiquiatras austriacos que salen en las novelas. Pero el final de la película será una vida sobria, sabia, rica, ordenada y razonable en la próspera y tecnológica Milán, piensa Ferrater, un poco bebido, confundido ante el futuro y sobre todo ante su pasado y el pasado neurótico de Valeria: la habitación del hotel parecía estar llena de pasado, de aire pasado, humo pasado, vasos sucios, sin ropa limpia que ponerse, desordenada la ropa sucia. Y otra vez estaba gastando demasiado dinero y debería volver inmediatamente al duro y artesanal trabajo de traducir veinte páginas al día en cuanto Valeria desapareciera, y este solo pensamiento desmentía la fortaleza con la que había decidido irse a Milán, pues se veía en Barcelona dentro de cuarenta y ocho horas traduciendo 5.000 palabras, e incluso el propósito de dejar de beber en cuanto Valeria y todos los italianos desaparecieran le decía en el fondo que jamás dejaría de beber ni en Milán ni en Barcelona ni en ninguna parte.

Y en el hotel los clientes desaparecen como enfermos de hospital dados de alta o trasladados al depósito de cadáveres, y luego reaparecen en un pasillo y uno no sabe exactamente en qué día está. Otra vez esos recién casados de Granada en el pasillo del hotel de Barcelona, y Ferrater, en estado de efervescencia alcohólica, contiene una carcajada o un grito de horror, quién sabe, pero tampoco se sabe si la recién casada lleva una boca de risa o de echarse a llorar. Le dan a Ferrater ganas de abrazar a los recién casados y ampararlos en los pasillos del Hotel Colón, lejos de casa, mientras el personal parece aumentar en los dos últimos días, aunque parecen no verlo, se ha vuelto invisible, parte del aura de afectos oscuros que parece envolver a Valeria, y hay pasos en los pasillos y voces que le dan una sensación de haberse perdido en un cuarto sin luz mientras oye la respiración medicamentosa de Valeria dormida.

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Se acercaba el momento de partir hacia Milán, a todos se les había subido a la cabeza la bebida y la comida, se alcanzaba el punto de exaltación que anuncia el general derrumbamiento, Ferrater devoraba con euforia en el restaurante del callejón de las Ramblas: una manera de comer pasada de moda incluso en España después de la guerra. No era la ansiedad hambrienta de la pensión estudiantil en 1951, sino la nostalgia de la felicidad de la despensa y los platos rebosantes en la casa de los vinateros Ferraté en 1931, la celebración de la despensa repleta: la exuberancia, la vanidad del comer desaforado, como un rey medieval, la inminencia del viaje, el adiós definitivo a la vida en Barcelona. Ferrater comía y bebía como si hubiera de apresurarse porque lo esperaban a la puerta del restaurante y no sabía el destino final ni la fecha u hora del próximo avituallamiento. Comía con la voluptuosidad con que pronunciaba grandes discursos en público. Era un individuo primitivo, y esto lo acercaba a las mujeres, a Valeria, incluso cuando la curiosidad cedía, es decir, cuando cedía el deseo, y las palabras enfebrecidas se cansaban, y la locura era objetiva y lógica, sometida a códigos establecidos científicamente: la neurosis es un sistema de signos perfectamente racional, analizable y desmontable, y en la cama salen casi todas las cuentas.

La habitación 205 del Hotel Colón estaba grumosa de pasado. Pero todavía podía salvarse, pensó, resucitar de la muerte después de Jill, cerrar el piso de Sant Cugat, no volver nunca más, ninguna noche más, ningún amanecer más, a aquel piso que empezaba a echar de menos en la felicidad de huir de casa. Había una felicidad de la calle y los bares, siempre buscando el último bar abierto, como quien se niega a apagar la luz y cerrar los ojos y dormir, como el niño que no quiere dormir nunca. Pediría que le liquidaran por adelantado las traducciones que aún no había hecho, las traducciones podrían ser acabadas en Milán. Lo necesitaba Valeria, o así lo decía Valeria a las cuatro de la madrugada, y todo parecía coherente, pacificado por fin después de la sesión de la tarde, una discusión sobre las temeridades de la vanguardia literaria, Ezra Pound, maniático, encerrado en una jaula por hacer propaganda radiofónica del Duce Mussolini desde Radio Roma, hacia 1940, aunque, alegó entonces Ferrater, no era ésta la prueba genuina de su locura. Que Pound era un insensato lo demostraban sus teorías sobre los banqueros: con usura el hombre no tiene casa de buena piedra, dijo Ezra Pound. ¿Qué pasa entonces con los banqueros y mercaderes, dueños de las mejores casas del renacimiento italiano y el gótico catalán?, preguntó Ferrater categóricamente. Es un insulto imbécil querernos hacer olvidar semejantes verdades.

Pero aún había que resolver algunas incógnitas. ¿Cómo sería la vida en Milán?