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Lunes, 28 de septiembre de 2009

Tony Asmar inclina levemente el torso hacia su imagen. Se reverencia mientras habla por el móvil. Su voz posee el tono medido de quien desea resultar convincente ante alguien al que considera superior.

– Tranquilízate. Llegaré según lo previsto. En mi cartera, no os preocupéis. Copia única, desde luego. Nadie más, ¿cuántas veces he de repetírtelo? Ni siquiera -vacila medio segundo, nada que pueda resultarle perceptible a su interlocutor- mi esposa. Te avisaré en cuanto entre en Beirut. Ya sé que los lunes son infernales. Por eso salgo temprano.

Corta la comunicación sin dejar de mirarse. Es su espejo predilecto, regalo de bodas de un ex presidente de Francia amigo de su familia. El marco, dorado, reproduce el formato de dama despatarrada de la Torre Eiffel. Impaciente, Asmar pulsa una tecla de llamada rápida. Lo piensa mejor, desiste. Un corto intervalo y marca de nuevo. Para esta conversación usa un tono distinto, desenfadado.

– ¿Marwan? Iba a llamarla, pero es demasiado pronto. ¿Va todo bien? Claro que sí, no te ofendas, los dos tenemos fe ciega en ti. Deja que duerma.

Cora se ha sometido durante el fin de semana a una cura intensiva de belleza, aprovechando un nuevo y carísimo procedimiento que el doctor Marwan Haddad ha importado de París. Y lo hace por él. Por el tonto de la familia.

Se pone de perfil.

– Un fin de semana magnífico, solitario. He pensado en mis cosas -continúa-. No, ningún problema. Me duele mucho menos, no te preocupes. Mais non, pas de tout! Tu antiinflamatorio obra maravillas. ¿Cenaremos mañana los cuatro? Tendré algo que comunicaros, creo que te alegrarás por mí, y que podré contar contigo.

Suelta una carcajada.

– Mañana. Ten paciencia. Tú mismo lo repites siempre: si en Líbano quieres mantener un secreto, es mejor que carezcas de secretos.

Finaliza la conversación con uno de esos pajareros saludos árabe que contienen varios habibi o querido mío. Aprieta la tripa, aplastando contra el ombligo la mano con la que sostiene el teléfono. La vida de casado redondea un poco su figura, que nunca ha sido demasiado alta ni demasiado baja. Ni demasiado nada. Tony, el más vulgar de los Asmar, en todos los aspectos. O eso dicen.

Pero su esposa. Ah, su esposa. Cora Asmar, nacida Jimeno. Su deslumbrante cónyuge. Su yegua española.

Desde hace siglos los Asmar, una dinastía cristiana de hombres necesarios para el país, se cruzan con las mujeres Ghorayeb, gallinas ociosas procedentes de la misma cepa del maronitismo cerrado, aunque armadas con garras de halcón. Él ha sido el único que ha roto la regla. Sangre nueva para la familia. Ideas nuevas. Tiene tanto que dar, Tony. A los suyos, a Líbano.

Aún le duele el tobillo izquierdo. Se lo lastimó cuatro días atrás, jugando al tenis con Marwan en el club. Nada importante, una tercedura. Pocas horas después supo que su propuesta había sido aceptada, que Kamal Ayub, conocido como el Anciano -el más alto exponente del Partido de la Patria, reverenciado por todos- había accedido a recibirle en privado. El dolor, pues, le recuerda ese momento de exaltación; no empaña su ilusión por el futuro que le aguarda. Un futuro en el que Cora podrá permitirse caprichos que ni siquiera ella es capaz de imaginar. Hay más. Su familia. En veinticuatro horas, los suyos descubrirán el verdadero rostro del hijo menor. Y será el rostro de un vencedor, de un líder. Alguien digno de llevar su nombre. El más digno de los tres hermanos.

Un salto por encima, después del cual nadie se atreverá a reclamarle deudas. Pisará cabezas.

Cabezas, cúspides, Líbano.

Sale a la galería acristalada y observa la pendiente que, a sus pies, se extiende hasta el valle, verde y húmeda. A esta hora, el cielo tiene el color y el significado de la enseña del Partido de la Patria, que los Asmar ayudaron a fundar, y del que forman parte como las raíces de estos árboles. El cielo es un casco turquesa que la bruma procedente de barrancos y abismos no logra horadar, de un azul purísimo, virginal, un azul cristiano contra el que se estrella la mugrienta ceniza de los otros.

En pocos meses la nieve blanqueará las cumbres, las pistas de Faraya rebosarán de esquiadores. Él mismo y Cora disfrutarán del que es su deporte favorito, junto con la navegación, que suelen practicar en Marbella o Montecarlo, a bordo de un yate o de otro, siempre en una embarcación ajena, por préstamo o por invitación. Basta de humillaciones.

Su Cora, su futuro, su Líbano. Un país en el que, como suele apostillar irónicamente el doctor Haddad, por la mañana se puede arrojar colillas a la nieve y, por la tarde, escupir en el mar. El bueno de Marwan, que ha estudiado medicina en España y obtenido un Millenium Award en un Congreso de Estética de Miami. Entregado por completo a la dirección de su clínica de Hazmich, el doctor está muy bien considerado por los prebostes de la confesión suní, que por ahora domina el país con la complicidad de gran parte de los cristianos, entre ellos, los Asmar, y ante la fiera oposición de chiíes y de aliados cristianos de otros partidos. De quererlo, Haddad podría erigirse en cabeza suprema del cuerpo médico libanes y hacerse aún más rico. Quizá espera su momento, como él.

Este momento, el de vencer la bruma.

Regresa sobre sus pasos y vuelve a mirarse en el espejo francés.

Instante único. Anticipación.

Coge el maletín, que le espera en el suelo del descansillo, junto al bargueño en cuya superficie reposan un voluminoso rosario de madera de cedro y la fotografía del padre de Tony, muerto a manos de sus rivales cristianos durante una escaramuza que tuvo lugar en las montañas, veinte años atrás, al final de la guerra civil. Apenas dirige una ojeada al rostro arrogante del hombre ataviado con uniforme de camuflaje, pero se inclina y besa la cruz. Un gesto instintivo que los Asmar realizan siempre, al entrar o salir de cualquiera de sus mansiones, en las que no faltan símbolos de su fe. En esta ocasión, al entornar devotamente los ojos, aprieta los párpados unos segundos más que de costumbre.

Abandona la casa.

El chalet, construido al estilo suizo, es grande y dispone también de una salida posterior que da a un camino de bosque y que permanece franqueable durante el día. Varios sirvientes cuidan la mansión y la mantienen libre de curiosos y extraños.

Se dirige al Camaro 2010, aparcado en el jardín. Azul eléctrico y todavía cubierto de rocío, el auto resplandece como un joven tiburón, sin cicatrices. Podría haberlo guardado en el garaje pero le agrada exhibirlo, aunque sólo sea para los huéspedes del lujoso hotel Grand Liban, situado unos cien metros más arriba.

El Camaro es de Cora, se lo regala él por su primer aniversario. Ella le ofrece, a cambio, su embellecimiento en la clínica de Marwan -que también paga él-, y que Cora no necesita, pero así es su mujer, quiere ser la más guapa. Tony encargó el Camaro a Chevrolet, a través de un amigo muy cercano a la oficina comercial de Estados Unidos. Este modelo todavía no ha llegado a Beirut. Permitió que su mujer lo condujera durante unas horas, lo justo para presumir de coche y marido con sus amigas, pero este fin de semana se ha dado el gusto de manejarlo él. «Te lo domaré mientras permaneces en la clínica poniéndote todavía más linda. Vas a ser la más admirada de la ciudad. Mi dama española. Mía y sólo mía.»

Arranca en dirección a la cancela, anticipando el disfrute de su último viaje en solitario hasta la capital. Se ve descendiendo por la montaña como si controlara el tiempo, ajustándose a las curvas con algo de imprudencia, la valentonada de un niño que se niega a renunciar a sus antojos. Avanzará, dominando el volante con firmeza, hasta que las más tenaces alforjas de niebla queden atrás. La exuberancia de los empinados bosques se trocará en alardes de progreso, pasará por entre las muestras del nuevo boom inmobiliario que bendice el país: hormigón y vigas sueltas, edificios de acero, ventanales infinitos, grúas que parecen tentar a los cielos. Desde ahí, Tony Asmar irrumpirá en su propio sueño.

El poder. El poder de quien conoce un secreto. Beirut se abrirá al fin para él. La ardiente ciudad, azote de timoratos, no volverá a serle hostil.

Sonríe ante la perspectiva. Pronto terminará la libertad ineficiente de que ahora disfruta, su privacidad. Coche blindado, chófer armado, guardaespaldas, radar en el capó: le esperan. ¿Un sacrificio? No para él. Tampoco para Cora, cuyos ojos brillan de deseo cuando le explica sus planes, y cuyas caricias resultan aún más ardientes en esas noches en que él se desahoga hablando mientras la monta una y otra vez, enajenado por su propio placer, seguro de sí mismo.

Maneja suavemente el Camaro, rozando apenas el volante con la mano izquierda. Con la derecha acaricia el maletín que ha depositado en el asiento contiguo. Las dos sirvientas que están junto a la verja dejan de parlotear en su lengua incomprensible y se apresuran a abrirle paso. Son etíopes, o angoleñas, o de cualquier otro país africano -pasa tanto personal de servicio por las propiedades de su familia-, cristianas, desde luego, eso no se pregunta. La agencia de colocación que trabaja para los suyos desde hace décadas recibe severas instrucciones al respecto. Tony tiene amigos musulmanes, cómo no. A partir de cierto nivel todos se conocen. Es abajo donde no hay que permitir que se mezclen. Mantener los odios vivos siempre es rentable.

Qué perfecta mañana para una jornada feliz. Intenta conectar la radio -quizá La Voz de Líbano dé algún flash relacionado con el caso- pero súbitamente decide que prefiere escuchar a Haifa. Algo un poco acariciador, sensual, para comenzar bien su último día como don nadie. Cora y él se fotografiaron con la cantante al final de una de sus actuaciones en el Casino de Líbano. Recuerda el fuerte olor a nardos que despedía su cuerpo. Atractiva, la artista, aunque no tanto como Cora. Presiona el mando a distancia y deja que la voz aniñada de Haifa, su voz de estar chupando un polo de fresa, invada el mullido interior del Camaro, contándole cómo le curaría a besos la pupita.

Sigue sonriendo, ahora a causa del pícaro sobreentendido, cuando la explosión le arrebata la canción y la vida. El eco del estruendo se expande por las montañas y ya no hay diferencia entre el cielo turquesa y la bruma. El Camaro, su conductor, las sirvientas africanas y parte de la casa saltan en pedazos. Luego, metal, pedruscos, llamas, brasas, cenizas, sangre.

A Tony Asmar ha dejado de dolerle el tobillo.

El pitido del móvil se introduce en la mañana y Diana Dial emerge del estupor de su descanso nocturno empastillado. Son las siete en la pantalla del teléfono. Ya hace calor. Un listado de rayos solares atraviesa las contraventanas que no encajan bien -nada en el apartamento lo hace: es su principal encanto- y tablea la sábana encimera como una falda de adolescente. Diana la retira y comprueba que la araña ha pasado a mejor vida. Anoche invadió cautelosamente su cama cuando ella, demasiado dopada para luchar por su territorio, se entregaba al sueño. La dejó quedarse y se dio la vuelta. Ha dormido con cosas peores. En el despertar, la araña es una mancha de sangre y restos oscuros. Diana se limpia con saliva la huella que el insecto ha dejado en su muslo al morir aplastado.

Salta de la cama -a sus cincuenta y cuatro años todavía salta, pero ya no brinca-, arranca las sábanas del lecho y las arroja al suelo para que Joy las cambie sin necesidad de advertírselo. Entre una diligente doméstica y una desordenada patrona suele establecerse un lenguaje de signos que evita explicaciones tediosas. Sábanas en el suelo, frascos vacíos en la repisa del descansillo, letreros robados en hoteles colgados en la puerta con un «No molesten» visible, un montón de ropa acumulado de cualquier manera en la tabla de planchar, otro sobre la lavadora… A Diana Dial, que ha trabajado siempre con las palabras, le molesta usarlas en exceso.

Pitido, de nuevo. Ya son dos los avisos de Liban-call, su servicio telefónico de mensajería, pero la antigua periodista no se decide a abrirlos. Puede ser cualquier cosa, cualquier hatillo de palabras vanas. El anuncio de una reunión de curas o de políticos o de asesinos, o de los tres a la vez; la anticipación de una visita ilustre que aquí les pone a todos las camisas de punta. O bien otro aumento del precio de los combustibles, aunque eso, como el parte del cambio de divisas, suele llegar después de mediodía, casi siempre cuando ella se encuentra haciendo gestiones con la ayuda de Georges, su chófer, para quien el tema, durante no menos de cinco minutos, se convierte en apasionado objeto de conversación.

Sale al balcón a respirar. En la casa de enfrente, la mujer que cada mañana habla con sus pájaros parece haber olvidado su costumbre. Apoyada en la barandilla de hierro, contempla con indiferencia el hueco desaseado que separa los dos edificios. Algo va mal, piensa Diana.

Se dirige al baño, tropezando con maletas abiertas, cajas de cartón a medio llenar, libros amontonados en el suelo y otras señas de mudanza inminente. Deja Beirut. Su alma itinerante la envía a otro lugar, a Luxor, en donde ignora cuánto tiempo permanecerá, por requerimiento y a expensas de su amiga, Lady Roxana. Sus tesoros beirutíes -como ha ido ocurriendo con destinos anteriores- irán a parar a su casa de Barcelona. A Egipto se llevará una pequeña maleta y, si decide quedarse por un tiempo, irá adaptándose. Como suele hacer.

Su dormitorio es, por ahora, el último refugio contra el caos de la mudanza. Sabe que, en cualquier momento, la furiosa aplicación de Joy lo invadirá también. La sirvienta filipina exterioriza a su manera, con irritante laboriosidad oriental, el dolor que le produce la defección de Diana.

Entra en el baño sin mirarse en el espejo -a esta hora, algo mucho más peligroso que dormir con una araña de dos centímetros de diámetro-, escupe y orina. Se seca la última gota, deposita como siempre el papel usado en una pequeña cubeta sanitaria y, con los ojos todavía medio cerrados, localiza la botella de Dettol y vierte el líquido en los desaguaderos. Beirut comparte con la franja meridional del litoral mediterráneo un pésimo sistema de alcantarilias que no la favorece por las mañanas. La ciudad y ella están igualadas.

Prepara una cafetera mediana y sólo cuando se sienta ante la mesa de la cocina, aliviada por su reencuentro con el aroma del café, se dispone a abrir los mensajes. Un tercer envío entra cuando ya tiene el pulgar en el teclado. Leídos en sentido descendente:

«Fuentes del Ejército libanes confirman que las otras dos víctimas del atentado que ha costado la vida a Tony Asmar eran dos mujeres etíopes pertenecientes a su servicio doméstico.»

«Un coche-bomba ha sido la causa de la muerte de Tony Asmar y de otras personas de su familia, en Faraya, según fuentes del Ejército libanes.»

«Fuentes del Ejército libanes indican que una fuerte explosión se ha producido en Faraya, cerca de la residencia de invierno del empresario Tony Asmar.»

Diana Dial se sirve una segunda taza y telefonea a Georges, a sabiendas de que es inútil. Las líneas se colapsan después de un atentado, no sólo por motivos de seguridad sino porque medio Líbano llama al otro medio para comentar el asunto.

Conecta el televisor y se sienta en el sofá. Con paciencia no exenta de aburrimiento -el tedio desesperanzado que le produce la estupidez humana-, pasa de LBC a Al Yazira y Al Arabiya. Reproducen imágenes muy similares, así como las cadenas nacionales. Es una película conocida hasta la saciedad, hasta el vómito, que la transporta a tragedias anteriores.

Histeria de las fuerzas del orden que acordonan el recinto, planos del coche calcinado, de la casa medio en ruinas, de sirvientes llorosos. Banda sonora, la usual en estas ocasiones: sirenas de ambulancias, gritos, órdenes policiales ladradas secamente. Diferentes reporteros comentan lo que saben, no mucho más que el contenido de los recados que Diana ha recibido por teléfono, pero guarnecidos con variados jadeos -como si los periodistas hubieran practicado alpinismo para llegar al lugar de los hechos-, y el férreo maquillaje y los portentosos peinados que las reporteras lucen de buena mañana. Tony Asmar ha fallecido en el acto, especifica una de las ninfas parlantes, acompañado en su viaje al Paraíso por dos miembros del servicio doméstico, dos muchachas etíopes que habían llegado a Líbano sólo un mes atrás, «en busca de una vida mejor» -a la cotorra casi se le saltan las lágrimas- y que «han encontrado un trágico pero honroso final junto al nuevo mártir».

¿Honroso? Dial lanza una blasfemia, pero la última palabra de la locutora le impide completar sus opiniones acerca de la explotación del servicio doméstico en Líbano. La muñeca de la tele ha dicho mártir, y a Diana se le ha erizado el vello de la espalda. Durante muchos meses, Líbano ha disfrutado del silencio de los coches-bomba, esa nefasta lotería en la que el segundo premio son los daños colaterales. Cuando se producen combates -y en el mes de mayo del año anterior las facciones se enfrentaron en Beirut y en las montañas hasta causar casi un centenar de muertos-, uno recibe informaciones: no pases por ahí, no vayas hacia allá. O bien escuchas los disparos desde casa y te quedas quieta, con la luz apagada, rezándole a un buen whisky. El coche-bomba no avisa, y se lleva por delante los efectos secundarios.

Los Hechos de Mayo de 2008 obligaron a los partidos a reunirse en Qatar, bajo la férrea mano del Emir -Diana sospecha también que éste distribuyó sobornos a conciencia-, para ponerse de acuerdo en convocar elecciones. Se celebraron, hubo un vencedor, pero la oposición resultó lo bastante fortalecida como para que la formación del Gobierno se demorase desde entonces, en un insensato baile de pretensiones y negativas, un cochino cambalache entre unos y otros, adelgazando aún más el hilo de sensatez política que queda en el país.

¿Ha llegado el momento de que recomience la siniestra sinfonía de bombas, metralletas y armas pesadas? ¿Y ella va a largarse, precisamente ahora? Diana Dial nunca huye del peligro.

Termina el café, se cepilla los dientes y la lengua, se da una ducha y se viste y maquilla con parsimonia, contemplándose a fondo, ahora sí. Con afecto pero sin compasión. Las bolsas oscuras siguen bajo sus ojos, pero al menos ya no tiene cara de penitente con resaca, y el pelo corto, que le deja la frente despejada, tiene un punto grande dame lleno de estilo. Sus arrugas son simpáticas, excepto la que se curva hacia abajo en la comisura izquierda de sus labios, pero incluso este amargo sello de su tozudo escepticismo forma parte de la clase que el paso del tiempo le ha otorgado para sustituir su sensualidad de antaño.

Cuando regresa al salón comprueba que el televisor continúa ofreciendo imágenes repetidas, aliñadas con material de archivo sobre la vida y milagros del difunto. El teléfono vuelve a funcionar.

Georges contesta a su pregunta antes de que acabe de formularla, como si él mismo ya se la hubiera planteado. Cosa que, sin duda, ha hecho.

– ¡No! ¿Un asesinato político? Pero ¿qué dices? De ninguna manera -se escandaliza. Diana le oye chasquear la lengua, enfatizando la negativa-. Tony Asmar no era nadie. ¿Quién puede salir ganando con la muerte de un imbécil? Salvo que su familia haya querido quitárselo de encima. He oído decir que tenía muchos gastos y pocos ingresos. Deudas fuertes. Puede que haya sido un acreedor.

Diana suspira:

– Un acreedor no mata a quien le debe dinero. Le amenaza pero no le asesina -reflexiona-. La teoría del imbécil me parece más afinada.

– Quizá un ajuste de cuentas -apunta el otro-. No me extrañaría que tuviera relaciones mafiosas.

– Esa es una obviedad, Georges. Política, económica y estructuralmente, Líbano es una entidad mafiosa dividida en células que se separan o se agrupan, se alian o se traicionan, se matan o se alimentan de acuerdo con sus intereses.

– ¡Sí, sí! -exclama el chófer con repentino entusiasmo. Adora que Diana ponga a parir a su propio país-. ¡Esto es Líbano!

La mujer marca un silencio para dar por terminada la deriva hacia el tópico. Georges capta el mensaje. Dial continúa:

– Supongamos que tienes razón, que le han matado por memo. Un tonto audaz puede meter la pata, enredarse en algún asunto demasiado grande para él, poner en peligro un negocio de alguien importante…

– Le habrían descerrajado un tiro -objeta Georges-. Todo el mundo tiene pistola. ¿Para qué molestarse en subir a Faraya, burlar la vigilancia de los sirvientes y colocar el explosivo en el coche? Un tío en moto, un disparo en la nuca, y aire. Tony era fácil de matar.

– Como todos, aquí -susurra Diana-. Hemos terminado por acostumbrarnos.

El chófer tiene razón en cuanto a las armas. El mismo guarda un revólver en el coche, escondido en la bolsa de su portezuela, detrás de los mapas. Un detalle en el que Diana prefiere no pensar.

– ¡Con lo bien que nos iba en esta calma chicha! -comenta-. Un año sin gobierno, sin violencia y sin porvenir. Consultaré con Fattush, a ver qué sabe.

Desconecta sin despedirse y llama al inspector. Su voz le llega en medio de un considerable estruendo. Diana invierte varios segundos en reconocer que se trata del mismo sonido que emana del televisor. Saltando por encima de las cajas de la mudanza, se mete en el dormitorio para hablar sin efecto estéreo.

– ¿Qué haces ahí? Ese no es tu terreno -le suelta.

El inspector Fattush se encarga de delitos normales: amantes estranguladas, atracos a bancos, robos comunes, crímenes de honor… La sangre derramada por asuntos políticos no pertenece a su departamento.

– Vacaciones. -Fattush medio mastica una carcajada sardónica-. He venido a Faraya con mi familia, aprovechando una oferta para funcionarios. Ya sabes, la paz de las montañas. La explosión me ha pillado en el hotel Grand Liban, la he visto desde la terraza. He sido el primero en llegar al lugar de los hechos.

– ¿Algo que comentar a una periodista retirada que no ha perdido el afán investigador?

– Pusieron la bomba en el maletero del coche. Muy potente, supongo que te has dado cuenta. Tres muertos, Asmar y dos sirvientas. Por fortuna, la mujer de Asmar no se encontraba en el chalet. Esta gente posee tantas mansiones que lo raro es que un matrimonio coincida en la misma cama. Nosotros somos cinco y nos apañamos con cien metros cuadrados. Por si te interesa, las criadas eran hermanas, etíopes, dos crías casi según parece. Muchos destrozos, árboles quemados. ¿Tú no lloras por los árboles quemados?

– ¿Algún enemigo o rival en los negocios? -le corta Diana-. ¿Qué clase de explosivo han usado?

– No puedo seguir hablando. Tengo a los jefes encima y a mi familia esperándome en el hotel para que los lleve a casa. Nos vemos cuando regrese a Beirut.

En el salón, la pantalla sigue con el asunto. A falta de nuevas informaciones y recogidos los testimonios de la gente de los alrededores, la cadena LBC se dedica a glosar la figura de Asmar, intercalando declaraciones de líderes políticos de su partido. La cúpula del ultraderechisla Partido de la Patria se entrega a pomposas exhibiciones de dolor, mezcladas con no menos estridentes manifestaciones de amor al país y profesiones de fe. No pasarán, éste es un atentado contra las minorías cristianas de Líbano. Percibimos la mano del enemigo de siempre. Hay quien trabaja para que las fuerzas políticas no lleguen a un acuerdo para formar gobierno. Etcétera.

Diana Dial rebufa. Tanto como el desperdicio de vidas humanas detesta la vacua verborrea que sucede a cada siega sangrienta. Pero la locuacidad chillona, y el derroche de tinta agresiva son dos de las características principales del periodismo actual, se dice. Resultan más baratas que hacer un buen reportaje sobre lo que ocurre, y excitan más al público.

Ahora la tele vomita grabaciones de archivo que reconstruyen la vida del menor de los Asmar. De niño, vestido de explorador. De joven, luciendo un uniforme paramilitar. Más maduro, inaugurando su empresa de software. Tres años atrás, asistiendo al funeral de un ministro, correligionario y también promovido a mártir, ametrallamiento junto a un semáforo mediante.

Imágenes tétricas. Si Beirut es una ciudad que sonríe demasiado, lo hace para ocultar lo lúgubre que puede ser Líbano cuando lo representan sus hombres de bien.

Aparece en la pantalla una ráfaga de la boda de Tony Asmar con Cora Jimeno, celebrada en la catedral maronita de Saint-Georges, un año atrás. Cora, resplandeciente en su día más feliz, recita la locutora, apenas ha dispuesto de un año de dicha tras su prometedor matrimonio con el joven y dinámico empresario.

Una avalancha de pequeñas dentelladas martiriza el estómago de Diana Dial. Se trata de la sensación puntual, infalible, que experimenta cuando algo no encaja en la versión de la realidad que se le ofrece. En sus días de reportera le resultó muy útil.

Jubilada desde hace cuatro años, al cumplir el medio siglo, pero no ausente de los acontecimientos, la antigua periodista, que abandonó su profesión decepcionada por el giro mercantilista al que ésta se abocaba, se había concedido un retiro de privilegio. Su único marido, el empresario mediático Lluís Brunet -conocido en el ramo como Viceversa por sus espectaculares cambios de bando-, al que tuvo de jefe en sus comienzos en la prensa del corazón, le concedió una pensión vitalicia cuando se divorciaron décadas atrás. De su breve aventura matrimonial guarda Diana menor recuerdo que reconocimiento por la generosa renta que mensualmente le pasa su ex marido. Gracias a ese dinero puede regalarse el tipo de existencia que más le satisface, alejada de las tensiones que rigen hoy en día en el mercado de la comunicación. Remirando el ayer se pregunta si, dado el paupérrimo estado actual del periodismo, haberse casado con un millonario no fue la mejor decisión de su vida. El tipo resultó poseer, además, la mala conciencia necesaria para compensar económicamente a Diana por abandonarla a causa de una lozana azafata de congresos. Y está también el hecho de que Viceversa siempre le tiende una mano en los momentos difíciles.

Desde entonces, Diana Dial hace lo que le viene en gana, lo que siempre ha deseado, aquello para lo que ha nacido. Investigar. Cierto, ya no le encargan reportajes. Ahora se envía especialmente a sí misma, se paga los gastos, se queda cuanto tiempo precisa y hasta más. Resuelve crímenes, de sangre o del alma y, a su manera, procura venganza y consuelo.

Piensa en la araña que ha aplastado mientras dormía. Algunas personas merecen el mismo destino. Ayudar a que se cumpla es algo que apenas pudo poner en práctica durante sus años de reportera.

Ya al poco de despedirse del periódico en el que trabajó durante casi dos décadas, el muy prestigioso La Gaceta Universal, resolvió un crimen ejecutado en el propio diario y contribuyó a que se hiciera justicia. A su manera, se dice Diana con satisfacción algo cínica.

Resuelve casos o ayuda a solucionarlos. En Beirut, adonde su especial afecto por esta ciudad la ha ligado durante dos años, su alianza amistosa con el inspector Fattush le ha proporcionado algunos buenos momentos. Cree Diana, sin embargo, que nada nuevo puede depararle ya el país, y por eso se marcha. En Egipto, su próxima estación, esperan nuevas intrigas. Al invitarla, su amiga Lady Roxana se lo prometió. Pero ésa será otra historia.

Moviéndose con cautela entre las cajas que pronto alguien de una agencia recogerá para mandarlas por cargo aéreo a Barcelona, Diana Dial intenta localizar revistas atrasadas que se han vuelto inesperadamente valiosas. ¿Se las habrá llevado Joy? No, gracias al cielo.

Un coche-bomba y cambia la visión del futuro. Anoche se acostó sin otra preocupación que la perspectiva del traslado y el posible itinerario que una araña podría seguir entre sus sábanas. Hoy despierta con los sentidos en estado de alerta ante la incertidumbre. Una sensación tan conocida como el malestar en las entrañas que le produce el recuerdo de Cora Asmar.

La sirvienta, que llega con su hija en brazos, encuentra a la dueña de la casa sentada en el suelo, rodeada de ejemplares de Mondanité. Esa mañana Joy luce una expresión taimada, enigmática, en lugar de la sonrisa plena de vitalidad y optimismo que suele acompañar sus «Goodmooooooorning». Sujeta a la pequeña, apretándola, con el temor de un animal por su cría.

Yara tiene dos meses. Su madre insistió en reincorporarse al trabajo una semana después del parto, a cambio de traerla consigo, y Diana se ha acostumbrado a su carita morena, de ojos rasgados como los de Joy y labios abultados como los de su padre, un esbelto egipcio que inmigró a Beirut para trabajar en la construcción. Cuando Joy le confesó a Diana que estaba embarazada de Ahmed y que un muftí los casó al poco de quedarse encinta, la española quiso mostrarse animosa. «Los egipcios son muy buenos maridos», le dijo, y sabía que era así. «Sí, buenos maridos -asintió Joy con desánimo-, y muy, muy pobres.» Joy, Ahmed y Yara han formado parte de la familia que la vida le ha regalado a Diana en Beirut. Sus mundos son lejanos pero, por un tiempo, lo que ha durado esta nueva aventura de la periodista, se han comunicado de piel a piel.

Nada de «Buenos días», pues. En su lugar:

– Madam, madam! ¡Más guerra! -exclama Joy, apretando aún más a su hija-. Usted no va a irse de Líbano. Usted nunca abandonó Beirut con bombas.

Era eso. A pesar del pavor que le producen los atentados y del miedo, acrecentado desde el nacimiento de Yara, a otra etapa de inestabilidad política, Joy cree que, gracias a este atentado, la señora va a deshacer los bártulos.

Con una revista abierta sobre las piernas cruzadas, Diana reflexiona rápidamente. Joy, expectante, acuna a su bebé. Y la periodista entiende que la filipina va a salirse con la suya, al menos de momento. Pero no por las razones que la otra imagina.

– Me duele el estómago -anuncia, simplemente.

– ¿Le preparo un té de menta? ¿Nota aires? ¿Una infusión de anís?

Niega lentamente con la cabeza, sin dejar de mirar a Joy a los ojos. La sirvienta comprende, su rostro se ilumina.

– ¿Un caso? -pregunta.

Asiente con una sonrisa.

– Es posible.

– ¿Presentimiento en la barriga? -Joy parece sumamente feliz.

Desde que Diana Dial ayudó a Fattush a que metiera en la cárcel a un grupo de estafadores que operaban en la Western Union engañando a las filipinas que enviaban dinero a sus hogares desde sus oficinas de Hamra, Joy cree con ceguera en las capacidades de su patrona para resolver misterios policiales.

– ¿No es coche-bomba, entonces?

– Sí lo es -responde Diana-. Eso nadie puede dudarlo. Lo que no está claro es el motivo, ni la autoría.

– ¿Era hombre importante? La mujer, muy guapa.

– Ése es el asunto -dice Dial, zanjando la conversación y volviendo a su examen de las revistas.

Porque lo que Joy llama el presentimiento ha asaltado su estómago al aparecer la rutilante Cora en la pantalla del televisor, cuando los informativos han pasado los fragmentos de la boda con Asmar.

Nunca le ha caído bien Cora, pese a las alabanzas que su común amigo Salvador Matas le dispensa con generosidad. ¿O es precisamente esa exaltación de sus cualidades en boca del, por otra parte, sexualmente imperturbable arabista, la causa de su animadversión? Matas siempre ha intentado vendérsela como un prodigio de inteligencia y belleza. No es que Diana esté celosa. ¿O sí? Desde que se conocieron, al poco de su aterrizaje en la ciudad, Salva se ha convertido en uno de sus mejores amigos. Más que eso, es un compinche. Es bastante más joven que ella, pero tienen mucho en común. Pese a su erudición, Matas es un conversador ligero, notable contador de chismes y anécdotas. Disfruta mucho, Diana, con sus encuentros semanales y el intercambio de información, ironías e incluso parodias que puntean sus charlas. Se siente atraída hacia él, pero esta verdad se la oculta a sí misma las más de las veces. Nada en su amigo, ninguna señal, la predispone a dar un paso en falso.

Se pregunta a menudo qué sabe ella de Salva. El embajador Ramiro De la Vara no es una fuente muy fiable. Los dos hombres coincidieron en unos cuantos destinos, ya que Salva pertenece a la cuadra de profesores que trabajan en la Fundación Quijote para la divulgación global del castellano y, en condición de tal, ha enseñado en un par de capitales del norte de África, así como en Damasco y El Cairo. De la Vara lo sabe todo sobre etiqueta y cortesía, e incluso sobre intrigas en las altas esferas, pero carece de inteligencia emocional. Y aunque La Casa -como llaman los iniciados a la institución quijotesca- es un hervidero de hormonas, sus chismorreos básicos apenas traspasan las paredes del edificio que ocupa en el viejo Beirut. Sus intrigas, académicas o pasionales, componen un puchero poco apetitoso incluso para Dial, que tiene por oficio observar la naturaleza humana.

En cuanto al embajador -un viudo borrachín y faldero, miembro del Opus Dei, con media docena de hijos repartidos en cargos importantes en Madrid-, es más probable que conozca con quién se acuesta el director de la Fundación Quijote -o con quién no, lo cual resulta más frecuente- a que detecte los hábitos sexuales de profesores y funcionarios; mucho menos entre la tropa. Y Matas no es más que un profesor de español bien considerado por sus alumnos pero que nunca alcanza -porque no quiere o porque no puede, otro de sus misterios- un rango superior en la institución.

Del arabista Diana sabe lo que éste le muestra, los signos que le envía su lenguaje corporal cuidadosamente contenido, porque él jamás se refiere a su intimidad ni evoca recuerdos del pasado. Quizá por eso mantiene su atención fija en él, su instinto periodístico -detectivesco, rectifica- siempre alerta. Intentando descifrarle, la investigadora se ha aficionado a su presencia, a su existencia. Pero Dial va a dejar Beirut para siempre -tanto como se lo permita su alma vagabunda-, y ninguno de los dos ha hecho otra cosa que dar por sentado que la amistad seguirá en un escenario u otro. En los temas personales, el lingüista es como una casa con ventanas y puertas cerradas. Una casa sin luz, mal que le pese a Diana.

Salvador Matas no ha cumplido los cuarenta -la periodista le lleva quince años cruciales, al menos para ella- y es enjuto, moreno, alto y barbudo como un cruzado. Resultaría severo si una dentadura blanca y perfecta no despejara a menudo su semblante, enmarcada por unos labios mullidos cuya sensualidad irrumpe inesperadamente. Es atractivo y viste con elegancia, siempre de oscuro, en verano como en invierno, y los jerséis o las camisetas cuelgan de sus hombros delgados como cotas de mallas. Parece un castellano viejo en una producción sobre la vida del Cid Campeador.

Su sobriedad aparente esconde una mente exacta, un espíritu afilado y una lengua de víbora, cualidades que Diana aprecia por encima de todo. Se le ve siempre un par de pasos por detrás del lugar de los hechos: no porque no quiera llegar, sino porque ya ha estado allí, cree la reportera. Es un observador de la naturaleza humana. Como ella. Aunque ella combina el análisis con la acción. Incluso en su expresión corporal, Salva muestra su intención de no querer salir de sí mismo.

Fue él, recuerda Diana mientras pasa las páginas de un Mondanité, quien le presentó a Cora Jimeno en una recepción en la embajada. Por entonces, de eso hace casi dos años, la chica, también recién llegada a la ciudad, reinaba en las noches de Beirut, según expresión del propio Matas, que solía glosar regularmente las conquistas de la muchacha. «La he rescatado del Quijote de El Cairo. No es ciudad para una mujer como ella. Se moría de aburrimiento. Cora necesita brillar, deslumbrar, enamorar. Y follar, coño.» Con un puesto fijo en la Fundación beirutí y pista libre en los locales nocturnos que proliferan en el lado cristiano, a Cora Jimeno todo parecía irle bien. Desde la fiesta de la embajada, Diana Dial ha seguido las andanzas de la bella, gracias a los escrupulosos partes de Salva y, a raíz de su compromiso y posterior matrimonio con Tony Asmar, también por los cotilleos de las revistas de sociedad.

– ¡Lo tengo! -grita, agitando un Mondanité.

Joy llega corriendo desde la cocina, temiendo que el alarido haya despertado a Yara. Pero la niña duerme, sin inmutarse, en el rincón más resguardado del salón -junto a su mecedora- anidada en una cuna rosa, ribeteada de pompones, regalo de Diana.

La filipina se inclina, fisgona, por encima del hombro de la mujer:

– ¡Es ella! -se extasía-. ¡La pobre viuda!

El reportaje que Diana examina, publicado en la primavera de 2008, marcó la aparición de Cora Jimeno, por la puerta grande y en papel cuché, en la escena pública libanesa. Líbano acababa de vivir un espeluznante episodio de violencia -los Hechos de Mayo-, pero los ricos que no habían buscado refugio provisional fuera del país continuaban desarrollando sus boatos como si el caos no pudiera alcanzarles. Mejor dicho, como si el caos fuera -y lo era, lo es- su razón de existir. En Beirut, a una crisis siempre le sucede un período de calma, y eso significa una nueva recalificación del suelo, otro frenesí vitalista y más oportunidades de hacer negocios. El Mondanité que Diana tiene en sus manos, aunque no tan voluminoso como acostumbra a ser, refleja en sus satinadas páginas esa burbuja de lujo excesivo en la que se mantiene, anestesiada, parte de la sociedad.

Cora Jiménez, futura esposa del empresario Tony Asmar -perteneciente a una de las familias más ilustres de la tribu maronita-, resplandece en el cumplido reportaje gráfico de su fiesta de compromiso. Viste de rojo, un modelo de crepé de seda, sin hombros, ajustado, que ciñe su silueta y se amplía a partir de las caderas perfectas, firmes, permitiendo que el juego de la falda deje adivinar la calidad marmórea de los muslos. El pelo, también de color fuego, natural, se desparrama escandalosamente, tal como les gusta a los árabes, en torno a su cabeza de muñeca. Diana la imagina enlutada, y no le cabe ninguna duda de que el negro le sentará muy bien.

Recuerda que, en aquel tiempo, se preguntó qué podía conducir a la liberada Cora a aceptar el yugo de una familia libanesa tan tradicional como estrecha de miras. «El amor, no lo dudes», le había dicho Salva cuando se lo preguntó. «¿En serio? ¿Enamorada de ese insignificante?» «El amor escribe con renglones torcidos. Como Dios. A tu edad y con tu experiencia, deberías saberlo», comentó el otro, y Diana calló, confundida. En su fuero interno, Dial se dijo que, posiblemente, la muchacha -tenía veintiséis años- no estaba tan emancipada como parecía. Joder por libre sólo rompe cadenas secundarias.

– ¿Usted la conoce? -inquiere Joy-. ¿Es tan guapa como en las fotos?

– Mucho más -admite Diana, a regañadientes-. Es impresionante.

Impresionante era el adjetivo exacto para definirla. Lo que la distinguía de las otras mujeres, además de su atractivo de pelirroja de película y su cutis de camelia, era su carnalidad. Imposible que alguien -salvo otra mujer- se fijara en lo que llevaba puesto. Parecía ir desnuda, parecía saber perfectamente que lo parecía. Al saludar se apretaba por igual a hombres y mujeres, bestializando el abrazo, poniendo a prueba el registro sexual del otro o la otra. Cuando la conoció, la otra se lanzó a abrazarla y Diana casi sintió su prominente pubis encima del ombligo, y se dijo que esa mujer iba a acabar muy mal. No era un juicio moral, sino un vaticinio casi físico. Mirarla era como ver a una criatura de pocos años haciendo equilibrios en la barandilla del balcón de un quinto piso. Había que quedarse quieto y esperar a los bomberos.

A Diana le llamó la atención hasta el desasosiego la carga de desdicha que adivinó en Cora, a pesar de sus carcajadas excesivas, de la abrumadora exhibición de sus encantos, de las interrupciones telefónicas que marcaron sus conversaciones y coqueteos mientras permaneció en la fiesta. Llamadas masculinas, citas -sí puedo, no puedo; contigo sí, contigo no-, todo ello sin que la chica interrumpiera su agresiva demostración de soberanía femenina en directo. Como si unos y otros fueran cerezas que removía en una cesta. Y sin que sus ojos grises, felinos, dejaran de reflejar una avidez, un hambre emocional que, al anunciarse, ya predecía que nunca habría de verse colmada. En algún punto de su recital Cora se dirigió a ella: «¡Una periodista veterana, qué ilusión! Viviste algo de los setenta, ¿no? Me encantará que me lo cuentes. ¡Cómo me habría divertido en una época tan libre! ¡Me habría puesto ciega de ligar!» Diana quedó en llamarla pero nunca lo hizo. Esta chica da mala suerte, pensó. O tiene mala suerte. O las dos cosas. También podía resultar el tipo de mujer que se agarra a tu cuello y te arrastra con ella. Diana no deseaba averiguar a su propia costa cuál era el punto débil de la joven.

Aparta el reportaje. Yara se ha despertado y, cuando su madre acude en respuesta a sus balbuceos, la encuentra en brazos de su jefa.

– Sí -dice Diana Dial mientras mece al bebé-. Tengo ganas de ver qué tal le sienta el luto a Cora Asmar.