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Alto, flaco, calvo pero de altiva cabeza -algo plana, vista de perfil-, de ojos semiletárgicos que no dejan pasar una y justifican el apelativo con el que le distinguen sus rivales -la Cobra-, Samir es un hombre elegante a la antigua usanza y orgulloso de serlo. Saluda a Diana Dial besándole la mano, sin sonreír. Sus delgados labios se abren apenas cuando habla, como si temiera dejar caer un invisible papel de fumar.
Al aceptar el asiento que el mayor de los Asmar le ofrece, al otro lado de la gran mesa de acero inoxidable, Diana se seca el dorso de la mano con la parte posterior de la falda, no para borrar la huella de una transpiración inexistente, sino para recuperarse del frío que esa grieta ha depositado en su piel.
Están en su despacho del banco. Samir no ha querido citarla en la sede de su partido, cerca del puerto. En la conversación previa que han mantenido por teléfono a primera hora ha quedado claro que accede a su petición de entrevista si no charla con ella como miembro de su formación política. La atenderá en su condición de importante hombre de negocios, perteneciente a una relevante familia maronita. «Nada de política, sólo religión y tradición -ha dicho. Y ha aclarado-: No puedo permitir que crean que utilizo la tribuna que usted me brinda por ambición partidista.» Una formal aunque insincera declaración ya que, después, durante los primeros veinte minutos de su encuentro, la Cobra no ha hecho otra cosa que pavonearse de la influencia de su apellido en la vida pública libanesa.
Durante ese tiempo, que cuando era reportera Dial solía denominar «suministro previo de vaselina», la investigadora se ha concentrado en aquilatar al otro, y sus notas -que él observa atentamente, como si entendiera los garabatos y quisiera subrayar que los aprueba, por el momento-, han trazado el perfil del hombre y apuntado posibles preguntas, o más bien maneras de formular la única cuestión que la ha conducido hasta allí, aquella que le pica en el estómago como en su época de periodista. Hay que echar vaselina, sí, adobar la presa, halagarla, buscarle el punto débil. O más exactamente, la forma de alcanzar ese punto que, con pocas excepciones, y en todo tipo de personajes, suele ser uno solo. La vanidad.
Y la Cobra no es una excepción. Su austeridad es la cáscara. Debajo se esconde un ego del tamaño de las cuevas de Yeita, un ego que supura estalactitas y estalagmitas. Tiene motivos. A este hombre nadie le ha dicho en su vida que es uno de los personajes más rancios y tristes de su país. Parte de la tragedia de Líbano consiste en la aceptación de lo aberrante como normal, del anacronismo histórico como modelo de conducta. Es un feudo dividido y sin espejos, y sus prohombres carecen del barniz que, en Occidente, ha otorgado a la codicia una máscara de modernidad.
Mientras se dirigían hacia Sassine, la plaza cristiana por definición -de cuyas farolas cuelgan retratos de diferentes líderes y símbolos de otros tantos partidos-, Georges ha perorado acerca de la solidez del Banco Asgo, que Samir creó con capital propio y de su suegro, gracias a la promesa -sobradamente cumplida- de los potentados saudíes que, desde el final de la guerra civil, trabajan en diferentes frentes para hacerse con un amplio control de las finanzas del país, sin desdeñar conseguir sus propósitos utilizando a los maronitas.
– El Anciano y él son uña y carne -ha explicado Georges, admirativo-. El viejo Kamal Ayub lo quiere como a un hijo, si por él fuera ya le habría confiado la dirección del partido, pero Samir no lo necesita. Sería una formalización que sólo serviría para atraer sobre él más odio por parle de sus rivales. Ya se hace lo que decide, a través de su influencia con el viejo, y no tiene que dar la cara. Una vez les vi juntos…
Diana se ha perdido esa última parte, segura de que contiene una de las frecuentes flatulencias verbales de su chófer. Esta mañana, Georges se ha presentado luciendo primoroso aliño, como si se dispusiera a participar en una ceremonia especial. Dial sospecha que el traje, azul oscuro, es el de su boda. Se complementa con corbata -prenda inusual en él- a rayas azules y negras sobre camisa blanca, impoluta. Apesta a colonia, sin duda parte de uno de los lotes que su hermana, que tiene un negocio de cosmética en un hotel de Dubai, le envía con regularidad, junto con una aportación económica que permite cierto bienestar a su familia. El país está plagado de historias de este tipo: millones de emigrantes ayudan a sus parientes a mantenerse a flote. Por eso Líbano nunca se hunde por completo. Se enfanga.
Diana arrastra el mal humor -sobre todo, consigo misma- que le dejó su cena con Salvador Matas, y se siente poco predispuesta a complacer al chófer con sus habituales gemidos de aquiescencia. Reserva su potencial marrullero para la entrevista con Asmar. De modo que simula no darse cuenta de los cambios en materia de perifollos y se limita a mascullar, impaciente, un «¡Vamos!».
Al reflexionar sobre sus emociones de la noche pasada, la periodista ha decidido postergar el asunto Matas, encerrarlo en su cajón de enredos sentimentales no resueltos. A hacer puñetas Salva, sea cual sea su relación con la viuda de las narices. A hacer puñetas, junto con el pequeño pero punzante dolor que le produce su postergada partida de Líbano.
¿Es este dolor, o más bien su negación, lo que la ha impulsado a dirigirse a su cita con Samir Asmar con la determinación de un púgil que se dispone a terminar por KO con el otro en el segundo asalto?
Un carraspeo discreto de su interlocutor la obliga a salir de sus meditaciones. La Cobra la contempla con la atención cortés pero en el fondo desinteresada con que la ha recibido, impertérrito en su armadura. Despistada momentáneamente, Diana pierde pie y teme haber malogrado, con su silencio, la esforzada plataforma que ha urdido para facilitar su siguiente pregunta.
– ¡Cuántas fotos importantes tiene usted! -exclama para salir del paso, señalando, con abyecta admiración, los marcos alineados sobre un aparatoso mueble, en cuyos extremos levitan dos imágenes de yeso coloreado de gran tamaño, una de la Inmaculada Concepción y otra del Sagrado Corazón. Ambos parecen bendecir al banco y al banquero y a todas sus empresas, aquí en la tierra como en el cielo.
– En efecto -asiente él con naturalidad, incorporándose-. ¿Quiere examinarlas de cerca?
No pregunta, ordena. Diana se apresura a felicitarse por haber sorteado el obstáculo de su corto despiste. Se coloca junto al banquero, como si estuviera en una exposición.
– Mi esposa y mis tres hijos -subraya los adjetivos posesivos, como si los hubiera comprado o parido él a los cuatro. Y así debe ser.
– Qué monos -sonríe ella, y añade, al ver la foto de al lado-. ¡Anda, el Papa!
– Su Santidad Juan Pablo II tuvo a bien concederme audiencia pocos meses antes de morir.
Vuelve a quedarse muda, pero esta vez con la sonrisa bobalicona perfeccionada a lo largo de cientos de entrevistas.
– ¿Y aquí? -pregunta por fin, indicando lo que parece una ceremonia religiosa importante.
– La tomaron cuando mi familia apadrinó la llegada de la imagen original de santa Teresa de Lisieux a nuestro país. Como usted sabe, nos cupo el honor de encabezar la campaña por un mes de rogativas en favor de la paz en Líbano.
Dial recorre el frontispicio en el que figuran fotografías de la Cobra con diferentes mandatarios de países extranjeros.
Ni una imagen de Tony Asmar, ni un retrato del hermano muerto.
¿Ha esparcido Diana suficiente suavizante o necesita más? Un empujoncito:
– La emoción me ha impedido decírselo antes -empieza Diana, preguntándose si el envite es demasiado alto, pero se dice que frases del mismo tenor le han servido en otras ocasiones, y continúa-: Debo comunicarle que hablo en nombre de todos los españoles si le digo que, en mi país, están muy apenados por esta desgracia que se ha abatido sobre usted y los suyos.
Pausa e inspiración profunda. Él la contempla sin parpadear. Tiene las pestañas cortas y claras, espaciadas, lo que acentúa su parecido con un reptil. De la abertura que ocupa el lugar de su boca surge un reconocimiento comedido, austero:
– Nuestra gratitud para con el admirado pueblo español. Ustedes también tuvieron una guerra civil terrible, y supieron salir adelante, como hace la nación libanesa, pese a todas las dificultades y a los enemigos de dentro y de fuera, defendiendo el catolicismo y contra el comunismo nefando.
Bueno, relativamente austero.
Sonriendo plácidamente y sin sentarse, Diana aprovecha el pie que el otro acaba de suministrarle sin darse cuenta. Al fin y al cabo, la única respuesta que le interesa es la que el hombre puede ofrecer a la única pregunta por la que la periodista se encuentra en este despacho haciendo el indio.
– A propósito de enemigos, ¿qué tal quedaría el prestigio de su familia si alguien difundiera que usted trabaja para los mismos que bombardearon su país hace sólo tres años?
El otro aprieta la raja que tiene por boca y le dirige una lenta saeta visual que Dial juzga apreciativa aunque no apreciadora. Sus ojos opacos se animan brevemente a causa del odio, y a la mujer le parece captar un ligero temblor de párpados.
Inesperadamente, el hombre sonríe, mostrando dos hileras de pequeños dientes mortecinos.
– ¡He olvidado mis modales de anfitrión! ¿Qué va a pensar de mí? -Mantiene la sonrisa-. ¿Té o café?
Diana Dial rechaza el ofrecimiento.
– No me conteste. -Inclina la cabeza educadamente y le sonríe también-. No es necesario. Tendrá noticias mías muy pronto.
Y se larga.
– Uf, qué tipo tan desagradable -le comenta a Georges cuando vuelve al auto.
El chófer la mira como si estuviera loca. Un rico puede ser cualquier cosa. Envidiable, siempre. Desagradable, nunca.
Diana Dial huele el peligro antes de abrir la puerta de su apartamento. Huele a comida filipina rica.
Joy avanza hacia ella, toda sonrisas, con Yara enchufada a la teta izquierda.
La periodista tuerce el morro.
– ¿Todavía aquí? ¿Qué vas a pedirme?
Porque se trata de eso. Algo quiere. En momentos como éste, Joy recurre a la sabiduría que le han legado generaciones de mujeres supervivientes, de su poblado y de su familia.
– Necesito sentarme -dice, balanceando ubre y bebé.
Se instalan ambas a la mesa de la cocina. Son casi las tres -Joy suele terminar su trabajo una hora antes-, y el calor pega con potencia, pero las persianas venecianas pintadas de verde rabioso alivian un poco la temperatura. Sin borrar su sonrisa y utilizando a Yara a modo de airbag, Joy empieza tanteando:
– Mi marido ha pensado…
A la mente de Dial acude el rostro de Ahmed, atractivo pero bastante bruto, con los labios muy gruesos, los ojos pequeños y la frente estrecha. Pensar no es el verbo que ella le adjudicó al conocerle.
– ¿El qué?
– Ya que usted todavía no nos deja…
No ha dicho «no se marcha», sino «no nos deja». Diana se hace fuerte ante el chantaje emocional implícito. Si ella fuera Joy utilizaría las mismas tretas. Pero no lo es.
– ¿Y bien? -responde y pregunta, sin conmoverse.
– Da tiempo a preparar también un viaje para nosotros. Ahmed quiere que conozca a su familia en El Cairo.
Acabáramos. Un visado.
Joy acentúa su sonrisa, al ver que su patrona ha comprendido. Le alegra comprobar que su código de comunicación sigue intacto.
– ¿Quiere arroz con coco ahora? -Aparta el pecho de la boquita glotona, que seca con el mismo pañuelo de papel con el que retira del pezón una gota blancuzca.
– No tengo hambre. Lo tomaré luego. -No se lo pondrá tan fácil.
Durante dos años ha aprendido a regatear con sus favores, que le concede como si le costaran gran esfuerzo, lo único que necesita hacer para que Joy no acabe pidiéndole la luna. Pues puede llegar a creer que a Diana Dial, habitante de un mundo en el que la otra cree que todo es posible -en el mundo de la criada ocurre lo contrario-, le resultaría muy fácil acceder a cualquier disparate que ella le pidiera con la adecuada insistencia.
Existe otro aspecto de su relación, el mejor -sin que éste le resulte intolerable-, que predomina cuando Dial se siente cansada, asqueada o dolorida por algo concreto y se desahoga con Joy, y ésta, sin zalamerías ni segundas intenciones coloca su mano, firme y áspera, sobre su hombro vencido. Hoy no es el caso.
Pero Diana comprende que debe sonreír también. Es un ser afortunado, que no depende de la benevolencia ajena. Al menos, no en lo material.
– Veré qué puedo hacer.
No resulta fácil para Joy salir de Líbano. Diana ha conseguido ventajas para ella a lo largo de estos dos años, pero obtener un visado en una embajada extranjera es otro cantar.
– Podría llevarme con usted. Decir que soy su criada. Ha sido verdad.
«Ha sido.» Recuerda que me abandonas.
Dial sacude la cabeza.
– No serviría. Tendrías que trabajar para un diplomático.
El viaje de Joy con su marido a Egipto aún no ha sido planteado por la muchacha como un intento de seguir trabajando para ella. Eso llegará más adelante, y la española lo solucionará como pueda. Pero el requerimiento de visado obligará a Diana a pedirle un favor a Ramiro de la Vara. Y ésta es la parte verdaderamente desagradable del encargo que la sirvienta acaba de depositar en sus manos, porque el tonto del embajador, de quien Diana sigue perdiendo llamadas telefónicas, intentará cobrárselo de un modo u otro.
El arroz ya está frío cuando Diana Dial se pone a comerlo con desgana. No le importa. Cuando se abstrae olvida alimentarse. Ha pasado la última hora tomando notas acerca de su encuentro con Samir Asmar.
Definitivamente culpable, al menos de la colaboración con Israel. La base de telecomunicaciones clandestina, seguramente el pico del iceberg de compromisos más vergonzosos y perjudiciales para este país. ¿Eso le convierte en el asesino de su hermano? Si la simple pregunta de alguien a quien cree escritora de un libro le ha puesto tan nervioso -y obsequioso como si intentara ganar tiempo-, ¿qué clase de terremoto no provocaría en su tinglado que se hiciera público que ordenó el asesinato de Tony? «No es nada personal. Negocios.» Una decisión, un sicario. Boom. Se acabó el problema.
Siente un esponjamiento en su vanidad al releer las notas. Samir Asmar, relevante miembro de la comunidad maronita, tocado en la línea de flotación por la infatigable investigadora Diana Dial, quien, posponiendo su marcha del país y una prometedora estancia en Egipto, se arroja a su gaznate con la precisión de un sabueso excitado por el olor de su presa.
Sonríe de su propia tontería, que agradece porque le parece mejor esta flaqueza que el estado de inseguridad en que la sumió la cena de anoche.
Suena la melodía estándar del móvil. Es Salva. Piensa en no responder pero su mano funciona al margen de voluntad.
– Esta noche doy una fiesta en casa. ¿Te apuntas?
– Creía que acompañabas a tu viuda en su luto. -Se arrepiente nada más pronunciar la frase, que acentúa su debilidad y la degrada ante sí misma-. ¿Cuál es el motivo?
– ¿Hace falta uno? Si lo necesitas, la despreocupada costumbre beirutí de ponerle al mal tiempo buena cara. Carpe diem.
– ¿Quienes acudirán?
– Un selecto grupo de amigos, libaneses y españoles, incluida gente de La Casa. Tu embajador. Carlos Cancio también, si es que su periódico no le encadena a última hora a lo que ellos consideran actualidad. Ha prometido traer con él a gente joven, supongo que a ese novio que tiene, Ali, y otros efebos amigos suyos, así como a las hermanas del chico, que han llegado de su remoto pueblo, dispuestas a vestirse como seres humanos y a gozar de las perversiones de Beirut. Ah, y tendremos discjockey. De eso y de que no falten alicientes me ocuparé yo. No traigas nada, habrá bebida de la mejor y comida de sobra.
– ¿Con tus ahorros de profesor? -Sabe que le molesta que le recuerde lo mal que la Fundación Quijote paga a sus funcionarios rasos.
– He recibido una inyección inesperada. Un adelanto para que escriba un libro sobre los cristianos de Oriente Próximo.
– ¿Estás de coña?
– En absoluto. Un amigo mío, que dirige una editorial de Barcelona, me lo ha contratado. Dice que con toda esta memez del regreso de las religiones y el prolongado choque de civilizaciones, el tema tiene mucha garra. No me critiques. A ti, lo mismo te pareció una buena excusa para abordar a nuestro malo predilecto. Te debo una comisión por despertarme las ganas de escribir al respecto. A propósito de Samir… ¿Le has visto?
– No me apetece hablar de él. Todavía me estoy lavando la mano.
– Cuando pienso que al muy asqueroso le salen los millones por las orejas… Dale fuerte, detective. Es un gusano.
Algo que ha dicho Salva en el transcurso de esta charla le ha devuelto a Diana la sensación de que ha olvidado realizar una comprobación importante antes de seguir con su investigación. Consulta su libreta. «La Viuda. Femme fatale de vía estrecha. Bastante gilipollas, pero una infeliz.» No es eso. Algo se le escapa. Una clave, una pista, un presentimiento al que no ha prestado atención.
Ya vendrá. Siempre viene. Junto con el pinchazo en el estómago.
Le abre la puerta el anfitrión. Salvador Matas viste una galabeya negra. Parece un pope ortodoxo medieval. Sus labios sensuales ofrecen ese aire ligeramente obsceno que a veces muestran los más relajados miembros de cualquier clerecía.
– Te he dicho que no hacía falta. -Señala la botella que Diana le tiende.
– No me fío de tu gusto en vinos -miente ella, alargándole un tinto francés y muy caro que ha adquirido en la tienda más sofisticada de su barrio.
Pequeños gestos de autoprotección al adentrarse en la guarida en donde habita un peligro que todavía desconoce. Aunque lo más seguro es que la amenaza se encuentre en su propio corazón.
Los asistentes -alrededor de una veintena- se levantan a la libanesa para saludarla o presentarse. Cuatro profesores de La Casa, entre ellos Jaime, que tiene fama de mujeriego. Diana no conoce a los otros, recién aterrizados y destinados a Trípoli y Junieh.
Las dos chicas vestidas de putones -«seres humanos», en definición de Salva- resultan ser las hermanas de Ali, que se precipitan a abrazarla porque el joven efebo les ha hablado mucho de ella. Ali es muy alto, más que Matas, y tan ondulante que avergüenza con su feminidad de almanaque a cualquier mujer normalmente constituida. Banal y encantador, lo primero que le pregunta es si nota que le ha crecido el cabello. Tiene un problema: se le cae el pelo en la parte de la coronilla. Diana suele animarle diciéndole que lo único que debe hacer es no sentarse. Dada su elevada estatura, resulta difícil que alguien descubra su pequeña calvicie. Como no sea desde un balcón.
Carlos Cancio es el hombre que mantiene a Ali y que sólo en Beirut vive fuera del armario. En Madrid regresa cautamente a él, temeroso de la reacción del gran diario conservador para el que trabaja como corresponsal en Oriente Medio. Cancio se precipita hacia ellos, sin perder de vista a su novio. Siente unos celos incansables, y muy acertadamente, en opinión de Dial. Es lo malo que tiene comprar el amor: puede presentarse alguien ofreciendo el doble.
Hay un bullicio enternecedor en el gran salón comedor, decorado con estilo pero sin lujos, del apartamento de Salvador Matas. Como otros miembros de La Casa, el profesor vive en un piso alquilado de la zona de Remeil, delante de la parte más industrial del puerto, en la avanzadilla del territorio armenio. Desde su terraza pueden verse el edificio herrumbroso de Electricité du Liban -contemplándolo uno conoce el nivel de calidad del suministro que ofrece-, la mole azul del Palacio de Congresos y el mar. El mar de Beirut, cuya frágil belleza redime las violentadas orillas de la ciudad.
A Diana le conmueve el bullicio que reina en la fiesta. Formará parte de la galería de recuerdos que la acompañará a Egipto, a España, adondequiera que vaya. Ha asistido a muchas de esas reuniones en que los anfitriones son hijos de Europa y habitantes de ninguna parte, y en las que otros desnortados, aunque sin expectativas, aquellos vástagos de un Líbano que no les atiende, se nutren, por unas horas, de la prodigalidad de sus amigos extranjeros, y se sienten necesarios y admirados. Se sienten amados, admitidos y -quién sabe- quizá con un porvenir europeo por delante.
Ya se han sentado todos, incluida ella -Salva le ha servido, irónico, una copa de vino de la casa-, cuando suena el timbre y aparece Ramiro de la Vara. De nuevo, todos en pie. Las chicas y la media docena de amigos efébicos del novio de Cancio lanzan grititos al enterarse de que el recién llegado es el embajador de España. La hermana mayor de Ali, que ocupa un lugar a la derecha de Diana, en uno de los megasofás, le propina un codazo cuando vuelven a sentarse. «¿De verdad está soltero?»
De la Vara le envía a Diana un gesto que no pasa inadvertido a Salva. Los ojos oscuros del profesor se animan con sorna cuando ella, bien educada al fin y al cabo, abandona su puesto, copa en mano -hay trances que requieren alcohol- para seguir al embajador hasta la terraza.
La brisa de la noche, saturada de aromas portuarios, le inunda los pulmones. Quizá sea la última vez que contempla esta perspectiva. Ha frecuentado poco el piso de Matas, y siempre con otra gente.
Ramiro se acoda en la barandilla, pegado a Diana, pero ella se despega y lo afronta, poniendo aire y la copa por delante.
– ¿Qué ocurre?
– Eres difícil de ver. -Compungido, el embajador, frunce su gran rostro sonrosado-. Te he dejado miles de mensajes.
– Muy ocupada. Tengo entre manos una investigación.
– Lo sé. -De la Vara da un paso hacia ella, y ella dos hacia atrás-. De eso quería hablarte.
– ¿Ah, sí?
– Aquí donde me ves, sé cosas. Un embajador siempre sabe cosas. En esta ocasión, por mi especial amistad con los Asmar y, más concretamente, con el añorado Tony. ¡Ah, este martirizado país! ¡Cuánto dolor produce!
Parece al borde de las lágrimas. Rioja, deduce Diana, o quizá algo más fuerte, libado antes de salir de la embajada, para sentirse a tono.
– ¿Qué es lo que sabes?
– No. Aquí, no. ¿Cenas mañana conmigo en la residencia?
Dial va a negarse pero recuerda a tiempo que Joy necesita a alguien de arriba que avale su petición de visado en el consulado de Egipto. No puede plantearlo aquí. Sonríe.
– Será un placer -miente, pero añade, ya con sinceridad-: Sobre todo si me ofreces Jabugo.
Cuando regresan al salón se le acerca Salva con la botella, presto a rellenar su copa.
– ¿Pesado? -inquiere.
– Atento -replica ella, secamente.
– ¿Qué quería? -insiste.
– A mí.
Se desembaraza de la mano de Salva, que aferra su brazo con demasiada fuerza. No son celos. ¿Qué es?
Regresa a su lugar en el sofá a tiempo de presenciar la representación. El discjockey, que lleva el pelo enhiesto como una llamarada de pinchos en gradaciones anaranjadas, ha puesto la consabida canción oriental marchosa, a solicitud de Carlos Cancio, como era previsible. El viejo corresponsal danza sentado, levantando los brazos a la manera libanesa pero sin gracia. Entre aclamaciones, Ali se pone en pie e inicia un insinuante movimiento de caderas. La danza del vientre, servida por un efebo. No es la primera vez que Diana asiste a semejante demostración, aunque sí en esta casa. A Carlos le brillan los ojos mientras el otro se abre la camisa, se desabrocha el inicio de la bragueta y muestra el vello de su bajo vientre, ceñido por unos calzoncillos Calvin Klein.
El ambiente se va amariconando por momentos, Dial se pregunta cómo acogerá su amigo lingüista esta demostración. Le busca, no le ve. Se da cuenta de que está detrás de ella, en pie. Gira el cuello y alza la cara para mirarle, y lo que ve le abre el esófago como si le hubieran clavado una estaca.
Salvador Matas tiene la boca abierta, un hilillo de saliva en la comisura izquierda y la mirada brillante. Diana gira la cabeza para hurtarle el desconcierto que aflora, irreprimible, en sus ojos.
Es una revelación que desata en Dial sensaciones contradictorias. Cuando se despide de todos, saludando con la mano y dejándoles entregados a sus bailes, Salva la acompaña a la calle, en donde la espera un taxi. Se despiden con dos besos en el aire, y él parece ausente, como si se estuviera perdiendo algo importante que sucede, o puede suceder, en su apartamento.
Camino de casa, Diana Dial reconoce que las mujeres tienen una extraña manera de sentir.
Porque si Matas es homosexual -¿por qué, después de todo, la idea no le sorprende?- eso le aleja tanto de Cora Asmar como de ella. Y, en el fondo, le gusta.