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Miércoles, 30 de septiembre de 2009

Diana no da un paso sin Georges, ni siquiera cuando va a correr por la Corniche. El chófer la conduce hasta el punto de partida y la recoge en el de llegada, porque nada le agrada menos a la ex periodista que ir y volver. En ningún aspecto de su vida. Hoy, sin embargo, el hombre la acompaña a pie, en calidad de amigo, amén de conseguidor y guardaespaldas. «Un metro ochenta y noventa kilos de buena musculatura tiene mi sanbernardo», suele comentarle Diana a Joy, cuando se pone tiernamente irónica.

La catedral de Saint-Georges ha sido acordonada y tomada por fuerzas de seguridad de distinto pelaje y esbirros del Partido de la Patria. Se levanta en el centro político y turístico de la ciudad, dentro del perímetro de las construcciones de gran lujo erigidas a lo largo de los últimos veinte años. La guerra civil redujo parte de su fachada a cascotes, pero fue restaurada y sigue sirviendo para lo de siempre: bodas, bautizos y ceremonias políticas, lo que incluye honras fúnebres por los proceres del maronitismo asesinados y la puntual celebración de aniversarios mortuorios.

La autopista y las calles y avenidas que conducen al centro han sido cortadas al tráfico por las autoridades, resguardando una superficie urbana del tamaño de un estadio de fútbol. Diversos tipos de policía ataviados con variopintos uniformes -diseñados todos para subrayar la fiereza y marcialidad del portador- controlan las barreras. En las esquinas, voluntarios del partido al que pertenece la familia Asmar vigilan con sus aparatos de transmisión, las gafas oscuras de rigor y riñoneras al cinto.

Diana y Georges se han acercado andando, porque la mujer vive a sólo veinte minutos del templo. Al pasar bajo los árboles de la calle Damasco se ha detenido un momento a respirar su aroma, y Georges la ha secundado, respetuoso. La mujer viajó a Beirut no pocas veces, como reportera, durante los últimos cinco años de la guerra, y en todo aquel tiempo esta zona, destruida con saña por los contendientes, constituyó una barrera de estúpida muerte y ruinas a la que sólo pudo acercarse reptando con milicianos y francotiradores. Le gusta sentirse en pie aquí, bajo los laureles de ludias, y otear, frente a ella, la explanada en donde antes estuvo la plaza de los Mártires, hoy convenida en un área multiusos en donde la estatua de los susodichos parece un desastre estético más. Al fondo, el mar y las instalaciones portuarias y, más lejos aún, los montes color lavanda que bordean Líbano de norte a sur y que, por el este, salpicados de valles y creencias religiosas diversas, separan el país de la vecina Siria.

Diana cree que Georges le ha preparado un sitio en primera fila, ante el escenario con cabina de cristal antibalas listo para que hablen los líderes después de la ceremonia. No obstante, no puede estar segura. El hombre adora sorprenderla con pruebas inéditas de su especialidad profesional, que consiste en conocer a todo el mundo. En esta ocasión logra impresionarla de verdad. En otras, Dial lo finge. Es como hacer el amor o recibir un masaje: si jaleas al otro, te trata mucho mejor.

– Tu aparato fotográfico -le preguntó anoche-, ¿tiene un buen teleobjetivo?

– ¿Mi Nikon? -ella, prepotente-. ¡Un 18-200 milímetros, saca hasta los pelos de las narices!

– Pues tráela, porque he conseguido algo… Prefiero no contártelo aún… Un amigo mío… Un tipo importante…

Georges tiene tantos amigos importantes, o eso dice, que si se pusieran en fila llegarían hasta Tiro. Lo cierto es que lo mismo le consigue la prolongación del visado que un pase para una discoteca selecta en viernes por la noche.

Esta mañana ha llegado inflado como un buñuelo, y Diana ha deducido que la gestión ha salido bien. Se ha hecho la tonta, sin embargo. Dios, cuántas veces no se habrá hecho la tonta ante un hombre, en Beirut y en cualquier otro país árabe. Es un arte que domina y le proporciona buenos resultados.

Bajan lentamente por la calle Damasco -una riada de simpatizantes empieza a circular por los alrededores- y atraviesan la avenida de Fouad Chebab por debajo del puente, ese puente donde, en los días normales, obreros en busca de trabajo esperan a que llegue alguien que se los lleve en una camioneta para ganarse la adusta paga de una jornada larga.

Ningún territorio representa mejor las obsesiones, contradicciones y tragedias de Líbano que este que fue machacado a propósito durante quince años de guerra. Diana Dial se da cuenta de que recorre el territorio como si se despidiera de él. Tiene razón Joy, ella nunca se va cuando caen bombas, ni cuando se topa con un caso interesante. Sabe la ex reportera, sin embargo, que estos dos años beirutíes se cierran a su espalda para siempre. E inevitablemente siente la nostalgia que le producirá, en el futuro, tropezar con una persona o abrir un mapa o ver un informe del tiempo en la televisión; cualquier nadería le devolverá los aromas y pasiones de los días aquí transcurridos.

A su derecha, la catedral armenia. A la izquierda, las ruinas de una pequeña iglesia cristiana y las hoy legendarias entrañas metálicas del que fue primer gran centro comercial de la ciudad, una víctima del conflicto que se resiste a desaparecer. Un poco más adelante, siempre a la izquierda, la catedral maronita y, entre la mezquita de Amin y unas vallas que anuncian la construcción, en ese mismo lugar, de una urbanización de ensueño, la enorme tienda-tumba dedicada al mártir más importante del país, Rafik el-Hariri, el tipo mitad libanés, mitad saudí, que desterró para siempre de Líbano los pocos escrúpulos que quedaron respecto al dinero después de la guerra civil.

Dentro de esa especie de carpa circense, flores frescas, retratos secos y luces de neón reciben a peregrinos y turistas. Los últimos creen que se trata de una sepultura provisional. Ja, piensa Diana. Nada es provisional en Líbano. Todo se enquista, se pudre y sobrevive, enturbiando el aire con sus permanentes efluvios. Cuando menos lo esperas, una pestilencia se sobrepone a las otras. Pero nada desaparece.

Paralela a la catedral, en el lado izquierdo de la explanada, se encuentra Saifi, la elegante urbanización reconstruida, corregida y aumentada para millonarios autóctonos de tendencias orientalistas. Desde cualquier balcón o ventana de las relamidas lachadas que dan a esta parle, un rico libanés puede contemplar el panorama antes descrito: iglesias, mezquita, tumba, aparcamientos, unos baños romanos, el edificio Virgin, las ruinas, los nuevos edificios de acero, bloques prefabricados y cristal. ¿A los habitantes de Saifi les perturba este paisaje inacabado, erigido sobre un subsuelo erizado de agravios? Día y noche, vigilantes privados controlan los accesos a este barrio. Tony y Cora Asmar hicieron de uno de los apartamentos de lujo su nido de recién casados.

Diana siente ahogo y no es por la multitud que se va reuniendo, tanto a la puerta de la catedral como delante del escenario, preparado junto a la mezquita, muy cerca del lugar adonde Georges la conduce. Siente asfixia por las piedras, por el asfalto, por este territorio de la desmemoria en el que, de repente, rebrota una única manifestación del recuerdo. La más infame. El rencor.

¿Es esto lo que van a conmemorar hoy? ¿El regreso del rencor?

Georges saca a Diana de sus negros pensamientos.

– Un jefe de seguridad, un hombre importante… -le explica- me ha dado el nombre de uno de los que vigilan el acto desde ahí. -Señala el techo del edificio Virgin-. Nos dejará pasar y podrás tomar fotografías. En la terraza.

Dial abre los brazos, colmada en apariencia por la noticia. En realidad lo está.

– ¡Oh, Georges, eres fantástico! -le arrulla-. No hay nadie como tú.

El chófer ronronea, complacido, reafirmado en su superioridad, que posiblemente considera infravalorada en los momentos bordes de Diana, que no son pocos a lo largo del día.

Entran en Virgin por la puerta posterior. Cuando llegan a la terraza observan que, además de los tiradores de élite de rigor, se encuentran otros invitados, casi todos periodistas al servicio del partido de los Asmar.

– Vaya, los mejores sitios ya están copados -se queja Diana, en el tono que más estimula a Georges.

Catapultado por la fe en sí mismo y el convencimiento de tener una misión -dejar muy alto el pabellón de los libaneses, y el suyo propio, ante una extranjera a quien considera importante-, el hombre se precipita hacia uno de los periodistas. Tras unos minutos de intercambio de mentiras y halagos, el sitio del otro es de Diana Dial, que da las gracias, generosa pero comedidamente, no vaya a picarse ahora Georges.

Nunca antes ha contemplado Diana una manifestación de este género desde las alturas. A vista de pájaro, el gentío congregado ante la tribuna parece haber acudido a una fiesta. Agitan banderas libanesas, del partido del difunto y de otras formaciones cristianas, así como retratos de Tony Asmar y demás mártires precedentes. Más que la despedida del soso personaje que en vida fue, parece una ceremonia de recepción, como si la gente aplaudiera la reaparición del coche-bomba que ha puesto a su alcance una ocasión más para rencontrarse en los ultrajes.

Así es, en cierto modo. La producción de un nuevo mártir les proporciona la oportunidad de vitorear hasta quedarse afónicos, de excitarse con las consignas, de mostrarse prepotentes e invencibles, unidos y mejores. Cada bando posee, en Líbano, su territorio de agitación, lo cual no supone que se priven de realizar incursiones, pacíficas o no, en terreno ajeno. Pero esta zona pertenece a los cristianos fieles al viejo país y a los musulmanes suníes -que cuentan con el dinero saudí, la bendición de la Unión Europea y de Estados Unidos- con quienes se han aliado para sobrevivir, ahora que ya no constituyen la minoría dominante.

– ¡Ya vienen! -En la terraza crece la animación.

Diana consulta la hora en su teléfono y se dice que el funeral debe de haber finalizado.

Enfoca el objetivo, justo a tiempo para capturar el cortejo fúnebre que desciende desde la catedral hacia la tribuna. Encabezan la comitiva los hombres: Samir y su hermano Elie. Siguen las tres mujeres, tirando de la viuda, que parece resistírseles. Diana fuerza el télex hasta su máxima potencia y tiene la sensación de hallarse enfrente de Cora Asmar, aunque ahora es la periodista quien domina. Como en cada ocasión en que Diana ha enfocado un rostro con su télex desde una distancia considerable, piensa en lo fácil que le sería disparar una bala en la frente… si la cámara fuera un rifle de alta precisión. Omnipotencia, eso es lo que producen los télex poderosos. De ahí que tantos reporteros gráficos crean que una mera cámara les defiende, de ahí que tantos mueran en el terreno.

La viuda oculta medio rostro tras unas gafas muy grandes, muy negras -bendito télex: son de Gucci- y mantiene los labios apretados, la mandíbula rígida. ¿Dónde he visto esa misma expresión? Es el modelo viuda Kennedy, se dice Dial con sorna, y en seguida se arrepiente. Cora merece su compasión. No es en absoluto agradable la existencia que le aguarda, custodiando la memoria de su marido y vigilada por las temibles hembras de la familia. Eso en el mejor de los casos. «Ayúdame», le suplicó ayer.

Pero la punzada sigue ahí. En su estómago. Diana siente que se agudiza al divisar, hacia la mitad del cortejo, a Salvador Matas, totalmente de negro, y al embajador de España, que maneja su obesidad con imponente adecuación a las circunstancias y parece un pavo hinchado, con sus mofletes enrojecidos por la frecuencia con que cata los buenos vinos españoles de su bodega.

Empiezan los discursos. En Europa ya no quedan malvados como éstos, piensa Diana, observando a los políticos reunidos para el acto. En Europa tenemos estafadores, marrulleros, despiadados también, pero mediocres todos. Hasta los políticos bienintencionados lo son. Aquí, entre estos proceres en cuya boca anidan cuantas palabras lustrosas resultan convenientes para resaltar su patriotismo, lealtad, piedad e indignación, se da un alto porcentaje de malos en estado puro, malos como los de antes. Porque en Líbano, ni éstos ni sus oponentes poseen más espejos que aquellos que les devuelven la imagen de sí mismos que desean ver. Nunca han experimentado el menor interés por ponerse al día, salvo en tecnologías, y sólo para hacerse más ricos o para alardear. Las naciones occidentales, a cuyos pechos se amamantan, los entretienen con adulaciones y visitas, aparte de material militar y asesoramiento, para que el país permanezca a su disposición, pero los desprecian. Ninguno de ellos casaría a su primogénito con una de sus herederas.

Los parlamentos se suceden sin interés. Diana no se aburre. En su cámara quedan impresos una sucesión de rostros que revisitará en el futuro, cuando la nostalgia la acometa a traición y deba combatirla con un baño de realismo.

Finalizado el acto, la explanada de los Mártires se vacía con rapidez, como si cada uno descubriera públicamente, y a nadie le importara, que ha asistido al acto por compromiso. La eterna doble moral libanesa. La ambigüedad. El recinto se ha transformado en un vertedero. Los acólitos dejan atrás una alfombra de botellas de plástico vacías, latas de refrescos, bolsas de golosinas, mástiles de banderas rotos, retratos pisoteados. Y las vallas, abandonadas por los encargados de la seguridad, se cruzan en el camino de los viandantes, caídas o torcidas. Porquería. Porquería y desmemoria. Pese a las sentidas y muy anheladas conmemoraciones.

Georges acepta la invitación de Diana para tomar una cerveza en el cercano Grand Café. Charlan de política, para variar. Media hora después la deja para ir a almorzar con su familia en un merendero de Yunieh. A solas, mientras fuma un narguile, la detective aficionada se dispone a ordenar sus pensamientos, pero algo se lo impide.

Salvador Matas.

Se ha quitado la chaqueta y lleva la camisa, también negra, por fuera del pantalón. El cuello, desabrochado, muestra el escaso vello del inicio de su pecho y su inseparable talismán, una cuenta de jade en forma de lágrima invertida que pende de una fina cadena de plata. Las mangas, arremangadas, le recuerdan a Diana lo mucho que le gustan sus antebrazos.

– ¿Puedo acompañarte? -Señala la silla que ha ocupado Georges.

Con melancólica indefensión, Diana Dial asiente.

– No te he visto en la catedral -comenta Salva, después de pedir una Almaza de barril-. Aunque estaba convencido de que, de una forma u otra, habrías asistido al funeral y de que te encontraría aquí.

Salva lo sabe todo de ella, y eso la irrita a menudo. Sabe que, a partir de mediodía, es incapaz de resistir la llamada de un buen narguile, y los de Abu Hassan son los mejores de la ciudad. Conoce los cafés que frecuenta, su vida, sus andanzas, primero como periodista y, después, como detective. Está al corriente de sus experiencias amorosas y de sus desencuentros. Se lo ha contado todo ella, a cambio de la conversación ingeniosa del hombre, una charla en la que nunca se involucra personalmente, a cambio de su amistad, de su compañía. Ahora Diana se mantiene en silencio, enfurruñada por la idea de que Cora Asmar ocupe aún más la atención de Salva desde que porta su diadema de viuda lastimera, sustituyendo la dudosa tiara de personaje-estrella de Mondanité y, antes aún, el halo de luces artificiosas de las noches del Beirut que la coronó como reina.

Salva, el irónico Salva, ¿sensible a las coronas de espinas?

– Un funeral de primera -dice Matas.

– Cierto -acola Diana, sarcástica-. No ha faltado ni un solo hijo de puta de la cristiandad. Asesinos, mafiosos, malvados de los que ya no se fabrican. Si yo hubiera sido la viuda habría vomitado ante el altar.

El hombre cruza sus largas piernas a un lado de la mesa y casi se lleva por delante el narguile de Dial. Abu Hassan, que no tiene derecho a llamarse así -padre de Hassan- pues carece de heredero varón, su prole son las cinco hijas que le han dado sus tres esposas, se apresura a traer nuevas brasas. Les cuenta que se siente feliz porque la cuarta mujer, con la que se casa en pocos días, le va a dar el varón que, sin duda, él es capaz de engendrar.

La pareja se queda un momento en silencio.

– A mi entender -empieza Salva-, aunque sé que no coincides conmigo, ni el peor de los malos de aquí resistiría un encuentro en una calle de Nueva Jersey con el más insignificante de los Soprano.

Diana sonríe, acida:

– Eso tiene gracia como boutade, pero como opinión no se sostiene. En la tribuna había gente que ha ordenado asesinar a familias enteras mientras dormían. Niños incluidos.

– Como quieras. Reconoce, no obstante, que sin esos canallas este país resultaría mucho menos interesante para nosotros. Incluso ese pequeño detalle, que la gente resulte tan fácil de matar, no deja de ser un aliciente más para permanecer aquí, para sentirnos vivos.

– ¿No te importan los seres humanos? ¿Ni la política? -le sigue el juego con fingida incredulidad, consciente de que Salva es capaz de discutir de los asuntos de Líbano hasta el amanecer.

– No tanto como la posibilidad de disfrutar de las ventajas que ofrece la amoralidad del entorno. Por no hablar de lo barato que resulta vivir aquí a buen tren si se cobra en euros.

– Para eso deberías mudarte a Egipto. Está muy bien de precio para nosotros.

– ¿Acaso tú te vas allí para ahorrar? Hum, no cuadra con tu carácter. Aunque muy consumista no eres.

Diana Dial tuerce el gesto y cambia de tercio. No le apetece hablar de su aplazada partida. No quiere que el hombre deje en suspenso el futuro de su amistad. Porque eso es lo que hace en cada ocasión en que Diana habla de su marcha y, por alusiones, del futuro de esta especie de relación. Salva cierra aún más sus ventanas.

Lo cierto es que no va a irse sin investigar lo de Asmar. Carece de sentido hablar de ello con un Salvador Matas que la observa con sus grandes ojos oscuros y burlones y una media sonrisa en sus mullidos labios.

– ¿A qué has venido? -pregunta, todavía adusta. El hombre se incorpora. Coloca su mano derecha sobre la izquierda de Diana, un gesto que realiza cuando entre los dos se perfila un malentendido.

– A verte. A comentar.

– Eso es lo que hacemos siempre. Comentar. Discutir.

Súbitamente, Salva plantea un interrogante que es también un reproche y para el que Dial no está preparada:

– ¿Por qué no te gusta Cora?

Se siente pillada en falta y una delgada sensación de pánico -de miedo a perder el respeto del arabista- se instala bajo su piel. Como es normal en ella, reacciona con acidez.

– Cualquier mujer sale huyendo en cuanto la ve. Es demasiado…

– ¿Lujuriosa? -insinúa el otro.

No está dispuesta a aceptar un adjetivo que, más que desacreditar a la joven, la revela digna de deferencia.

– Lo siento, querido -vuelve a sonreír-, no voy por ahí. Demasiado invasora, demasiado agresiva, demasiado egoísta, demasiado competitiva, demasiado misógina, demasiado…

– Guapa.

– Uf, me rindo. -Ahora es ella quien coloca su mano sobre la de él-. Tiene mala suerte, Salva, ¿es que no lo ves?

– Es demasiado pronto para lanzar un juicio tan implacable. -El otro la mira con severidad-. Eso no se sabe hasta que ha pasado casi toda una vida. ¿O es que tú tenías suerte a su edad?

Herida, Diana reprime su respuesta: «Al menos, no llamaba a la mala fortuna.»

– ¿Te ha mandado ella? -se interesa.

– ¿Adónde? ¿Aquí? ¡Estás loca!

– No ha sido necesario, veo -corrige Diana-. Vienes, por tu propio impulso, a defender su causa.

– Tu inseguridad resultaría conmovedora si tuvieras veinte años. Aunque debo decirte que lo que más me choca de ti, conociendo tu inteligencia, es tu capacidad para ponerte burra.

Le arrebata la pipa del narguile y da una calada, mirándola con beatitud. Diana se relaja y suscribe también la tregua.

Bajo los toldos de la terraza, el sol les llega como aire dorado, y las perfectas proporciones de la mezquita de Omar, enfrente, resplandecen como bañadas en un metal precioso. Aparcado delante del café, un Ferrari rojo añade una nota estridente pero no discordante, perfectamente a juego con la cabina de acero y cristal que alberga el ascensor que conduce al aparcamiento subterráneo contiguo, en el que suelen morar automóviles oficiales del vecino Ayuntamiento y del no menos cercano Parlamento.

El conductor del Ferrari y su copiloto, ambos jóvenes armados con celulares de última moda, contemplan el vehículo con una mezcla de ansiedad y orgullo, sólo interrumpidos por breves conversaciones telefónicas durante las cuales, precisamente, comunican a sus amistades el estado actual del Ferrari.

– Lo deben de haber comprado hoy -comenta Salva-. ¿Te has fijado en que, cuando el uno se distrae hablando por teléfono sobre el auto, el otro vigila con doble precaución, no sea que se lo roben?

– Te equivocas. Están controlando que ningún camarero lo toque con sus dedos de siervo. -Diana se echa a reír, ya liberada de suspicacias-. Dime, ¿qué va a hacer Cenicienta para liberarse de su madrastra y de las dos brujas que le han tocado por cuñadas?

Salva se encoge de hombros.

– Amiga mía, buena pregunta.

– Parece que tu Cora cree que puedo ayudar a responderla. -Tras la reconciliación, Diana se siente generosa-. Sabrás que ayer, en Beit Tum, me pidió ayuda.

Al fin y al cabo, lo que ella tiene de Salva, su complicidad, su respeto, es algo que nadie, ni la viuda, puede arrebatarle.

– Deberías ponerte de su lado. Eres muy fina atando cabos y conoces a gente importante en esta ciudad. Pero no seré yo quien te aconseje.

Diana calla. Esa es la forma de presión que no toleraría en ningún otro. No quiere ponerse, ¿cómo ha dicho Salva? Burra. No quiere ponerse burra pero no renuncia a guardarse sus cartas para emplearlas cuando las necesite.

– No resulta fácil sacar a una simple mujer, y además extranjera, de la trampa de una familia tradicional libanesa. ¿Ha hablado con nuestro embajador?

Matas niega con la cabeza

– Ramiro era íntimo del difunto y es un meapilas. -Hace una pausa-. Hay algo peor.

– ¿Peor que quedarse viuda después de un año, sola y en medio de un clan más cerrado que el tercer sobre de Fátima?

– Peor, Diana. Cora está embarazada. El pasado fin de semana se internó en la clínica de un amigo para seguir una cura de belleza y, de paso, se hizo las pruebas. Ella ya lo intuía pero quiso cerciorarse antes de contárselo a su marido. El atentado impidió que lo hiciera.

Pues eso sí que va a resultar un problema serio, piensa Dial.

– ¿Quién más está al corriente?

– Por el médico no hay que preocuparse. Secreto profesional. Y la adora.

– Qué raro -ironiza-, tratándose de un hombre. ¿Alguien más?

– Yo. Y tú, claro, ahora. ¿Comemos juntos? ¿Aquí o quieres pescado?

En el taxi que les conduce a Le Pécheur, Diana se da cuenta de que tiene el móvil desconectado desde antes de que empezara la ceremonia.

Dos llamadas perdidas. Una del embajador de España y otra de Cora Asmar.