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Manotea en el aire, con media mente refugiada aún en la oscuridad y dos tercios de cuerpo a resguardo, bajo la sábana. Resaca. La araña muerta que la ha perseguido en el sueño ya no está ahí. Eso ocurrió antes de que empezara la pesadilla real. Antes de que sus sentimientos reprimidos saltaran como un polvorín de esporas a raíz del atentado.
«No es una mujer decente.» La frase pronunciada por De la Vara estalla, de pronto, en su cabeza. Se le alegra el día.
Decide no elegir -se dice que podrá hacerlo más tarde- entre la satisfacción que le produce saber que Cora, entregada a un amante desconocido, se encuentra fuera del alcance de Salva, y el entusiasmo que le causó hace dos noches imaginarle como gay, tan imposible para la viuda como para ella misma. Se asoma al balcón. Se queda un rato contemplando a la mujer de enfrente, que vuelve a hablar con sus pájaros. Ella, al menos, ha olvidado ya el susto del atentado. O lo asimila, como hacen todos, lo interioriza. Forma parte de su circulación sanguínea. La sangre de todos, espesada con la del intempestivo mártir.
Sin pensarlo dos veces toma el teléfono y marca el número del profesor. Del Mesías, rectifica, de buen humor.
– ¿Te despierto?
Casi ve la sonrisa del otro, y no puede reprimir la suya, cuando le escucha apostillar:
– Soy despierto, lo esté o no.
– Vale, vale -responde, conciliadora y algo perdonavidas.
Siente tantos deseos de que su relación vuelva a ser como antes. ¿Qué importan el amor, la pasión y sus agobios, frente al consuelo que proporciona el disfrute de la amistad?
La mujer del balcón de enfrente abre con cuidado la jaula e introduce una mano en el interior, en donde revolotean media docena de jilgueros. Algo demasiado blando se mueve en las entrañas de Diana.
Le refiere a Matas, con lenguaje telegráfico, la escena de la camilla en las habitaciones del embajador, y Matas ríe cálidamente.
– Quiero detalles -dice, perentorio, cuando Dial termina-. De toda la velada.
Respira hondo la mujer. No puede permitirse meter la pata. Tantea.
– Estuvo muy locuaz. Piensa que Cora tiene un amante. ¿Lo sabías? -Tono suave.
La mujer de enfrente sostiene un pájaro inmóvil en la palma de la mano.
Matas guarda silencio. Por último:
– No, ni idea. Vaya. De lo que se entera uno.
Diana va un poco más lejos:
– ¿Dolido? Es curioso que lo ignores, siendo tan íntimos.
La mujer del balcón de enfrente se encoge dentro de la bata de colores brillantes, cubre el contenido de la mano con la otra, aprieta ambas contra su seno. Con rapidez, Diana da la espalda a la escena, la borra.
– No, ¿por qué? Puede que sea mentira-contraataca Salva-. ¿Desde cuándo te fías de Ramiro? ¿Y quién es ese supuesto amante? ¿Tiene un nombre?
– No estoy segura. -Recoge velas, aligera-. El embajador llevaba una cogorza considerable… Seguro que guarda los detalles para cuando nos casemos.
Quizá su amigo ama en serio a Cora Asmar. Quizá es, como ella, alguien que espera una migaja de cariño. Siente una oleada de ternura maternal hacia el hombre. No. Salva no sufrirá. Será feliz tal como desee serlo o ella no será nada. En esto consiste llevarle quince años, en desear su bien, aunque a veces la ira que le provoca impulsaría a Diana a abofetearle como a un niño cruel. Su ira por haber aparecido tan a destiempo. Por el desencuentro.
Sus contradicciones la asfixian.
– ¿Nos vemos luego? -pregunta él.
Quedan para cenar. Pero la detective o periodista rechaza que sea en su apartamento. Eso terminó para siempre. No se ve con fuerzas para soportar una reedición de lo que ya ha enmarcado para el futuro como su última terraza compartida, la noche en que él apareció con ingredientes para cocinar adquiridos antes o después de ver a la viuda, puede que aconsejado por ella, mintiéndole a Diana. Da la espalda a la mentira, como al pájaro muerto, y sugiere un restaurante de los muchos que en Beirut brotan tan súbitamente como los sobresaltos. Uno con menú de fusión resultaría adecuado. El desapego de Salvador Matas más la frustración de Diana Dial. Hielo y fuego.
Templar ambos. Recomponer la amistad. Tarea para el final de este día que se presenta denso.
Cuando cuelga ve que, mientras hablaba, la ha llamado Fattush. Marca retorno.
– Precioso día. Estoy en la Corniche -anuncia el hombre-. ¿Te vienes a correr?
– ¿Correr? No lo tengo en mente -replica Diana-. Además, he de acudir a una cita a mediodía.
– Caminaremos en una sola dirección -propone Fattush, que conoce su aversión a las idas y vueltas-. No te robaré mucho tiempo. Tengo algo para ti.
– Y yo necesito que hagas una averiguación.
En la calle Damasco, Diana detiene un taxi Mercedes desvencijado -Georges libra hoy- que le recuerda el Beirut más ingenuo de los primeros tiempos. ¿O era ella, la crédula? El conductor tiene puesta la radio con estentóreas oraciones a juego con el rosario musulmán que se balancea, colgado del retrovisor. Ella le indica la dirección en su mejor árabe, que es escaso pero sirve para estas circunstancias, y el otro interrumpe la charla especial para turistas con que había empezado a obsequiarla. Cuando la deja en Ain el-Mressié, la generosa propina que recibe le sorprende. «Por no hablar», zanja Dial, didáctica.
Fattush la espera apoyado de espaldas en el pretil de tubos de hierro que bordea la Corniche. A su lado, una mujer mayor que Diana hace flexiones para la espalda. Detrás de él, el impecable azul claro del Mediterráneo, ceñido por el sombrero algo más pálido de un cielo sin nubes. El viento, vigoroso, las ha ahuyentado.
– Voy a pasar el domingo trabajando -dice el hombre-. ¡Mi madre y mi mujer se han vuelto a pelear! Mi madre quería que me pusiera ya la camiseta de invierno, mi mujer la ha llamado loca, mi madre le ha reprochado que no cuida lo bastante de mí. Las niñas se han añadido a la trifulca. Yo… En fin, bienvenida seas.
– Te invito a un café -propone Dial, iniciando resueltamente el cruce de la Corniche, que a esa hora todavía está en calma. No tiene ganas de caminar.
Ocupan una mesa, en la esquina de una terraza protegida por cortavientos de plástico.
– Te he traído algunos papeles sobre el estado de las cuentas del muerto. -Fattush le tiende un sobre grande-. Tienes mala cara.
– Sueños agitados -replica Dial, comprobando el contenido del sobre-. Pídeme un expreso doble.
Se quita el chal de seda y se desabrocha los dos primeros botones de la blusa, se arremanga. El inspector permanece callado mientras ella lee, relee, comprueba y toma notas en su cuaderno. Cuando por fin termina:
– Vaya, se ha enfriado el café.
Piden otra ronda.
– ¿Puedo quedármelos? -inquiere.
– Hice dos copias. Una para ti y otra para mí. Por si acaso.
– Bien. Estado de cuentas, investigaciones bancadas, balances, saldos hipotecarios, préstamos… Muy completo, Fattush, gracias.
Cuando el camarero se va con el pedido, Dial le dice:
– Dispongo de veinte minutos, luego tengo una cita.
– ¿Relacionada con el caso? -pregunta el otro.
– Mucho. Al menos para mí -replica, sin más explicaciones.
No tiene ganas de hablar. Recuesta la cabeza en el respaldo de la silla y cierra los ojos, como si quisiera olvidarse de todo y sentir únicamente el mordisco del sol en el rostro. Cuando los abre sorprende a Fattush mirando con aprensión a una pareja que se abraza estrechamente al otro lado de la calzada, junto al mar.
– Dan ganas de avisarles -comenta el hombre-. Peleas, niños. El futuro.
La periodista golpea el sobre con el índice.
– Debía dinero a todo el mundo. A su familia, varios bancos, socios, ex socios… Su hermano Samir era uno de sus principales acreedores. Según esto, le había prestado dinero para todos sus negocios ruinosos, incluido el último. Y sin intereses.
– ¿Sigues creyendo que es el asesino? -pregunta Fattush.
No hay más clientes que ellos en el café. El camarero, aburrido, se ha sentado en otra mesa, frente a una hilera de servilleteros y un gran paquete de pañuelos de papel que dobla y va colocando en los soportes.
Diana se encoge de hombros.
– No sé qué creer. Si Samir y, en general, la familia Asmar, ponían su fortuna y sus fincas a disposición del pequeño inútil… ¿Qué les costaba comprar su silencio sobre la estación de telecomunicaciones esgrimiendo esas deudas? Tony dependía de ellos por completo.
– A lo mejor la versión de la viuda es la buena -insinúa el policía-. Era un patriota. Se disponía a denunciar a su hermano.
Dial arruga la nariz, escéptica.
– Cuanto más reflexiono, menos sólida me parece la explicación de Cora. -Observa con cuidado al camarero-. Me parece más factible que Tony Asmar pretendiera cortar para siempre con su dependencia de la familia y la sombra omnipresente del hermano mayor. Pongamos que discutió con él, que le advirtió de lo que iba a hacer. Por lo que sabemos, el benjamín era un capullo bastante fanfarrón. Si le dijo que se disponía a hablar con el Anciano… A propósito, me gustaría entrevistarme con él.
– ¿Con el viejo? Eso es imposible…
– Dime una cosa… -empieza Diana, cortándole. Se interrumpe también ella.
Observa al camarero en su tarea, empeñado en introducir en el servilletero más pañuelos de los que éste admite. Los apretuja, los contrae. Cuando consigue meterlos se desbordan, desparramándose sobre la mesa. Impaciente, Diana se levanta, se dirige hacia él. Se los quita. Con su habitual sonrisa irónica, Fattush la ve gesticular, y seleccionar la cantidad exacta de servilletas, agitarlas en el aire, colocarlas en un servilletero con gran teatralidad, como si aleccionara a un niño. Cuando, terminada su misión, Diana vuelve a su mesa, se desploma en su asiento como si acabara de realizar una tarea hercúlea y pregunta:
– Recuérdame cuáles son aquí, en Líbano, en esta pequeña y convulsa república y demás pamemas, los principales móviles con que te topas cuando se ha cometido un crimen.
Ahora es Fattush quien se encoge de hombros:
– Lo de siempre. Dinero, amor, celos. Como en todas partes. Honor machista.
– Exacto. Lo esencial. No podemos perderlo de vista. Demasiadas conjeturas sólo sirven para estorbar. Como las servilletas a ese chico. -Señala al camarero.
Cuando salen del café agarra al inspector por el brazo, familiarmente.
– Es un placer contar contigo -confiesa-. Qué conveniente que trabajes en domingo.
– Vas a pedirme algo -pregunta Fattush, apretando el brazo de Diana contra su costado.
– Informes sobre un tal Tariq. Desconozco el apellido. Profesor de gimnasia, yo creo que también un poco gigolò. Entrena a gente de clase alta, entre ellos nuestro embajador y Cora. Podría estar liado con la viuda. Es urgente.
Se quedan en la acera hasta que Fattush le elige un taxi. El inspector le hace prometer que le llamará por la tarde, en cuanto haya hablado con la matriarca.
El Mercado del Domingo -Souk el-Wahad-, aunque se rige por términos de estricta utilidad, no puede impedir que crezcan lujos residuales en su extenso y abigarrado recinto. Por eso algunos jóvenes hacen cola para conseguir un tatuaje o un piercingy, posiblemente -al menos, en opinión de la periodista, que observa las operaciones con recelo- una enfermedad contagiosa,
Diana ha quedado con Neguezt a mediodía, pero un buen rato después todavía la espera. La cita es en la entrada principal, debajo del puente. Bajo los puentes de los barrios periféricos de todas las ciudades del mundo, no importa el huso horario, piensa Dial, se adhieren como forúnculos mercados como éste: compra y venta de sobras para gente de segunda mano. Entretenida mientras el tipo del taladrador perfora las orejas de un punkielocal, Dial no advierte que tiene a Neguezt cerca.
Un golpecito en la espalda y la mujer se gira. Ante ella, envuelta en una coloreada túnica africana, la muchacha se muestra majestuosa, casi irreconocible. O es más alta o en su papel de sirvienta se encoge expresamente, piensa Diana. No viene sola. La acompaña un hombre pequeño, delgado y vestido formalmente de oscuro, con un traje barato de tergal y una camisa de cuello demasiado tieso y demasiado grande para su estrecho gaznate de ave intranquila, sujeto por el nudo de una corbata pasada de moda. Un cuervo, si los cuervos tuvieran una mirada amable.
– Nessim Blazer -se presenta.
Le tiende la mano y Diana se la deja estrechar, sin extrañarse por el blando roce. Los árabes te dan el apretón de contacto con los ojos.
– Abogado -añade el hombre, que la escudriña sin recato.
Diana le conoce por su trabajo. Desde su página web se hace eco de casos de explotación del servicio doméstico en Líbano, y en los últimos tiempos ha destapado no pocos suicidios de sirvientas procedentes de África. Mujeres desesperadas que se han lanzado desde un balcón o se han bebido un frasco de lejía. Sus cadáveres se pudren en la morgue, sin que nadie los reclame. Es un censo lacerante, un goteo que no cesa, contra el que se alzan pocas voces. La del hombre es una de ellas. No da tregua a las embajadas. Hace poco arrastró a una de las chicas, y a la patrona que la maltrataba, hasta el despacho del embajador etíope. A la criada todavía le sangraban la cara y los hombros, la señora aún llevaba en la mano el cinturón -de Annani, faltaría más- con que la había golpeado. El embajador se lo tomó en serio, y a la patrona le impusieron una multa. Cuando el caso se aireó en los periódicos, en las redacciones se recibieron indignadas cartas defendiendo el maltrato a la servidumbre como un derecho inherente a la condición de patronos.
Está distinta, reflexiona Dial, examinando a la joven. Risueña, Neguezt se dirige a un puesto de calzado. Selecciona un par en bastante buen estado, le cuestan tres mil libras, dos dólares. Los zapatos de plástico rojo, de tacón muy alto, centellean al sol como dos signos de admiración.
– ¿Le gustan? -inquiere.
Asiente Diana. Observa con alivio que ya no la llama señora -madam, madam: el inevitable apelativo de las criadas que tan incómodo puede resultarle, incluso cuando Joy lo utiliza con humor-, y que se muestra mucho más segura que en el apartamento de la viuda Asmar. Este mercado forma parte de su territorio.
– He venido como consejero de Neguezt. -Para el abogado, la etíope no es Marie, ese otro uniforme, el nombre falso, con que se las diluye.
– Me parece muy bien, si resulta necesario -se apresura a acordar Diana.
Hay una nota de interrogación en su voz a la que el hombre no resulta insensible.
– Es mejor que hablemos en mi despacho. Neguezt ha visto cosas, ha oído cosas. Cosas que no puede contar sin temor a sufrir represalias. Debo asegurarme de que su testimonio permanecerá en secreto.
En el zoco, el movimiento de transacciones se encuentra en su punto álgido. Neguezt niega con la cabeza cuando le preguntan si quiere seguir comprando.
– No siempre compro -aclara, como si fuera necesario-. Me gusta venir para ver mercancías que están a mi alcance.
Los tres, físicamente tan distintos -aunque sólo Diana Dial desentona, parece una representante del enemigo-, se dirigen a paso rápido hacia la entrada principal, en donde se concentran camionetas de carga y descarga, y hombres aparentemente ociosos en cuyas miradas, sin embargo, se advierte la vivacidad de quienes permanecen atentos a la más mínima oportunidad de hacer negocio.
Se abren paso a codazos por entre un compacto grupo que espera sin método, a la manera desordenada propia de la región, para comprarle pichones a un vendedor de animales domésticos. Diana aparta la vista de los cachorritos de perro, aprisionados en jaulas estrechas que tal vez serán el mejor lugar que conocerán en lo que les quede de vida.
Araña y pájaro muertos, perrillos condenados. Agobio.
Le entran ganas de largarse, de volver a Barcelona y meterse en su cama española, su cama, bajo las sábanas, pero ya con la seguridad de despertar en territorio materno. ¿Qué haces aquí, resolviendo un crimen que ni te va ni te viene, en un país del que ves todos los defectos, entre gente que puede resultar tan inhóspita? ¿Sufriendo por la falta de amor de un hombre una generación más joven que tú, alguien de quien lo ignoras casi todo?
Sigo mi camino, se responde. Ésta es, de momento, la caravana que me alberga. Vendrán otras.
Las mujeres como ella nunca toman la senda de retorno.
– Vamos -indica Nessim, adelantándolas para parlamentar con un taxista.
Se alegra de que Georges no les acompañe. Entre sus cualidades deprimentes se encuentra el menosprecio con que trata a los africanos.
Llegan a la calle en donde el abogado tiene su despacho, en Burj Hammud, un barrio en el que moran bastantes de los diversos grupos étnicos que componen el silencioso ejército de servidores domésticos que mantiene en orden la ciudad desde la profundidad de su ninguneo. Cada nacionalidad se recluye en su propio gueto, reproduciendo la esencia misma de la multiculturalidad, tan mítica como frágil, que cultiva Beirut y que los desinformados del exterior glosan con nostalgia cada vez que la convivencia salta hecha trizas.
El desdén de unos hacia otros, siempre latente, siempre intacto. Eso sí que es multicultural.
La calle por la que ahora discurren está tomada por mujeres que visten al estilo de Neguezt y cargan con sus compras del domingo. Casi todas son jóvenes. Las mayores o han regresado a África o están muertas. Hay risas, charlas en lenguas que Dial desconoce. Sigue dócilmente a la pareja -¿hay algo entre ellos?- hasta lo que Nessim denomina su despacho.
Es un cuchitril, un altillo en una tienda que vende especias. Una mesa de formica, de cocina, cubierta de papeles y carpetas; cajas de cartón en el suelo, llenas de carpetas y más papeles; dos taburetes y una silla de plástico blanco, que el abogado le cede caballerosamente a Diana. Además de absorber los aromas de la primera planta, el antro huele a polvo y a sudor recocido, el tufo de las prendas sintéticas poco aireadas.
– Será mejor que vayamos al grano -dice Dial-. Hace calor.
Nessim Blazer abre un ventanuco abocado a la tienda y una náusea de comino y de curry le trepa a la mujer por la garganta.
– ¿Qué es lo que sabes? -inquiere a Neguezt, decidida a terminar cuanto antes.
La otra mira a su abogado.
– Tiene que prometernos que lo que va a decirle Neguezt nunca le será atribuido a ella -exige el hombre-. Puede utilizarlo en su investigación, pero de ninguna manera le contará a nadie nunca, repito, nunca, que mi clienta es la fuente.
Diana frunce el ceño. Si Neguezt no fuera lo que es, una etíope desvalida en permanente situación de compra y venta, les mentiría sin el menor escrúpulo. Dial no es policía, ni ayudante del fiscal -son éstos quienes mienten y hacen tratos, ¿no?-, ni siquiera posee una licencia para actuar como detective. Una falsedad suya, denunciada por una sirvienta africana, ¿a quién podría importarle?
– Antes ejercía de periodista. Nosotros no revelamos las fuentes. Nunca. -Se da cuenta de su vaga ampulosidad y rectifica-: Nunca contaré a nadie que Neguezt y yo hemos mantenido contacto alguno. Si tengo que usar sus confidencias, enmascararé el origen. Nadie sabrá que hemos hablado. ¿De acuerdo?
Intercambio de miradas entre los otros dos.
– Adelante -se pronuncia, al fin, el hombre-. Cuéntale lo que sabes.
Como si estas palabras abrieran las compuertas del dolor, la joven llora igual que el día en que Diana la conoció.
– Iennku y Setota eran de mi pueblo, una aldea pequeña cercana a la frontera de Etiopía con Somalia. No es fácil vivir allí, no sólo por culpa de las hambrunas. Hay bandidos somalíes que cruzan la línea divisoria. O que son de los nuestros. ¿Qué más da? No es bueno para nosotras crecer allí. Hace unos años empeoró. Los fanáticos empezaron a hacer incursiones, mataban cristianos. Había un hombre, medio italiano, medio etíope, tenía una especie de hogar para pobres y nos daba comida de vez en cuando. También nos llamaba abisinias. «Las abisinias sois muy solicitadas en Oriente Medio», decía siempre. Unas cuantas decidimos partir. Yo llegué antes, cuatro años atrás, y en el mismo aeropuerto de Beirut me quitaron mi pasaporte y mis derechos.
– Nos conocimos allí -sonríe Nessim por primera vez.
La ternura con que el abogado pronuncia la frase le confirma que, efectivamente, entre él y la muchacha existe un afecto especial. El amor es una flor sorprendente. Brota en la adversidad, como consuelo.
– Vi al grupo -prosigue el abogado-. Yo venía del Golfo, de cerrar un negocio. Por entonces trabajaba en una empresa de construcción que tenía socios en Kuwait. Vi a un hombre, un libanes como yo, maldita sea su sangre, hacerse cargo de ellas, eran doce, quedarse con sus pasaportes, conducirlas como si fueran ganado. Empecé a indagar. Neguezt me mostró el camino.
– Es un buen hombre. Y en Beirut, una mujer como yo no es nadie sin un buen hombre -explica Neguezt, como si él no se hallara presente.
– Desde entonces, ayudo en lo que puedo. Trabajamos juntos por la causa. Acudimos a las embajadas, a la policía. Queda mucho por hacer.
Interviene Diana:
– Lo que les ocurrió a… -vacila antes de pronunciar los nombres-… a Setota y ¿Iennku?, no tiene nada que ver con la explotación del servicio doméstico. Es un atentado político. Podía ocurrir. Esto es Líbano. Eso, al menos, debían de saberlo antes de venir.
Se queda mirando a Neguezt, en espera de que reaccione a su impertinente observación. Lo hace, furibunda:
– ¡Mentira! ¡Todo mentira!
Nessim toma a la mujer por los brazos, la sacude delicadamente. Ésta prosigue, más calmada:
– Cora Asmar miente. Tiene otro hombre. Yo escucho conversaciones. Sé cosas. No comprendo más que palabras sueltas, habla muy deprisa y siempre en árabe, nunca en inglés, sólo muchas veces «coño», en español, cuando se enfada. A menudo me da permiso para ir a mi casa a dormir. Al día siguiente, cuando cambio sábanas, yo sé que no ha dormido sola. Las sábanas hablan, ¿verdad?
– ¿Eso fue antes del atentado?
– Antes y después. En seguida volvió la costumbre.
– ¿Sabes quién es el hombre?
– No estoy segura. Siempre que venía Tariq, el profesor de gimnasia, yo tenía que irme a mi casa, tenía que dormir fuera. Pero otras noches, también. Sin gimnasia.
– ¿Y el marido? ¿Tony Asmar lo sabía?
Neguezt se echa a reír abiertamente. Los cuernos masculinos son objeto de chanza en cualquier parte del mundo, piensa Dial, experimentando un regocijo primario.
– Qué iba a saber, el desgraciado. Los hombres libaneses se van a sus asuntos, a presumir, y sus mujeres tienen todo el día libre. Cuando se les acaba peluquería y salón de belleza, se aburren, y se consuelan. Ella siempre pidiéndole más dinero, él siempre haciéndole promesas, ella burlándose de él, y él prometiendo. Discutían, discutían. Hablaban de dinero. Con el otro también. Siempre la palabra dólares en las bocas. Al final ella se ponía como una gata mansa, pero primero enseñaba sus uñas.
Es la hora de la siesta y Burj Hammud, efectivamente, sestea en su indolencia de festivo semanal cuando Diana toma el camino de regreso hacia su casa, hacia su territorio de privilegiados que se sienten, y en realidad lo están, más a salvo que otros y menos que los únicos que se salvan siempre.
De modo que el embajador tiene razón. Cora tiene un amante.
Una breve siesta y una ducha, y la detective se siente lo bastante recuperada para enfrentarse a esa Yumana Asmar a quien imagina lista para lanzarse sobre ella con la deportividad con que un equipo de arañas podría descuartizar a una sola mosca. Cuando el sólido Rolls-Royce plateado se detiene ante su portal, Diana se mete de cabeza, ignorando el gesto de ayuda que amaga el chófer con gorra de plato que se ha presentado como Serge.
El interior apesta a L'Air du Temps de Nina Ricci, uno de los perfumes que más aborrece Dial. Contraataca rociando generosamente la tapicería con Egoiste, enérgica fragancia masculina de Chanel que merece haber sido pensada para mujeres. No hay modo. La suya es una simple colonia que, al poco de abandonar el frasco, retrocede, sumisa, abrumada por el olor matriz.
Abandonan Beirut a toda velocidad, aprovechando que el tráfico sólo discurre entumecido en la dirección contraria, gracias al ejército de domingueros que regresa a la ciudad tras un día en las playas del norte. Cuando llegan al pie del Casino, que se erige sobre una colina, rivalizando con la Virgen y el Sagrado Corazón que coronan dos promontorios vecinos, Serge pega un volantazo, gira a la derecha y toma una estrecha ruta que asciende bruscamente ochenta grados. Así es Líbano, en la orografía como en el resto. Una sucesión de sacudidas.
El aire huele a pinos y la humedad clausura, como una tapia crecida a sus espaldas, el aliento febril de la ciudad.
A Diana le desagrada la montaña. En cualquier lugar del mundo; mucho más en Líbano. La agobia. Se asfixia entre montes picudos y entrelazados bosques. La red de caminos que, desde la nuca de Beirut, serpentea hacia el país profundo como una enfermedad linfática, no conduce hacia las delicias pastoriles que cantan los poetas locales, sino hacia intemporales abismos de rencor.
La experiencia de su vida aquí y de sus viajes cuando era reportera ha despojado a Dial de todo optimismo. Le basta con alejarse media hora de Beirut para que la aprensión le aplaste el pecho. Encerrada en el Rolls, se maldice por no haber tomado precauciones. ¿Qué podía hacer? Yumana no especificó el lugar del encuentro, y la periodista es demasiado mayor para acudir con niñera a la gruta del ogro.
Después de recorrer veinte kilómetros de laberínticas curvas puntuadas por devotas capillitas de cristal que contienen imágenes de la Virgen o de santos, el Rolls se adentra en una urbanización de lujo y atraviesa un paso privado, cuya verja Serge manipula con un mando a distancia. Avanzan lentamente, por una senda de grava, hasta la entrada de lo que Diana identifica como una mansión alternativa. No de alternancia obligada según las estaciones, sino de alternar con las amistades, deslumbrándolas. Los Asmar coleccionan casas como otros sellos o autógrafos. Esta le resulta demasiado recargada, con el exterior cosido a hileras de tejas rojas que parecen haber caído allí a voleo, y un exceso de hierro forjado en las estrechas ventanas, más propio de la mazmorra del conde de Montecristo que de una vivienda mediterránea.
Fattush, Fattush, cómo te echo en falta. Se sobrepone a su flaqueza y echa a andar hacia el umbral, en donde otra de las doncellas del repertorio africano de los Asmar la está esperando.
Diana cree hallarse a solas y, cual es su costumbre, se dispone a apreciar el mobiliario. Nunca hay que desdeñar las posibilidades que una mentalidad libanesa puede ofrecer en materia de decoración. Clava los ojos en la monumental mesa baja, formada por una loncha oval de cedro de Líbano, del tamaño de una pista de baile y barnizada como tal, y asentada sobre dos pezuñas de elefante que parecen auténticas. Se arrodilla para comprobarlo, y está a punto de tirar de un pelo del desdichado mamífero cuando un carraspeo la fuerza a reincorporarse, sofocada. Sigue un comentario en francés pronunciado por una voz correosa sobre la que parece chirriar la aguja de un fonógrafo.
– ¡Aquí estás! ¡Ah, mírala! ¡Tan tranquila, la muy cerda! ¡La muy vaca!
Dial comprende de inmediato que Yumana Ghorayeb de Asmar domina todos los términos insultantes que la lengua de Moliere pone a su disposición. También asume que la fetidez a L'Air du Temps que ahora mismo embalsama su pituitaria no procede de su pasado reciente en el Rolls sino del majestuoso sillón de estilo barroco que preside el salón, en el extremo opuesto de la tajada de árbol nacional libanes que obra como mesa de café.
– ¡Acércate! -ordena la vieja, desde las profundidades de la tapicería granate-. ¡He perdido las gafas! ¿Dónde las habré puesto? ¡Es la tercera vez esta semana!
Debería obedecer a regañadientes, o quizá ni siquiera eso, y quedarse plantada en donde se encuentra. Por el contrario, Diana se sorprende reaccionando con docilidad, ansiosa por acceder a la petición de la figurita nerviosa que se retuerce en el sillón.
Cuando llega a su altura, se reafirma en que Yumana Asmar constituye un espectáculo digno de ser tenido en cuenta. Rubia de frasco desde tiempos inmemoriales, y de una melena sospechosamente profusa para sus setenta y muchos, la vejez y numerosas visitas al cirujano plástico han otorgado al cutis de la dama un seco tono de oro ajado -similar al de las molduras de su trono-, en el que refulgen unos ojos de color esmeralda tan singulares como los de su hijo Samir pero mucho más bellos en su frialdad mineral, nada opacos. Los agujeros de una nariz casi inexistente y respingona parecen sostener, como arracadas, dos surcos inmovilizados por el bótox que enmarcan su inflada boca y descienden hasta la leve papada, proporcionándole una plácida maldad de batracio en espera. Su cuerpo, escarpado y menudo, envuelto en seda amarilla, se repliega en el sillón, como si viviera protocolariamente un paso atrás de la cabeza reinante.
– ¡Más cerca, más cerca, pedazo de guarra!
Vâche, salope, connasse. Mon Dieu: Diana se pregunta si su propio francés, tan comedido, estará a la altura. Ahora la otra comenta, con desconcertante ingenuidad y sin insultos, aunque sigue tuteándola:
– ¿Crees que debería tener un par de gafas en cada una de mis viviendas? Eso solucionaría el asunto… Aunque no estoy segura de querer arreglarlo. Tiene tan pocas cosas que hacer una mujer a mi edad, aparte de buscar las gafas… Anda, siéntate aquí, a mi lado.
Lo dice señalando con el índice manicurado la punta del sofá. Convertida súbitamente en una remilgada anciana, acerca a su rostro el Rolex de oro que lleva en la muñeca, enrollado con varias pulseras, y se agita:
– ¡Hora de mi Blue Label! ¡Casi se me pasa! ¿Quieres uno? -Sacude una campanilla.
Entra la criada y Yumana le ordena:
– Té azul para dos. -Se vuelve hacia Diana. Sin hielo y en taza, hazme caso. No es por disimular, pero en algo tengo que sentirme clandestina sin necesidad de pisar zona controlada por Alá. ¡América debió de ser muy entretenida durante la Ley Seca! Me gusta mucho América. ¡Miami! No sé qué gracia le ven a Nueva York, pero incluso aquello sería mejor que Líbano hoy en día. ¡Disfruto de tan pocas distracciones! No hay acción, y si la hay siempre es cosa de esa gentuza musulmana, nosotros figuramos menos y menos. Hay fiestas, claro, pero eso es para los jóvenes. Para mis nueras, que se conforman con mandar en el servicio, pasar tres días por semana ingresadas en el salón de belleza, hacer gimnasia e ir de compras. Yo compro por teletienda y salgo lo menos posible, sólo me paseo por mis dominios, de casa en casa, ya ves. A este país se le han acabado los redaños. ¡Yo tengo la sangre caliente! Hice la guerra con mi marido. Me cargué a un montón de gente. ¡Qué tiempos aquellos!
Sonríe con dulzura. Su testa brillante se adelanta como si el cuello funcionara por un resorte mecánico. Diana no se atreve a preguntarle si perder a su hijo pequeño por la explosión de una bomba en su coche hace menos de una semana no ha resultado una buena distracción para ella. Eso, sin contar con la probabilidad de que el mayor sea el asesino, y Diana se muerde los labios para reprimir el consabido «¡Su propia sangre!».
Interpretando su expresión, la mujer dice:
– El luto se lleva por dentro. Los hijos, el Señor te los da y el Señor te los quita. Por desgracia, te deja a las nueras.
Suena despiadada y, sin duda, lo es. Sin embargo, Yumana Asmar le gusta a Diana más de lo que quiere confesarse. Más que la viuda de Tony.
– Déjame verte. -La otra frunce el ceño-. Hija mía, qué discretamente vistes. Y ese pelo tan corto, pareces un chico. En fin, si esto es todo lo que Cora ha podido encontrar para asustarnos… La pobre necia. Nunca perteneció a esta familia.
Desplomándose en el sofá, Diana asiente con fervor.
– Completamente de acuerdo -resopla. Y en su escuálido francés, ayudándose por señas, concluye-: Cora es tonta del culo.
Yumana vuelve a exhibir su risa cavernosa:
– En realidad es un grano en el culo, pero reventarse un grano, por molesto que resulte, no requiere más que un pequeño tajo.
Cuando Neguezt aparece con el servicio de té que camufla el whisky, la vieja contempla con satisfacción la ceremonia del vertido de Blue Label desde la tetera.
– Nunca he comprendido por qué los ingleses toman tanto té, teniendo Irlanda tan cerca -gruñe, levantando la taza con delicadeza y llevándosela al colágeno, que parece revivir ante la proximidad del líquido.
Vacía su contenido de golpe y, viendo que Diana duda, la increpa:
– ¿Qué pasa, idiota? ¿No te gusta la porcelana?
– No es eso. Suelo empezar más tarde. -Por alguna razón, se siente inclinada a darle explicaciones a esta mujer que le resulta inconfesablemente maternal-. No le hago ascos al buen beber.
– Mucho mejor. -Yumana se revuelve en el sillón hasta encontrar la postura adecuada-. Así que española. Yo estudié en París, tuve un profesor de historia de origen español, me parece que era, de Biarritz o por allí. Me gustaba mucho aquel hombre, me hablaba siempre de Jacques…
– ¿Jacques? ¿Qué Jacques?
– Sí, vuestro santo patrono, Jacques, ¡el que mataba moros!
– Ah, Santiago. -Diana cae.
– Te he recibido por él.
– ¿Por el apóstol o por el profesor?
– Por ambos. Comprenderás que no mereces este honor. Es más, ya no tienes por qué estar aquí, no tengo nada que decirte, ni tú puedes ya intimidarnos. Pero soy buena. Y siento curiosidad. ¿Por qué ayudas a Cora en esto? ¿Por solidaridad de compatriota o para sacar provecho?
La teoría del chantaje -según Fattush- parece cierta. Diana se repantiga en el sofá, intentando desprenderse del cosquilleo de grato masoquismo que experimenta desde que la otra ha impuesto su presencia. Si su reacción se debe a una añoranza de madre mal entendida, ha elegido un pésimo momento para manifestarse.
– Por las dos cosas. -Sonríe y se echa otro sorbo de whisky al coleto-. No son contradictorias, igual que tu santo y tu profesor.
Yumana añade:
– Sé también que te gusta hacer de detective.
Su incipiente bienestar se desvanece. ¿Conoce la vieja esa otra parte, su búsqueda del o los asesinos de Tony? ¿Hasta qué punto? ¿Y qué importancia tiene?, piensa Diana, con un sentido común que le ayuda muy poco en ocasiones como ésta. Si los Asmar han decidido hacerle daño, dará igual el motivo. Pueden. Fattush tiene razón.
– No creo que con eso te ganes la vida. Recibes regularmente unos nada desdeñables ingresos para alguien como tú, que gastas tan poco en peluquería. Te he investigado, no eres la única que mete sus narices en los asuntos de los demás. Pero un dinero extra nunca va mal, ¿verdad? Un dinero obtenido sin esfuerzo. ¿Qué te ha prometido esa sucia puta? Ni siquiera ha sido capaz de darme un nieto.
Al menos ignora que Cora espera un bebé. O quizá sólo está tanteándola.
Con un rápido movimiento, la matriarca saca de detrás de su espalda un bolso dorado cubierto de tintineantes abalorios y lo agita, mostrándoselo:
– Estas zorras del servicio no hacen más que robarme. Debo llevarlo siempre conmigo, esconderlo.
Le muestra un fajo de dólares, que devuelve al bolso con celeridad. Extrae a continuación un cigarrillo largo y delgado y lo enciende, apretando los dos cojines de colágeno que ocupan el lugar de sus labios. Un sapo que fuma y bebe whisky en taza a las cinco de la tarde. Debajo de las capas de maquillaje y de tiempo hubo un ser humano dotado de ilusiones y esperanzas, reflexiona Dial, voluntariosa, intentando convencerse de que el sapo puede volver a ser princesa. Aunque es muy probable que la princesa fuera peor que esta ruina que tiene delante.
– Quiero ser muy clara contigo. -Exhala una bocanada-. Tú me haces cagar. Cora me hace cagar. Los extranjeros que venís a Líbano para buscar aventuras que no podéis vivir en vuestra tierra me hacéis cagar. Os aprovecháis de nuestro cosmopolitismo, lleváis un tren de vida que no podríais permitiros en vuestro país de origen, corrompéis a nuestros jóvenes con vuestras costumbres licenciosas y, en general, dais mal ejemplo pagando mejor al servicio.
Se escancia más whisky en la taza. Diana tiene la suya vacía pero no se atreve a pedir que se la rellene, aunque bien que lo necesita.
– No deberías estar aquí -continúa Yumana-. No mereces acercarte a nosotros. Pero mi Samir es un débil, como todos los hombres, aunque muy tozudo cuando se trata de admitirlo. He tenido que obligarle a que deje este asunto en mis manos. Las Ghorayeb no solemos permitir que los extranjeros, y mucho menos las extranjeras, se inmiscuyan en nuestros asuntos.
– ¿Lo dices por Israel? -Oh, bien, Diana, por fin vuelves a ser tú, machaca a esa rana inmunda-. Este episodio de espionaje en el que está envuelto tu hijo no es más que el último eslabón de una cadena de traiciones que empezó antes de la guerra civil…
– Deja la taza en la bandeja, estúpida -escupe la mujer-. No has entendido nada. Si el tiempo mata todo lo que amamos, al menos deberías respetar la habilidad libanesa para adelantarnos a la obra del tiempo.
– Es codicia -le espeta secamente Dial-. Odio también pero, sobre todo, codicia. El resto, habilidades que cultiváis con esmero, incluido el asesinato, al servicio de vuestras ambiciones.
– Yo lo llamaría poda estacional -sonríe la otra- pero puedes pensar lo que quieras. En cualquier caso, nuestras traiciones también son cosa nuestra. ¿De verdad crees que a alguien le importa que Israel tenga aquí cien espías más o menos?
– ¿Una estación de telecomunicaciones pagada por los judíos y situada en tierras de Hizbolá? Hay alguien a quien sí le importaría que fuera asunto vuestro. Kamal Ayub, el Anciano. Es muy estricto. Hasta ahora, tú y los tuyos os habéis arreglado para echar tierra sobre el asunto. No así Tony. Quería airearlo. De haberlo hecho, vuestros propios enemigos dentro del partido os habrían desplazado de la cúpula. Ya no sois nadie pero seríais menos.
El batracio se llena de aire, sus carrillos macilentos muestran una súbita coloración carmesí.
– ¡Fuera de aquí! ¡Fuera! ¿Quería satisfacer mi curiosidad conociéndote? -Con furia se plantea la pregunta y con furia se responde-. ¡Pues ya lo he hecho! ¡Piérdete de vista, cretina! Y da gracias a que Yumana Asmar Ghorayeb siga siendo una de las mejores anfitrionas de Líbano, porque en este momento mi servicio de té vale más que tu vida. No lo olvides. Largo. Serge tiene instrucciones para dejarte en donde quieras.
Se levanta Diana, con la musculatura de la espalda rígida por la tensión. Antes de abandonar el salón escucha a Yumana mascullar:
– Putas gafas… ¿Dónde habré puesto las putas gafas?
Emerger al aire libre no mejora la oxigenación del cerebro de Diana Dial, sometido durante la entrevista con Yumana a sensaciones contradictorias que han anulado temporalmente su capacidad analítica. Sólo sabe que debe huir una vez más de una de las propiedades de la familia Asmar, aunque sólo sea para poner su integridad mental a salvo.
«Piensa, Diana, piensa», se exhorta mientras ocupa su sitio en el Rolls, dispuesta de buen grado a atravesar el bosque sin dejar garbancitos detrás, salir de ahí y nunca más volver se ha convertido en su necesidad primordial, ya ni siquiera nota el perfume de la vieja en el coche. Serge no habla, pero Dial no se lo agradece, su silencio no es una ventaja sino un factor amenazante más. Maldita sea, cómo echa en falta a Georges y una buena charla con él acerca del carácter libanes, los precios de los coches de segunda mano o el estado de las finanzas de su hermana, la que vive en Dubai.
En el exterior ha oscurecido y fogonazos de luz procedentes de coches que vienen a toda velocidad en dirección contraria desvelan fugazmente el inhóspito paisaje. Lo mejor que puede hacer es serenarse y no poner nervioso a Serge, porque lo único que ella necesita, lo único, se repite, es volver a las luces de Beirut, recuperar bajo sus pies el asfalto desigual de la ciudad, reconocerse en edificios inconfundibles por sus mellas o sus oropeles. En definitiva, dejar atrás al lobo.
Nada de histerismo. Nada de información, tampoco, para los oídos de Serge, que sin duda son finos y se esmeran en cuchichearle a Yumana cuanto recolecta en el exterior. Nada de llamadas telefónicas, por consiguiente. Ni siquiera usará su pulgar diestro para enviarle un mensaje a Fattush. No buscará la voz de Salva, su distanciamiento de forense, que es lo que más necesita en este momento de asquerosa deserción de fuerzas.
Cuando desembocan finalmente en la autopista y se zambullen en el denso tráfico que se arrastra hacia la ciudad, Diana suelta un gemido y comprende que ha permanecido todo el rato apretando los dientes. Le duele la mandíbula.
Se siente ridículamente agradecida hacia los ocupantes de los coches que se apretujan en torno al Rolls, proporcionándole una fantasía de seguridad. Saluda a los exhaustos niños que pegan su rostro a los cristales, a los padres hastiados, a los bebés dormidos. Saluda y sonríe.
A la escueta pregunta de Serge de si desea volver a casa, responde que tiene una cita para ir al cine y le pide que la deje en el centro Sofil. Una vez allí, y mientras el vehículo se aleja y Serge aún puede verla por el retrovisor, Diana se queda en la puerta contemplando su reloj, mirando alrededor como si buscara a alguien y sintiéndose cobarde y cretina. En cuanto el otro se pierde a lo lejos echa a andar, sintiendo el rostro acariciado por la brisa que huele divinamente a combustible adulterado. A cada paso se siente más ligera, porque se sabe más cerca del Café de los Espejos. Necesita un lugar en el que sentirse segura para telefonear, tomar apuntes y pensar. Pensar.
El cuaderno de notas, abierto sobre el mármol del velador. Sabe que la sesión de fuegos de artificio que le ha dedicado la vieja no le ha resultado totalmente improductiva, pero desconoce qué claves puede extraer de su frívolo parloteo. ¿Qué le ha dicho Yumana Asmar? ¿O qué no le ha dicho?
Recupera la serenidad en el local amigo, entre olores sedantes -a tabaco de narguile, a cartas usadas, a café recién hecho-, sin gente alrededor. Es domingo y esta zona de la ciudad languidece a partir de mediodía. Un par de camareros secundarios charlan en voz baja con la cajera. Diana siente el estómago revuelto por el whisky bebido en taza y, para compensar, ordena una infusión de granos de anís servida en vaso largo. El líquido caliente la reconforta.
Yumana exhibe su maldad ante mí, satisfecha de su banalidad. ¿Por qué? Es evidente que quiere intimidarme, pero no puede evitar regocijarse con la representación, y su propósito inicial se diluye en naderías. Se aburre, ella misma lo confiesa. No le importa pasar por despiadada. Lo es, le gusta serlo. Y no tiene demasiadas ocasiones para vanagloriarse de ello ante una extranjera. Sólo al final de nuestro encuentro su animadversión suena más enérgica, pero no acaba de formular una bravata concreta.
Aunque eso no es del todo cierto. Para Yumana Asmar, considerar la vida de Diana menos valiosa que su servicio de té debe de constituir toda una declaración de principios, por no decir una sentencia.
Cavila y prosigue:
La amenaza queda diluida a causa de sus excesos verbales, pero existe. Vamos, Diana. Hay más. ¿Qué ha comentado acerca de Cora? Que es tonta del culo. No, eso lo he dicho yo. Que es como un grano en el culo.
Se detiene y repite en voz alta:
– Reventarse un grano del culo no requiere más que un pequeño tajo.
Marca el número de Cora. ¡Es ella quien está en peligro! Al menos, ella es la primera. Si los esbirros de los Asmar han investigado bien sabrán que es la viuda quien puede denunciarles. Quizá sospechan que guarda copia de los documentos comprometedores. La propia Diana sospecha que la joven le mintió en este aspecto. ¿Cómo no iba Tony a dejarle un juego de pruebas para salvaguardarse, en caso de que su entrevista saliera mal? Los Asmar no ignoran que Cora es el verdadero peligro. Sin ella, Diana Dial sólo tiene agua entre las manos. Sería la palabra de una extranjera contra la de una respetable familia maronita.
Vamos, vamos, coge el teléfono. Responde, necia e insensata Cora. Te has metido en un berenjenal y vas a pagarlo muy caro, muñeca.
Pero la otra no responde y Diana le deja un mensaje pidiendo que le devuelva la llamada con urgencia. «Vida o muerte», teclea.
Tampoco Salva contesta a sus llamadas. Un inmediato dolor de corazón -como si le quitaran los puntos de una herida todavía tierna-, y un pensamiento insidioso. ¿Están juntos ahora mismo el profesor y la viuda? ¿Existe entre ellos una complicidad mayor que la que une a Salva con Diana? ¿Intercambian confidencias, consejos, mientras ella se preocupa y espera, anhelante, la hora de la cena, la compañía benéfica de su amigo?
«Concéntrate en tu condenado cuaderno.»
«Ni tú puedes ya intimidarnos.» He aquí una frase de Yumana Asmar que debería analizar con especial cuidado. ¿Qué ha ocurrido entre la visita de Diana a Samir y la entrevista de esta tarde? Suena el teléfono y a Dial casi se le cae, en su precipitación por responder.
Es el inspector Fattush, interesándose por su conversación con la vieja. Diana se la refiere con pormenores, y eso la tranquiliza, en parte.
– No creo que yo corra peligro, ha sido una bravuconada -dice la periodista, más para convencerse que para convencerle-. Me detesta, pero creo que se ha limitado a meterme miedo a su modo, formaba parte de la ceremonia. Cora es la próxima víctima. Seguro que tiene copia de las pruebas, aunque nos lo haya ocultado.
– Intentaré encontrarla. Otra cosa -añade el inspector-. He localizado al tal Tariq. Trabaja con clientes particulares. Sobre todo clientas, tú me entiendes. Además, por las mañanas está de profesor de natación en el hotel Sun Beach. Tiene mucho éxito con las mujeres ricas. ¿Quieres su teléfono? Aunque no creo que ese tipo nos aporte nada.
Apunta Diana el número de móvil del masajista, pero Fattush tiene razón. Es un personaje irrelevante.
La periodista pregunta:
– Repítelo, amigo. Dime de nuevo por qué se mata en Líbano, dejando a un lado la política.
– Por lo mismo que en todo el mundo. Amor, dinero. Pasión, codicia. Celos, ambición.
– Hay otro móvil. Aquí como en el resto del planeta.
– ¿Encubrir otro crimen?
– Exactamente, inspector.
Se despiden, después de que Fattush insista en que se pone inmediatamente a buscar a la viuda. Diana vuelve a sus notas. «Las servilletas sobrantes caen por sí solas de su soporte», escribe, recordando la intuición que ha tenido esa misma mañana.
Suena el móvil y es Nessim Blazer, el abogado de Neguezt. Su voz suena ceremoniosa pero urgente.
– Tengo que rogarle que olvide a nuestra amiga. Ha tenido que abandonar sus planes. Ya no trabaja para la señora Asmar joven, sino para la señora Asmar vieja. Acaban de comunicárselo, ni siquiera puede regresar al apartamento para recoger el uniforme.
– ¿De quién partió la orden? ¿De Yumana?
– La joven viuda la llamó para comunicarle que no la necesitaba y que su suegra tendría la bondad de hacerse cargo de ella. Mi representada tiene mucho miedo a perder su empleo.
– Bueno, en realidad Neguezt no me dijo nada demasiado relevante -le tranquiliza Diana-. Que Cora Asmar fuera infiel o no es algo que, a la luz de mis nuevos descubrimientos, carece de la menor importancia.
– Entonces, mejor. ¿Sabe ya quién mató a Iennku y Setota?
– Tengo bien fundadas sospechas -replica-, pero ninguna prueba. Le llamaré en cuanto lo solucione.
Antes de cortar, escucha a Nessim pronunciar un fervoroso «Dios lo quiera», en árabe.
«El Señor te los da, el Señor te los quita.» Diana recuerda el comentario de Yumana Asnar al referirse al atentado en el que el pasado lunes perdió la vida su hijo. Dios va de boca en boca, como una mala reputación.
Matar es fácil para quienes creen contar con Dios en su bando. A las víctimas sólo les queda esperar que ese Dios les conceda, muy de tarde en tarde y con cuentagotas, un poco de justicia.
Son más de las nueve cuando Salva le envía un mensaje: «Nos vemos directamente en Le Pécheur, a las diez. Reunión inesperada con el director, luego te cuento. Nada de menú fusión.»
Tampoco el restaurante está muy animado y Diana ocupa una mesa junto a uno de los ventanales. Agitado, el mar rompe en oleaje contra los cristales. En otro momento le habría parecido un estimulante mensaje de la naturaleza, ahora se lo toma como una agresión personal. Pero es la mejor mesa y el maître no entendería que la despreciara y prefiriera refugiarse en un rincón. Además, Salva llegará pronto.
Salva, con sus chismes académicos, su sentido del humor, que tanto la hizo disfrutar en tiempos que ahora parecen remotos.
Se retrasa. Diana se entretiene hablando con el dueño, aspirando una pipa que el narguilero se ha apresurado a preparar al verla aparecer.
Todo parece igual y nada es lo mismo.
Sin embargo, su angustia se borra cuando ve entrar a Salva en el local. Irradia buen humor, seguridad. Se dobla, sonriente, y coloca un beso en su cuello, sin abrazarla pero presionando con la cabeza, como un crío. Diana siente una oleada de ternura que también podría sacudir los ventanales.
– Tengo un hambre de tigre -dice el hombre-. Vamos a escoger.
Se acercan al expositor.
– ¿Crees que ese mero está fresco? Nunca recuerdo si los ojos tienen que estar rojos o blancos.
Piden vino, brindan.
– Me han hecho una oferta para regresar a España -informa Salva.
Sorprendida, Diana inquiere:
– ¿Vas a enseñar español en España? ¿O árabe? Lo primero resulta improbable y lo segundo, ruinoso. Hoy en día todo el mundo quiere aprender chino mandarín.
El otro se echa a reír:
– No sería poco apropiado enseñar castellano a mis compatriotas, tal como usan la lengua… Podría empezar por los políticos, seguir por los periodistas… No, no es eso. Se acabó dar clases. La Morada Árabe. La directora actual se va de embajadora a Siria. He sido recomendado por las más altas instancias de la Fundación para sustituirla.
– ¡Eso sí que es un notición! -Diana hace cábalas rápidamente. Después de Egipto tiene previsto volver a Barcelona, al menos por una temporada. Hallándose los dos en España, podrán verse a menudo.
– ¿Qué te parece?
Al preguntar, Salva cubre la mano izquierda de Diana con su derecha, un gesto que hoy le resulta especialmente reconfortante, aunque advierte algo maquinal en él.
Se miran mutuamente durante unos instantes. Los ojos de Matas no reposan en los suyos. Hay algo detrás, algo que se le escapa. ¿Emoción ante el cambio de vida? Lo ve retroceder hacia sus pensamientos, al tiempo que rompe en un discurso acerca de la mudanza inminente, la persona que va a sustituirle…
– Ha sido muy rápido -afirma-. Voy a largarme antes que tú.
– ¿Y el libro?
La contempla, desconcertado, como si no se acordara.
– Ah, sí. El libro -suspira-. Los cristianos de Oriente. Tendrá que esperar. Te parecerá raro, pero estoy impaciente… Las perspectivas…
Sigue un monólogo cuya emoción no remite a las personas que deja, a la ciudad que abandona. Lo que Diana escucha con desolación creciente es la perorata que puede esperarse de alguien recién elegido para un cargo, de alguien que ya siente desapego hacia el pasado inmediato… ¿Es éste su amigo? ¿Quién fue su amigo?, se asombra la periodista, repentinamente fría como un carámbano. ¿Cómo es posible que no le pregunte por sus pesquisas, después de haber defendido con tanta insistencia la causa de su amiga Cora? Por lo que a Salva respecta, piensa Dial, ella podría haber pasado los últimos días adiestrando delfines. ¿De qué clase de material está hecho Salvador Matas?
Diana comprende que ya no desea contarle a su amigo -¿lo es?- lo que le ha ocurrido, ni su conversación con la vieja, a la que tanto partido le habrían sacado en otros tiempos, aunque fuera en su vertiente anecdótica.
Salvador Matas ha mantenido siempre sus puertas y ventanas clausuradas, y por eso ella se ha visto obligada a observarlo a hurtadillas, a aventurar, inventar, cavilar… Hasta la consunción. Así es como se siente: helada por agostamiento. Ya no le cree. Su brillantez no compensa su falta de chispa humana. Le ha pillado en mentiras estúpidas, como la noche en que cenaron en su piso y le dijo que no había visto a Cora. Le ha sorprendido babeando ante los encantos de Ali, el efebo de Carlos Cancio. Posee la versión de Salva según el embajador, la suya propia… Incompletas; ni siquiera eso: esbozos. Demasiado y demasiado poco.
Podría perdonárselo. Incluso eso, podría perdonárselo. Si no fuera porque él nunca le ha dado nada propio. Esa transacción mínima que los seres humanos debemos consumar para facilitarnos la convivencia, para él carece de sentido. Lo que da no es suyo, no es íntimo, no es hondo. Pertenece a su profesión, a su papel en la escena. Es mero mobiliario, coreografía. Da las horas como un reloj, porque eso es lo que se espera de un reloj. Pero no siente el tiempo de los otros.
Si el hombre que tiene delante le preguntara por sus indagaciones -lo que parece improbable, pues sigue enfrascado hilvanando planes-, ya no le contaría la verdad. Ya no cree en él. Y no es sólo por celos de Cora o de Ali, no hay nada sexual, por fin -el descubrimiento la abruma- en su desilusión. Comprende, y sabe que este conocimiento la marca para siempre. Lo que tiene sentado ante ella es un organismo humano indefinido, enfundado en una vida de funcionario. El honrado servidor público que aparenta ser -y que también es, concede Diana-, el profesor, alguien a quien le interesa mitigar la ignorancia ajena, estimular el conocimiento… Tal es su fachada, no su verdad. La vocación, revocada a cal y canto como disfraz. Como tarjeta de presentación que le sirve para ejecutar sus encantamientos en sociedad.
Una sombra en la vida de los otros, un visitante. Alguien que nunca se entrega. Suple esa carencia prestando atención, hasta el punto de que resulta casi imposible descubrir la diferencia. Sus análisis detallados, sus pormenorizadas alegorías ocultan a Salvador Matas, alguien que difícilmente muestra compasión.
Recuerda Dial la frase que le escuchó hace poco: «Que la gente resulte tan fácil de matar no deja de ser un aliciente más.» Si no pudieran achacarse a su cultivado sentido de la ironía, ¿no serían ésas las palabras de un sociópata?
La ternura que ha sentido al verle se ha estrellado contra él, contra su rígida corteza, y le ha sido devuelta, transformada en recelo. Como el oleaje de ese mar que estalla en las vidrieras.
Intenta sacudirse de encima el alud de nuevas sensaciones y retoma el asunto que la preocupa:
– ¿Sabes algo de Cora? No contesta al teléfono. Le he dejado varios mensajes, y nada.
Salvador se encoge de hombros.
– No nos hemos visto mucho últimamente. Creí que estabais en contacto.
– Fattush la busca para ponerla sobre aviso. Tengo serios motivos para pensar que los Asmar quieren hacerle daño.
– Eso no es nuevo -apunta Matas.
– Me refiero a daño de verdad, a suprimirla para que no cuente lo que sabe. Igual que se deshicieron de su marido. Ignoran que está embarazada, y eso puede ser incluso peor. Al menos, respetarían su vida para quedarse con el niño.
Matas hace una seña al camarero y le pide que traiga los postres. Luego la mira, sonriente:
– ¿No te lo dijo? -Sacude la cabeza, como si censurara cariñosamente el descuido de Cora al no tenerla al corriente-. Fue una falsa alarma. ¡No está embarazada! Se ha quitado un buen peso de encima.
Pero ya llega el mozo con un par de bandejas repletas de parafernalia golosa.
– Preñada o no -insiste Diana-, debe esconderse. Quizá ya lo ha hecho. Puede que esté con su amante. Pero necesita más protección.
– ¿Su amante? -El hombre se limita a enarcar las cejas, pero por primera vez Dial siente que hay calor al otro lado de la mesa, una emoción que brilla levemente detrás del muro-. ¿Qué amante?
¿Celos o curiosidad?
– Tariq, naturalmente -responde la mujer-. Supongo que le conoces. Resulta que es una celebridad entre las damas. Tariq el masajista, el entrenador físico, el profesor de natación, el chulo.
– ¿Eso es lo que le contó el embajador?
– No, Ramiro no fue tan claro, ya te lo dije. No pronunció su nombre, se guardó esa baza para un próximo encuentro. Lo de Tariq lo sé por otra fuente.
– ¿Otra fuente? -La sonrisa de Matas es burlona-. Te felicito.
Diana no responde. Piensa en Neguezt y en lo mucho que le habría gustado relacionarse más con la etíope. Mala suerte. Si se acercara a ella sólo conseguirá perjudicarla. Hay otras formas, aparte de morir en un atentado, de ser víctima colateral. Dial no desea contribuir a que Neguezt pague con su empleo el precio de su investigación. Trabajar para Yumana o para Cora, ¿qué diferencia puede haber? Que la expulsaran de el país, ése sería su castigo.
Lo cual le recuerda a su criada filipina. Se tragará su orgullo y le pedirá a Ramiro de la Vara que mueva sus influencias para conseguirle un visado. Será agradable tenerla en Egipto. Una temporada en Luxor. Olvidar Beirut y todo esto.
Suena su móvil. La realidad. Fattush.
– ¿Has encontrado a Cora? -le pregunta.
– No, pero el embajador ha aparecido muerto en su bañera. Ahogado. Estoy en camino hacia la legación, ¿quieres que te recoja?
– Voy por mi cuenta.
Penetran en la embajada por la puerta posterior, la del consulado, ahorrándose el alboroto que reina en la entrada principal y en el jardín. El edificio aparece iluminado como en las noches de fiesta, sólo que ahora los focos se le antojan a Diana tan ominosos como los de un campo de prisioneros.
El inspector les está esperando. Salva se ha empeñado en acompañarla, y Fattush ni le saluda. Expedita el paso hacia una oficina contigua a la ventanilla en donde se reciben las peticiones de visados, un pequeño espacio dotado de una insulsa mesa, cuatro sillas desparejas, alineadas en la pared bajo un retrato del rey Juan Carlos I, y varios archivadores arcaicos.
Fattush se dirige a Diana ostensiblemente, desdeñando a Matas:
– Lo que voy a decirte sólo te concierne a ti.
La mujer se encoge de hombros, impaciente. No es momento para tontas rivalidades masculinas.
– No importa. Suéltalo.
– El forense acaba de examinar el cadáver. No me dejan intervenir. Territorio español y todo eso. Se están entendiendo directamente entre tu cancillería y mis superiores. Supongo que desean sofocar el escándalo.
– ¿Cómo ha muerto? -interviene Salva.
Sin mirarle, el policía le explica a Diana:
– He podido asomar la cabeza. Un espectáculo. Ahogado en su bañera mientras fumaba un narguile cargado con hachís. Un vaso caído, una botella de whisky casi terminada. El baño y el dormitorio, inundados…
De poco le sirvió su colección de cruces, rumia Dial, no sin compasión hacia el pobre infeliz cuyo cadáver está siendo manipulado en el piso de arriba.
– Ese hombre era un peligro diplomático -sigue Fattush-, estaba fuera de sí, todo el mundo lo comenta. Y lo que es peor, los asuntos de la embajada marchaban manga por hombro. En los últimos días la situación se había deteriorado. Para empeorar las cosas, el consejero está de vacaciones en Madrid, y el secretario de embajada se encuentra en el sur, visitando la base española de la Finul, junto con el agregado militar. Ya les han avisado. -El inspector reflexiona antes de continuar-: Por lo que me han dicho mis fuentes, en la embajada todos temían que De la Vara acabara mal. Le habían perdido el respeto hasta los guardias de la puerta, que en los días de fiesta se ausentaban cuando les daba la gana. Hoy mismo sólo estaban en la entrada principal dos libaneses. Nadie guardaba este otro acceso.
– ¿Qué dice el forense?
– Ahogamiento. Le resulta difícil establecer la hora de la muerte. El grifo del agua caliente ha manado sin parar. Debido a ello, la temperatura del cuerpo presenta alteraciones… Tiene la piel llagada por las ampollas.
Sentados contra la pared, cabizbajos, parece que también ellos esperen el obligado interrogatorio previo a la consecución de un sello en el pasaporte. Dial piensa que, en efecto, podrían encontrarse en cualquier rincón de cualquier ministerio u organismo oficial de su país. O de cualquier país.
Si no fuera por ese viejo loco muerto en su bañera.
– ¿Va a haber autopsia? -pregunta ella.
– ¿Tú qué crees? No. Muerte por paro cardíaco, lo más conveniente. Su hijo mayor, que es director general de no sé qué institución oficial, ya está en camino. Viene en un Hércules desde Madrid, con el consejero. Mañana, a mediodía, se le dispensará un breve homenaje póstumo en el jardín, y a volar. A volar en féretro sellado.
– ¿Quién ha encontrado el cadáver? -inquiere Diana.
– Felicio, el mayordomo, cuando se disponía a apagar las luces de la residencia, al poco de regresar de su día libre. Vio que del artesonado del salón caían gotas. Subió corriendo y se encontró con los aposentos inundados y el cuerpo en la bañera.
– ¿A qué hora fue eso?
– A ver… Ahora son las doce y cuarto. Hace menos de una hora. Parece que el embajador solía dar libranza a todo el servicio cada dos por tres, y que aprovechaba para traerse prostitutas. Creía que nadie se enteraba, pero era un secreto a voces entre el personal.
Diana Dial le confirma a Fattush esa peculiaridad de Ramiro de la Vara con los criados.
– Les daba fiesta incluso cuando no esperaba a rameras, sino a una incauta como yo. ¿Crees que alguna de esas damas de alterne habrá sucumbido al impulso de hundirlo en la bañera? Yo no lo hubiera dudado, de haber tenido la oportunidad.
– No, con su volumen físico tendría que haber sido un transexual campeón olímpico de halterofilia. -Fattush sonríe ante su propia ocurrencia.
Diana se levanta y se pone a dar cortos paseos reflexivos alrededor de la mesa, mientras se golpea el estómago para calmar los crujidos que nota por dentro. Otra vez lo que Joy llama el presentimiento.
– No me gusta. Aunque, pensándolo bien, tiene su lógica. ¿Quién va a matar a un tipo inofensivo como De la Vara?
Observa que Salva la contempla con curiosidad. Él no la ha visto nunca en acción, tal vez esté impresionado.
– Recuerdo que Georges me contó algo acerca de los GEO de la escolta -continúa-. Se quejaron a Madrid. Temían que su propensión a meter mano a toda mujer que se le ponía por delante acabara metiéndolos en líos.
– ¿Insinúas que le ha matado un marido celoso? -inquiere Fattush, francamente divertido-. ¿A esa foca? El hecho de que usara furcias significa que, por escandaloso que resultara su comportamiento en público, es improbable que tuviera éxito. Contigo no lo tuvo.
– En efecto -concede Diana-. ¿Qué dicen los que guardan la puerta?
– Hoy eran los libaneses, ya te lo he dicho. Aseguran que no ha venido nadie.
– ¿Y tú les crees? ¿Mantuvieron la guardia todo el rato o aprovecharon para relajarse un poco?
– ¿Y eso qué importa? -El policía esboza un gesto de desaliento-. Ni tú ni yo tenemos vela en este entierro.
Fattush se levanta, dispuesto también a dar paseitos, y Dial comprende que uno de los dos tiene que volver a sentarse, dado el reducido espacio del que disponen. Lo hace ella, no sin fijarse en la mirada irónica que le dedica Matas.
Es muy tarde cuando regresa a su apartamento y se encuentra exhausta. Aunque no tanto como para no ver que alguien ha cambiado de sitio la camita de Yara. No puede haber sido la propia Joy, en una visita inesperada a la casa porque, además, la cuna está volcada.
Es una amenaza. Se dirige a la cocina, se llena un vaso de whisky, se pone una camiseta y se acuesta sin desmaquillarse ni cepillarse los dientes. Antes de dormirse le envía un mensaje a Fattush. «Me han hecho una visita de cortesía, pero no te asustes para que no me asuste. Déjame dormir. Hablamos mañana.»