38148.fb2 F. - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

F. - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

III

26

Volvió a Milán Valeria y el teléfono empezó a sonar y el hombre de los telegramas llamó a la puerta de Ferrater, que mantenía largas conferencias telefónicas con Milán, trágicas y tristes y depresivas, halagadoras: Valeria pedía que Ferrater fuera en avión o tren a Milán y la rescatara. Iba a matarse, y Ferrater, que consideraba el suicidio una cosa innombrable en vano, vivía pendiente del teléfono, absolutamente en serio, aunque estas cosas son viejas como el vodevil y las novelas sentimentales. Llamaba a Milán, absolutamente turbado por la novedad de llamar a escondidas a Milán desde casa de su madre o de ir hasta las oficinas de la Compañía Telefónica para llamar a Milán desde el locutorio público, huido de la madre vigilante. Otra vez estaba en casa de la madre, reumática, espantada de las terribles facturas de la Compañía Telefónica: ¿cuánto cuesta una conferencia con Milán? Casi no puede andar, y a Ferrater le da miedo dejarla sola, un punto que cree necesario explicarle a Valeria, moribunda voluntaria en Milán: en este momento Ferrater no puede abandonar a su madre. Valeria quiere abandonar a su marido, el arquitecto Berni, especialista en proyección y diseño de productos industriales, investigador de las relaciones entre la industria, las artes aplicadas y la arquitectura. Comparte con Ferrater la afición a los asuntos militares y ha estudiado la trascendencia de la Primera Guerra Mundial en el desarrollo de la industria mecánica (automóviles y aviones y toda clase de aparatos). Se considera, como Ferrater, en sintonía con un movimiento racionalista internacional en realidad inexistente, y ha descubierto una unidad de método en la proyección de objetos minúsculos y máquinas gigantes, desde un tornillo hasta una casa.

Valeria exige por telegrama y teléfono que inmediatamente Ferrater se traslade a Milán para inmediatamente trasladarse con Valeria a Barcelona. ¿Tendrá Ferrater que hablar con el marido, el arquitecto que, como un padre, le ha dado apellido a Valeria? El arquitecto pide ponerse al teléfono, el arquitecto telefonea al hombre de Barcelona, Ferrater. ¿De qué habla el arquitecto con Ferrater? Hablan de salud, de psiquismo, de equilibrio. Supongamos que una revista especializada en diseño industrial aplicado a la arquitectura, o en arquitectura aplicada al diseño industrial, le preguntara al arquitecto Berni sobre el futuro de la disciplina. En primer lugar, diría, existen ideas magníficas no realizables, poco prácticas, inaplicables, bien por su imposibilidad intrínseca, bien por el estado del desarrollo técnico o por su excesivo y disparatado coste. «Siempre que me preguntan sobre el futuro, siempre digo que es mucho más importante hablar del presente que del futuro, porque lo que hagamos en el presente es lo que será en el futuro y lo que tendrá influencia en el futuro», dijo el arquitecto Berni: sería mejor que Valeria se curara en el presente, en Milán, antes de pensar en un futuro viaje, a Barcelona o a Chicago o a Tokio, adonde considere oportuno o adonde le recomiende la expendedora de billetes de avión según el azar del vuelo más próximo. (Valeria a veces tenía estas reacciones, esta imprevisible necesidad de movimiento inmediato, y quizá, cuando saliera de su último hundimiento, considerara favorablemente el equilibrio demostrado por Ferrater y volviera a desear reunirse con Ferrater.) El arquitecto Berni agradecía el interés y el desvelo de Ferrater por la enferma Valeria, que tres horas más tarde llamaba y anunciaba que el plazo se cumplía: la situación iba a matarla. Era como esos casos en que un comando toma rehenes y amenaza con matarlos si en el plazo de cuarenta y ocho horas no son satisfechas determinadas condiciones. El comando Valeria mataría a Valeria si el comando Ferrater no acudía inmediatamente al rescate. ¿Qué contestar?

27

Hay personas que viven de cara al futuro, yo soy de las que viven de cara al pasado: pienso en saber de dónde vengo y cómo he llegado hasta donde estoy, dijo Ferrater. No podía volver a llamar, quizá ya se hubiera matado Valeria, y la madre seguía acechante y reumática, moviéndose sin poder moverse, vigilando el teléfono, temiendo que el hijo, Ferrater, vuelva a salir porque está bebiendo compulsivamente para resolver la crisis milanesa y compensar horas de traducción compulsiva, alucinada, tac tac tac en la máquina de escribir italiana, turinesa, eléctrica, Olivetti. La relación con Valeria lo ha dejado económicamente exhausto y en un estado en el que resulta casi imposible traducir dos páginas seguidas. No tiene renta, vive de hacer traducciones, y traducir es una vida durísima, dijo una vez Ferrater. Me pongo delante de la máquina de escribir, solo, y miro el papel en blanco y me entra una especie de angustia, algo así como un vacío en el estómago, y para poder ir comiendo necesito traducir siete u ocho horas diarias si soy capaz de resistirlo, eso sí, se gana casi para vivir, una miseria por página, media hora por página, treinta horas son sesenta miserias. Otra vez suena el teléfono (Valeria y Ferrater han llegado a ese momento en el que ya no se puede hablar porque sólo se habla de una cosa, obsesiva) o el timbre de la puerta anuncia dos telegramas nuevos: uno dice qué está a punto de ocurrir el desenlace más temido, otro dice que todo ha terminado. Ahora llegan tres telegramas (esto no había ocurrido nunca) y el primero dice que Ferrater es esperado en Milán, pero en el momento en que está abriendo el segundo suena el teléfono. La voz dice que no lea el telegrama que acaba de mandarle, ahora mismo, que jamás debería haberlo escrito, haberlo pensado y mucho menos haberlo mandado, aunque Ferrater temía que el teléfono certificara la muerte de Valeria a las ocho. (Pero el marido dice que dejemos que el presente sea el presente.)

28

El 16 de febrero Ferrater mandó un telegrama a Milán, terminante. Era hora de poner las cosas en orden, recuperar la salud y volver al mundo de la razón. Dejó de beber, se quedó esperando la posibilidad siniestra (así se lo dijo a su hermano) de que volviera a sonar fatídicamente el teléfono o el timbre de la casa: llamada o telegrama mortal. ¿Valeria se mató anoche? Temblaba de inquietud por la chica de Milán, no bebía, tecleaba en la máquina de escribir Olivetti (todo se dislocaba: incluso la fabulosa marca Olivetti había patinado, caía, cedía su división de procesadores electrónicos a la General Electric mientras los obreros de la Hispano Olivetti se ponían en huelga en Barcelona), traducía, página tras página tras página. El mundo editorial se levanta sobre estos montones de páginas a bajo precio pero tiene también su esplendor: el primer día de marzo hubo otra fiesta literaria, un gran premio para un escritor mexicano al que Ferrater consideraba distinguido agente de la CÍA, tres días de alcohol agradable, le dijo a su hermano, el filólogo de Edmonton, además de mujeres bien vestidas, flirteadoras. Incluso había alguna guapa: la panameña que acompañaba al escritor de la CÍA, por ejemplo, extraordinaria. Aún sufría los efectos levemente eufóricos de la milanesa y su amor suicida, el encantamiento de la intoxicación crónica con alcohol y drogas recetadas por el neurólogo contra el alcohol. Uno termina aniquilado después de las mejores fiestas, y entonces, en un doloroso instante puro de espeluznante resaca, decide no volver a caer jamás en la tentación: en cuanto recupere la salud no volverá a envenenarse, aunque uno sepa que en cuanto recupere la salud volverá a sentirse con fuerzas para envenenarse saludablemente, razonablemente, poéticamente, es decir, con claridad, sensatez, lucidez y pasión. Es igual en la relación con las mujeres: no repetirás jamás la novela romántica de siempre con todas sus palabras pronunciadas millones de veces por millones de personajes reales e irreales, pero otra vez vuelve el juego del alcohol agradable y las mujeres bien vestidas y flirteadoras, panameñas, bellísimas, y otra vez sientes que la línea de la felicidad posible se acerca a la línea de la felicidad real y parece que las cosas se nos caen menos de las manos (por ahora todavía no me he vuelto a romper las gafas en ningún encontronazo fortuito), aunque evidentemente la panameña es imposible, está en manos de la CÍA.

Entonces, al final de las tres jornadas de agradable alcohol, hay que encerrarse en el dormitorio, casi a oscuras, cerca de la máquina de escribir y la madre reumática, día de tregua y convalecencia («la sensatez nos pilla por sorpresa, hemos caído en ella como en una trampa y más bien nos sentimos ridículos»), suena el teléfono a una hora inusual. ¿Conferencia de Milán? No. Es viernes, 3 de marzo, y la policía ha irrumpido en la Facultad de Letras, donde ofrecían un homenaje a un profesor que considera a Franco un indeseable sangriento. La gran organización policial se ha movilizado, mecanógrafos, limpiadoras, ujieres, guardianes y ayudantes, inspectores y subinspectores y comisarios participan en la razzia policial: en los días de 1967 no se sabe hasta dónde ni por dónde se ramifica el imperio de la policía, jueces, verdugos, telefonistas, repartidores de Telégrafos uniformados de gris como los policías armados y los porteros de fincas urbanas, y los taxistas en sus coches negroamarillos, además de los electricistas y el personal de hoteles y cafés. Detienen en diez horas a escritores, arquitectos, estudiantes, profesores (una redada intelectual: un congreso en comisaría), suenan ruidos raros en el teléfono, el rugido del ascensor es el rugido del comisario que se acerca para llevarte, el Hombre Negro. Ayer mismo el periódico, junto a la noticia de que el Vietcong observará una tregua de siete días con motivo del año lunar vietnamita (Hanoi es ahora más propicia a buscar la paz, según comentaristas de Washington y Saigón), traía manifestaciones de estudiantes en la Plaza de la Universidad, hacia la Rambla de Cataluña, y han cerrado tres días la Universidad de Madrid, y han detenido a estudiantes en Valencia, Valladolid y Salamanca, Zaragoza y Sevilla. El Gabinete de Prensa de la Universidad de Barcelona anuncia la pérdida de matrícula de todos los alumnos por la inasistencia masiva. Las tropas soviéticas maniobran en la frontera chino-rusa, la diplomacia de Moscú abandona Pekín. Los obreros de la Siemens de Cornellá y de la sección de rectificadoras, brocadoras y tornos automáticos de los coches Seat se declaran en huelga. Periodistas barceloneses firman una carta contra las limitaciones a la libertad de expresión en el Código Penal reformado. El periódico dice que en Madrid un muchacho se lanzó por una ventana al presentarse la policía en su casa para ver si se encontraban en ella antecedentes de sus actividades políticas. Celador de Hospital y estudiante nocturno se arrojó por la ventana sin que su madre pudiera impedirlo. Era sospechoso de instigar a desórdenes públicos, pero los inspectores de la Brigada Político-Social no encontraron ningún material comprometedor para el suicida. Joven de carácter retraído y estudioso, sufría la autoridad de un padre inválido por enfermedad nerviosa. Temía a su padre, dice el periódico,

Ferrater se lanza a la calle lejos de los teléfonos espiados por la oreja policial, su angustia íntima se transforma en angustia por otros: Valeria, posible o probable suicida en Milán, los detenidos, él mismo, que se ve como otro posible y probable detenido e interrogado. Usa las cabinas de teléfonos para eludir posibles controles policiales, oye ruido de fondo de cintas magnetofónicas en movimiento, ahora mismo está sonando el teléfono en casa de su madre. ¿Una nueva detención? ¿Noticias de Valeria y Milán? ¿La panameña, que ha decidido desertar de la CÍA? Quizá pertenezca a la policía el taxista que conduce a Ferrater hasta la casa del último detenido, para confortar a la familia y confortarse él mismo, Ferrater, hombre de las pastillas tranquilizantes antidepresivas, el especialista en tratamientos neurológicos, repartidor de Valium, Librium y Triptizol. La redada no respeta a nadie. Ha sido detenido el hijo del decano del Colegio de Abogados, y el juez de guardia no recibe al ilustrísimo decano, víctima de una apoplejía rabiosa ante la puerta del juez. Es una escena de Marcel Proust, le dice Ferrater a su hermano de Edmonton: imagínate a un noble despechado, colérico, fulminado, muerto ante la oficina del funcionario que se niega a recibirlo.

29

En los primeros días de mayo de 1967 Ferrater estaba en Gammhart, playa tunecina. Fue un gran año de acontecimientos literarios y ahora viajaba Ferrater con la corte multinacional de los príncipes editores de Europa, Estados Unidos y Japón, trece editores mundiales más un observador de la Unión Soviética. Iban a conceder el Prix International des Editeurs, editores y consejeros reunidos como una corte feudal en una inmensa y militar tienda de campaña en Túnez con cortinajes de oro y plata y seda (la carpa de los mariscales), escoltados por el Ejército algunos de los más fabulosos editores, escritores y críticos del mundo, la industria del genio y la creación de Occidente, los reyes editores y sus cortes en la carpa militar propia de un emperador. La burbuja sexual de las reuniones internacionales se amoldó a la carpa imperial. La membrana sexual que envuelve a cada individuo, el narcisismo, el deseo de gratificación de los escritores que se contagia a los lameculos y bosses de los escritores, se había fortalecido a lo largo de años de encuentros, siempre los mismos editores, y sus consejeros, mundo de hombres abundante en mujeres, secretarias y amigas y consejeras, hombres y mujeres con tendencia al narcisismo. Algunos no se veían mucho pero siempre se veían con alegría: habían colectivizado la neurosis narcisista. Por razones narcisistas uno elige al objeto amoroso, uno busca adulación, elige al mayor adulador o elige a la víctima más necesitada de adulación. El amor es egoísmo dual, uno busca a alguien que lo tome por un príncipe y le conceda dones y actos magníficos que no le pertenecen, y en compañía de gente que nos toma por príncipes llegamos a ser príncipes y disfrutamos de la vida exaltada que nos atribuían. Tememos que esas personas nos falten, y las buscamos y las queremos.

Ferrater, consejero del bossy poeta Barral, figuraba entre los clérigos, ministros, escribas y mayordomos que acompañaban a los príncipes en un momento verdaderamente delicado: la gloria de Europa se extinguía para siempre después de la Guerra y la Ocupación Americana. Estamos en Túnez, el Tribunal de Barones va a elegir al mejor escritor mundial del momento y Ferrater es uno de los edecanes que guiarán la voluntad de los príncipes. En los tiempos de la Caballería los jóvenes caballeros, solteros, sin nada que ofrecer más que sus espadas, su noble origen y su educación, se ponían al servicio de un príncipe, como Ferrater en Gammhart, joven caballero que celebraba aquellos días su cuarenta y cinco cumpleaños y prestaba a la magna editorial de Barcelona su lengua, su palabrería, su linaje, un escudo de armas en la etiqueta del vermut Ferh, de la casa Ferraté Hermanos, exportadores de vinos de Reus: la Corte de los Príncipes Editores, nueva Tabla Redonda de Arturo, era un lugar de igualdad para el que había ganado su sitio en la mesa, pero en Gammhart la mesa estaba a punto de ser desmantelada.

La primera reunión de 1962 fue épica, en una isla de España; Mallorca. Entonces espiaba la policía secreta de Franco, buscaba el comisario al editor internacional en la habitación del hotel, de madrugada, y lo interrogaba en persona o telefónicamente durante cuatro horas. En aquellos días franquistas la intersección entre la vida pública y la vida privada era brutal, uno vivía en una esfera público-privada, digámoslo así, o la esfera pública (llamémosles así a los funcionarios del Estado) irrumpía en tu casa de día o de noche, en tu habitación, y aumentaba (como la burbuja narcisista) y te arrinconaba contra la pared más estropeada, la que más araña y mancha. La policía secreta usaba trajes de un color parecido al del hongo de humo de los fumadores en la carpa militar de Gammhart, donde hoy, cinco años después, el espeso espectro policiaco franquista había sido sustituido por una amenaza más razonablemente organizada: los libros de cuentas de las empresas editoras: el desequilibrio entre inversión y ganancia entrevisto en el humo de un despacho de contables. En Gammhart existía la sensación de que era la última cita de los grandes editores del mundo: ¡ha dejado de ser rentable el espectáculo! El teatro se iba desmontando mientras se representaba la última función: la consagración de un genio en una playa de Túnez por el mejor equipo mundial de descubridores de genios.

30

Entonces Ferrater se rompió las gafas. En el fulgor de la barra del hotel para millonarios bebedores europeos y americanos gateó o se arrastró para recoger las gafas que habían caído en un mal gesto brillante y vio arena en el mármol, la habría traído él mismo en los zapatos o la habría traído el viento, las gafas rotas. Acababan de volver de la playa los editores y sus ministros, había viento y oleaje, pañuelos en la cabeza de las mujeres. Uno identificaba una huella en la arena que reconocía como la de su propio zapato, uno reconocía arena de su propio zapato en el mármol del bar del hotel y comprobaba que las gafas se habían partido, las gafas negras, como un yelmo enrejado, imprescindibles para aparecer en el torneo. Necesitaba que alguien le pasara unos ansiolíticos, en aquellos días de felicidad, cuando se sabía que todo era una despedida (el fin de la Tabla Redonda de los Reyes Editores), y el aura sexual era más viva, la necesidad de abrazarse era más fuerte porque todos se estaban separando, en la playa y en las reuniones bajo la carpa, y en el desierto. Temblaban las palmeras como la lona de la carpa, como una música de efectos especiales de Hollywood, y todos bebían, hablaban y bebían, y Ferrater hablaba y bebía, la alegría de la inteligencia, la risa alcohólica. Era la bendición Ferrater. En los cines de aquel tiempo las películas de moda trataban de amantes que no se dirigían la palabra durante las dos horas de película (el equivalente a once o doce años de vida), según un nuevo mito que dictaba que toda persona es incomprensible, inaccesible, desconocida e incognoscible, pero Ferrater consideraba a las personas hechos observables y cognoscibles. La literatura, según Ferrater, no trata de la experiencia, sino de la inexperiencia con que nos acercamos a las personas.

En Gammhart fue feliz la experiencia de la gente con Ferrater: era el orgullo de estar vivo, la comida disfrutada con el tacto y el olfato y el gusto, la valentía de vivir cordialmente. Su realidad parecía más real, inmediata y gozosa: gorro de moro, impaciencia desesperada, disfraz de europeo vendedor de hachís para europeos y americanos, absorbido por aquella arena dura, compacta, amarillenta. Pero el aire se llevó el gorro morisco, y Ferrater gesticuló, volvió a gesticular, se le rompieron las gafas. Sí, fue en la playa, no en el hotel, paseando con las mujeres. El prefería la compañía de las mujeres aunque el ruido de los motores y los neumáticos en la carretera se llevara las palabras. El aire de Gammhart, fenicio, cartaginés, tiene además media dosis de emperador Carlos V, tres de imperio otomano, dos de protectorado francés, cinco de islam, dijo en la playa: un cocktail, cola de gallo, de varios colores, dijo Ferrater. Es difícil que no se doblen los tobillos en la arena escabrosa mientras nos sometemos a inusuales movimientos musculares y ponderamos las posibilidades de que triunfe el candidato de la delegación japonesa: el editor japonés, a través de cinco intérpretes de cinco lenguas distintas, propugna que el genio del año sea Yukio Mishima, en alianza con Estados Unidos e Inglaterra, donde Mishima vende y se considera que aún puede vender más. Ferrater, que sabía todo en diez lenguas y hablaba con los cinco intérpretes del editor japonés en las cinco lenguas que interpretaban para su jefe, defendía el genio de un polaco por el que había aprendido la lengua polaca, para leerlo mejor: Witold Gombrowicz.

31

Ahora mismo, bajo la carpa, defiende a su candidato, Gombrowicz frente a Mishima, dos escritores aventureros. No tiene exactamente resaca, porque la interrupción del consumo de alcohol (si hubiera bebido) ha sido insuficiente, es demasiado pronto para que se presente la resaca y sustituya a la borrachera. Alucinaciones, palpitaciones, temblores y sudoración, los efectos que ya se anuncian en las profundidades del organismo, podrían ser una secuela del consumo de ansiolíticos para dominar los efectos de la bebida, aunque paradójicamente los ansiolíticos solitarios produzcan algo parecido a la borrachera amistosa. No se le ha aparecido la principal sembradora, traficante y proveedora de culpa y deseos de pureza, Nuestra Señora de la Resaca, y sin culpa habla Ferrater de Gombrowicz, pero con la sensación de haberse levantado de entre los muertos en una playa de Túnez. Sólo ha dormido tres horas, siente la distorsión y el equilibrismo de las gafas trabajosamente montadas sobre la nariz y rotas (rearmadas con un clip y papel celo), sufre la primera alucinación auditiva: el marido arquitecto de Valeria dice a través de un hilo telefónico algo sobre la inteligencia manual necesaria para el diseño, la construcción y la reconstrucción de adminículos y objetos fabricados en serie.

No sabe exactamente cómo rompió o le rompieron las gafas, y esta inseguridad gnoseológica quizá sea un reflejo de la visión levemente duplicada de los primeros asientos en la carpa, pero la memoria de las cosas más remotas es más clara que nunca. Hace tres horas y media relacionaba en una habitación del hotel ciertas costumbres sexuales con la introducción en Europa del estribo, invención oriental, una revolución en la caballería del siglo VIII, y ahora en la carpa habla otra vez de la caballería, del desastre de la caballería y la infantería polacas enfrentadas de un modo posmedieval a los tanques alemanes mientras los bombarderos en picado Stuka arrasaban a la débil e incipiente aviación de Varsovia, y destrozaban las carreteras, aterrorizaban a las ciudades y provocaban que Gombrowicz, literato polaco, no volviera a embarcarse en Buenos Aires en el transatlántico Chroby, de la línea Gdynia-Buenos Aires-Gdynia, en su viaje de inauguración y propaganda (pasaje pagado ida y vuelta al escritor Gombrowicz para que cantara las excelencias de la navegación).

Gombrowicz se ancló en Buenos Aires y los tanques llegaron a Varsovia y Gombrowicz no volvió: se convirtió en escritor polaco-bonaerense. Y, en el mismo momento, 1967, en que Ferrater hablaba de Gombrowicz y los tanques y los Stuka en Gammhart, Yukio Mishima hacía instrucción militar con su ejército privado, la Sociedad del Escudo, en Tokio, y volaba en un caza supersónico F104 para percibir a través de la máscara de oxígeno la diferencia prácticamente nula, puramente técnica, entre respirar y dejar de respirar, vivir y morir, y se preparaba para, poeta y guerrero japonés, clavar en 1970 la punta de su espada en su vientre, tal como el ritual dispone. Mishima había hecho de actor en la película Tough Boy, se llamaba en la vida real Kimitake Hiraoka y casi todos le llamaban en la vida real (donde era popularísimo en Japón, y en Gammhart, y un poco en Nueva York) Yukio Mishima. Era un hombre extremo, extremista tradicionalista a favor del emperador Hiro-Hito. Había musculizado su cuerpo un tanto guisantesco en un gimnasio para hacerse fotos espectaculares aplastado por un camión o desnudo como San Sebastián atravesado por las flechas. Mishima quería ser samurai y morir como un samurai, y Gombrowicz había sido secretario de juzgado en Varsovia y, aunque siempre fue incapaz de distinguir al juez del asesino y por confusión estrechaba la mano de los asesinos, en Buenos Aires se hacía pasar por duque o conde y algunas mujeres que creían en su obra le dieron dinero hasta convertirlo en el mayor prosista de hoy, dijo Ferrater, el más libre y el más divertido, como lo certifican sus éxitos teatrales en Berlín y Estocolmo y París. (La aristocracia literaria es internacional.)

32

La fama de Gombrowicz en la playa de Gammhart fue la fama de Ferrater, el favorito de la reunión conforme Gombrowicz se convertía en favorito. La fortaleza de sus enemigos anglosajones y japoneses amplificaba su fortaleza, y el defensor de Gombrowicz contestaba a los cinco intérpretes japoneses en sus cinco lenguas postizas: las palabras se multiplicaban, se ramificaban, de cada rama salían ocho ramas, de cada una de las ocho ramas dieciséis, Ferrater citaba a argentinos, cubanos, alemanes, franceses e ingleses en una exuberancia enciclopédica y selvática, voz renqueante y arrastrada desde la larga mañana del día anterior, la larga tarde y la larga noche, fraseología con agujeros y compartimentos como un mueble-fichero pesadísimo, de 16.000 compartimentos, pero elegante, sí, sin que sea fácil adivinar lo que dice, qué compartimiento abrirá, en qué lengua habla Ferrater: es esto exactamente lo que los cinco traductores japoneses le están diciendo a su patrón, mientras Ferrater satiriza y adula, insulta y exalta según la trama de alianzas y guerras posibles entre partidarios del Japón o la Polonia Argentina, e incluso saluda secretamente a la mujer, a las mujeres a las que corteja en Gammhart estos días. Cuesta entenderlo, como si tradujera mentalmente múltiples lenguas en busca de una lengua ideal, ahora mismo no se entiende nada de lo que dice, pero cada uno de los reyes de la edición no atribuye esta dificultad al favorito Ferrater, sino a su propia resaca de reyes nocturnos.

Entonces ocurrió un prodigio. Vino del cielo un ruido (como el de una ráfaga de viento impetuoso) que llenó la carpa militar, y se apareció una lengua de fuego sobre la cabeza de Ferrater, y Ferrater hablaba en otras lenguas según el Espíritu le concedía expresarse, y vecinos de todas las naciones se llenaban de estupor al oírle hablar cada uno en su propia lengua. Todos estaban estupefactos y se decían unos a otros: ¿Qué significa esto? E incluso ésta era la pregunta que se hacía el editor japonés, el único que, como Ferrater, no tenía resaca. El favorito Ferrater tenía genio, era el mejor de la fiesta, el más feliz y el más libre. Todos sabían que era la última reunión, el final del Prix International des Editeurs, el mundo se estaba acabando mientras el gran Ferrater conseguía el gran Prix International para el gran Gombrowicz y los grandes editores de Occidente consideraban a Ferrater un hombre que daba alegría, imprescindible para el próximo Prix y para todos los Prix del futuro.

33

Acabó triunfal el año que empezó angustiosamente después de la fuga de Jill y la amenaza mortal de la milanesa, además de tentativas con panameñas y alemanas y españolas. Las mujeres le interesaban mucho a Ferrater, los chicos y las chicas le parecían pájaros o frutas. Él se veía cargado de palabras, hombre de muchas palabras, le aburrían los comerciantes como almacenes atiborrados (y todos los adultos tienen algo de comerciantes: stocks, albaranes y cuentas, inventarios y material muerto en un hangar, polvo y basura manoseada), pero los chicos y las chicas viven con frescura, decía Ferrater, tienen reacciones primarias, no reacciones secundarias filtradas por las palabras que otro ya ha dicho antes después de que otro ya las hubiera dicho. Como un blindaje las experiencias que hemos leído nos protegen de las experiencias que vamos a vivir, y la experiencia que estoy escribiendo en este momento es material literario, novelesco, irreal o difunto, aunque esté escribiendo mis amores en Kensington con la muchacha que me abandonará dentro de unos meses, en 1963.

Había escrito en 1963 un libro de poemas, ordenados alfabéticamente según su título, de la B a la X, títulos de una sola palabra, como Bosque, Dedos, Engaño, Kensington o Lorelei, poemas amorosos. Era un hombre ordenado, de espíritu científico, y adornó su libro con citas de un tratado de álgebra, y tomó el título de un pobre genio matemático de 1830 muerto a los veinte años en duelo, Teoría de los cuerpos, recuerdo de la noción de cuerpo algebraico del algebrista prodigio Galois, Evariste Galois, que, como Ferrater, era hijo de padre suicida regidor municipal estrellado, detestaba a los curas y nunca terminó ningún tipo de estudios: la Escuela Politécnica lo rechazó por ser un ignorante en matemáticas y sucesivamente lo expulsaron la Escuela Normal por revoltoso y la Artillería de la Guardia Nacional por sedicioso explosivo. Resolver una ecuación puede ser una tarea imposible, y desde los diecisiete años Galois se preguntaba hasta qué punto son solubles las ecuaciones y buscaba ecuaciones sin solución posible para demostrar que posiblemente, en ciertos casos, admitieran solución.

Entonces llegó la revolución de julio de 1830 y, miembro de la Sociedad de los Amigos del Pueblo, fue expulsado de la Escuela Normal, donde aprendía la alianza entre matemáticas, milicia, munitoria y balística. A primeros de diciembre de 1830 Galois vestía la guerrera azul con charreteras rojas y el quepis con borla escarlata de crin de caballo de la Guardia Nacional, y el 21 de diciembre participó en el motín de los artilleros de París que exigían la condena a muerte de los ministros de Carlos X. Disuelta su compañía de artilleros, Galois impartió un curso de álgebra para jóvenes en la Librería Caillot, a la una y cuarto de la tarde, en principio un éxito entre sus amigos republicanos y los espías de la policía, cuarenta oyentes en total, el jueves 13 de enero de 1831. El 20 de enero hubo diez alumnos, el 27 de enero asistieron cuatro, y tres eran policías. Brindó Galois por la muerte del rey Luis Felipe y fue a la cárcel, y volvió a la cárcel por vestir sin derecho el uniforme de la Guardia Nacional y estar en posesión de un mosquete, una pistola y un puñal (las armas de fuego estaban cargadas: un agravante). En los últimos días en la cárcel de Sainte-Pélagie pareció tener un golpe de suerte: fue trasladado a un sanatorio en la rue de l’Oursine donde conoció a un joven intrépido que le presentó a una joven intrépida que acompañaba por casualidad a la joven, más tranquila, que visitaba al joven intrépido, preso por deudas. Con la más intrépida Galois paseó por el jardín. Eva Sorel se llamaba, y no era hermana ni prima del aventurero social Julien Sorel («Ten cuidado con ese joven de tanta energía», le aconsejó una voz hermana a la amante de Julien: está en el volumen segundo de Rojo y negro). El amor devoró a Galois, que, en cuanto cumplió condena y dejó el sanatorio, también dejó la matemática y el trabajo republicano. Pero a él no lo abandonó la matemática y, hasta cuando dormía, su mente trabajaba por él. A veces me despierto y súbitamente tengo ante los ojos la solución que he estado buscando durante semanas, dijo Galois. Siempre he buscado la claridad, dijo, como Ferrater, que pensaba en Galois cuando componía su Teoría de los cuerpos.

Loco de amor, abandonado por Eva Sorel como por la Escuela Politécnica, la Escuela Normal y la Guardia Nacional, Galois ofendió a Eva, que resultó ser amante de un camarada de los Amigos del Pueblo, nada menos que Pécheux de Herbinville, el héroe republicano, juzgado y absuelto por conspirar contra Luis Felipe. Pécheux de Herbinville era un aristócrata dandy especialista en arengas al pueblo. De Herbinville, un chico encantador según Alexandre Dumas, se presentó la mañana del martes 29 de mayo de 1832 en la habitación que tenía alquilada Galois: quería defender el honor de Eva, y acudió acompañado por un primo de Eva Sorel (no se llamaba Julien Sorel sino Maurice Lauvergnac, primo materno). Galois no se había comportado honorablemente con Eva, amante de De Herbinville y prima de Lauvergnac, y ahora se le obligaba a comportarse honorablemente ante el héroe del pueblo Pécheux (no sólo un muchacho encantador y excelente orador, también era el mejor espadachín y tirador a pistola de Francia). Y, en el caso de que Galois salvara milagrosamente la vida ante Pécheux, el honor lo obligaba a dejarse matar por Lauvergnac. ¿Eludiría Galois el doble choque mortal? Ya se había encontrado antes con su casi seguro asesino: había asistido al banquete en honor de Pécheux y sus compañeros, y, cuando Galois a la hora de los brindis levantó la copa y el puñal por la muerte del rey, Pécheux le dijo: Usted es tonto. Pécheux de Herbinville: el mismo que ahora le exigía que fuera honorable.

34

La noche del martes 29 de mayo de 1832 Galois la pasó escribiendo cartas. Rogaba a los patriotas que le perdonaran no morir por la patria sino por una infame mujer ligera. Iba a matarlo precisamente un patriota, uno de los mejores, pero Galois no entendía tener que morir por algo tan insignificante, tan menospreciable, después de haber deseado dar la vida por el bien público. Perdonaba a los que lo mataban, que lo mataban de buena fe. Voy al duelo por compulsión y a la fuerza, contra mi voluntad, dijo. He hecho algunos descubrimientos en análisis, añadió, y escribió apresuradamente siete páginas de palabras y fórmulas, aunque estos temas no son los únicos sobre los que he trabajado, precisó, pero no tengo tiempo, mis ideas no están lo suficientemente desarrolladas en ese terreno, que es inmensurable. Recordó las monografías de sus diecisiete y dieciocho años, quince o veinte páginas sobre la solubilidad de las ecuaciones, inacabada la segunda monografía. Algunas cosas deben completarse en la demostración de este teorema, anotó al margen, yo no tengo tiempo. Tenía veinte años, miró la caja de las pistolas, pensó que quizá todo fuera una conjura de la policía del rey, cruzó un camino en compañía de sus testigos, llegó a un bosque, se detuvo frente a un lago, recibió un tiro, fue abandonado medio muerto por sus testigos y por los duelistas primero y segundo.

Aunque algo suyo le trajo luz y suerte a Ferrater, oscuro juzgaron a Galois los árbitros de la Academia. Sólo se ocupaba de problemas abstractos y misteriosos de álgebra pura, y su exagerado deseo de concisión era la causa de un defecto: la oscuridad. Sólo dejó una docena de páginas de demostraciones muy fáciles de entender, dijo un sabio: basta dedicarse exclusivamente a ellas uno o dos meses sin pensar en ninguna otra cosa.

35

Ferrater había escrito miles de páginas sobre pintores, escritores y gramáticos de las principales lenguas de Europa, pero casi no contaba con lo que los expertos llamarían una obra: ¿bastaban sus tres libros de poemas? Los críticos en aquel año feliz de 1967 lo juzgaron el mejor poeta de Cataluña por Teoría de los cuerpos, como si le hubiera dado suerte el recuerdo de Galois, ese matemático absurdo y revolucionario (los matemáticos tienen fama de razonables, pero suelen ser tan absurdos como los ajedrecistas, que muchas veces son también matemáticos o estudiosos de Shakespeare o proyectistas de vehículos blindados para una guerra mundial), aunque no cambió mucho la vida después de Jill. No cambió la necesidad de no volver a casa, la necesidad de un encuentro callejero más y otro bar siempre antes de llegar a la puerta de casa, la necesidad de una palabra más, otra palabra y otra palabra que naturalmente exige una respuesta (un ping-pong feliz). Es el clima mediterráneo, Barcelona, dijo Ferrater, te aniquila el calor en la calle y el frío dentro de las casas, y Ferrater prefería una zona intermedia, la terraza del bar o el bar abierto, zona neutral para hablar socráticamente de esas cosas que en el momento parecen inolvidables y esenciales y enseguida no se recuerda que parecieron inolvidables: ni se recuerda que fueron pronunciadas.

Había alcanzado una extraordinaria perfección en el arte de interpretarse a sí mismo en los cafés: el instinto de sorprender se había convertido en pura técnica verbal, aunque representarse a sí mismo en solitario le parecía insoportable: temía el momento de silencio final y temía el momento en que las palabras amenazan con irse, la gente se va despidiendo, quedan tres, quedan dos, los camareros empiezan terroríficamente, como forenses en la morgue, a limpiar la máquina de café y a levantar las mesas. Entonces Ferrater encontró un nuevo empleo: profesor universitario de lingüística y crítica literaria. Su vida parecía ordenarse mientras vivía medievalmente, en la calle: las aulas y los cafés estaban comunicados por tuberías de líquido verbal, y Ferrater seducía a los jóvenes, que lo aplaudían en las asambleas estudiantiles y en el café, mientras sus coetáneos empezaban a mirarlo con mortífera benevolencia, condescendencia o desprecio clínico que lo desmaterializaba o lo transformaba en caricatura: el Fenómeno bebedor de gin que se lleva a las mujeres más jóvenes y en un momento te da el nombre inútil del verdugo que no llegó a ejecutar a Francois Villon y un segundo después explica pueril y humorísticamente el procedimiento para delimitar con una bala de cañón de 24 libras el perímetro de la africana ciudad de Melilla, de acuerdo con el tratado hispano-marroquí de agosto de 1859.

Aunque ahora dicen que por aquel entonces, hacia 1971, estaba acabado, su vida profesional era intensa: impartía clases de lingüística y crítica, y otra vez ofrecía su criterio profesionalmente fulminante a la magna editorial Seix Barral donde ahora su hermano de Edmonton era director literario. Leía y hablaba y escribía artículos de lingüística para enciclopedias que perdurarían polvorientamente, y pasajeros informes sobre ensayos italianos y novelas japonesas y alemanas y americanas, teatro inglés, libros de antropología, arte, lógica, lingüística y psicoanálisis, economía, historia del mundo y de las ideas, filosofía del lenguaje, comunicación y computadoras y proxémica. Era el monstruoso Hombre Enciclopedia, y escribía y hablaba y leía y traducía a los grandes lingüistas americanos y hablaba y no quería dejar de hablar nunca. El hombre friolero buscaba el exterior, y entonces, en abril de 1972, nevó: nieve de primavera en las montañas que limitan Barcelona. Hace demasiado frío en este país, pero al día siguiente un sol te llena la casa de luz y te alegra la vida, dijo Ferrater.

36

Poco antes lo habían invitado a una fiesta. Su antiguo jefe Barral recordó más tarde una fiesta de imposible reconciliación entre amistades estropeadas por el tiempo. Esto pasa: no se recuerda uno a sí mismo con especial afecto y no tiene por qué recordar con mayor afecto a los compañeros de la pasada insensatez. Uno, pensando en quien fue, probablemente se llamaría insensato, como les llamaría insensatos a los amigos viejos: la sabiduría se manifiesta mejor, superior, en juicios negativos. Una buena discusión había electrizado siempre a Ferrater, hombre anguloso que a veces producía un espeluznante ruido de mandíbulas (como si fuera a devorar a su interlocutor ante el público real o imaginario), especialista en razonados informes bibliográficos sobre el mundo y las personas, profesionalmente fulminante y personalmente fulminante detrás de las gafas negras, un detective de film americano o un James Dean gastado, un strong silent man hablador. Barral recordó que, estropeada la fiesta por Ferrater y las viejas amistades estropeadas, lo acompañó a Sant Cugat, donde Ferrater exigió ser abandonado en mitad de la noche, ante un camino de árboles. Quería buscar un bar, una gasolinera, alcohol y tabaco (sus tres necesidades básicas habían sido toda la vida los libros, el alcohol y el tabaco, dijo una vez, y la más difícil era el tabaco (después de la guerra usaba el idioma catalán para comprar tabaco en Barcelona a camareros que traficaban con tabaco rubio: el que hablaba catalán en 1950 no podía ser un policía, dijo Ferrater)). Se adentró en el camino de árboles, a oscuras, como si hubiera oído una voz en la montaña. Oyó cómo se iba el coche de Barral. Oyó una voz a la que suele darse el nombre de silencio, como dijo Georg Büchner.

Se rompió las gafas otra vez, chocó contra un árbol en aquel camino antiguo y a oscuras, uno de esos árboles con bandas blancas que se iluminan y guían al viajero cuando reciben la luz de los faros. No había faros. Se quedó sentado hasta que fue de día, como si algo lo hubiera agarrado y hubiera luchado contra él toda la noche, y lo encontraron los vecinos, como a Galois después del duelo, herida la frente, las gafas rotas otra vez, otra vez en uno de esos instantes de ansia de pureza: el deseo de retroceder hasta antes de las gafas rotas, o el deseo de avanzar inmensamente, hasta el olvido, lejos de la vergüenza, hasta la plaza Prim de Reus, no muy lejos de la catedral donde dicen que está guardado el corazón del pintor Fortuny, hasta el Teatro Fortuny donde el niño Gabriel Ferraté Soler está recitando un poema de Baudelaire, hasta el colegio de curas en llamas en 1936, hasta un abrazo en Kensington o Mongat o Sant Cugat. En la plaza Prim, a los treinta y cinco años, le está diciendo a su amigo Salinas que no cumplirá cincuenta, que se matará antes. Un mes antes de cumplir los cincuenta, el viernes 21 de abril de 1972, el Apolo XVI lanza una llamada de auxilio: peligra el alunizaje del módulo Orion por avería en la nave nodriza pilotada por Hattingly. ¿Podrán volver los astronautas a la Tierra? A las tres de la madrugada, en México, según el mismo periódico, el galán del cine español Jorge Mistral se ha pegado un tiro en el pecho mientras leía el guión de la telenovela Los hermanos Coraje y después de haber actuado esa misma noche en la comedia Los enemigos no mandan flores. Dejó una nota: «Es feo y desagradable momento este.» Última hora: En las montañas Descartes han alunizado felizmente los astronautas Young y Duke, tripulantes del Orion. Ferrater siguió viviendo como si tal cosa, porque cada cosa exige su tiempo, y empezó a redactar una obra für ewig, para siempre, una gramática de la lengua catalana que quizá exija décadas de trabajo. Había alcanzado el sentido de la intemporalidad a un mes de cumplir cincuenta años. Y así, veinte días antes de los cincuenta, cumplió lo que prometió una vez en un café de Reus.

37

La historia de que un día, en un café de la plaza Prim de Reus, Gabriel Ferrater, que entonces contaba treinta y cinco años, le anunciara a su amigo Jaime Salinas la resolución de matarse al cumplir los cincuenta («edad a la que uno ya ha hecho todo lo que tenía que hacer») me recuerda el principio de un cuento de Isak Dinesen en el que Angelino Santasillia, a la muerte de su amo, «tomó la resolución de que nunca más volvería a dormir. ¿Habremos de creer al narrador cuando refiera que Angelino fue fiel a su resolución? Poco importa, porque ése fue el caso»