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CAPÍTULO UNO

Belinha

I

Filomeno, ni más ni menos, así como suena, con todo derecho, uno de esos nombres que no se pueden rechazar salvo si se renuncia a uno mismo: impepinable por la ley del bautismo y la del Registro Civil, también por la herencia, porque mi abuelo paterno se llamaba así, Filomeno; y mi padre se empeñó en perpetuar, es un decir, aquel recuerdo del pasado, respeto que tenía a la memoria de su progenitor, de quien había recibido, según él, todo lo bueno del mundo y hasta lo que le había acaecido, con absoluta injusticia en lo que a mi madre respecta, que no fue mal acontecimiento, el casarse con ella, aunque poco duradero: como que decidió marcharse de esta vida, quiero decir mi madre, cuando me trajo a ella. Hace de esto mucho tiempo, y la ciencia carecía entonces de los remedios de que ahora disponen las parturientas con fiebres puerperales. ¡Ah, si yo hubiese nacido cuarenta años después, sólo cuarenta años! ¿Qué hubiera sido de mí? ¿Me vería en el trance de escribir estos recuerdos? Por supuesto que no; pero, a cambio, me habrían mecido los ojos ignorados de mi madre, y no los de Belinha, tan luminosos; me hubieran cantado nanas en gallego y no baladas portuguesas, viejas baladas salidas del fondo de los siglos. Los ojos de mi madre, al parecer, eran azules, como los de todos los Taboada, que yo heredé; gente de raigambre sueva, altos y rubicundos, con el pelo tirando a rojo y tendencia a las pecas. Pero los de mi abuela materna eran de un verde profundo, y desde que nací me acostumbraron a obedecerla con mirarme nada más. ¿Le hubiera gustado a mi madre el nombre de Filomeno? Imagino que no. Me atrevo incluso a pensar que, de haber vivido, aunque fuera sólo un mes, después de mi nacimiento, se habría opuesto a que encima de su hijo, y para siempre, echaran semejante marbete, por mucho que el recuerdo de mi abuelo lo impusiese desde su oscura ultratumba. Pero, de verse obligada a transigir, lo más probable hubiera sido que me encontrase algún diminutivo aceptable y al mismo tiempo cariñoso y ocultador. Muchas veces me entretuve en fantasear sobre cuál hubiera sido. ¿Meniño, por ejemplo? Tiene el inconveniente de que, por mucho que se pueda entender como diminutivo de Filomeno -Meno, Meniño-, no deja por eso de significar «niño» en gallego y en portugués, de ser un sustantivo válido para todos los niños del mundo, lo cual habría sido igual que zambullirme en una inmensidad sin diferencias. Pues otro no se me ocurre, la verdad. ¿Filliño? La gente me llamaría Filliño, que comparte con Meniño la misma sustantividad indeterminada. No, no. Ninguno de los dos. Mi abuela lo resolvió llamándome siempre por el segundo nombre, Ademar. Si Filomeno fue imposición de mi padre, Ademar lo fue de mi abuela, con amenaza de desheredarme si no lo aceptaba. Ademar me corresponde con el mismo derecho que Filomeno, aunque interpuesta una generación más, pues había sido el nombre de su padre, mi bisabuelo, Ademar Pinheiro de Alemcastre. Muchas veces he pensado que Freijomil y Pinheiro allá se van, sin darme cuenta de que las cosas cambian mucho si se pasa la raya, ya que, según lo acostumbrado en Portugal, Pinheiro le venía a mi bisabuelo por su madre, y lo que valía era el Alemcastre, no tan antiguo como los pinos, pero sí más ilustre, ya que procedía de ciertos príncipes Lancáster que, en la Edad Media, habían venido de Inglaterra a Portugal y allí se habían quedado, aunque acomodando el nombre al alma portuguesa. Confieso, y lo pongo a guisa de paréntesis, que a mí lo de Alemcastre me gustó siempre, aunque no por lo de la prosapia británica, real por los cuatro costados, que establece cierta tenue relación entre los dramas de Shakespeare y yo, sino por ese «alem» que le habían añadido, una palabra fascinante que, aunque coincida en su significación con el «plus ultra» latino, no es lo mismo. Los conceptos, al marcharse del latín, reciben cargas semánticas como de una especie de electricidad añadida, que los hace más amables o más duros, incluso, a veces, misteriosos: «O alem» es, en efecto, el más allá, lo mismo que el plus ultra. Pero ¿qué más allá? ¿El meramente ambicioso, el meramente geográfico? Leí en alguna parte que el emperador Carlos V, cuando se enteró de que había heredado las coronas de España, escribió en el cristal de una ventana, con el diamante de un anillo, las palabras «plus ultra»; pero aquel Carlos de Gante era un príncipe con aspiraciones al parecer ilimitadas, y yo soy un señorito de provincia que oculta con cautela un poeta reprimido. Para mí, «O alem» no es un más allá marcado por horizontes de mar y cielo, sino de misterio, y así he pensado siempre que llevaba el misterio conmigo, como un regalo con el que no sabía cómo jugar.

A mi abuela Margarida, como dije, lo de Filomeno le disgustó desde el principio, pero tampoco el Freijomil le hacía gracia. Yo era, por mi madre, Taboada, lo cual, unido a la retahila portuguesa, quedaba en Taboada Tavora de Alemcastre: como para ponerlo en las tarjetas. Mi abuela, alguna vez, me dijo: «Yo vengo, por mi padre, de reyes, y por mi madre, de queridas de reyes.» Pero cuando me llevaba a su pazo de los valles miñotos y pasábamos la raya en un coche tirado por seis caballos, yo dejaba de llamarme Filomeno Freijomil para quedarme en Ademar de Alemcastre: el Taboada y hasta el Tavora se diluían en el aire húmedo, y en aquel valle verde la gente que venía al pazo me llamaba «O meu meninho de Alemcastre», si no era Belinha, que me llamaba simplemente «O meu meninho»: lo cual hacía feliz a mi abuela, aunque no lo confesase. El pazo de Alemcastre me gustaba porque podía perderme en él y traspasar las puertas del misterio sin salir de sus paredes, que no eran cuatro, sino quince o veinte, no las conté nunca: se cruzaban, entraban, salían, iban formando esquinas, rincones, avanzadillas: las unas de perpiaño, otras de piedra menuda y formidables marcos de granito, y hasta las había de ladrillos combinados a la manera mudéjar. Después supe que el pazo resultaba así de abigarrado a causa de impensadas superposiciones, añadidos exigidos por los cada vez más prolíficos Alemcastres; uno hubo que engendró veinte hijos, entre bastardos y legítimos; y otro, dieciocho en una sola mujer. Además, la costumbre de la familia era que las solteras se quedasen en casa: como a los Alemcastre les había dado por el volterianismo, no sentían el menor interés por los conventos de monjas, salvo si había que raptar a alguna especialmente hermosa, que varias hubo, en conventos cercanos y lejanos, y hasta dicen que se dio el caso de una expedición marítima, partida de Viana do Castelo, para robar a una monja del Brasil, cuya reputación había atravesado los mares y espoleado el deseo de un Alemcastre, pero quizá en este cuento haya algo de exageración y se tratase solamente de una monja de Cabo Verde. Heine acusaba a Goethe de callarse la historia de su familia paterna, porque era de modestos artesanos, sin ningún burgomaestre que traer a colación. Mi caso se parece al de Goethe, pero no puedo dejar de hablar de mi abuelo Freijomil, menos aún de mi padre, porque sin ellos yo sería inexplicable. Y no se trata de una explicación biológica: estos rasgos o aquéllos les pertenecen, porque como ya dije, salí a los Taboadas: ni Alemcastre ni Freijomil. Se trata de una cuestión biográfica en cuyos términos las influencias del hado son bastante visibles. A veces, los hados toman la forma de una voluntad tozuda al servicio de una idea elemental: ése fue el caso de mi abuelo Filomeno, cartero rural en una zona montañosa vecina de Zamora y Portugal, lo cual le permitía meter alijos de contrabando con cierta facilidad: nadie como él conocía los senderos secretos, los vericuetos olvidados. Mi padre, para ir a la escuela, tenía que recorrer a pie dos o tres millas, con lluvia, con nieve o con un sol de justicia, que ya tenía su mérito; pero lo hacía de buen grado porque la escuela le gustaba y porque, si en la aldea no era más que el hijo del cartero, en la escuela capitaneaba a sus treinta o cuarenta compañeros: sabía más que todos y casi tanto como el maestro; ese monstruo que no sólo recita de memoria la lista de los reyes godos, sino que también saca con éxito los más difíciles problemas de la aritmética. Además, era bastante guapo, si bien (supongo) un poco tosco por el ambiente: de lo que algunos rasgos conservó toda su vida, como sus grandes manos. El cura le dijo una vez a su padre que a aquel muchacho había que darle estudios, y que estaría bien mandarlo al seminario, pero mi abuelo encontraba las sotanas demasiado largas y demasiado parecidas a faldas (a lo mejor fueron otras las razones, pero yo imagino éstas, porque ¿qué más podría querer el cartero Freijomil que su hijo fuese cura?). Tampoco es imposible, según ciertos barruntos, que no le fuesen simpáticos los abades con ama y una recua de sobrinas. Mi abuelo Filomeno, no es porque fuese él, no sólo acataba las reglas de la sociedad, sino que las defendía: cada cual en su sitio y yo en el que me corresponde; con ciertas excepciones relacionadas con su único hijo, que también tenía su sitio, aunque nadie lo supiese aún. Así es que respondió a la propuesta del preste que, estudios sí, pero laicos, y que como él había reunido unos miles de reales, le parecía mejor mandar al chico a que estudiase en el instituto de la capital. Mucha gente pensó que, con aquella operación, mi abuelo, tan sensato en todas sus decisiones, sacaba los pies del plato y apuntaba a unas alturas fuera del alcance de su escopeta; pero, cuando llegaron a la aldea noticias de que mi padre, en el instituto, no sólo era el primer alumno de su curso, sino que además la gente lo encontraba cada vez más guapo, empezaron a aceptar la posibilidad de que, sin salirse del mundo que le correspondía, aspirase a oficial de correos, que no era moco de pavo: quince duros al mes, por lo menos, y vestir de señorito. Pero mi abuelo sonreía: «Oficial de correos, sí, sí.» Mi padre salió bachiller, y el director del instituto, en el acto de clausurar el curso y entregar los diplomas, se refirió a él como a un muchacho de extraordinaria capacidad, digno de la más alta fortuna, de la cual le distanciaban de momento ciertas dificultades, no como a algunos mastuerzos que, por ser hijos de ricos, ya estaban pensando en matricularse en la universidad. Nunca he logrado saber cómo se las compuso aquel buen hombre para meter a mi padre de alumno interno en la universidad de los frailes de El Escorial, pero, por lo que supe después, referido a otros casos, allí admitían una especie de fámulos de niños ricos que también estudiaban. Probablemente mi padre fue uno de ellos, y, entre clase y clase, limpió zapatos y cepilló chaquetas, probablemente a conciencia, como lo hacía todo; pero jamás he poseído informes que me permitiesen imaginar la vida que hacía en aquel lugar selecto. Pasó en El Escorial cinco años, sin siquiera venir durante las vacaciones, si no fue una o dos veces, durante todo aquel tiempo, y tan adelantado en los estudios y en la vida, que ya el distante era él, tan serio y suficiente, y todos los de la aldea, incluido el cura, le consultaban sobre las cosas más dispares, lo mismo de lindes que de sembrados. Lo que sí sé es que, al terminar la carrera, trajo consigo una carta de presentación del prior del monasterio para el obispo de Villavieja del Oro. Fue a visitarlo, tuvieron una larga conversación, y de allí salió que mi padre tomase a su cargo las finanzas del obispado, que andaban bastante revueltas, y las puso en orden en un santiamén, cosa de meses nada más: viviendo en el obispado, eso sí, y comiendo a la mesa del obispo. De dónde su fama. Aunque guapo y bien plantado, era modesto y discreto, o al menos se portaba como tal: no sé por qué, no todo debían ser virtudes, sino cautelas, porque no había olvidado la humildad de sus orígenes, que todavía podían echarle en cara como defecto y no como mérito. De las finanzas del obispo pasó a las del casino, que también andaban mal, y este segundo éxito le proporcionó un puesto de importancia en la caja de ahorros, recién fundada con la mejor voluntad, pero donde todo andaba manga por hombro. Poco tiempo tardó en ser el director, con la confianza del presidente y de la Junta Directiva y el entusiasmo de los impositores, que lo consideraban la garantía de su tres por ciento. Fue entonces cuando la gente empezó a olvidarse del cartero rural, que, al fin y al cabo, quedaba lejos, en un valle perdido que la nieve aislaba en el invierno, y que jamás venía a la capital, quizá por no cansarse de hacer a pie el viaje. Ignoro qué relaciones mantuvieron en vida, el padre y el hijo, pero supongo que fueron buenas, al no tener noticias de que en ningún momento no lo hayan sido. También ignoro cuándo murió mi abuelo, pero, en todo caso, fue antes de mi nacimiento, pues se me puso Filomeno en el bautismo como recordación no sé si por cariño o por justicia. Por supuesto, no hubo la menor dificultad para que mi padre fuese socio del Casino Liceo, de cuya junta llegó a formar parte e incluso a presidir, pero esto acaeció unos años después, cuando las cosas habían cambiado mucho y no sólo era ya el viudo de la chica de Taboada, sino el yerno de doña Margarida de Tavora, casi nadie, toda la Historia de Portugal detrás. Un yerno con el que la suegra no había transigido nunca. En otras condiciones, el parentesco se hubiera difuminado, ella en su pazo miñoto, él en sus Cortes del Reino; pero ya andaba yo por el medio, testimonio viviente de un episodio que en principio consideró doña Margarida una catástrofe, aunque al final quizá no.

Cómo mi padre se casó con la chica de Taboada son, en cierto modo, varias historias falsas, aunque exista también la verdadera. El responsable de las historias falsas fui yo, y se parecen a la verdadera no sólo en el argumento, que es el mismo, quiero decir, el matrimonio, sino en que todas se olvidaron, poco a poco, conforme el hecho quedaba lejos, por mucho que yo intentase que su recuerdo no se borrara jamás, o, al menos, mientras yo duraba. Pero en aquellos tiempos maravillosos de mi juventud, la historia verdadera me abrumaba con su vulgaridad, con su estricta legalidad dentro de ciertas irregularidades, y necesitaba redimirla de algún modo. Me daba la impresión de que mis padres, pudiendo haber vivido una novela, se habían contentado con el protagonismo de una gacetilla social en la segunda plana de un diario de cuatro. Corría el año del planeta… Pero me conviene contar, para que se me entienda, algunos antecedentes. Uno de ellos, que la casa en que vivía mi abuela, la de los Taboada, y es aún la mía, se levanta en la ciudad vieja, frente al palacio del obispo, con portada de más lujo, y almenas decorativas (quizá simbólicas) en el lienzo de pared más viejo y carcomido. Entre obispos y Taboadas hubo siempre relaciones, buenas las más de las veces, algunas malas. Cuando las cosas iban bien, estaba abierta la puerta frontera al palacio episcopal; cuando eran malas, esta puerta se cerraba y se abría la otra lateral. Entonces la gente decía: «Los Taboada están a mal con el obispo», y nadie venía en demanda de recomendaciones. Pero en los tiempos de paz, el obispo atravesaba la calle todas las tardes y tomaba el chocolate con los Taboada de turno. Ese turno le llegó también a mi abuela, que no tomaba chocolate, sino té, como portuguesa que era, pero hay que decir en su honor que jamás obligó a los obispos a cambiar de costumbres e insertarse, aunque sólo fuera por el líquido de una taza, en los negocios del imperio británico. Doña Margarida tomaba té, y el obispo, chocolate, y todos en paz. El obispo, cuyas finanzas había ordenado mi padre, tuvo cierta intervención decisiva en el asunto del matrimonio.

La chica de Taboada, madre mía que nunca conocí, en cuanto chica atractiva, no era ni fu ni fa: más o menos del montón, pero ninguna otra de Villavieja del Oro la igualaba en prosapia, y en cuanto a recursos propios, no andaba mal. Por lo pronto había heredado de su padre no menos de siete pazos repartidos por diversos lugares de la provincia, y de doña Margarida debería heredar, no sólo el pazo miñoto, sino cierta fortuna en acciones depositadas en un banco de Londres. ¿Por qué, a pesar de esa fortuna, carecía de pretendientes? Quizá no se atrevieran con tanto pasado ilustre los muchachitos de Villa-vieja, ni siquiera los más linajudos, o quizá simplemente porque, a pesar de todo, la chica no les gustase. Pero se me ocurre que la dificultad mayor era doña Margarida, aquella especie de dragón de ojos verdes más temida que respetada. Nadie hubiera esperado ni aun imaginado que mi padre le pusiese los puntos a la hija de semejante estantigua. Sin embargo, nada más lógico. La opinión popular confería a mi padre la posesión de la cantidad mayor de inteligencia de toda la provincia, una cantidad realmente abusiva, según algunos, e intolerable, según los envidiosos, que nunca faltan, y se esperaba de él, no ya que saliese diputado, sino senador del reino: bastaba que se lo propusiese, o que le conviniese a la gente que le rodeaba y aprovechaba sus saberes. Imagino que él comprendió la necesidad de un fundamento social más firme que la inteligencia en ejercicio, o que la humildad de su origen le empujaba a ascender (discretamente) a estamentos más altos, según su padre apeteciera. Se fijó en mi madre, la cortejó. Doña Margarida, al enterarse, dijo a su hija que no, pero esto no fue lo grave, sino que, una de aquellas tardes de chocolate y té, el obispo le preguntó que por qué se oponía al noviazgo de su hija con aquel caballero de tan brillante porvenir y de tan agradable presencia. Ella le respondió que porque era hijo de un cartero rural. «Señora, yo soy hijo de un guardia civil, y hace varios años que me invita usted a tomar el chocolate de igual a igual.» Por si era lo mismo o no lo era, discutieron. Mi abuela, en un momento que resultó ser teatralmente cumbre, dijo al obispo que, que se supiera, jamás ningún prelado, ni siquiera portugués, había superado a un Alemcastre en posición social, si no eran algunos hijos de reyes que, por razones de Estado, habían tenido que aceptar la prelatura, aunque con ciertas libertades en sus vidas privadas; pero éstos eran meras excepciones. El invitado se levantó, no sin apurar el chocolate que quedaba en la jícara (rasgo que mi abuela consideró siempre como señal de ordinariez), y se marchó. Doña Margarida mandó cerrar detrás de él la puerta del zaguán, pero no abrió la pequeña, sino que cogió a mi madre y se la llevó a uno de los pazos que le venían por la rama de los Taboada, no demasiado lejos de Villavieja, pero sí lo suficiente como para que resultase fastidioso hacer el camino a pie. Pero éste fue su error. Sucedía cuando empezaban a aparecer, sorprendentes y ruidosos, los automóviles, y, en Villavieja, algún extravagante rico había comprado uno. Que lo comprase también mi padre no fue considerado, sin embargo, como extravagancia, sino como la cosa más natural del mundo, tratándose de un hombre de reconocida relevancia, llamado a las más altas magistraturas. Mi padre, todas las tardes, después de su inteligente manejo de las finanzas provinciales, se metía en el coche y partía, a treinta kilómetros por hora, en dirección desconocida. «Va a pasear sus tristezas», pensaba la gente, o «Va a ahogarlas en ruido», podían pensar también, pero a lo que iba mi padre era a verse clandestinamente con su novia, una criada cómplice y testigo de las entrevistas. Esto no duró mucho. Mi padre visitó al obispo, tuvieron una larga conversación, y el obispo le dio ciertos consejos. Una de aquellas tardes, mi padre regresó de su viaje con mi madre y la criada de añadidura, y, con todas las de la ley, depositó a la chica de Taboada en casa de una tía carnal a quien mi padre había hecho ciertos favores, y a la que el prelado había dado instrucciones. Pocos días después, el obispo los casó, y mi abuela cruzó la frontera y se refugió en su pazo miñoto, del que no regresó hasta la muerte de mi madre, cuando supo que había quedado un hijo del que alguien tenía que hacerse cargo. Y fue de esta manera como se apoderó de mí. Dominó mi vida mientras vivió, y la sigue dominando desde el misterio al que se marchó hace tiempo, único acto de su vida acontecido contra su voluntad. Cómo mi padre accedió a separarse de mí, parece ser que se debe a la amenaza de mi abuela de meterse en un convento, y dejarlo todo a las monjas. Como se ve, la historia como tal cuento de amor, es de una legalidad decepcionante. Por eso, cuando empecé a tener sentido estético de la vida, me decidí a reformarla, en algunos detalles, a añadirle algún que otro ingrediente romántico o, al menos, dramático. Por lo pronto, hice de mi madre una belleza fascinadora, y de mi padre, que también había muerto, un genio oprimido por la estrechez provinciana, que se había llevado a la tumba nada menos que los únicos planes posibles de la regeneración económica de España. Eliminé del rapto toda legalidad y, por supuesto, toda intervención episcopal, si bien nadie, entonces, creyó jamás que un hombre tan legal como mi padre hubiera cometido un desaguisado, aunque lo justificase la pasión. Menos aún creyeron que mi madre hubiese ido embarazada al matrimonio, y recuerdo que cierta vez, con la complicidad de las estrellas y el champán, conté a unos amigos la historia de mi nacimiento clandestino en el pazo miñoto de mi abuela. «¡Ganas que tienes de ser un verdadero portugués!», me dijeron. Mis imaginaciones chocaban contra los datos objetivos y constantes de las fechas del matrimonio de mis padres y de mi nacimiento, y no digamos con la noticia recogida por la prensa local de que el ilustrísimo señor obispo de la diócesis había bendecido los amores entre el famoso abogado don Práxedes Freijomil y la bella señorita Inés Taboada y Tavora de Alemcastre. ¡Casi nada! Estoy, sin embargo, persuadido de que mis antepasados, desde su alem, aprobaron mis ficciones. Por lo menos los portugueses, que siempre tuvieron un sentido más romántico del amor y la aventura.

Carecía de él mi abuela Margarida. Nunca conocí a nadie menos sentimental, más incapaz para la ternura. Bien es cierto que su sequedad la suplió, durante algunos años, cierta nodriza un poco oscura que me crió a sus pechos, Belinha, que me dormía cantándome canciones tristes en un portugués armonioso. Vivíamos la mitad del año en el pazo miñoto, la otra mitad en la casa de Villa-vieja. Entonces me llevaban a que viera a mi padre, a quien recuerdo como un hombre severo y estirado, aunque joven, que no sabía besarme. Ya había llegado a senador, viajaba con frecuencia a Madrid, y me traía juguetes que me dejaban indiferente, pero lo que a mí me hacía feliz era perderme por los vericuetos de aquellas viejas casas, la de Taboada y la de Alemcastre; perderme y explorar sus misterios. La casa de Villavieja los tenía también, pero no tantos, o, al menos, lo eran de otra manera, menos accesibles a mi fantasía, porque estaba en la ciudad, esquina a dos calles empedradas de losas que brillaban con la lluvia, y, en cambio, el pazo de Alemcastre emergía de un bosque de especies raras, traídas de las cuatro esquinas del mundo; era una sorpresa súbita, como un susto, con sus torretas y sus pirulitos, un desafío a la razón y un regalo para la fantasía.

Mi abuela, por su gusto, me hubiera mandado a una escuela inglesa de las más caras, de esas que son para el resto de la vida como una tarjeta de visita y que obligan al uso de una corbata como identificación; pero sabía que allí pegaban a los niños, y ella afirmaba que nadie en el mundo podía pegar a su nieto más que ella, y ella no tenía muchas ganas de hacerlo, aunque el nieto mereciese algún azote. En esos casos le decía a Belinha: «¡Dalhe no nabo», pero Belinha la miraba tiernamente, implorante, me cogía en brazos y escapaba a la orden y a la mirada. Pues por eso de los azotes ingleses, ante la exigencia de mi padre de que me enviase al colegio, fue por lo que se le ocurrió a mi abuela traerme un maestro español y una miss, pagados de su bolsillo: del de mi padre no quería recibir ni un mal ochavo. El maestro me enseñaba a leer en español y, la miss, en inglés. Llegó un momento en que empecé a armarme líos con una lengua y otra, y resolvía el conflicto hablando en portugués, lo que encantaba a Belinha y a mi abuela no parecía disgustarle, pero que desesperaba a mis pedagogos; los cuales tuvieron que ponerse de acuerdo y celebraron varias reuniones estrictamente profesionales de las que salieron unas relaciones secretas que no lo eran tanto: lo mismo yo que Belinha habíamos descubierto que el maestro acudía, nocturno, a las habitaciones de la miss. Belinha sabía para qué: yo todavía lo ignoraba, pero Belinha me decía que me callase, y se reía.

Cuando ahora reflexiono sobre los recuerdos de aquellos años, recuerdos cada vez más nítidos y precisos, como si los hubieran restaurado, me doy cuenta de que, entre el mundo y yo, había dos puentes: por el uno me evadía a las cosas y a los ensueños: era el pazo miñoto, con sus intrincaciones; por el otro me relacionaba con las personas. A Belinha le cupo esa función durante muchos años, casi todos los que duró, aunque de distinto modo, según nuestras edades. Me dejaba acostado con el quinqué encendido, en aquel lecho enorme, enorme incluso para dos, en el que podía perderme, por el que podía realizar expediciones a los desiertos remotos y, por supuesto, dormir. Pero lo que realmente me absorbía era el examen de los dibujos tallados en la cabecera, en los arabescos de la colcha. Nunca alcancé a ver mayor cantidad de laberintos, todos distintos, interminables. Fueron muchos los años en que mis ojos, también mis dedos, los recorrieron, y creo no haberlos agotado: en cada uno de ellos vivía una aventura, pero mi imaginación no inventaba aventuras bastantes, de modo que, con frecuencia, la que empezaba en un laberinto acababa en el de al lado. Los había también en los damascos del dosel sostenido por columnas de bronce, pero quedaban altos y eran monótonos, iguales los unos a los otros, repetidos. Cuando Belinha calculaba que me había dormido, entraba y me apagaba la luz, después de dejarme bien arropado, o de comprobar que no sudaba si era verano. Alguna vez, entre sueños, la oí llamarme, no sólo «Meu meninho», sino también «Meu filhinho». El suyo había nacido muerto, y la leche a él destinada me había nutrido a mí.

Belinha me despertaba después de haber abierto las maderas, me llamaba con voz queda y melodiosa, no «¡Filomeno!», sino «¡Ademar, meu meninho!». Yo remoloneaba hasta acabar abriendo los ojos, y era entonces cuando ella se despechugaba y ofrecía al juego de mis manos sus tetas morenas, en las cuales hurgaba con la complacencia sonriente de Belinha, durante un tiempo que yo no sentía pasar, ni tampoco ella, hasta que de repente se asustaba y me decía que mi abuela me estaría esperando para tomar el desayuno. Entonces me bañaba, me vestía y me llevaba en brazos hasta la puerta misma del salón. Allí me dejaba en el suelo, y yo entraba solo y saludaba en inglés. La miss estaba allí, el pedagogo también, y con un mero juego de miradas entre ellos y mi abuela aprobaban o desaprobaban mi comportamiento. El examen de mis uñas y de mis orejas correspondía a la miss, y como a veces Belinha se hubiera descuidado en aquellos miramientos, mi abuela la mandaba llamar y le mostraba las uñas sucias y los oídos encerados. Belinha se avergonzaba, me llevaba con ella, y, llorando, remataba la obra de limpieza y me devolvía al trío, reluciente yo y satisfecha ella. Estoy persuadido de que mi abuela estimaba a la miss, tan correcta y cumplidora de sus obligaciones (si no era por las noches, aunque ¡quién sabe!), pero a Belinha la quería porque Belinha me quería a mí, y sucedía algo así como si mi abuela le hubiera transferido todas sus obligaciones sentimentales. Después del desayuno, el dúo pedagógico me tomaba a su cargo, y aunque mi abuela les hubiera dicho que a un futuro caballero como yo, con que supiera portarse, hablar bien y algo de Historia, le bastaba, ellos ampliaban mis conocimientos cada uno según sus preferencias. Cuando estábamos en Villavieja del Oro, mi padre, que solía hablar con ellos, insistía en preguntarles si creían que yo, de ser alumno de un colegio como otro niño cualquiera, y no mimado de una vieja disparatada, podría ser el primero de clase. La obsesión de mi padre era aquélla, y la padecí cuando, años después, muerta doña Margarida, mi padre me tomó a su cargo (en cierto modo y por criados interpuestos) y me matriculó en el mismo instituto en el que todavía, según él, se le recordaba como alumno sobresaliente. Mi abuela me había dicho mil veces: «Tu obligación en la vida es repetir la figura de tu abuelo Ademar», y la figura de Ademar de Alemcastre había presidido, como meta a la que se me encaminaba, bastantes años de mi vida. La meta, cuando caí bajo la férula de mi padre, no era un hombre concreto, sino una noción relativa: ser el primero de la clase, el primero del curso, el asombro del profesorado; y después, el primero de la ciudad y su asombro. Pero de esto ya hablaré más tarde.

Por aquel tiempo de mi niñez, la gente andaba metida en una guerra de la que yo oía hablar como de tantas cosas que no entendía. Lo curioso fue que la imaginaba como una pelea de mozos de aldeas rivales, al final de la cual los vencedores aturuxaban. Mi pedagogo era partidario de una de las aldeas, y por eso se llamaba a sí mismo germanófilo; la miss apostaba por la aldea contraria y la contienda se dirimía diariamente en mi presencia ante un mapa con unas líneas trazadas por encima con tintas de distintos colores: el rojo era el de la miss; el negro, el del maestro. Y no me explico por qué cada vez que uno de ellos decía que su bando había vencido, no aturuxaba también. A mi abuela, aquello de la guerra le traía de mal humor, no porque fuese partidaria de unos o de otros, sino porque tenía proyectado llevarme a Londres, y mientras duraba la guerra no podíamos ponernos en viaje. Tampoco me explicaba el porqué, aunque oyese decir que ya no se podía navegar sin peligro. ¿Qué era navegar? El maestro me hablaba de los mares, me los enseñaba de lejos, desde una de las torres del pazo: la mar remota, más allá del estuario del Miño, siempre con lluvias o con nieblas que no dejaban ver el horizonte. Pero yo no metí los pies en ella hasta la primera vez que me llevaron a Lisboa. Entonces quedé deslumbrado para siempre, con deseos, no de meterme en un barco, sino de ser el barco mismo. Y lo fui muchas veces. Mientras duró la espera, que fue bastante tiempo. Mi abuela me llevaba con frecuencia a Lisboa, me paseaba por las avenidas, me enseñaba esto y lo otro, y, por una calle que llamaban del Alecrim, cuando subíamos la cuesta, me decía muy seria, como si pudiera ser cierto, que al hacerlo en su juventud su padre, don Ademar, las casas se quitaban los tejados para saludarlo: mucho tardé en comprender el significado de aquella hipérbole, pero entonces ella no vivía ya, y cuando ascendía por la rúa del Alecrim, ninguna casa se quitaba el tejado a mi paso, ni siquiera lo insinuaba: me alegro de que ella ya hubiese muerto, porque le habría disgustado hasta la humillación la indiferencia de las casas lisboetas a mi paso. Me habría dicho quizá: «He pretendido inútilmente que repitieses la figura de mi padre. Estás condenado a ser toda tu vida un vulgar Filomeno Freijomil.» Ella no tuvo ocasión de decirlo, pero sí yo de sentirlo y de pensarlo.

La guerra terminó, por fin, y aunque no aturuxó, a la miss se le notaba que habían ganado los suyos. No se me ocurrió averiguar, si, como consecuencia de la victoria, cerraba a mi maestro las puertas de su cuarto. Tampoco debió de averiguarlo Belinha, porque nada me dijo, aunque no deja de ser posible que lo supiese y lo callase, porque no era chismosa ni tampoco fisgona, salvo en lo que a mí pudiera referirse. Un día mi abuela nos anunció que marchábamos a Londres. No dijo quiénes la acompañaríamos, pero se daba por sentado que yo iría con ella, y Belinha, ante mi temor de dejarme a solas con la vieja durante un tiempo que no sabíamos lo que iba a durar, me consolaba asegurándome que doña Margarida no podía prescindir de ella para ciertos menesteres a los que no estaba acostumbrada ni se acostumbraría nunca, como los de acostarme y despertarme. Supuse que lo decía pensando en que la abuela no tenía tetas para que yo jugase por las mañanas, mientras me espabilaba, pero después descubrí que no se trataba de eso. Resultó finalmente que no sólo Belinha era de la compañía, sino también la miss, y que al maestro le dio unas vacaciones con el sueldo adelantado para que se fuese a su pueblo mientras nosotros estábamos ausentes, y lo hizo sobre todo como cortesía hacia un hombre que en toda ocasión mostraba su inquina contra los ingleses, a causa, al parecer, de un lugar llamado Gibraltar, cuya situación exacta yo ignoraba, por mucho que me lo señalase en los mapas. ¡Allí había nacido la miss, precisamente! Por aquel tiempo yo no había acertado a comprender cómo en aquellos papeles que desplegaba encima de la mesa para indicarme dónde estaba la China, podían haber resumido la tierra entera, que, no sé por qué, había concebido siempre como muy grande; más, bastante más, que la distancia entre Villavieja del Oro y Lisboa, que era, de todos los terrestres, el camino que mejor conocía. De manera que durante dos o tres días se pasaron las tres mujeres liando sus petates y los míos. Debo decir que, con ocasión del último de los viajes a Lisboa, mi abuela me había comprado media docena de trajes, abrigos, impermeables y gorras con cintas de los barcos ingleses: unas gorritas blancas muy divertidas pero que, según Belinha, no me sentaban bien; de modo que, a pesar de gustarme, yo sentía hacia ellas bastante antipatía, y cada vez que me obligaban a ponerme una, corría al espejo a ver si me favorecía o si me transformaba; pero yo no notaba que me hiciese más feo de lo que era, de modo que mi antipatía no tuvo más fundamento que el disgusto de Belinha. Cuando los equipajes estuvieron dispuestos, nos marchamos a Lisboa, una vez más. El maestro nos acompañó mientras pudo, y al despedirse de la miss se emocionó bastante, tanto que mi abuela lo consideró indecoroso, según le oí decir a espaldas de aquella señorita entristecida que lloraba cuando no la veía nadie (yo no era nadie para ella), a pesar de que se iba de viaje a su Inglaterra. Nos embarcamos en un paquebote inglés, inmenso como un pueblo, allá en Lisboa, y al pisar la cubierta, la miss pareció más animada, sobre todo por el hecho de que hablaba el inglés mejor que la abuela, mientras que yo apenas si lo balbucía: de Belinha, ni siquiera acordarse, pues a ella no se le podía sacar de su portugués miñoto, a pesar del mucho tiempo que pasaba con nosotros en Villavieja del Oro, y de que allí tenía amistades. Pero unos en gallego, ella en portugués, más o menos se entendían. Lo que pasó en el barco fue que mi abuela se mareó en cuanto empezamos a navegar; que a la miss le sucedió otro tanto y que los únicos que aguantamos fuimos Belinha y yo, pero Belinha tenía que compartir mi cuidado con el de las mareadas, y aunque a mi abuela le sirviese de buen grado, a la miss lo hacía a regañadientes, y luego venía a contarme, o más bien a pensar en alto en mi presencia, que no entendía cómo el maestro se había enamorado de aquel montón de huesos y de aquella carne rosada, que parecía la de «urna porquinha fomenta». Y toda la belleza de su cara de muñeca era pintura, y mareada y vomitando daba asco. El viaje duró al menos cinco días. Atracamos en un muelle de Londres, después de subir por un río y contemplar unas campiñas verdes con las casas muy arregladas, y alguna que otra vaca por el campo. Londres, desde el barco, me pareció demasiado grande, más que Lisboa, y, no sé por qué, tanto ir y venir de coches, tanto ruido de grúas, tanta carga y descarga, me dieron miedo. Por fortuna, nada más que bajar la pasarela nos esperaba un coche con un cochero demasiado tieso; la miss le dijo algo, y nos llevó a un hotel que no me disgustó, porque me recordaba alguna de las habitaciones del pazo miñoto, si bien los sirvientes fuesen más estirados y vistiesen todos de señoritos, y no de aldeanos, como los criados de mi abuela. A mí me llamaron, desde el primer momento, el «pequeño señor», pero en inglés, the Hule lord, y lady a mi abuela. A la miss la trataban como a una igual, y a Belinha, ni mirarla. Le dieron la misma habitación que a mí, para que no me sintiese solo por las noches, pero, cosa curiosa, durante el viaje, con el ajetreo de atender a ésta y a la otra, habíamos olvidado el rito de los juegos matinales, y allí, en Londres, a pesar de dormir tan cerca ella de mí, no se repitieron, supongo que por olvido, porque si yo los hubiese reclamado ella no se habría negado. Pero imagino que jugar con las tetas de Belinha, lo imagino ahora, se relacionaba con los ambientes del pazo y de la casa de Villavieja, que en aquella habitación tan solemne a la que no acababa de acomodarme, sobre todo por el ruido nocturno, no cuadraba aquel juego; y no es que hubiéramos descubierto el pudor, porque ella, como siempre, me bañaba desnudo cuando me tocaba bañarme.

La razón de aquel viaje a Londres habían sido los intereses de mi abuela: arreglarlos le ocupó varios días, o mejor, varias mañanas, durante las cuales yo quedaba al cuidado de Belinha y de la miss, que nos llevaba a los parques, aunque lloviese, o la niebla no dejase ver los árboles, o a visitar iglesias y palacios, que, al parecer, yo tenía necesidad de conocer. Hablaba conmigo en inglés, y, Belinha, como si no existiese. Lo que a mí me contaba aquella miss, al parecer por encargo expreso de mi abuela, era la historia de las luchas entre los York y los Lancaster, que entonces me enteré de que también se llamaba la guerra de las Dos Rosas, que me dejó la impresión de que mis antepasados habían sido unos bárbaros que no pensaban más que en luchar y en matarse los unos a los otros. Pero cuando mi abuela dejó arreglados sus negocios, las cosas cambiaron, de repente: alquiló un gran automóvil, con chófer, nos metíamos en él, y hacíamos viajes para visitar las iglesias donde mis antepasados estaban enterrados y también los castillos en que habían vivido. De aquellas iglesias me quedó una fuerte impresión de luminosidad; de los sepulcros visitados, el que todos eran iguales; a mi idea de que los Lancaster habían sido unos bárbaros, se unió la muy inesperada (ahora me lo parece) de que habían peleado y muerto para que los enterrasen tan suntuosamente, en sarcófagos de piedra con estatuas encima. La miss hacía gala de sus conocimientos, pero yo solía distraerme en la contemplación de los detalles nimios que me atraían, como las armaduras de las estatuas o la filigrana de las coronas. Había también enterramientos de reinas, algunas jóvenes y hermosas, y muchos de entre ellos y ellas tenían un perrito a los pies. Una vez oí a un clérigo de una de aquellas iglesias preguntar a la miss si yo era un príncipe extranjero, por cómo iba vestido y por cómo me trataban; un príncipe con una esclava mulata a mi servicio. La miss le explicó que sí, que era un príncipe portugués, y que también podía serlo de Inglaterra. Aquello me dejó sorprendido, porque, para mí, los príncipes eran ciertos personajes de los cuentos y de las leyendas, mayores que yo y más guapos; al oír cómo me llamaban príncipe, me entró el miedo de ser yo también uno de aquellos personajes. Se lo dije a Belinha, y ella me respondió que no hiciera caso de la miss, que estaba loca; que yo era «seu meninho» y nada más, y que, para mí, ni la miss, ni la abuela deberían contar, sino ella sola. No me costó trabajo creerla, pero de la miss y de la abuela no podía prescindir. Me sirvió, sin embargo, la respuesta de Belinha para tranquilizarme acerca de mi condición, aunque en el fondo sintiese que al no ser príncipe, no me enterrasen de aquel modo, tan atractivo, en una iglesia tan bonita como aquellas que íbamos viendo. La idea me anduvo por la cabeza mientras estuvimos en Inglaterra. Por una parte, me imaginaba convertido en estatua, frío y quieto, con una Belinha en piedra acurrucada a mis pies, pero esto no me satisfacía, ya que yo era pequeño y feo y Belinha grande y hermosa: sería mejor que la estatua fuese ella, y yo el acurrucado, aunque para ello Belinha tuviese que matar a una princesa; y que yo supiese, no teníamos ninguna a mano. También es verdad que la idea de que Belinha pudiese matar a alguien, aunque sólo fuese por llegar a estatua y estar enterrado para siempre en una de aquellas iglesias con ventanas de cristales coloreados, llenas de reyes y de escudos de armas, no me cabía en la cabeza.

De regreso, en Villavieja del Oro, la gente empezó a mirarme de una manera rara, a causa de la versión que Belinha había dado, a sus amigas, del viaje; pero aquello duró, afortunadamente, poco, y digo afortunadamente porque los cuentos de Belinha habían llegado a oídos de mi padre, y mi padre se reía de mí. «Conque príncipe, ¿eh? ¡Anda, que no eres más que un vulgar Freijomil!» Y duró poco porque una mañana, al despertarse, a mi abuela le dio un vahído y cayó al suelo. La acostaron y esperaron a que volviera en sí, porque nadie se atrevía a llamar a un médico sin su orden; pero ella, al darse cuenta de lo que había pasado, dijo en portugués que a su madre le había dado lo mismo y que le quedaban pocos días de vida. A partir de aquel momento, mi abuela empezó a morirse, pero lo hizo con cierta parsimonia y gobernándolo todo desde el umbral de la muerte. Había que morir, pero, hasta entonces, en su muerte mandaba ella. Por lo pronto nos marchamos al pazo miñoto, ella con muchas precauciones, acostada entre almohadas y con la miss al lado sin dejarla un momento. Una vez instalados, empezó a venir gente, llamada por ella. Un cura y un notario, por lo pronto. También mantuvo una larga entrevista con el maestro y con la miss, que se casaron en seguida, antes de morir ella. Yo me enteré, por boca de Belinha, de que los dejaba a cargo del pazo, con un sueldo; pero hubo que hacer un inventario de todo lo que había allí, cosa por cosa, y algunas de ellas, las más valiosas, las mandó empaquetar y, cuando vino mi padre, llamado también por ella, le encargó que las llevase a la casa de Villavieja y las mantuviese en buen estado hasta que yo fuese mayor de edad y pudiese hacerme cargo de ellas, ya que ese día de mis veintiún años, todo lo que era de ella y lo que había sido de mi madre pasaría a ser mío. También me dejaba la obligación de venir todos los veranos al pazo, y a mi padre de visitarlo de vez en cuando a ver cómo lo mantenían. El maestro y la miss ya caminaban por aquellos corredores con otro aire, como si pisasen en tierra propia, y la gente del pueblo empezó a tratarlos con más respeto. Mi abuela permanecía en la cama, sin dar un ay, aunque al parecer tenía grandes dolores. A veces se levantaba a deshora, se envolvía en una capa, y andaba de acá para allá, como un fantasma, alta como era, un largo cabello blanco despeinado, cada vez más delgada y amarilla, pero con los ojos todavía autoritarios, más verdes y más profundos. Una noche me desperté, y la hallé inclinada encima de mí, con una vela en la mano, contemplándome. Quizá yo hiciera un gesto temeroso, porque me dijo: «No tengas miedo, meninho, que soy tu abuela», y esto no lo olvidaré nunca porque lo dijo con ternura, la única vez en mi vida que me habló así. Muchas veces después pensé que también me quería, pero que lo disimulaba, y ahora creo que el disimulo no era tal, sino fingimiento de dureza para ocultar su debilidad. Los últimos días sí gimió, en la cama y levantada, y caminaba con pasos más difíciles, como arrastrando los pies y tirando del cuerpo. Recorría toda la casa, y en todos los rincones quedaba el eco de sus ayes. Cierta noche dio un gran grito, un grito que nos levantó a todos. «Es la muerte -nos dijo-, que quiere abrir la puerta, pero yo aún tengo fuerzas para cerrarla.» El médico le prohibía levantarse, pero ella le decía que era lo mismo, que estaba ya para morir, y que le quedaban muchos caminos que andar. Y así fue como murió, una de aquellas noches en que sus gemidos no nos dejaban dormir; al cesar de pronto, y oírse después un alarido, todos acudimos y la encontramos muerta, en mitad de un salón: la vela que llevaba había caído también y la alfombra empezaba a arder. Hubo un momento de zozobra, por si debían acudirle a ella o a apagar el fuego; pero como ella estaba muerta, Belinha, la miss, su marido y alguien más que estaba allí, fueron a buscar agua y empaparon la alfombra hasta que dejó de salir humo: que era una lástima que se hubiese estropeado para siempre una alfombra tan bonita, de las traídas de Asia siglos atrás. Después llevaron a la abuela a la cama. Belinha me vistió, y empezaron a amortajarla. Por la mañana mandaron aviso a mi padre, que llegó por la tarde, en su automóvil nuevo de senador del Reino, vestido de circunstancias, con sombrero de copa. Permaneció en el pazo no sólo el día del entierro, sino algunos más, para las misas y funerales. Antes de marchar me dijo que yo me iría con él, cosa que no me sorprendió, porque ya Belinha me lo había advertido, y porque el maestro y la miss se habían lamentado de que ya no me enseñarían la Historia y la Gramática. También Belinha preparó su petate, y cuando mi padre le dijo que ella se quedaría en el pazo, empezó a llorar y a gritar que a ella no la separaban do seu meninho, y que si no la llevaban conmigo, se tiraría por la ventana más alta de la torre. Mi padre se encerró con el maestro y la miss, tuvieron una conversación muy larga, de la que salió que Belinha vendría conmigo por una temporada, pues los tres convinieron en que me mimaba demasiado y que eso no era bueno para mi educación. Pero Belinha se cuidaba de algo más que de los mimos. Una mañana que pudimos hablar a solas en la mitad del parque, a donde habíamos ido a cortar flores para dejar en la tumba de la abuela nuestro último ramo, me dijo que me diese cuenta de que, en el pazo o en la casa de Villavieja, yo vivía en lo mío y de lo mío; que la abuela había dejado dispuestas las cosas para pagar mi educación sin que a mi padre le costase nada, y que si bien tenía la obligación de obedecerlo, porque era mi padre, no debía olvidar lo que mi abuela me había encargado tantas veces; pero de los encargos de mi abuela, yo sólo recordaba mi deber de parecerme a Ademar de Alemcastre, quien, para mí, era como un fantasma, aunque en el pazo hubiese varios retratos suyos cuya elegancia, a los nueve años largos que tenía, no alcanzaba a comprender.

II

Me INSTALARON, BIEN INSTALADO, en una habitación grande de la casa de Villavieja, con un balcón a la calle de la fachada en que da el sol, justamente la opuesta a la que da al obispado. A Belinha le concedieron otra a mi lado, a pesar de no ser aquel el piso de los criados, más pequeña y con una ventanita por la que el sol entraba hecho apenas un hilillo de luz; pero ella estaba contenta, y, por ese lado, no hubo cambios en mi vida. Como el obispo seguía viniendo a tomar el chocolate cuando mi padre estaba en la ciudad, una tarde me vistieron de gala y me presentaron a él, y quedó convenido que me confirmaría en la capilla de la casa, un día cualquiera; pero en aquella entrevista se descubrió que mi abuela se había descuidado en materia religiosa y que yo no había hecho aún la primera comunión; de modo que se organizó la ceremonia para recibir los sacramentos uno detrás de otro, con una sola fiesta. Al día siguiente vino un clérigo joven, que empezó a instruirme en el catecismo, y venía todas las tardes. Al principio estábamos solos; pero, como yo le contaba a Belinha todo lo que aprendía del clérigo, ella pidió que la dejase asistir a las lecciones para enterarse también; porque de aquellas cosas de Dios le habían hablado poco, y todo lo que sabía, era de oídas. Así, entraba conmigo en el salón donde el preste ya se había instalado: siempre en un sillón de alto respaldo, y, nosotros, en sillas. Yo quedaba frente a él, y, Belinha, en un rincón, muy recogida y silenciosa, aunque alguna vez interrumpiese al cura para hacerle alguna pregunta sobre cosas que no entendía. Yo se lo agradecía a Belinha, porque generalmente lo que ella no entendía tampoco lo entendía yo, pero el cura no se esforzaba mucho por aclarárselas: nos mirábamos, ella y yo, y la lección seguía su curso. Después, el cura merendaba conmigo y Belinha servía. Sin embargo, al llegar la noche y acostarme, no rezábamos ninguna de las oraciones que nos enseñaba aquel cura, sino la que habíamos aprendido de la abuela Margarida, cuyo significado tardé mucho tiempo en comprender: «Dios todopoderoso, mantén en tus infiernos al marqués del Pombal por los siglos de los siglos, amén.»

Hubo otra novedad, más importante. Una tarde, después de haberse ido el cura, mi padre me llamó a su despacho, que era muy oscuro, con muebles grandes y cortinajes rojos, y un gran Cristo encima de la mesa, un Cristo que yo había visto en el pazo miñoto, cuyo mérito descubrí años después, cuando ya empezaba a entender de esas cosas. Mi padre me mandó sentar y me echó un largo sermón del cual recuerdo dos advertencias principales: la de que, en lo sucesivo, yo me llamaría Filomeno, y nada más; mejor dicho, Filomeno Freijomil Taboada, que era mi verdadero nombre, y nada de señorito Ademar de Alemcastre. La segunda, que todo aquello de los reyes de Inglaterra era una pura invención de mi abuela, que estaba loca, y que los Alemcastre eran una familia que se había enriquecido robando negros en África y vendiéndolos en Brasil. «De modo que todo lo que has heredado de tu abuela está hecho con el sufrimiento y la muerte de seres humanos como nosotros; es dinero sangriento. Tú ahora no lo entiendes, pero algún día lo comprenderás, cuando llegues a la edad apropiada. Lo que tienes de los Taboada es un poco más limpio, pero no demasiado. Cuando sepas de historia lo suficiente, verás que esas riquezas feudales tampoco son muy legítimas. Lo único limpio es lo que tendrás de mí: el nombre preclaro de un hombre que no debe nada a nadie, y unos dineros menores, pero ganados con mi trabajo. Esto no debes olvidarlo nunca. ¡Ah! Como en octubre comenzarás a ir al instituto, para estudiar el bachillerato, debes tener en cuenta que tu obligación es ser siempre el primero de la clase, el que lleve las mejores notas, y que nadie pueda decir que estás por debajo de lo que fue tu padre.» Así es cómo perdí el nombre de Alemcastre y, sobre todo, el de Ademar, y me quedé en Filomeno, ni siquiera señorito Filomeno, que mi padre no toleraba que me llamasen así. Pero Belinha no acataba la orden, y, en secreto, me llamaba «O meu pequeno Ademar». Gracias a ella, el mundo del pazo miñoto, el recuerdo de la abuela, y hasta el de mi maestro y la miss, seguían vivos, y volver junto a ellos era nuestra esperanza secreta. «Ya verás cuando llegue el verano, y vayamos allá…»

Mi verdadera vida como tal Filomeno comenzó en el instituto. Todos los profesores pasaban lista diaria: la pasaron al menos durante cierto tiempo, hasta que nos fueron conociendo y sacaban el nombre por la cara. Allí empecé a ser Freijomil Taboada, en la enumeración, y Freijomil, a secas, cuando algún profesor se dirigía a mí. Debo decir que por ninguna parte hallé el recuerdo de mi padre, ni nadie que me preguntase si era su hijo, probablemente porque lo sabían ya y la pregunta holgaba, y también porque no quedase ya ningún profesor de los de antaño. El primer día de clase me presenté muy peripuesto: Belinha me había vestido pensando en cómo tenía que haber sido, según ella, el primer día de clase de mi bisabuelo. Los demás chicos vestían de manera corriente, todos con boina e impermeable, porque llovía, y, por supuesto, nadie se percató de mi chubasquero inglés. Nada de lo demás que yo llevase puesto les llamó la atención, sino sólo mi embarazo al tratar con ellos, todos desconocidos, charlatanes, ruidosos. «Tú, ¿en dónde juegas?», me preguntó uno, y yo le respondí que en mi casa. Se apartó de mí riendo. «Ése juega en su casa.» Pronto se agruparon por los colegios de procedencia o por alguna otra clase de afinidades que entonces a mí no se me alcanzaba, de modo que en los recreos empecé a quedarme solo: me sentaba y los miraba correr, chillar, alborotar como pájaros. Había unas cuantas niñas que formaban rancho aparte, para las cuales se jugaba, se corría, se alborotaba. Y ellas lo sabían, lo comprendí pronto, y llevaban con seriedad su condición de tribunal efímero. Una vez se me acercó un pequeñajo horriblemente vestido, no por pobreza, sino por mal gusto o deliberada extravagancia. Miraba con grandes ojos vivos y audaces, pero daba la impresión de mirar de arriba abajo, y esa impresión me duró durante el tiempo de nuestras relaciones, que fueron muchos años. Me preguntó si no tenía amigos. Le dije que no. Me preguntó por qué, y yo le respondí que lo ignoraba. «¿Sabes quién soy?» «Sí. Tú eres Montes Ladeira, Sotero, el primero de clase.» Pareció satisfecho. «Si quieres, puedes andar conmigo.» No dijo «jugar», y me chocó. Y empezó a hablarme, de repente, de lo mucho que sabía de geografía, más de lo que creía el mismo profesor. «Porque yo tengo libros, ¿sabes? Tengo libros. ¿Y tú? ¿No tienes libros?» «No. Los de estudio, nada más.» «Y en tu casa, ¿no hay?» «No. No sé. Nunca miré.» «Entonces, ¿qué hay en tu casa?» No supe qué contestarle, porque sillas, y camas, y otra clase de muebles, no eran la respuesta que él buscaba; eso lo adiviné. «Si quieres llegar a algo en el mundo, tienes que leer libros.» Me quedé sin entenderlo. ¿Qué era eso de llegar a algo en el mundo? A mí sólo me habían hablado de ser como mi bisabuelo, aunque también de ser el primero en todas partes, pero aún no lo había intentado porque me daba pereza, o acaso por encontrar suficiente ser el primero en mi casa y en el corazón de Belinha.

El embarazo de mi respuesta le hizo decirme: «Cómo se ve que eres un señorito. No sabes nada de la vida. Pero es igual. Podemos ser amigos. Yo te prestaré libros.» Aquella noche le dije a mi padre que uno de mis profesores me había dicho que necesitaba leer. Mi padre me escuchó, me dijo que bueno, y al día siguiente llamó al cura que me había preparado para la comunión, y, delante de mí, le preguntó por los libros que me convenían. El cura se sintió muy satisfecho de haber sido consultado y empezó a enumerar títulos, que mi padre iba apuntando. Quedaron en tres o cuatro, y mi padre los encargó en una librería. Cuando, ocho o diez días después, nos avisaron de que habían llegado, mi padre, al entregármelos, me conminó a que no los leyese hasta después de haber preparado mis lecciones. Al día siguiente llevé uno al instituto. Se llamaba Juanito y se lo enseñé a Sotero. «Mira, un libro.» Él lo hojeó, lo remiró y me lo devolvió con desprecio. «Eso es cosa de bobos. Te prestaré alguno que trate del universo, pero no se lo digas a tu padre, porque a los curas no les gusta que se lean esas cosas.» A mí tampoco me interesó especialmente, pero lo leí entero, y supe por primera vez lo que había en el cielo, además de la luna y el sol, y que tantas estrellas tenían nombre. Cuando se lo devolví, Sotero me examinó por activa y por pasiva. «Ahora ya sabrás cómo se llaman las estrellas.» «Sí», le respondí escasamente convencido. Después me prestó dos o tres más, todos trataban de la naturaleza y me aburrían. Una mañana, otro muchacho, que era el primero en saltar y en correr, me sorprendió con el libro en la mano, me dijo que eran cosas de mayores, y que él podía prestarme novelas de Julio Verne y de Salgari, si le pagaba un patacón por cada una. Le dije que bueno, y al día siguiente me trajo el primero. Durante aquel curso soñé, sucesivamente, con piratas, con viajes submarinos, con islas misteriosas, y, a veces, con fantasmas. Llegó el fin de curso y me suspendieron en todas las asignaturas. Mi padre lo recibió como fracaso propio, como una humillación personal. Anduvo unas veces mohíno y otras furioso, y pasado algún tiempo, en la mesa, me dijo que deshonraba su nombre. Me llevó él mismo al pazo miñoto, y conminó a mis antiguos maestros para que me hicieran estudiar todo el verano y ellos mismos me diesen clase, por lo que les pagaría aparte. Ya tenían un hijo, andaban muy atareados con el cuidado de la finca y no les sobraba el tiempo, pero quizá por miedo de que mi padre los despidiese de aquel empleo tan lucrativo que tenían, hallaron modo de dedicarme cada uno unas horas, y de que las que no podía pasar con ellos, las entretuviese en estudiar. Fue un verano espantoso: a veces me levantaba del lugar que me habían asignado, me asomaba a la ventana y contemplaba el jardín donde tantas veces había correteado y sido feliz, aunque este juicio lo haga ahora, porque de la verdadera felicidad no se tiene conciencia: se vive y a otra cosa. Pero la verdad es que, desde aquella ventana, yo echaba algo de menos. Únicamente por las noches, después de cenar, me juntaba con Belinha en un mirador de la casa y llorábamos juntos, o hablábamos de la abuela y de los buenos tiempos de Inglaterra. Una noche que hacía claro, se me ocurrió mirar al cielo, y descubrí las estrellas: le hablé de ellas a Belinha y les fui dando nombres según mis recuerdos: nombres al buen tuntún, como si, una vez dichos, cada cual volase a su estrella. Belinha me dijo que eso no lo sabía antes: «No. No lo sabía, pero ahora lo sé.» También di en contarle las historias que había leído, y ella las escuchaba con asombro, a veces con incredulidad, porque ya le había costado trabajo admitir que un barco como el que nos llevara a Inglaterra, o como el que nos había traído, no zozobrase, cuanto más navegar por debajo. Mi antigua miss, ahora mistress, descubrió que se me iba olvidando el inglés, y no sólo sacó una hora para intentar que se me recordase, sino que, en una ocasión en que mi padre vino a verme y a comprobar que se cumplían sus órdenes, le dijo que era una pena que lo fuese a perder del todo, y lo conveniente que sería ponerme, en Villavieja, un profesor que continuase las enseñanzas que ella había empezado. Mi padre estuvo de acuerdo, y así fue: todas las tardes vino una señorita fea, de gafas, que me repasaba la gramática e intentaba hablar conmigo; pero, aunque de gramática sabía, de hablar yo lo hacía mejor. No obstante, siguió enseñándome inglés durante varios cursos, y como yo, conforme crecía, comprendía mejor las cosas, y hasta me gustaban, al regresar en el verano al pazo repetía con la miss lo que había aprendido, y lo aumentaba, y, no sé por qué, ella estaba muy orgullosa de poder charlar conmigo todas las tardes. La lección, en realidad, consistía en que yo le relatase en inglés la guerra de las Dos Rosas, cada vez con más detalles. Le hablaba también de las cosas de que me iba enterando por los libros que leía, y ella me daba en inglés los nombres que yo sabía en castellano. Un día me preguntó si yo iba para sabio. «No, nada de eso. Sabio lo es un compañero mío que se llama Sotero. Me gustaría traerlo con nosotros un verano. Ya verás qué muchacho.» Conforme Sotero leía cada vez más libros de ciencia, que no sé de dónde los sacaba, yo leía más novelas. Lo pasábamos bien, cada cual a su modo, pero la superioridad de sus conocimientos le permitía mantenerse por encima y repetir con frecuencia aquella mirada que fue la primera y que me dejó apabullado para siempre. Una noche, después de cenar, me pareció que mi padre estaba de buen humor, y le hablé de Sotero. «¿Por qué no lo traes una tarde a merendar contigo?» Lo hice. Sotero vino muy contento, mi padre se juntó con nosotros después de la merienda y hablaron largamente. Yo los escuchaba arrinconado y probablemente con envidia. Sotero parecía una persona mayor, y a mi padre se le notaba la admiración. Cuando se fue, me dijo tristemente: «Así me hubiera gustado que fueses, como ese niño.

Él será algo en el mundo, y tú no pasarás de señorito.» «Mientras lo seas», añadió después de una pausa. No lo entendí bien, porque yo entonces creía que se era lo que se era para siempre. Pero lo de ser algo en el mundo ya me sonaba, y no dejó de chocarme la coincidencia de opiniones entre Sotero y mi padre. Me atreví a responderle. «Sotero piensa como tú, pero él dice que, para ser algo en el mundo, hay que leer muchos libros.» «Sí, los de estudio», me respondió mi padre secamente. Y me dejó solo. Desde aquella tarde, Sotero vino más veces a casa. Nunca se interesó por lo que había en ella: cuadros de mérito, decían, muebles antiguos, cacharros en las vitrinas, todo lo que mi padre enseñaba, como si fuera suyo, cuando venían visitantes. No. Sotero venía a hablar con mi padre y a tomar el chocolate que nos hacía Belinha, que le gustaba mucho. Mi padre le fue sacando cosas de su vida, que yo no le había preguntado nunca porque no se me había ocurrido. De dónde venía, quién era. Resultó que era hijo de unos comerciantes de Buenos Aires que lo habían mandado a Villavieja del Oro, a casa de una tía, para que hiciese sus estudios aquí. No sentía el menor interés por la tierra en que había vivido, ni casi la recordaba. «Yo nací aquí, y me llevaron de niño», y hablaba de sus padres con distancia, aunque de su tía con algo más de calor. No sé por qué me imaginé que su tía debía de ser para él lo que Belinha para mí, pero cuando la conocí resultó ser una mujer grandota y fea, que trataba a Sotero con admiración y daba por supuesto que todo el mundo lo reconocía como el niño más listo que había habido nunca, o casi. «Es que como mi Sotero -solía decir-, entran pocos en libra.» La tía de Sotero se llamaba Matilde, tenía una tiendecita en que vendía de todo, desde escobas hasta ristras de cebollas y de ajos: una tiendecita muy limpia, con las maderas del suelo relucientes de puro fregadas, y unas sillitas bajas, de paja, en que me gustaba sentarme. Me trató bien desde el primer día, y parecía gustarle que su sobrino fuese mi amigo. A la tienda de Matilde venían a hacer tertulia tres o cuatro amigas, todas las tardes al caer la luz. Allí no se hablaba más que de Sotero, me daba la impresión de que aquellas mujeres habían venido al mundo para arrodillarse a su alrededor y cantarle alabanzas. A mí me tomaron por testigo de los triunfos de Sotero. «¿Verdad que es el más listo? ¿Verdad que es el que lleva mejores notas? ¿Verdad que será un hombre de talento?» Que yo dijera que sí las hacía felices.

Aquel verano, que fue el del veintitrés, mi padre me permitió invitar a Sotero a acompañarme al pazo miñoto. Previamente había hablado con Matilde, y ella pareció encantada de la invitación, ella y sus cuatro amigas. Sotero apareció con traje nuevo de verano, un sombrero de paja y dos maletitas, una muy pesada, llena de libros. Nos llevó mi padre en su automóvil, con Belinha, y allá nos dejó, en cierta libertad, porque yo había aprobado todas las asignaturas y mi sola obligación era la charla en inglés con la miss, todas las tardes. Lo primero que preguntó Sotero cuando estuvimos acomodados, los dos en la misma habitación, las camas con dosel, fue si en aquella casa tan grande había libros. Le hablé entonces de la biblioteca, que estaba en un ala alejada y en la que yo había entrado pocas veces. Me dijo que había que explorarla a ver si encontrábamos algo que valiera la pena. También me preguntó el porqué de los doseles, que no les veía la utilidad. «Son cosas de los antiguos», le respondí, a falta de una idea mejor. «Los antiguos eran una gente estúpida que no hacía más que esta clase de sandeces. La Revolución francesa acabó con los de Francia, pero ni en España ni en Portugal guillotinaron a nadie ni quemaron los castillos. Así nos va de atrasados.» Se me representó inmediatamente el pazo ardiendo, las torres llameando, y Sotero atizando el fuego, pero no se lo dije a él. Al día siguiente lo llevé a la biblioteca. Yo apenas la recordaba: era una habitación inmensa, de techos altos, cubiertas las paredes de anaqueles, con marbetes que anunciaban la clase de los libros allí ordenados: teología, filosofía, literatura latina, literatura clásica, literatura moderna. Y otras varias denominaciones. Sotero pareció, de primera impresión, estupefacto, y hasta un poco mareado, daba vueltas, quería verlo todo al mismo tiempo, se subió a una escalera, leyó títulos en alta voz, títulos que no me decían nada, algunos en latín. «¿Y has llegado a los trece años sin leer nada de esto?» «¡Ya ves!» «Verdaderamente me explico que tu padre te desprecie.» Aquello me dolió: «¿Por qué crees que me desprecia mi padre?» «No hay más que verlo.» Descendió de la escalera y empezó a curiosear lo que había por los anaqueles bajos, a su altura. Se detuvo en una gran esfera montada sobre un soporte muy labrado, que yo lamenté inmediatamente no haberme fijado antes en ella, pues me hubiera servido de escenario para mis navegaciones y piraterías. «Esto, ya ves, no sirve para nada. Los mapamundis de hoy son de otra manera. Pero es bonito saber cómo veían el mundo los antiguos.» ¡Menos mal que encontraba algo plausible! «De todas maneras, hay que volver por aquí. En una sola mañana no se puede saber lo que hay. Habrán hecho un catálogo…» «¿Un catálogo?» «Sí. Una lista de todos estos libros.» «Pues no sé…, a lo mejor está en algún cajón, o lo han perdido.» Todavía se entretuvo algún tiempo más en los anaqueles que contenían los libros de historia. «Aquí, ya ves, hay buenas cosas. Ya me gustaría tener algunas de ellas.» Estuve por decirle que las cogiera, que se las regalaba, pero, no sé por qué, lo callé. Un momento después le dije: «Puedes llevarte alguno a nuestro cuarto, y leerlo allí, si quieres.» «Bueno, ya veré.» Pero había cogido un volumen bastante grande, encuadernado en tafilete rojo, con mucho oro en las letras del lomo. «Éste lo leería de buena gana, pero está en francés.» «Es que mis antiguos lo sabían, y el inglés también.» Quedó un poco fastidiado, y devolvió el libro a su anaquel.

Cuando, después de la merienda, le dije: «Bueno, ahora voy a dejarte solo, porque tengo que dar mi clase de inglés», se me quedó mirando un poco sorprendido. «Pero ¿tú estudias inglés?» «Sí. Lo sé bastante bien.» Se quedó un rato callado: «¿Me dejas acompañarte?» «Por mí…», le respondí con indiferencia simulada, porque comprendí que se me ofrecía, por vez primera, la ocasión de mostrarme en algo superior a él. «Supongo -añadí- que la profesora no tendrá inconveniente.» No lo tuvo. Sotero se sentó algo apartado, pero no demasiado, y no perdió ripio de lo que se decía, aunque no entendiera nada, o yo lo imaginase así. Al terminar la clase, le dijo a la miss: «¿Tendría usted por ahí una gramática inglesa que pudiera prestarme? Sólo para echarle un vistazo.» La miss tenía varias, aunque ninguna en español, pero Sotero le dijo que le daba igual en portugués, y se llevó una. Se pasó la mañana leyéndola, y tomando notas en un cuaderno, y cuando le dije si no quería ir a la biblioteca, me respondió con un despectivo «¡Déjame en paz!» Lo dejé, me sentí contento de poder andar solo por el jardín y hacer lo que me diera la gana, sin nadie a mi lado que me advirtiese que aquella clase de juegos y vagabundear sin ton ni son eran cosa de imbéciles: recorrer las veredas, oler las flores, contemplar algunos árboles. Estuvo silencioso durante la comida, no echó la siesta, acudió puntual a la hora de la clase, volvió a escuchar atento. Así pasaron varios días, hasta el primero en que hizo una observación o una pregunta, no lo recuerdo bien, a la miss. Ella lo miró extrañada, pero le respondió, y él hizo en su cuaderno una nueva anotación. A partir de aquel día, siempre preguntaba algo, cosas cada vez más complicadas, o pedía que la miss repitiese una palabra y se la escuchase luego a él, a ver si la decía bien. Y así se pasó el verano. Sotero, con su gramática inglesa en un rincón donde nadie le molestase con preguntas, y yo, libre de recorrer la casa y el jardín, como era mi deseo, o de charlar con Belinha o estar con ella, simplemente, sin hablar, mirándonos de vez en cuando. Ya había llegado septiembre, pensábamos en marcharnos, cuando mi maestro nos dijo, a la hora de la cena, que en España habían pasado cosas, no sé qué de generales. Fue Sotero el que preguntó: «¿Un nuevo pronunciamiento?» «Pues sí, se llama así», le dijo el maestro, un poco sorprendido. «Tenía que suceder», continuó Sotero. «Y tú ¿cómo lo sabes?» «Me lo había dicho alguien que lo sabe todo: "Ya verás como esto acaba en un golpe militar."» «Esto, ¿qué?», insistió el maestro. «Esto, lo de la guerra de África.» A mí, esta respuesta ya no me interesó, sino lo que había dicho antes: «Me lo había dicho alguien que lo sabe todo.» Quedé un poco desconcertado: sólo Dios lo sabe todo, y lo primero que se me ocurrió fue que Sotero recibía de Dios sus saberes, aunque alguna vez le había oído decir que no creía en Él, y que eso de la religión eran paparruchas de los curas. Había alguien que le enseñaba, alguien que no eran nuestros comunes profesores, aunque ¿quién sabe si alguno de ellos tendría relaciones secretas con Sotero, por aquello de ser el chico listo, el asombro? Empecé a recordarlos, uno por uno, los que habíamos tenido durante aquellos cursos, y ninguno me pareció hombre de saberlo todo, sino cosas: aritmética, gramática, geografía… Ahora me sorprende que mi ingenuidad y mis escasos saberes no se hubieran deslumbrado ante ninguno de ellos, serios, barbudos y extravagantes; pero entonces no se me ocurrían esas cuestiones. Probablemente lo que me sucedió, mientras mi maestro explicaba la sublevación del general, y cómo se había enterado (en Tuy estaba cerrada la frontera), fue que me puse a imaginar en qué perorata de profesor suficiente encajaba la frase aquella relativa al golpe militar, que tampoco se me alcanzaba lo que quería decir. Lo pregunté. Sotero me miró con su habitual desprecio, y mi maestro me explicó que, a partir de aquel día, mandarían en España los militares y mi padre dejaría de ser senador. Yo me encogí de hombros. «Si no es más que eso…» Aquella noche me atreví a preguntar a Sotero, de cama a cama, quién era el que le enseñaba tantas cosas. «Don Braulio», me respondió. «¿Quién es don Braulio?» «Mi maestro de siempre. Ése sí que es un sabio.» La cosa quedó ahí, y al día siguiente sólo se habló del golpe militar, porque había llegado un telegrama de mi padre diciendo que se retrasaba unos días el regreso a Villavieja y que ya nos avisaría. Prolongamos la vida veraniega. Una de aquellas tardes, cuando juzgábamos que el regreso no podía retrasarse, Sotero preguntó a la miss si quería examinarlo de gramática inglesa. Ella se sorprendió primero, asintió después, y yo asistí al examen. Sotero sabía tanto como yo, y, en algunas cosas, más que yo. La miss se entusiasmó tanto que le dio un beso, pero a Sotero aquella manifestación de afecto no pareció satisfacerle. «Las mujeres -dijo- todo lo arreglan con besos.» Llegó el aviso de mi padre, llegó mi padre mismo, y regresamos a Villavieja. «¿Es cierto, papá, que ya no eres senador?»

III

UNA TARDE DE MUCHA lluvia, Sotero me llevó a casa de don Braulio. Era un bajo oscuro y húmedo en un barrio apartado, pero en la habitación en que nos recibió había libros hasta el techo, y algunos retratos de gente que yo desconocía. No me atreví a preguntar quiénes eran: ahora sé que la efigie de uno de ellos era la de Federico Nietzsche, de quien, por entonces, jamás había oído hablar, y a quien no leí hasta algunos años más tarde. Me recibió el tal don Braulio diciendo: «¿Conque éste es el señorito?» Yo, ingenuamente, le respondí que sí, pero que me llamaba Filomeno Freijomil, para servirle. Nos mandó sentar, y me hizo toda clase de preguntas acerca de mi familia, y del pazo miñoto, y de todo lo que de mí había averiguado por los cuentos de Sotero. Cuando terminó el interrogatorio, añadió algo así como esto: «Perteneces a la clase de los explotadores, y será difícil redimirte, pero yo no me opongo a que vengas alguna vez a escucharme. Te servirá, al menos, para tener conciencia de tu propia injusticia.» Y como yo le mirase estupefacto, concluyó: «Porque tú eres la injusticia viva, la injusticia andante. Lo que te sobra es lo que han robado para ti tus antepasados, y también tu propio padre, el ex senador. El Primer Anarquista del que se tiene noticia dijo al que le escuchaba: "Vende tus bienes, reparte el dinero entre los pobres y sígueme." Pero Aquel Anarquista creía en Dios y, a lo mejor, hasta creía serlo. Hoy no basta con que vendas tus bienes y se los des a los pobres. Hay que acabar con los bienes de todos, y que no haya pobres jamás. Los hombres somos iguales ante la Naturaleza, y toda diferencia es criminal. Tú eres diferente, aunque aún no lo sepas, pero yo te lo digo y no debes olvidarlo. Mientras seas diferente, eres cómplice de la Injusticia Universal. En tus manos está el abandonarlo.» «¿Ves, ves?», me dijo entonces Sotero. Yo no veía nada. Yo me sentía confuso y con ganas de marchar. Pero aquel hombre hablaba de manera sugestiva, y volví otras tardes, con Sotero, a escucharlo. No me acusó más de rico ni de indiferente, no volvió a echarme en cara ningún crimen en el que yo, involuntariamente, era partícipe. Nos hablaba, a veces, de la Igualdad, y, otras, del Universo, que parecía conocer como las palmas de sus manos. Debo confesar que el viaje que hacía con la palabra, por las estrellas y por los mundos superiores, era realmente fascinante, como cuando nos describía la correspondencia armónica entre todos los seres, y que para todo lo existente no había más que una ley y una sola explicación. Pero nunca nos la dio, quizá por comprender que nuestra edad no estaba para ciertas revelaciones. Otra vez me examinó acerca de mis lecturas. Le hablé de las novelas que había leído. «¡Bah, literatura, nada más que literatura! Los literatos han colaborado siempre en el engaño de los hombres y han justificado su esclavitud. Hay que librarse también de la literatura.» Yo le dije, ingenuamente, que era una asignatura que teníamos que aprobar, y él se echó a reír, pero no dijo nada más. Aquel don Braulio era un hombre ya mayor, de barbas entrecanas y unas gafas de acero encima de las narices. Una de aquellas tardes nos explicó las razones por las que en España todos los problemas se resolvían con pronunciamientos militares, y que éste que empezábamos a padecer lo habían provocado los anarquistas de Barcelona con sus bombas. «Yo no soy partidario de esos procedimientos, que no resuelven nada. La revolución vendrá sola, cuando el proletariado, consciente de sí mismo, alcance el poder. Pero para eso aún falta tiempo. Ni yo lo veré, ni quizá vosotros. Sin embargo es el destino de la humanidad, la sociedad sin clases, sin diferencias de riqueza, todos iguales y todos felices. Pero eso no lo entendéis aún.» «¿Yo tampoco?», preguntó Sotero. «Tampoco tú, hijo mío, todavía; pero no tardarás en entenderlo.» Don Braulio se murió aquel invierno, de un enfriamiento. Pasó mucho tiempo en cama tosiendo y adelgazando. Sotero iba todas las tardes a verle; yo, alguna de ellas. Hablaba poco, y lo que hablaba, de la muerte, que, insistía, esperaba con la serenidad de los sabios. A mí me hubiera gustado que me explicase qué era lo de esperar la muerte con serenidad, probablemente porque yo no tuviera las ideas muy claras acerca de la relación entre la serenidad y la muerte, pero nunca me atreví. Sotero tomó a su cargo convencerme de que, morir, era volver a la tierra de donde habíamos salido; que el cuerpo se desintegraba, y una parte se la comían los gusanos, y otra la absorbía la tierra; pero de la serenidad no pudo decirme nada. Tampoco su explicación de la muerte me tranquilizó, porque yo no venía de la Tierra, sino del vientre de mi madre. Don Braulio le anunció un día, cuando estaba peor, que le dejaba heredero de sus libros y de su mesa de despacho, y que podía llevárselos antes de que él muriese, no fueran después a ponerle dificultades. Yo ayudé a Sotero a transportar grandes paquetes, uno tras otro, durante varias tardes; pero la mesa y los estantes hubo de llevarlos una carreta de bueyes, que le cobró a Sotero dos pesetas, y, como no las tenía, tuve que dárselas yo. Don Braulio se murió una tarde de mucha lluvia, después de pasar la noche en puras toses y ahogos, hasta quedar de repente callado y quieto, con la boca torcida, hacia el atardecer. Vinieron a amortajarlo y lo vistieron con su traje de siempre, hasta el chaleco. «Parece que está vivo -decían-. Parece que está hablando.» Pero a mí me resultaba extraña, entre grotesca y macabra, aquella figura metida en el ataúd, con la leontina en el chaleco y la mandíbula sujeta por un pañuelo amarillento del que emergía el bigote. Al día siguiente fuimos al entierro: poca gente, todos con paraguas abiertos, el féretro llevado a hombros por unos desconocidos. En el cementerio había pocas tumbas, ninguna de ellas con cruz. La de don Braulio estaba abierta, con un montón de tierra encharcada al lado. Antes de meter en ella el ataúd, alguien le puso encima una bandera colorada, y un hombre que salió de entre la gente pronunció unas palabras de las que nada entendí, pero de las que me quedó la frase «apóstol laico», quizá por ser las menos comprensibles. Después, cada cual se fue por su lado, y oí mentar a la policía. Sotero, en el fondo, estaba contento por hallarse dueño de tantos libros, y durante muchas tardes le ayudé a colocarlos por tamaños y a catalogarlos. También había traído los retratos. Pude leer en ellos que uno era de un tal Reclus, y otro de Bakunin, ambos muy melenudos, además del de Nietzsche, el más deteriorado por la humedad.

En el diario local dieron la noticia de aquella muerte en muy pocas líneas. Decían que había sido enterrado en el cementerio civil y acompañado por algunos compañeros. Mi padre comentó que a toda aquella gente había que meterla en la cárcel, o fusilarla, y dejar en paz a los de orden, como él. Entonces, o quizá por aquellos días, supe que el gobierno de los generales le había puesto una multa a mi padre, según él, por el solo delito de haber servido a la patria. Dio en salir por las noches a reunirse en el casino con otros como él, que habían sido diputados o senadores, y otras cosas así, y a los que también los generales habían multado, a unos más, a otros menos. Delante de mí, a la hora de comer, despotricaba contra el gobierno y acusaba al rey de cómplice. Pero yo no le hacía mucho caso.

En Villavieja había entonces unos caballeros que se reunían en un café, de los. que hablaba todo el mundo con respeto, si no era mi padre, que los llamaba charlatanes y farsantes. Habían publicado libros, escribían en el periódico local, y a los niños se nos enseñaba a respetarlos y admirarlos porque eran las glorias de la ciudad. Yo los llamaré los Cuatro Grandes, aunque ese nombre les cuadre con bastante retraso, pero no se me ocurre otro mejor, porque eran efectivamente cuatro, y porque los tenía todo el mundo por grandes sabios y escritores. Su reputación nos llegaba a los niños como un eco o como los últimos movimientos del oleaje cuando, a lo lejos, pasa un barco de gran porte. Pues una mañana de aquella primavera, al salir del instituto, me confesó Sotero, con toda clase de precauciones, que le habían mandado recado de que querían hablar con él, y que le esperaban aquella misma tarde en el café donde solían reunirse. «Si no te importa, puedes acompañarme, porque no sé qué me da presentarme allí solo.» Era a la hora en que mi padre me permitía salir a dar una vuelta, por los jardines si hacía bueno, y, si llovía, por los soportales. Me cité con Sotero, preguntamos dónde estaba el café (estábamos hartos de verlo, de pasar delante de él, pero siempre sin fijarnos), y allí nos presentamos, Sotero delante, yo algo retrasado, como si fuera protegiéndolo. Un camarero nos preguntó qué queríamos. Sotero respondió por los dos, y de un rincón donde había un corrillo de señores salió una voz que dijo: «¡Tráigalos, tráigalos aquí!» Fue el mismo camarero el que nos condujo, un poco a empujones, aunque suaves: «¡Por aquí, por aquí!», y aportó unas sillas para que nos sentásemos, yo siempre en segundo término. La silla le venía alta a Sotero: quedó con las piernas colgando, que las puntas de los zapatos no le rozaban el suelo, y parecía más pequeño, pero la cara y el modo de mirar eran ya de persona hecha. Yo temblaba un poco, aunque la cosa no fuera conmigo, pero él estaba tan campante. Aquella gente se mantuvo un rato en silencio, mirándole y haciendo comentarios en voz baja, ahora creo que lo hicieron por ver si él se azoraba; por fin, uno de ellos, de muy buen aire y con la barba gris muy cuidada, empezó a preguntarle sobre temas de los que no estudiábamos en el instituto, y Sotero los contestaba a todos; y algún otro le preguntó también. Escuchaban las respuestas, primero, con sorpresa; después, con admiración, y seguían haciendo comentarios entre ellos, de los que no me llegaba ni el susurro. De las preguntas pasaron a la conversación, y Sotero hablaba como cualquiera de ellos, con el mismo aplomo. Nos habían convidado a helado, y uno de ellos, no sé en qué momento, al sacar del bolsillo la cajetilla de tabaco, dijo a Sotero: «Supongo que no fumarás todavía.» «No, señor, no fumaré nunca. Es un vicio peligroso que limita la libertad del hombre.» Alguien dijo: «¡Caray!» Y quedaron en silencio. Yo creo que fue entonces cuando el caballero de la barba cuidada, tan simpático de aspecto, se dirigió a mí y me preguntó: «Y tú ¿también sabes algo?» Me cogió de sorpresa, de momento no supe qué responder, y por decirles algo, acabé respondiendo: «Sí, señor. Yo sé la guerra de las Dos Rosas.» Todos se echaron a reír, me sentí derrotado y, por primera vez en mi vida, en ridículo. Me hubiera echado a llorar, o acaso habría escapado, si no fuera porque uno de ellos, que debía de ser de los Cuatro Grandes por su autoridad, me sonrió cariñosamente y me dijo: «¿Por qué no nos la cuentas?» Sotero me miró, y con su mirada me llegó una orden de silencio; pero no le hice caso, y empecé a hablar. En inglés, tranquilamente, cada vez más seguro de mí mismo conforme advertí que se habían callado y que me escuchaban. Duró bastante mi relato. Al terminar, el señor de la barba de plata pidió que nos trajeran otros helados. El que me había sonreído me preguntó si había leído a Shakespeare. «No, señor. Todavía no.» «Pues debes leerlo cuanto antes.» Y un tercero, que no había hablado, preguntó quién era yo. Se me adelantó Sotero: «Es el hijo del ex senador Freijomil.» ¡Caramba con el ex! Alguien dijo: «Así se explica.» Terminamos los helados y nos invitaron a marchar. Yo me di cuenta de que se había pasado la hora de regresar a casa, y empecé a temer el rapapolvo de mi padre; pero lo peor fue que Sotero, cuando nos hubimos alejado un poco del café, me dijo con palabras irritadas que, en lo sucesivo, donde él hablase, yo tenía que callar. Tuve la suerte de que mi padre no había regresado, o había salido contra su costumbre. Me esperaba Belinha, me dio la cena y, cuando me acosté, mi padre aún no había llegado. Al día siguiente, cuando fui a saludarlo, me sonrió, creo que fue la primera y única sonrisa que me dirigió en su vida, una sonrisa satisfecha. «¿Conque por fin me has dejado quedar bien?», me espetó. Yo no lo entendía hasta que me explicó que nuestra hazaña del día anterior se había comentado en el casino, y aunque algunos de los presentes fuesen partidarios de Sotero, y otros de mí, todos estaban de acuerdo en que yo había estado a la altura de las circunstancias. «¿Y eso qué quiere decir, papá?»

IV

YO NO SÉ SI FUE AQUEL MISMO INVIERNO, o al siguiente, cuando mi padre tuvo una agarrada fuerte con Belinha. Resultó que yo había cogido una gripe, con mucha fiebre, y que ella me había retenido en casa, con excesivos cuidados, más días de los que eran menester, y había perdido clases en el instituto y hasta un examen. Mi padre estuvo duro con ella, y, de rechazo, conmigo, diciéndome que ya era bastante hombre para necesitar aquellos mimos. Por cierto que durante mi enfermedad, dos semanas más o menos, Sotero había venido un par de veces a preguntar cómo estaba, pero sin subir a verme. Le dijo francamente a Belinha que tenía miedo al contagio, y que él no podía permitirse el lujo de pasarse dos semanas en la cama, porque podía perjudicarle a la hora de los exámenes. Belinha me dijo claramente, por vez primera, que aquel muchacho no le gustaba, y fue esto lo que oyó mi padre, pero no lo que le incomodó, sino que Belinha me hubiese llamado Ademar, y no Filomeno. Sobre esto empezó la discusión. Mi padre dijo a Belinha que Ademar había muerto con doña Margarida, y Belinha le respondió que, mientras ella viviese, yo sería Ademar. A partir de aquí siguió la cosa, y se puso tan violenta, que Belinha llegó a decir que yo era de ella, y no de mi padre, y que ella sabía con qué dinero se pagaban mis gastos, y cosas de este jaez. La cólera de mi padre subió hasta el punto de atemorizarme, como que me refugié en un rincón, desde el que contemplé la pelea. ¿Por qué fue ésta la primera vez en que me di cuenta de que Belinha era verdaderamente hermosa? Así, hecha una furia, los ojos echando fuego. A mí, aquel invierno, habían empezado a gustarme las chicas, pero no pasaba de mirarlas en la calle, sin explicarme el porqué. Quizá por eso no me sorprendió la belleza de Belinha, y hubo un momento en el que, en vez de escuchar las palabras, y aun las amenazas, que se cruzaban entre mi padre y ella, me limitaba a contemplarla complacido, mirando de vez en cuando a mi padre, que, a pesar de los gritos, no perdía la compostura, pero que, aun compuesto, resultaba vulgar, como un hombre cualquiera de la calle, aunque quizá mejor vestido. Y aquella disputa terminó de una manera inesperada. Mi padre dijo a Belinha que tenía que hablar con ella, y que le siguiera a su despacho. Me dejaron solo. Mi padre no regresó, Belinha tardó en hacerlo. Llegó calmada y con la cabeza baja, sin mirarme. Me dio la cena y me acostó como siempre, y, al darme las buenas noches, dijo que me querría siempre. Así como entre sueños, la oí después ajetrear en su habitación, que estaba al lado de la mía, pared por medio, como dije. Al día siguiente me enteré de que se había ido lejos, al otro lado de la casa, de modo que si yo gritaba de noche, ella no me podría oír. El piso era muy grande, habitaciones y salones inmensos, y en él sólo dormíamos Belinha, mi padre y yo, porque los otros criados lo hacían en la planta de arriba, grandes buhardillas bajo las tejas, amuebladas de viejo que a mí me gustaba recorrer, y asomarme a sus ventanitas, desde las que se veían los tejados de la catedral, y vericuetos entre cúpulas y torres que la gente de abajo ignoraba. Aquella noche tuve conciencia de soledad, aunque no de miedo. La soledad era como un hueco inmenso en el espacio, en cuyo centro estaba yo. Me pasé mucho tiempo escuchando los ruidos, cosa que no había hecho jamás: los que venían de la calle y los que se engendraban en el interior de mi casa, crujidos de la madera, corretear de ratones, puertas o ventanas remotas que se batían con el viento. Aquella noche los descubrí, y todas las siguientes me dediqué a reconocerlos, a perseguirlos, hasta que este juego nuevo de escuchar ruidos me cansó o me aburrió, o quizá haya sido simplemente que me había acostumbrado a ellos, que ya no eran nada nuevo, y que ya formaban parte del silencio. Belinha continuó como siempre, en la casa, pero la encontré cambiada, como si no quisiera mirarme. Una noche, entre sueños, la oí entrar en mi habitación, aproximarse de puntillas, escuchar y darme un beso en la mejilla. También mi padre pareció más tranquilo, y no volvieron a pelear. Mi padre salía todas las noches, iba al casino, no sé cuándo regresaba.

Aquel de los Cuatro Grandes que tenía la barba blanca le había dicho a Sotero que fuese a verlo alguna vez, no al café, a su casa, y Sotero lo visitaba alguna tarde, no con la frecuencia que a don Braulio, pero casi. De aquellas visitas salió un cambio de Sotero, no en su actitud hacia mí, que era la misma, sino en su modo de hablar y, sobre todo, en las cosas de que hablaba. Había dejado de interesarse por el cosmos y sus vericuetos, por la injusticia social y las revoluciones, y ahora divagaba sobre la filosofía: autores hasta entonces jamás mentados, y cuando yo iba a su casa, me mostraba libros de nueva adquisición. Si yo intentaba hojearlos, me decía: «No pierdas el tiempo. Tú no entiendes nada.» En compensación, yo era el primero en clase de preceptiva literaria y el profesor me dio a leer algunos libros de poesía, de Núñez de Arce, ahora lo recuerdo, y de Campoamor. Sotero llamaba a todo aquello pataratas, que era su palabra preferida para nombrar todo lo que despreciaba; quizá fuese una palabra de don Braulio. Por lo que a mí respecta, no puedo decir que aquellas lecturas me entusiasmasen, como me habían fascinado en los años anteriores las novelas de aventuras; pero tampoco me aburrían. Adquirí una especial habilidad en reconocer, a la primera lectura, las figuras y las estrofas, pero a esta habilidad le llamaba Sotero cosa de bobos. No se sintió humillado cuando me dieron, al final de curso, mejor nota que a él en preceptiva, y las mismas notas, más o menos, en las restantes asignaturas del curso, menos en lógica, que él dominaba porque había leído ya a Aristóteles y yo no. Los muchachos se decían unos a otros: «Ése leyó a Aristóteles», con lo que lo colocaban o, mejor, lo mantenían, en la cima de respeto y admiración en que había estado siempre, aunque la verdad sea que lo consideraban de otra especie o de otro mundo y no contaban con él para nada. Yo, en cambio, era un igual, que hablaba con ellos de trivialidades o de porquerías, y de vez en cuando, como ellos, decía alguna palabrota y fumaba un cigarrillo a escondidas. Mis conocimientos de literatura eran escasamente estimados por ellos, que coincidían con Sotero en llamarlos paparruchas (lo de pataratas lo desconocían). A pesar de todo, cuando llegó el verano, Sotero me acompañó al pazo portugués, no perdió una sola clase de la miss, y el resto se lo pasaba en la biblioteca leyendo o explorando. A este propósito, sacó cierta mañana a relucir la cuestión de la injusticia. ¿De qué me servían aquellos libros tan buenos, encerrados todo el año, sin ser útiles a nadie? Mi obligación era la de regalarlos a una biblioteca pública, para que la gente pudiera conocerlos y estudiarlos. Supongo que la gente a que se refería era él. Pero yo le respondí que aunque fuesen míos, no podía regalárselos a nadie, ni siquiera a él, hasta mi mayoría de edad, y que entonces ya hablaríamos. Recuerdo que una vez se lo conté a mi padre, y él se opuso a cualquier intención de donativo, porque lo que era mío no tenía que compartirlo con los demás, así, a rajatabla. ¡Pues arreglados estábamos! Me encontré durante cierto tiempo debatiéndome entre tales opiniones. Después olvidé la cuestión.

Más importante fue un día que descubrí a Belinha llorando. Le pregunté qué le pasaba y me dijo que nada, que sentía soidades. Pero siguió llorando, a escondidas, y cuando no lloraba estaba triste. Una mañana después del desayuno, me besó, emocionada, y me llamó como cuando era niño, «Meu meninho, meu pequeno Ademar», y me besó más veces, vino conmigo hasta el zaguán, volvió a besarme, y se quedó en la puerta hasta que yo di la vuelta a la esquina. A la hora del almuerzo nos servía otra criada. Pregunté por Belinha, y mi padre me respondió que se había ido a su pueblo. «¿Por qué sin despedirse? ¿Por qué sin habérmelo dicho?» «A esas preguntas yo no te puedo contestar. Son cosas de ella», dijo mi padre. Fue entonces cuando la soledad me llegó más adentro y me dolió, y cuando aquella casa enorme parecía vacía. La recorría como si fuera a encontrar a Belinha escondida en un rincón, sonriente, con los brazos tendidos. «Meu meninho, meu pequeno Ademar.» Ni siquiera sus recuerdos hallaba, porque se lo había llevado todo, hasta el olor. Me dio por ponerme triste, por llorar, por tumbarme en la cama, hasta que mi padre me llevó un día a su despacho y me dijo que había dejado de ser un niño, y que al lado de Belinha habría seguido siéndolo siempre. De lo cual colegí que él la había despedido, y sentí hacia él malos deseos, algo que ahora puedo llamar verdadero odio. No sé si fue por entonces, porque mis recuerdos andan algo confusos, cuando la gente empezó a hablar en la calle de que se había terminado la guerra de África y de que las tropas españolas habían tomado Alhucemas y expulsado a Abd-el-Krim de Marruecos. En el instituto hubo una fiesta patriótica en la cual Sotero leyó unas cuartillas sobre la paz y sobre la grandeza de España: las había escrito él. Pero yo pensaba en Belinha. Tenía la vaga esperanza de encontrármela en el pazo cuando llegase el verano, pero no fue así, y ni la miss ni su marido sabían nada de ella, o, si lo sabían, no me lo quisieron decir. Fue un verano aburrido y melancólico. Sotero no me hacía caso, siempre a solas con mis libros repitiéndome lo de la injusticia y otras zarandajas. Al final del verano se me ocurrió buscar algo que leer. Encontré una novela que se llamaba Las minas del rey Salomón, que me entretuvo bastante. Estaba en el anaquel junto con otros libros de mera literatura que me propuse leer en el verano siguiente, si es que tenía ganas de hacerlo, que, a lo mejor, no. También descubrí aquel verano que en algunos de los árboles más grandes del jardín había unos marbetes con los nombres latinos y el lugar de donde los habían traído. Uno, especialmente alto y multiplicado, era un cedro del Himalaya. Aquel descubrimiento sí que se lo conté a Sotero. Él fue a verlos, y leyó los marbetes. Se sorprendió que mis «antiguos», como decía siempre, se hubieran preocupado de la botánica, pero acabó por no darle importancia al descubrimiento. Lo que sí me dijo fue que había encontrado en la biblioteca un libro de Berkeley, y me miró con su habitual desprecio. Luego, por fin, me respondió: «Un filósofo según el cual tú no pasas de fantasma.»

V

NUNCA HABÍA LOGRADO QUE ME ATRAJERAN las compañeras de curso, pero esto acaso esté mal dicho, porque nunca me lo había propuesto. Habían crecido conmigo, o, al menos, cerca de mí, y había visto sin sorpresa cómo les iban apuntando las tetas. Tampoco mis compañeros les hacían mucho caso, quiero decir que no se sabía de ninguno que estuviera enamorado de ninguna de ellas, aunque quién sabe si entre nosotros existiría algún amor secreto de esos que saben disimular las miradas y enmascarar en toses los suspiros. Pero aquel curso tuvimos una niña nueva, y por el apellido le tocó sentarse junto a mí. Venía de Madrid, era hija de un funcionario importante y resultó bastante sabihonda, pero no tanto que pudiese superar a Sotero, de modo que en este aspecto alguien quedaba por encima de ella. No obstante, nos desdeñaba ostensiblemente, no por nada, sino porque ella venía de Madrid y nosotros éramos unos provincianos que hablábamos con fuerte acento regional. Era corriente que nos corrigiese. «¡De aquella! ¿Qué quiere decir "de aquella"?» Y se reía. Le llamaba, al orballo, sirimiri, y al pan reseco, pan duro. Nos resultaba rara y un poquito ridícula, pero nadie en público se atrevía a reírse de ella, porque era guapa, distinta de las nuestras, que también lo eran, aunque de un modo más local. Ésta, que se llamaba Rosalía, tenía el rostro ovalado y moreno, los ojos oscuros, y unas grandes trenzas negras que le caían encima de los pechos y que llevaba siempre atadas con dos lazos. Yo me enamoré de ella inmediatamente, pues entonces enamorarse consistía en pensar en alguien día y noche, o, dicho más exactamente, en recordarla, también en interpretar sus palabras y sus gestos, si eran o no favorables. En tal sentido poco tuve que interpretar, pues, a pesar de sentarse a mi lado, me daba ostensiblemente la espalda y no me dirigía la palabra, ni siquiera para preguntarme algo que no supiera, aunque bien es verdad que lo sabía todo y lo hacía notar. Yo no sé cuándo aconteció que, en el recreo, la empujé sin querer, o tropecé con ella, y ella me rechazó con un enérgico «¡Aparta, feo!», que todo el mundo oyó, del que rió todo el mundo, y me dejó desolado, sin más consuelo que el oportuno, aunque inútil, consejo de Sotero: «No hay que hacer caso a las mujeres.» A las cuales, por entonces, él no se mostraba sensible, sino explícitamente desdeñoso e insultante, de modo que en mi caso, según tuvo a bien explicarme, él la habría rechazado con un violento «¡Apártate de mi camino, zorra!», que yo hubiera sido incapaz de proferir. Aquel consejo no me sirvió de nada. Había sido el hazmerreír del curso, y la niña de las trenzas oscuras, Rosalía, sin dar explicaciones cuando se las pidieron, le rogó al profesor que la cambiaran de sitio, y como él insistiera en que explicase la causa, le respondió que para oírle mejor, lo que provocó una gran carcajada en la clase y que todos mirasen para mí. Nunca me metí más en mí mismo que en aquella ocasión, nunca sentí la falta de Belinha como entonces, pero, cosa curiosa, la humillación y la murria se fueron transformando sin que yo me diese cuenta, y una mañana de clase, mientras el profesor hablaba de los invertebrados, me hallé escribiendo el quinto verso de un soneto cuya consonante se me resistía. Pero el soneto, al fin, salió, a costa de mi ignorancia de ciertas cualidades de los animales superiores. Se titulaba sencillamente A Rosalía, y no sólo le perdonaba su ofensa en torpes endecasílabos, acaso alguno de ellos cojo, sino que, al final, le declaraba mi amor. Se lo entregué personalmente, sacando fuerzas de flaqueza, y ella lo recibió con una carcajada, y se rió más, mucho más, después de haberlo leído. «Mirad, muchachos, lo que me escribió este tonto», y a un corro que congregó a su alrededor le fue leyendo mis versos, y todos se rieron una vez más, cada vez más, si no fue una muchacha de las de siempre, que salió en mi defensa. «¡Pues bien podéis reíros, pero ninguno es capaz de escribir unos versos como éstos!»; y después añadió que los hallaba bonitos y que ya le hubiera gustado que alguien le escribiese a ella una cosa semejante. ¡Dios la tenga en su gloria, la pobre Elvirita, muerta de tisis poco tiempo después, cuando ya, bachilleres todos, nos habíamos desperdigado! En la clase de literatura de aquel día continuaron las risas, y cuando el profesor preguntó qué nos pasaba, alguien le respondió: «¡Es que Filomeno Freijomil le escribió unos versos de amor a Rosalía!» El profesor no los acompañó en las risas, les respondió que las muchachas bonitas estaban en el mundo para que los adolescentes les escribieran versos de amor, y que le satisfacía que, entre los de su clase, hubiera salido un poeta. Rosalía, sin que se lo pidiera, le entregó el papel, y el profesor lo guardó en el bolsillo y, dirigiéndose a mí, me dijo en un tono más que amistoso, tierno, y que le agradecí siempre, que ya hablaríamos. Hablamos, en efecto, al día siguiente, después de terminar las clases. Me preguntó si sería capaz de encontrarle defectos al soneto. Le respondí que sí. Me lo dio, lo fui leyendo y señalando los ripios, los tropiezos, las sinalefas forzadas, las sílabas de más y las de menos. «Pues no te desanimes, porque, a pesar de todo eso, el soneto tiene algo.» Sacó del bolsillo un libro y me lo entregó. «Toma, lee eso y léelo bien; mejor, estúdialo. Te servirá de mucho.» Eran unos sonetos de Lope de Vega, y en seguida me enfrasqué en ellos, y hasta llegué a preguntar al profesor algunas rarezas que no entendía o que no podía explicarme. Faltaba poco para terminar el curso. Hablé más veces con aquel profesor, me dio consejos y me pidió que, si escribía algo más, que se lo enseñara. Pero yo no me atrevía, aunque por la cabeza me anduviesen sonetos sueltos y algunas otras estrofas. Pero la vergüenza que los versos a Rosalía me habían hecho pasar aún me duraba: una vergüenza sorda ante mí mismo.

Terminó el bachillerato con una fiesta en que entregaron algunos libros de regalo, según sus preferencias, a los recién graduados. A Sotero le habían concedido el premio extraordinario por unanimidad y sin examen y fue felicitado públicamente por el director, aplaudido a rabiar por los muchachos que veían en él lo que querrían ser o lo que no les hubiera gustado de ninguna manera. Él respondió con un breve discurso, muy enjundioso, que llevaba aprendido de memoria, y que recitó sin un traspié, con aquella voz suya, tan de superior, tan pastosa y agradable. Una niña que estaba junto a mí dijo a una compañera, con voz que pude oír: «¡Qué lástima que sea tan esmirriado! Porque tiene ojos bonitos.» Estaban, entre los presentes, los padres de Sotero, que habían venido de Buenos Aires y que fueron muy felicitados. No estaba, en cambio, mi padre, que pretextó (así lo creo) un viaje a Madrid para no sufrir, una vez más, la humillación de que su hijo no fuese como él. Cuando la fiesta terminó, me encontré solo, igual que el primer día, pero con seis años más y algunos sufrimientos. Anhelaba el momento de mi marcha a Portugal, aunque aquel verano Sotero no me acompañase a causa de la presencia de sus padres, que lo querían a su lado. Me llevó, una vez más, mi padre en su automóvil. No me dirigió la palabra durante el viaje ni apenas se despidió de mí. Lo vi marchar sin dolor. El maestro y la miss me habían acogido muy cariñosamente, y ella manifestó en seguida su satisfacción por cómo iba mi inglés. Cuando me quedé solo, no se me recordaban para nada ni Villavieja del Oro, ni el instituto, ni mi mediocridad escolar, ni siquiera Sotero. Me hallaba como si no hubieran pasado aquellos seis años. Como si fueran un paréntesis que se pudiera borrar, o al menos olvidar durante el veraneo. La casa con sus misterios, que ya no lo eran tanto, pero que yo me empeñaba en que lo siguieran siendo; el jardín con sus árboles y sus veredas sombrías, incluso la lengua en que todos me hablaban, fue como si me hubiera recobrado. Sólo faltaba Belinha, y Belinha apareció una tarde.

VI

NO EN SEGUIDA, sino algún tiempo después de mi llegada. Yo no hacía más que vivir con entusiasmo mi reencuentro con mi mundo, mi olvido de mis estudios y de mi padre, mi libertad sin la mirada de Sotero reduciéndome a nada. Pero a los tres o cuatro días se me ocurrió entrar en la biblioteca y hurgar también en ella. Primero descubrí dos novelas muy distintas que leí ávidamente: primero, El crimen de la carretera de Cintra; después, inmediatamente, Amor de perdición. Una y otra fueron como dos puertas que se me abriesen a realidades que nunca había sospechado: sobre todo, en Amor de perdición descubrí un mundo fascinante de amor y sacrificio. Pero después cayeron en mis manos los poemas de Antero de Quental, que primero estudié al modo como me había enseñado mi profesor de literatura, pero poco a poco fueron ganándome el corazón y metiéndome en lo hondo del amor y de la muerte. Al mismo tiempo me convencían de que yo jamás escribiría una cosa semejante. Creo que llegué a andar, mientras duraron aquellas lecturas, como ausente del mundo, alucinado: hasta tal punto que la miss se decidió a preguntarme si me pasaba algo, si me encontraba mal, si quería que llamase a mi padre. Le respondí con un «¡No!» tan salido del alma que la miss se asustó. Yo creo que a su comprensión de mi estado de ánimo se debe el regreso de Belinha. Ellos sabían dónde estaba y la mandaron venir: después lo supe, cuando ella, Belinha, me lo descubrió. Vivía cerca del pazo, en una aldeíta, en la casa con huerto que mi abuela le había legado. ¡Y yo sin haberlo sospechado, tanto tiempo, el que la había echado de menos!

Yo estaba en la biblioteca. Era ya al atardecer y mis ojos apenas leían las letras de aquel libro. Recuerdo perfectamente que se trataba de Los Maias, en cuyo mundo de pecado me había introducido con espanto y un extraño placer. Alguien abrió la puerta, alguien se acercó a mí. Pensé que sería una criada que venía a avisarme para la merienda, y seguí leyendo. Hasta que pude escuchar, a mi lado, casi junto a mi oído, palabras muy conocidas. «¡Meu meninho, meu pequeno Ademar!» Y en seguida me encontré entre los brazos de Belinha, los dos llorando, los dos sin decirnos nada, más que los nombres: «Belinha», «Meu Ademar». Sólo un tiempo después, cuando nos hubimos sosegado, le pude preguntar por qué había tardado tanto. Me respondió que ya me explicaría y que yo lo entendería. Pero apenas me contó nada cuando le pregunté por su vida durante aquel tiempo tan largo, casi dos años… Yo, en cambio, le conté la mía, lo que podía entender de la mía. Lo del soneto a Rosalía se lo oculté, y me justifiqué a mí mismo reconociendo que ella no podía saber lo que era un soneto, aunque quizá sí una copla. Me preguntó por mi padre. «No sé. A veces va a Madrid. De noche sale al casino.» Me preguntó si me trataba bien. «Como siempre.» Tampoco le hablé de Sotero, que no le era simpático. «Pues ahora ven conmigo», y me cogió de la mano, como cuando era niño. Me llevó al saloncito donde el maestro y la miss solían hacer la vida. Estaban ellos, y con ellos una niña que yo no conocía. Jugaban con ella, le hacían cucamonas, parecían quererla, y ella les respondía como familiarizada con aquellas manos, aquellas caras, aquellas voces. No se me ocurrió quién podría ser, hasta que Belinha me susurró: «E a minha filha.» Y yo, al principio, no lo entendí y, de repente, sentí como un dolor profundo y una incomprensión todavía mayor. ' «¿Tu hija? ¿Cómo tu hija? ¿Estás casada?» No me respondió, sino que me empujó hacia ella. «Anda, dalhe un beijinho.» Y el maestro y la miss también la empujaban hacia mí. La miss me dijo: «Se llama Margarida, como tu abuela.» Pero aquella Margarida no se parecía a mi abuela, no tenía sus ojos verdes ni su cara alargada y blanca, sino morena y redonda con los ojos oscuros, como los de su madre.

Me acerqué a besarla, y ella se retiró, no hacia las faldas de su madre, que estaba detrás de mí, sino a las de la miss, que le dijo que no me tuviera miedo, que era bueno. Durante el tiempo que duró esta escena, yo había improvisado mi hipótesis: Belinha había tenido un amor secreto, había quedado embarazada, por eso se había marchado de Villavieja, tan de repente, después de unos días de llantos y suspiros. Me sentí celoso y resentido por haberlo ignorado, porque no me lo hubiera confesado, y sólo algunos minutos después, cuando ya Margarida me había besado y recibido mi beso en la mejilla, me salió de no sé qué fondo de la conciencia, o del olvido, algo que había leído o que había oído, seguramente leído en alguno de los libros devorados en las últimas semanas: Belinha era un ser libre y tenía derecho a la vida. Pero fue una idea que pasó como un relámpago, sin detenerse, sin hacer mella en los celos que con esfuerzo disimulaba, que no disminuía el rencor súbito hacia Belinha por su silencio. Me esforcé, sin embargo, por parecer tranquilo, y hasta dije a Belinha que esperaba que se quedase con nosotros durante el resto del verano, al menos mientras estuviera yo. Me dijo que sí, riendo, con una risa sin trastienda, con su risa de siempre. Y añadió que su hija también…

Supongo que todos habían comprendido mi emoción, y que todos adivinaran mi disimulo, si no Belinha, que se mostraba tranquila y afectuosa. Poco a poco me fui sosegando. Por primera vez en su vida, Belinha se sentó a la mesa, como una invitada, a mi lado, a la hora de cenar. Pero la conversación era forzada, me daba cuenta vagamente, quizá porque todos supieran que algo que había que decir no se había dicho aún. Mi maestro bromeó conmigo cuando me ofreció un cigarrillo; lo acepté y lo fumé torpemente. «¡Pues ya vas siendo un hombre!» «¿Cómo que lo va siendo? Ya lo es»; esto lo dijo la miss con una mirada de cariño, una mirada con la que nunca me había mirado, pues parecía decir, además: «Debes creerlo», mientras Belinha me echaba el brazo por el hombro y repetía: «Um homen.» Reconozco que no me hicieron feliz aquellas manifestaciones, no sabía bien si sobre mi virilidad o sobre mi madurez, pero venían de gente que me quería sin duda, y las acepté con una media sonrisa y un «¡Claro que lo soy!» apenas musitado. Y las palabras se desviaron entonces hacia la pequeña Margarida, que se estaba durmiendo. Su madre dijo que la iba a acostar y se fue. El maestro y la miss tenían algo que hacer, y yo me fui a continuar la lectura de Los Maias, que tiraba de mí desde hacía rato como tira el presenciar un pecado de otros. No sé el tiempo que estuve solo, leyendo. Llegó un momento en que no pude imaginar lo que leía, y fui a acostarme. Lo hice, pero sin apagar la luz, sin atreverme a esperar lo que en realidad esperaba. Belinha apareció algún tiempo después, cuando ya peleaba con el sueño. Entró sin llamar, y se acercó lentamente, tan erguida como era, tan hermosa, pero sin sonreír. Se sentó al borde de la cama. Nos miramos. Ella me tomó una mano y pareció que pensaba en lo que iba a decirme, pareció como si lo dudase. Por fin habló: «Minha meninha é a tua irma», con voz oscura y temblorosa en el fondo; y como contra su voluntad se le salieron las lágrimas. Pero no gimoteó ni se echó a mis brazos, sino que permaneció así, torcidos hacia mí el torso y la cara, su mano apretando la mía. Yo me quedé confuso. No entendí de momento, y quizá haya tardado en comprender más de lo necesario, porque una especie de niebla me ofuscó. Llegué a preguntarle qué decía, y ella lo repitió, y añadió: «E tamen filha do teu pae.» Entonces yo me incorporé violentamente, solté su mano. «¿Cómo lo hiciste? ¿Por qué?» Con voz dura, no voluntariamente, sino que me salió así, y me sacudió una oleada brutal de celos y de odio. «¿Por qué con él, por qué?», «Obrigoume», dijo ella; y me empujó suavemente hacia los almohadones. Ahora me cogía las dos manos, y me las sujetaba. «Quero que o entendas, meninho, quero que o entendas.» «Pero ¿tú le quisiste?» Negó con la cabeza, una negativa lenta, sólida. Yo la miraba a los ojos y vi pasar por ellos una mirada dura, que me pareció de odio. «Nunca o quijem. Ouvera-lhe dado morte, si pude-se, si non fora por ti.» Y empezó a contarme la historia, la contó con las palabras necesarias, sin llorar demasiado, pero llorando, y temblándole a veces la voz. Había sido aquella noche en que, después de la disputa, mi padre se la llevara a su despacho. La había mandado sentar, le había rogado que se calmase, le había hablado de su soledad, de que yo no lo quería, de que no lo quería nadie. Y ella le preguntó que por qué no se casaba, pero la respuesta de mi padre fue: «Necesito una mujer, sí. ¿Por qué no lo eres tú?» Belinha recordaba las palabras exactas, recordaba su incomprensión y su sorpresa, y también su indignación cuando mi padre le dijo fríamente que o aceptaba dormir en su cama (así lo dijo Belinha) o se marchaba a su tierra al día siguiente por la mañana, sin despedirse. «¡Si me aparta do meninho, mátome!» «Pues ya sabes lo que tienes que hacer.» Belinha le pidió que, por lo menos, le dejase pensarlo. «Sí. Hasta mañana. No hace falta que me digas ni que sí ni que no. Si no te has ido de madrugada, entenderé que sí, y mañana mismo te esperaré en mi cuarto cuando todos se hayan acostado.» «¿E qué dirá o meninho, cando sospeite?» «El niño no tiene nada que sospechar, ni nadie de la casa. Esta misma noche, si decides quedarte, llevarás tus cosas a la habitación que está vacía, al lado del salón. Nadie te oirá cuando entres ni cuando salgas.» Y así fue la historia. Belinha pasó la noche sin dormir, luchando entre abandonarme o acostarse con un hombre por el que no sentía, no ya amor, sino que ni siquiera respeto, sino miedo, y, a partir de aquel momento, odio, un odio que la hubiera llevado a matarlo si no fuera porque en la cárcel, tampoco podría verme ni cuidarse de mí. Y un día se encontró embarazada. «¿E agora, senhor, qué fago?» «Ahora te vas a tu casa para siempre, y que ni mi hijo ni yo volvamos a saber de ti.» «Pero, senhor, o que venha non deija de ser seu.» «Os daré dinero, todo el que quieras, dinero no os ha de faltar, siempre y cuando Filomeno no vuelva a verte.» «¡Nao quero o seu dinheiro! Pro que venha e pra min, tenho de sobra.» Y así fue cómo, pocos días después, Belinha se marchó sin despedirse, pero no sin pasar, muy de mañana, por mi habitación y mirarme por última vez. Fue al pazo de Alemcastre, y el maestro y la miss la recibieron bien, quizá porque mi padre no les era simpático y porque me querían. Convinieron en que aquel verano Belinha no se dejaría ver de mí, para que no me sorprendiera el embarazo, que estaría entonces muy abultado ya y sin posible disimulo, y que, más adelante, ya se vería. «Hay que esperar a que Ademar pueda entender las cosas.» «E agora, ja as entendes, ¿verdad?» Sentí un impulso súbito, la abracé. Yo creo que llegué a decirle que iba a matar a mi padre, que lo odiaba como ella, que no merecía vivir. Pero ella me calmó. Y me dijo que aunque su hija compartía su amor conmigo, que no por eso nos querríamos menos, y que esperaba de mí que quisiese a mi hermana, si no por serlo, al menos por ser hija de ella. Yo no sé cuánto tiempo duró aquella conversación, fue muy larga. Dijimos muchas cosas que sólo tenían sentido en aquel momento y en aquella situación. Quizá cuando Belinha se marchó, ya clareasen los cristales. No podría describir aquí el revoltijo de mis sentimientos. Pero comprendo que aquella noche, algo cambió dentro de mí, o por lo menos, algo empezó a cambiar. Algún tiempo después, Belinha me dijo que yo la miraba como un hombre. No sé si sería cierto. Lo que sí sé es que seguía queriéndola, aunque acaso también mi amor se hubiese transformado. Cuando se despidió, y nos besamos, busqué su boca, pero ella me rechazó riendo. «Non, eso non, meu meninho, eso non.» Fue la última noche que vino a mi habitación. Nos veíamos durante el día, a la mesa o con alguno de los demás, pero no iba a buscarme a la biblioteca, ni siquiera al jardín. Y yo empezaba, no a comprender, sino a temer el porqué. Sentía que del mismo modo que algo en mí había cambiado, también había cambiado en ella, aunque no me atreviese a pensar que ya nos queríamos como hombre y mujer. No lo pensaba, pero sí lo sentía, y cuando la miraba, se lo decían mis ojos, y los suyos me daban una respuesta de amor y de temor. Esto lo veo claro ahora, tantos años después, años de insistente, obsesionante recuerdo. Por aquellos días todo era confusión de mente, aunque en el corazón las cosas anduviesen más claras. Nada cambió la situación. Se hizo habitual que nos mirásemos con deseo, también que ella me huyese, ésta fue la realidad, aunque también pudiera decirse que me evitaba. ¿Llegó a convertirse en un juego de esperanza y de dolor, en el que ganó ella por ser más fuerte? La esperé muchas noches, casi todas. Algunas, recorrí los pasillos, cautamente, a ver si la encontraba. Ni siquiera sabía cuál era su habitación, ni me atreví a preguntarlo, aunque después haya sabido que, para llegar a la alcoba en que dormía con su hija, hubiera tenido que pasar por el dormitorio del maestro y de la miss. Ahora pienso que lo habían convenido así para protegerse ella misma de sus propios deseos. Pienso también, por otros acontecimientos posteriores, más que acontecimientos, detalles nimios o palabras sueltas, que del maestro y la miss había hecho sus confidentes, lo mismo que antes habían sido sus protectores. Y esto duró bastante tiempo, hasta que una noche, pensando al mismo tiempo que esperaba, se me ocurrió que, cuando mi padre viniera a recogerme, terminado el veraneo, o, como él a veces lo llamaba, mi obligación testamentaria de residir temporadas en el pazo; cuando mi padre viniera a recogerme, digo, Belinha estaría allí, y no sé qué podría suceder. Rechacé la idea de que se viesen, más estando yo allí, y de que mi padre conociera a mi hermana, que no le había importado. Lo dije al día siguiente, después de comer, mientras tomábamos el café; lo dije como la cosa más natural del mundo, supuesto todo lo que todos sabíamos. «No quiero que mi padre venga a buscarme, estando aquí Belinha con su hija.» Belinha me preguntó si quería que se fuese. «No. Tú no debes moverte de aquí. Esta es tu casa, lo fue siempre. Lo que haré será marcharme solo.» Y así lo hice, dando un rodeo por Tuy y Vigo. Les prometí que iría a verlos en Navidades, y, al marchar, no sólo besé a Belinha, sino también a su hija. La besé con afecto, quizá forzado, porque me repetía a mí mismo que era mi hermana y que debía quererla.

VII

MI padre se sorprendió al verme llegar de improviso, cargado con mis maletas, tan pesadas. Me preguntó por qué lo había hecho. Le respondí secamente, sin mirarle a la cara: «Porque está Belinha en el pazo.» No sé qué cara puso, no me respondió. Yo me retiré sin darle más explicaciones y me apliqué a sacar el equipaje. Había traído conmigo unos cuantos libros (novelas, poesía) que no tuviera ánimo de leer, aunque me lo hubiera propuesto. Después salí a ver si encontraba a Sotero. Lo hallé en su casa, donde todo estaba patas arriba, porque, me explicó, se mudaban a Santiago, donde él ya se había matriculado en una facultad. «Y tú ¿sabes ya qué vas a hacer?» «No lo he pensado aún, pero, en cualquier caso, no iré a Santiago.» Pareció disgustarle, pero no el disgusto de alguien que se aleja de un amigo, sino (lo pienso ahora) del que pierde un punto de apoyo en el mundo. ¿Con quién me sustituiría, ante quién se mostraría superior? Visto a la distancia de tantos años, comprendo que Sotero me necesitaba, no sólo para desdeñarme, sino para manifestarse cómo era ante quien lo admiraba, probablemente de antemano; ante quien vivía en actitud de admiración espontánea. «Me vas a echar mucho de menos. Yo podría guiarte en tus estudios, como siempre. En otro sitio, sin estar yo, vas a encontrarte solo y desorientado.» Le respondí indirectamente, contándole lo que había leído durante el verano, mi descubrimiento de Quental y de Queiroz. Me respondió: «Sí, sí», pero tuve la impresión de que los desconocía, y aquello me causó bastante satisfacción. «Pero sigues perdiendo el tiempo -continuó-. Ni las novelas ni los versos van a valerte de nada. Yo, por supuesto, te apartaría de ellos. El porvenir está en la ciencia, no en la literatura.» «Es que yo -le retruqué-, no pienso aún en el porvenir. Eso lo hace mi padre por mí.» Aquello sí que no lo entendió: «¿Lo dices porque eres rico? En todo caso, tendrás que aprender a conservar tu riqueza, por lo menos, si no a aumentarla. De eso puedo hablarte un poco. Mis padres tienen un mediano pasar que les permite vivir holgadamente y costearme los estudios. Ya ves, han venido de América para que yo no esté solo en Santiago, para que no tenga que cuidarme de mi comida ni de quien me lave la ropa. Es una manera razonable de emplear el dinero.» «Es que yo no pensaba para nada en que soy rico.» «Entonces, ¿qué vas a hacer en el mundo?» Fue la primera vez que me hicieron esa pregunta, y respondí, también por vez primera: «No lo sé.» Ni lo sabía, ni me lo había planteado nunca. Vagamente, allá en el fondo de mi conciencia, lo confiaba a mi padre, porque yo no conseguía que me importase: tenía otras cosas en qué pensar. Si Sotero hubiera sido otra clase de amigo, con las ideas y los defectos de los muchachos de su edad, yo le habría confesado mis congojas del verano, lo que había esperado y lo que había sufrido, también lo que me había hecho gozar el sufrimiento, o, por lo menos, lo que me había hecho vivir; pero, de contárselo, él se hubiera reído, hubiera tenido un pretexto más para mostrar su desdén por todos los hombres que se enamoran y en especial por mí. Y mucho más al saber como sabía que Belinha era una aldeana analfabeta. «¿Belinha? ¿Quieres decir aquella mala bestia que servía en tu casa? ¿Y no te da vergüenza?» Tampoco le conté que había fumado cigarrillos y bebido algunas copas, pero esos deslices, así como la historia de Belinha, me hacían sentirme íntimamente, si no superior a Sotero, al menos a su altura, aunque de distinto modo, como si cada uno se hubiera subido a distinta silla. Y no fue sólo cosa de aquel momento, primera vez que nos veíamos después del verano y última que charlamos largamente. La historia de Belinha no desapareció nunca de mi memoria, menos aún de mi corazón. Si la vida de un hombre maduro se apoya en dos o tres acontecimientos, aquél fue el primero de unos cuantos que también contaré y a los que debo en buena parte ser lo que soy, quizá el que no he llegado a ser, y el porqué.

Cuando regresaba de casa de Sotero, sentí el temor de encontrarme con mi padre, inevitablemente, a la hora de cenar, que se acercaba. Pero al llegar a casa, hallé el recado de que fuese cenando, de que él seguramente no vendría. Después de haberme alegrado, pensé que temía quedarse a solas conmigo. Y, sin embargo, ninguno de los dos podía evitar una explicación que yo no imaginaba cómo podía empezar, ni cómo acabaría. Todo lo que se me ocurría eran ideas extravagantes, sacadas más o menos de alguna escena de novela que, desde el recuerdo oscuro, iba dictándome palabras, rechazadas inmediatamente y sustituidas por otras nuevas, que también rechazaba. En realidad, yo desconocía a mi padre y no podía prever, con un mínimo de acierto, cuál iba a ser su conducta. Había evitado el primer encuentro, pero lo mismo podía ser por miedo que por necesidad de pensar de antemano y seriamente lo que iba a decirme. En cualquier caso, al llegar aquí, a sus palabras, mi imaginación tropezaba con una pared oscura en la que nada había escrito, ni siquiera una pequeña luz. También descubrí, durante la cena, que tenía miedo a mi padre, y que si me mandaba callar, me callaría. ¡Dios mío, qué difícil era todo! ¿Por qué me sucederían aquellas cosas? Hubo un momento en que envidié a Sotero, con todo lo de su vida tan claro y tan sencillo, o a algún otro compañero, que, aunque no apuntase tan alto, sabía ya lo que tenía que hacer y el cómo. Imaginé que, cuando se es hijo de un padre de los corrientes, ni senador, ni viudo, ni hombre importante, el padre nos lo da todo hecho, con un pequeño margen de libertades que se emplea en pillerías veniales, y sólo cuando se acaba la función del padre empieza la verdadera libertad, que consiste en hacer lo que uno desea, pero sabiendo previamente lo que puede y lo que debe desear. Pero, aun en ese caso, ¿qué hubiera dicho un padre de los corrientes, al declararle yo que lo que me interesaba era seguir leyendo novelas y poemas, y quizá darme unas vueltas por las calles de la ciudad vieja, alrededor de mi casa y sin llegar a los barrios de los inmigrantes ricos? Era una costumbre que había adquirido en los últimos tiempos del curso anterior y de la que no había hablado a nadie, menos que a nadie a Sotero, pues adivinaba su respuesta, y el elogio subsecuente de las calles modernas, tan anchas y tan claras, de construcción racional, y con viviendas espaciosas e higiénicas. Y esto no lo invento: porque le había oído cierta vez comentar un artículo que había leído en no sé qué periódico en que decían semejantes cosas, con las que estaba de acuerdo. Pero quizá hubiese aprovechado mi declaración para convencerme de que me fuese a estudiar a Santiago, que era una ciudad en que abundaban las calles estrechas y las fachadas antiguas.

Mi padre hizo un viaje. En la nota que me dejó explicaba que una tormenta de verano había causado estragos en una de las casas de mi madre, la más alejada de Villa-vieja, precisamente, en la que yo nunca había estado, y que las averías reclamaban su presencia. No creí que lo hiciese para escapar de mí, aunque ahora piense lo contrario. El caso fue que, en su ausencia, yo recobré poco a poco mis hábitos, y se me fue de la imaginación la escena, tantas veces temida y deseada, de sus disculpas, o de sus explicaciones, o a lo mejor de su arrepentimiento, pero se me insinuó la idea, probablemente cierta, de que no se había propuesto nunca dar a su hijo explicaciones de su conducta. Me sentí, de repente, humillado, pero también liberado; aunque el hecho de que lo recuerde quiere decir que la humillación me había llegado a lo hondo, y allí quedaba con todo lo demás de la historia. Tardó en regresar ocho o diez días, y, cuando nos encontramos, me habló con toda naturalidad, como si nada hubiera pasado, y yo no me atrevía a mentar a Belinha ni a su hija, ni siquiera a aludirlas. Desde el primer momento enfocó las conversaciones hacia mis próximos estudios. «¿Qué te parece si te vas a Madrid? -me preguntó de sopetón-. Conviene para tu formación que vivas en una ciudad moderna, lejos de esta cochambre provinciana. Además, un título universitario de Madrid es siempre más estimado, lo sé por experiencia.» Yo había temido que proyectase destinarme a la Universidad de El Escorial, que seguía considerando la suya, y en la que habían estudiado personas importantes de las que solía hablar. Me alegré, pues, cuando mencionó Madrid, y le respondí que me parecía bien. «Puedes irte al hotel donde yo paro durante mis viajes. Es un hotel decoroso, donde te tratarán muy bien. Está en el mismo centro y no lejos de la universidad. ¿Quieres estudiar derecho o te tira otra cosa? Yo he pensado que por lo pronto te matricules en el preparatorio, y después, ya veremos. Esta gente que manda ahora no va a mandar siempre, y dentro de tres o cuatro años las cosas se habrán normalizado y yo volveré a ser el que era y siempre habrá un sitio para ti en alguna parte. Afortunadamente, tienes medios para vivir sin la urgencia de buscarte un trabajo. Te podrás atrever con unas oposiciones largas…» Se refirió vagamente a notarías o judicatura, o quizá al cuerpo diplomático, ya que hablaba el portugués y el inglés, «aunque lo importante en esa carrera sea hablar bien el francés. Podías empezar a estudiarlo».

¡Por fin mi padre había hablado como un padre cualquiera! Me lo daba ya hecho, en parte al menos, y no me había mentado la obligación de ser en todas partes el primero. Me sentí aliviado y, en el fondo, satisfecho. Ahora pienso que mi padre había tomado aquella decisión para mantenerme lejos. Estudiar en Santiago era como estar ahí al lado, y no podría evitar que algún sábado se me ocurriese venir a Villavieja. Disimuló, sin embargo, su deseo (o su necesidad) anunciándome que iría a verme de vez en cuando. Y con el pretexto de sus posibles visitas pretendió, o eso parecía, tenerme bien informado de la situación política, porque, me dijo, los militares no podían durar mucho en el poder. Por lo pronto se habían dado cuenta de que no sabían gobernar, y habían tenido que echar mano de civiles que se prestaban a colaborar con ellos. Pero las antiguas fuerzas políticas se estaban reorganizando cautelosamente para que el final inminente de la dictadura no las cogiese desprevenidas. La sublevación de los artilleros (yo no sabía a qué se refería) había sido un toque de atención. La cosa marchaba mal incluso dentro del ejército, y había una pera madura que estaba al caer. «Va siendo conveniente que empieces a enterarte de algunas cosas. Yo no duraré eternamente, y hasta puedo cansarme y apetecer el retiro, y la realidad de tus intereses no sólo te reportara beneficios, sino también obligaciones y quebraderos de cabeza. Hay mucha gente que depende de nosotros, y nosotros tenemos la obligación de protegerla contra los desmanes de los que mandan. Por lo pronto, el año que viene a más tardar, tendrás que conocer tus propiedades, para qué sirven y lo que valen, aunque algunas de ellas no dan más que trabajo. Estas formas antiguas de propiedad, como las tuyas, son una verdadera maraña. Hay la cuestión de los foros, por ejemplo…» Yo no sabía qué eran los foros, pero él se extendió largamente acerca de ellos y de los problemas que traían. «Hace falta ser un buen abogado para que cierta gente no se pase de la raya.» Él, evidentemente, lo era.

Consiguió, al menos de momento, lo que pretendía. El veraneo en el pazo miñoto, Belinha y su hija no fueron olvidados, pero sí quedaron en un segundo término, como aplazados. Di en imaginar lo que sería mi vida en Madrid, pero lo único real que se me alcanzaba era la posibilidad de comprar libros, de leer mucho. No había comprendido aún que, incluso mi afición a los libros, exigía ciertos saberes. Y la vida en la universidad la imaginaba igual a la del instituto, aunque con alumnos mayores. Pero dejaba de imaginar, y la mente me quedaba en blanco como un encerado limpio en el que cualquier cosa podía ser escrita. Una tarde me encontré en la estación del ferrocarril. Varias maletas habían sido enviadas por delante. Yo llevaba un maletín y un impermeable porque llovía. Mi padre estaba a mi lado, el paraguas cerrado y hablando de no sé qué. Llegó el tren, me acompañó hasta mi asiento, me dejó bien instalado y, al despedirse, me dio la mano. «Cuando pase un señor tocando la campanilla, es la hora de la cena.»