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Diana Dial se remueve, impaciente, en el asiento posterior del coche. Georges conduce con su aplomo habitual, y el Audi se traga sin esfuerzo los últimos kilómetros de empinadas curvas que les conducen a Beit Tum.
– ¿Cuánto crees que vamos a tardar en liquidar la visita? -gruñe la mujer.
Georges no se molesta en responder. Si algo conoce Diana es la extensa duración de las honras fúnebres y de las bodas en Líbano. Las dos modalidades de ceremonia ofrecen un desenlace similar: en ambas se sepulta a alguien. Sólo que, en los enlaces, el cadáver se mueve y viste de novia.
– Un funeral a finales de septiembre, con lo que aún pega el sol a mediodía -sigue quejándose Dial-. Hay que dictar una ley para que estas jeremiadas se celebren al anochecer. En eso, la mayoría de las bodas sacan ventaja. En eso, y en que la muerta puede bailar.
Como de costumbre, Georges no le hace caso. Se sabe tan bien el carácter de su patrona como la viabilidad de las rutas de Líbano, los recovecos de los barrios más amagados de Beirut, el pedigrí de cada dinastía de renombre y el qué pasa político. De una familia militar cristiana seguidora del opositor general Aoun, aliado de Hizbolá, el chófer es un ferviente discutidor de los asuntos públicos, un paternalista consejero en los temas prácticos y un completo pasota en lo que respecta a los cambios de humor de su jefa.
– Qué gentío puede haber, con lo que les gustan a éstos las honras fúnebres… -insiste, a pesar de que es su curiosidad lo que les ha conducido hasta allí-. Júrame que, si me desmayo, me rescatarás.
Entran en Beit Tum. Es una localidad pequeña, de construcciones levantadas en piedra caliza, plagada de iglesias maronitas. La más venerada y solemne se encuentra en la plaza principal, situada en la cúspide del pueblo. Desde allí, colina abajo, la autoridad espiritual vierte sus efluvios y se funde con la comunidad, reforzando sus ya acorazadas tradiciones. Al otro lado de la plaza, la mansión familiar de los Asmar se alza como una pequeña ciudadela, dotada de murallas y de un túnel lateral por el que se penetra directamente a la capilla de la propiedad. En este recinto tienen lugar misas y otros oficios de exaltación patriótico-familiar.
El abuelo Asmar, Michel, ya fallecido, fue el primer alcalde de Beit Tum después de que Líbano obtuviera su independencia, y mantuvo el bastón de mando durante dos décadas, hasta el estallido de la guerra civil en 1975. Poco antes de que empezara el conflicto, junto con Kamal Ayub y otros patriotas afines fundó el Partido de la Patria. Ayub todavía vive, nonagenario pero muy lúcido para su edad, es algo así como el gran consejero de la formación y su autoridad se extiende a casi todo el maronitismo. Sus acólitos le llaman el Anciano, y no hay asunto concerniente a la comunidad que escape a su sabio juicio.
A Michel, ya fallecido, le siguió en el control del clan su único hijo varón, Michel Júnior, muerto al final de la guerra, en una refriega entre facciones cristianas de las muchas que tuvieron lugar en la montaña maronita. El nieto mayor, Samir, actual cabeza del clan, tiene cincuenta y dos años y ha dedicado toda su vida a la política y al partido. Fue ministro en dos ocasiones, pero antes peleó en la guerra, y los hombres que tuvo a sus órdenes todavía narran, jactanciosos, las crueldades que infligió a sus enemigos, ya fueran musulmanes o de partidos cristianos rivales. Es dueño de un banco y diputado saliente del Parlamento de Beirut y su nombre suena para una cartera ministerial influyente -Industria o Telecomunicaciones- en el próximo Gobierno, si es que llega a formarse.
El hijo mediano de los Asmar, Élie, de cuarenta y ocho años, forma parte del comité central del partido, pero sus intereses se centran en una importante compañía inmobiliaria que posee con un socio francés, y la mitad del año lo pasa en París. Tony fue un tercer hijo muy tardío, y al parecer recibió sólo los restos de una genética que conoció tiempos mejores.
Gracias a su alianza con los Ghorayeb, muy ricos pero menos significativos políticamente, los Asmar son los dueños de estas montañas y de quienes las habitan, y cuentan con una clientela electoral tan venal como dócil y fanática, lo que acrecienta su fortuna e influencia, prolongándolas a lo largo del tiempo y proyectándolas hacia el futuro.
No resulta extraño que el añejo edificio de la iglesia principal esté hoy desierto. La apesadumbrada multitud que ha acudido a la ceremonia dirige la proa de su fe hacia la casona en donde se asienta el poder terrenal. Tiempo habrá de reparar los parterres eclesiales que ahora unos y otros pisotean, transidos de duelo y al borde de la histeria. Llorosa e indignada, la afligida masa sólo tiene ojos para la mansión de los Asmar.
En la plaza y callejuelas adyacentes, atestadas también de fieles, árboles y farolas soportan el peso de monumentales retratos del muerto. Sonríe Tony Asmar, dignificado por un halo seráfico de laboratorio al que sólo le falla el copyright. Made in Lebanon. Carteles y pancartas: ese subproducto de la potente industria segregada por el atentado político libanes. Los lemas que acompañan el despliegue exigen lo de siempre, verdad y justicia. No falta tampoco la palabra mártir, que a Diana Dial le produce náuseas. Porque para mártires, los vivos. Y unos, mucho más que otros.
– Cuánto cuento -comenta la ex reportera, agarrándose al brazo de Georges.
Un repentino movimiento de la muchedumbre les empuja hacia el interior del túnel.
– Por todos los infiernos, no se te ocurra perderme -farfulla Diana, medio asfixiada entre carnes sudorosas y perfumes de mujer a cuál más abrasivo.
Voy a echar la pota, piensa, porque hasta allí llega, además, procedente de la capilla, un fuerte tufo a incienso y a flores. Un hedor nauseabundo que le devuelve el recuerdo de sus precoces desmayos en las iglesias de su niñez.
– Aquí hasta el más tonto se convierte en mártir -comenta en español, porque no le apetece que la linchen.
Otra sacudida del personal y Diana Dial pierde el equilibrio y a Georges. Propulsada por el empellón de los más impacientes, desemboca a trompicones en un gran zaguán bordeado de columnas rematadas por arcos que le confieren, junto con las banderas y pendones que ornan las paredes, un aire de salón medieval. Al fondo de la pieza, previa a la capilla que custodia el féretro, en pie delante de una hilera de sillería antigua de madera labrada y tapicería de terciopelo granate, se encuentran los deudos, recibiendo condolencias.
Apenas un par de metros separan a Diana de los representantes de las familias Asmar y Ghorayeb, que incluyen a un sacerdote barbudo y a un par de sofocadas monjas.
Observa, en primer lugar, velozmente y de rostro en rostro, las diferentes escalas de compunción que ofrecen los anfitriones. Intenta detectar otra característica libanesa, propia de los funerales de élite, el mal disimulado rechazo a la efusividad de los extraños, ese apenas encubierto desdén hacia las emociones de los inferiores, un menosprecio que imperceptiblemente hace encajar mandíbulas. La rigidez sólo se rompe cuando el que abraza o besuquea es alguien a quien se considera un igual, o alguien que es más y al que se deben favores, o que puede ser fuente de mercedes. Una mano que aprieta los párpados, tomada por un intento de alivio de la pena insoportable, oculta, a menudo, algo más simple: agotamiento, irritación, fastidio.
La mirada de la periodista se detiene en Cora Asmar, y casi emite un silbido de admiración. Sostenida -¿o aprisionada?- por las mujeres del clan, la joven se acopla en su atavío a una viuda de película de Hollywood de los años cincuenta. Traje de chaqueta negro y ceñido, abotonado hasta el cuello, y la roja melena -de un rojo que disolvería cualquier luto- convenientemente enfundada en un casquete de terciopelo negro, del que surge un corto velo de tul. Tras la telilla, los ojos de felino hambriento parecen insondables; la boca carnosa, al aire y sin pintar, se cierra con determinación.
Ya segura de sí misma, tras recuperar el equilibrio, la ex reportera se acerca a la viuda con la intención de abrazarla tal como las circunstancias requieren y preguntándose si, en esta ocasión, la otra le frotará el vientre con su felpudo.
Cora atiende los pésames como una sonámbula, sin moverse, rígida, indiferente a los brazos de las tres mujeres Ghorayeb -la matriarca, Yumana y dos nueras- que la cercan, sujetan y encarcelan, de eso ya no le cabe a Diana la menor duda cuando se acerca. Las tres damas emiten señales de haber sido gravemente ofendidas, pero la ex reportera no puede asegurar que la muerte de Tony sea la causa de este obvio resentimiento, al que el infame trío de labios inflados de colágeno despoja de toda autoridad. Dos generaciones, Yumana, de setenta y muchos años, con su aspecto de sapo anoréxico, y las cuarentonas Aliñe y Sylvie, unidas por lazos de sangre y por la voluntad de un mismo cirujano en el limbo de las recauchutadas.
Cenicienta Cora produce entonces un quejido y un movimiento extraños. Dial cree que va a desmayarse, y se sorprende rogándole en silencio que no lo haga, que se mantenga firme. Aguanta, chica, esas zorras no te merecen. Ah, no, respira Diana de inmediato, no es un desvanecimiento, sino un pequeño retroceso que le sirve a la viuda para tomar impulso, forcejear corto y rápido con las otras, zafarse de su triple abrazo como una criatura arrancada por fórceps de un seno tóxico. Se adelanta Cora hacia ella, se encoge para facilitar el abrazo, y Dial la siente desvalida y huérfana.
La viuda se aparta, y se levanta el velo. Sus ojos secos se clavan en Diana con desesperación.
Los asistentes de las primeras filas dejan de murmurar y lloriquear, y su silencio se contagia como un rumor o como una calumnia a los espectadores -¿qué otra cosa son?- de atrás, y poco a poco el silencio y el rumor y tal vez la calumnia llegan a la plaza, en donde la gente también enmudece.
Pero Cora no ha hecho nada indecoroso, nada que la tradición maronita pueda reprochar. Se ha levantado el velo, cierto, y ha musitado algo, algo que sólo Diana ha podido entender.
– Ayúdame -ha dicho en castellano, apenas un susurro-. No me dejes.
Vuelve a poner el velo en su sitio y recupera su lugar de presa en la planta femenina carnívora.
Se rompen el hechizo y el silencio.