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Era otra casa de tubos de luz fluorescente: la Compañía Honeybeam. La mayoría de las cajas eran de metro y medio a dos metros de largas, y pesadas de manejar. La jornada era de diez horas. El procedimiento era bastante simple: ibas a la línea de ensamblaje y cogías los tubos, los llevabas a la parte trasera y los metías en las cajas. La mayoría del personal era mexicano o negro. Los negros se metían conmigo y me acusaban de querer pasarme de listo. Los mexicanos se quedaban detrás observando en silencio. Cada día era una batalla -tanto por mi vida como para conseguir evitar al jefe de empaquetado, Monty. Se pasaban el día buscándome las cosquillas.
– ¡Hey, chico, chico! ¡Ven aquíí, chicoo! ¡Chico, quiero hablar contigo!
Era el pequeño Eddie. El pequeño Eddie sabía cómo hacerlo.
Yo no contesté.
– ¡Chico, estoy hablando contigo!
– Eddie, ¿te gustaría tener un gancho de carretilla bien metido en el culo mientras cantas Old Man River?
– ¿Cómo es que tiene todos esos agujeros en la cara, blanquito? ¿Te caíste encima de una taladradora cuando dormías?
– ¿Cómo es que tienes esa cicatriz en el labio? ¿Es que tu novio se ató una navaja en la polla?
Salí fuera a la hora del café y me las tuve que ver con Big Angel. Big Angel me infló a hostias pero yo le coloqué alguna buena, no me dejé llevar por el pánico y me mantuve firme. Sabía que sólo tenía diez minutos para cebarse conmigo y eso me ayudó a aguantarlo. Lo que más me dolió fue un dedo gordo que me metió en el ojo. Volvimos a entrar al trabajo juntos, jadeando y resoplando.
– No eres gran cosa -dijo él.
– Trata de repetirlo un día que no esté con resaca. Te correré a hostias por todo el patio.
– Muy bien -dijo-, ven un día fresco y limpito y veremos qué pasa.
Decidí no aparecer nunca por ahí fresco y limpito.
Lo mejoi era cuando la línea de ensamblaje no podía con nuestro ritmo y nos quedábamos esperando. La línea de ensamblaje estaba formada principalmente por joven-citas mexicanas de hermosa piel y ojos oscuros; llevaban pantalones vaqueros ajustados y ajustados suéteres y pendientes llamativos. Eran tan jóvenes y saludables y eficientes y relajadas… Eran buenas obreras, y de vez en cuando alguna levantaba la vista y decía algo y entonces había explosiones de risa y miradas de reojo mientras yo miraba como se reían con sus tejanos ajustados y sus suéteres ajustados y pensaba: si una de ellas estuviese en la cama esta noche conmigo, me podría tragar toda esta mierda mucho más fácilmente. Todos pensábamos lo mismo. Y a la vez pensábamos: todas pertenecen a algún otro. Bueno, qué demonios. Qué más daba. En quince años pesarían noventa kilos y serían sus hijas las que harían soñar a obreros desesperados.
Me compré un coche viejo de ocho años y permanecí en el trabajo todo el mes de diciembre. Entonces vino la fiesta de Navidad. Era el 24 de diciembre. Habría bebidas, comida, música, baile. A mí no me gustaban las fiestas. No sabía bailar y la gente me asustaba, especialmente la gente de las fiestas. Trataban de ser sexys y alegres e ingeniosos, y aunque creían que conseguían serlo, no era así. Llegaban a ser todo lo contrario. Sus intentos forzados sólo conseguían empeorarlo.
Así que cuando Jan se inclinó junto a mí y me dijo:
– Que le den por culo a esa fiesta, quédate en casa conmigo. Nos emborracharemos aquí -no me costó mucho trabajo decidirme.
El día después de Navidad, me hablaron de la fiesta. El pequeño Eddie me dijo:
– Christine lloró porque no apareciste.
– ¿Quién?
– Christine, esa chiquita mexicana tan graciosa.
– ¿Quién es?
– Trabaja en la última fila, en ensamblaje.
– Corta el rollo.
– Sí. Lloró y lloró. Alguien dibujó un gran retrato tuyo con perilla y todo y lo colgó de la pared. Debajo escribieron: «¡Dame otro trago!»
– Lo siento, tío, tuve un compromiso.
– No pasa nada. Ella al final dejó de llorar y bailó conmigo. Se puso borracha y empezó a tirar pasteles y se puso aún más borracha y bailó con todos los muchachos negros. Baila de lo más sexy. Al final se fue a casa con Big Angel.
– Big Angel probablemente le metió el dedo gordo en el ojo -dije jo.
La víspera de Año Nuevo, después de la pausa para el almuerzo, Morris me llamó y me dijo:
– Quiero hablar contigo.
– Muy bien.
– Ven por aquí.
Morris me llevó a un oscuro rincón junto a una pila de cajas de empaquetado.
– Mira, vamos a tener que despedirte.
– Bueno, ¿este es mi último día?
– Sí.
– ¿ Está listo el cheque?
– No, te lo enviaremos por correo.
– De acuerdo.