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Al día siguiente en el trabajo nos preguntaron el motivo de nuestra marcha repentina. Admitimos que habíamos ido a apostar en la última carrera y que teníamos intención de volver aquella tarde. Manny había elegido su caballo y yo también. Algunos de los chicos nos preguntaron si podíamos hacer algunas apuestas por ellos. Yo dije que no sabía. Al mediodía, Manny y yo nos fuimos a almorzar a un bar.
– Hank, vamos a cogerles sus apuestas.
– Esos tíos no tienen apenas dinero, todo lo que tienen es la calderilla para el café y el chicle que les dan sus esposas y no tenemos tiempo para andar haciendo el imbécil en las ventanillas de dos dólares.
– No vamos a apostar su dinero, nos lo guardaremos.
– Pero supón que ganan.
– No ganarán. Siempre escogen el caballo equivocado. De algún modo se las arreglan siempre para escoger el caballo equivocado.
– Supón que apuestan a nuestro caballo.
– Entonces sabremos que nos hemos equivocado de caballo.
– Manny, ¿qué haces trabajando con repuestos de automóviles?
– Descansando. Mis ambiciones sufren el handicap de la pereza.
Nos bebimos otra cerveza y volvimos al almacén.