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Más que abrazarla, Lady Roxana la estruja. Es una cálida bienvenida en el más que refrigerado aeropuerto de Luxor, en donde el avión de Egypt Air ha aterrizado después de un viaje de poco más de cuatro horas, con escala en El Cairo para abastecerse de turistas.
Tras un rato de «Qué bien estás» y otros saludos femeninos que tan gratos le resultan a una viajera necesitada de olvido, Diana Dial recibe las palabras que desea que alguien pronuncie.
– ¡He pasado tanto miedo! -exclama la otra-. La CNN no deja de dar la noticia; Al Jazira y Al Arabiya, lo mismo.
– ¿Qué…? -se hace la tonta.
– ¡Por Dios, Diana! ¡Gracias a Dios que ya estabas volando! ¡Otro atentado en Beirut! ¡Y esta vez contra españoles! ¡Oh, qué contenta estoy de que hayas dejado ese maldito país para siempre!
El chófer de Lady Roxana se hace con su única maleta, se meten en el coche.
Poco después, con un té de menta en la mano, asomada al Nilo, en el mirador de la villa que su amiga posee al lado del hotel Winter, Diana pregunta:
– ¿En qué consiste ese trabajo que tienes para mí?
Lady Roxane abre los brazos y la túnica amarilla que la cubre se despliega como el sol sobre el río.
– ¡Un crucero a la antigua usanza con muchas, muchas sorpresas! -exclama.
– Cuéntame -la alienta Diana.
Más tarde le pedirá ayuda para obtener el visado de Joy, de quien se ha despedido dejándole una carta con instrucciones y un sobre con dinero. «Nos veremos pronto. Liquida el piso. Despídeme de Georges. Te llamaré. No aguanto este país.»
De cuanto ha quedado atrás, Joy es lo único que quiere recuperar. Ni siquiera se ha despedido de Fattush.
Algún día. Algún otro día.