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Lunes, 5 de octubre de 2009

Faltan muy pocos días para que Diana Dial, asomada a un mirador que da al Nilo en la villa que Lady Roxana posee en Luxor, reconozca que fueron el azar y la tan denostada frivolidad beirutí los factores que la condujeron a solucionar el caso Asmar.

Por ahora asiste a la culminación de la ceremonia de despedida que se le tributa a Ramiro de la Vara en el patio de los naranjos de la embajada.

Contra la claridad de la mañana, los muros de piedra caliza que delimitan el patio parecen volúmenes dispuestos en torno a los asistentes como descomunales piezas de Lego. La arquitectura puede desmoronarse, reflexiona Diana, si la atmósfera, límpida aunque sólo se encuentran a unos 400 metros de altitud respecto a la ciudad, se carga con una sola alabanza más acerca del finado. El discurso de cierre recaé en el patriarca maronita, con quien el embajador mantenía lazos de amistad. El anciano, casi centenario y refulgente en su púrpura, canturrea tal letanía apologética, mezclando las cualidades del muerto con los inapelables designios de Dios, que la periodista teme que la función pierda su carácter de sentido adiós y acabe convirtiéndose en una oda política de las que el prelado acostumbra a perpetrar durante sus excesos patrióticos dominicales. «Irreparable pérdida del mejor cristiano y amigo de nuestro país en la cristiana España, solidario con la persecución a que somos sometidos los creyentes en Nuestro Señor.» Por fortuna, con esto termina y los asistentes inician la dispersión con urgencia de figurantes de opereta. Demasiadas honras fúnebres para una sola semana.

Salva y su grupo, todos pertenecientes a la nómina de la Fundación Quijote, forman un apretado pelotón. Al mirarles, Diana comprende que, en parte, lo que la ha desazonado durante los últimos días, ese pensamiento de estar perdiéndose algo que podría resultar importante, tiene que ver con esa gente. Ahí está Matas, formando bloque compacto con el director y otros cargos de la casa, así como algunos profesores. Dial ha cometido el error de ignorarlos, de juzgarlos a través de Salva, de permitir que su voz burlona y sus descripciones de los otros, tal vez inventadas, afiancen ante ella una imagen que probablemente no corresponde a la realidad. Él cierra sus puertas respecto a sí misino y cuelga carteles que engañan sobre los demás, envoltorios. Como esos gigantescos embalajes beirutíes, lonas pintadas con anuncios de falsos mundos que detienen la revelación de la verdad. Comprende Diana que su desconocimiento es total. De ellos, de él. Total e irremediable.

Es tarde. Ya no le importa. Quiere resolver este asunto y partir. Quedar en paz con las víctimas etíopes -y de paso, con el hijo tonto de los Asmar y con su alocada viuda- y abandonar Beirut. Irse deprisa, sin mirar atrás.

La cuna de Yara. Nada le ha dicho a Joy esta mañana del panorama que halló en su piso la noche anterior, pero le ha pedido prestada a la criatura y la ha tenido un rato en brazos, cantándole nanas cuyo recuerdo le ha venido de muy lejos, sin forzarse. Luego le ha prometido a la joven filipina que arreglará lo de su visado de una manera u otra. «Es posible que no puedas viajar al mismo tiempo que yo, pero nos veremos en El Cairo, eso te lo aseguro. Lady Roxana tiene contactos con gente cercana a Mubarak. Además, vete pensando en venirte a Barcelona más adelante. Con la niña, con Mohamed, si todavía no te ha repudiado. Este país se ha puesto insoportable.»

No es Líbano lo que ha cambiado, sino su percepción. La aventura se ha oscurecido. Se lo ha confiado esta mañana al inspector Fattush, que la ha llamado a primera hora, interesándose por su seguridad: «Tengo miedo y siento asco», le ha dicho Diana. Han quedado en verse en la ceremonia, pero el hombre no ha comparecido.

Los miembros de la legación y algunos empleados se arremolinan en torno al ataúd de caoba y al hijo del difunto. Ramiro de la Vara y de Oyarzun es una réplica de su progenitor, con treinta años y veinte kilos menos, sudoroso y como aprisionado por su terno gris marengo más adecuado para el otoño madrileño que para el beirutí. Diana se le acerca y musita una frase de pésame.

– Pobre papá. -Ramirito la abraza efusivamente-. Tenía sus cosas, pero era muy buena persona. Me hablaba muy bien de ti, sé que te quería mucho. ¡Morir en la misma semana que su amigo Tony! ¡Qué casualidad! Seguramente le ha matado el disgusto. Pero descansa en paz, abrazado a su cruz predilecta, la que perteneció a Rasputín.

Contempla Diana con no poco escepticismo al hombre adulto, y sin embargo tan infantil en su pomposidad, tan desvalido dentro de su inflado ego, preguntándose si, al suponer un vínculo entre las dos muertes, no actúa con sabia intuición. La idea germina a suma velocidad en el cerebro de la mujer -Asmar y De la Vara, muertos por la misma razón-, produciéndole instantáneos y dolorosos pellizcos en el estómago.

No, reconoce Diana. Los pellizcos se han presentado antes, durante los parlamentos. Exactamente al registrar, sin ser consciente de ello y mientras, aburrida, observaba a los asistentes, que las dos únicas personas ausentes en el acto son dos importantes módulos del rompecabezas: Cora Asmar, la viuda de su gran amigo, y su amante y masajista, Tariq.

Recibe la llamada de Cora mientras se dirige al Audi de Georges, quien aguarda con la puerta que corresponde a su asiento abierta.

– ¡Por fin! -casi grita Diana-. ¿Dónde te has metido? ¡Tengo mucho que contarte, he visto a tu suegra y está que arde!

– Calma, calma -susurra la viuda-. Escucha, es muy importante que me prestes mucha atención. Tienes que entender…

– Escúchame tú -interrumpe la periodista-. Corres peligro. Y yo también. Ayer entraron en mi casa y me dejaron un mensaje muy poco agradable.

– Cálmate -repite la otra.

Esa histérica le recomienda calma. A ella. Dial se apoya contra el muro exterior de la embajada, haciéndole un gesto al chófer para que él también se tranquilice y siga esperándola.

– No sé qué se trae la vieja entre manos pero me parece que se le ha ocurrido una solución nada agradable para quitarte de en medio. A mí ya me han mandado un aviso, y no me ha hecho ninguna gracia.

Lo ha dicho con voz lenta y firme, buscando afianzar su superioridad sobre la otra. Pero ni siquiera conoce su paradero.

– ¿Dónde te has ocultado? -pregunta.

– Eso es cosa mía. -Cora suelta una risa corta y seca-. Todo es cosa mía. Has hecho un buen trabajo y te lo agradezco. Te mandaré un cheque. Pero ahora quiero que lo dejes, ¿me entiendes? Que lo dejes.

– Una cosa es tener miedo y otra dejarse vencer -argumenta Diana-. Si estás escondida y no quieres decírmelo, vale, me parece bien. ¡Pero dejarles en paz! ¡Tienen que pagar por su crimen! ¿Qué es lo que ha ocurrido para que cambies tan radicalmente?

– Puede que el hecho de no esperar un hijo. -La otra vacila, como si ella misma buscara explicaciones-. Fue una falsa alarma y, contra lo que pensaba al principio, me parece que me he quitado un buen peso de encima. En cuanto pueda me largo de este país, y que les den por culo a todos los Asmar.

– ¿Y la escena con la que me obsequiaste? Que si mi Tony, que si mi venganza… Oye, el miedo es libre, dímelo a mí que fui reportera de guerra. Pero de eso a permitir que los asesinos queden impunes…

– Ay, hija, qué quisquillosa. Ya te he dicho que te mandaré un cheque por las molestias. ¿O prefieres una transferencia directamente a España?

Diana distingue en el tono de su interlocutora una nota de aburrimiento. Estalla:

– ¡Ya te dije que yo no cobro nunca, idiota! -Tiene razón la vieja Yumana, a esta cretina hay que llevársela por delante-. No en dinero.

– ¿Qué pretendes? ¿Cobrar en lingotes?

– En justicia, Cora. Yo cobro en justicia. O, por lo menos, descubriendo a los culpables.

Y cuelga. Ha llegado el momento de hacerle una visita al tal Tariq. Antes, telefonea a Fattush para contarle lo de la viuda.

– Pánico -resume el otro-. No todo el mundo posee tus agallas. ¿O debería llamarlo inconsciencia?

– ¡Menudo escándalo! Lo han tapado como han podido, ¿no es cierto? ¡El gordinflón descansa en paz, sí señor, y el whisky también!

Al volante, Georges se troncha como un adolescente que acaba de contar un chiste guarro. Diana le hace notar lo irrespetuoso que le parece que hable así de un muerto, y más aún saliendo de la ceremonia.

– Pobre hombre -murmura, remilgada, aunque a ella también se le ocurren un par de comentarios soeces-. En el fondo era una buena persona.

– Lo siento. Estaba recordando lo que pudo haberte hecho la otra noche -se disculpa el chófer.

– Hay que perdonar -concluye Dial, tajante.

Pero siente un escalofrío al pensar que la figura grotesca -y sudorosa, palpitante: viva- que la noche del sábado la aplastó contra su camilla de masaje se encuentra ahora encerrada en el interior de un ataúd.

– Así es la vida. Un día estás y al otro ya no estás -comenta Georges, con voz de circunstancias.

Diana telefonea al hotel Sun Beach y pregunta si ese día el entrenador de natación tiene clase. Le indican que se encuentra en la piscina con sus alumnos y que su trabajo finaliza a la una.

Georges, que la ha escuchado hablar con su oído atento -y cotilla-, no le pregunta adónde se dirigen. Anticiparse a sus deseos es una de sus muchas cualidades de doble filo, y le basta escuchar un nombre -el de una calle, el de un edificio- para salir disparado hacia el lugar.

Vira a la derecha para ir a la Corniche -en cuyo inicio se encuentra el Sun Beach- por el viejo puerto, un camino que Diana ama especialmente porque, a su vera, quedan vestigios del Beirut antiguo. No el de los fenicios ni el de los romanos, sino el Beirut inmediatamente anterior a los años setenta, a una guerra civil que cortó en seco su desarrollo, un Beirut avanzado para su tiempo y su espacio, que se vio detenido para siempre. Luego vino el salto al vacío, y el consecuente vaciado de alma.

A su derecha, apenas visible a los ojos del viajero que sólo se fija en los nuevos edificios, Dial avista una pequeña ensenada natural en la que todavía quedan rastros de pescadores, cuyos aparejos en pésimo estado se ven sitiados por materiales de derribo e ingentes cantidades de deshechos. Algunas veces, Diana y Georges se han acercado hasta aquí, al amanecer, para comprar pescado del día en una lonja clandestina improvisada por supervivientes de cotidianas catástrofes. En la orilla, desperdicios de múltiples procedencias conviven con las humilladas barcas que todavía se hacen a la mar, una mar pringosa a cuya vera se sientan los hombres con sus pipas y sus tés calientes, en tresillos de gomaespuma rescatados de los basurales.

Cuando entran en Beirut y recorren la introducción a la ciudad formada por talleres de reparación de neumáticos, Diana se da de frente con la irrealidad del gran complejo portuario construido después de la guerra. El coche atraviesa una explanada, Georges realiza las maniobras de rigor para acceder a la ruta adecuada y, de pronto, ahí está la ciudad de las postales. Cosmopolitas hoteles, zorras de lujo y farmacias en donde mujeres con el pelo cubierto venden condones y Viagra sin hacer preguntas.

El hotel Sun Beach es un establecimiento de lujo, aunque no el más espléndido de la zona. Esa insignia sigue luciéndola el Phoenicia, de restringido acceso. Sin embargo, el Sun posee la mejor piscina al aire libre de la ciudad, construida de tal forma en la azotea que uno puede chapotear en sus aguas, fijar los ojos en el horizonte y sentirse como un pez en el Mediterráneo.

En cuclillas al borde de la piscina, luciendo un ajustado bañador tipo bóxer azul oscuro, se encuentra el hombre al que Cora Asmar se tira cuando le viene en gana. Es el monitor de natación más esplendoroso que a Diana Dial le ha sido dado contemplar en los últimos años. Es moreno como el pan recién tostado, e igualmente apetecible. Crujiente. Ni siquiera el fino y anticuado bigotillo y la recortada perilla menguan su encanto. Se le ve a gusto, jovial, con los ojos brillantes y los dientes blancos y afilados, feliz como un lobezno juguetón mientras ayuda a media docena de niños de entre seis y cuatro años a realizar ejercicios agarrados al reborde. Cuando Diana llega hasta él, no sin temer pegar un resbalón y caerse en la piscina con su traje pantalón de hilo y sus mocasines crema; es decir, no sin temer -como una hembra madura- hacer el ridículo ante el joven macho, Tariq levanta los ojos y le dirige el tipo de mirada que un hombre que desea agradar tiene siempre a mano. O a ojos.

– ¿No deberían estar en el colegio? -pregunta ella, señalando a los niños.

– Son hijos de los clientes del hotel.

Diana se queda mirándole, de arriba abajo, sin cortarse. Con el tipo de mirada que una hembra madura puede dirigir a un joven macho.

Ha venido a por información y se encuentra con esta propina. Una buena vista, y no se refiere al paisaje que se divisa desde la terraza del Sun.

– Termino en diez minutos -le notifica él, después de consultar un reloj de pulsera sumergible cuya esfera es casi más grande que su muñeca-. Puede esperarme ahí.

La facilidad del contacto hace que Diana suponga que el gimnasta está habituado al trato con alumnas potenciales. De natación o de lo que sea.

Le señala una tumbona pero la periodista prefiere no perder la dignidad -y, al levantarse, el equilibrio- dejándose caer en el mullido fondo de una diabólica hamaca en forma de medio huevo. Manos en los bolsillos, deliberadamente da la espalda a Tariq y se acerca a la baranda de grueso metacrilato. A sus pies, la profunda curva que comunica la Corniche con el tradicional territorio cristiano de la ciudad. En torno, más hoteles. A la derecha, las estribaciones del Monte Líbano. Delante, el mar.

El tiempo transcurre rápido mientras, con la cabeza gacha, contempla una de las escenificaciones de la historia libanesa de los últimos cinco años. A izquierda y derecha de la amplia vía perfectamente asfaltada y ribeteada de hoteles de lujo que se encuentra a sus pies, dos monumentos erigidos a la memoria de Hariri, el estadista asesinado en febrero de 2005: una descomunal antorcha que arde puntualmente todos los días a la hora del atentado, y un jardincillo con una escultura realista del hombrón en actitud de dirigirse a resolver los problemas del país. La custodian dos guardianes de seguridad vestidos de Armani que, en verano, se cobijan bajo un toldo de diseño italiano. Entre medias, ese pavimento perfecto, insólito en la ciudad de accidentadas superficies que es Beirut, y que no es sino una metáfora de la rapidez con que se cubrieron en su momento las huellas dejadas por la explosión. Crimen y ocultación.

También la bomba que se llevó por delante a Tony Asmar, a Iennku y a Setota ha servido para cubrir un delito anterior, el del espionaje en favor de Israel por parte de Samir. A lo largo de esta semana, en que la ciudadanía ha permanecido temerosa y -a su manera indecente- expectante, excitada por su propio temor, haciendo planes, desde el desánimo, sobre sus numerosas e imaginativas fórmulas para superarlo… A lo largo de esta semana transcurrida para Diana con la velocidad de una montaña rusa, la periodista metida a detective ha recibido un cursillo intensivo de duplicidades.

Se gira, ve a los niños salir de la piscina y dejarse envolver en toallas por sus niñeras menudas y oscuras, probablemente de Sri Lanka, a quienes los críos tratan con despotismo.

En un momento, Tariq está a su lado. Diana intenta mirarle únicamente a los ojos.

– ¿Está interesada en clases particulares o prefiere unirse a un grupo? -inquiere el chico, tras ofrecerle una diestra ligeramente húmeda.

Dial permite que el equívoco de la natación se establezca entre ellos.

– Me han hablado muy bien de sus métodos -deja caer-. Estoy un poco desentrenada.

La piel bronceada del hombre -no tendrá más de treinta años-, la pueril satisfacción que asoma a su semblante, el ramalazo de vanidad que le hace ponerse en jarras, apretando el abdomen. Desentrenada, sí.

Carne fresca. Diana se sorprende albergando pensamientos que ni siquiera respecto a Salva -ante quien se siente en inferioridad de condiciones- se ha formulado con claridad. «Es un chulo -se dice-. Nunca has probado un chulo.»

Lo contempla con la voraz curiosidad con que suele examinar los aguacates en el supermercado. ¿Lo compro o no lo compro? Durante una fracción de segundo atraviesa su mente la repugnante imagen de los viejos occidentales que conoce y que, en Beirut, se aprovechan de la facilidad con que se les ofrece mercancía lozana y barata. Desecha el pensamiento. El verdadero amor. Eso sí que resulta obsceno, a su edad. Verdadero amor es lo que ella siente por Matas, y ni siquiera sabe si le quiere ayudar o destruir. Verdadero amor era, quizá, lo que impulsó al pobre embajador a aplastarla contra la camilla.

Déjate seducir por los estímulos del mercado, Diana Dial. Aparca por un rato tu maldita cabeza, tu jodida conciencia.

Lo que sigue es un corto paseillo hasta los vestuarios, una rápida mirada exploratoria por parte de Tariq antes de abrir una puerta y empujarla hacia adentro, y un arrugamiento excesivo de las dos piezas de hilo que componen el traje de la dama que, al sentir en la palma de su mano el calor de las credenciales del entrenador, se pierde en la ensoñación de un masaje completo.

– My queen… -empieza el otro.

– Calla -le corta, en castellano-. Cállate y enhebra.

Diana extiende un cheque y se lo alarga a Tariq. El muchacho lo guarda sin mirar en el bolsillo pectoral de su elegante camisa, mientras sorbe con deleite un té a la menta y la contempla con la dulzura de un cachorro al que su amo acaba de acariciar la tripa. Se encuentran en la cafetería del hotel.

– Esto, por la primera clase -dice Diana-. Ahora me gustaría hacerte unas preguntas.

– Si decide venir con regularidad puedo ofrecerle una tarifa especial. Precio de amiga, tratamiento VIP. Un abono.

Le da una tarjeta con su teléfono y dirección de correo electrónico.

– ¿Tienes muchas clientas?

– Pocas, pero buenas.

– ¿Cora Asmar es una de ellas?

Tariq se pone en guardia.

– ¿La señora viuda de Tony Asmar? -pregunta el otro, ganando tiempo.

– No disimules. Soy amiga suya -sonríe Diana y se dispone a arriesgar una mentira, mezclándola con una verdad-. Me lo contó todo. Me pidió ayuda contra la familia del difunto.

– ¡Ah, la detective! -El rostro del entrenador físico regresa a su cordialidad natural-. Algo me dijo. La va a librar de esos miserables ¿verdad?

– ¿Lo ves? Estamos en confianza.

Tariq deposita el té en la mesa, se inclina hacia ella.

– Cora es la persona que más me ha ayudado en este mundo. Mi familia emigró a Canadá durante la guerra, teníamos un negocio de yates en Montreal, no era un asunto a lo grande pero nos iba bastante bien. A los veinticinco años decidí volver.

– ¿Qué edad tienes ahora?

– Veintinueve. Yo nací en Canadá.

– Déjamelo adivinar. Líbano te ha decepcionado.

Tariq asiente.

– ¡Tantas posibilidades, y siempre desaprovechándolas, por culpa de la política! -Sacude la cabeza-. No fue fácil para mí. Acabé volviendo al norte, a la tierra de mi familia. Allí hice amigos, tengo contactos. Muchos contactos, aunque no se trata de gente a la que me gustaría presentar a usted o a Cora.

– ¿Mercenarios? -pregunta Diana, sacudiéndose una inexistente mota de polvo de la chaqueta, para quitar importancia a la pregunta.

El otro parece entrar en confianza.

– Hay mucho paro, y la gente se mete en lo que puede. Siempre rondan por allí personas que reparten dinero para formar grupos armados con los jóvenes que carecen de esperanzas. A mí también me lo propusieron, pero eso no es para mí.

Le dirige una sonrisa más acentuada, mira alrededor, fija su mirada en ella. Es un ingenuo.

– Esto, esto es lo mío. Beirut. El lujo. La buena educación. La libertad sexual. Yo bebo alcohol, ¿sabe? Cuando conocí a Cora fue como si el cielo se abriera para mí. ¡Qué mujer! ¿Todas las españolas son así? Porque usted también tiene mucha clase… Las chicas libanesas son muy guapas, pero no se puede hablar con ellas. Cuanto más guapas, menos se puede hablar.

– ¿La quieres mucho? -le pregunta Diana con afable comprensión.

– Más que a nadie y a nada. Pero usted ya lo sabe… Lo que hago, lo que hemos hecho esta tarde…

A la mujer le conmueve esa doble moral, a su manera tan inocente, que el muchacho exhibe. Ha conocido a otros como él. Salir del agujero. Es todo lo que quieren, a cambio de hacer lo que sea.

– No es nada personal -termina ella.

– Exacto. Forma parte de mi trabajo. Tengo que seguir haciéndolo hasta que Cora se emancipe de los Asmar y disponga de dinero propio… Tenemos que cuidarnos entre nosotros, y del niño.

– ¿El niño? -Diana Dial abre la boca-. ¿Qué niño?

Súbitamente transformado en un árabe tan tradicional como el narguilero Abu Hassan, el que sólo tiene hijas y cree que la culpa es de sus mujeres, Tariq abandona sus aires mundanos y se vanagloria:

– ¡Un varón! ¡Cora y yo vamos a tener un hijo!

Este tío es memo… ¿Y Cora? Conclusión rápida, como consecuencia de lo anterior: Cora se cree muy lista. Aunque no tanto como ella, Diana Dial, perseguidora de la verdad, paladina de la justicia. Iennka y Setota, no os defraudaré. Neguetz, amiga mía. ¿Por qué miente Cora a Tariq? ¿Qué espera conseguir de él?

El servilletero vuelve a estar demasiado lleno.

– Dime una cosa, Tariq. -Se mira las uñas mientras habla-. ¿Esos amigos tuyos podrían proporcionarme un arma? Vivo sola y…

– ¿Qué clase de arma? -pregunta el joven, sin inmutarse por la demanda.

– Bueno, cuanto más grande y más potente mejor. ¿Tú crees que podrías…?

– Puedo conseguir de todo -alardea el otro, tan ufano como Georges cuando presume de guardar una pistola en su guantera-. También tengo… Ya sabe, cositas para vivir mejor.

– ¿Drogas? Qué bien. Una última cosa. ¿Está Cora protegida? ¿En tu casa?

– No, en mi casa, no. Y no ha querido decirme dónde, para que no caigamos en la tentación de vernos. No podremos hacerlo durante un tiempo. Tenemos que evitar las murmuraciones. Es lo que ella dijo que hay que hacer siempre en estos casos. ¿Por qué? ¿Usted tampoco sabe dónde se encuentra?

Estos casos. ¿Tantas precauciones por un simple adulterio? Súbitamente, Diana los imagina en la gran cama circular, en el sedoso dormitorio de Cora, abrazados, revisando en el televisor una y otra vez la última versión de El cartero siempre llama dos veces. Buscando los fallos que la pareja asesina protagonista comete y que ellos no deben repetir.

Abandona el hotel con el pelo alborotado y el cuerpo distendido, por primera vez en mucho tiempo. Bien por la frivolidad libanesa. Va siendo hora de que le aproveche también de cintura para abajo.

Se sobrepone al acercarse al coche. Se arrellana en el asiento y telefonea a Fattush:

– Te espero en la entrada principal del ABC. En la primera tienda de lencería, según accedes, a la derecha.

– ¿Y eso? -pregunta el inspector, que suena risueño.

– Te ofrezco la oportunidad de resolver el caso al tiempo que le compras una negligée a tu mujer. Hay rebajas. Es uno de los efectos secundarios del atentado. La gente no gasta, las tiendas bajan los precios.

– Es que el tráfico…

– Ya lo sé. Tráfico de lunes. ¿Desde cuándo eso ha sido un obstáculo para ti? Tengo la solución de nuestro caso.

– ¡Qué dices! Haré que uno de mis hombres me lleve en moto.

Cuando deja de hablar, Georges, que ya ha arrancado y conduce en dirección a Ashrafiyeh, pregunta:

– ¿De compras?

Hay cierto asombro en sus palabras. Para baremos libaneses, Diana no es muy consumista y suele aburrirse comprando. Raramente visita el concurrido centro comercial cercano a la plaza Sassine. Georges y Joy se encargan de conseguirle lo que necesita.

– En efecto -asiente ella-. De compras hasta fundir las tarjetas. Además, tengo que buscarle un buen regalo a mi amiga de Egipto.

– Entonces, definitivamente, ¿te vas? ¿Ya lo has decidido? -Ve la mirada de Georges, súbitamente codiciosa, reflejada en el retrovisor.

El hombre se pregunta si recibirá una indemnización, y de qué cuantía, así como cuántos objetos de su piso le tocarán en el reparto de despedida.

Cuando entra en el ABC, después de que un empleado de seguridad le haya palpado concienzudamente el bolso, Diana ve a Fattush, ya apostado a la puerta de la tienda Nymphet's Dream. Lleva la coleta torcida y algunos mechones sueltos nimbándole el semblante.

– Jaled no usa casco. No había uno solo en toda la comisaría -explica, cachazudo.

– Ningún libanés lo utiliza. ¡Con lo machotes y osados que sois! No has ido a la embajada a despedir al procer -le reprocha Dial, alegremente-. Te has perdido la hagiografía del patriarca.

– Trabajo endiablado -se justifica el otro, siguiéndola al interior del comercio-. Un padre ha pretendido arrojar al mar a su hija, embarazada de su novio, desde lo alto del acantilado, en Rouche. La deshonrada se ha aferrado a él con uñas y dientes. Han caído los dos al mar. Ahogados como tu embajador.

– Qué racha -observa Diana mientras examina unas bragas de encaje que están de rebajas.

Introduce las bragas en una cesta. Duda sobre si adquirir el sujetador a juego. Es demasiado tacaña para hacerse de una sola tacada con dos piezas, sin darle vueltas al magín un rato.

– ¿Cuáles son tus noticias? -pregunta el inspector, que observa sus maniobras con curiosidad pero con el envaramiento típico de los hombres de su edad cuando van de compras con una mujer.

– Tengo al culpable. A los culpables. -Es verdad, los sostenes están a muy buen precio, piensa; a la cesta-. Olvídate de los Asmar. Es decir, de todos menos de la viuda. Y no me refiero a la superviuda, Yumana.

– ¿Hablas de Cora?

– Se cargó a su marido. Con la ayuda del bello Tariq.

– ¿Le has visto? -Fattush se excita, y no por la lencería-. ¿Tienes pruebas?

– Tengo pruebas de que le he visto -replica Diana, con dulzura, al tiempo que aprieta los muslos y siente que se agudiza su sonrisa vertical.

– Pero los Asmar no pueden ser inocentes. He hablado con mi amigo Tadeus. Es miembro de la ejecutiva del Partido de la Patria, y muy remiso a cotillear, pero siempre se anima cuando le prometo un par de whiskies y dejar que me lea los posos del café. Aunque no pienso hacerlo. La última vez…

– ¿Qué piensa Tadeus? No me refiero a tu porvenir, sino a lo de Tony Asmar.

– Esto te va a encantar… -Fattush inspecciona unos picardías de encaje en colores fluorescentes-. La mañana de su muerte, Tony Asmar tenía una cita con el Anciano.

– ¿Con Kamal Ayub?

– ¡El mismo! -Se hace, triunfador, con un camisoncito liviano y malva-. Según Tadeus, llevaba consigo la única copia de los documentos que probaban la complicidad de su hermano Samir en la operación israelí para instalar una estación de telecomunicaciones en territorio de Hizbolá.

Diana Dial procesa la información rápidamente.

– O sea, que iba a denunciar a la familia…

– No, amiga mía. -El inspector suelta una risa sardónica-. Iba a exigir prebendas por no hacerlo. Quería un sillón ministerial en el próximo gobierno y quedarse con el banco de su hermano. A cambio, se comprometía a guardar silencio. Pobre hombre, lo guardó. Eternamente. No le dejaron ni salir de casa.

Fattush alza el perchero соn el pequeño camisón y lo contempla al trasluz.

– ¿Tú te lo pondrías? -inquiere.

– No, y tú tampoco. Pero tu mujer, sí.

Pensativos, se dirigen a la caja y pagan sus respectivas compras. Cuando sale, él la toma por el codo.

– ¿Has comido? -pregunta.

– No tengo hambre.

– Tampoco yo. Tomemos un capuccino.

– Y pongamos esto en limpio. No tiene pies ni cabeza.

En el café, entre jóvenes que trabajan con su ordenador y mujeres con rostro de esfinge que cotillean mientras las niñeras cuidan de sus hijos, Diana le cuenta al inspector su conversación con Tariq.

– Ese chico tiene acceso a todo tipo de armas, a través de sus amigos, que por lo que ha insinuado son carne de cañón de los salafistas. Pudo conseguir el explosivo.

La periodista extrae su cuaderno del bolso y lo coloca encima de la mesa. Le da unos golpecitos.

– Mirándolo objetivamente -empieza, al tiempo que abre la libreta y la ojea-, la familia Asmar es la única interesada en eliminar a su oveja negra, para continuar manteniendo su liderazgo en el Partido de la Patria, sus prebendas y los favores del Anciano. ¿Estás de acuerdo?

– Completamente -asiente el inspector.

– Por otra parte, tenemos a Cora Asmar. Después del atentado me cita en su apartamento. Necesita de mis servicios como detective para que busque la forma de poner nervioso a su cuñado. Está segura de que es el asesino. Se muestra herida, furiosa, quiere vengarse, proteger al hijo que espera… ¡Un momento!

– ¿Qué pasa?

– Que soy idiota. Cora me dijo que el fin de semana del atentado permaneció ingresada en la clínica del doctor… Espera, sí, aquí lo tengo. Marwan Haddad.

– Es cierto -replica Fattush-. Ese dato lo investigamos.

– Ya lo sé. Pero ella me aseguró que fue allí en donde le confirmaron el embarazo, aprovechando que la clínica también tiene ginecólogos.

Un niño de la mesa cercana se pone a berrear y su madre ordena a la niñera filipina que pida un Red Bull para el niño.

– ¿Está loca? -le pregunta Diana al inspector.

– Conmigo no te sulfures -responde el hombre-. Si les inflan a coca-colas, ¿por qué no elevar un poco los niveles de excitación de nuestros futuros ciudadanos?

Dial se encoge de hombros.

– A ver, que no me pierda… ¿Qué quería yo hacer? -Se da una palmada en la frente-. ¡Ah, sí! Por favor, habla con Haddad.

Toma su teléfono mientras Fattush coge el suyo. Le escucha ponerse en contacto con la clínica mientras ella busca el número de Yumana Asmar. La vieja contesta directamente.

– ¡Mi querida amiga! -Su voz cavernosa le lanza la frase como si pretendiera hacer blanco en el interior de su cerebro-. ¡Cuánto tiempo sin saber de ti! ¿Veinticuatro horas? ¿O menos? Sabía que me llamarías…

– Me estaba preguntando… -Ve al niño del Red Bull beberlo con ansia, ayudado por la criada filipina-. Sí, me preguntaba qué clase de retorcido final es el que le ha augurado a su nuera para que ésta haya querido impedirme seguir investigando.

– ¡Asquerosa! -La comunicación por teléfono no hace que Yumana seleccione con más finura su vocabulario-. Lo digo por ti. Creí que ibas a disculparte por las molestias que nos has causado… Es lo mínimo, ¿no, estúpida?

Boquiabierta, Diana contempla al niño, que se ha puesto a bracear y patalear al terminar el mejunje, y a la madre, que ordena que le traigan otro.

– Un momento, por favor. -Aparta el aparato y se dirige a Fattush, señalando a la mujer-. ¿Es que no piensas detenerla?

El otro se encoge de hombros y atiende su propia conversación telefónica:

– Eso es todo, sí -está diciendo-. Se lo agradezco mucho, doctor. Diana, no es cosa mía. Si tuviera que interferir en el sistema educativo libanés preferiría modificar los libros de texto.

– ¿Estás ahí, pequeña cerda? -pregunta Yumana, atentamente.

– Eh… Sí, sí, perdone. Desde luego. -De nuevo le surge a Diana el Pavlov materno.

– Déjame adivinar. Cora te ha despedido sin explicaciones. Y ahora recurres a mí. ¿Qué quieres? ¿Dinero, también?

El estómago de Diana se eriza a causa del adverbio. Mira a Fattush, que está observando al niño con atención. Luego se vuelve hacia ella y le dice:

– El doctor Haddad asegura que Cora Asmar ingresó el último fin de semana en su clínica para someterse a un tratamiento de belleza, unas infiltraciones de oro y una pequeña liposucción de vientre. Aprovechó para hacerla dormir, ya que al parecer padece de insomnio.

– Un momento, Yumana, por favor -ruega a su interlocutora y tapa el micro con la mano-. ¿Y el ginecólogo?

– En absoluto se le practicó un examen ginecológico. Es más, las enfermeras que la atendieron recuerdan muy bien que se puso a menstruar mientras dormía y tuvieron que… En fin, tuvieron que tomar las medidas pertinentes. Me pregunto…

Diana hace un gesto con la mano para acallar a Fattush.

– Yumana, dígame una cosa. ¿De cuánto dinero estamos hablando?

– Dímelo tú. ¿Cuánto pides para dejarnos en paz?

– Me refiero al dinero que le ha pagado a Cora para que haga lo propio. Para que entregue las pruebas que obran en su poder.

Cuando escucha la respuesta, suelta un silbido y desconecta el teléfono, sin despedirse.

– Veinte millones de dólares -pronuncia la cantidad lentamente-. Tomaré un sándwich club.

Diana se limpia los restos de mayonesa con una servilleta de papel y avisa al camarero para que se lleve platos y tazas. Cuando la mesa está limpia, abre el cuaderno por el final, lo pone al revés y alisa la primera página en blanco.

– Recomencemos. ¿Te parece?

Fattush asiente.

– Tenemos a los Asmar. -Escribe el nombre con letras capitales-. Contra lo que inicialmente creímos, no son los asesinos. Sí están metidos hasta las cejas en el tema del espionaje de Israel, pero a la luz de los últimos datos son, en realidad, víctimas de un chantaje. Aunque no sean inocentes. Ningún chantajeado suele serlo.

Subraya la definición en el papel. Víctimas.

– Del mismo modo, Cora Asmar, a quien yo infravaloré desde el principio, considerándola una guapa con pocas luces y, en el fondo, buenaza, es en realidad muy astuta. Utiliza esa impresión que produce, de mucha teta y poco seso, para conseguir sus fines. Cora sabe que su marido carece de fortuna, sólo atesora deudas. ¿Por qué matarle? ¿Para heredarlas? Pero conoce los planes de Tony, sabe que está en posesión de pruebas que incriminan a Samir, en lo de El-Bekara. Se deshace del infeliz y decide realizar el chantaje por su cuenta.

– Culpable de asesinato. -Fattush lanza un silbido-. Es ella quien lo planea todo, y Tariq quien coloca el explosivo…

– De asesinatos. Hubo dos víctimas más, no las olvides. Iennku y Setota, sus verdaderos nombres etíopes. ¡Lo teníamos delante de nuestras narices! Esposa y amante se cargan al marido que sobra. ¡Si hasta se llama Cora!

– ¿Y eso qué tiene que ver? -pregunta el inspector.

– Ya te ilustraré otro día sobre cine y novela negras. Volvamos a lo nuestro. Tony Asmar. Que es, a su vez, culpable y víctima. Culpable porque se disponía a denunciar a su familia, no por el bien de su país, sino para salir de la ruina y obtener prebendas políticas y económicas. También lo hacía, supongo, para vengarse de quienes le consideraban un inútil. Que era prácticamente todo el país, empezando por los propios Asmar.

El inspector se rasca la frente, golpea el cuaderno de Diana con su índice, como dándole instrucciones:

– Que otras dos personas fallecieran en la explosión reforzó la idea de que se trataba de un atentado político.

– Exacto -asiente Diana, anotando-. Eso les resultó muy conveniente a los asesinos. De ahí tanta carga explosiva, para que lo espectacular de la voladura creara una cortina de humo, tanto literal como figurada. Ningún pensamiento para las posibles víctimas colaterales. ¿A quién le importan aquí los criados, de la nacionalidad que sean?

– Mujer, supongo que ocurre en todos los países.

– No por falta de interés, pero en mi tierra ya no se puede actuar como antes. -Dial vacila un segundo-. O eso creo… Aquí se les retiene el pasaporte. Para conseguir permiso de residencia necesitan el aval de un libanés, cualquier libanés, que cobra sólo por una firma. Mi Joy no encuentra el modo de que le den visado para pasar un mes en Egipto con su marido. Hay un negocio montado gracias a las criadas con la complicidad de todos: sus propias embajadas, las autoridades de inmigración y los beneficiarios de esa mano de obra medio esclavizada. Tú lo sabes mejor que nadie.

– Pero no las mataron por eso. -Fattush intenta calmarla-. Estaban allí, simplemente.

– Exacto. Como comparsas de la historia que dirigen los otros. Sea la historia que se escribe a tiros entre facciones, la que precipita Israel a bombazos o la que pergeñan cada día esas arpías egoístas, esas vagas de uñas pintadas y tetas postizas, y sus niños chillones y malcriados.

– ¿Te has desahogado ya? -requiere el policía.

Diana responde a su pregunta con una sonrisa, tan amarga como irónica. Piensa en la extraña pareja que forman Fattush, un inspector que sólo podrá intervenir en el caso si consigue pruebas -los poderosos Asmar serán los primeros en impedírselo-, y ella, una antigua periodista, actualmente detective aficionada que, a menudo, no puede aportar las evidencias imprescindibles para que se haga justicia por la vía ortodoxa.

De todas formas, ¿qué es o no es ortodoxo y justo en Líbano?

– Desde luego, a Cora Asmar no le importaban las sirvientas -prosigue Dial-. Dos etíopes muertas, como si hubieran sido cuatro. Su marido se había convertido en un obstáculo. La había defraudado. Posiblemente creyó, al casarse, que hacía el gran negocio. Salva me contó que estaba muy enamorada, pero yo no me lo tragué. Sólo cuando la vi en su casa, tan necia y tan… ¿ingenua?

– Es una buena actriz, no cabe duda -acota Fattush-. Porque engañarte a ti… Con el carácter que gastas.

– Y lo único que sacó de su aparatosa unión -la mujer pasa por alto el comentario- fue aparecer en los ecos de sociedad. Descubrió que Tony era una nulidad para los negocios. Su familia tenía que sufragar el tren de vida de la joven esposa, que no era precisamente un prodigio de austeridad. Por lo que entrevi ayer en mi charla con Yumana, a la bella Cora debía de resultarle muy humillante tener que someterse a las exigencias y caprichos de la matriarca. La familia nunca aprobó que Tony abandonara la norma sagrada del clan, casarse con hembras Ghorayeb, para emparentarles con una española que ni siquiera tiene propiedades en Marbella. Una muerta de hambre, vaya.

– Él tampoco era un Adonis -añade el policía-. Ni creo que funcionara bien en la cama.

– ¿Ahora entiendes de hombres?

– No es eso. A mí, Tony Asmar siempre me recordó a un chico de mi clase que tenía forma de pera y que se pasaba el tiempo lloriqueando y balbuceando excusas. La culpa de todo lo que le ocurría la teníamos los demás. Coincidí con él y con su mujer hace unos meses. La esposa también tiene forma de pera, y él ya es claramente obeso. Siempre que pienso en eunucos recuerdo a ese pobre chico. Y Tony Asmar se le parecía mucho.

– La frustración sexual habría sido más llevadera con una fortuna real respaldándola. Pero lo único que había debajo de la cama fría era un sótano repleto de deudas.

Piensa Diana en el Camaro nuevecito que voló por los aires. A Cora eso debió de dolerle en el alma. Puede que Tony ni siquiera hubiera abonado la entrada.

– Era la única forma -dice en voz alta.

– ¿De qué?

– Pusieron la bomba en el coche que Tony acababa de regalarle. Cuando me contrató, tuvo una frase de condolencia para su Camaro que me pareció muy poco apropiada para el momento. Sin duda habría preferido no tener que destruirlo, disfrutarlo con su amante, su chico guapo, cariñoso y bien dotado sexualmente…

– ¿Eso cómo lo sabes? -pregunta el inspector, suspicaz.

– Yo sí entiendo de hombres -corta, seca, con impaciencia. Está demasiado ocupada atando cabos-. Convenció a Tariq. Jugó la carta del embarazo. Ese chico es un crío, en cierto modo es un inocente. No creo que le guste matar por matar. El truco del bebé inexistente le sirvió también para enternecerme. ¡A mí!

– Y desde luego que te convenció para que le hicieras de mensajera ante la Cobra -recalca el policía-. ¿Qué fue lo que le dijiste? Aquella pregunta…

Dial da la vuelta al cuaderno y consulta sus notas anteriores, que ahora le parecen tan caducas.

– Veamos… Aquí está: «¿Qué tal quedaría el prestigio de su familia si alguien difundiera que usted trabaja para los mismos que bombardearon su país hace sólo tres años?»

– Son las palabras de un chantajista. Ya te lo advertí.

– Y yo te contesté que un periodista y un extorsionador con frecuencia usan términos parecidos.

– Hiciste un buen trabajo en nombre de Cora. Debería pagarte comisión -bromea Fattush.

– ¿Dónde pudo obtener Tariq el explosivo?

– ¿Estás tonta? En el norte o en el sur, en el este o en el oeste. Tiene buenas conexiones. Amigos turbios.

– Cora y su amante colocaron la bomba en el Camaro antes de que el marido partiera hacia Faraya. Ella debió de asegurarse de que Tony no iba a llevar consigo más que el maletín con los documentos. Puede que se las ingeniaran para bloquear la cerradura del maletero. ¿Es factible?

– Lo verificaré -se apresura a asentir Fattush-. Siempre he sido un inútil con los coches.

Diana se rasca el entrecejo.

– Cora se encierra en la clínica de Haddad, y espera mientras le arreglan lo que sea. Su amante se va a Faraya con el detonador telefónico. Se instala en un lugar desde el que pueda observar el chalet de Asmar, esperar a verle ponerse en marcha… ¡Y boooom! Al mejor estilo libanés.

Fattush le agarra la muñeca de la mano con la que escribe y la aprieta:

– ¡El hotel Grand Liban!

– Tenías a Tariq en tus narices, fingiendo hablar por el teléfono con el que accionó la bomba.

La revelación los deja mudos durante un rato.

– Deberás apretarle las clavijas al gimnasta… -retoma Diana-. Pero aunque confiese, y te ruego que seas muy duro, piensa en Iennku y en Setota, es un don nadie. Ni a los Asmar ni al Anciano ni al Partido de la Patria les interesa que esto salga a la luz, ni que sea para incriminar a la odiada nuera.

– Todo el tiempo estuvo revoloteando a nuestro alrededor -dice Fattush, ensimismado-. Tariq, el hijo de puta. Dedicándose a dar masajes, a entrar y salir de las casas. Invisible. Y ahora se va a repartir veinte millones de pavos con una mujer que es una auténtica belleza. Mucho mejor que trabajar sacándoles la pasta a las ancianas a las que entrena…

A Diana le entra un ataque de tos, cuyo producto líquido lanza sin escrúpulos en dirección a la madre del niño del Red Bull, que está levantándose de la mesa mientras la niñera se hace cargo del crío.

– ¡Cielo santo! -exclama Dial, fijándose en lo que cuelga del cuello de la dama.

Es una cruz de oro de notable volumen y doble travesaño. Eso indica que la mujer es de religión ortodoxa, cosa que a Diana le trae sin cuidado, si no fuera porque le recuerda al pobre Ramiro y su colección de crucifijos. Oh, Dios. Oh, Dios, Dios, Dios.

– ¡No fue un accidente! -exclama-. Ramiro de la Vara no se quedó dormido mientras se daba un baño, no murió a causa de la trompa que sin duda había agarrado.

El inspector se inclina hacia ella.

– ¿Por qué? ¿Cómo lo sabes?

– ¡No lo sé! -prorrumpe Diana, impaciente y de mal humor-. Lo deduzco, como casi todo en este maldito caso.

– Lo deduces, ¿de qué?

– La noche en que cené con él, este último sábado, cómo es posible que hayan ocurrido tantas cosas desde entonces… Bueno, esa noche el embajador me confió que Cora Asmar tenía un amante, y casi me facilitó su identidad. Me lo habría dicho, de no haber estado tan excitado por mis encantos de, ¿cómo me llamaba?, madurita picante.

– No es una mala definición -observa Fattush, y la mujer le fulmina con la mirada.

– Esa noche, De la Vara me contó que Tariq solía regalarle tabaco para su narguile. El chico me ha ofrecido drogas a mí hace un rato. No lo ha dicho así, desde luego. Su oferta ha consistido en «cositas» para alegrarme la vida. Bien pudo realizar una visita a la residencia ayer por la tarde, aprovechando que la legación estaba prácticamente sin vigilancia. Hachís, bebida… El diplomático se dirige tambaleante a su cuarto de baño, Tariq le acompaña con el pretexto de ayudarle. Llena la bañera por él, mientras esperan quizá comparte una copa con el viejo, pues presumió conmigo de beber pese a ser musulmán… Cuando el embajador está dentro de la bañera, medio grogui, le mete la cabeza en el agua y le empuja. Luego dispone la coreografía, el narguile, la botella… Deja el grifo de agua caliente abierto para despistar al forense… Y se larga.

– Tiene lógica -admite el inspector-. Debo echarle el guante a ese pájaro ahora mismo, antes de que se largue del país con el botín y la fulana.

– Debes hacerlo. -Diana sacude la cabeza-. Pero no dejo de preguntarme cómo supo Diana que el embajador conocía su relación con Tariq.

Piensa, Diana. Piensa.

Y, de repente, lo tiene delante. Salvador Matas. El arabista que ha sido su amigo durante su estancia en Beirut. El hombre sin puertas ni ventanas. Recuerda que él y Cora usaron, por separado, las mismas palabras al referirle que no existía el embarazo: falsa alarma, quitarse un peso de encima. Una tontería. Un detalle sin importancia. Fue durante su última cena en Le Pécheur. La misma en cuyo transcurso Diana le contó que Ramiro de la Vara sabía quién era el amante de Cora, y que pronto iba a revelárselo.

Lo tiene delante de ella. Físicamente. Diana abre y cierra los ojos, piensa que sufre una alucinación. Salva y Cora, cargados de compras, caminan uno junto al otro, uno con el otro, uno en el otro.

– No te vuelvas -ordena Diana, mordiendo las palabras-. Ni se te ocurra moverte. Son ellos.

– ¿Cora y Tariq?

– No. Cora y su verdadero amante. Salvador Matas. O el Mesías, que dirías tú. Qué cretina he sido.

Instintivamente, Diana coge su teléfono y les hace una foto.

– ¿Nos han visto? -pregunta el policía.

– No creo -responde-. No ven a nadie más.

Con todo, Diana se encoge, baja la cabeza. No lo hace sólo para esconderse, sino abrumada bajo el peso de su descubrimiento. Cuando la levanta, al cabo de unos minutos eternos, la pareja ya se ha alejado. Los ve desvanecerse al fondo de un pasillo, tan juntos que forman una sola figura. La periodista siente todas las terminales nerviosas de su organismo conectadas a la glamurosa instantánea que ilumina su móvil. Tan libanesa, la imagen, como una portada o como un anuncio de Mondanité, tan propia de la habilidad nacional para sobreponerse a la desdicha o al bombardeo operándose la nariz o implantándose pechos falsos, o lanzándose a practicar el arte del shopping y de la fantasía de ser otra, como ella misma ha hecho después de pagar por echar un polvo.

Cora y Salva. Su felicidad, sus proyectos, incluso su futuro, se reflejan ahí, en el pequeño rectángulo luminoso, su imagen agrandándose o encogiéndose al tacto de sus dedos. Un pellizco y los dos rostros se amplían en el recuadro, la triunfante mujer de melena rojiza brilla por la devoción que contempla en la mirada del otro… Y el otro, es decir, Salvador Matas, el pulcro, sobrio y siempre algo distante profesor, babea ligeramente al contemplarla, la boca medio abierta y húmeda en las comisuras, como en la fiesta, como cuando admiraba la danza de Ali el efebo. Diana amplía y amplía hasta convertir a ambos en una nube emborronada.

– Vaya, vaya. La vida es una letrina llena de sorpresas -comenta el inspector.

Diana cierra la puerta a su espalda, pero no siente el ánimo ligero. Su casa no es hoy un refugio. Hay luz en el salón. Una lámpara que ella no dejó encendida.

– Eso fue un error. Le advertí a Cora que era una equivocación ir de compras. Pero no me supe negar. Estaba tan ilusionada…

A la periodista no le sorprende encontrar a Salvador Matas sentado en su mecedora, muy cerca de la cuna de Yara que, ahora en su posición original -ella misma la colocó así anoche-, en su resguardado rincón, parece contaminada por la maldad -la indiferente maldad- que emana del hombre. Mejor habría sido que las puertas y ventanas del profesor de español hubieran permanecido selladas para siempre.

– ¿Cómo has conseguido la llave? -pregunta, por decir algo, quieta en el umbral de la sala, temblorosa.

– Confiabas en mí, ¿lo recuerdas? -la alecciona el otro, paciente-. Sé en dónde guardas un juego de llaves, no me costó quitártelo, hacer una copia y devolverlo a su sitio. Fue durante una de aquellas cenas que tanto te gustaban, en las que me aburrías recitándome tu anecdotario completo.

Diana no se molesta en ir al aparador del comedor. Ahí, en un cajón, debajo de varios juegos de manteles y servilletas bordadas en seda de Damasco, supuestamente mantiene a buen recaudo llaves, tarjetas de crédito que no usa a menudo, dinero para la casa. Nunca ha sido partidaria de las cajas de seguridad y, a sus años, menos que nunca. Prefiere el bolsillo de una bata, el interior de un cajón. Vejez.

Se siente vieja. Cansada.

– Tan pagada de ti, tan superior respecto a Cora -continúa Matas-. Tan inteligente. Tú, tus vetustos reportajes, tus investigaciones, tus intrigas. ¿Tienes idea de lo estomagante que resultas para alguien como yo? Si quisiera sabihondos, me bastan los de la Fundación. De paso, el Quijote lo leí a los siete años. Versión completa, ¿lo sabías? Sí, creo que te lo dije. Me venerabas por ello. Eres patética. Pero siéntate. No resulta cómodo tenerte de pie delante de mí, juzgándome como siempre haces, juzgándome como a todo el mundo, con esa presunción que destilas de mujer viajada, esa condescendencia. Patética, ya te digo.

Como réplica, Diana cruza la sala, se acerca a la cuna, la agarra con fuerza y la aparta del hombre. Retrocede, inclinada, aferrándose a los bordes de la camita de Yara, interponiéndola entre ella y el indeseado visitante. Necesita sentarse pero no se va a desplomar en un sofá o en un sillón, otorgándole a Matas la ventaja de la altura. Elige una silla e intenta no mostrar lo frágil que se siente, cómo pudre su espíritu el mal ajeno. Con la cuna a la altura de sus rodillas, rozándolas, como un dique de inocencia que separa y filtra, para su bien, lo que el hombre es de lo que ella ignora del hombre. Diana, aparentando firmeza, espera a que Salvador Matas continúe explicándose.

Lo hace. Está aquí para hablar. Y no porque sea superior a ti, ni porque te desprecie a ti especialmente, Diana. Tú eres su auditorio, se dice. Aguanta, escucha. Entretanto, piensa. Está aquí porque tiene veinte millones de dólares y a una joven y bella mujer. Para que sepas que ya no es un funcionario, con un precario porvenir, que da clases de español mientras su existencia se deshilacha, desaguándose en el tapiz de las vidas de los otros.

Está aquí para contarte que ha triunfado.

Resultaría pueril, si no fuera un asesino. Iennku y Setota, ¿muertas por la ambición de este nadie, de este ninguno? Ni siquiera dos tontos como Tony Asmar y Ramiro de la Vara merecían un final tan falto de principios.

– Aquella visita a un coronel de Inteligencia Militar no fue por los cursos de español en el sur, ¿verdad? -pregunta Diana-. Querías averiguar si seguían la línea de investigación que os interesaba, la del atentado.

– Y lo comprobé. Qué aguda, Diana. Qué aguda y qué tardía.

– Fuiste tú -pregunta Dial-. Viste la ocasión que el descubrimiento de Tony Asmar os proporcionaba. Lo organizaste, planificaste hasta los menores detalles. Usaste a Cora, a Tariq… A mí.

– A Cora, no. A Cora no la uso. A Cora la quiero. Te duele, ¿verdad?

– Sí -admite, ante la complacencia de Matas-. Pero no te envanezcas. Duele porque yo te he querido creyéndote otro. Y no duele tanto porque, ¿quién, en su sano juicio, puede desear ser amado por este que eres? A propósito de amor, ¿qué clase de sentimiento puede existir entre dos narcisistas como tú y Cora? Dos infelices con veinte millones. Nada más. Enhorabuena.

Un breve relámpago en los ojos masculinos. En su caso, no es dolor. Él no puede sentirlo. Recuerda lo que te dijo, Diana, su convicción de que en este país resulta fácil matar. Lo que ahora muestra su mirada no es sino vanidad herida. Sólo ha dado un buen golpe. Y lo sabe. No es un genio. Tampoco ignora eso. Cora es una ignorante, le hace sentir por encima. Y eso es cuanto puede tener.

– Porque, vamos, hombre, admítelo. -Hurga en la pústula-. ¿Qué sería de vosotros sin esos millones, sin vuestra remuneración por cuatro asesinatos y un chantaje? ¿Qué clase de sentimiento os uniría si no pudierais ir de compras, vivir como ricos, creer que lo sois? El dinero se acabará, Salva, y Cora y tú os seguiréis teniendo el uno a la otra. Ni yo sería capaz de desearos un destino peor.

Suena el teléfono de Diana. Es Fattush:

– Tariq ha desaparecido. Ni rastro. No se ha presentado a la clase que tenía hoy con una huésped del Sun Palace. Hemos registrado su apartamento, parece que lo abandonó precipitadamente. Y no hay modo de rastrear su teléfono. O se ha deshecho de él o ese tipo sabe más de tecnologías que nosotros. ¿Y tú? ¿En dónde estás?

– En casa, con un viejo amigo -responde Diana.

Desconecta, antes de que el inspector plantee más preguntas. Se concentra en Matas, pasando por alto la mirada de curiosidad que ha mantenido durante su corto intercambio telefónico.

– Tariq se acostaba con Cora. -Se encara con él-. Medio Beirut se acostó con Cora antes de que se casara con Asmar. ¿No te importaba?

El otro la contempla, divertido.

– Tan comedida y puritana como siempre. Te dije en cierta ocasión que el amor escribe con renglones torcidos, y que tú eras la primera que debería saberlo. Mirándome siempre con devoción perruna. Sentía tu calor. En tus ojos, en tus palabras, en tus manos. Por suerte para mí, nunca te permitiste una transgresión. Te pasabas horas venerándome, como si fuera el copón bendito, pero jamás te permitiste un centímetro de piel de más, un beso fuera de sitio. Mejor, no soporto que me toquen. Ni siquiera Cora lo hace… Sin embargo, ¿nunca sentiste la tentación? ¿La mano al paquete? Reconozco que, en alguna ocasión, llegué a pensar que también estaba sexualmente dotado para la arqueología.

Hay algo tan grosero en su risa de ahora, en el gesto que acompaña la frase…

– Tú les miras. -Diana casi salta de su silla, ante el descubrimiento-. Les miras y te satisfaces por tu cuenta. No es que no te moleste que tenga amantes. La aplaudes por ello. ¡Una exhibicionista y un voyeur! ¿Cómo no se me ocurrió antes? ¡Cora es la mujer perfecta para ti!

– La conozco desde que era casi una niña y yo, el profesor más joven de la Universidad Autónoma de Madrid. En El Cairo empezamos a convertirnos en uno. Sí, Diana. Ella y yo, con nuestros excesos y nuestras carencias, formamos un todo. Cora no tiene secretos para mí, ni yo para ella. En eso consiste nuestra asociación. Yo la hice y ella me hizo. Y sólo tienes una limitada idea de lo que, juntos, somos capaces de combinar. Es la mujer más hermosa que he conocido, más aún que los hermosos jóvenes que ella misma me presentaba, al principio de nuestra relación, antes de que decidiera serle fiel.

– Espero que os metan en la cárcel y que os podáis ver de celda a celda -sugiere Diana-. Será el colmo de la práctica del sexo seguro.

– No tenéis pruebas, lo sabes -sonríe él-. Nadie va a abrir la boca en este asunto.

Se mira el reloj.

– Tengo que dejarte. Salimos de casa mañana a mediodía. Nos vamos a Damasco, por carretera. Y luego, ¿quién sabe? Estrenamos coche, un Mercedes Cupé rojo. Cora se ha encaprichado, la pobre perdió el suyo en el lamentable atentado que la dejó viuda.

El hombre se levanta y ella también, siempre con la cuna entre ambos. La diferencia de estatura es avasalladora.

– Comprenderás que no te acompañe a la puerta -se despide Dial.

– Nunca me acompañaste en nada. Nunca aceptaste lo que tantas veces te repetí. Este es el país de las oportunidades. Aquí todo resulta mucho más sencillo para quien sepa adaptarse.

El cerebro de Diana funciona a toda velocidad. Escucha los pasos del hombre, alejándose, como tantas otras veces hizo, tantas otras noches después de tantas otras conversaciones cuyo recuerdo creyó destinado a perdurar.

Se va. Se van los dos. Sin castigo.

¿Sin castigo? Ir de compras no fue el único error. Contarle cómo y cuándo piensan largarse también lo ha sido. No ante la ley, sino ante la justicia.

Algo que hacer. Buscar algo que hacer. ¿Qué le sirve en los tiempos duros, durante las crisis? Algo mecánico, usar las manos. Cocinar solía ser una salida. Tanto cocinó para él que ya nunca podrá ponerse ante un fogón con la sencilla y optimista predisposición de antes.

Su teléfono se está quedando sin batería. Buscar el cable. Enchufarlo. Se lleva la cuna al estudio, la mantiene cerca de ella, como si fuera una estufa. Conecta el ordenador, abre el correo electrónico. ¿nBlazer@gmail.com?

El abogado de Neguezt le envía una fotografía y un escueto mensaje: «Mi cliente quiere que usted tenga esto.» Es la imagen de tres jóvenes sonrientes, la blancura de sus dientes resplandece como los colores de sus túnicas. Al fondo, un paisaje reseco en el que una solitaria acacia tiende sus ramas hacia el infinito vacío.

Reconoce a Neguezt y no tiene que preguntarse quiénes son las otras. Gran asunto, la era digital, la facilidad con que nos llega el pasado.

Toma su móvil sin desenchufarlo, manipula el teclado. Ahí está otra parte del pasado: más reciente. Un pasado que no habría podido cumplirse si a Iennku y Setota no les hubieran segado la esperanza.

Diana Dial marca el número del celular de Tariq. Funcionará, está segura. Le manda la fotografía de Cora Asmar y Salvador Matas a través del teléfono.

Se queda ahí sentada, ante su escritorio. Mece la cuna vacía. Y espera.

Cinco minutos después, suena el teléfono. Recuerda que si habla mientras el aparato se carga puede darle un calambre. Maquinalmente arranca el cargador.

– Están en el piso de él -dice, antes de que el otro hable-. Y no espera un bebé tuyo ni de nadie

– No he podido hablar con ella, ni siquiera usando un prepago… -La voz de Tariq suena rota-. Ahora lo entiendo. Ellos… Yo, yo… No tengo a nadie. Sólo a usted.

Diana sonríe.

– Eso es, hijo. Se van. Mañana, en un Mercedes Cupé rojo. Se marchan a Damasco. Con los veinte millones de dólares que han obtenido gracias a ti, sacándoselos a la vieja Asmar.

Silencio, al otro lado.

– ¿Tariq? -Sabe que el otro sigue ahí.

Finalmente, responde:

– ¿Lo tenían planeado desde el principio?

– Desde el principio, Tariq. Te utilizaron. -Pausa-. ¿Mataste al embajador?

– Cora me juró que iba a denunciarnos, que sabía lo nuestro. Lo sentí. Era un buen hombre…

– Iennku y Setota tampoco merecían morir.

– ¿Quiénes son? -pregunta el joven, desconcertado.

– Las criadas de Asmar. Puede que a ti no te importen, pero a mí sí. Incluso tú me importas, mi pobre Tariq. La pareja se larga a disfrutar de su amor y del dinero. Tú, aquí, con la policía detrás.

– Eso no es problema. Sé dónde esconderme. Ya te dije que tengo amigos.

– Lo sé, querido Tariq. Lo sé. Como sé que harás algo para que nunca lleguen a Damasco, ¿lo harás? Claro que sí. Y esta vez no habrá daños colaterales. ¿Me explico? Eso me lo debes a mí. Sólo los culpables deben morir. Graba esta enseñanza mía en tu cerebro. Para ahora. Para siempre.

Corta la comunicación. Elimina la fotografía de la memoria del teléfono. Cora y Salva han dejado de sonreír.