38149.fb2 F?cil De Matar - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

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Sábado, 3 de octubre de 2009

– Menuda la liaste ayer con la Cobra -se ha quejado, burlón, el inspector Fattush, nada más verla.

Él y Diana se encuentran en el despacho del primero, en la sede de su comisaría, cerca de la Universidad Americana de Beirut. Son las once de la mañana del sábado y apenas se ven coches o gente en las calles, lo que ha permitido a Georges atravesar la ciudad como si llegara tarde a competir en las 24 Horas de Le Mans. Dial habría preferido que condujera más despacio, deleitarse con el trayecto. Atmósfera relativamente libre de la contaminación de los tubos de escape; las precarias y deformes aceras, desiertas; acacias y ficus gigantescos, mezclando sus hojas de terciopelo verde, aprovechando también ellos esa mañana de sábado.

A su insinuación de que fuera más lento el chófer ha fruncido el ceño. ¿Perderse una oportunidad de correr? Los ricos, para ser estupendos; y los coches, para ir rápidos, ha pensado Diana, completando su reflexión con el tercer mandamiento del macho medio libanes: las mujeres, para ser guapas, melosas, sumisas. Y putas, aunque lo último sólo cuando son propiedad ajena.

El despacho del inspector Fattush se halla al otro lado de un destartalado patio-zaguán-aparcamiento, en el que habitan media docena de gatos, mimados por los agentes que montan guardia -y más les vale, de lo contrario Fattush los enviaría a galeras-, y una palmera que tiene el tronco como si lo hubieran rapado al cero para una intervención quirúrgica y, en contraste, una abundante melena bohemia y grisácea que le cae a un lado, como si contemplara el mundo de abajo con escepticismo y algo de escándalo. Las comisarías no son un buen sitio para que crezcan dátiles.

– ¿Qué le dijiste exactamente? -inquiere el inspector.

– Lo que cualquier periodista hubiera preguntado en mi lugar.

Y pronuncia la frase, que tiene memorizada porque se la repitió muchas veces antes de espetársela a la Cobra: «¿Qué tal quedaría el prestigio de su familia si alguien difundiera que usted trabaja para los mismos que bombardearon su país hace sólo tres años?»

Fattush se repantiga en su viejo sillón -en la pared, a su espalda, figura un retrato oficial del presidente Michel Suleiman- y le sonríe apenas. Algo preocupa al inspector.

– Eso es lo que le plantearía un chantajista profesional a un prestigioso banquero, pilar de la comunidad y espejo de virtudes, que hubiera traicionado secretamente a su país. Eso, y la exigencia de una suma de seis ceros a cambio de guardar silencio.

– Reconozco que, a veces, periodistas y chantajistas nos parecemos bastante -concede Diana-. Lo nuestro es por un buen fin.

– Estás retirada.

– Ah, no lo entiendes -disiente la mujer-. Ya no soy reportera. Periodista, hasta la muerte. Se lleva en la sangre. Igual que tú, con lo tuyo. ¿Dejarás de ser un sabueso cuando te retires? Me pasa lo mismo. Ya no publico. Pero busco la verdad, como he hecho siempre.

– La Cobra -Fattush marca una pausa para magnificar lo que sigue-, es decir, el poderoso primogénito de los Asmar, en pleno duelo por la muerte del hermano menor y nuevo mártir de la patria, ha montado un número… En fin, quiere que te saquemos de en medio.

– ¿Te ha mandado a sus sicarios? -pregunta ella-. Eso sólo confirma la versión de la viuda. Culpable.

– No a mí. No soy lo bastante importante para él. -Levanta la mano y señala un techo imaginario situado muy arriba-. Se ha movido por las alturas. Y alguien que sabe que te conozco me ha enviado recado para que te avise. Van en serio, Diana.

Se levanta y da cuatro pasos hasta la ventana que da al patio. Retrocede con una mueca de repugnancia, toma un kleenex de la caja de marquetería que está sobre su mesa, entre un banderín de Líbano -cuyos pliegues suele acariciar con frecuencia, como si fuera un fetiche- y la foto de su mujer y sus hijas, y frota una mancha concreta en la suciedad gaseosa que empaña los cristales.

– Una mosca muerta -murmura-. No aguanto más cadáveres de los necesarios.

Se sienta al lado de Diana.

– Sea lo que sea que haya hecho, y estoy convencido de que es capaz de todo, esta rápida movilización por parte de Asmar tiene una lectura política de fondo. Lo que tú has descubierto, o pretendes descubrir y probar, pondría en peligro, de hacerse público, no sólo su imagen sino también su influencia con Ramal Ayub. El Anciano puede tener muchos defectos, y no te digo que en otro tiempo no haya cambalacheado hasta el crimen con los gobiernos judíos. Pero no es tonto. La última matanza israelí, la del verano de 2006, todavía nos pesa. El viejo no es tan imbécil como para no saber que, junto con la traición, el agravio y la burla debilitarían a su partido, precisamente en vísperas de la formación del maldito gabinete de Gobierno. ¿Qué haría Ayub? Sacarse de encima a Samir Asmar, y con él, a la familia. Muchos de sus rivales cristianos, y hasta algunos aliados, están deseando desplazar al clan de su puesto clave en el maronitismo.

– Y está el asesinato de Tony. Su propio hermano.

De nuevo el uso de las tres palabras -su, propio y hermano- hace que la detective se sienta como una intérprete de melodrama.

El policía asiente.

– Asmar te neutralizará como sea. Yo que tú me andaría con cuidado.

Diana inicia un gesto de protesta.

– Lo sé, amiga. No te arredran ni los tiros ni las bombas -corta él, sarcástico, pero menos de lo que podría esperarse.

Se levanta otra vez. La mujer se da cuenta de la seriedad de sus palabras porque le ve nervioso, inquieto.

– No hablamos de armas convencionales a la libanesa. -Hay amargura en sus palabras, junto con ironía-. Hablamos de veneno. Ponzoña. Llámalo como quieras. Ácido sulfúrico, sustancias corrosivas. Es decir, impunidad. Eso es lo que destilan los Asmar y sus cómplices, las Ghorayeb. El producto interior brutal de este país, por cuya elaboración rendimos pleitesía a nuestras más repugnantes y acrisoladas familias. Cualquier día puedes comerte unos salmonetes letales o encontrarte con la noticia de que traficas con drogas o utilizas a menores en un tinglado de prostitución. Lo que sea que se les ocurra para desprestigiarte y ponerte en la frontera. Al fin y al cabo, ya no perteneces a ese como se llame periódico que te protegía cuando eras periodista… Perdón, reportera.

Se cruza de brazos, esperando una respuesta.

– ¿Qué debo hacer? -Diana le observa.

– Largarte a Luxor. Era lo previsto, ¿no? Si no hubiera surgido este asunto ahora ya estarías con esa amiga tuya. Métete en el primer vuelo de Egypt Air. Márchate. Olvida este caso, olvida este país. Nuestras hienas no merecen tanta atención.

– ¿Y si no lo hago?

– No podré protegerte. En cualquier momento pueden abandonar la fase actual, en la que creen que eres una avispada chantajista, con datos sobre el acuerdo con los israelíes, a quien probablemente les convendría untar. En cuanto descubran que trabajas como detective para Cora Asmar por la muerte de su marido se arrojarán sobre ti.

– Cora no será tan idiota…

Fattush la contempla, ahora sí, con toda su sorna colgando de su sonrisa triste.

– Vamos, Diana. Tú sabes que sí. Si algo es esa chica, es idiota. Su matrimonio lo prueba. Sólo una imbécil se emparenta con semejante familia. ¡Una europea! Cora es una pobre mujer con lengua de trapo. No resistirá la tentación de pavonearse ante los Asmar de lo mucho que sabe. De hecho, también ella está en peligro. La diferencia -concluye el inspector- es que, a mí, la viuda no me importa.

Dial coge el retrato de las mujeres de Fattush y lo examina.

– Qué altas ya, las crías. ¿Qué edad tienen?

– La menor tres años y es más sensata que tú -replica Fattush con impaciencia-. ¿Por qué no lo dejas?

Usa el tono cansino de quien no ignora lo inútil de su intento.

Diana desvía su atención hacia el móvil, que suena en ese momento. Responde con un desganado monosílabo pero en seguida desorbita los ojos expresivamente y gesticula en dirección a Fattush.

– Buenos días, señora Asmar -dice, enarcando mucho las cejas-. Sí, sí, claro, es un placer. No, cuánto lo siento, mañana por la mañana, imposible. Tengo un compromiso previo, una cita de hace semanas… ¿Por la tarde? Mejor, sí, por la tarde. Ah, bien. De acuerdo. Entonces le esperaré a las cinco. ¿Tiene mi dirección? Bien.

Desconecta y le suelta:

– Era Yumana Asmar. La matriarca quiere verme mañana mismo. Enviará a su chófer a buscarme. Dice que estas cosas se solucionan mejor entre mujeres. Y sabe muy bien dónde vivo.

Diana no puede asegurar que el inspector Fattush se sienta más tranquilo ahora que cuando entró hace un rato en su despacho.

La embajada está en un palacete de piedra caliza, de dos plantas, que se alza, solitario, en la zona más recóndita de una colina, en las afueras de Beirut. Es una hermosa mansión, con un gran jardín delantero y otro interior. Césped bien cuidado, árboles de espeso follaje, parterres y setos muy elegantes, ajenos a la contaminación del exterior. Los salones alternan el encalado de los muros con retazos de piedra viva, tapices selectos y cuadros de pintores abstractos españoles. Chic oriental, más una pizca de solemne cordura castellana, bajo los techos abovedados que evocan un convento medieval.

– Espero que disculpes la confianza -recita en tono íntimo De la Vara, apartándose para invitarla a entrar en lo que, previamente, ha denominado «mis aposentos».

A Diana le parece chocante que, por segunda vez en los últimos días, alguien elija el dormitorio como escenario para sus confidencias. Quizá se trate de una moda libanesa de cuño reciente, reflexiona con resignación. Y con descanso: al menos, el embajador no la ha recibido en pijama.

La periodista no ha puesto nunca los pies en las habitaciones privadas de la residencia, y no puede negar que siente curiosidad.

El reducto particular del jefe de la legación ocupa un torreón de severidad fingida, operístico -la Tosca bien habría podido arrojarse desde allí, para en seguida levantarse y saludar-, al que anfitrión e invitada han llegado ascendiendo por peldaños insensibles al paso del tiempo y de embajadores.

– He dirigido personalmente la decoración -comenta el embajador, orgulloso, y se queda pendiente de su reacción.

– ¡Dios! -exclama ella muy apropiadamente.

Lo que ve la pilla por sorpresa. Esto es el Museo del Crucifijo, se dice. La cama, de tamaño triple y seguramente reforzada, no añade atractivo alguno a la amplia estancia, en cuyas paredes figuran -con la única excepción de una imagen de Cristo Rey que abre sus brazos desde la pared opuesta a la cabecera- más cruces de las que la periodista ha visto y verá en toda su vida, y tal afirmación incluye la amplia gama local de tales símbolos, en cuya exhibición el Líbano cristiano no resulta especialmente parco.

Lo del embajador es un enjambre. Las paredes del dormitorio y las del saloncito que se interpone entre esta habitación y la terraza aparecen forradas de cruces de todos los tamaños y materiales, apretujadas una junto a otra.

– ¡Jesús bendito! -redunda Diana, ante el placer de Ramiro, que toma su exclamación por un derrame admirativo.

– Una colección única en el mundo -se pavonea-. Vamos, no es oficial ni estoy en el libro Guinness de los Récords, pero me jugaría esta pieza a que no existen tesoros tan completos como el mío.

Toma en sus manos la cruz, de doble travesaño y cuajada de pedrería, a la que se ha referido al lanzar su presunción.

– Perteneció a Rasputín. Procede de los tesoros del Kremlin. La compré, ejem, en una especie de subasta por Internet. Clandestina. Muy peligroso. En mi posición, practicar el cristianismo puede resultar un auténtico reto, Diana. Incluso en el terreno decorativo. Pero soy de la opinión de que los creyentes tenemos que dar testimonio de nuestra fe por doquiera que vayamos.

Espera un elogio por su parte.

– Creí que allí sólo guardaban la momia de Lenin -comenta, en cambio, la mujer.

– No puedes imaginar hasta qué punto está arraigado el amor al crucifijo por esos mundos del Señor. -El sigue con su tema-. ¡La querida Madre Rusia no se rindió ante la feroz bota soviética! Y en los cinco continentes, no te creas, pasa lo mismo. Esta pieza única -ahora coge un crucifijo pequeño que parece de marfil- me la regaló un amigo embajador que estuvo destinado en el África profunda. Es una reliquia santa. Hueso de mártir. -Agita la crucecilla-. De mártir misionero. Los paganos, en su salvaje ignorancia, se comieron al gran evangelizador padre Benoît, quien, por cierto, era de origen libanés aunque fue ordenado en Roma. Espero que le canonicen pronto, yo mismo he enviado la petición al Santo Padre… ¿Por dónde iba?

– Los salvajes se lo comieron -le recuerda Dial.

– ¡Ah, sí! ¡Estás en todo! -Sonríe, contento, y le saca brillo a la cruz con el puño de su chaqueta-. Mientras hacían su digestión, Benoît obró el milagro de que comprendieran su pecado. Presos del más doloroso arrepentimiento, se convirtieron, y decidieron que con los huesos de su salvador tallarían reliquias. ¿No es lo más sublime? ¡Que los huesos del hombre que dio su vida por la fe devengan objeto sagrado!

– Necesito un trago -dice Diana.

– Ah, perdona, qué descortés soy. En la terraza tenemos un bufet frío. -Entorna los ojos, insinuante-. He dado fiesta al servicio hasta mañana por la noche. Estamos solos.

Deposita el pedazo de hueso humano en su sitio y -con la misma mano, Dios santo, piensa Dial- la toma del brazo y la conduce hasta el exterior.

– ¿Vino? -pregunta Ramiro, disponiéndose a abrir una de las botellas alineadas en una mesa rectangular, cubierta con un mantel de hilo que lleva bordada la bandera de España en las esquinas.

– Preferiría un whisky. En vaso corto, sin hielo. Y doble.

Está loco, se dice Diana. Está como una cabra. Interesante cuestión: ¿los occidentales pierden la razón en Oriente Medio o acuden a Oriente Medio porque han perdido la razón?

De la Vara carraspea.

– ¿Qué te parece mi refugio? Esa parte de ahí -dirige la vista a la pared de madera labrada que, con una puerta en el centro, divide la terraza en dos- la he transformado en gimnasio. Me conviene rebajar peso.

Se palpa la tripa. A Diana le zumba una campanilla en el cerebro. ¿Qué le recuerda este gimnasio situado cerca del dormitorio? El propio embajador la saca de dudas:

– Tariq, que es un excelente entrenador físico, me obliga sudar la gota gorda ahí, todos los días. Me ha hecho instalar una sauna, y me da masajes.

– ¿Tariq, el de Cora?

Un poco sorprendido, el embajador asiente.

– Ella me lo recomendó. Le conoció no sé dónde, en una obra de caridad, y se ha propuesto que trabaje en las mejores casas de la ciudad. Es un chico con porvenir, muy listo. De una aldea del norte. Su familia huyó a Canadá al principio de la guerra civil. Él creció en Montreal. Habla francés e inglés perfectamente. Parece que trabajó con su hermano en un negocio de artículos deportivos. Tariq decidió venir aquí, instalarse en la tierra de sus padres. Ya sabes cómo tira Líbano. Es musulmán, pero muy buen chico. Al principio, las cosas no le fueron muy bien, según me contó.

– Pero conoció a Cora -tercia la mujer, súbitamente interesada-, y Cora le ayuda a salir adelante.

– Él tiene amigos en todas partes, en los campos palestinos y hasta entre los salafistas de Trípoli, y también le recibe lo más distinguido de la sociedad. Es un caballero y gusta mucho a las mujeres. -Guiña un ojo-. Ya sabes, guapo y discreto. A mí me consigue lo mejor de lo mejor para mi narguile. Luego nos fumaremos uno, verás qué rico. Es mi único vicio, lo reconozco. Me lo fumo mientras me doy un baño, después de mi sesión de ejercicio. ¿Has probado a fumar pipa en la bañera? Te deja muy bien, relajado, pura sensualidad…

La mira golosamente mientras apura la segunda copa de Rioja, pero Diana no le presta atención. Así que el embajador y la viuda comparten a Tariq, el prodigioso. Deberá hacer que se lo presenten.

– ¿Por qué me has invitado? -Dial va directa al asunto.

– Conoces mi especial deferencia hacia ti -replica él, ceremonioso-. Enterado de tu interés por el terrible atentado que causó la muerte del querido Tony, creo que obra en mi haber información reservada que puede resultar de tu incumbencia.

Se sientan, con sus respectivos platos en las rodillas, en un sofá de mimbre. Diana contempla la oscuridad del jardín de abajo, interrumpida sólo por los lunares amarillos de las farolas. Al fondo del paisaje, el cielo reverbera con la iluminación de las estribaciones meridionales de Beirut.

Ramiro se acerca a Dial, tanto que sus muslos como mortadelas forradas de gris marengo se interponen entre ella y cualquier intención de huida. Las zarpas de oso del diplomático se ciernen sobre sus manos. Aguanta, guapa. Por Joy. Maldita filipina, maldito visado.

– ¿Qué te parece mi colección de cruces? -pregunta, con voz dulzona.

– No me gustan las acumulaciones. -Aparta las manos. Al diablo con Joy-. Y soy atea.

– Y sin embargo, nos unen tantas cosas. -Los ojillos del embajador despiden lujuriosos destellos que se desploman poco después, como gusanos muertos, en el escote generoso de la otra.

Diana se suelta y ataca un canapé de salmón.

– Gimnasia y masajes. Dice Tariq que puede esculpirme en unos seis meses. Y que esculpido luciré mucho mejor. Son décadas sin mujer, ¿comprendes? Mi dolor de viudo hizo que me abandonara, entregándome a consuelos inmediatos. La gula me pierde, pero es un pecado que el Señor perdona. Te juro que en nuestra boda no haré el ridículo, te lo prometo.

Diana le mira sin entenderle. Cuando lo hace, se atraganta y tiene que escupir restos de canapé en una servilleta.

– Podríamos anunciar nuestro compromiso por entonces -continúa De la Vara-, en cuanto esté debidamente esculpido. Comprendo que ahora te avergüences de mí, una mujer con tanta clase. Claro que ya eres talludita, y tienes que admitir que un buen partido como yo no volverá a presentársete.

– ¿Un qué? -balbucea la periodista.

Y el otro, impertérrito:

– Mis hijos no nos molestarán, ya están colocados, y ni siquiera tendrás que luchar contra el fantasma de mi primera esposa, Claudine, que era tan sacrificada que ni con seis partos tuvo bastante como sufrimiento, y solía llevar puesto un cilicio con pinchos. Yo no estaba a su altura, el dolor físico me aterra. Por eso, sin duda, Dios me envía tentaciones, te lo puedes imaginar… Ay, esas tetitas…

Se produce un rápido viaje de manos. La del embajador se desplaza de improviso al escote de Diana y la de Diana a la mejilla derecha del embajador, al tiempo que le suelta una indignada retahila, ocurrencia instantánea que piensa que quizá funcione:

– ¡Excelencia! ¡Recuerda quién eres y lo que representas! ¡El buen nombre de España!

Como al conjuro de palabras mágicas, Ramiro recupera la compostura, oronda pero impecable, de las ocasiones oficiales. Se levanta, se pone firme, se recoloca la chaqueta.

– Imperdonable. Imperdonable -balbucea-. Un comportamiento a todas luces deleznable. El embajador solicita excusas. Te mandará flores, hará lo que sea.

¿En tercera persona? Como una cabra.

Dispuesta a terminar pronto la noche, Diana le recuerda:

– Tienes algo que contarme, o eso me has dicho.

– Ah, sí.

Vuelve a sentarse, esta vez en una silla, en una declaración muda de intenciones.

– Cora Asmar no es lo que parece.

La frase resulta lo bastante ambigua como para que la periodista mantenga un discreto silencio.

– No es una mujer decente. Tiene un amante. -De la Vara deja caer la frase con evidente esfuerzo, ya que ha regresado a su papel de caballero español.

– ¿Y quién es? -Aunque, en realidad, Diana se pregunta cómo un miembro numerario del Opus Dei puede creer que Cora Asmar parece una mujer decente.

– Tony creía que era una joven como Dios manda, y yo también… Con esa cara de virgen flamenca pintada por el maestro Campin, esa piel pálida, ese pelo rojo…

Diana comprende que la ignorancia y el deseo se mezclan en la percepción que el embajador tiene de las mujeres.

Loco y lelo. Oh, por los clavos de Cristo, ¿qué hago aquí? Menos mal que Diana ha prometido enviarle una llamada perdida a Georges, que la espera a la entrada, en cuanto necesite abandonar la embajada y a su desquiciado inquilino. Una pregunta atraviesa su mente.

– Dime, embajador. -Insiste en nombrarle por el cargo, usándolo a manera de protección-. ¿Crees que Salva es gay? Tú le conoces, coincidiste con él en otros países. La otra noche… Aquel chico.

– Te refieres al baile, ¿no? Terminó fatal. Ali, el efebo, se enfadó con Salva y Carlos Cancio, con Ali. Muy desagradable. El pobre muchacho sigue enamorado…

– ¿Quién, Ali? ¿Enamorado?

– De Salva. Hace tiempo de eso. Al poco de llegar Matas a Beirut, antes de que tú vinieras. No sé por qué, el chico concibió esperanzas y le montó unas cuantas escenas, al ver que no era correspondido. Cuando Carlos lo recogió acababa de intentar suicidarse.

– ¿Tú crees que Salva…? -pregunta Diana, con un hilo de voz.

– ¿Mariconcete? No, no creo que nuestro amigo lo sea, aunque a veces… Confieso que su excesiva discreción… Te seré franco. Tanto en la Fundación Quijote como en la carrera diplomática se dan casos… Cómo decirlo sin faltar a mi más escrupuloso sentido de la delicadeza. No deseo ofender, no deseo ofender… Pero casos raros. Frustraciones. Gente que va cambiando de ciudad en espera de esconder que en el destino anterior no le ocurrió nada personal digno de memoria, y que necesita mimetizarse con el resto de frustrados. Nos movemos con seguridad entre los nuestros, desconfiamos del resto de los mortales. Hay gente entre nosotros que se hace pasar por normal y no lo es. Con esto no quiero decir que todos… Por Dios, no me malinterpretes. Y no me tomes por un tipo raro… Estoy convencido de que Jesús me quiere y me guía.

Despliega los brazos en un gesto entre simple y confiado. Diana frunce el ceño:

– Concretamente, ¿qué sabes de Matas?

– Nunca le conocí ningún lío. No es como yo, un viudo de oro muy solicitado, pero también difícil de cazar… Aunque ahora… Ahora es diferente, tanto para él como para mí. El amor nos aferra entre sus garras.

La contempla con sus ojos húmedos por el vino. ¿O por los celos? ¿Conoce Ramiro de la Vara sentimientos de Salva hacia ella que la propia destinataria ignora? ¿Por eso ha precipitado, a su manera psicótica, lo que cree su petición de mano?

Como sigas aquí mucho tiempo, también vas a volverte loca, se dice la mujer.

– ¿Quieres ver mi gimnasio? -Se levanta el diplomático, cambiando bruscamente de tema.

– Me irá bien estirar las piernas -Diana se apresura a aceptar.

Quizá un entorno tan aséptico como un gimnasio, aunque sea pequeño, despeje por completo a De la Vara de su lujurioso delirio.

– Cinta para correr, bicicleta, pesas, barras -relata el embajador, definiendo lo obvio que aparece ante sus ojos-. Camilla para masajes.

La mira de nuevo turbiamente y, antes de que la periodista pueda reaccionar, la tiene abrazada de espaldas, hincándole el rostro contra la funda de felpa que cubre la camilla. Diana siente todo el peso del hombre sobre su columna vertebral. Boquea, buscando aire y algo rotundo que decir:

– ¡Por Dios! -gime, finalmente.

Nunca ha nombrado más a Dios que en esta aciaga noche.

Al poco le resulta evidente que el otro, aparte de aplastarla, no sabe qué hacer con ella debajo. Dial da mentalmente gracias a su difunta mujer por no haberle iniciado en los juegos de la carne pese a los seis polvos que, previsiblemente, debieron de preceder a los partos. Y piensa que, en sus conquistas, el torpe embajador no ha debido de gozar de demasiada fortuna.

Ladea la cabeza, respira y lanza una astuta propuesta:

– ¿No sería mejor que esperáramos a casarnos?

Cierra los ojos, la mujer, visualizando desde su difícil posición la patética escena que está teniendo lugar en la residencia privada del embajador de España. De súbito se echa a reír, medio ahogándose. Poco a poco, él la suelta y se queda delante de ella, mirándose los zapatos como un escolar compungido.

– ¡Por el amor de Dios, embajador! -Presa de un ataque de hilaridad histérica-. ¡A nuestra edad!

Intenta reconducir la situación, incluirse sin aspereza en la fantasía del otro. Le toma de la mano, le lleva a la terraza, se sientan en el sofá pero convenientemente separados, como dos novios que pueden ser sorprendidos en cualquier momento por una seca carabina.

– ¿Qué ocurre con Cora Asmar? ¿Qué ibas a contarme? -pregunta con dulzura.

El embajador la mira, aletargado.

– ¿Cora? ¿Qué Cora? ¡Ah, Cora!

– Has dicho que no es lo que parece, embajador. -De nuevo usa el título como utilizaría el crucifijo de piedras preciosas, si se terciara, para interponerlo entre ella y la alterada mole diplomática que tiene enfrente.

– Pues, mira, no, no te lo digo. -El tono es juguetón-. Otro día. Así volveremos a vernos, ¿vale? ¿Me lo prometes?

Suena el móvil de Diana. Es Georges, con voz preocupada: «Me parece que es mejor que salgas ya de ahí. El de la garita acaba de contarme que el embajador se comporta como un incontrolado. Que la legación va manga por hombro, los consejeros viajan a Madrid a conspirar contra él, y que, aquí, los GEO han enviado una carta al Ministerio quejándose del comportamiento de De la Vara durante sus salidas. Dicen que no pueden garantizar la protección de un hombre que le toca el culo a la primera mujer a quien se acerca, sin importarle que el marido esté delante. Yo que tú saldría de ahí ahora mismo.»

– Ahora mismo -repite ella, sin mover un músculo del rostro, a la manera de Samir Asmar-. Me muero de sueño.

El embajador la acompaña hasta la puerta, tambaleándose -entre tanto trajín ha tenido tiempo para beber mucho-, y atraviesa con ella el jardín hasta la verja. Georges la espera junto a los guardias de la garita.

– ¿Cómo quedamos? -pregunta Ramiro de la Vara, con ojos lacrimosos, a través de la ventanilla-. Firmaremos un papel… Si no quieres que nos casemos, firmaremos un papel, yo cuidaré de ti y tú cuidarás de mí…

Diana, sintiéndose segura en el interior del coche, se expresa ahora en voz baja pero con rotundidad.

– Vete a tomar por culo, gilipollas.

Y con él, piensa a continuación, también será sodomizada la posibilidad de que el embajador solucione el tema de Joy.

– ¿Estás bien? -se asegura Georges.

¿Lo está? Desazonada, Dial responde:

– Ningún problema, Georges, pero muchas gracias por interrumpirnos a tiempo.

A sus espaldas queda la exclamación llorosa del embajador:

– ¡Haz conmigo lo que quieras! ¡Lo que quieras!