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Jueves, 1 de octubre de 2009

Guiada por una doncella africana que tiene los ojos hinchados por el llanto. -Cuánta abnegación hacia el amo, se dice Diana-, la periodista entra en el dormitorio de Cora Asmar.

La viuda desviste de negro. Es decir, recibe a Diana luciendo un camisón minimalista de satén negro que muestra el inicio desafiante de sus pechos y realza su cuerpo fibroso y su piel de porcelana. Un salto de cama largo de muselina del mismo color, con mangas abullonadas y cerradas en los puños, abotonado hasta el cuello y completamente transparente, obra el milagro de recordar vagamente para la ocasión que la dama está de luto. Eso y sus ojos ansiosos, que brillan entre la roja cabellera desordenada, confiriéndole un ligero aire atemorizador, un toque de medusa.

Diana Dial siente la punzada de aviso en el centro de su estómago, como si con los copos de avena del desayuno se hubiera tragado un guijarro. Ignora si lo que Joy llama su presentimiento se presenta porque detesta la naturaleza de calientapollas -de calienta-todo-, que Cora exhibe como si fuera una divisa marcada al hierro en su frente, o si, por el contrario, sus sentimientos hacia ella están cambiando, y el patetismo de sus ojos felinos, junto con el recuerdo de su petición de ayer -«Ayúdame»- la inducen a protegerla, maldita sea, y de ahí la punzada. Puede que sólo sea desprecio por su propia blandura.

Si fuera tan poco fiable como mi estómago pretende, recapacita Dial, no me recibiría vestida de putón de Belle Époque. Es muy probable que Cora Asmar sea la primera vampiresa ingenua con quien la detective tropieza en la vida real y, si es así, Diana tendrá que aceptar todo el lote. Que se casó por amor, que las mujeres de la familia de su marido son unas brujas que van a por ella y que Cora sólo desea proteger al hijo de sus entrañas de las garras de una monstruosa estirpe. Demasiado mazapán con el que atragantarse en una soleada mañana de principios de octubre. Diana Dial preferiría hallarse en la playa.

Anoche, después de sopesar si debía responder o no a la llamada perdida de Ramiro de la Vara, contactó con la viuda. A Diana no le gustan los embajadores, de España o de cualquier oda parte, y aún más le desagrada que De la Vara ostente respecto a ella esa actitud de hombre soltero de lujo, listo para ofrecerse en bandeja a la española madura -así la llamó en cierta ocasión: madurita picante- más interesante de Beirut. Tiene De la Vara la fea costumbre de sentarse a su lado en los actos públicos o festejos diplomáticos, y en esas ocasiones le propina golpecitos cómplices en el hombro o la espalda, dando a entender que entre ellos existe algo íntimo. Diana se eriza en tales circunstancias y echa venablos por la boca, pero eso todavía es peor, porque los complacidos y chismosos miembros de la tribu hispana achacan sus arranques de ira a un malentendido entre enamorados otoñales. Sólo al pensar en los comentarios que los otros deben de hacer a sus espaldas le entran náuseas, por lo que siempre que puede opta por la salida más fácil: huir del embajador.

Abandona el grimoso recuerdo del diplomático y observa que la viuda espera su respuesta a algo que acaba de decirle.

– ¿Qué?

– Si quieres café o té, y de qué clase.

La viuda la ha recibido en su dormitorio, que es una gran sala redonda con cuatro arcos. Sólo uno tiene puerta; los otros tres comunican sin obstáculos con el baño, el vestidor y un coquetón gimnasio que Diana envidia de inmediato. Delante de la cama, un televisor de plasma de todas las pulgadas, que bien podría ser utilizado como biombo.

Mientras otra africana les sirve café -ésta no tiene los ojos hinchados-, la periodista aprovecha para lanzar una ojeada al entorno. La cama es redonda y enorme, y está cubierta por una colcha de raso blanco, a juego con el tapizado de los muebles y de los cojines.

Se han sentado para charlar bajo las ventanas gemelas que dan a la calle, de la que no llega sonido alguno. Los Asmar adquirieron este dúplex en Saifi para tenerlo como su domicilio principal en Beirut, y Saifi es una carísima urbanización de juguete creada en el centro de la ciudad, en torno a viejas casas del llamado «estilo libanés», medio destrozadas por la guerra y reconstruidas después con esmero. Siguiendo su modelo se han agrupado edificios bajos y profusamente dotados con todos los artificios que requiere el rococó entre orientalista y provinciano que, en ciertas zonas, sustituye a la ciudad anterior a la guerra: ventanas ojivales, cristales policromos, marquesinas forradas de tejas, alerones esculpidos que parecen de escayola pintada de amarillo y puertas y barandas de hierro repujado.

Diana se dice que sólo por esa casa en ese lugar ya merece la viuda el disgusto que a ella le provoca.

Y entonces, como un eco de sus pensamientos, o de la pregunta que Salva le hizo la tarde anterior, Cora Asmar frunce las cejas y le espeta:

– ¿Por qué le caigo tan mal?

Empieza fuerte, la otra. Diana Dial se encoge de hombros.

– Por muchas razones. Te seré sincera. Me desagrada la forma en que usas tu belleza. ¿Tienes idea de lo ofensiva que resultas?

– Ah, me alegra que seas tan directa. Al menos, las cosas claras.

Se levanta y va a por un kleenex que tiene en una mesilla de noche, en una de esas cajas de plata fabricadas especialmente para que los ricos horteras vayan sacando pañuelos de papel como si fueran lenguas muertas. Podría ser peor: podría ser de oro.

Con el pañuelo en la mano se vuelve teatralmente hacia ella:

– ¿Cómo querías que te recibiera? ¿Con el pelo cubierto de ceniza y un camisón de franela? ¿Llorando? -Y se lleva el kleenex a las pestañas, burlona.

Se planta delante de ella y abre los brazos. Puro drama impostado. Demasiado impostado para no ser cierto. Pues Cora debe de saber por Matas que Diana no es tonta, y que un numerito así sólo se lo tragará si la intuye sincera.

La vampiresa ingenua agita sus brazos largos, finos, apenas velados por el salto de cama. Los deja caer en seguida, con resignación, inclina la cabeza y se derrumba en la silla.

– ¿Tienes idea de lo jodido que es, de la puta vida que tiene que llevar una que nace así de guapa?

Y se toca los pechos con un gesto flamenco que, a pesar suyo, le arranca a Diana una breve risa.

– Mírate tú -sigue la viuda-. Una mujer atractiva, no me cabe duda de que a mi edad te rondaron bastantes y de que si vives sola es porque te sale de los ovarios. Pero lo tuyo, perdóname, no es lo físico. Te quitaste, de entrada, a un ejército de imbéciles que te hubieran machacado si hubieras tenido esto, esta maldición.

Ahora se ha llevado directamente la mano al sexo, y lo ha empuñado a lo Michael Jackson en versión pubis.

– ¿Te parezco ordinaria? -Cora retoma la taza de café, la apura y llena las dos tazas sirviendo de una jarra que hace juego con la caja de kleenex-. Lo soy. Estoy hasta el coño de que los hombres sólo vean en mí lo que parezco, no lo que soy. Sí, me dirás que hago lo posible para provocar. Bueno, ¿y qué? Mi físico no me permite dejar de ser lo que los otros quieren que sea.

– Eso es muy discutible. -Diana notó que su voz no sonaba convincente.

– ¿Cómo lo sabes? Con una bata de supermercado y sentada detrás de una caja o entrando en un salón vestida de Marilyn Monroe: siempre es igual. Siempre los tíos. Lo supe desde muy pequeña, que era así y que así iba a ser en el futuro. También aprendí a dominarlos, claro. Hasta que surgiera uno que me quisiera por lo que tengo aquí.

Se señala el corazón.

– ¿Y ése fue Asmar?

– Vio una futura esposa y madre donde los otros sólo veían tetas y coño y culo y piernas. Y era muy buena persona, mi Tony. Yo siempre soñé con recogerme, crear un hogar. Soy andaluza, bueno, al menos mi madre lo es, y la familia me tira mucho. El problema es que la mía no existe. Padre a la fuga, un padrastro que quería abusar de mí, una vida independiente y desbocada desde la adolescencia. Por suerte poseo un don para los idiomas. Aprendí varios, no hace falta ser culta para hablar lenguas. Es como conducir un coche o nadar. Con Salvador aprendí árabe en Madrid, y luego coincidí con él por estos mundos… Salva me salvó, siempre se lo digo, porque al menos me quité de encima a los catetos de mi barrio, de mi ciudad, de mi país. A los de aquí, como antes en El Cairo, me es más fácil dominarlos. Aunque eso cansa mucho, me refiero a sentirse superior, darles cuerda o atarles corto, ponerlos cachondos, hacerles perder el sentido… Yo necesito a alguien como Tony. Paciente, firme, seguro. Un marido que sea también un amigo, un padre. Un hombre al que pueda respetar, que me domine y me impida cometer locuras. Y eso, Diana, es lo que acabo de perder.

Se arruga en el asiento tapizado en blanco y Diana ve su dolor en el peso que parece abatirle los hombros. Cora levanta la cabeza y se queda mirándola largo rato, sin pestañear, permite que la mujer mayor ahonde en esos dos pozos desesperanzados.

Diana se levanta y camina por la habitación para desentumecerse y pensar a espaldas de la otra. Finge admirar en silencio los tapices y retratos que ornan paredes y repisas. Por fin, a un par de metros de distancia de la viuda y templándose las lumbares con las manos, pregunta:

– ¿Qué quieres de mí?

Cora se yergue de nuevo, cruza las piernas, saca un cigarrillo de una caja a juego con el estuche de kleenex y la cafetera, lo prende con un mechero Cartier de oro y aspira una bocanada de humo.

– A Tony no lo mataron por política. Sabía demasiado, pero de su propia familia. Y quien está detrás de la bomba no es un desconocido, sino su hermano Samir, esa serpiente. Mi hijo y yo corremos un grave peligro.

– ¿Cómo sabes que es un niño? ¿Tan pronto? -Diana, que sigue una lógica de acero, no puede evitar aguar con un comentario ginecológico el dramatismo con que la otra ha revestido la revelación.

– Lo sé aquí dentro. -Otro gesto flamenco, racial, palmeándose el vientre-. Porque un varón era lo que Tony quería y porque un varón es lo que yo quiero darle, y no se hable más. Esas cabronas, si se enteran, me lo quitarán. Me envenenarán despues de parir y se quedarán con mi Antoñito. En el mejor de los casos, me echarán de mi casa, de este país. Ya sabes cómo son los árabes con los críos, con los machos. Una madre extranjera no tiene ningún derecho sobre ellos.

Pensativa, Diana se acerca a una de las ventanas y contempla, desde la altura del segundo piso, la calle vacía y peatonal, los setos que la adornan, tan podados que parecen de plástico, y, un poco más lejos, una pequeña plaza de juguete, una plaza limpia y pulcra. Un niño sería feliz -al volante de un Mercedes o de un Jaguar enano- en este barrio de turrón y chocolate. Si no fuera por la mierda que habita entre sus paredes.

– ¿Te suena el caso El-Bekara? -pregunta la viuda.

Dial deja de observar la calle y vuelve a sentarse frente a Cora.

– ¿El-Bekara? -repite.

Mentalmente repasa las carpetas que contienen sus recortes de asuntos turbios, alineadas en una de las estanterías de su estudio. No le cuesta visualizar varios titulares, publicados meses atrás. El primero: «Descubierta una estación clandestina de telecomunicaciones en El-Bekara. Todos los indicios apuntan a Israel.»

– ¿Lo de los judíos?

– Eso mismo -asiente Cora. Y añade-: No lo hicieron solos.

De inmediato, Diana recuerda otro titular: «Israel actuó con la complicidad de espías del interior.» Y otro, procedente de un periódico de izquierdas: «Políticos maronitas implicados.» No daba nombres, pero la periodista acaba de sumar dos y dos.

– ¿Está metido en esto Samir?

La viuda mueve la cabeza en señal de aquiescencia.

– Hasta las cachas.

– Vaya. Qué pequeño es el mundo. -Dial compone una mueca de disgusto-. ¿Tienes pruebas? Que yo sepa, la justicia archivó el caso por falta de evidencias, Israel negó toda participación y, como suele ocurrir en Líbano, y en el mundo en general, aquí no ha pasado nada.

Cora prende otro cigarrillo.

– Tony las tenía. Mensajes electrónicos. Grabaciones. La mañana en que murió se dirigía a una reunión secreta en la que iba a poner las cartas sobre la mesa. A su hermano se le habría caído el pelo.

– ¿Se disponía a acusar a su propia sangre? -Nada más pronunciar la última palabra, Dial se arrepiente. Es un comentario propio de la otra. Racial.

Herida, la viuda la mira bravamente.

– Mi marido era un patriota -defiende-. Iba a hacerlo por su país. Tony no se parecía a su familia. En cierto modo era como yo, un inadaptado. Le tenían por demasiado débil. No lo era. Bondadoso, sí. Pero muy firme. Y muy hombre en la cama.

Diana pasa por alto el último comentario. Por irrelevante, dudoso y fuera de lugar. Además, sólo de pensar en el difunto follando en ese pastelón con muelles le entran vahídos.

– ¿No fue el viejo Asmar, el abuelo, el primero que tuvo tratos con Israel? -inquiere.

– Conoces bien la historia. Sí, perteneció al grupo que, ante la formación del Estado de Israel, soñó con arrebatarles tierras del sur a los musulmanes, para venderlas a los nuevos vecinos. Negocio redondo: se hacía con aliados para la causa cristiana, echaba a los enemigos de sus casas y, de paso, ingresaba más oro en sus arcas. La cosa no funcionó.

– También lo sé. Los israelíes se encontraron con que los palestinos ya les daban bastantes problemas en la tierra que habían invadido.

– Exacto. Ese fracaso no desanimó la secreta devoción que la familia siente por los judíos. Los admiran por la forma en que tratan a los palestinos, siempre han aplaudido que ocuparan el sur de este país durante veinte años. Creían que les convenía, los muy idiotas, cuando lo único que consiguieron fue darle fuerza a Hizbulá. En el 82, cuando los israelíes invadieron Líbano, Samir estuvo al lado de Bachir Gemayel, el aliado de los judíos. Sobre su conciencia cae parte de la culpa de lo que aquel verano ocurrió a su propio pueblo.

– También tú te sabes la historia familiar -observa Diana.

– Tony me lo contó todo. Detestaba ese pasado. Él no se avergonzaba de ser árabe. Cristiano por encima de todo, y también fenicio, pero árabe, e incapaz de traicionar a su país. ¿No te parece demasiada coincidencia que le mataran cuando se disponía a descubrir la traición de su hermano?

– ¿Quién más está al corriente?

– Yo. Sólo yo.

– ¿Y quién le facilitó las pruebas?

– Lo ignoro. Alguien desde dentro, un arrepentido, supongo. No quiso decírmelo.

– Pues ese alguien se habrá ido de la lengua. ¿Estás segura de no haberlo largado tú por ahí, sin darte cuenta? Con lo que te gusta hablar y presumir…

– Me conoces muy poco, si crees que soy capaz de jugar con la vida de los demás -corta la otra, secamente.

Diana se siente incómoda. Por un lado, le intriga la historia de El-Bekara y la supuesta participación del heredero de los Asmar en ella, y le gustaría investigarla. Sin embargo, no le apetece trabajar para alguien tan inestable y banal como Cora. Una cosa es experimentar cierta compasión por su condición actual, por su derrumbado castillo de fantasías, y otra muy distinta no sentir deseos de hacerle tragar el Cartier cada vez que enciende un cigarrillo y cruza las piernas como si cerrara la escotilla que conduce al tesoro.

Esta imbécil, se dice, se toma por una luchadora, y no es más que otra parásita, uno de esos extranjeros que se acogen a la amoralidad libanesa -como Salva observó ayer- para aprovecharse de las injusticias reinantes. Y entre las dos se interpone algo más: Salvador Matas.

– ¿Qué quieres de mí? -pregunta, pese a todo.

– Contratarte para que acorrales a Samir y a sus cómplices. Inquietarle. ¡Si pudieras pillarle! En el peor de los casos, si no encuentras otras pruebas, le pondrás nervioso, puede cometer un fallo. Yo también leo novelas policíacas, aunque me gustan más las de templarios, y sé que a veces el criminal da un mal paso, si se siente acosado.

– ¿Tu marido hizo copia de los documentos?

– No. Todo lo que tenía estaba en su maletín. Las pruebas ardieron con el coche. ¡Mi precioso Camaro! Fue su regalo de aniversario, por nuestro primer año como marido y mujer. Se lo llevó a Faraya ese fin de semana, para rodarlo. Necesitaba estar solo, y yo aproveché para hacerme la prueba del embarazo en la clínica de Marwan Haddad, un buen amigo. Él fue quien me dio la noticia. Me tuvo que sacar del sueño inducido.

– ¿Qué sueño? ¿Necesitaste un fin de semana para una simple prueba?

La viuda sonríe, algo coqueta.

– No es una clínica normal, sino de estética. Tienen ginecólogos también, porque recosen hímenes. Así que comprobaron mi embarazo y, ya que estaba allí, me hice unas cositas en el cutis. Nada de cirugía, no estoy loca. Un tratamiento nuevo. Y dormí. Siempre he dormido poco y mal, de modo que Marwan me indujo un sueño benefactor. ¡Cómo querría que lo hiciera ahora! Ni el fitness nilos masajes que me da Tariq, mi entrenador físico, antes de acostarme -le indica el gimnasio con la barbilla- me facilitan el sueño. Mira qué carita se me ha puesto.

Alza su rostro limpio de maquillaje, deslumbrante de belleza a la cruda luz del mediodía.

A Dial le entran ganas de estrangularla.

– Sin pruebas no podrás actuar contra Samir -afirma.

– Bastará con que crea que alguien las tiene: ésa es tu misión. Ponerle sobre aviso para que acabe confesando que mató a mi Tony.

– Se dice que tu marido estaba en la ruina -insinúa Diana.

– ¡Falso! -exclama la viuda-. Tenía problemas de liquidez, sólo eso. Las propiedades están intactas, y sus amigos iban a sacarle de apuros. Este piso y la casa de Faraya son nuestros.

– Vaya. Me alegro por ti. -Diana se levanta y le tiende la mano, marcando distancia entre las dos-. No puedes contratarme. Carezco de licencia y, además, no suelo cobrar. Sólo investigo cuando me interesa y para quien me apetece. Y éste no es el caso.

– ¿Qué quieres decir?

– Poseo mis propias fuentes de ingresos y puedo permitirme esta afición. Elijo a mis clientes y cambio de caballo si, a mitad de carrera, deja de gustarme. Así de claro.

– ¿Entonces?

– ¿Cómo se sale de aquí? -Tanto dormitorio y tanto tocador y tanto cojín de raso le producen a Diana una repentina desazón.

Cora pulsa un botón y poco después reaparece la doncella que la trajo hasta aquí.

– Mujer, no he querido ofenderte… -dice Cora-. ¿Aceptas?

Dial camina ya airosamente por el pasillo, precedida por la criada.

– ¡Hazlo por mi niño! -suplica la viuda.

– Veré qué puedo hacer -responde Diana sin volverse.

No por ti, se dice. ¿Por quién?

En el vestíbulo, la sirvienta abre la puerta que da directamente al ascensor. Grandes lagrimones ruedan por sus mejillas de oscuro satín, ya sin disimulo.

Diana piensa que ha sido una idiota. Todo el rato, su cliente potencial ha estado allí.

– ¿Cómo te llamas? -quiere saber.

– Ellos me llaman Marie, señora. Mi verdadero nombre, en la lengua de mi pueblo, es Neguezt.

Neguezt no llora por Tony Asmar.

– ¿Y ellas? ¿Cómo se llamaban? Erais amigas, ¿verdad?

– Sí, señora. Muy buenas, muy buenas. No merecían morir así. No merecían morir.

Reventadas porque un señorito metomentodo quiere convertirse en héroe de la patria, piensa Dial.

– ¿Cómo se llamaban? -insiste.

Neguezt le aprieta la mano.

– En nuestra lengua, Setota, que significa regalo, e Iennku, que quiere decir diamante. Para los señores eran Suzi y Leni. Usted no las olvidará, ¿verdad, señora?

Diana la abraza. Antes de partir se entera de que Neguezt significa princesa.

Nunca el tráfico de Beirut le ha parecido a Diana tan estimulante como hoy, tan tranquilizador. Camina hacia la calle Gouraud, dejando atrás Saifi, esa urbanización para duendes de lujo. Entre ella y el otro lado -en el que se sentirá a salvo- se interpone un nodulo de confusión en forma de tráfico infernal y alambicado. Hiende la avenida un paso subterráneo del que surge una interminable lombriz de vehículos comatosos. Jacarandas que eclosionan su otoño entre los gases de los tubos de escape. Bocinazos, griterío, músicas que escapan por las ventanillas. Niños palestinos o gitanos que aprovechan el embotellamiento para pedir limosna. Una gasolinera que no cierra en toda la noche y expende cigarrillos y licores de contrabando. Taxis de lujo que esperan al turista, cerca de un Chez Paul cuya terraza acoge a los pijos locales, que toman su aperitivo en mitad del estruendo, mientras el valet se apresura a aparcar, embistiendo la acera, un Porsche amarillo o un aparatoso jeep Cherokee, lo más protector para esposas que tienen la costumbre de conducir mientras se retocan el esmalte de las uñas y hablan por teléfono sin el manos libres puesto.

La carrera de obstáculos estimula a Diana, le calienta la sangre. A sus espaldas, en su turbia laguna, queda la sirena viuda.

Piensa en Neguezt. «Estamos aquí, aunque nos quieren invisibles y lo consiguen casi siempre. No permita que eso vuelva a ocurrir, no para ellas», le ha dicho.

A la memoria de Dial acuden en tropel historias de sirvientas esclavizadas, vejadas y torturadas en esta pequeña y sufrida república cantada por los cronistas cursis -y, en ocasiones, indiferentes al sufrimiento de los más indefensos-; historias de impune crueldad que le ha contado Joy acerca de sus compañeras filipinas; pesadillas africanas en la luminosa ciudad, que sólo muy de tanto en tanto ocupan un poco de espacio en los periódicos locales.

Aparta de su mente estos pensamientos demasiado tristes. El sol que cae en vertical inflama el galimatías urbano y cubre de gracia a Beirut, capital favorita del caos, uno de los muchos remiendos con que se camufla la injusticia.

Diana Dial respira la vida y la atmósfera impregnada de emanaciones de combustible y atraviesa el desorden, sortea vehículos de toda índole. Se encuentra a mitad del cruce cuando suena su móvil. Es Salva.

– ¿Qué? -brama Dial-. ¡No te oigo! ¡Estoy en pleno tráfico, espera!

Alcanza la acera de enfrente y, adentrándose en la calle Gouraud, camina rápidamente hasta la tienda de Joseph, fabricante de sillas, uno de los pocos negocios artesanales que aún permanecen en un barrio vendido de antemano a la frivolidad de los bares nocturnos, con sus reservas étnicas iluminadas como altares. Saluda al dueño con los ojos y una mueca, él entiende la situación -pocas cosas hay en el mundo que Joseph no comprenda, a sus setenta y seis años- y le señala una silla recién acabada pero con el barniz ya seco.

– Has dejado impresionada a Cora -le comunica Salva, entre irónico y admirativo.

El arabista no ha tardado ni diez minutos en ponerse al día de lo hablado por las dos.

– Es un sentimiento mutuo -responde secamente.

Salva propone que se reúnan esta noche en el apartamento de Diana.

– Si ya cenamos anoche…

– Me refiero a compartir nuestro ritual predilecto -insiste-. Cocinar. Cotillear entre pucheros. Teresa de Ávila en versión libanesa. No tienes que comprar nada. Me presentaré en tu casa con todos los productos. ¿De qué quieres el helado?

– Sorpréndeme -su respuesta de siempre-, pero que no sea de dulce de leche.

Diana se pregunta a qué vienen tantas atenciones continuadas. Habitualmente, Matas y ella se ven una vez por semana. Es una práctica asumida. Un cine, una piscina o una cena, según la estación. Sin invadirse, sin olvidarse, llamándose poco, enviándose irónicos SMS sobre la situación o sobre un personaje concreto, dejando que se teja la amistad, o lo que sea…

¿Por qué tanta obsequiosidad por parte del hombre? Como no es tonta, responde a su propio interrogante. No soy yo. Es la viuda. Los asuntos de la pobre viuda. Pero las formas elegantes de la silla, de madera de pino torneada como si fuera caoba, arrastran a Diana Dial a la indulgencia, a entregarse a los pequeños placeres de la vida que forman parte del ancla que la ha mantenido atada a Beirut. El trabajo de este artesano. Una cena en casa con Salva. Vino y conversación en abundancia. Se sienta, se rinde y, después de establecer la hora de la cena, se demora un buen rato charlando con el carpintero, aspirando el aroma a virutas, a cola, a barniz y a herramientas decentes. Escucha el recuento que hace Joseph de las vicisitudes por las que pasa el negocio, el relato de las esperanzas depositadas en un posible cambio de la situación.

Se despiden y Diana se dirige al Café de los Espejos, en donde tiene una cita con Fattush, dentro de una hora, para jugar al tawle. Le dará tiempo a comer una ensalada redundante. Pues el inteligente inspector tiene, qué se le va a hacer, el mismo apellido que esa especialidad libanesa -«Pídeme una fattush, Fattush», es una de las bromas tontas que le gasta Dial, cuando se tercia-, de esa variedad de vegetales picados pequeños y trocitos de pan árabe fritos, aromatizada con una ráfaga amarga de sumuk y aliñada con abundante aceite de oliva y zumo de limón.

Tiene tiempo, también, para poner en orden sus notas.

Cuando ha dado cuenta de la comida y le limpian la mesa, se queda ante un café expreso y su cuaderno. Escribe: Postergar marcha a Egipto. La invitación puede esperar. Contactar con Lady Roxana para que aplace la excursión por el Nilo. Telefonea a Joy y le da instrucciones para que retrase la mudanza y arrincone maletas y bultos. La escucha canturrear de alegría. Ella misma, no puede negarlo, siente cierto alivio. Eso retrasa cualquier aclaración -probablemente dolorosa- acerca de cuál será su relación con Salva cuando esté lejos de Líbano.

Anota: La Viuda. Femme fatale de vía estrecha. Bastante gilipollas, pero una infeliz. Samir Asmar, ¿asesino de su hermano menor? ¿Realidad o paranoia? ¿Por qué no le comunicó a su marido que estaba embarazada? Ninguna mujer de este país se calla semejante noticia, ni siquiera cuando carece de confirmación: una mera duda sobre la regla les hace subir puntos en la consideración de esposo y parientes y provoca algarabías entre las amistades.

Pide un agua Perrier, golpea el mármol del velador con su rotulador Pilot. Lo contempla al contraluz de las vidrieras modernistas. Se le acaba la tinta, pero en el bolso lleva siempre una provisión de repuesto. Resabios de sus tiempos de reportera, como esta excitación que siente al saberse en el umbral de descubrimientos, y también de momentos de desánimo. El desafío. ¿Seré capaz? ¿Dónde está la verdad? Pues la verdad no siempre es el hueso que se supone en el centro de la fruta, a menudo la verdad es una sabandija escondida en un pozo de cieno. Hay que ensuciarse las manos para agarrarla, es escurridiza, arrastra hacia el lodo.

Son casi las tres. El sol pinta de arena las paredes, arranca destellos multicolores a las cuentas de cristal de las lámparas.

Ponerme en contacto con Samir. Preparar dossier, previamente. Fuentes: Fattush, el embajador -uña y carne con los Asmar, amigo personal de Tony-. Samir tiene enemigos en las Fuerzas Libanesas, escindidas de su partido después de la guerra.

¿Qué pretendía Tony A.? ¿Sabía tanto como afirma Cora? Rastrear informes económicos del difunto. ¿Tenía socios?

Algo se le escapa, algo evidente. Pero ¿qué? En este momento, el inspector Fattush entra en el café y se dirige a su mesa, la que ocupan siempre, junto a la ventana, en un rincón con vistas a todo el local. Policía y periodista coinciden en su costumbre de instalarse en un lugar desde el que podrían evitar las sorpresas.

Un bronceado recién adquirido, Diana supone que durante los días pasados en Faraya, adorna su rostro afable. El atractivo de Fattush reside en su gentileza. Es el libanés más bondadoso que Dial ha conocido. Trabaja para la justicia, más que para la ley -en eso ambos coinciden: y en que no pocas veces hay que burlar la ley para hacer justicia-, carece de aspiraciones políticas o profesionales, ha rechazado los pocos ascensos que le han propuesto, lleva una feliz existencia familiar y, a diferencia de la mayoría de los libaneses, no se pasa el día cantando las excelencias de tener un hogar como Alá manda. Es suní pero Diana jamás ha sorprendido en él un gesto religioso o una palabra beata. Cuando se le escapa un inshalla, Dios lo quiera, o un 'lhamdulillah, gracias a Dios, lo hace más bien con tono de impaciencia o de blasfemia. Tiene unos ojos grandes, color de miel, las pestañas largas y oscuras. Lleva el pelo entrecano recogido descuidadamente en una coleta, la camisa azul un poco abierta. Por ahora, su cuerpo compensa con gimnasia el exceso de alimentación que una madre y una esposa devotas prodigan al cabeza de familia y único varón de la casa.

Se sienta frente a ella, y Abed, el camarero, se apresura a traer la limonada con menta que siempre consume y el tablero para jugar al backgammon, o tawle.

– ¿Quién de los dos empieza? -pregunta, mientras abre el tablero y dispone las fichas en la entrada. Negras para ella, rojas para él.

Diana sabe que no se refiere al juego.

– Tú también tienes mucho que contar -sigue el hombre-. Sé que este asunto te interesa, y que has anulado tu marcha de Beirut.

– Retrasado, no anulado -le rectifica Diana.

Nada sucede en la ciudad que Fattush no conozca. A través de los porteros, de las criadas, de los vigilantes de aparcamientos, de los camareros, de los taxistas. Conoce bien a Georges, seguro que ha sido él quien le ha dado el cante, y a saber qué más le habrá contado. A sus cincuenta años, Fattush se mueve por Beirut como si aún fuera el adolescente descalzo que recorría las calles al principio de la guerra civil, como el joven valiente que combatió para defender su vecindario, manteniéndose, con gran astucia, ajeno a las pandillas y a los asesinos, poniendo su kalasnikov al servicio de su gente: del panadero al que los milicianos pretendían saquear, de las mujeres amenazadas por los violadores. Vivió la guerra por su cuenta, Fattush, el horror que presenció no pudo contaminar su mente equilibrada. Y así fue como se hizo un hombre. Un hombre cabal.

– Te toca a ti. -Dial agita el cubilete y arroja los dados sobre el tablero, haciendo avanzar una de sus fichas.

No se refiere al juego. En realidad, ninguno de los dos sabe jugar bien al tawle. Lo que les une es, precisamente, su ineptitud. Juegan con las fichas. Sacuden los dados. Hacen ruido. Clac, clac, clac. Se equivocan, se ríen. Los jugadores que frecuentan el Café de los Espejos se exasperan, les consideran un par de inútiles. Se avergonzarían de Fattush, si no supieran que es un buen policía. Los otros, que alardean de su propia habilidad, no entienden que la periodista y el inspector disfrutan de un placer mucho más refinado que el suyo: el de compartir una relajante derrota menor.

Fattush ha captado la indirecta. Se repantiga en la silla. Olvida el juego.

– Éste es un atentado muy extraño. No sólo debido a que el muerto, aparentemente, carecía de enemigos políticos. Hablamos de un explosivo plástico potentísimo, C-4, y usado en una cantidad desmesurada, si lo que querían era eliminar a un solo hombre metido en un coche caro, ligero y sin blindar.

– ¿Cuánto?

– Veinte kilos. Dejó un claro en el bosque. Si llega a estar más cerca de la casa no quedaría de ella ni rastro.

– Explosivo en el maletero -dice ella, pensativa-. Detonación a distancia, supongo.

– Por teléfono móvil. Está en los periódicos. Hay un detalle que no ha trascendido.

Fattush agita los dados y adelanta su ficha en el tablero de entrada, sin prestar atención pero acariciando la pieza. Diana permanece callada. No le gusta que el otro se haga el interesante.

– Eres una dura mujer española -murmura el hombre, desmintiendo el exabrupto con una generosa sonrisa-. Está bien, testaruda, te lo diré sin que me lo preguntes. Los técnicos han dictaminado que la carga se encontraba muy a la vista. Es decir, que si Asmar hubiera abierto el maletero, lo que habría resultado muy probable ya que regresaba a Beirut después de pasar un fin de semana en la montaña, lo habría descubierto. ¿Por qué no se tomaron la molestia de camuflarlo?

– ¿Por qué? -Diana no puede disimular su perplejidad.

El inspector sigue sonriendo mientras levanta el brazo para llamar a Abed. Cuando éste llega le encarga dos narguiles de tabaco de manzana.

– ¿Y bien? -Dial se impacienta.

– Y bien. Quien lo hizo sabía que tanto Tony Asmar como su mujer disponen de todo lo necesario en cada una de sus casas. Llegan con lo puesto, se visten con lo que tienen allá, los criados se hacen cargo de la ropa sucia… No suelen llevar equipaje más que cuando viajan al extranjero.

– ¡Tony no abrió el maletero!

– Exacto. Encontraron, en muy mal estado, restos de metal de un maletín. Lo llevaba dentro del coche. Nada más.

– Quien le mató conocía bien sus hábitos -aventura Diana.

– Y se hallaba lo bastante cerca como para accionar el detonador en el momento preciso. Lo vio, Diana, vio que el coche arrancaba y no le importó llevarse por delante también a las sirvientas.

Sacude el cubilete y, casi sin mirar la cifra que arrojan los dados, mueve lidia hacia adelante.

– Sólo existe un lugar en Faraya -prosigue el inspector- desde el que se pueda divisar con claridad la casa de Tony Asmar abarcando también la entrada, que da al precipicio. Desde los otros chalets sólo puede verse la parte posterior de la casa.

– ¿La terraza del hotel Grand Liban? ¿Eso que parece un balcón colgando de lo más alto de la montaña?

– Exacto -asiente-. El hotel en el que pasé unos días de vacaciones. Es probable que mi familia y yo coincidiéramos más de una vez con el ejecutor en el restaurante, en la piscina o en el vestíbulo. Quizá comenté casualmente con él la belleza de nuestros pobres cedros, tan diezmados, o la remota posibilidad de una lluvia que anunciara la llegada del otoño. En estos tiempos resulta difícil no convivir con toda clase de asesinos.

Dejan mecer sus pensamientos en el humo del narguile, que se arrojan el uno al otro en generosas bocanadas -eso también es una costumbre entre ellos- y guardan silencio. Diana Dial asimila la información que posee sobre el asunto.

Veinte kilos de explosivo plástico. Un especialista despiadado al acecho, con un detonador telefónico. Una víctima poco atractiva pero fácil de matar. Una viuda que acusa al hermano mayor del muerto de ser el cerebro del asesinato y proporciona el móvil: impedirle hablar. Dos muchachas etíopes a modo de daños colaterales. Y un embarazo inoportuno.

A esa hora, el local todavía está desierto, a excepción de un chico gringo que ha dejado su mochila en el suelo y escribe postales en otro velador, mientras inhala de una cachimba con evidentes inexperiencia y placer. Los clientes habituales empezarán a llegar a media tarde.

– ¿Qué te ha dicho la viuda? -pregunta Fattush.

– ¿Te ha chivado Georges mi visita?

El inspector asiente.

– Le he encontrado en el patio de Inteligencia Militar, he ido allí para firmar mi declaración como testigo de los hechos. Por cierto que me ha parecido ver a ese amigo tuyo, ese pedante, el Mesías -así bautizó a Matas desde que supo lo que significa Salvador en español-, entrando en el despacho del coronel Chebli.

Se hace la tonta.

– ¿Qué amigo?

– El ustád. -Dibuja una barba con la mano libre al tiempo que remarca con sarcasmo la apreciativa palabra árabe-. El profesor. Fue sólo un momento, puedo haberme equivocado. Pero no lo creo. Tengo ojo de policía.

Diana sabe que Fattush está celoso de Salva, o envidioso. En Beirut los celos de los hombres respecto a una mujer son muy superficiales y no tienen nada que ver con el sexo. El propio Georges se muestra picajoso respecto a sus amistades masculinas, y ahora mismo debe de estar impaciente por pasar a recogerla y ejecutar a la puerta del café la ostensible ceremonia de respeto con que la obsequia cuando hay un tercero -un segundo hombre, bien entendido que el primero es él- en el lugar de la acción, compartiendo con Dial algo que él no conoce. ¿Celos de información, combinados con pretensiones de gallo único?

– ¿Te refieres a Matas? ¿Salva?

– Justamente, mi querida amiga -responde el otro, imitando, burlón, el tono pomposo que a veces adopta el arabista para sus explicaciones-. El mismo.

Diana se encoge de hombros. Hay tantas cosas de Salvador Matas que desconoce. Llama a Abed para que retire el tablero y Fattush no se opone. Más que nunca, la partida carece hoy de interés.

– Parece que hay algo que debes contarme. -Cuando quiere, el inspector puede resultar tan oblicuo como ella.

– ¿Qué cosa?

– Según Georges -prosigue el policía-, a raíz de tu encuentro con Cora Asmar albergas serias dudas sobre la autoría del crimen. Y me dices que ya no te vas a Luxor, al menos por ahora. ¿Has decidido representar los intereses de la viuda en este asunto? ¿Investigarás por su cuenta?

Diana retira la silla y se pone en pie.

– Voy a mear -lo dice con toda crudeza, a sabiendas de lo ofensiva que esta expresión resulta para un árabe.

El inspector sonríe e inclina la cabeza, a modo de reverencia, mientras la otra se dirige al baño.

Sentarse en la taza del inodoro, aunque sea para evacuar aguas menores, suele aclararle las ideas a Diana Dial. No le gusta que Fattush llame Mesías a Salva. Y aún le gusta menos imaginar a su amigo en escenarios que no comparte. Casa cerrada, ventanas emparedadas, persianas oscuras. Salva es otro en cuanto desaparece de su vista. Tiene otras compañías. Sin embargo, Diana es demasiado inteligente para no saber que la intriga respecto a su vida mantiene su interés por él. Ya le preguntará durante la cena por su visita al coronel. No hagas un mundo de esto, Diana.

Cuando sale, recompuesta, se complace mostrándole al inspector su mejor talante. Se sienta y, con su capacidad de síntesis, bien probada en años periodísticos, le cuenta su conversación con Cora Asmar, sin olvidar el menor detalle.

– Así que embarazada… ¿Otro narguile? -pregunta al final Fattush.

Está ganando tiempo, pero a Diana no le importa.

Cuando por fin habla, de nuevo entre humareda, es casi telegráfico.

– Samir, conocido como la Cobra por sus enemigos y hasta por algunos amigos. Si es que los tiene en el sentido en que lo entendemos gente como tú y yo. Todo un elemento. El más devoto de los muy devotos Asmar. Hipócrita entre los hipócritas. Peligroso. Lleva en sus venas la sangre asesina de su abuelo y de su padre, que masacraron a quienes les vino en gana e hicieron lo posible por alargar una guerra en la que amparaban sus ambiciones. Quienes le conocen dicen que es frío y venenoso, de ahí su apodo. Samir haría cualquier cosa por conservar y aumentar su poder y su prestigio, huelga decir que también su fortuna. Tiene una mujer muy guapa, aunque no tanto como tu amiga Cora. Se dice que Aline Asmar-Ghorayeb también sería capaz de todo para preservar su estado social y el buen nombre de los suyos.

– Hum -se limita a comentar Diana.

– Por lo que se refiere al caso El-Bekara, ha sido archivado, sobreseído, borrado. No hay tal caso, según las autoridades pertinentes.

– Más que sospechoso, ¿no? Naturalmente, los servicios de inteligencia militar llevaron el tema y tú, que eres obediente y respetuoso, nunca has metido en él tus narices…

Los ojos color de miel del inspector sonríen más que sus labios, sabedor de que Diana no ignora que no ha acabado aún de proporcionarle informaciones. Finge merodear en torno a la mesa como un gato distraído. Da cuenta de los restos de su segunda limonada con menta:

– He de empezar a prescindir del azúcar -dice.

– Tanto dulce resulta casi igual de peligroso para la nación árabe que todos los neoconservadores del mundo y vuestros fanáticos juntos -observa Diana, aprovechando al vuelo la ocasión de mostrarse condescendiente-. Un siglo más y desapareceréis, a fuerza de diabetes terminal e infecciones bucales.

– Habibi! -El otro ya no sonríe al llamarla querida, sino que ríe abiertamente-. ¡Esta es mi amiga! He llegado a temer que la solemnidad de ese Mesías tuyo y el respetable llanto a mares de la viuda te hubieran desprovisto de tu, digamos, energía.

Quiere decir mala leche. Continúa el inspector:

– El nombre de Samir Asmar figura en el expediente como principal sospechoso, como cómplice local en el tema de la estación de telecomunicaciones que intentaron montar los israelíes. O constaba, porque tuve acceso a la documentación muy al principio de la encuesta y, que yo sepa, los papeles ya no se encuentran en su sitio. Un amigo mío del Ejército me lo contó confidencialmente. Se echó tierra encima.

– ¿Destruyeron el informe? -pregunta Dial-. Pero era alta traición, ¿no? En un período como éste, recientes todavía las heridas y la desolación causadas por la invasión de Israel en 2006, y con lo que ha costado recomponer la situación con la oposición y, al menos, celebrar elecciones… Si es cierto que un patricio maronita como Samir ayudó a los judíos a organizar una red clandestina en un pueblo del sur, en un territorio chií, prácticamente dominado por Hizbolá… ¿Cómo es posible que su implicación no haya trascendido ni siquiera en los medios de la oposición?

– Falta de pruebas. Sobornos. ¡Qué sé yo! Como bien sabes, estos embrollos políticos me interesan menos que mis pequeños robos y asesinatos cotidianos.

– Ah, sí -sonríe Diana-. En eso estoy de acuerdo contigo. Un ajuste de cuentas entre tenderos o un buen crimen de honor apestan menos. Tengo que advertirte, no obstante, de que te voy a necesitar.

– ¿De veras?

– Mi intención es acercarme a la Cobra. Lo haré con el pretexto de que estoy escribiendo un libro sobre la heroica supervivencia de las minorías cristianas en Líbano. Y utilizaré una fotocopia de la acreditación de prensa falsa que vienes firmándome desde hace años. Te lo digo por si el caballero o alguien de los suyos te pregunta por mí.

El inspector sacude la cabeza con resignación, llama a Abed y paga.

– Decididamente, aún no voy a dejar el azúcar.

Son casi las ocho cuando Diana propina un taconazo que cierra la puerta de su apartamento a su espalda y enciende la luz del pasillo. Comprueba que los bultos de la mudanza han desaparecido de su vista, va hasta la cocina y deposita las bolsas del supermercado encima de la mesa. Aunque Salva ha prometido traer provisiones, a ella le gusta ofrecerle siempre un plato y un postre de elaboración propia. Antes de ponerse a limpiar los calamares y las verduras con que piensa rellenarlos, y de pelar las peras y cocerlas en el mejor tinto del valle de la Bekaa que ha encontrado, distribuye unas brazadas de nardos en un par de jarrones. La casa se llena con su aroma, y con el calor de la espera.

Terminado su trabajo, la cocina huele a humanidad y a merendero en la playa, y ella también, demasiado, por lo que se da una buena ducha, se perfuma y se arregla, cubriéndose con una galabeya azul eléctrico, una prenda de hombre que le da un aire andrógino. Se revuelve el pelo corto, perfecciona el ribete de kohl que pespuntea sus ojos oscuros. Podría pasar por árabe. Una libanesa rebelde que, en su madurez, en túnica y descalza, recibe en su casa a un hombre más joven.

Esperar a un hombre para cenar. Quiere creer que se conforma con eso. El Mesías, según Fattush. Sonríe al recordar el apodo, reconoce que el inspector no anda errado. Su olfato de sabueso identifica sin esfuerzo esa pedantería típica del oficio de arabista -de su carrera, rectificaría Salva, puntilloso-, de la que ni su sentido de la ironía puede librarle. Y, sin embargo, en noches como ésta y en horas más tardías, acumuladas las copas, el propio Matas le ha confesado a Diana que, en realidad, no es más que un funcionario menor de La Casa.

Le da tiempo a disponer velas en la terraza, protegidas por vasos de cristal damasceno coloreado. Bajo la buganvilla y entre los geranios y el jazmín. Velas prendidas para charlar, reír, disfrutar de un buen ágape y de mejor compañía. Deja para él los trabajos más esforzados: trasladar al exterior la mesa grande de plástico que ordinariamente ocupa un rincón del salón, bajo un tapiz de seda. Cubrirla con un mantel de exquisito dibujo que Diana reserva para estas ocasiones, poner platos y cubiertos. Descorchar el vino. Le gusta que el hombre descorche la botella. La firmeza del antebrazo, la precisión de los dedos. El líquido rojo, reposando como sangre en el fondo de la copa, sangre siempre lista para una transfusión.

Ha anochecido por completo. Las tenues luces del farol de la calle, las velas, la intimidad; los jazmines, abriéndose en plenitud para existir no más que unas horas. Pisadas en la pequeña calle, pasos que se acercan como en los cuentos de su niñez, ¿será un hombre malo o uno bueno? ¿Vendrá con el saco en el que guarda los despojos de sus víctimas, o con aquel en el que esconde obsequios para su heroína? ¿La rescatará de la torre o la dejará encerrada en ella? ¿Por qué no puede confiar en Salvador Matas, en sus sentimientos? Estúpida, porque él nunca habla de sentimientos. Eso le hace secreto, importante. ¿Lo es? ¿Crees que, al callar, deliberadamente otorga? ¿No te permite ese silencio elucubrar, ir más allá en tus fantasías que si de sus labios surgieran promesas de cumplimiento posible? Es una locura. Pero aquí, en Beirut, ¿no estamos todos locos? ¿No resulta infinitamente fácil cultivar la más inalcanzable fantasía? ¿Tan fácil, por lo menos, como matar?

La elevada silueta avanza hacia la cita, su sombra se alarga en el callejón. Todo es provisional, todo pasa. No este momento, se dice Diana Dial. Recordará siempre este momento en que la sombra estilizada del guerrero castellano atraviesa el patio de entrada y se confunde con el trémulo follaje de las acacias.

Quince segundos después -ella siempre cuenta; cuenta y espera- suena el ding dong del llamador. Diana se dice que debería estar volando hacia Luxor, para acogerse a la protección adinerada y la frivolidad de las intrigas de Lady Roxana. Aplazadas, las cajas y maletas de su mudanza se agrupan encima de los armarios y en los rincones del dormitorio, Joy las ha cubierto con lienzos, pero permanecen. Latentes como la angustia que siente en su corazón cuando piensa en estas cenas que no se repetirán.

Salva aparece en el marco de la puerta, huele a la colonia con que periódicamente le obsequian sus alumnas. ¿Se enamoran de él también -tiembla al repensar el adverbio- sus alumnas? ¿Sostiene hacia ellas idéntica distancia? ¿Es un follador de jovencitas, como el inconsistente Jaime, su colega, que lleva la verga enhiesta a modo de brújula? ¿A quién ama Salva, a Cora Asmar o a sí mismo? ¿Y por qué Diana desconoce cuál de las dos respuestas le inquieta más?

Se abrazan pero él lo hace sin usar los brazos, sólo los abre para mostrar su incapacidad, siempre la misma historia, excusándose porque tiene las manos ocupadas con una u otra cosa. Hoy sostiene las bolsas de su compra e inclina su cabeza, la deja caer en el hueco del hombro de ella, anida brevemente en su cuello y luego se dirige, rápido, a la cocina. Proceden juntos a desempaquetar quesos, jamón de Parma, un paquete de pasta hecha a mano y un bote de salsa con setas. Sobrará comida, como de costumbre, y él se la llevará en tuppers, como un crío, para evitarse cocinar el resto de la semana.

Un primer brindis, y Salva empieza a desgranar chismes de la Fundación Quijote. Sabe de sobras que a la mujer le deleitan los cotilleos procedentes de La Casa. «Gracias a ti no necesito poner los pies para enterarme de lo que ahí ocurre», le dice siempre a Matas. Hoy le cuenta que el director quiso interrumpir el curso cuando le llegó la noticia del atentado contra Asmar, y que, histérico, llegó a reunir al personal para espetarles: «¡A ver si os enteráis! ¡Esto es el puto Beirut! ¡El puto Beirut!», entre las chanzas de los empleados más antiguos, cuya experiencia en bombas sobrepasa con creces la del histérico mandamás. Al final, cuenta Salva, accedió a proseguir con las clases, e incluso mantuvo la conferencia de esa semana, a cargo de un viejecito libanés especialista en flamenco y fan de Carmen Amaya. Conferencia durante la cual, añadió Matas, deleitado, el director, sentado en primera fila, echó uno de sus habituales sueñecitos públicos.

Inesperadamente, Diana recuerda su cuaderno de notas y la sensación, que experimentó en el Café de los Espejos, de estar olvidando algo importante. Ya vendrá, no pierdas ahora el tiempo.

Se instalan en la terraza y, mientras comen, su conversación se limita a comentarios esporádicos sobre la calidad de la comida, el aire nocturno o el perfume de las flores. Algunas velas se van apagando.

– ¿Y tu día? -pregunta Salva, mientras divide cuidadosamente una pera al vino.

La periodista acepta la porción que el otro le ofrece con su propio tenedor.

Intimidad.

– No puedo afirmar que haya sido una jornada normal. Tu viuda ha intentado marcarme con su hierro.

Recalca el tu. Salvador Matas ni se inmuta.

– No he podido ir a verla, he estado muy liado -confía el hombre, como si tuviera que darle explicaciones, quizá por ese tu que aparentemente ignora-. Por teléfono sonaba muy baja de ánimo. ¿Vas a investigar?

– ¿Qué harías en mi lugar?

– Cualquier cosa, menos irme a Egipto en este momento. Por otra parte, a mí que me registren. -Salva se palpa el pecho, sonriente-. La detective eres tú. Pero si me preguntas si debes ayudarla, te diré que sí. Necesita una mujer, una amiga que esté fuera de la familia Asmar. Alguien sagaz como tú. Claro que si el caso no te interesa…

– No es eso.

– ¿Entonces? -Le coge la mano, la aprieta, como suele hacer cuando teme que escape de él-. Cora no puede con esto sola. Y le has caído muy bien. «Me gusta porque no se casa con nadie y no tiene pelos en la lengua.» Me lo ha dicho, entusiasmada. Le has causado muy buena impresión.

– ¿Crees que fue el hermano quien dio la orden?

En algún lugar del piso suena el pitido del móvil de Diana.

– Te lo traigo. -Ágilmente, Salva conduce su cuerpo hacia el interior.

Conduce, controla. Verbos que asocia con él. Regresa, le tiende el pequeño aparato. Dial lo abre con desgana y hace un gesto de aburrimiento.

– El embajador, qué lata de tío -informa.

– ¿Qué quiere?

– Lo de siempre. Necesita verme con urgencia. Dice que tiene algo muy importante que contarme. Cualquier excusa es buena para él. Qué pesadilla.

– No seas cruel. Igual no te busca por amor. Igual tiene algo notable que decirte.

Se encoge de hombros.

– Me da lo mismo. Le veré en la recepción del 12 de Octubre. A lo mejor me llama por eso. Para que quedemos antes y, con la excusa de favorecerme con un anticipo exclusivo sobre la fiesta nacional, echarme la zarpa encima.

Salva se echa a reír pero sus ojos la observan con fría curiosidad. ¿Está celoso del embajador De la Vara? Eso sería una buena noticia.

Diana aparca el tema con un suspiro y regresa a la conversación anterior.

– ¿Samir Asmar hizo que lo mataran? ¿A su hermano?

– ¿Por qué no? Este es un país sin límites morales. Por eso nos atrae, incluso nos gusta. Por eso, siendo tan pequeño, nos parece inabarcable. Todo es posible.

¿Todo?

– Pobre Tony -prosigue él-. Nunca supo medir sus fuerzas. No era hombre de conspiraciones ni daba la talla para…

Se interrumpe. En silencio, ella completa la frase: «Para casarse con Cora.» Una ráfaga de viento agita el mantel. A la vacilante luz de las velas que restan, el rostro de su amigo se embosca. Sólo ve el breve trazo de sus dientes. Un lobo en la oscuridad, pensamiento que rechaza de inmediato. Vete a Egipto, Diana. Vete a Egipto, se dice.

– ¿Viste a Fattush? -inquiere Salva-. ¿Alguna noticia?

De súbito, Dial recuerda.

– ¿Qué hacías en el edificio de la Inteligencia Militar? Fattush te ha visto.

– Ya te he dicho que he estado muy liado. He tenido que encargarme de tramitar los permisos para el nuevo curso de español en el sur.

Así que es eso. Las clases de castellano que patrocina el Ejército español, en combinación con la embajada y con la Fundación Quijote, en la zona del sur de Líbano en donde se hallan desplegados los soldados españoles, integrantes de las fuerzas de interposición entre Israel y Líbano, enviadas por la ONU después de la guerra de 2006.

– Una auténtica pesadez -apostilla el hombre.

– Los permisos dependen de Seguridad Militar, no de Inteligencia -observa Diana.

– Había problemas con los alcaldes del sur, que la mayoría o son de Hizbolá o simpatizan con ellos.

Salva mira el reloj.

– Madrugo, he de supervisar la sede de Yunieh. -Y a continuación, como sin darle importancia-: ¿Qué vas a hacer con Samir Asmar?

– Iré a verle. Al fin y al cabo, no puede decirle que no a una periodista que investiga para escribir un libro sobre las familias que mantienen viva la llama del cristianismo en Oriente Medio.

Matas asiente.

– Es una buena excusa.

Recogen los platos, que dejan en el fregadero para que Joy los limpie mañana. Desde la terraza, Diana le ve alejarse. Silueta de ciprés, pasos que se alejan. Son los de él -hacia ella- movimientos de ida y de venida, sin ninguna progresión. Siempre equidistante. Lejano.

Regresa a la cocina a por un vaso de agua. Las bolsas de la compra, vacías, han caído al suelo a causa del viento que se cuela por la ventana abierta de par en par. Al alisar una de las que ha traído Salvador Matas, ve que pertenece a La Bersagliera, una de las tiendas de delicatessen más caras de Beirut.

La Bersagliera. Situada en Saifi. A veinte metros de donde vive Cora.