38153.fb2
Paul era uno de los empleados de la tienda. Era gordo, tendría unos 28 años. Sus ojos eran muy grandes, vidriosos e hinchados. Le pegaba a las pastillas. Me enseñó un puñado. Todas de diferentes colores y tamaños.
– ¿Quieres unas cuantas?
– No.
– Vamos, coge una.
– Bueno.
Cogí una amarilla.
– Yo me las tomo todas -me dijo-. Son cosas diabólicas. Unas me quieren hacer subir, otras me quieren hacer bajar. Yo dejo que luchen dentro de mí.
– Se supone que eso debe dar bastante palo.
– Ya lo sé. ¿Oye, por qué no te vienes a mi casa después del trabajo?
– Tengo una mujer.
– Cualquiera tiene una mujer. Pero yo tengo algo mejor.
– ¿Qué?
– Mi novia me compró esta maquinita por mi cumpleaños. Follamos con ella. Se mueve para arriba y para abajo, no tenemos que hacer ningún esfuerzo. Todo el esfuerzo lo hace la máquina.
– Suena bien.
– Tú y yo podemos usar la máquina. Hace mucho ruido, pero no pasa nada mientras la usemos antes de las diez de la noche.
– ¿Y quién se pone encima?
– ¿Eso qué importa? A mí me da igual por un lado que por otro. Joder o que me jodan, es lo mismo.
– ¿Es lo mismo?
– Claro, no importa. Lo echaremos a suertes.
– Lo tengo que pensar.
– Bueno, ¿quieres otra pastilla?
– Sí. Dame otra amarilla.
– Te veré a la salida.
– Vale.
Paul me abordó a la salida.
– ¿Y bien?
– No puedo hacerlo, Paul. Yo soy heterosexual.
– Es una máquina cojonuda. Una vez que te pongas con la máquina, pasaras de todo.
– No puedo hacerlo.
– Bueno, de todos modos ven y te enseñaré mi colección de pildoras.
– De acuerdo. Eso sí.
Cerré la puerta trasera del almacén. Luego salimos juntos por delante. Mary Lou estaba sentada en la oficina fumando un cigarrillo y charlando con Bud.
– Buenas noches, tíos -dijo Bud con una ancha sonrisa cruzándole la cara…
La casa de Paul estaba a una manzana hacia el sur. Tenía un apartamento en una planta baja con las ventanas dando a la Séptima calle.
– Aquí está la máquina -dijo. La puso en marcha.
– Mírala, mírala. Suena como una lavadora. La mujer del piso de arriba, cuando me ve por las escaleras me dice: «Paul, se ve que es usted un hombre muy limpio. Le oigo lavar la ropa tres o cuatro veces a la semana».
– Apágala -dije yo.
– Mira mis pastillas. Tengo miles de pastillas, millares. Muchas ni siquiera sé para qué sirven.
Paul tenía todos los frascos en la mesilla de la cocina. Había once o doce frascos, todos de diferentes tamaños y formas, rellenos de pildoras de múltiples colores. Era algo hermoso. Mientras lo contemplaba, abrió un frasco, sacó tres o cuatro pastillas y se las tragó. Luego abrió otro frasco y se tomó otro par de pastillas. Luego abrió un tercer frasco.
– Venga, qué demonios -me dijo-, vamos a ponernos con la máquina.
– Parece que va a llover. Tengo que irme.
– ¡Muy bien! -dijo él-. ¡Si no quieres follarme, me follaré yo solo!
Cerré la puerta detrás mío y salí a la calle. Oí como ponía la máquina en marcha.