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Aquellos días de Lisboa, pocos, los pasé como un barco al garete casi perdido. Me acosaban los recuerdos, esos recuerdos amargos sin esperanza, y me costaba un inmenso esfuerzo acomodarme a una vida que aún no sabía cómo iba a ser, que iba a ser como ceniza. El señor Pereira me retuvo con el cuento de mis intereses, y el tiempo se alargó lo indispensable como para que le llegase una carta de Londres en que el mismo mister Ramsey le daba cuenta de mi dimisión y le tranquilizaba acerca de mi comportamiento. «Dice que es usted todo un gentleman», y le bailaban los ojos de complacencia. Pero tuvo la discreción de no preguntarme el porqué de mi regreso: probablemente le bastó saber que no obedecía a ningún error profesional. Me preguntó acerca del destino que le pensaba dar a aquel dinero colocado en Inglaterra, la parte más saneada de mi herencia. «Se lo pregunto porque la situación internacional no es muy tranquilizadora, y es muy posible que aquí, en Lisboa, esté algo más seguro. Ya se lo indiqué otra vez.» Le respondí que siempre había confiado en él y que seguía confiando. «Se avecinan tiempos duros, más tarde o más temprano.» También me preguntó por lo que pensaba hacer. «De momento, ir a Villavieja, no sé aún por cuánto tiempo. Después ya tomaré una determinación.» Para que no me creyera frívolo o caprichoso, le añadí que también en España tenía un patrimonio, por el que debía interesarme. Me preguntó si estaba en buenas manos: le respondí que sí. Volví a España por Madrid. Los empleados del hotel se alegraron al verme. «Parece usted otro, aunque todavía se le reconoce.» Pero el mayor júbilo, verdadero o cortés, lo mostró el director: no me sentí halagado. Busqué a Benito, quedamos en cenar juntos, le rogué que llevase a su novia. Si yo había cambiado en mi aspecto, él también: muy serio, finchado, suficiente, sin una nota alegre en su atuendo: ya parecía un magistrado en funciones. Estaba a punto de terminar la carrera, con notoria brillantez, y se esperaba mucho de él, aunque acerca de su porvenir no estuviera muy de acuerdo con su novia: él prefería una cátedra; ella, algo de más prestigio en la sociedad: insistía mucho en el prestigio. En cualquier caso, su porvenir pasaba por Bolonia, a donde esperaba ir al siguiente curso. «Los bolonios son la aristocracia de la abogacía», decía ella; pero yo no estaba muy informado acerca de los bolonios, lo cual seguramente me rebajó en la estimación de aquella señorita. «Y tú ¿sigues metido en eso de la poesía?», me preguntó Benito. No quise defraudarle; le respondí que, después de haber pasado todo aquel tiempo en un banco, pensaba dedicarme a las finanzas. «Para eso también te convendría acabar la carrera.» Quedamos en que lo haría. Benito, más que curiosidad por lo que me había acontecido, sentía necesidad de hablar de sí mismo: le dejé que lo hiciera. Comprobé que aquel tiempo había bastado para hacer de él un conformista; el mundo le parecía bien si no fuera por la política, su gran preocupación. Le escuché atentamente, porque yo lo ignoraba todo de aquel tema, y cualquier acontecimiento me cogería tan de sorpresa como me había cogido la república. El resumen de lo que me explicó Benito, que tenía informes «de muy buena tinta», era de que las cosas iban mal, de que las derechas se equivocaban tanto como las izquierdas, y de que en mucha gente renacía la más antigua esperanza española, la del hombre fuerte, con espada o sin ella. «Y tú ¿estás de acuerdo?» No me respondió ni que sí ni que no, sino con vaguedades teóricas y referencias al pasado de España y a nuestra mala costumbre de repetir las situaciones. Con la agravante, ahora, de que existía un partido comunista fuerte y bien organizado. «Tú no te habrás hecho comunista, ¿verdad? Tú eres un hombre rico.» Le respondí con la misma vaguedad con que él lo había hecho un poco antes. «Y ahora ¿qué vas a hacer? ¿Te quedarás en Madrid?» Tampoco lo sabía, pero no era probable que volviera a una ciudad donde nada me atraía. Acompañamos a Beatriz a su casa. Benito vino conmigo hasta el hotel; en el camino me preguntó si tenía novia. Le dije que no. «Pues te conviene buscarla cuanto antes. A tu edad, se está mal sin una novia.» La suya me telefoneó a la mañana siguiente, me dio una cita en un café. Parecía venir de misa, con mantilla y rosario. Las explicaciones que me dio fueron tan prolijas como vagas, interrumpidas constantemente por un «¡Ay Dios mío, si alguien me ve contigo!» Disimulaba el rostro con la mantilla, pero se quitó el abrigo para que viera la opulencia de sus pechos. Ella quería que Benito fuese diplomático, pero no lo encontraba suficientemente distinguido, sino con esa torpeza de los intelectuales. «¡Ay, si fuera como tú, un hombre con experiencia! ¡No hay más que verte la corbata!» También intentó convencerme de que una mujer tiene que mirar por su porvenir. Le entró luego una prisa repentina, me dio su dirección y se fue. «Debías venirte a Madrid. Un hombre como tú ¿qué hace en provincias?» Villavieja del Oro no se conmovió con mi llegada. La verdad es que yo no hice nada para que se conmoviese. No tardé en darme cuenta de que la gente vivía para la política, de que no se hablaba de otra cosa, de que se pronosticaban catástrofes. Y fue en Villavieja donde me cogió la noticia del triunfo electoral de los nacionalsocialistas de Alemania. Si en algunos momentos había decidido, no sé si para engañarme, que Ursula se las habría arreglado para escapar al peligro, a partir de aquel momento no pude evitar la inquietud, que llegó, en momentos, a la angustia. Esperaba todos los días el paso del cartero como un enamorado primerizo que espera esa carta en que el amor se decide. Después bajaba al café, donde los antiguos Cuatro Grandes, bastante envejecidos, pero aún ternes, mantenían a su alrededor un corro de curiosos o de secuaces. Yo me sentaba un poco apartado, y me entretenía con la lectura de los periódicos; intenté olvidarme de que estaban allí y de que discutían en voz alta de cuestiones vitales, pero no lo hacían desacertadamente: como que llegué a escucharlos, disimulando mi atención con la supuesta lectura, y gracias a ellos logré entender algo mejor lo que estaba pasando por el mundo, y las presentidas catástrofes del señor Pereira comenzaban a cobrar forma. «Esto de los alemanes es como lo de Mussolini», dijo una tarde uno. «Está usted equivocado, y no hay más que mirar el mapa. Italia es un país periférico, su lugar de expansión es el África, y África le importa al mundo de una manera secundaria. No habrá una guerra porque Mussolini se apodere o deje de apoderarse de Abisinia. Pero los nazis son pangermanistas; su lugar de expansión es toda Europa; si no, al tiempo.» «En todo caso, ¿qué nos importa a nosotros? Quedamos lejos.» «Usted parece olvidar que, cuando lo del catorce, más de media España era germanófila y que muchos de aquéllos están aún vivos.» «¡No me va usted a comparar a Hitler con Guillermo II!» «No, pero Alemania es la misma.» Sí. Mas, para mí era sólo el lugar, un lugar enorme y peligroso, en que estaba Ursula. Aquella gente acabó dándose cuenta de que yo la escuchaba; un día uno de ellos se me acercó, me dijo que era amigo de mi padre, y me invitó a que me uniera al corro. Fui, durante la primera hora, objeto de curiosidad. Venir de Londres, haber pasado allí tanto tiempo, me confería una especie de aureola y me daba derecho a la palabra en aquel local en que repercutía la Historia del mundo. Fue mi presencia la que alteró la monotonía de las discusiones, aunque no las hiciera desaparecer. ¡Pues no faltaba más! Pero las antiguas preocupaciones intelectuales, las que yo recordaba, surgieron del olvido. Se interesaban por el teatro, y pude hablarles largamente del inglés. También les agradaba comprobar por testigos lo que por lecturas sabían de Inglaterra, alegrarse de que no andaban descaminados, aunque yo pudiera añadir a sus conocimientos ciertos detalles que sólo se descubren por experiencia. Alguna de aquellas conciencias se sublevó al enterarse de cómo funcionaba el régimen de propiedad urbana en Inglaterra, y más aún cuando les informé de que la Iglesia anglicana poseía tanto y cuanto de tierras y de casas, y que a la mayor parte de los ingleses les parecía bien. «¡Y nos quejamos de lo de aquí!», dijo alguno. Y otro le retrucó: «Porque en Inglaterra sobreviva la injusticia medieval, no vamos a tolerarla en Galicia.» De todas maneras, después de asistir varias veces a aquella reunión, concluí que, si bien todos eran republicanos, no se inclinaban a la izquierda radical, sino lo indispensable para no avergonzarse de sí mismos. De todas maneras, los momentos en que se hacía el silencio a mi alrededor y sorbían mis palabras, era cuando les hablaba de poesía. Los había entre ellos que habían traducido y publicado poemas irlandeses, pero sus informes acababan en lady Gregory y lord Dunsany más o menos. «¿Y ha visto usted a Chesterton? ¿Y ha visto usted a Bernard Shaw?» Sí, pero había visto también, o, por lo menos leído, a otros de los que no tenían noticia. La base de mi reputación posterior, de la que hablaré cuando llegue el momento, se estableció durante aquellos días: los que tardé en recibir una carta de Ursula, en francés, fechada en París, en la que en pocas líneas me comunicaba que estaba bien y me daba una dirección a la que escribirle. «Je pense a toi. Je t'aime toujours», como en una canción. No podía imaginar qué hacía en Francia, y, a pesar de eso, saberla fuera de su país me tranquilizaba, aunque me acusase a mí mismo por aquella tranquilidad. Le escribí diciéndole que me iba a Portugal. Incluía la dirección del pazo miñoto. Tenía que pasar por Lisboa a recoger mis libros, que habían llegado consignados al señor Pereira, y con los libros, algunos cachivaches. Había traído conmigo todo cuanto tenía un valor y ciertas naderías cargadas de recuerdos. Tardé, sin embargo, algunos días en hacer el viaje; el abogado de Villavieja que se encargaba de mis asuntos me recomendó que vendiera algunos predios, restos de la herencia de mi madre, y que no dejase de visitar el pazo de los Taboada; un caserón bastante destartalado, con escasos muebles, y una finca abandonada. Requería mi presencia y bastantes gastos, se quería dejarlo habitable, pero no me sentí capaz de acometerlo por mi cuenta, de modo que el abogado se encargó de hacerlo en mi lugar. Había en mi cuenta dinero suficiente y aquello era lo mejor en que podía gastarlo. Sólo cuando estos asuntos estuvieron en marcha, me fui a Lisboa, esta vez en tren por la costa, después de haberme detenido una noche en el pazo miñoto; sólo una noche, cenar allí, dormir, y salir muy de mañana para coger el tren. Mi maestro y la miss parecían una pareja feliz, tenían dos hijos internos en un colegio de Oporto, y se portaban como señores del pazo; tenían derecho, por lo bien que lo cuidaban y lo escrupuloso y detallado de sus cuentas, que mi maestro pretendió mostrarme aquella noche y que yo decliné hasta más adelante, cuando regresase. Anuncié que pasaría allí una temporada. Como me daba miedo tropezar con mi pasado, me limité aquella noche a los espacios indispensables, con la conciencia de que el reencuentro me esperaba inexorablemente. Sin que yo lo preguntase, me dieron noticias de Belinha, que no había vuelto de Angola, pero que enviaba nuevas de vez en cuando. Por lo pronto había tenido otra hija. Imaginé que, aunque no me hubiera olvidado, mi recuerdo se habría desvaído, sería como un sol sin fuerza que pugna por ponerse y no se oculta nunca.
Permanecí en Lisboa el tiempo indispensable para recoger mis pertenencias y enviarlas al norte. Dejé para más tarde la respuesta a las insinuaciones del señor Pereira, de quien comprendí que, tras la aparente modestia de su despacho, enmascaraba una verdadera y, para mí, inexplicable potencia. Me enteró de sus relaciones con la banca más rica de Portugal, pero eso apenas me decía nada. Lo entendí en cambio cuando me declaró: «Puedo hacer mucho por usted, y lo haré en cuanto me lo pida.» ¿Era el recuerdo de mi abuela Margarida lo que inclinaba hacia mí el corazón de aquel viejo? Me bastó suponerlo. Le respondí que necesitaba algún tiempo de soledad y meditación antes de decidirme, y marché a casa.
Ya no pude evitar entonces el reencuentro con aquellos ámbitos en que habían transcurrido tantas horas de mi vida, que estaban dentro de mí con todo mi pasado, pero a los que ahora me acercaba sin nostalgia, acaso sin recuerdos. Fue el primer índice de mi cambio. Ya no me hablaban desde ellos mis abuelos, ni siquiera podía recuperar, en el silencio, las voces de la abuela Margarida. El recuerdo de Belinha, inevitable, pasaba sin conmoverme, aunque no me sintiese indiferente a él. Mi actitud era, ¿cómo lo diríamos?, más estética. Ursula me había enseñado a sentir los espacios, como formas significativas en sí mismas, y eso era lo que hacía en mis largos recorridos, sentirlos como espacio: estancias, salones, crujías, pasadizos. No me sentía ajeno a ellos, pero los descubría como una realidad nueva, por la que había transitado sin percibirla, o, al menos, sin percibir más que su apariencia. La misma biblioteca me resultaba nueva, aunque no distinta; más rica, eso sí, en matices de color, en formas del aire y de la luz. Pasé unos cuantos días entretenido en buscar sitio a los libros, en ordenarlos, y como algunos de ellos no los hubiera leído aún, les dediqué las mañanas. También renuncié a mi habitación de niño, y elegí otra, una alcoba de pomposo lecho con una salita, de los que apenas sí necesitaba salir. Había en la salita una hermosa chimenea de piedra, muy historiada. Me la encendían todas las mañanas. Si el día estaba bueno, me iba a leer a algún rincón de los jardines; si no, quedaba en la salita, junto a la chimenea. Almorzábamos en común, se hablaba del tiempo, de las cosechas, de cómo se había vendido el vino. Mi maestro solía buscarme cuando yo estaba solo, para hablar de política internacional. Le preocupaba la situación de Europa. Por lo que pude advertir, estaba mejor informado que yo, y, gracias a él, pude mejorar mi idea de cómo marchaban las cosas. Lo de Alemania le obsesionaba especialmente; no podía suponer que le acompañaba en aquella preocupación, aunque la mía se limitase a un nombre de mujer, a la que acaso la Historia hubiese apresado, mientras yo me empeñaba en permanecer al margen de la Historia; como siempre, desde mi nacimiento. En cuanto a la miss, me preguntó una vez si entraba en sus propósitos casarme, que ya me iba llegando la edad, y que en lugares vecinos había señoritas hermosas y bien dotadas en las que quizá me conviniera pensar. Como yo no fuera muy explícito en las respuestas, me preguntó una vez si había dejado algún amor en Inglaterra. Le respondí resueltamente que no. Y, así, en estas naderías, pasaron los primeros tiempos. No recibí más noticias de Ursula.
La novedad de aquella vida me distrajo de mí mismo. Me sentía tranquilo, aunque por debajo de mi tranquilidad sintiese algo así como el presagio de un vendaval. Llegué incluso a entretenerme en averiguaciones inútiles en las que jamás había pensado y que no me habían preocupado, según mi recuerdo, desde los años de mi adolescencia. La contemplación del retrato de mi bisabuelo Ademar, aquel que Margarida me había impuesto por modelo y al que había sido infiel, fue el arranque de unos días de búsqueda y recuerdos. Era un buen retrato anónimo en el que aparecía un hombre de buena facha, aunque algo rebuscado en el vestir. Atuendos como aquel los había visto en Inglaterra, cuadros de museos locales o de casas nobles de esas que se visitan los fines de semana: reminiscencia indudable del dandismo, más duradero en Portugal que en la misma Inglaterra, quizá por más tardío. Ademar había sido un dandi, y su atildamiento me resultaba anticuado, aunque no antipático; no le faltaba gracia. Me hubiera desentendido de él si no fuera porque, hurgando en las gavetas de algún mueble, hallé montones de cartas suyas, desordenadas, algunas incompletas, como si fuesen adrede mutiladas. Muchas eran de negocios, generalmente malos; otras, bastantes, de amor. Me permitieron reconstruir una parte de la historia de aquel mozo frívolo, y lo hice sin emoción, por pura curiosidad. Nunca hasta entonces me había interesado por el destino de las cartas amorosas, que, por su naturaleza, y según mi manera de pensar, deberían destruirse; que si alguien las había legado como herencia al primer lector incierto, era por pura vanidad. Mi abuelo Ademar no había quemado aquellos testimonios de su ocupación más deleitosa para que alguien imprevisible los conociese y aumentar así en la estimación de lectores imprevisibles. Me pregunté si su hija Margarida habría llegado a conocerlas, y si en su corazón aprobaba los deslices de su padre. ¿Serían ellos la causa de la admiración que le había tenido? Al proponérmelo como modelo, ¿había deseado yo que llegase a ser un Periquito entre ellas? No podía, lógicamente, hallar respuesta; pero, puesto en el lugar de mi abuela, y con el mismo derecho que ella, juzgué a Ademar como hombre ligero, al fin y al cabo de su tiempo, quién sabe si bailarín de cancán, para quien la fama de conquistador afortunado valía tanto como la flor que se ponía en el ojal. Hoy comprendo que fui demasiado severo con el dandi Ademar; pero por aquellos días me hallaba dominado por mi pasión hacia Ursula, y no admitía que las relaciones con una mujer pudiesen tomarse a la ligera. La mayor parte de aquellas cartas eran quejas. El bisabuelo Ademar había sido infiel a sus amantes, pienso que organizaba al mismo tiempo la conquista y la infidelidad, como si fuesen la misma operación. Pero también es posible que ellas no merecieran otra cosa. No deja de ser curioso que por aquellos días me tropezase con Amor de perdición, la primera novela que había leído en mi vida, la que probablemente había configurado mis esperanzas amorosas de adolescente. ¡Qué distinta, aquella pasión, de la frivolidad de mi abuelo! Claro está que, irrazonablemente, comparaba lo que había sido real con lo meramente literario. Pero yo, aun entonces, me sentía más cerca de la literatura, y a juzgar por mí mismo, creía en la realidad de aquellos modos extremados del amor.
La tempestad presentida se insinuó cautamente, como si la estorbase un sistema defensivo del que yo era consciente: de súbito me encontré metido en ella, y no a disgusto. Consistió en la reaparición tumultuosa de mis recuerdos, de los de Ursula quiero decir, y no tanto de lo más aparente y continuado, nuestra vida en común, lo que relaté, sino de lo que la había acompañado acaso como accidente o cosa de poca monta, escondido en los repliegues de la memoria. Muchos de estos recuerdos eran de pequeñeces transitorias que, recordadas, me causaban placer o sorpresa, nunca disgusto. Los otros eran detalles de la vida corriente que había dejado pasar, por no hallarles relación con el amor que vivía, pero que ahora, acumulados y patentes, muchos de ellos, la mayor parte, me dejaban perplejo. ¿Cómo había pensado, cómo había sentido, aquello que, sin embargo estaba allí, sentido por mí y pensado, es decir, vivido? No se trataba sólo de las enseñanzas de Ursula, ante las que alguna vez he sonreído (injustamente), sino de respuestas personales e insospechadas, a mi situación junto a ella, en la sociedad, en el mundo. Supongo que todos podemos sacarnos del saco del alma recuerdos como aquéllos, importantes o triviales, qué más da, porque resultan de la experiencia. Lo que por aquellos días sucedió fue que tuve conciencia de la mía. Me sentaba ante las llamas, dejaba la memoria discurrir, y así, horas y horas. Hasta que una de aquellas noches me levanté y me puse a escribir; no deliberadamente, sino como una consecuencia necesaria de tantas reviviscencias. Un acto, sin embargo, no enteramente personal, porque algo exterior me empujó y me dictó las palabras que iba escribiendo; poseído, aunque no arrebatado. No sé cuánto tiempo, de aquella noche, empleé en escribir mis primeros poemas, cuya forma no había sido prevista ni estudiada, cuyo ritmo me salía de la sangre. Dejé de escribir y me fui a dormir como un sonámbulo que recupera el lecho: era muy tarde.
Ni el sueño ni el descanso me libraron de aquel embrujo. Fueron unos días de vivir ausente de la realidad, concentrado en mí mismo, y, al mismo tiempo, casi ingrávido, o al menos experimentando una sensación general como si lo fuera. Poca diferencia había entre la vigilia y el sueño; ni sé si éste la continuaba, o al revés. Antes del umbral del despertar, llevaba ya un tiempo largo sintiendo cómo un poema nuevo se balanceaba en mi conciencia; no escuchaba las palabras sino el ritmo, un ritmo abstracto, pura música. Así estaba todo el día y todos los días: mecido por aquel vaivén, hasta que, de noche, volvía a escribir. Y esta situación, que llamé de embrujo, me duró el tiempo necesario, si era tiempo eso, para escribir un montón de poemas, la mayor parte de ellos largos, en que me iba vaciando. Andaba durante el día como alelado; sólo al caer la tarde, con el crepúsculo, empezaban las palabras a encajarse en la música. Surgían versos aquí y allá, como autónomos que después reunía en el poema; pero cada uno de ellos crecía, creaba antecedentes y consecuentes, hasta formar cuerpos que se juntaban unos a otros, como si supieran de antemano cuál era su lugar. El nombre de embrujo lo usé para salir del paso. Me explico ahora, tanto tiempo pasado, que a los poetas se les haya llamado vates, y que el ejercicio de la poesía se haya entendido como un proceso de posesión divina (o diabólica); pero lo curioso es que, por mi educación y mis convicciones, yo entendía entonces el poema más como un ejercicio mental que emocional, y estaba haciendo lo contrario. Mientras duró, no me hallaba en estado de reflexionar, ni me hubiera apetecido hacerlo. Usé la palabra vendaval, también tempestad. Acaso sea un poco exagerado, porque si un viento me soplaba, no me zarandeaba ni sacudía, sino sólo me empujaba, delicadamente, aunque también inexorablemente, como una convicción. Lo mismo los vendavales que las tempestades amainan, y supongo que los casos de posesión divina (o diabólica) desaparecen también, llevados por la misma causa que los trajo, fuera de toda lógica, o, al menos, con la suya propia. Sucedió que una mañana me desperté tranquilo, con la mente clara y agudizada la conciencia de la realidad más inmediata, que contemplé como el viajero que regresa a las costumbres y a los objetos de cada día, los que le tranquilizan y aseguran de que está vivo: mi lecho, mi casa, el árbol que veía moverse a través de la ventana. Tenía sin embargo la impresión, casi el convencimiento, de haber dejado algo detrás de mí, algo que se alejaba, irrecuperable, y que, sin embargo, era yo. Aquella mañana me levanté como el reptil que abandona su piel porque va revestido de la nueva, que es, sin embargo, igual, al menos en apariencia. No me devolvió el espejo un rostro nuevo, sino el acostumbrado, y mis manos eran las mismas. No había olvidado los poemas, pero cuando los tuve delante, montón nutrido de folios, el interés que sentí por ellos fue como el de quien se acerca a textos desconocidos: leí unos cuantos, escritos de corrido, sin tachaduras. En seguida comprendí que había que retocarlos o acaso rehacerlos. Y a esa tarea me dediqué el tiempo que siguió, pero, cosa normal si bien se piensa, durante el día, no por la noche: lúcido, dueño de mí, aunque también sorprendido por la calidad de los poemas y por el hombre que en ellos se revelaba. Si era yo mismo, apenas me reconocía: todo aquel mundo de emociones, de pensamientos, de imágenes, lo había vivido yo, formaba parte de mí, pero no ya como actual, sino como pasado. Iba unido a la persona y al nombre de Ursula, le pertenecía a ella más que a mí, con ella se alejaba. Si a lo largo de un mes lo había escrito, tardé dos en corregirlo, en darle la forma definitiva, la que consideré adecuada, cuidadoso de cómo estaba dicho, metido en asunto de palabras. Apliqué a aquella tarea lo que había aprendido en tantos ejercicios de versificación vacua, en tantas lecturas. Y el día que terminé, contemplé mi obra como si fuera de otro, y me acordé de aquel soneto que había dado a leer a mi profesor, el soneto del que se había reído una niña bonita y estúpida, que ya tampoco me parecía mío. Guardé los versos. Descansaron. Los releí. Me gustaron, pero los hallé impublicables por excesivamente íntimos. No sé si lo que yo había escrito allí podía sentirlo otro; pero sentía que mi intimidad no le importaba a nadie. Se los hubiera leído a Ursula de tenerla a mi lado y de poder ella entenderlos; pero ni aun tal esperanza me quedaba. Sin embargo, los copié a máquina, medio los encuaderné y los guardé, no sin haber deliberado conmigo mismo si debía destruirlos. Si no lo hice fue acaso por las mismas razones por las que mi bisabuelo Ademar no había quemado los testimonios de sus andanzas eróticas. Quiero decir con esto que acabé perdonándole su decisión de conservarlas.
Pero no creo que mi bisabuelo Ademar se hubiese hallado alguna vez distinto de sí mismo.
Y YO NO SÓLO ME SABÍA OTRO, sino que me iba descubriendo día a día, hoy un detalle, mañana una sorpresa, después un susto. No hace muchas líneas, me comparé al viajero que regresa; ahora tengo que corregir la imagen: regresé, sí, pero desde una altura donde había dejado mi piel ardiendo. La de ahora, la nueva, parecía más vulgar y probablemente lo era. Descubrí mi vulgaridad en el hecho de que empecé a reírme de mí mismo, aunque no del todo, más bien suavemente, ironía más que risa: pero me reía desde una posición vulgar, la de cualquiera. Me hacía sonreír el hecho de haber escrito unos poemas, convencido de que jamás volvería a escribirlos: envidioso de mí mismo y algo resentido contra mí. Fue una ironía inexperta, allegadiza, que me preocupó, que creció, que se alimentó de mi pasado inmediato. La ironía, si se ejerce con sinceridad, es como la serpiente que se muerde la cola: hay que reírse de la propia ironía, hay que someterla a esa prueba difícil. Y eso es como entrar en un inacabable círculo de hielo. Para quedarse en la primera ironía, para instalarse en ella y usarla como método universal de juicio, conviene dejar de ser sincero; es muy posible que entonces yo haya dejado de serlo.
Una de las conclusiones a que llegué, o acaso haya sido una convicción que me vino de fuera, suscitada por cualquier advertencia o comentario de mi maestro o de la miss («¿Y no se aburre de no hacer nada? Es demasiado joven para no pensar en otra cosa que en vivir aquí, encerrado»), fue la de que tenía que hacer algo, no sabía qué, ni se me ocurría nada. Hubiera sido lógica la decisión de dedicarme a la literatura, pero ni me pasó por mientes, vacío como me hallaba de imágenes y de emociones. Lo único que hice fue marchar a Lisboa y visitar al señor Pereira. En cierto modo, bastante justificado por otra parte, el viejo financiero ocupaba el lugar de mi padre; lo pienso ahora, aunque entonces no lo sintiera así. Acudí a él sin proponerle nada, sin pedirle consejo: como quien dice, me limité a presentarme, a estar sentado delante de él, a sostener una conversación llena de vaguedades que debió desesperar a una persona como él, que no usaba más que palabras precisas para cuestiones concretas. Fue él quien me sacó del laberinto de la palabrería: «¿Piensa usted hacer algo de su vida? ¿Tiene usted algún proyecto?» Cuando le dije que no, se me quedó mirando como se puede mirar a alguien cuya vida se rige por leyes inaceptables, o no se rige por leyes sino por bandazos. Tuve el buen acuerdo de responderle: «Vengo a que usted me aconseje.» Aquello ya le pareció más natural. Me hizo una serie de preguntas, y a muchas me fue difícil contestarle; por ejemplo, cuando me preguntó por qué había dejado mi trabajo en Londres. Lo más probable era que el señor Pereira no hubiera compartido mis razones, que no lo habían sido, sino impulsos; más aún, que lo hubiera desaprobado. No sé si me habrá creído cuando le dije que el clima de Londres me sentaba mal, que había tenido principios de asma. ¿Es que había tanta diferencia entre la humedad londinense y la del pazo miñoto? El aire era más puro, sin duda, y en esto estuvo conforme. Me pidió que volviera a verlo al día siguiente. Y lo hice, puntual. Tuve que esperar un poco, y, antes que yo, entró su despacho un caballero desconocido, que, más tarde, el señor Pereira me presentó como su hijo. Ocupaba un puesto de importancia en tal banco, etc. Se llamaba Simón, y me invitó a almorzar.
Era un hombre bien portado, de los imponentes que saben disimular por cortesía, o quizá por hábito: sabía hacerlo, y no humillaba, a mí al menos, aunque piense que en sus deferencias conmigo habría influido no ya la devoción de su padre por mi abuela, sino el hecho de ser yo cliente de su banco. No es ésta una condición que se lleve impresa en las tarjetas de visita, pero su comprobación no dejó de abrirme algunas puertas y sacarme de algunos apuros.
Me llevó a un restorán de campanillas, donde le conocía todo el mundo; donde, al encargar el almuerzo, el maitre se limitó a indicar: «Los vinos, los de siempre, ¿verdad, señor?», cosa que Simón Pereira confirmó después de haberme (inútilmente) consultado. Por los vinos comenzó la conversación. Ante la evidencia de mi impericia, Simón Pereira se extendió largamente sobre el tema, aunque enfocado en el sentido de que un caballero debe conocer de antemano cuáles y de qué clase corresponden a los menús bien concebidos, para lo cual conviene prevenir, no de manera superficial, sino más bien perita, las posibilidades reales de la ocasión y del país. Deduje de su exposición, que duró hasta los postres, que su sabiduría al respecto era inmensa, acaso tan grande como su habilidad financiera, y que en eso como en tantas cosas yo no alcanzaba siquiera el grado de aprendiz. Me prometió enviarme lo más rápidamente posible un par de libros en que podía iniciarme, y después de esto, de un salto, me preguntó: «Y, usted, ¿qué piensa hacer? ¿Cuáles son sus proyectos, o, al menos, sus aspiraciones?» Le respondí que no consideraba terminado mi aprendizaje mundano, y que si bien la temporada en Londres me había permitido no sólo perfeccionar el inglés, sino también iniciarme en el mundo de los negocios, en el literario y también en el de la calle, ahora me convendría alcanzar del francés un saber semejante. «¿París? ¿Le interesa París?» Le respondí que sí, y él quedó silencioso, como quien recuerda o medita. «En París está vacante una plaza de corresponsal suplente de tal diario. Que yo sepa, hay al menos dos aspirantes, gente con larga práctica periodística, pero, toda vez que ese periódico es propiedad de mi banco, no sería difícil conseguir ese puesto para usted, en el caso de que le interese. ¿Sabe escribir el portugués tan bien como lo habla?» Le respondí que sí. Un poco a la ligera, lo reconozco, sin pensar que podía meterme en un buen lío. «Pues hablaré de usted donde tenga que hablar. Espere unos días. Mi padre conoce su dirección, ¿verdad?» Yo vivía en un hotel de segunda en una calle céntrica. Se lo dije. «Me parece un buen lugar para usted. Los hoteles de lujo son para otra clase de caballeros», y sonrió. Después empezó a hablarme de política portuguesa. Las cosas se presentaban bien para los bancos. El nuevo régimen tenía muchos proyectos, necesitaba dinero. Había que modernizar el país. «Yo, en su caso -me dijo en un momento-, me quedaría. Tiene usted una gran finca en el norte que podría explotar…, pero también es cierto que puede usted esperar a que esto se asiente un poco más, se asiente definitivamente.» «Esto -le pregunté-, ¿es una dictadura?» «En cierto modo sí, una dictadura, pero con limitaciones.» No sé por qué, interpreté aquella respuesta en el sentido de que los dictadores harían lo que los bancos quisieran.
Las cosas salieron bien, aunque supongo que, al concederme la plaza de corresponsal suplente en París, se cometía una injusticia. Incluí en mi equipaje los volúmenes de crónicas de Eca de Queiroz, que yo había leído alguna vez con evidente entusiasmo. Durante el tiempo que duró mi dedicación al periodismo, los tuve como modelo, cuya perfección, evidentemente, nunca llegué a alcanzar.
Antes de irme a París tuve que pasar por Villavieja, donde había quedado pendiente la cuestión del servicio militar. Era una amenaza que pesaba sobre mí desde hacía algún tiempo y en que jamás había pensado. Hablé con mi abogado, y éste me lo solucionó en poco más de una semana: después de un reconocimiento más o menos formulario, se me declaró inútil por estrecho de pecho y propenso al asma. Todo era falso, pero suficiente como para que me expidieran un nuevo pasaporte sin dificultades y unos papeles en los que me declaraba libre de cualquier servicio. Tenía que pasar por Madrid; lo hice sin detenerme y sin ver a nadie, ni siquiera a Benito. Madrid estaba triste, como bajo una nube oscura. Tomé un tren de la noche. Habíamos convenido en que el corresponsal titular del periódico me esperaría en la estación. Por las señas, se trataba de un hombre corpulento y bigotudo el senhor Magalhaes. Lo reconocí fácilmente. Tendría como treinta y cinco años bien llevados, y su voz era tan poderosa como los bigotes. Hablaba un portugués del sur. Pronto me dijo que había nacido en el Alemtejo, pero que se había criado en Lisboa. No me recibió mal, aunque sí, desde el primer momento, desde el saludo, marcó su doble superioridad: la de sus años (de su experiencia) y la de su jerarquía profesional. No me costó trabajo quedar en el lugar que me señalaba; más aún, me resultaba cómodo.
Me había buscado alojamiento en un hotel modesto de la Rive Gauche, en el que podría vivir con cierta comodidad hasta que encontrásemos un departamento conveniente. No me sentí mal, de momento, en aquella habitación pequeña y bastante anticuada, pero alegre, con una ventana grande a la calle y un servicio para uso personal. «Esto es muy difícil de encontrar en París -me ponderó-. Aquí siguen en uso los retretes colectivos, uno por planta. Si es usted de los aficionados al agua, con la ducha le basta.» No dejé, sin embargo, de recordar las comodidades de la casa de mistress Radcliffe, casi olvidadas, y sus baños calientes. «La ventaja de este hotel es que está situado en la parte de París que a usted le interesa. Como puede comprender, lo más importante de la corresponsalía lo llevo yo. Esto quiere decir que los temas políticos y económicos me pertenecen, más exactamente, que yo tendré a mi cargo todo lo que no sea la vida cultural, que es lo que le corresponde a usted. Francia atraviesa un momento muy delicado, que sólo lo entendemos los expertos. ¿Le dice algo Daladier? ¿Está usted enterado de la cuestión del desarme? Son cosas para gente madura, hay que reconocerlo. La cultura es cuestión más fácil y de menos riesgo. Son gente que juegan a darse importancia en los cafés de moda. Locos en su mayor parte, pero esa clase de locura tiene público en París y en todo el mundo. La cultura de París se encierra entre cuatro calles, en uno límites bastante estrechos que pronto aprenderá. Claro que, de momento, se encontrará perdido entre tantos nombres y tantos grupos, pero ya le presentaré a alguien que le oriente y pueda introducirlo. Mientras tanto le recomiendo que se dé un paseo por ciertos cafés. Le Dôme, La Coupole, La Rotonde, que no están lejos de aquí, que más bien están cerca. Mire, voy a enseñarle el camino.» Sacó del vademécum un mapa de París y lo extendió sobre la cama. «Fíjese bien. Nosotros estamos aquí -y trazó una cruz-, y esos cafés están aquí -y me señaló dos lugares de una calle-. Sin más que consultar un mapa, puede usted escoger un itinerario entre los muchos posibles. Convendrá aprender cuanto antes a manejarse con el metro y los autobuses. ¿Trae dinero? Al menos para hacer frente a los gastos de un mes. Las pagas suelen llegar hacia el diez…
»Los restaurantes baratos están por esta zona, y por ésta. Le recomiendo tales para almorzar y tales para cenar. Si pasea de noche y alguien intenta detenerle, no le haga caso y siga su camino. En París no hay serenos, como en Madrid; le abrirán la puerta del hotel si toca el timbre y dice su nombre. Cuidado con las putas. Nunca lleve demasiado dinero encima. ¿Tiene experiencia de gran ciudad? No me refiero a Madrid o a Lisboa.»
Cuando le dije que había pasado tanto tiempo en Londres, empezó a mirarme de otra manera. «¡Ah, entonces ya sabrá cómo caminar por el asfalto! Londres es mayor que París. Yo estuve allí alguna vez, poco tiempo; creo que fue con motivo de alguna conferencia internacional o cosa parecida. Pero, naturalmente, a usted tiene que interesarle más París. En el aspecto cultural, París es la capital del mundo, incluso de los ingleses. Los ingleses vienen mucho por aquí, y no digamos los americanos. De toda América, créame, incluidos los brasileños. Ya lo creo. París es París.» Aquella noche me invitó a cenar, y quedamos citados para el día siguiente. Me llevó a su despacho, en el que había un rincón para mí. Me dio instrucciones acerca de las dimensiones de las crónicas, de cómo había que enviarlas, y de que me convenía inventarme un seudónimo, ya que lo de Freijomil no era muy portugués. «¿Qué le parece Ademar de Alemcastre?» Se me quedó mirando. «¿Por qué escogió ese nombre?» «Era el de mi bisabuelo.» «¡Ah! Eso hace cambiar las cosas…» Y de repente, en vez de sentirse por encima de mí, como hasta aquel momento, se sintió involuntariamente achicado. «¡Un Alemcastre -dijo en portugués- e um Alemcastre!» Las cosas cambiaron mucho más cuando, durante el almuerzo, y como respuesta a una pregunta suya («¿También en Londres se dedicó al periodismo?»), le hablé de mi experiencia como empleado de banca. «¡Ah! ¿De modo que el mundo de las finanzas no le es ajeno?» No exhibí mis conocimientos, pero, por lo que le conté, dedujo que sabía más que él, aunque no lo declarase así, sino con una especie de admiración súbita que se me manifestó en preguntas concretas acerca de esto y de lo otro. Rebajé la idoneidad de mis respuestas diciéndole que había pasado algún tiempo desde mi estancia en Londres, y que el panorama de la economía mundial habría cambiado. «Sí, cambió, claro está, pero para quien tiene un hábito, ponerse al día no es difícil.» Me eché a temblar por dentro ante el temor de que, además de la cultura, me encasquetase también las noticias económicas, pero se limitó a anunciarme que alguna vez tendría que consultarme, pues en lo que era verdaderamente perito era en cuestiones de política. Entonces le pregunté qué esperaba de los nazis. Se le alegraron las pajaritas. «¡Ah, el nacionalsocialismo! Es el porvenir del mundo. El miedo al comunismo se acabó: Hitler dará cuenta de él.» Es posible que el señor Magalhaes hubiera bebido algo más de beaujolais de lo debido, porque habló durante un buen rato con gran elocuencia y trazó con entusiasmo que no excluía la precisión el cuadro de la Europa dominada por el fascismo. «Francia está en las últimas, amigo mío. Se empeña en ser de izquierdas cuando el mundo va hacia la derecha. Es la justicia de Dios. Todo lo malo del mundo sale de Francia.» Al contemplarle así de entusiasmado, no dejé de considerar ciertos rasgos faciales que denunciaba al menos un antepasado de los importados de África por el marqués de Pombal. No dejé de decirle durante un respiro que se tomó: «Pero eso del racismo no le será simpático. Los ibéricos no somos precisamente una raza pura.» «El racismo de Hitler es una cuestión de política interior, que no nos afecta a los demás.» «¿Y el antisemitismo? Usted no puede ignorar que el banco propietario del periódico para el que trabajamos cuenta con mucho capital judío.» «Tampoco creo que eso tenga valor fuera de Alemania.» «Entonces ¿qué espera de los nazis?» «Que pongan las cosas en orden, amigo mío. Que acaben con la subversión. En cuanto se meta usted en el mundo de la cultura, verá que está dominado por los comunistas. Y no sólo en Francia; por las noticias que tengo, también en su país son una amenaza.» Le respondí que de la política interior española no estaba bien informado.
Fue una tarde, la de aquel día, la que dediqué a callejear, sin salir de los límites de mi barrio, que eran bastante amplios. La verdad es que recorrí los alrededores de la Sorbona y el bulevar Saint-Germain. Me aguantaba la soledad recorriendo las calles. Pude comprobar que, aunque yo no entendiera demasiado bien el francés hablado de prisa, a mí se me entendía. Acerté con el restorán en que entré a cenar. Al hallarme en la calle, con la noche encima, se me ocurrió coger un taxi e ir a Mont-parnasse, a los famosos cafés que el señor Magalhaes me había señalado como el coto en que debía cazar. Les eché un vistazo. Había mucha gente, se hablaba mucho, pero yo no conocía a nadie, aunque lo más probable fuera que la mayor parte de aquellas fisonomías, unas serias y herméticas, otras gesticulantes, fuesen familiares a los curiosos y a los inquietos de todo el mundo. Observé cierta tendencia al desaliño en el vestir, y tomé buena nota. El taxi que cogí para el regreso me dejó frente a la Sorbona. El resto del camino lo hice a pie. Llovía un poco, el aire estaba azulado y no frío. Fui más allá de mi hotel, con tal fortuna que me paró una prostituta, de la que me fue difícil deshacerme, a pesar de responder en inglés a sus proposiciones. Al separarse de mí se despidió con un insulto. Hallé en el hotel un recado del señor Magalhaes: «No deje de venir temprano a la oficina. Le interesa.»
Lo hice. El señor Magalhaes me había encontrado, dijo que por casualidad, un departamento vacío. Teníamos que ir de prisa a verlo, no fuera que alguien se nos adelantase. Estaba en una calle de las cercanas al teatro Odeón, y para llegar a él tuvimos que subir cinco pisos en un ascensor y otro más a pie. La portera nos acompañaba. No me disgustó: tenía luz, estaba bien amueblado, aunque de manera más funcional que personal, y desde las ventanas se veía un hermoso panorama de tejados relucientes de lluvia y alguna que otra mansarda. «No sé si lo encontrará usted un poco caro, pero aquí nada hay barato.» Hice un cálculo mental de mis disponibilidades, y allí mismo lo contraté con la portera. Había, sin embargo, que firmar unos papeles y entregar un anticipo, pero todo quedó zanjado aquella misma mañana, después de un viaje al banco al que el señor Pereira había consignado mi dinero: un banco de la plaza Vendóme. Supongo que el pronto pago me granjeó el respeto de la portera, que se llamaba Claudine y que tenía un aire de Celestina simpática. Magalhaes me recomendó que le diese la primera propina, y ella recibió con toda naturalidad mi puñado de francos. Me advirtió que evitase traer al piso amigos ruidosos, porque la vecindad era muy respetable. Aquella misma mañana hice el traslado, y a la siguiente el señor Magalhaes me dejó libre para que pudiera comprar algunos complementos y también comestibles. Lo primero lo hallé en unos almacenes de escaleras mecánicas muy ruidosas; para lo segundo tuve que informarme de madame Claudine, quien se ofreció a hacerme la compra diaria si confiaba en ella. «Siempre le costará menos que si lo hace usted directamente.» Bueno.
Ya tenía una dirección fija y una casa franca. Entonces me dediqué a buscar la librería a la que había enviado las cartas a Ursula. Estaba en una calle cerca de la iglesia de San Severino, y se anunciaba como librería marxista. Vi desde fuera la gente que la atendía, y no me decidí a entrar: escribí a Ursula una carta dándole mis señas, el teléfono de la oficina (de tal hora a tal otra) y la envié por correo, aunque sin mucha esperanza de respuesta, no sabría decir por qué. A la mañana siguiente empezó, por fin, mi rutina de corresponsal suplente, con las noticias culturales a mi cargo. Tuve que someterme a ciertos trámites burocráticos para poder circular por París como residente y periodista en ejercicio. El señor Magalhaes demoró para una fecha incierta mi introducción en el mundo de los artistas y de los escritores: alguien que él conocía y podía hacerlo se hallaba ausente. Pero me dio un montón de diarios y de revistas para que, de su lectura, entresacase lo que, a mi juicio, podría interesar en Lisboa. Fue como si en un bosque donde todos los pinos son iguales, me dijeran: «Elija uno.» Yo hice lo que pude: eché mucho ambiente a la noticia, muchas consideraciones sobre la lluvia que resbalaba por las copas de los castaños y un poco de los cafés que había visto. El señor Magalhaes lo aprobó, incluso con entusiasmo. «Escribe usted muy bien el portugués.» Le respondí que había tenido buenos maestros, y, por citar uno, nombré a Queiroz. «Buena pluma, pero de pensamiento peligroso -me respondió Magalhaes-. No es escritor cuya lectura convenga a un joven como usted.» El consejo me llegaba tarde.
Temí que comenzase en París una etapa de soledad semejante a la de Londres: trabajo por la mañana, callejeo, o cine, o teatro por las tardes, y nadie con quien hablar. Podía, eso sí, matricularme en algún curso de la Sorbona, y lo hice: uno de literatura francesa y otro de arte renacentista. Me ocupaban cuatro tardes semanales, y no quedé defraudado. Había chicas bonitas entre las compañeras, pero no me sentía con ganas de enredarme con ninguna de ellas, esperanzado como estaba de que Ursula acabaría apareciendo. Hice, sin embargo, algunas amistades superficiales, gente con la que cenar en algún restaurante cercano o con la que ir a ver a un clásico a la Comedia Francesa. Logré pasar los días entretenido, pero, a las noches, me entraba la melancolía, más lejos cada día la esperanza de que Ursula volviera.
Una de aquellas mañanas, fría como todos los infiernos, al salir a la calle y caminar un poco, me encontré con los bulevares llenos de gente y de gritos, la policía enfrente, pegando fuerte, fugas por las calles laterales huyendo de la represión, pero para reagruparse un poco más abajo y continuar los gritos y canciones. Yo había asistido, en Londres, a manifestaciones callejeras, pero ordenadas, casi procesionales. Los policías parecían estar allí para que no se descompusieran, para que siguieran siendo ejemplares e incluso respetables. Lo que veía ahora era otra cosa, obediente a otra estética y seguramente a otra política. Logré llegar a la oficina, aunque con mucho retraso. El señor Magalhaes estaba fuera de sí entre la indignación y el temor. «¿Lo ve usted? ¡Ya está aquí el comunismo, en Francia, el país más estable de Europa! ¿Qué va a ser de nosotros si el comunismo se apodera de Francia?» «Supongo -le respondí- que no habrá dificultades para regresar a Lisboa.» «¡Sí, pero, ya ve usted, las cosas se precipitan y los nazis aún no han tenido tiempo de organizarse! Recuerde la Revolución francesa. ¿De qué valió entonces la intervención alemana?» Yo no sabía tanta historia como para responderle, de modo que le dejé hablar, y quejarse, y trazar las líneas generales de un futuro inmediato bastante negro, dominada Francia por la hoz y el martillo. Y mientras le escuchaba, miraba de reojo a través de la ventana. En la calle, la gente seguía corriendo y chillando, pero no me parecían obreros, menos aún populacho: había incluso grupos uniformados cuya filiación yo desconocía. Además de policías, guardias, con sus cascos y no sé si alguna fuerza militar. El señor Magalhaes, cuando se hubo desahogado, se agarró al teléfono y empezó a interesarse por los detalles, y me iba diciendo lo que le decían a él: que si algunos ministros dimitían, que si había que custodiar a los diputados, que la gente no se atrevía a salir a la calle. Pero resultó, al final, que los desórdenes los habían provocado grupos de extrema derecha reunidos en La Concorde para protestar contra el gobierno. «¿Y dónde almorzamos hoy? ¡Han cerrado los restoranes!» «Pues esta tarde pensaba ir a la Ópera Cómica. Cantan El barbero de Sevilla.» «¡No se le ocurra ir allá! Precisamente por esa parte de París es por donde los choques son más violentos. Acaban de decírmelo. Hay muertos.» Quizá haya sido entonces cuando pasamos un buen rato en silencio, él a su crónica política, yo a la reseña de una exposición de pinturas donde media docena de artistas al parecer conocidos presentaban una colección de óleos que no me interesaban nada, pero de los que los periódicos hablaban bien. Me limité a describir la exposición como fiesta social («Estaba todo París menos Picasso») y a transcribir los elogios, sin tomar parte. Ya había terminado la crónica, ya la había corregido, cuando el señor Magalhaes se acercó a mi mesa. «Voy a decirle algo en secreto.» Alcé hacia él la cabeza, expectante. «Mire, ¿oyó usted hablar de Mi lucha?» Debí de poner cara de tonto. «Pues escuche lo que voy a decir, señor Freijomil: es el libro más importante del mundo, después de los Evangelios.» Y empezó a contarme que Mi lucha se había traducido al francés aparentemente sin permiso de su autor y que dentro de muy pocos días estaría en los escaparates, si no lo estaba ya. «¿Y quién es ese autor?», le pregunté ingenuamente. «Pero ¿es que no lo sabe? ¿En qué mundo vive?, ¡hombre de Dios! Mi lucha es el libro de Hitler.» «¡Ah!» No le comenté más. Podría haberle dicho que Hitler era la causa remota de que Ursula me hubiese abandonado, pero ¿qué podría importarle al señor Magalhaes? «Ya le traeré un ejemplar. Un hombre joven como usted no puede prescindir de esa lectura. El futuro del mundo se encierra en sus páginas.» Comprendí que, por el hecho de haber sido los Cruces de Fuego y no los comunistas los autores del alboroto, el señor Magalhaes veía más claro el porvenir del mundo.
Retrasamos, aquella mañana, la salida de la oficina hasta que las calles inmediatas parecieron vacías de gritos. Pude haberle dicho al señor Magalhaes que yo, en mi casa, tenía vituallas para los dos y que podíamos almorzar juntos. No me decidí por miedo a su verborrea política, a sus temores universales, a sus descripciones de los posibles cataclismos. No sé si su oratoria era ineficaz, o si yo carecía de sensibilidad o de la conciencia indispensable para que aquellas profecías me conmoviesen. Recuerdo que, al despedirse, me dijo: «Están representando o van a representar, no sé en qué teatro, una comedia anticomunista, Tovarich se titula. Dígame cuándo está dispuesto a ir, para que le proporcione las entradas. Por cierto, ¿irá usted solo?» «Espero que sí.» Se sonrió paternalmente y me echó la mano al hombro. «No está bien que el hombre esté solo, dijo el Señor en alguna ocasión memorable. Yo se lo transmito. Y más en París, donde es tan fácil encontrar compañía.» No pude dominar la ocurrencia de preguntarle si él también la tenía. En vez de responderme, se rió. Luego dijo: «Ya hablaremos de eso, ya hablaremos.»
Pude llegar a mi casa con bastantes dificultades. Corrí dos o tres veces con los policías detrás. No me alcanzaron los golpes. Al llegar a mi casa, madame Claudine estaba a la puerta, muy sonriente. «¿Viene usted sofocado?» «Pues ya lo ve.» «Me alegro de que también usted haya corrido, porque eso quiere decir que es de los nuestros. Arriba le dejé la compra de esta mañana. A pesar de las manifestaciones fui al mercado.» No me atreví a preguntarle con cuál de los equipos de corredores estaba.
Vinieron días de huelga general y agitación, esta vez proletaria. Poco había que hacer en la calle, y el señor Magalhaes me sujetaba al despacho con su versión personal de lo que estaba pasando: una mezcla de miedo y de alegría que deformaba las informaciones fidedignas (más o menos) que yo podía leer; sus largas conversaciones me sirvieron para ir enterándome de la situación internacional, lo cual, si por una parte me ayudaba a entender el mundo en que vivía, por la otra contribuía a soportar el aburrimiento. Pero las cosas fueron calmándose. El señor Doumergue organizó un ministerio en el que figuraba el mariscal Pétain, con otros generales, y yo pude, por fin, asistir a la representación de Tovarich sin miedo a ser golpeado por la policía. El señor Magalhaes me envió al teatro como si fuera a un mitin: no conocía mis aficiones, despiertas y cultivadas en Londres. Yo estaba acostumbrado a juzgar el teatro como tal, no como un panfleto, y a poco de empezar la comedia me sentí incómodo: era floja y escasamente convincente. Así lo dije en mi crónica, de la manera más inocente posible, pero al señor Magalhaes le disgustó. «Usted no es suficientemente anticomunista -llegó a decirme-. La existencia de un comunista malo no quiere decir que todos lo sean. Como suele decirse, una mosca no hace verano.» «Pero ¿está usted de acuerdo con los horrores de Stalin?» «No, por supuesto.» «Pues eso es el comunismo.» «Los horrores de Stalin no aparecen para nada en la comedia. Lo que yo fui a juzgar fue una pieza dramática. Como tal, Tovarich es una mediocridad.» «Pues podía usted callárselo. Pienso, por lo menos, que no todo el mundo será de su opinión.» «Efectivamente, los espectadores de ayer tarde aplaudieron a rabiar, como siempre que los buenos triunfan sobre los malos, aunque, en este caso, haya influido el recuerdo de los días de huelga.» «¿Y eso no le parece suficiente?» «Me permito recordarle que el éxito de la comedia no se oculta en mi crónica, lo digo expresamente: el público aplaudió a rabiar.» «Pero da a entender que usted no aplaudió.» «Efectivamente, señor Magalhaes, no aplaudí, pero por razones de buen gusto.» El señor Magalhaes quedó refunfuñando, y fue entonces cuando sonó el teléfono. Lo cogió y escuchó. «Alguien pregunta por usted. Una mujer extranjera.» Pegué un salto y cogí el auricular. «Ursula I am.» Al señor Magalhaes le molestó visiblemente que mi conversación con Ursula fuese en inglés. «¿Señorita tenemos, don Filomeno?» «¿No le preocupaba tanto mi soledad?»
Fue muy escueta, Ursula, como si hablase con testigos. Convinimos en encontrarnos en el café Procope. Llegué antes que ella y, mientras duró la espera, me acució la impaciencia. Dudé hasta verla entrar. La vi llegar, miró alrededor, me descubrió en seguida. Nos abrazamos en medio del pasillo, delante de unos comensales indiferentes a nuestro abrazo, indiferentes también nosotros a su presencia. «Meu meninho, meu meninho…», repetía. Nos sentamos cogidos de las manos, mirándonos en silencio. Ella había cambiado, se le había endurecido el rostro, y la ropa que llevaba, aunque elegante, parecía gastada. Pero seguía hermosa. Me dijo: «Estás más hombre» con alegría. El camarero esperaba el final de nuestras efusiones para tomar sus notas. «Meu meninho, meu pequeno poeta…»
Muchas veces volví a aquel café y ocupé la mesa en que nos habíamos sentado, pero siempre lo hice solo. Entonces, vacante mi mirada, pudo ver y examinar. Pero aquella mañana no llegué a saber en qué lugar del mundo estaba, ni puedo recordar lo que comimos ni qué palabras nos dijimos. Sólo que, cuando llené de vino el vaso y lo alcé para brindar «¡Por nosotros!», ella me rogó: «No brindes.» Y su voz era triste. Comprendí que había llegado para marcharse, que aquellas eran unas horas excepcionales. No obstante, mi alegría de estar con ella superaba la esperanza de tristezas. Nos fuimos en seguida a mi casa, mi brazo apretándola contra mí, como en los mejores días de Londres, cuando callejeábamos entre la niebla. Ahora estaba un día gris azulado, muy de París. Madame Claudine, al vernos juntos, murmuró algo así como «¡Ya iba siendo hora!», y sonrió a Ursula. El piso estaba caliente, y en la penumbra lucía, como un ojo inmenso, el fuego de la salamandra. Encendí la luz, y ella no me mandó apagarla. «Pasaremos aquí la tarde, cenaré contigo, y después me marcharé. No sé hasta cuándo, ni siquiera si volveré, aunque lo desee ardientemente.» Se quitó el abrigo y la chaqueta y, por primera vez, se desnudó con la luz encendida. Pude ver entonces, entero, lo que tantas veces había acariciado. Y hallé que la caricia era superior a la mirada.
Eran las seis de la tarde cuando me levanté para preparar una taza de té. Mientras lo hacía, ella se vistió. Tenía algunas galletas, que puse encima de la mesa, con la tetera. Me dio las gracias, ¡lo había hecho ella tantas veces por mí!, y no hablamos durante un buen rato, lo que duró tomar el té y fumar un cigarrillo. Observé que ella sacaba de su bolso un paquete: antes no solía fumar. «¿Te extraña? -me preguntó, y añadió sin esperar a que yo le respondiese-: Muchas cosas han cambiado, y yo con ellas. Hay largas esperas que sólo se soportan fumando. ¿Puedes imaginar lo que es estar en el fondo de un coche, en medio de la oscuridad, tiempo y tiempo, hasta que la luz de una linterna te dice que todo ha salido bien? En esas largas angustias, en esas zozobras, se juegan vidas.» Le pregunté qué hacía, por qué tenía que marcharse. Habló ella sola durante mucho tiempo, fumó varios pitillos, y hasta me preguntó si tenía algo de alcohol, whisky o cosa semejante.
Formaba parte de una organización que sacaba clandestinamente de Alemania a gente perseguida, católicos, judíos, comunistas, sin distinguir de credo religioso ni de filiación política. La persecución borraba las diferencias, los unía a todos en el mismo terror. Y a ella le correspondía esperar, al lado de las fronteras, a que la labor de otros hubiera tenido éxito. Pero las fronteras no eran sólo las de Francia, sino también las de Suiza, las de Checoslovaquia, las de Dinamarca. A Polonia era difícil llegar; sacar a alguien por la de Austria, demasiado incierto. Tenía la misión («No pases miedo por mí, mi trabajo es el de menos riesgo») de llevar a la gente en un automóvil, de conducirla a un país libre. Alguna vez la habían tiroteado, pero con eso había que contar, con eso y con la suerte. Lo malo estaba en la contraorganización, en los espías distribuidos fuera de Alemania, con orden de matar si podían hacerlo. «Aquí mismo, en París.» Temía que la hubieran seguido, temía que, ante la puerta de mi casa, alguien esperase su salida. Después dijo que aquel trabajo la anulaba, que no era jamás ella, sino un número en un conjunto, ni siquiera un nombre. Como yo le hablara de heroísmo, me respondió: «Sí. Un heroísmo que embrutece, que aniquila, como todos los heroísmos. Pero es necesario.» Entonces me preguntó por mi vida. Le referí mis andanzas, le describí mi soledad en París. «¿No tienes una mujer? ¡Pero así no puedes vivir, amor mío!» Algo que pensó y me dijo, la hizo desfallecer: cuando aquello terminase, si terminaba, ella habría envejecido. «No debes pensar en mí, no debes esperarme. Este encuentro no es más que una debilidad mía. No he podido resistir el deseo de estar contigo, y no me arrepiento de haberlo hecho, aunque por estas pocas horas de estar juntos te conviertas en sospechoso para cierta gente. Pero nadie sabe si volveré; es posible que yo no vuelva. Hoy no corro peligro, pero ¿quién sabe mañana? Es una locura que me esperes, es un sacrificio inútil, no puedo permitirlo. Si algo más fuerte que yo me apartó de ti, ¿por qué vas a consumir tu vida en una incertidumbre? ¡Prométeme que buscarás una mujer, prométeme que me olvidarás!» «Y tú ¿podrás olvidarme?» «¡Yo no cuento, yo no me pertenezco! Al unirme a mis camaradas, me he comprometido con la muerte. En cualquier caso, he renunciado a mi vida personal. No sé si algún día podré recuperarla. Lo de hoy es un pecado.» «¿También entre vosotros hay pecado?» «Llámale, si quieres, debilidad, aunque también puede llamarse traición. Claro que pasar contigo estas horas no lo ha sido. Es el descanso del soldado.» Estaba sentada junto a mí, su cabeza reposaba en mi brazo. Pude advertir que llevaba colgado 'al cuello el reloj del mayor Thompson. Se dio cuenta de lo que había visto, de que mis dedos jugueteaban con la cadena. «Cuando temo caer en manos de los otros, se me ocurre que pueden quitármelo y dárselo a otra mujer. Entonces deseo tener tiempo para arrojarlo lejos o destruirlo. Pero cuando estoy sola, en el fondo del coche, en medio de la oscuridad, como te dije, entonces miro la hora a la luz del mechero, y me acuerdo de ti. Me acuerdo todo el tiempo que tarda en aparecer la señal. A partir de ese momento dejo otra vez de ser mía, y tú te desvaneces. Pero estás en el fondo como un sentimiento agazapado que espera el momento de surgir.» Se arrebujó contra mí y entró en uno de sus silencios. No muy largo, aquella vez. «Me gustaría que me llamases "Minha meninha". ¿Te acuerdas?» Teníamos aún por nuestro algún tiempo, y nada nos reclamaba fuera. Pero esta vez no se desnudó. Curiosamente, no había mentado a Dios.
La llevé a cenar a un bistrot próximo a mi casa, un lugar donde, a aquella hora, todas las mesas estaban ocupadas por parejas que hablaban en voz baja y que a veces reían. Nosotros no lo hicimos: sólo palabras sueltas que bastaban para traducir nuestros sentimientos. «Ahora ya me voy. No me acompañes. No te levantes siquiera. Te daré un beso.» Lo hizo, se puso el abrigo sin mi ayuda, y marchó. No lloraba. Desde la puerta me sonrió. Yo esperé solo, un buen rato. Al salir, caminé por caminar. La noche de París era hermosa, o me lo parecía al menos. Llegué a un lugar desconocido, tardé en hallar mi rumbo. Al entrar en casa me arrojé sobre la cama deshecha, buscando lo que aún quedaba de su olor y no sé cuánto tiempo estuve con la cara hundida en las ropas. Estas emociones tienen la ventaja de que suscitan el sueño. Cuando desperté asomaba la luz por mi ventana.
LOS TIEMPOS VINIERON TURBIOS, como las aguas después de la tormenta, pero la Villa es muy grande, y lo que pasa en un barrio puede repercutir en otro, no siempre en todos. La gente se esconde cuando hay ruido, pero sale a la calle a poco que se apacigüe, a gozar del sol, a escuchar a los cantores populares y a sus acordeones. Y siempre hay parejas enlazadas por la cintura indiferentes a Hitler, a Stalin, y a Daladier. París es la ciudad más libre del mundo, y todos pueden vivir a su manera. La mía, de momento, no fue feliz. Andaba como ausente, escribía mis crónicas de una manera mecánica, escuchaba al señor Magalhaes como se escucha a alguien que habla solo en el piso de al lado. Tardé en recobrarme, y lo hice de repente, al leer una carta enviada por Simón Pereira, una carta muy amable de la que deduje que el señor Magalhaes se había quejado de mi falta de entusiasmo anticomunista. Aquello fue como si transitase por las estrellas y, de repente, alguien tirase de mis zapatos hacia abajo para traerme al mundo real. Pensé en renunciar inmediatamente a mi puesto, pero, al imaginar cómo sería mi vida solitaria en el pazo miñoto, me dio más miedo. Tenía al menos una ocupación en que distraerme durante el día; podía llegar cansado a casa y dormir; podía hallar incluso compañía. Respondí a Simón Pereira que, en efecto, no había manifestado nunca el menor entusiasmo anticomunista, pero tampoco lo contrario, y que si me habían destinado a reseñar el mundo de la cultura, que a ello me limitaba. La carta era elocuente, y dedicaba unas líneas a describir la propensión excesiva del señor Magalhaes hacia el nazismo, cosa que tampoco me parecía muy defendible, y que seguramente no agradaría a los señores Pereira (tan sospechosos de ascendencia judía como cualquiera). ¡El señor Magalhaes, con su jeta de zulú importado!… Tenía gracia. Las cosas quedaron así, la cuestión del día era el problema de las reparaciones. Los países europeos no podían pagar sus deudas a Estados Unidos, y éste se hallaba en apuros. Como que había aumentado en varios millones la cifra de parados, y ya se sabe que si hay gente que pasa hambre, nadie se inquieta; pero si los hambrientos son norteamericanos, el problema puede ser universal. Era una cuestión que no cabía en la cabeza del señor Magalhaes, de modo que recurrió a mí para que se lo explicase. Le respondí que lo haría de buen grado si me proporcionaba información reciente. Lo hizo: a partir del día siguiente, al llegar a la oficina, tenía encima de la mesa tres o cuatro revistas especializadas, en francés y en inglés. Redactaba para el señor Magalhaes un resumen de la situación diaria, y él se encargaba después de relacionarla con la marcha de la política. Unas veces acertaba, otras no. Le costó trabajo entender la trampa financiera de los nazis, que montaban una economía sin divisas ni reservas de oro. «Mire usted, señor Magalhaes: eso no es nuevo en la historia de Alemania. En tiempos del imperio guillermino ya sucedió lo mismo. Lo malo que tienen estas trampas es que terminan en guerra.» Al señor Magalhaes, la idea de una contienda lo aterraba: él esperaba la implantación del imperio nazi, ante todo, por el convencimiento de los ciudadanos; después, por medio de la acción directa ejercida contra los disidentes, comunistas y demás ralea. Pero nada de cañones ni de bombardeos de aviación. «Se destruiría Europa, ¿no lo comprende?» «Lo comprendo, y ellos también, pero no debe importarles mucho.» El señor Magalhaes, cuando leía una mala noticia, o cuando escuchaba de mis labios una idea que consideraba subversiva, tenía la costumbre de santiguarse.
Permanecí en París hasta bien entrado el año mil novecientos treinta y siete. Ya contaré las razones de mi marcha y el cómo. Fueron casi tres años inolvidables, pero difícilmente recordables si se quiere imponer un orden en el relato. Las viejecitas que tomaban el sol en el parque de Luxemburgo no parecían enteradas de que Hitler intentase ampliar el territorio alemán, de que Mussolini se apoderase de Abisinia, de que los ingleses se abstenían, y de que sobre Francia y su política recaían las consecuencias más visibles. Había huelgas, algunas de ellas originales, pues consistían en que los empleados de una fábrica, o de unos grandes almacenes, se encerraban en el lugar de trabajo después de haber comprado todas las vituallas de los contornos. Los parisienses aprendieron la desagradable tarea de ir a la panadería en busca de su dorada barra y hallarse con que no había pan, o, lo que era casi tan molesto, que había que hacer cola. Una vez un amigo me dijo que, aquella mañana, unos albañiles habían colocado en lo alto del Ministerio de Asuntos Exteriores una bandera roja, rápidamente retirada, eso sí. ¿Qué iban a decir en el extranjero? Daladier buscaba unas alianzas, Laval otras, y el señor Blum, con sus amigos, preconizaba el Front Populaire, que ya había triunfado en España. Tengo muy claro el catorce de julio de mil novecientos treinta y seis: las izquierdas habían organizado una manifestación en los Campos Elíseos; las derechas, también. Una manifestación iba de arriba abajo; la otra de abajo arriba. Los de la izquierda cantaban La Internacional; los de la derecha, La Marsellesa. ¡Qué solemnes, qué hermosos resultaban ambos himnos cantados por tanta gente!… ¿Cómo recibirían en el cielo solemnidades tan contradictorias? Aunque también es posible que los cielos se limitasen a sonreír. Llegaron a enfrentarse: ni cien metros separaban la cabeza de una manifestación de la cabeza de la otra. Yo andaba por allí, con mi credencial de periodista en el bolsillo, por si acaso. En los aledaños hubo algún que otro sopapo. Pero el grueso de los manifestantes de un bando se limitó a contemplar el grueso de los manifestantes del otro, y a poner más entusiasmo en los himnos respectivos. Por aquellos mismos días, según la prensa, en mi país andaban a palos y, casi con la misma frecuencia, a tiros. Después dicen que no hay Pirineos.
El señor Magalhaes andaba muy atareado. Tenía que informar a los lectores lisboetas de acontecimientos que no entendía. El señor Hitler se apoderó del Sarre. ¿A quién importa lo que es el Sarre, si no a los que viven allí? El señor Hitler rondaba a los sudetes. Pero ¿quién en la rua do Alecrim, sabe quiénes son esos señores? El señor Hitler, con la complicidad de un tal Seys-Inquart, entró en Austria. ¿Quién es ese señor, de dónde sale? Las noticias de cada día traían nombres nuevos, o que al menos lo eran para nosotros. No dábamos abasto en consultar el «¿Quién es quién?». Pero o nuestro ejemplar estaba retrasado, o no había tiempo de meter en sus páginas a los héroes emergentes. Cuando el protagonismo del día recaía en Laval o en Daladier, incluso en Léon Blum, el señor Magalhaes se sentía más tranquilo: eran nombres conocidos, figuras familiares, como quien dice vecinos del mismo patio. Sus caricaturas venían diariamente en los periódicos. Action Française llamaba «La camella» al señor Blum, con gran regocijo de Magalhaes: «"La camella", mira que llamarle "La camella". No deja de tener gracia.» Magalhaes envidiaba la pluma de Maurras. Pero pese a su devoción acerca de los personajes nazis, no estaba bien informado. Cada día surgía un caso nuevo. Y cuando llegaron las noticias de la purga de Munich, «la noche de los cuchillos largos», abrió los ojos de una cuarta. «Pero ¿es que había maricones dentro de las SS?» «Maricones, mi querido Magalhaes, los hay en todas partes.» No lo podía creer. En principio se aferró a la tendenciosidad de las informaciones, que sólo habían sido rumores. «¡No puede ser, no puede ser!» El señor Magalhaes estimaba en mucho el ejercicio correcto de la virilidad como parte de su propia estimación, y en sus divagaciones, más o menos utópicas, proponía a los nazis como modelo supremo que ofrecer al mundo: atletas aparatosos aparatosamente dotados. «¡No lo puedo creer, no lo puedo creer, maricones en las SS!» Concluyó por su cuenta y como explicación razonable, cuando las noticias fueron por fin fidedignas, que el nazismo, como todo cuerpo vivo, había engendrado carroña y se libraba de ella. En cuanto a las rivalidades internas, a las luchas por el poder, lo achacaba a los periodistas pagados por el oro de Moscú. Según su manera de verlo, el nazismo era un bloque en el que no cabían fisuras.
Con un texto de historia contemporánea delante sería fácil dar a estos acontecimientos un orden, no sólo cronológico, pero eso sería traicionar la espontaneidad de mis recuerdos y su mayor o menor riqueza. Por otra parte, escribo muchos años después, cuando ya las cuestiones suscitadas en aquel período se zanjaron con una guerra que aún colea. La guerra fue el nudo de todos los conflictos, y es natural que mi mente, educada en los principios de la estética literaria más exigente, tienda a organizados a la manera de un drama o, en el caso de que tal sublimidad me fuese dada, a la de una epopeya triste. Pero sé que no es legítimo, ni me apetece. En cualquiera de los casos, habría falsificado la realidad. Lo cierto fue que la historia de Europa repercutía no como secuencias orgánicas, sino como sustos, en aquella oficina modesta, donde dos hombres como cualesquiera otros, profesionalmente deformados, examinaban las noticias, las elegían y las redactaban, habida cuenta del modo de pensar y de sentir de los previsibles lectores; pero a las doce y media de la mañana, con el sombrero y el abrigo, cada uno de nosotros recobraba su vida privada, y se metía en la cotidianeidad de París hasta el día siguiente. Y, en París, las viejecitas del Luxemburgo seguían indiferentes a los grandes trompetazos y a los nombres que llenaban el universo, y sacaban de sus bolsitas puñados de maíz para alimentar a las palomas. También, en los atardeceres, terminados el trabajo, y el tedio, se juntaban los amantes, recorrían enlazados las veredas oscuras, cenaban en restaurantes pequeñitos e íntimos, y después se iban a la cama, si la tenían, en busca de una compensación, que unas veces consistía en encontrarse a sí mismos, y otras en perderse. Antes, no hace mucho, mencioné los cantores populares: fueron una de mis grandes aficiones. Los escuchaba y me divertían sus sátiras versificadas y musicales contra casi todo, aunque a veces, en su repertorio, apareciese alguna canción de amor que el público coreaba, y yo también.
Se me ocurrió, no sé cuándo, que ya sabía bastante de literatura. O quizá fuera que me diese cuenta de que no andaba bien de historia. Con frecuencia, a Magalhaes y a mí nos faltaban datos de difícil hallazgo para quienes no tenían ideas claras de lo que estaba pasando en función de lo que había pasado. Me matriculé en cursos, cambié de lecturas, y fue como un descubrimiento o una revelación. Lo que más me entusiasmó fue el empeño puesto por gentes inteligentes y enteradas en dar un orden y un sentido a todo lo que los hombres habían hecho y deshecho desde el comienzo de los tiempos. Por entonces todavía se leía y se discutía a Spengler. Uno de mis maestros dijo una vez que era una lástima que síntesis tan brillante fuera radicalmente falsa, sobre todo al profetizar el porvenir del prusianismo; pero el mismo maestro había dicho otro tanto de Hegel y de Marx, por cuanto cada uno de ellos, a su modo, preconizaba el Estado absoluto. Aprendí mucha historia durante aquel tiempo, pero nunca supe a qué carta quedarme, ni lo sé todavía. De todos modos, aquellos estudios me fueron útiles. Llegué a entender más sólidamente lo que acontecía delante de mis narices, y llegó un momento en que el señor Magalhaes me confesó las ignorancias que yo ya conocía, y me rogó que de vez en cuando le redactase una síntesis de lo que debía contar en sus crónicas, y, sobre todo, cómo debía contarlo. Aquel «de vez en cuando» se convirtió en cada día. Llegaba a la oficina, leía la prensa francesa y también la inglesa. Esto me llevaba tiempo. Escribía una cuartilla, se la entregaba a mi jefe y me iba a almorzar. Supongo que estos servicios me valieron los dos o tres aumentos de sueldo que percibí durante mi estancia en París. Esto quiere decir que mis relaciones con Magalhaes, que era en el fondo un buen hombre, sin más miedo que el normal, y con la dosis de estupidez corriente, acabaran siendo de amistad. «Desengáñese, amigo. Si hay guerra, la ganarán las escuadras, como siempre.» Nuestros puntos de vista, sin embargo, volvieron a chocar, aunque sólo incidentalmente, cuando un escritor no demasiado glorioso, sino más bien de los repudiados, publicó una novela que metió mucho ruido. Voyage au bout de la nuit. La elogié en mi crónica. Magalhaes se puso furioso, pero cuando le informé de que el autor tenía fama de fascista, o que al menos eso se aseguraba por los cafés de París, le buscó una explicación a la crudeza del texto. «Claro, la podredumbre de la sociedad puede verse lo mismo desde la izquierda que desde la derecha. En el fondo ese señor tiene razón.» Se quedó muy sorprendido cuando le descubrí su coincidencia con ciertas opiniones de Carlos Marx; se sorprendió y se asustó: «Sí, hombre, pero no se espante. A Carlos Marx le gustaban las novelas de Balzac, aunque éste fuera reaccionario. Pero, como usted dice, la podredumbre de la sociedad se puede ver desde cualquier parte. Lo malo es que siempre es la misma, en tiempos de Balzac y en los nuestros.» La salida de Magalhaes fue decir que el nazismo impondría al mundo una moral incorruptible.
Recordaba a Ursula, ¡eso siempre!, en ocasiones, con gran intensidad, con fuertes repercusiones sentimentales. Pero en el fondo de mi ánimo estaba convencido de que no la vería más, aunque no llegase a admitir, sin otros datos que la ausencia, la efectividad de su muerte. Pero lo cierto es que la recordaba como un viudo a la difunta amada; es decir, sometido el recuerdo a un proceso de debilitación que sólo se reforzaba, y, aun así, temporalmente, cuando alguna razón externa hacía resurgir las imágenes más vivas de nuestra vida en común. No siempre eróticas, y, pasado el tiempo, cada vez menos eróticas. No había seguido el consejo de Ursula de buscarme una mujer, aunque me fuera difícil pasar tanto tiempo sin mujeres. Varias vinieron a mi piso durante aquel tiempo; unas duraron más que otras, ninguna demasiado. Si me pusiera a evocarlas una a una, no conseguiría representarme ahora no ya sus figuras o su carácter, sino ni siquiera sus rostros y sus nombres; ellas y otras constituyen, en mi recuerdo, algo tan vago como una nube cuyos contornos adquieren por casualidad una forma reconocida y fugaz. Acaso alguna de ellas haya merecido más atención de la que le presté, pero inevitablemente, tal vez sin quererlo yo mismo, las comparaba con Ursula y las hallaba inferiores. No sé si esto sucederá a todos los varones que, a una edad prematura, han tropezado con una mujer excepcional que los deja marcados para siempre. Si antes de Ursula había buscado en las mujeres a Belinha, y, en ella, a mi madre, después busqué a Ursula, la madre ya olvidada. Lo que no podría decir con palabras claras es en qué consiste esto de buscar a una mujer en otra. Es algo de lo que se habla, que algunos afirman haber experimentado, yo uno de ellos. ¿Se busca un recuerdo? Pero ¿qué clase de recuerdos? ¿Un parecido físico, un modo de portarse, un rasgo de carácter? ¿No será (no lo habrá sido en mi caso) el pretexto o la justificación de una volubilidad no aceptada? Lo curioso fue que, durante todo este tiempo, conforme las aventuras transitorias se iban sucediendo, yo pensaba en serio, o creía pensar, en el amor, y llegué a elaborar una teoría que, por fortuna, quedó en mero ejercicio mental, y como tal se olvidó. No pasaba de reflexión algo pedante sobre mis relaciones con Ursula, que intentaba, sin saberlo, elevar a categoría universal, como quien ha agotado, en una sola aventura, toda la experiencia del amor. Lo que sí puedo reconocer es la falta de coincidencia entre la teoría y la práctica. Yo me justificaba diciendo que ellas no hubieran aceptado mi modo de entender el amor, tan retorcido y tan complejo; en el fondo, tan literario. Pero ¿habría participado Ursula?
También debo decir, en honor a la verdad, que la mayor parte de aquellas aventuras vinieron rodadas, sin gran esfuerzo por mi parte, sin apenas iniciativa. No creo que, a este respecto, yo me distinguiera mucho de los hombres de mi edad que andaban por mis alrededores, estudiantes, periodistas, aspirantes a escritores. Si a alguno de ellos se le podía llamar, a la francesa, coureur de femmes, los demás no lo éramos, sino sólo amantes a salto de mata, sin grandes aspiraciones, sin grandes escrúpulos, también sin grandes remordimientos. Sin embargo, las relaciones estables, o al menos duraderas, eran más frecuentes de lo esperado. De alguien muy conocido se decía: «Tiene la misma amante hace cuarenta años y no sabe cómo deshacerse de ella.» Alguna vez pensé que era un buen tema de novela; por supuesto, cruel.
Contaré, porque lo debo contar, que una noche llegué a casa un poco tarde. No andaba entonces enredado con ninguna muchacha. Iba a entrar cuando se me acercó una mujer con un niño en brazos y, en el otro, una especie de jaula cubierta con un paño grueso. «¿No vive aquí Paulette? ¿No es en este portal?» Le respondí que no conocía a Paulette ni había oído hablar jamás de ella. «Pues Paulette me dio esta dirección y no puede haberme mentido. Paulette estaba enterada de que yo salía hoy del hospital y me había invitado a dormir en su casa. Hace cinco días que he dado a luz a este niño y mi jilguero se está muriendo de frío. Yo no puedo recorrer el barrio en busca de la casa de Paulette. Además, a estas horas, ¿a quién voy a preguntar?» Aunque mi calle no estuviera demasiado iluminada, podía ver perfectamente a aquella mujer, que no iba mal vestida, que no tenía aspecto de golfa ni de bohemia, menos aún de mendiga. Llevaba también un bolso bastante grande, casi un maletín, no lo había advertido al primer vistazo. Interpreté que en sus palabras había una petición de socorro, aunque hubiera sido hecha sin el menor patetismo, y dudé unos instantes si invitarla a subir o dejarla a su suerte, con su niño y su pájaro. Me decidí, en un santiamén, a socorrerla. ¿Por piedad o por iniciar un juego? «¿Quiere venir a mi casa? Es todo cuanto puedo hacer por usted.» Me miró muy fijamente. «¿Es usted de fiar?» «Séalo o no, en cualquier caso le diría que sí. Usted verá lo que hace.» También su decisión fue rápida. «Abra la puerta.» Entró detrás de mí, esperó a que encendiera la luz, subimos juntos en el ascensor, sin decir palabra; sólo al salir la advertí que faltaban unos cuantos escalones. No me respondió. Cuando se halló en medio de mi salón, sin desprenderse de la jaula ni del niño, miró alrededor y dijo para sí misma: «Un extranjero de clase media, no demasiado rico, de aficiones intelectuales. Quizá no sea mala persona.» Le pregunté bromeando si era detective. Ella, antes de responderme, dejó la jaula cerca de la salamandra, y el niño en el sofá. «No, no es necesario serlo. No hay más que mirar. Tiene usted libros y grabados por las paredes. El piso es de los corrientes. Tampoco debe de ser mujeriego, porque no veo desnudos por ninguna parte. Claro que no entré aún en el dormitorio.» Le abrí la puerta y se lo mostré. «¿Qué piensa ahora?» «Un pequeño burgués de costumbres morigeradas. ¿De dónde es?» «Español.» «Los españoles son quijotes o son donjuanes.» «También los hay intermedios y mezclados. Clasifíqueme como le apetezca. ¿Quiere comer algo?» «Debía de habérsele ocurrido nada más entrar. Del hospital se sale por la tarde. Desde el mediodía no probé bocado.» «Pues siéntese y caliéntese.» Iba a entrar en la cocina, pero volví sobre mis pasos. «¿Y el niño? ¿Necesitará leche?» Volvió la cabeza airada. «Lo crío yo. ¿O qué se piensa? No soy una madre cualquiera, ni él un hijo cualquiera. Pero para darle mi leche necesito comer.» Entré en la cocina, le preparé unos bocadillos y calenté la leche. Recordé haber oído alguna vez que a las mujeres lactantes les convenía la cerveza, de modo que agregué una botella a la bandeja. Se la puse delante. Ella me dio las gracias y empezó a comer vorazmente. Bebió la cerveza y, al final, la leche. Yo me había desentendido de ella y preparaba la cama. «¡Señor!»
Acudí al salón con una manta en la mano. «¿Dónde voy a dormir?» «Donde usted quiera.» «¿En su cama?» «Se lo aconsejo.» «Espero que comprenda que soy una mujer recién parida y que tengo que dormir sola.» «Lo había comprendido ya, señorita.» «¡Señora!», dijo muy orgullosa. «¡Ah! ¿Y su marido? ¿La ha abandonado?» «Sí, hace ya tiempo. Ha muerto.» «¡Cuánto lo siento!» «Yo no lo siento en absoluto. ¡Menudo cochon! Me deja embarazada y se muere. ¿Lo encuentra usted correcto? ¿Cree que es una muestra de cariño?» «Desconozco las circunstancias del caso, no lo puedo juzgar.» «Primero me abandonó; después murió. Me abandonó a las cinco de la tarde, murió hacia las diez, sin darme tiempo a acostumbrarme. Abandonada a las cinco, viuda a las diez. Muy poco tiempo para tantas emociones.» Yo no sabía qué contestarle. Se me ocurrió preguntarle si no deseaba dar de comer al niño, pues, en ese caso, yo esperaría en el dormitorio. «¿Para qué? ¿Es usted de los que piensan que el seno de una mujer lactante es un objeto erótico?» «¡En modo alguno, señora! Además, aun estando presente, sé volver la cabeza en el momento oportuno.» Se levantó. «Haga usted lo que quiera.» Cogió al niño y se fue con él hacia la salamandra. «¡Si tuviera usted una sillita baja…! Estaría más cómoda.» Le traje lo más parecido a una sillita baja que pude hallar. Se sentó, sacó la teta y la metió en la boca del niño. «Pienso en mi pobre pájaro. Muerto de frío y de hambre. Además viene de pasar una mala temporada: en los hospitales tratan mal a las personas, y a los pájaros peor. ¿No tendría usted unas miguitas de pan?» Le di las migas al pájaro, que no pareció entusiasmarse, pero que acabó por acercarse a ellas y picotearlas. Me aparté del grupo y me senté de espaldas. Se oía el chupeteo del mamón y, de cuando en cuando, el aleteo del pájaro. «¿No se ha dormido?», dijo ella de pronto. «No, madame.» «Estoy pensando que con toda seguridad interpretó mal lo que acabo de contarle. Claro está que las cosas se toman como a uno se las dan. Me refiero a lo del abandono y la viudez. No es que haya mentido, pero oculté algunos detalles. ¡La falta de confianza! La verdad es que, todas las tardes, mi marido y yo reñíamos, y él se marchaba a las cinco diciendo que no volvería más, con lo que yo me pasaba unas horas con el berrinche del abandono. Pero él volvía siempre, y nos reconciliábamos. Aquella noche no volvió, no por su voluntad. Murió atropellado. Pero como yo no lo sabía, ni lo podía esperar, antes de llorar la viudez, lloré también la soledad presentida y la humillación que se siente al pensar que existe otra mujer. ¡Qué injusta fui con mi marido aquella noche horrible! Puede usted comprender, pues, que no le he engañado del todo. Pero las cosas no son iguales contadas de una manera que de otra.» «Estoy de acuerdo, señora; pero antes llamó a su marido cochon.» «Fue un pronto, créame, y lo hice con la mejor intención. La verdad es que, en nuestra intimidad, solía llamarle "mon petit cochon", aunque no lo fuera en absoluto. Y no es que yo sea mal educada; es que se lo oí decir una vez a una criada, dirigiéndose a un niño, me hizo gracia. Es como si, ahora, se lo llamase al mío.»
Yo me hallaba perplejo, y en el fondo de mi conciencia se insinuaba el arrepentimiento por haberla socorrido, pero, la verdad, no me causaba ningún terror. Ciertamente ignoraba lo que traía en aquel enorme bolso; podía encerrar una pistola o un cuchillo grande, de esos cuya vista estremece la medula. Pero ¿para qué? En mi piso había poco que robar. No sé si instintivamente al entrar, había dejado la cartera encima de la mesa, un lugar muy visible, y ella se había dado cuenta. Lo hiciera como prueba de confianza, pero también para dar facilidades, llegado el caso. «¿Es usted profesor?», me preguntó de pronto. «No, periodista.» «¡Ah, periodista! Gente superficial los periodistas, ¿verdad?» «Yo, al menos, lo soy, señora.» «Debe de ser muy aburrida la vida para la gente superficial.» «A veces se tiene la suerte de hallarse en una situación como la mía en estos momentos. Convendrá conmigo en que no es nada aburrida.» «Para mí, desde luego que no. Me encuentro muy bien y empiezo a sentirme verdaderamente agradecida, sobre todo si sigue usted siendo cortés como hasta ahora.» «¿Teme que no lo sea?» Volvió la cara hacia mí, me miró fijamente. «No. Usted no es capaz de abusar de una mujer parida e indefensa. Porque yo estoy indefensa.» Echó mano al bolso y empezó a hurgar en él. «Ahora sí que tiene que marcharse.» Sacó del bolso unos pañales y unas ropas de niño. «Se dará cuenta del porqué.» Le sonreí, me levanté y me fui al dormitorio, y allí estuve hasta que ella me gritó que ya podía volver. Tenía el niño en el regazo, mudado y bien fajado. «¿Ve usted? Ya está como una rosa.» Lo besó y lo dejó aparte, bien envuelto en su toquilla. Después me mostró el paquete que había hecho de lo sucio. «¿Qué hago con esto?» «En la cocina hay un cubo. Mañana, madame Claudine lo tomará a su cargo.» Quizá debiera haberme levantado y llevarlo yo mismo al cubo de la basura, pero se me ocurrió tarde, cuando ya ella lo había hecho. El viaje a la cocina, ida y vuelta, me permitió observarla mejor. Llevaba un traje sencillo, de buen corte, probablemente comprado en unos grandes almacenes, que no me aclaraba en absoluto su condición social, menos aún la personal. Era de buen gusto, pero eso, en París, apenas si puede servir para una caracterización muy general. La calidad de la tela no la pude percibir, algo alejado como estaba, inexperto en tales valuaciones. Tenía una cara simpática, muy expresiva, nada fea, pero tampoco hermosa, salvo unos grandes ojos grises. Podía ser una normanda o una bretona, pero también haber nacido en París. Me lo pareció por su acento, pero el acento se adquiere.
«¡Estoy cansada! Ha sido un día de muchas emociones.» «Puede acostarse cuando quiera.» «¿Y usted?» Me limité a señalarle la cama turca de un rincón. Lanzó hacia allá la mirada. «También podía yo dormir ahí.» «Pienso que se sentirá más libre en un dormitorio. Si de noche el niño la obligara a levantarse, tendría que entrar ahí.» «Y despertarle, ¿no?» «Eso sería lo de menos.» Tres o cuatro frases más, todas triviales, y las buenas noches. Le advertí que la puerta podía cerrarse por dentro. Sonrió. «No creo que sea necesario.» Volvió a desearme buenas noches y se metió en el dormitorio con el niño. Fuera quedaba la bolsa: salió a buscarla pasado un rato breve. «Había olvidado esto. Perdóneme, aquí están los pañales.» Bueno… Junto a la salamandra quedaba el pájaro enjaulado.
Intenté desentenderme de su vecindad y me puse a escribir algo, no puedo recordar qué. Tardó en darme el sueño. Me acosté. Apenas pude dormir. La cama turca era incómoda, uno de esos objetos que sólo sirven para los primeros escarceos con una chica. Di vueltas y vueltas. La escena se ha visto en muchas películas norteamericanas, pero en ellas el varón suele dormir mejor que yo aquella noche. Fue una de ésas, insomnes, en que acude a la mente de uno el pasado, pero no el que nos gusta recordar, sino menudencias sin interés, imágenes que van y vuelven, mezcladas a canciones que creía en el olvido y que no se recuerdan completas. ¡Una que me cantaba Belinha! O estados anteriores que reviven: por ejemplo, el de aquellas noches, en el pazo miñoto, en que me obsesionaban mis poemas. No es que uno nuevo, inesperado, estuviera a punto de emerger, de apoderarse de uno, ni mucho menos: mi invitada no me había causado emoción tan profunda, ni siquiera deseo, sino sólo curiosidad, que también reapareció a lo largo de aquellas horas. ¿Quién será? ¿Por qué está aquí? Pero sin demasiada insistencia. En ningún momento la hallé misteriosa, probablemente porque no lo era, aunque sí interesante. Al menos lo era la situación. No había, sin embargo, que inquietarse: no me importaba gran cosa quién pudiera ser; y la reiteración con que me preguntaba la atribuí al insomnio. A cierta hora de la madrugada oí llorar al niño, y a ella, después, ajetrear sigilosamente. Después volvió el silencio.
Cuando salió de la habitación, ya vestida y arreglada, yo había preparado el desayuno. Le ofrecí una taza de café y unos bollos del día anterior. Lo aceptó y lo comió en silencio. Le pregunté si le parecía bien almorzar conmigo: me respondió que sí, a condición de que ella preparase la comida. «Vendrá a verla la portera. Es la encargada de la compra. Ella le traerá lo que usted señale, y no se preocupe por el dinero, porque ya me pasará la cuenta.» Dijo que sí con toda naturalidad. Al salir a la calle busqué a madame Claudine y le expliqué la situación. «Pero ¿cómo metió en su casa a una desconocida? ¡Puede ser una anarquista!» «En todo caso, una anarquista que en vez de bomba trae un niño.» Se quedó rezongando a causa de la insensatez de los hombres. No fue aquélla una mañana importante, ni había noticias que me entretuviesen en la oficina. Pedí permiso al señor Magalhaes para salir un poco antes. ¡Cómo me agradeció aquel reconocimiento de su superior jerarquía, aunque fuese en un ámbito tan modesto como el de nuestra oficina! Se me ocurrió llevar a la desconocida un ramito de flores, nada más que unas pocas violetas. Tuve la preocupación de ocultarlas a la curiosidad de la portera, quien me esperaba muy amilagrada. «Oiga, esa señora no es una cualquiera. Me dio el dinero para la compra, y llevaba mucho más. Las ropas de la criatura son de lo fino, y nada de recién parida; el niño tiene ya más de un mes. Los modales de la madre son de dama. Yo que usted andaría con cuidado: puede meterle en un lío. Dios sabe cuál.» «¿Le dijo cómo se llama?» «Cuando se lo pregunté, indirectamente, como hay que averiguar esas cosas, se hizo la desentendida.» La dejé rápidamente por miedo a que las violetas se me chafasen debajo del abrigo. Llamé a la puerta en vez de abrir con mi llave. Lo hizo ella con la mayor tranquilidad y una sonrisa. Había en el piso un olor a comida suculenta que me recordó los tiempos en que no comía en restoranes multitudinarios y baratos. Antes de quitarme el abrigo le ofrecí las violetas. «Son para su niño, por supuesto.» Se echó a reír. «Que vous étes gentil.» Las recibió y volvió a sonreírme. Le comenté que por primera vez desde que yo lo ocupaba, mi piso olía agradablemente. «Soy buena cocinera, podría ganarme la vida en cualquier restorán de lujo.» Había puesto la mesa, con los dos cubiertos enfrentados. Buscó un vaso, colocó en él las violetas, con su agua, y adornó con ellas la mesa. «Mi hijo, como usted debe comprender, no está aún para recibir gentilezas.» Había preparado una sopa, una carne asada, y unos pastelillos de chocolate: calculé que habría pasado en la cocina la mayor parte de la mañana.
Cuando nos íbamos a sentar, le dije: «Sería conveniente que me indicase un nombre para dirigirme a usted. El mío es Filomeno.» «¡Oh, Filomeno, qué bonito! Llámeme Clelia.» «Es un nombre de Stendhal.» «Yo soy un personaje de Stendhal.» Le hice una reverencia. «Es un honor con el que no contaba. No puedo decirle que yo lo sea de Balzac, menos aun de Proust. En realidad carezco de lo más indispensable para ser un personaje.» «¿Qué es lo que considera indispensable?» «Una personalidad definida.» «También hay personajes indecisos.» «Entonces yo soy uno de ellos.» Se echó a reír. «Nos hemos metido sin querer en la literatura, pero le garantizo que la sopa y el asado son reales. Quizá los profiterolli sean algo fantásticos, pero eso está en su naturaleza.» Se sentó y me rogó que lo hiciese. Había servido la sopa, que humeaba. La probé. Estaba exquisita y la felicité por ella. «Ya le dije que está hecha con ingredientes reales y que soy una buena cocinera. Confío en que el rôti le agrade más.» Cuando terminó la sopa, trajo el asado y lo sirvió ella misma. Cortó la carne con habilidad. Sólo entonces, y como sin darle importancia, me dijo: «Ya he visto en su dormitorio el retrato de su novia. Porque supongo que será eso, su novia, esa señorita rubia de la fotografía. Dígame sinceramente si necesita el campo libre de cinco a nueve. Es la hora de dar un paseo largo con el niño.» Hubiera podido, quizá debido, preguntarle en aquel momento cuánto tiempo pensaba quedarse, pero lo que hice fue aclararle que no esperaba a nadie aquella tarde. «Esa señorita rubia de la fotografía pertenece al pasado.» «Cést dommage! Tiene todo el aire de una muchacha agradable, tres comme il faut, aunque le estorbe a su belleza un no sé qué de dramático. ¿Y no hay otra mujer en su vida? Quiero decir ahora.» «No.» «¡Mala cosa es que esté solo un hombre de su edad! ¡Y más en París! París es una ciudad para vivirla en pareja, usted debe saberlo ya.» «Sí, es una ciudad hecha para el amor, pero no siempre el amor acude, aunque es muy posible que yo no desee su llegada.» «¿La ama todavía? Quiero decir a la del retrato.» «Lo más probable es que haya muerto. En cualquier caso, ya no la espero.» No me respondió. Se entretuvo con la carne un buen rato. Yo la examinaba durante aquel silencio, o, más exactamente, miraba sus manos: comía de una manera refinada, con calma y esa forma de seguridad (o naturalidad) que crea el hábito. Estuve a punto de preguntarle: ¿Quién es usted? ¿Por qué está aquí? Pudo más la cortesía. Me había mentido al decir que estaba recién parida, esto era evidente, pero lo interpreté como medida de precaución. También había mentido, en consecuencia, al decir que venía del hospital. Y el nombre que me había dado también era falso. Pero todas esas mentiras, tan evidentes, no hacían más que amontonar unas curiosidades sobre otras. «Ya he visto -dijo de pronto- que habla usted varios idiomas. He reconocido, naturalmente, el francés y el inglés entre sus libros; de los otros, supongo que uno será el español.» «El otro es el portugués.» Pareció quedar perpleja. «El portugués. Nunca lo he oído hablar.» «Puede oírlo ahora, si lo desea.» Me levanté, cogí un libro al azar (salió, claro está, un tomo de Queiroz) y le leí unos párrafos. «Suena muy bien -dijo ella-, parece música.» «Pues el autor de esta página que acabo de leerle vivió y murió en París hace ya bastantes años. Se llamaba…» «No lo oí nombrar nunca.» «Es que Francia suele ser ingrata con los extranjeros que más la aman.» «¿Lo dice por usted?» «No. Yo no tengo queja de los franceses, pero tampoco soy escritor ilustre.» ¿A qué venía aquello? Me di cuenta de que nuestra conversación no iba más allá de las puras trivialidades y de que aquella mujer, fuese quien fuese, se llevaría una pobre idea del que la había acogido en su casa. Me sentí, de pronto, necesitado de mostrarme de otra manera, aunque fuese forzando la situación. «¿Le interesan a usted los versos?» «Como a todo el mundo.» «Es decir, no le interesan.» «Le he dado a entender que sí.» «Entonces, si me permite… -Me levanté, cogí el viejo cuaderno donde estaban los míos-. Voy a leerle un poema escrito en español. Mejor que al francés, podría traducirlo al inglés, pero confío hacerlo regularmente en su lengua.» «¿Y por qué no en inglés?» No le pedí explicaciones. Escogí uno de los poemas que considero más intensos, y lo fui traduciendo al inglés, cuidando la dicción. Como ejercicio escolar no tuvo tacha. Ella escuchó atenta. Me pidió un par de veces que repitiera; al final me preguntó: «¿Es suyo ese poema?» «Sí.» «Usted no es un periodista superficial. Ese poema es muy hermoso, y supongo que, en español, lo será más. Su inglés es bastante perfecto.» «Trabajé en Londres durante tres años.» Se me quedó mirando un rato fijamente. «Usted no está todavía en la edad de ser un hombre interesante, pero ya lo es. Siento haberme equivocado.» Se levantó, fue a la cocina y trajo los profiterolles de chocolate. «Me alegro de haberle ofrecido una buena comida. Fue el mejor modo de compensarle, aunque merezca más.» Retiró la mesa en silencio. La oí ajetrear en la cocina. «¡Deje los platos para mí!», le rogué, pero no me hizo caso. Me senté en un sillón y la escuché. Iba y venía como una sombra. De repente apareció ante mí con el abrigo puesto, el niño en brazos, la bolsa colgada, la jaula en difícil equilibrio. «Ha sido usted muy amable conmigo. Se lo agradezco, pero me voy.» Me levanté. «¿Tiene usted adónde ir? Puede permanecer aquí todo el tiempo que quiera.» «Gracias, pero no lo encuentro prudente. Y no se preocupe por mí. Tengo de sobra a donde ir.» «¿No necesita nada? ¿Puedo ayudarla?» «Ha hecho todo lo que podía, y yo también. Cuando me recuerde, hágalo con el nombre de Clelia, que no es el mío, sino una de las muchas mentiras que le conté. Pero no debo permanecer aquí ni un minuto más. Debe usted comprenderlo. Siento de veras que vaya a quedarse solo. Una mujer puede hacer compañía, pero una mujer con un niño es siempre un estorbo. Gracias.» Me dio un beso en la mejilla, pero no me ofreció la suya. Abrió ella misma la puerta y se marchó.
Cuando entré en el dormitorio vi el retrato de Ursula acostado, la cara oculta.
NO REAPARECIÓ AQUELLA MUJER que dijo llamarse Clelia, no esperé saber de ella nunca más. Inevitablemente fue tema de conversación, durante algunos días, con madame Claudine, cuya mente melodramática imaginó toda clase de historias, me ofreció toda clase de soluciones y de enigmas: por las mañanas, al salir; por las tardes, al regreso. ¿Las necesitaba yo realmente? Cuando pensaba en aquel episodio, es decir todos los días, e intentaba explicármelo, sólo hallaba una solución, de orden puramente intelectual, para mí suficiente: se trataba de un acontecimiento absurdo, que lo era pura y simplemente porque yo no poseía más que la mitad de los datos, los míos; aquellos por los que le di acogida en mi casa a Clelia durante unas horas, la contemplé, la escuché, la vi marchar. Pero el otro sistema de datos, el suyo, lo ignoraba, y, lo que todavía lo ponía peor, desconocía su naturaleza y no era capaz de imaginarla. Pudo ser una burla, pero ¿por qué y para qué? Por muchas vueltas que le di en mi cabeza a las razones de Clelia para portarse como se portó, no hallé ninguna convincente, y hasta llegué a pensar que hubiera obrado sin razones: por puro capricho, por una apuesta. ¿Quién puede saberlo? Yo, no, por supuesto. Si lo he contado aquí aquel acontecimiento, se debe a su rareza, a su irracionalidad, a su inexplicabilidad, a que, tiempo después, tuvo una secuela. Aunque hubiera partido de un principio caprichoso o, como prefería madame Claudine, melodramático (un niño recién nacido por medio siempre inclina al melodrama), pudo haberse desarrollado de otra manera, pudo incluso haber continuado. Si Clelia me hubiera dicho que deseaba permanecer en mi casa, la habría acogido sin límite de tiempo. Hubiéramos acabado por enamorarnos o, por lo menos, por tener relaciones maritales. O acaso no, ¿quién lo sabe? Pero no considero legítimas ninguna de estas consideraciones. Llegó, se fue, no volvió, no tenía por qué volver. También podía ser una loca: esta idea no se le ocurrió a madame Claudine. Lo que sí recuerdo es que por aquellos días aproximadamente triunfó el Frente Popular en las elecciones españolas. Una mañana, al llegar a la oficina, hallé muy preocupado al señor Magalhaes. Me mostró los diarios, los grandes titulares con la noticia. «Bueno. ¿Y qué? Era una posibilidad como las otras. No olvide que aquí puede suceder otro tanto.» «Sí -me respondió, compungido-. Pero Francia no es limítrofe con Portugal. ¿Qué podemos hacer nosotros si el comunismo se instala en España?» «Recuerde, querido Magalhaes, que España fue hasta anteayer una monarquía, y no por eso se contagiaron ustedes.» «Esto es distinto, muy distinto. Esto es la zarpa moscovita que aprisiona a la parte mayor de la península, y que acabará por apoderarse de toda ella.» «Bueno, usted, por lo pronto está en París, y hasta aquí no creo que llegue esa zarpa. Ya ve cómo van las cosas.» «¡Las cosas aquí van igualmente mal, señor Freijomil! ¡No queda más que Alemania!» «Pues pida que le manden de corresponsal a Berlín. Así podrá entrar en Lisboa con los libertadores cantando la Horísvessertlied.» «Ríase, ríase. ¡Ya verá lo que será de su pazo y de su dinero si los comunistas entran en Portugal!» «¿Mi pazo y mi dinero? ¿Quién le dijo semejante cosa?» «¡Todo se sabe, señor Freijomil! ¡Si alguien tiene que temer al comunismo es usted. Yo no poseo más que mi profesión y mi sueldo. Pero ¡usted!… ¡Usted tiene un nombre, un patrimonio!… ¡Usted es un señorito!» (Lo dijo en español.)
A partir de aquel día, todas las mañanas, al llegar a la oficina, hallaba sobre mi mesa los diarios con las noticias de España subrayadas en rojo. Las cosas iban mal, efectivamente; por alguna razón ignorada, yo las leía como si no me afectasen, como si fuesen noticias de un país ajeno al mío. No tenía familia en España ni en ninguna parte, ni apenas amigos. ¿Qué me podía suceder? ¿Quedarme sin mi patrimonio español? ¿Y aunque perdiese también el portugués? No dejé de dar vueltas a semejante hipótesis, y creo haberla considerado con libertad de mente. Llegué incluso a concluir que, desde mi punto de vista personal, ambas pérdidas me hubieran favorecido en el caso (que no debía descartar) de que la pobreza súbita me sirviese de acicate. El señor Magalhaes me había llamado señorito, en español, y efectivamente lo era, sobre todo si lo entendemos como designación de un parásito. Era verdad que, en cierto modo, trabajaba; lo era también, en otro cierto modo, que vivía del trabajo ajeno. Esta situación la veía no como una inmoralidad, sino como una realidad de la que no me sentía responsable. Si, de pronto, aquellas circunstancias en las que yo no tenía arte ni parte me obligasen a salir adelante por mi cuenta, tenía en mis manos instrumentos suficientes para hacer frente a la pobreza, para vivir de mi esfuerzo personal, como tantos otros. Y era posible que, así, le hallase otro gusto a la vida, que le hallase algún sentido. ¿Sería entonces capaz de algún compromiso, de algún sacrificio? ¿De alguna ambición, al menos? No me faltaban ideas, pero, a juzgar por lo que veía a mi alrededor, la gente no se movía por ideas, sino por pasiones, más o menos ocultas o disimuladas, cuando no francas y agresivas. Podía llegar a ser dueño de mi destino y no, como entonces y ahora, sujeto pasivo de la historia, juguete del triunfo de los unos o de los otros, indiferente a ellos. Empezó a ocurrírseme marchar a América. No era una solución original, podría ser conveniente, pero América no me atraía ni siquiera imaginativamente. Claro está que aquel modo de pensar, y de esperar, partía de la convicción de que la historia era Europa, y de que, emigrando, podía un hombre cualquiera hurtarse a sus consecuencias. Después comprendí que también en eso estaba equivocado. Si me hubiera decidido a emigrar, la historia también me habría cogido allí, de un modo u otro. Siempre fui pronto a fantasear y a imaginar soluciones, tardo en tomar decisiones. No me importaban ni las unas ni las otras. Y la más cómoda, la que exigía menor esfuerzo, era quedarse en París, como estaba, sin la menor modificación de mi estilo de vida, sin tomarme el menor trabajo ante las circunstancias. A causa de no sé qué especie de insensibilidad, probablemente de alguna falta de fe, lo que sucedía en el mundo me interesaba, no me angustiaba, como al señor Magalhaes. Claro que las angustias de mi jefe se olvidaban al salir de la oficina, se aplazaban hasta las noticias del día siguiente. Entretanto aprovechaba esas facilidades que da París. Una vez me invitó a una fiesta en su casa. Fue la primera vez, después del tiempo que llevaba a su lado, en que pude sospechar algo de su vida privada. Vivía en una mansarda muy confortable, más que la mía. Lo rodeaban objetos portugueses con los que había construido una especie de sucursal de su patria, lo necesario para curarse de la saudade en el caso de que le acometiese. Tenía un gramófono con discos de fados y de sambas, y cuando entré allí pude escuchar uno de ellos, que había extendido los efectos de su melancolía a los presentes, caballeros y chicas. Serían ocho o diez, un número par, en todo caso: yo quedaba fuera de juego. Había en una mesa viandas y vino de Oporto. Magalhaes me presentó no como su subordinado, sino como un caballero portugués; dejó traslucir que de alto copete, pero, a esta parte de la presentación, nadie hizo caso. No pude saber, en las horas que permanecí allí, cuál era la calaña de sus amigos y amigas, si coincidían sólo en el modo de divertirse o también en las ideas políticas. Se comió, se bailó, se contaron anécdotas y chistes. Entre las muchachas había dos brasileñas, morenas y bonitas; estudiaban alguna clase de arte y no me hicieron demasiado caso. La verdad es que ninguno de los presentes me dio más importancia que a los muebles de la mansarda. Cuando llegué, ya se habían emparejado. Cuando terminó la fiesta, cada cual se fue con su pareja, salvo la de Magalhaes, una holandesa opulenta, que se quedó con él. Me hallé solo en la calle, como siempre. Había gastado tres horas de mi vida en una diversión estúpida. Siquiera en las de Londres, y en algunas otras de París, se hablaba de literatura, de arte o de política. Me hallé solo en la calle, me sentí tan estúpido como ellos. Aquella noche me fui a La Rotonde, donde solía encontrarme con dos o tres conocidos sin importancia, gente que, como yo, merodeaba alrededor de los protagonistas del momento: los veía desde lejos y comentaba lo que decían de ellos los periódicos. Los hallé como esperaba, a mis amigos, dándose importancia como si fuesen el ombligo del mundo. Al unirme a ellos, al participar en su conversación, me convertía en un iluso más, en un comparsa que disimula serlo. Eran extranjeros como yo, provincianos también. Cuando volviesen a sus pequeñas patrias, contarían infatuados: «Cierta noche, hallándome en La Rotonde…» Lo único positivo que sacaba de aquel modo de vivir era lo que iba aprendiendo en los cursos de la universidad. Posiblemente no me valiese de nada para vivir en el mundo, pero al menos me ayudaba a entenderlo. Se puede estar en el mundo metido en él, comprometido con él: el que tiene una familia, el que lucha por su trabajo, el que intenta modificarlo: pero hay otro modo de estar: situarse fuera, contemplarlo y hacerse una idea de lo que pasa. Esta idea no tiene por qué ser acertada, basta que lo parezca. Si se tiene talento, se acaba por ser filósofo, de las muchas maneras que la realidad ofrece a este ejercicio; si no se tiene, da igual, porque a nadie le importa ni nadie le impide hacerse ilusiones. Los hay que escriben sus reflexiones en periódicos y revistas, letra muerta que se olvida. Si lo hacen en verso, y el verso es bueno, pueden durar un poco más. De los unos y de los otros conocí varios ejemplares. Mostraban su poema o su artículo como la solución del mundo y pasaban por las calles como iluminados: una luz que sólo ellos percibían. Yo llevaba a muchos la ventaja de no tomarme en serio, de considerar mis ideas como errores o meras fantasías sin consistencia, sin esperar jamás que dieran en el clavo. En mis estudios literarios había aprendido lo que es una función: mis ideas cumplían la suya, que no era la de engañarme a mí mismo porque ni aun eso me era dado, el engañarme.
Debíamos de andar por abril del treinta y seis cuando, cierta tarde, al pasar entre los grupos de estudiantes en los pasillos de La Sorbona, oí una voz muy conocida que hablaba en un idioma ininteligible. Volví sobre mis pasos, me acerqué: era la voz de Sotero Montes, que hablaba en voz bastante alta con una muchacha hindú, una joven bella, envuelta en un sarong tan hermoso como ella; una chica de tez oscura, de grandes ojos negros, con una gota de sangre en medio de la frente (supuse que era eso, una gota de sangre, aquel círculo de un rojo chocolate, símbolo de algo o seña de identidad). Me acerqué a ellos y escuché: me situé detrás de Sotero, mirando a la muchacha. Fue inevitable que ella me mirase también, con la atención suficiente como para que Sotero volviese la cabeza y me descubriese. Soltó un taco: «¿De dónde sales? ¿Qué haces aquí?» No había cordialidad en el tono de su voz, sino la habitual superioridad mezclada a la sorpresa, y acaso también el desagrado que le causaba mi aparición. Le contesté que perder el tiempo. «Como siempre, como siempre. No has hecho otra cosa en tu vida; pero si sabes hablar francés, hazlo para que esta señorita entienda lo que dices.» Lo hice, aunque simulando torpeza. «Estoy aquí, ya ves. Sigo unos cursos de historia.» «¿Para qué?» «Pues tampoco lo sé. Para hacer algo.» Se echó a reír y dijo unas palabras a la hindú en una lengua que debía de ser la de ella. La muchacha sonrió y me miró con cierta ironía. «Y tú ¿qué haces aquí?», le pregunté y me arrepentí inmediatamente de haberlo hecho. «He terminado mi curso de lenguas indostánicas, y ahora estoy a punto de marchar a Berlín, donde tengo cosas que aprender, a no ser que esos bestias de los nazis hagan innecesario mi viaje.» Sotero andaba vestido de manera casi estrafalaria, pero llamativa. Su gran cabeza inteligente, sus ojos negros, superaban cualquier mal efecto que pudiera causar aquel abrigo raído, aquel sombrero chafado y desvaído de color. Cuando yo miraba su atuendo, él se fijaba en el mío. «Sigues tan pituco como siempre, ¿verdad? Haces bien. Es lo único que te justifica en el mundo.» ¡Curiosa la coincidencia de Sotero con mi abuela Margarida! Mi bisabuelo Ademar no había pasado de aquello, de pituco, si bien es cierto que a él lo saludaban los tejados y a mí no. Por fortuna la muchacha hindú no nos había entendido, porque Sotero volviera al español. Tal vez deliberadamente. Acabó por presentármela. Se llamaba Madanika. Le dije que su nombre era hermoso como sus ojos, se lo dije en francés, y Sotero me respondió por ella: «No seas imbécil.» Madanika no parecía compartir su punto de vista, a juzgar por su mirada.
«Ya que has aparecido como llovido del cielo, como un bólido, ¿por qué no nos invitas a cenar? Solías ser rico.» «No lo soy tanto como crees, pero puedo invitaros, y lo haré con mucho gusto. ¿Adónde queréis ir?» Lo consultó con Madanika. A ella no pareció desagradarle. «Aquí, a la salida, hay tres o cuatro restoranes. Vamos al que prefieras.» Frente a la Sorbona, al salir, vimos a un fotógrafo ambulante sin clientela. Sentí hacia él, abandonado del interés ciudadano, cierta inesperada piedad. «Os invito también a una fotografía, si os parece.» «¿Quieres perpetuar el momento?», preguntó Sotero con cierta guasa. «¿Por qué no?» No lo esperaba, pero aceptó. Nos fotografiamos, la chica en medio, y el ambulante nos dio una prueba a cada uno. Las pagué. Y la comida, celebrada en uno de aquellos restoranes, no tuvo nada de particular. Sotero me informó de sus inmensos saberes, y de lo mucho que le quedaba aún por aprender, no sé si para alcanzar el saber universal. Había presentado en Madrid una tesis doctoral sobre filosofía de la historia, y ya tenía segura una cátedra. Más bien lo instaban, le urgían a que se presentara, pero no tenía prisa. «Sobre todo quiero pasar unos meses en Berlín antes de regresar a España.» «¿Y tú crees que te dará tiempo?», le pregunté. «¿Qué quieres decir?» Me miró hoscamente. «No sé. Las cosas por allá abajo van mal.» «No sucederá nada, ya lo verás. No sé si decirte que por fortuna o por desgracia En España siempre hubo dos bandos, los mismos con distintos nombres, y nunca fue duradero el triunfo de ninguno de ellos. Ahora estamos nosotros, mañana pueden cambiar las cosas, pero con unos o con otros, el saber siempre es el saber. No me preocupa en absoluto lo que suceda.» Hablábamos en francés. Yo, lo mismo que al principio, simulaba torpeza. El que hablaba Sotero era correcto, pero de acento claramente español. «¿Y aquel palacio que tenías en Portugal?» «Lo he vendido.» «¿Vives en Villavieja?» «No vivo en ninguna parte. Es decir, vivo en París, no sé por cuánto tiempo.» Sotero pareció alarmado. «Pero ¿aquella biblioteca…?» «Ya no es mía.» «Nunca has sabido vivir…»
No me atreví a preguntarle por sus relaciones con Madanika. Por el modo de tratarse, sobre todo por el modo de tratarla él, no parecían amantes, pero no era discreto esperar de Sotero una conducta como la de cualquier otro, ni siquiera la de mostrarse amable con la mujer cuyo lecho se comparte. Era evidente que Madanika lo admiraba; quizá también lo admirase en la cama y sintiese el desdén como una cualidad inalienable del genio amado. No sé. Fueron conjeturas mías. Marcharon juntos: eso sí, marcharon a pie, después de una despedida que no implicaba volver a vernos.
Era evidente que Sotero no deseaba relacionarse conmigo. Alguna vez, en los días siguientes, creí verlo, u oírlo, en los pasillos de la universidad. Procuré eludirlo. Tampoco vi a Madanika, aunque me hubiera gustado contemplar sus ojos inolvidables, acariciar la textura de su sarong. ¿Cómo podría ser el amor entre seres tan dispares? Imaginaba a Sotero acostándose con ella como un mero trámite, después de una sesión provechosa de lenguajes indoeuropeos, como un vampiro de la sabiduría que, en cierto modo, acaba por recompensar a su víctima. De paso se libraba de pejigueras sexuales.
Este encuentro con Sotero tuvo que ser, aproximadamente, por los días del triunfo del Front populaire. El recuerdo del encuentro me viene acompañado de cierto barullo callejero. Fueron días en que el señor Magalhaes se refugiaba en un rincón de la oficina, los telegramas agarrados fuertemente y murmurando: «¿Qué va a ser de nosotros?» «Pero, ¡hombre de Dios!, ¿no ve usted que la vida sigue su curso y que la de París apenas ha cambiado?» «¿Llama usted no cambiar a la presencia de Blum al frente del gabinete? ¿Lo encuentra por lo menos aceptable?» «Lo encuentro real, querido Magalhaes, y además previsible. Ya verá usted cómo la sangre no llega al río.» «¿Y el ejemplo? ¿Qué me dice usted del ejemplo? Empezó por España. Ahora ya ve… Mañana será Inglaterra y los países escandinavos, y Bélgica… ¡Bélgica también, Freijomil, un día de éstos!» «¡Pues iremos a celebrarlo a Bruselas!»
Aquella mañana soleada y caliente, las vendedoras de periódicos voceaban los sucesos de España. No creí necesario comprar ninguno, ya que los tenía todos en la oficina y estaba seguro de que el señor Magalhaes se habría tomado el trabajo de subrayar con lápiz rojo lo que me importaba saber. Pero lo hallé alborotado, casi fuera de sí. «¿Se ha enterado, Freijomil? ¿Ha leído la prensa? ¡Mire, mire!» Me mostró un montón de titulares. Con caracteres de tamaño desacostumbrado se daba la noticia de que en España se habían sublevado los militares contra el Frente Popular. «¡Los de África, Freijomil, los militares de África! ¡Y en todas las capitales importantes, también en Madrid! ¡Mire, mire los mapas!» La cosa me había cogido tan de sorpresa que no sabía qué responder. Leí ávidamente las noticias, de cuya confusión sólo podía deducirse como cosa segura que había un levantamiento, no de todo el ejército, pero sí en todas partes. Yo creo que, por primera vez en el tiempo de nuestras relaciones, levanté la mirada hacia el señor Magalhaes, una mirada interrogativa. «¿Y yo qué voy a decirle, Freijomil? Sé lo mismo que usted.» «Si me lo permite, me gustaría darme una vuelta por la embajada. ¿Por qué no me acompaña? Después de todo, no hay nada que hacer. La noticia de la jornada es ésa, y el centro de la información está en Madrid.» «Tendremos, al menos, que contar a los portugueses cómo se ven aquí las cosas.» «Pues más o menos como en Lisboa y en cualquier parte del mundo. Lo que dicen esos periódicos lo puede usted resumir en un periquete, o, si lo prefiere, se lo resumo yo.» «Pero la calle… Habrá que decir algo de la calle.» «Pues lo que pase en la calle no lo podemos averiguar aquí metidos. Vámonos.» Se convenció y vino conmigo. Fuimos directamente a la calle de Jorge V. Había gente apostada delante de la embajada, gente que vitoreaba a la República española, cuya bandera estaba izada en un balcón. Intentamos entrar, pero no nos lo permitieron, ni aun después de haber mostrado nuestra documentación de periodistas. Nos metimos en un café cercano, en los Campos Elíseos, y desde allí pudimos ver grupos de jóvenes, algunos con banderas españolas, que gritaban y cantaban. Cuando salimos, alguien con aspecto de líder, o, al menos, acostumbrado a dirigirse a las masas, se había encaramado a un banco, había congregado gente a su alrededor, y decía a voz en grito que Francia no podía permitir que el fascismo se instalase en los Pirineos. Propuse a Magalhaes que lo escuchásemos. Era un buen demagogo: procedía por afirmaciones y negaciones absolutas, con intervalos apocalípticos. «¿Qué va a ser de Francia y de la libertad, acosados por tres países fascistas?» «Ya que no pudimos entrar en la embajada, vamos al consulado.» Lo hicimos en taxi; pagué yo. En el consulado era más fácil entrar. La gente no estaba fuera, sino dentro. No vociferaba fuera, sino dentro; no gritaba en francés, sino en español. No hablaba un solo orador, sino todos al mismo tiempo, cada cual auditor de sí mismo, si bien es cierto que todos coincidían en que la república estaba en peligro y que había que defenderla. Yo no conocía a nadie en el consulado que pudiera darme alguna información, de modo que regresamos a la oficina, a redactar unas cuartillas. El señor Magalhaes declinó en mí el honor, ya que el mayor interés era el mío. Me limité a describir lo que había visto.
Los diarios de la tarde repetían las noticias de la mañana, pero añadían declaraciones de algunos políticos, quitando importancia a la sublevación, hablando con desdén del «pronunciamiento». Alguno de los periódicos llegaba a decir que ya estaba prácticamente dominado; otro, que se había circunscrito a las guarniciones de Marruecos, sin apenas repercusión en la península. Mucho más interés tenían algunas crónicas, en que describían al pueblo en la calle, las manifestaciones espontáneas, la intervención de los sindicatos, la colaboración popular en el ataque a los sublevados, por lo menos en Madrid y Barcelona. «¿Usted cree que serán capaces de salir adelante? ¿Usted cree que los militares podrán más que el populacho?» El señor Magalhaes estaba mucho más preocupado que yo, y no porque me sintiese ajeno a lo que sucedía, sino porque intentaba considerarlo con serenidad. Nunca como aquellos días deploré mi desconocimiento de la vida española, de su política y de sus problemas, aunque sólo fuera porque, de pronto, las apariencias eran de gravedad, aunque aquel mismo día, en las últimas ediciones de los periódicos, se decía que el gobierno de la república había dominado la situación. Curiosamente, todos los que leíamos eran de izquierda y de centro, simpatizantes todos ellos del gobierno de la república. Sugerí a Magalhaes que, al día siguiente, trajese también los de derechas, cuya lectura seguramente tranquilizaría. Pero los periódicos de la derecha se limitaban a gritar lo que habían gritado siempre, esta vez a propósito de España, y a afirmar y a negar lo que en ellos era habitual. Esperé la llegada de los ingleses. Más comedidos, al menos no gritaban, pero no negaban la gravedad de la situación. El ánimo de Magalhaes fluctuaba entre la imaginación de una España fascista, sin peligro para Portugal, y una España comunista, amenazadora. Su razonamiento era el mismo que el de los demagogos franceses, aunque al revés.
Se inició así un período que duró varios meses, en que la mayor parte de nuestro tiempo en la oficina lo consumíamos en seguir el desarrollo de los acontecimientos y registrarlos en un mapa de España algo anticuado que Magalhaes se había agenciado de no sé dónde. Debo decir que pronto empezó a usarse la expresión de Guerra Civil, aunque las noticias procedentes de España, y muchos de los comentarios franceses, le dieran aún otro nombre. Fuera lo que fuese, en nuestro mapa figuraban, en un principio, pocos y exiguos reductos «azules» de uniformidad dudosa, que se fueron ampliando día a día, unas veces con seguridad, otras con incertidumbre. La pasión de Magalhaes quedaba de manifiesto hasta en el grosor de los trazos que dejaba en el mapa, más tenues los rojos, más poderosos y afirmativos, los azules. Así fueron quedando marcadas en aquel papel el paso de las tropas africanas por el estrecho y las conquistas sucesivas, que imaginábamos bajo un sol ardiente, casi como combates primitivos, soldados con el fusil en la mano y el cuchillo en la boca. Cuando toda la frontera portuguesa estuvo libre de tropas gubernamentales, Magalhaes lo consideró un triunfo definitivo y me invitó a almorzar. «Ganarán, ganarán, ya verá como ganan!»
Mi curiosidad inicial, mi desconcierto, se habían transformado poco a poco en una especie de remordimiento difuso, en algo que, desde no sé qué lugar, me acusaba de no sentir con el debido dolor el destino de mi patria. Discutía conmigo mismo, respondía (a veces con sofismas) a mis propias objeciones. No es que empezase a inclinarme hacia alguno de los bandos, sino que sentía la contienda como tragedia y como disparate. Me preguntaba qué razones históricas había para que los españoles no supiéramos dirimir nuestras diferencias más que matándonos los unos a los otros y destruyendo el país. Esa misma pregunta se hacían, tanto en Francia como en Inglaterra, algunos comentaristas desapasionados, y las respuestas que ofrecían se fundamentaban seguramente en un conocimiento de la historia de España superior a la mía. Al menos daban respuestas; yo me quedaba en la perplejidad, en el estupor, y cuando, en la calle, me tropezaba con una manifestación popular pidiendo aviones y cañones para la república, un sentimiento desconocido me apretaba el corazón. Dije que no me inclinaba por ninguno de los contendientes, y debo añadir que la inmediata participación de los italianos y de los alemanes en el conflicto pesaba mucho en mi ánimo. No sólo consideraba a los nazis responsables de mi soledad sentimental, sino que estaba suficientemente informado de sus métodos represivos como para no sentir hacia ellos una hostilidad irreversible. ¿Será posible, me preguntaba, que alguna vez se llegue en España a usar de esos métodos? Al hacer partícipe a Magalhaes de mis congojas, éste intentaba convencerme de que toda noticia referente a los campos de concentración y a la persecución de los judíos era pura propaganda comunista. Pero yo sabía que no. Me hallaba, pues, en la peor de las indecisiones. Fue aquél un espantoso verano. Con sol o con lluvia, yo caminaba por París obsesionado y, al mismo tiempo, alerta a cualquier noticia nueva, comparador de todas las ediciones de los periódicos vespertinos, lector ávido de todas sus verdades y de todas sus mentiras. En los escasos momentos de lucidez y de frialdad de ánimo, me proponía adoptar mi habitual postura de contemplador de la realidad; pero el relato de cualquier barbaridad cometida por uno u otro bando me devolvería a la inquietud, a la obsesión, a la angustia. El señor Magalhaes llegó a compadecerme. «¡Y yo que le tenía a usted por un viva la Virgen!» No lo dijo así, exactamente, pero es la mejor traducción que puedo dar a lo que dijo.
Fue por los días en que las tropas sublevadas habían llegado a Toledo. En los periódicos se hablaba de heroísmo y se traían a colación recuerdos históricos. A mí me conmovía la destrucción del Alcázar, las torres derribadas, los arcos rotos. El señor Magalhaes, más humano que yo, insistía en los matices épicos del acontecimiento, si bien en la historia de Portugal no hallase nada a que compararlo, ya que el sitio de Viseu no le parecía lo bastante similar. Sonó el teléfono. Lo cogió Magalhaes, escuchó y me lo pasó. «Es su portera.» Madame la conciérge me comunicó en voz alterada que «ella había estado allí». «Ella, ¿quién?» «La del niño, señor. Ha dejado una nota escrita para usted.» Le pedí que me la leyera: Clelia me rogaba que acudiera a una cita, precisamente en la escalinata de la Magdalena, a la una en punto de la tarde. «Dice también que lo invita a comer.» Siendo cosa de mujeres, Magalhaes me autorizó a marcharme, con una sonrisa aprobadora. «Hace usted bien. En el estado en que está lo mejor que puede sucederle es meterse en un lío de faldas. Eso siempre ayuda a olvidar o, al menos, distrae.» Pasé, sin embargo, por mi casa para cambiarme de ropa, y estuve en la Magdalena un poco antes de la una. Clelia no había llegado o, al menos, no la vi. La esperé al sol varios minutos. Fumé dos cigarrillos y paseé de cabo a rabo la escalinata: exactamente el penúltimo tramo, si se cuenta de abajo arriba, Clelia apareció a la una y diez. Había cierta aglomeración de tráfico, y ella llegó en un cochecito biplaza, de color corinto, no de los últimos modelos, pero sí de buena marca. Traía un traje de verano estampado y un sombrerillo que ni puedo describir ni definir: uno de esos «algos» a la vez apretados y sueltos, informes y a la vez tremendamente formales, que sólo las mujeres de París son capaces de encasquetarse encima del peinado. El de Clelia venía suelto; le caía osadamente hasta media espalda, y en tanto se acercaba, yo me preguntaba en virtud de qué paradoja estética aquel sombrero le iba bien a aquella cabellera. Se detuvo delante de mí. «¿No va usted a preguntarme nada?» «No más de lo que usted me permita.» Las razones que tuvo para cambiar de repente el tratamiento las ignoro: «¿Te has acordado de mí?» «No es fácil olvidarte.» Entonces se me acercó y me dio un beso. «Te encuentro desmejorado. ¿Es por tu guerra?» «Quizá sea por la guerra.» «¡Qué lástima!, ¿verdad? Las cosas de las que uno no tiene culpa se entrometen en la vida y la estropean.» Me cogió del brazo. «Vamos a almorzar aquí cerca. Te has puesto muy guapa; te lo agradezco.» Y después de unos segundos añadió: «Te confieso que cuando curioseé en tu armario, aquella noche, este traje me gustó mucho.»
Como siempre, empezaba a suceder algo imprevisible cuya iniciativa no me pertenecía. Como siempre, me dejé llevar. Nos metimos en el coche, detenido ante la escalinata, y me llevó a no sé qué lugar no demasiado lejos, creo que al Chausée d'Antin, o por allí. Un restaurante pequeño, pero elegante, donde la gente susurraba. El maitre la llamó «Madame», y ella a él, Pierre. A la hora de elegir los vinos, le rogué que lo hiciera ella; me acordé de los consejos de Simón Pereira. Dijimos algunas bagatelas, retrasando uno y otro lo que había que decir y lo que había que callar. Fue ella quien lo hizo. «Desde que empezó tu guerra, ando preocupada por ti. Llegué a temer que te hubieras marchado a España, y me alegro de que aún estés aquí.» Y algo más tarde: «Si hubiera seguido mis impulsos, te habría buscado al tercer o cuarto día de la guerra. Pero tuve la suficiente serenidad para comprender que, de haberlo hecho, no nos habríamos separado ya, y esto podía dañarte. Ahora ya no importa: mañana salgo para Estados Unidos. Sólo podremos estar juntos unas horas.» Y más adelante aún: «Sé de mí misma que soy una mujer peligrosa. Nadie puede convencerme de que mi marido no se haya suicidado por mi culpa, y eso basta. Algo me pasa, no sé lo que es. Voy a Estados Unidos en busca de curación. Si regreso satisfecha de mí misma, volveré a buscarte.» Habló implacablemente de su carácter inestable, inaguantable. Y en un aparte de la conversación dejó caer que era judía; entonces me miró fijamente, y recordé a Ursula cuando me dijo que ella, en parte, también lo era. Mi respuesta fue parecida. «Poca gente habrá en la península Ibérica que no tenga alguna sangre hebrea. Yo, desde luego, la tengo.» Esto pareció tranquilizarla, y quizá le hubiera facilitado lo que vino después: que sus padres eran ortodoxos observantes y que ella, aunque ya no lo fuera, sino absolutamente agnóstica, sentía cierto temor a las maldiciones paternas. «Mi padre me maldijo cuando me casé con un cristiano, y acaso hayan sido sus palabras terribles la culpa de aquel fracaso.» No añadió que le horrorizaría fracasar también conmigo, pero lo dio a entender.
Hablaba de sí misma dando rodeos, como quien teme y desea aproximarse a la revelación final. «Tengo una maraña en la cabeza -como quien dice que tiene la cabellera enmarañada-. A veces no es un revoltijo, sino un vacío, algo espantoso, porque es un vacío helado.» Tenía el café delante cuando se decidió a decir: «En realidad, estoy endemoniada. No creo en Dios, pero en el demonio, sí, porque lo vi. Fue un atardecer, allá en mi aldea, salió de la neblina, me miró, se apoderó de mí. Desde entonces está dentro y me domina. Yo peleo contra él, no creas que me dejo llevar; pero él es quien gana. A veces se oculta, queda en silencio; si entonces me atrevo a mirar en mi interior, lo descubro, agazapado, riendo. Es un viejo demonio muy conocido de nosotros, los judíos. Está en la Biblia, y de allí sale para atormentarnos, para dominarnos. -Y como yo me limitase a mirarla, a escucharla, continuó-: Ya sé que nadie cree en el diablo, ni siquiera los curas católicos. Yo fui a uno de ellos a que me exorcizase, y me rechazó. Dicen que los psicoanalistas son ahora los que quitan los demonios. Por eso voy a uno de ellos.»
Cuando terminó el almuerzo, el cielo se había encapotado, y el aire estaba gris. «¿Quieres que demos un paseo por el bosque?» «¿El de Boulogne?» «¡Oh no, eso está muy visto! Vamos al de Vincennes.» Yo no lo conocía, y me alegró la invitación. No tardamos en llegar. Dejamos el coche en un rincón, y recorrimos unas cuantas veredas, hasta internarnos en la espesura. Clelia me había pedido que no le preguntase nada, pero ella no hacía más que preguntar, y se mostró muy hábil. Su obsesión era Ursula, como que me sacó aquella parte de la historia que casi rozaba la pura intimidad y aun de ésta intentó saber algo. Preguntó con tal destreza, sabía de tal manera meterse en los vacíos que las respuestas dejaban, que yo sentía cómo Ursula se iba despegando de mí, suavemente, hasta quedar en un recuerdo lejano, recuerdo de un recuerdo. El presente y la vida eran Clelia y aquella tarde de otoño prematuro en que las hojas amarillas de los árboles y las guijas de las veredas parecían susurrar la misma invitación. También me habló otra vez de ella, de una infancia difícil en una aldea polaca, de la emigración de sus padres a París, de la suerte que habían tenido hasta enriquecerse y poderle dar una buena educación. Había estudiado en un liceo y en la universidad, se había especializado en matemáticas, había trabajado con maestros distinguidos cuyos nombres yo desconocía y he olvidado. «Fue mi carácter el que me apartó de los estudios. No sé qué hay dentro de mí que permite coexistir lo más razonable, con lo puramente irracional, casi con la locura, una locura lúcida, sin embargo. Cuando me hartaba de las matemáticas cerraba el libro o apartaba el cuaderno, y elucubraba sobre el amor y el sexo, porque eran lo más fácil de lo que oía hablar; pero yo buscaba algo más, no supe nunca qué, no lo sé aún. Pero me he hundido en verdaderos abismos, abismos desconocidos, de los que no sé cómo salí. También era, y sigue siendo, como si me dividiese en dos, y pudiera pasar de la una a la otra como se cambia de piso. Encontré un hombre, me casé sin pensarlo, no fuimos felices (ya te lo dije, por mi culpa), pero no estoy arrepentida. Ahora ya sé que tengo que poner en orden el otro piso, el embarullado, ese en que habita el diablo; después de que lo haga seré una mujer como cualquier otra y podré esperar le bonheur.» Resultó también que había hecho investigaciones sobre mí y que había averiguado bastantes cosas, aunque no las suficientes. «Ahora, después de lo que me has contado de Ursula, sé por lo menos que eres capaz de amar.» Toda aquella palabrería transcurrió como un mero juego. Saltaba de los temas importantes a los triviales, y se interesaba, por ejemplo, por mis preferencias literarias o por mi opinión sobre la moda de aquel año. En un momento se quitó el sombrero y dejó que el viento le llevase los cabellos; llegaron a enredársele en un arbusto, dio unos gritos, más ficticios que reales, quizá mera coquetería. También se le cayó al agua el sombrerito, y dejó que el agua se lo llevase. «Es una lástima; se lo había prometido a mi doncella. ¿Qué va a decir cuando lo sepa?»
Conforme caía la tarde, el bosque se ensombrecía, una sombra que no venía de fuera, sino que parecía surgir del mismo bosque, emanada de las frondas. Me preguntó si no me daba miedo, y sin esperar mi respuesta se agarró a mí. «No creo en Dios -me dijo-, pero en los bosques, aun en los más civilizados, como éste, queda algo de misterio, algo que nos sobrecoge y no podemos explicar. ¿No lo sientes ahora mismo?» Era cierto que una aura sutil, aunque sólo fuera de penumbra, nos iba envolviendo, nos penetraba; más aún, nos acercaba. «Aunque no crea en Dios -continuó ella-, es indudable que existe una fuerza superior a los individuos, esto que nos invade ahora, lo que nos acerca cada vez más, y expulsa el demonio de mí, aunque después regrese. Y yo no conozco más que una manera de entrar más adentro, en lo desconocido, de participar en lo que nos rodea. Amar es perderse en otro y perderse en el todo. Pero lo hemos civilizado demasiado. No es lo mismo amarse en el dormitorio de un piso de París que aquí, en el césped. La civilización nos aisla, nos incomunica; me gustaría hacer el amor contigo en una playa, bajo la lluvia, envueltos por el huracán. El césped nos permite derramarnos, salir de nosotros, perdernos en eso que percibimos cada vez con más fuerza. Yo por lo menos. ¿Y tú?»
Después también me dijo: «Es posible que llueva, podemos elegir entre el césped y el automóvil. Yo prefiero el césped.» Se salió con la suya. Sólo empezó a llover, y no demasiado, cuando regresábamos. Se había hecho de noche. Llegamos a perdernos, pero no nos dimos cuenta.
MADAME CLAUDINE ME REPROCHÓ que ninguna chica me durase más de un día, o a lo sumo dos, y le echó la culpa a mi preferencia por mujeres de cierta clase, como lo eran evidentemente Ursula y Clelia. De ésta llegó a decirme que cómo podía durarme una mujer que usaba un sombrerito como el que había traído la última vez, porque esa clase de mujeres cambia de hombre como de sombrero. «Lo que tiene usted que buscarse es una chica corriente, de tantas como hay esperando un amor, y no complicaciones. Hay muchachas excelentes en París para un hombre como usted, como esposas o como amantes. Hágame caso.» No hubiera entendido mis razones, no porque no fuese espabilada mi portera, sino porque me vería en graves aprietos para razonar. Recibí una tarjeta de Clelia desde el puerto inglés al que había ido para embarcarse, y varios días después, un cablegrama de llegada desde Nueva York. Ambos decían lo mismo: «Estoy bien. No me olvides.» ¿Cómo iba a olvidarla? Jamás mujer alguna hizo dar más vueltas a mi cabeza en un intento de entenderla, hasta el punto de quedar las noticias de la guerra lejos de mi preocupación constante. Lo advirtió el señor Magalhaes. «¿Está usted enamorado?» «Más bien desenamorándome, aunque con dificultad.» «Un clavo quita otro clavo, amigo. Búsquese cualquier chica.» Creo haber dicho que Clelia no era misteriosa, aunque sí incomprensible. Intentaba entenderla con los pocos datos que tenía de ella, datos inseguros, recargados de conjeturas y de suposiciones, porque, lo mismo que me había mentido el primer día, podía haberme mentido esta vez, podía haber representado un papel, o simplemente podía haberse divertido a mi cuenta, aunque mi orgullo y el recuerdo de ciertas ternuras habidas en el bosque me hicieran rechazar la hipótesis. No había dejado de pensar en ella, cuando recibí una larga carta, escrita en Nueva York en las horas inmediatamente anteriores, según ella, a su ingreso en el sanatorio. Era una larga carta cuya sustancia podía resumirse en el recuerdo del aplacamiento, de la paz interior que las horas pasadas conmigo le habían causado, y reforzaba la afirmación añadiendo que yo «había encadenado su demonio», aunque mi ausencia pronto le permitiría, supongo que al demonio, deshacerse de las cadenas y quedar otra vez dueño de su alma. También se preguntaba si, queriendo huir al infierno, no habría caído en él, pues la impresión habida del sanatorio, durante la visita preliminar, era la de una cárcel perfecta y fría. Sin embargo, ella lo había elegido; ahora aceptaba las consecuencias. Dedicaba unas líneas a descubrirme el Nueva York que había paseado en las últimas horas de su libertad. «Me gustaría llevarte de mi brazo y contemplar juntos lo que vi. No deja de ser fascinante, pero no creo que sea una ciudad hecha para el amor: aquí, los que se aman tienen que crearlo todo menos la cama, que ésa no te la niegan. La gente tiene mucha prisa, y el amor requiere calma y, sobre todo, silencio, ese que nos acogió en el bosque aquella tarde que no olvidaré jamás. En el infierno en que voy a entrar sé que lo hay, pero de otra clase. Se adivina que algo que está en las paredes no deja pasar los ruidos, pero recuerdas los que quedan fuera, y los sigues oyendo. No sé cómo será tu Lisboa; en cualquier caso nunca iré allá si no es para encontrarme contigo.» No volvería a escribirme porque, en el sanatorio, estaba prohibido. «Tampoco sabré cómo marcha tu guerra, pero me asistirá la esperanza si me prometes que no irás allá. Hazlo en voz alta, y yo lo escucharé, por mucha tierra y mucho mar que nos separen. No vayas allá. Todos están locos en el mundo, nadie tiene razón; para vivir hay que esconderse.» Se despedía: «Espero en mi corazón que volveremos a vernos.» La posdata venía en francés: «C'est posible que je soie enceinte. Je ne le sais pas encore. N'est ce pas merveilleux?» Así, escuetamente, sin más precisiones, sin hacerme responsable, sin aludir siquiera a la tarde de Vincennes. Aquellas pocas palabras me dejaron de repente frío y con un sentimiento nuevo, aunque de temor. Pude sobreponerme y atribuirlo al capricho, a la imaginación, al deseo, ¡qué sé yo!, de Clelia. La realidad indiscutible era que la historia me había arrebatado a una mujer que amaba y, ahora la locura se llevaba a una que podría haber amado. Clelia me había dejado un retrato diminuto, una foto burocrática arrancada de su permiso de conducir. La coloqué en una esquina muy visible del retrato de Ursula. Y no creo haber traicionado con esto ni a Ursula ni a Clelia; si en cierto modo se parecían, o coincidían en ellas algunos caracteres, incluso físicos, en mi ánimo iba siendo una sola y única mujer. Explicarlo es difícil, al menos para mí. No soy de esos que buscan «la mujer», menos que nada «la mujer ideal», pero es inevitable que las figuras, cuando se alejan, se confundan.
«Mi guerra», como la llamaba Clelia, se iba aclarando y complicando al mismo tiempo. Había rebasado, tiempo atrás, la condición de levantamiento; la media España rebelde se convertía, por etapas, en Estado. Por las noticias que nos llegaban, también ellos se habían agenciado una ideología, en cierto modo improvisada y de segunda mano; una ideología ambigua, aunque se le llamase generalmente bando fascista. Tanto Alemania como Italia ayudaban a los rebeldes, quienes ofrecían al mundo, para mayor complicación, la realidad de las dos Españas, o más exactamente, las dos Españas de siempre hechas realidad visible y combativa. Si en un principio las cabezas de la rebelión estaban dudosas, hacía ya meses que el general Franco las capitaneaba y las simbolizaba. Su retrato solía aparecer acompañado de obispos y generales, y, si solo, de malos adjetivos. Pocos eran los comentarios que mantenían una actitud objetiva y seria, y en cuanto a los corresponsales de guerra, prestaban mayor atención a los detalles pintorescos o dramáticos que a la contienda. Para desesperación de Magalhaes, las simpatías populares iban hacia los republicanos, espontáneas o provocadas. Nunca, ni durante la guerra universal que siguió, llegué a presenciar mayor acumulación de propaganda. Ni siquiera en los momentos más peligrosos de la política de Hitler gritaron más los periódicos, gritó más la gente. Llegó un momento en que comprendí que el problema de mi país había excedido las fronteras, era un problema del mundo, pero no exactamente el dilema que, en años anteriores, se nos había propuesto: o Roma o Moscú, por mucho que el señor Magalhaes lo siguiera creyendo. Con frecuencia se veían en el cine escenas de la contienda: ante ellas no conseguía mantener mi deseada frialdad; me hubiera avergonzado de mí mismo si no me sintiera escalofriado cuando saltaban por el aire los cuerpos sin culpa de los soldados al estallar una granada. También abundaban las fotografías horribles, los muertos abandonados en las cunetas, las ciudades destruidas. Creo que si algún entusiasmo político, alguna clase de fe, me hubiera llevado a pelear con uno u otro bando, el fuego de la participación, la embriaguez del peligro, me habrían impedido sentir como sentía todos aquellos horrores. Pero estropeaba la espontaneidad de mi corazón al preguntarme si actuaba como un mero sentimental, o si mis repulsas nacían de una conciencia moral adquirida sin querer, sin darme cuenta. Hoy mismo no podría decirlo con claridad, pero me inclino por la solución de la mezcla.
Empezaba a sentirme incómodo en París. No faltaba entre la poca gente que conocía quien me preguntase con insistencia si no pensaba regresar a España a defender la libertad; otros, menos conocidos, daban por supuesto que yo era un fugitivo del bando azul, en tránsito para la zona roja. Los franceses partidarios de Franco no me eran simpáticos, aunque reconociese la excelente prosa de Maurras y su acerado ingenio. Madame Claudine no me hacía de esas preguntas, sino de otro jaez: «¿No le preocupa la guerra de su país? ¿No tiene allá familia? ¿Recibe noticias? -Y también-: ¿No estarán preocupados al no saber nada de usted?» No sé qué habría pensado de mí si llegase a conocer la realidad profunda de mis sentimientos. Madame Claudine era una buena patriota francesa, una patriota sin contradicciones, como debe ser, y no entendía que a nadie le pudieran caber dudas acerca de la propia patria; pero Francia no estaba en guerra civil. Los franceses resolvían sus diferencias de modo bastante menos ruidoso, y, por supuesto, menos trágico. ¡Son cartesianos hasta ese punto! Hubo momentos en que pensé que la guerra española les servía de vacuna, y eso lo digo como elogio. ¡Quedaba tan cerca el mal ejemplo! Sin embargo, tiempo después también pasaron por una experiencia semejante. Entonces, y en relación con Francia, yo también podía ver los toros desde la barrera, aunque no muy seguro de que el toro no la saltase. Pero esto es adelantarse en las consideraciones.
Empecé a preparar mi regreso con una carta a Simón Pereira: una carta bastante sincera en la que le preguntaba francamente si creía que Lisboa era un buen lugar para mí. No tardó mucho en responderme; me aseguraba que había pensado varias veces en mi situación, y que, por supuesto, no me aconsejaba el regreso a España, donde inevitablemente me cogería la guerra de un modo u otro, aunque siempre peligroso. «Pero no crea usted que la situación en Lisboa le será fácil. La actitud oficial es favorable al general Franco, a cuyo bando pertenece el embajador. Sin embargo, en Lisboa hay gente de ambas partes, y en cierto modo es también un campo de batalla, aunque de palabras e intrigas. Aquí tendría que definirse, aunque sólo sea en apariencia, salvo en el caso, nada difícil, de que prefiera usted hacerse ciudadano portugués; pero es también un modo de alinearse. Cuando el mundo anda tan dividido como lo está ahora, si no se cae de un lado, se cae inevitablemente del otro. Aunque siempre nos quede el recurso de la hipocresía y el disimulo, para lo cual se necesita cierto talento. ¿Por qué supongo que usted lo tiene? Si no me equivoco, si está usted seguro de sí mismo, entonces le aconsejo que venga. Nosotros haremos por usted lo que sea necesario.» ¿Nosotros? ¿Él y su padre? ¿El banco en que tenía mis dineros? Al leer aquella carta renació en mí la vieja sensación de sentirme protegido como un niño al que se ha dejado salir al mundo con las debidas precauciones, un niño sin la experiencia indispensable para saber lo que quiere y buscarlo por su cuenta. Solo ante mí mismo, en aquel breve salón en que habían estado Ursula y Clelia, pero en el que también había pasado largas horas de soledad, en que había estudiado porque no tenía otra cosa que hacer, ni se me ocurría; en aquel salón, digo, me hallé a los veintiséis años largos de edad sin una sola aspiración, sin un deseo concreto que no fuera ir viviendo, no digo que a salto de mata porque tenía la vida asegurada, pero sí bastante al azar de lo que pudiera aparecer tras una esquina. Mi deseo repentino de marchar de París podía justificarse (nadie pedía una justificación, ni siquiera el señor Pereira, junior) en las pequeñas incomodidades que mi condición de español me causaba y a las que ya me referí; pero también es cierto que podía evitarlas sin necesidad de salir de París, que es lo bastante grande como para pasar inadvertido si se desea. O había una razón profunda y desconocida, o se trataba únicamente de un cambio de dirección del viento. Respondí al señor Pereira diciéndole que le avisaría de mi marcha, y una mañana dije a Magalhaes, como sin darle importancia, que empezaba a cansarme de París. «Pero ¿adónde va a ir usted que esté mejor que aquí? Por lo pronto, aquí nadie le reclama para el servicio militar. Y París es París, después de todo.» Pocos días después le comuniqué mi decisión definitiva: me iría al mes siguiente. Se entristeció con la noticia, tengo que ser sincero; y empezó a darme consejos políticos: «No se meta usted en esto, no se meta usted en lo otro, mire que de la vida sé bastante más que usted.» Pero el hecho de que mi marcha fuera a Lisboa no dejó de satisfacerle. «Y sé que su pluma se estima allí, y que Ademar de Alemcastre tiene lectores. Podría usted aprovecharlo.» No se me había ocurrido; menos aún recuperar, en serio, el Alemcastre. Ursula y Clelia me habían amado como Filomeno.
Sin embargo, antes de marchar de París, me quedaba por experimentar la última emoción. Una mañana recibí la llamada de una mujer de acento extranjero que necesitaba verme y me dio una cita precisamente en el café Procope. «Soy muy alta, de aspecto alemán. Llevaré una boina oscura. ¿Quiere darme alguna seña de usted?» Mi sombrero verde, mi abrigo, un paraguas de puño curvo. Magalhaes me preguntó si era la última aventura. Le respondí que ignoraba quién fuese aquella mujer.
Acudí al café Procope. Fue fácil reconocer a aquella walkiria un poco mustia, más alta que yo, de un rubio fuerte y cabellos lacios. No demasiado joven, pero todavía de buen ver. Algo de modales hombrunos ocultaban una feminidad tierna y en retirada: le asomaba, a veces, a los ojos. Me tendió la mano al identificarme. «Mi nombre es Deborah.» Me pidió que me sentase a su lado, no enfrente, porque no quería hablar en voz alta. «Soy amiga de Ursula. Más que amiga, compañera. Me entiende, ¿verdad?» Miraba mucho alrededor, examinaba a los que entraban y a los que estaban sentados. «¿Espera a alguien más? ¿Busca a alguien?» «Desconfío», me respondió. Pero tardó en ir al grano. Hablamos primero de la guerra de España: ella había estado en Barcelona, no era muy optimista acerca de la victoria de los republicanos. «Ustedes los españoles son incapaces de disciplina. Allí cada cual es su propio partido y cree que la guerra es cosa suya, y piensan que se gana con valor; ellos lo dicen de otra manera, mientras el enemigo se procura cañones y aviones y obedece a un solo mando. Tengo entendido que en el campo rebelde sucedía algo parecido, pero que ese general que tienen actúa con mano dura y los metió a todos en un puño. Desde mi punto de vista, no es buena noticia. Fuera de esto, los españoles son una gente estupenda, pero jamás serán buenos comunistas. Lo español es el anarquismo, pero la hora del anarquismo no ha llegado.» «¿Viene usted ahora de Barcelona? ¿Viene de España?» Me miró y quedó un momento en silencio. «Vengo de Checoslovaquia?» «¿Me trae noticias de Ursula? ¿Ha muerto?» «No. Todavía no. Al menos hace tres días estaba viva, en Praga.» Abrió el bolso y sacó de él un paquetito. «Me ha dado esto para usted. No quiero entregárselo muy a la vista de la gente, porque puede haber alguien vigilándome; de seguro que lo hay, y darle un paquete sería comprometerlo. Lo dejaré encima de mi asiento para que usted, disimuladamente, lo coja. Es un reloj.» No le hice ninguna pregunta. Me entristecí de pronto. Empecé a comer en silencio, y ella también. Bebió bastante vino, pero no parecía hacerle efecto; al menos, no modificaba su mirada. De repente empezó a hablar, como un susurro, casi a mi oído. «Surgió, sin esperarla, una misión peligrosa e importante. Ursula se ofreció. Había que entrar en Alemania, recoger a alguien, salir. Si el riesgo fuera sólo de muerte, no importaba; estamos acostumbrados a sentirla encima un día y otro. Pero hay algo peor: el riesgo de que le metan a uno en un campo de concentración.
Entonces, Ursula me dio el reloj y me pidió que se lo trajera a usted, con su último beso. -Repitió-: Lo dijo así, su último beso.» La mano grande y fuerte de Deborah apretó la mía. «Cuando piense en Ursula, piense con orgullo. Es todo cuanto tenía que decirle.» Habíamos acabado el postre; pidió un coñac con el café. «Yo también puedo caer en cualquier momento. Estoy muy vigilada. Nunca sé si llegaré a mañana, y hoy precisamente tengo el presentimiento de que estoy viviendo mi último día. He visto de lejos a alguien muy peligroso, a un judío traidor a su sangre que actúa de espía, de delator, de asesino. Lo vi y sé que me vio. No está aquí, es demasiado prudente, pero alguno de los presentes ocupa su lugar. Cuando le deje a usted, voy a ir a casa de un amigo, con el que pasaré la tarde y quizá la noche. Tengo necesidad de hacerlo: no es que me lo pida el cuerpo, lo pide este momento de mi vida. Cuando salga de su casa, ¿quién sabe si ése u otro en su lugar me matará? Lo imagino con la mayor frialdad, y hasta es posible que con alegría íntima. Estoy cansada.»
Salimos separados del restorán. Yo apretaba en el bolsillo del pantalón el envío de Ursula y me sentía triste. En tales estados de depresión prefería deambular a encerrarme en mi casa. Caminé mucho, y cuando me di cuenta me encontraba en los Campos Elíseos, muy cerca de la embajada española. Se me ocurrió acercarme. Hacía tiempo que conocía, y casi era amigo, de un funcionario de los que no pertenecen a la carrera: un sujeto simpático, interesado por la literatura y por la música, pero profesionalmente muy discreto, como que jamás me había dado una noticia que no hubiera venido ya en los periódicos. No se me ocurrió preguntarme por las razones que me llevaron hasta él, acaso únicamente el deseo de despedirme. En la embajada había el barullo acostumbrado; pero mi amigo, que se llamaba Carlos, permanecía en un rincón de la oficina, indiferente al ir y venir de gentes, a las voces, a las conversaciones o discusiones en dos o tres idiomas. Me dio la mano y me indicó que me sentase y esperase. Por mucho que hablasen y gritasen, no pude enterarme de nada. En un momento especialmente ruidoso, Carlos me dijo: «¿Acepta usted una invitación a cenar? Está aquí alguien a quien le gustará conocer y escuchar.» Me pasó un montón de periódicos republicanos para que me entretuviese. Cada periódico era un conjunto de gritos tipográficos, algunos de ellos patéticos y hermosos. Auguraban la victoria, pero se percibía el oculto temor de la derrota. Parecían estar escritos por grupos de exasperados cargados de razón a los que la historia se la quita. Estuve mucho tiempo leyéndolos, fue mi primera experiencia relativamente directa de lo que era la España republicana, y creo haberlo percibido con bastante claridad. Hubiera seguido horas y horas enfrascado en aquella lectura. Carlos me sacó de ella. «Mira, te quiero presentar al comandante Alzaga, que cenará con nosotros.» El comandante Alzaga vestía de paisano, y, más que un militar, parecía un intelectual. Incluso llevaba gafas bastante gruesas de miope. Salimos juntos. Carlos escogió el restorán y los vinos. No había dejado de hablar de trivialidades más o menos consabidas, cosa no acostumbrada en él. Siempre ponderado y discreto, daba la impresión de que con aquella garrulería consumía el tiempo vacío hasta la llegada de las palabras serias. Hasta después de la sopa el comandante no me preguntó: «Y usted ¿qué hace aquí?» «Esperar», le respondí. «¿A que termine la guerra?» «No creo que aguante tanto.» «¿Es usted un escapado de la zona rebelde? ¿Está usted de nuestro lado?» «Le confieso, comandante, que estoy perplejo. Nunca tuve una ideología política muy clara, por no decir que carecí de ella, que es lo más cierto.» Carlos intervino: «El señor Freijomil viene a verme con frecuencia, pero no creo que haga lo mismo con nadie del otro bando.» «La verdad -añadí- es que no los conozco. Salvo mi jefe, que es decididamente franquista, pero no es español.» «¿Su jefe?» «Trabajo para un periódico de Lisboa.» El comandante Alzaga sonrió: «Por allá, por el Tajo, no estamos muy bien vistos.» «Ya lo sé.» Esta conversación la interrumpió la llegada de la camarera. Era una chica guapa y descarada que atendía al comandante y que a Carlos y a mí nos ignoraba. «Le ha gustado usted a la chica», comentó Carlos, y Alzaga lo recibió sin demasiado entusiasmo. La verdad es que la cosa no estaba para hablar de chicas. «Por primera vez -dije yo- he podido leer los periódicos republícanos. Lo estaba haciendo cuando usted llegó, comandante.» «¿Qué le parecen?» Fui sincero, y él me respondió, también sinceramente: «No se equivoca. La convicción del triunfo nos duró muy poco. No dudo de que haya gente en el pueblo que aún lo espere, aunque muchos confundan la esperanza con el deseo. Pero nosotros tenemos más dudas que certezas.» «¿Ustedes? ¿Quiénes son ustedes?» «Yo pertenezco al Estado Mayor Central. Dentro del ejército, soy eso que ellos llaman un intelectual; es decir, un tipo incómodo lo mismo en mi bando que en el otro. Los ejércitos, como cualquier otra clase de estamento, se rigen por tópicos, más fuertes que las ordenanzas y que los reglamentos. Y nosotros los intelectuales somos los encargados de destruirlos, de poner la verdad en su lugar, un oficio muy duro, un trabajo que nadie agradece. En mi caso, he luchado contra los tópicos de los políticos que han perjudicado la guerra.» Le pregunté, ignenuamente, si había abandonado a los republicanos. «No. No los abandonaremos jamás, porque yo lo soy y no puedo dejar de serlo. Permaneceré en España hasta el final, hasta que Franco me fusile. Si ahora estoy en París, es porque formo parte de una de esas comisiones secretas que intentan convencer a los de enfrente de que ha llegado la hora de la paz. Una gestión inútil. Franco no acepta condiciones, no acepta más que la rendición total, o, al menos, es lo que dice, a sabiendas de que nosotros no vamos a rendirnos, es decir, a sabiendas de que la guerra va a continuar hasta que nos aplaste. Pero él necesita aplastarnos no por razones estratégicas, ni políticas, ni siquiera morales, sino personales. Lo conozco muy bien al general: he trabajado con él.» «Pero ¿están las cosas tan mal?», preguntó Carlos. «No de momento. Teóricamente, la guerra no está perdida, pero tampoco ganada. Si los contendientes hubiéramos sido sólo republicanos y rebeldes, nos habríamos bastado. Lo malo fue la internacionalización de la guerra. De ahí viene el desequilibrio actual, pero también es posible que pueda ser mayor aún, y, en este sentido, nada se puede predecir, salvo el riesgo de que la guerra de España se convierta en guerra de Europa. Es lo que queremos evitar algunos políticos, algunos militares; queremos evitarlo, ante todo por España, que saldrá malparada de esta guerra, pero que quedaría enteramente destruida si la guerra se generalizase. Es lo que intento hacer ver a esa gente con la que trato, algunos de ellos antiguos compañeros de la Escuela de Estado Mayor. Ellos lo comprenden, pero su general no.» «Pero a él no le conviene una guerra europea.» «Naturalmente, y lo sabe. No es nada tonto el general, ni nada apasionado. Pero intenta anticiparse.» «De todas maneras -dije yo-, está bastante comprometido. Le sería difícil mantenerse neutral en una guerra europea.» «Le sería imposible, pero sólo teóricamente. En la historia, muchas cosas imposibles llegaron a ser reales.»
La conversación recayó sobre mí. El comandante me preguntó si había pensado alguna vez en América. «Para la gente como usted, entre dos fuegos, no es mal lugar. ¿Tiene una carrera, algo que pudiera servirle allá?» «Unos cuantos diplomas de la Sorbona, cursos de literatura y de historia; es decir, nada.» «Pues yo no le aconsejo que vuelva a España. Allí no será usted sino un soldado más, destinado a la muerte, lo mismo en un bando que en el otro. Y si consigue esperar, y triunfa Franco, tampoco le será fácil vivir allá. Usted, por lo pronto, debe ser prófugo.» «Fui declarado inútil para el servicio militar.» «Estas circunstancias no se tienen en cuenta cuando hacen falta hombres en las trincheras.» Tuve el valor de preguntarle: «¿Me desprecia usted, comandante, por mi indecisión?» «No. Entiendo la libertad de los individuos hasta ese punto. Si usted pudiera ser allá algo más que un soldado, le recordaría sus obligaciones morales. Pero ¿de qué nos puede servir? Un soldado más, una boca más, una muerte más. O en el peor de los casos, un derrotado más.
Me causaba admiración y respeto aquel hombre fino, inteligente, probablemente valioso, que se disponía a morir, aunque bien pudiera evitarlo. Carlos me había hablado alguna vez de gentes que venían a París con misiones más o menos imaginarias y que encontraban pretextos para no regresar. A algunos, y me citaba nombres, los habían enviado para eso. «Comandante -le dije-, no hay situación, por dramática que sea, que no admita un paréntesis. Conozco bien París; podría llevarle a algún lugar divertido.» El comandante miró a Carlos; éste le dijo: «Sí, hombre, anímate. Con unas copas de champán no traicionas a la república.» Los llevé a un cabaret no demasiado brillante, escaso de turistas y no muy caro, donde, al final del espectáculo, como en muchos otros, bailaban el cancán. Debo confesar mi debilidad por aquel baile como por muchas otras cosas de París que caben dentro de la palabra canaille, incluidas las casas decrépitas de los barrios viejos. Un mundo que me había interesado, que había descubierto a partir de algunos pintores, y que había buscado y recorrido hasta empaparme de él. Era un mundo en que el mal se mostraba en formas frívolas; un mundo que ocultaba miseria, vicio, pecado, degeneración, desesperación. Ese mundo existe en todas partes, en todas las ciudades grandes, pero sólo París ha sabido darle gracia, cuando no poesía. Acerca de él hablamos el comandante y yo, mientras la orquesta ejecutaba piezas de Offenbach y las bailarinas mostraban el trasero. El comandante Alzaga podía ser comprensivo para las posiciones políticas vacilantes, como la mía, pero su moral era rígida, a la española más castiza. Desaprobó el espectáculo y nos marchamos. «Sería mucho pedir -dijo en el taxi que nos llevaba- que el mundo dejara de divertirse mientras mueren nuestros soldados. Nunca la solidaridad de unos hombres con otros ha llegado a tanto. Lo comprendo, pero no lo puedo presenciar.»
Dos días después marché de Francia, en un barco inglés que hacía la travesía de Inglaterra a Argentina, con escala en Lisboa. Iba sin esperanza y en mi corazón pesaban los recuerdos.