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TUVE UNA LARGA CONVERSACIÓN con el señor Pereira, hijo. Me invitó a un restorán de lujo, como era su costumbre, o su gusto, no lo sé bien, y por aquello de que llevaba mucho tiempo fuera de Portugal me recomendó que comiera bacalao, y no cualquiera, sino precisamente uno que no figuraba en el menú, pero que guisaban para los clientes selectos a petición de parte. Estaba bueno, pero confieso que el placer no me desvaneció, no sé si a causa de una relativa insensibilidad gastronómica o a mi hábito de comer cualquier cosa en los figones y en los pequeños restoranes del Quartier Latín. Otro tanto me sucedió con el vino, pero, ante los aspavientos del señor Pereira, hube de fingir entusiasmo y hasta de beber más de lo corriente. No sé si el vino me soltó la lengua: el caso fue que en aquella conversación me mostré menos tímido que en otras, aunque igualmente indeciso. El señor Pereira, hijo, veía mi situación con toda claridad: por una parte, si regresaba a España, corría el peligro de que me llamaran a filas, pese a mi supuesta inutilidad para las armas; pero si permanecía en el extranjero, acabaría por ser declarado prófugo, si no lo había sido ya. No era una situación demasiado cómoda. El señor Pereira me ofreció una solución viable que, no sé por qué razones (seguramente fueron sentimentales), me resultó ardua desde el principio. «¿Por qué no se hace usted ciudadano portugués? No le será difícil. Lleva usted sangre nuestra y tiene bienes en el país; yo, por mi parte, no carezco de influencias que permitirían abreviar los trámites. Como tal portugués, quedaría usted fuera del alcance de las leyes españolas, al menos eso espero.» Le pedí un plazo para pensarlo. Entretanto no me vendría mal pasar unos días en el pazo miñoto, a propósito del cual el señor Pereira me dio también consejos: «Posee usted tierras de escasa rentabilidad. No voy a decirle que las venda, pero sí que se acoja a ciertas facilidades que el Estado Nuevo da a las empresas económicas. El norte es buena tierra para la ganadería. ¿Por qué no monta usted un negocio de vacuno? Multiplicaría el rendimiento de sus prados, y no le sería difícil pagar el crédito que el gobierno otorga para estos menesteres. Puede usted hacerlo sin tocar el capital, y, en este caso como en el otro, nosotros podemos influir a su favor. Le advierto de antemano que no importa que no sea usted portugués, ya que las tierras que pretende explotar lo son. Así como el cambio de nacionalidad es cosa de meditar, esto que acabo de ofrecerle puede llevarlo a la práctica inmediatamente y sin grandes compromisos. Nosotros, naturalmente, garantizaríamos el crédito.» No me parecía mala la oferta, y allí mismo empecé a fantasear y a verme convertido en ganadero moderno, en director de una explotación modelo, etc., etc… «Tampoco le vendría mal casarse», me dijo el señor Pereira como sin darle importancia, al tiempo que su mirada intentaba escrutar la sinceridad de mi respuesta. «¿Tiene usted algún compromiso en París?» «No, no. Ningún compromiso.» No era mentira, en cierto modo. En cualquier caso, Clelia estaba en Nueva York y no había vuelto a tener noticias de ella, ni, en el fondo de mi corazón, las esperaba. ¿Era acaso que no las deseaba? Las razones profundas nunca se pueden saber. El negocio del crédito me consumió algunos días. Me lo concedieron fácilmente. Al marchar hacia el norte, llevaba conmigo papeles por los que se me otorgaba una cantidad considerable de escudos y ciertas facilidades para la importación de ganado extranjero: todo condicionado a la presentación de un proyecto, de unos planos, de unos presupuestos, cosas de las que yo no entendía, pero que resultarían mollares a mi maestro. El señor Pereira me había ofrecido enviarme toda la información necesaria, y lo hizo. Lo primero era la construcción de establos modernos; luego había que planificar la producción y la comercialización de la leche y de la carne, y no sé cuántas cosas más. Aunque me veía como capitán de aquella empresa, no dejaba de contar con consejos y ayudas de quien sabía de la finca más que yo. Tuvimos una larga conversación la noche misma de mi llegada, y quedó entusiasmado, pero en ningún momento de la conversación dio por supuesto que yo fuera a ponerme al frente de la explotación. Nunca he podido imaginar cuáles eran en realidad los sentimientos de la pareja relativos al pazo y a la finca. Los sabía lo bastante inteligentes e informados como para no olvidar que el propietario era yo, pero se sentían profundamente ligados a aquellas piedras y a aquellos campos para no considerarme como una especie de intruso, aunque con todos los derechos y mediando el afecto mutuo. Yo encontraba naturales aquellos sentimientos, nacidos de una relación real y continuada con las piedras y con los campos, en tanto que los míos, si bien los analizaba, no pasaban de mera literatura. Claro está que este concepto, para mí, no es peyorativo. ¿Cómo iba a serlo, si presidía y daba tono a mis relaciones enteras con la realidad, lo mismo con las piedras de París que con las mujeres? De todas maneras, el hecho de que yo respondiera de los créditos con mi dinero, y no con la finca, posiblemente hicieran tambalearse, nada más que un poquito, los sentimientos de propiedad de aquel matrimonio intachable. Por mi parte confieso que esta actitud de mi maestro (compartida seguramente por la miss) me resultaba cómoda. Todo lo había visto fácil y atractivo mientras fantaseaba; pero al hallarme en tierra firme con la amenaza de la empresa ante mí y como cosa mía, me entró cierto temor al cansancio o a la pereza. No lo dejé traslucir. Mi maestro quedó muy satisfecho cuando le rogué que fuera pensando en los planos de los establos y en otras tareas inmediatas. Se le alegró la mirada. Quedamos en que a la mañana siguiente iríamos juntos a recorrer los lugares y a estudiar su conveniencia. Cuando nos encontramos, a la hora del desayuno, ya había calculado el número de obreros necesarios para cuidar de la vacada y otras menudencias por las que se veía su entusiasmo. Pero también aquella noche tuve una charla con la miss, aunque no de negocios. Me susurró que necesitaba hablarme a solas, y que iría a verme a mi salita particular después de la cena, a la hora en que su marido recorría las instalaciones y ordenaba el trabajo para el día siguiente. Aquella conversación me permitió descubrir que la miss, antes tan franca y tan directa, se había contagiado de los modos cautelosos y un poco retorcidos de hablar de la gente de aquella región y de sus vecinos los gallegos. Comenzó congratulándose de mi regreso, me aseguró que, durante mi ausencia, y a pesar de que enviaba al matrimonio noticias frecuentes, había pasado muchas noches en vela pensando en mí y en los peligros que mi juventud corría en París. Luego me preguntó si pensaba casarme, y hasta se extendió en ciertas consideraciones y consejos acerca de lo mal que está un hombre solo cuando ya ha cumplido veintisiete años y no hay causa ni razón que le impida casarse. Bien creí que era esto el fin de su conversación y que acabaría recomendándome alguna vecina rica, pero sucedió justamente lo contrario. Me contó que una finca próxima, colindante con la mía, aunque moderna, una finca, por otra parte, donde había vivido gente importante y acontecido historias de recuerdo siniestro, o, al menos melodramático, la había comprado una familia riquísima, un antiguo emigrante a Brasil, ahora de regreso, establecido allí con su mujer y su hija. La hija fue inmediatamente el tema de la miss; pronto me di cuenta también de su temor: se llamaba María de Fátima, era más joven que yo, se había educado en Suiza, andaba siempre en automóvil o a caballo, fumaba, y, según las sirvientes de su casa, amigas de las mías, cantaba y bailaba canciones y bailes de su tierra, se bañaba desnuda en la piscina y traía a la gente soliviantada. Pero lo malo no era eso, sino que María de Fátima había aparecido cierta mañana a la puerta del pazo, montada en su caballo y, sin apearse de él, había pedido ver al propietario. Acudió la miss. «El dueño de la casa está en París. Nosotros, mi marido y yo, lo representamos.» Pretendía María de Fátima que le enseñasen el pazo, de cuyas maravillas había oído hablar. La miss le dijo que viniera a tomar café, y que a esa hora sería más fácil mostrarle lo que quería. María de Fátima volvió aquella tarde, esta vez en su automóvil. «¡Un Rolls para ella sola, hijo mío, fíjate tú!»
Traía bombones para la miss y oporto viejo para mi maestro. Habló de Brasil y de sus bellezas, de que poseía allá tierras como provincias, y un palacete en Río de Janeiro. Pero cuando recorrieron la casa, permaneció muda y admirativa. Dio las gracias a la miss y a mi maestro y se despidió; pero volvió al día siguiente, y casi todos los días, uno con un pretexto, otro día con otro. Uno de ellos dijo: «Me gustaría comprar este pazo»; y otro: «Quiero comprar este pazo», y llegó a decir: «Daría todo lo que tengo por ser dueña de este pazo.» «Mi querido Ademar, es hermoso, y valioso, pero no tanto que uno dé lo que tiene por poseerlo.» Y después María de Fátima dejó de hablar de comprarlo, y sus preguntas recayeron sobre mí, que qué edad tenía, que si estaba soltero, que si era guapo. «Mi querido Ademar, esa mujer está dispuesta a casarse contigo con tal de ser aquí la dueña, y yo no encuentro que sea mujer apropiada para ti.» La razón de la entrevista, acordada previamente con mi maestro, de eso estoy seguro, era prevenirme contra las seducciones de María de Fátima, que, por cierto, comenzaron al día siguiente mismo. Nos hallábamos, el maestro y yo, lejos de la casa, viendo esto y aquello, y fantaseando sobre la futura vaquería, cuando vimos aparecer a una amazona que venía hacia nosotros. «Es María de Fátima -dijo él-. Mi mujer ya te habló de ella, ¿verdad?» María de Fátima cabalgaba un hermoso caballo, que montaba a horcajadas, no como había visto hacer a mi abuela, a mujeriegas. Antes de hablarnos, nos quedamos mirándonos. Por lo pronto, era la mujer más bonita que había visto en mi vida, de una belleza no sólo superior a la de Ursula y a la de Clelia, sino distinta; una belleza detrás de la cual estaba toda la selva brasileña, sensual, provocativa, avasallante. Cuando descabalgó y se acercó a mí, todas las cadencias del mundo se resumían en el vaivén de sus caderas. No la miraba mi maestro, sino a mí, como espiando el efecto de aquella aparición. Traía puesto un sombrerito de corte masculino; se lo quitó antes de darme la mano, y cayó sobre sus hombros una cabellera negra, larga, profunda, una cabellera como un abismo. «Hola. Soy María de Fátima, tu vecina.» «Hola. Soy Filomeno.» Se quedó un poco sorprendida. «¿Filomeno? ¿No te llamas Ademar?» «Según. Unas veces, Ademar; otras, Filomeno. Puedes elegir.» No había soltado mi mano, pero miraba a mi maestro, lo miraba como ordenándole que se fuera. Y él la obedeció, porque todavía su edad le permitía sentir los efectos de las caderas de María de Fátima. «¿Has venido también a caballo?» «No. Hemos venido andando. La casa está cerca.» Cogió de las riendas el suyo. «Vamos hacia allá. Puesto que somos vecinos, quiero que seamos amigos.» No me pidió de repente que le vendiera el pazo; se limitó a contarme parte de lo que yo ya sabía. Y mientras lo hacía, a eso de medio camino se me cogió del brazo. «Supe esta mañana que habías llegado. Y yo vengo a ofrecerte nuestra buena vecindad y a invitarte a comer con nosotros.» Hablaba el portugués musical y claro de Brasil, hablaba como si cantase, con una voz oscura y cachonda como un ritmo de maracas. Era morena y no venía pintada; hasta las uñas las llevaba al natural, aunque limpias y bien recortadas, no redondas, sino en punta, como unas garras. Mientras ella hablaba, mientras yo la escuchaba, agradecía en mi corazón a la miss el haberme prevenido contra ella, si bien no me hubiera detallado los encantos de que debía defenderme. Lo más peligroso de María de Fátima no eran, sin embargo, sus atractivos, sino ese aire de mando de los que están acostumbrados a que todo el mundo haga su voluntad. Presentí que me hallaba al lado de un huracán, y pensé que mi única defensa estaba en mi condición de flexible junco. Pero a veces también el huracán arranca a los juncos de cuajo, a los que no quieren plegarse a su imperio.
Cuando dije a la miss que María de Fátima me había invitado a comer, vi temblar en sus ojos el temor. Intenté tranquilizarla con una mirada, pero no sé si llegó a comprenderla o si, aun habiéndola entendido, consideró insuficiente la seguridad que con ella le había enviado. La miss no era religiosa, pero acaso en aquella ocasión se haya dirigido a un dios ignoto pidiéndole protección para mí.
Había dejado sola en el vestíbulo a María de Fátima con el pretexto de que no estaba vestido con la decencia necesaria. Mientras yo me cambiaba, ella esperó, no sé si fisgando o entreteniendo la paciencia con idas y venidas, con fustazos más o menos violentos a las botas de montar. Cuando bajé, la hallé plantada bajo el arco del portalón, las piernas un poco abiertas, mirando el césped y al jardín. «Es temprano todavía. ¿Por qué no me enseñas tu casa?» ¿Y por qué no? La cogí de un brazo y la llevé de salón en salón, por las partes más visibles, por las mejor alhajadas, si bien le haya hurtado, al menos aquel día, los recovecos, pasadizos, cámaras y escalerillas que habían encantado mi infancia, que me habían dado una sabiduría del misterio de la que después hice uso escaso. No hizo comentarios hasta llegar a la biblioteca. El aire de su interior estaba gris, como aquella mañana, y la penumbra oscurecía los plúteos. «Es bonito esto -dijo ella-. ¡Qué gran salón de baile podría hacerse aquí.» «Pero -le dije yo- es una biblioteca.» «Y tú ¿para qué quieres tantos libros?» Me eché a reír. «¿No sabes que soy una especie de escritor, o, por lo menos, aspirante a serlo?» «No. No lo sabía ni pude suponerlo. A eso sólo se dedica la gente rara y, por supuesto, pobre. Tú no lo eres.» «¿Qué sabe uno lo que es?» Se volvió hacia mí y me miró con fijeza. «Es una enfermedad que tiene remedio.» Salimos de la biblioteca. «¿No se te ha ocurrido nunca que podrías traer gente, dar fiestas, en una casa tan hermosa?» «Por lo que a ti respecta, mañana te ofreceré una a ti y a tu familia. Pero, fuera de vosotros, ¿a quién podré invitar? La gente de por aquí pasa el invierno en Lisboa o en Oporto.» «Una fiesta como las que yo sueño, la podría atraer.» «Tengo poca imaginación para esas cosas.» «Otros podrían tenerla por ti.» Fuimos en mi cochecillo, el caballo de María de Fátima atado a la trasera. Por el camino se me ocurrió hablarle del proyecto de montar un negocio de vacas. Me preguntó cuántas. Le dije que alrededor de ciento, para empezar. Se echó a reír. «En una finca cerca de Uruguay tenemos dos o tres mil. Y no creas que son un buen negocio.» No obstante, seguimos hablando de vacas. Se refirió vagamente a una compañera suya, en el colegio suizo, cuyo padre vendía ejemplares de raza y sementales. «Si sigues adelante, podríamos ir a verla, a esa amiga mía.» ¡Oh Dios! ¡Qué manera tan suave de tener por suyo el mundo!
La casa en que vivía María de Fátima la recordaba: abandonada, invadido el jardín por los matojos, tenía reputación de embrujada o cosa así, porque allí habían dado muerte a alguien, no sé si por amor o por política. Me quedé sorprendido al entrar en la finca. Todo estaba cuidado, renovado, y la fachada de la casa relucía de bien tenida, una casa de estilo modernista, como tantas otras del norte de Portugal, graciosa, además de suntuosa. Su interior me dejó deslumbrado, aunque un poco sofocado por el calor y la abundancia de plantas. Las caobas relucían, se miraba uno en los suelos, los vidrios impolutos de las ventanas dejaban ver el jardín y sus bellezas. Un criado negro nos recibió, me acompañó al salón, mientras María de Fátima iba a cambiarse. «Mis padres vendrán en seguida.» En el salón nada desentonaba, nada estaba fuera de lugar. Si acaso sorprendían algunos cuadros de paisaje, hechos con élitros de mariposas, de un verde intenso y distinto, pero no los habían colgado muy a la vista. Eran el único recuerdo colonial. Lo demás había sido ordenado y dispuesto por alguien conocedor de la decoración que correspondía a aquella casa. Me sentí a gusto, salvo el calor, pero con una sensación de miedo indefinida. ¿Basada en qué? ¿En la personalidad atractiva y mandona de María de Fátima? Me entretenía examinando las chucherías de las vitrinas, cuando entró alguien: los padres de María de Fátima. Ella, delante; él un poco rezagado. Antes de saludarnos, tuve tiempo de examinarlos. La madre de María de Fátima tendría cuarenta años, todo lo más; era bellísima, de una belleza tropical y exuberante, como sería su hija, seguramente, cuando alcanzase su edad. Un poco más morena que María de Fátima, con la sangre mestiza más próxima. Sus ojos grandes y negros miraban con poder. Detrás de ella el marido parecía insignificante. Acaso por sí solo pudiera interesar, pues ciertos rasgos de su cara denotaban energía y tenacidad; pero la presencia de su mujer lo oscurecía. Vestía bien, aunque vulgarmente. Vestía como alguien que sigue obligatoriamente la moda porque puede comprarla y porque no se le ocurre otra cosa; aunque a su facha recia y a su cara tosca (de una tosquedad disimulada por el afeitado diario y por un buen corte de pelo) le hubieran ido mejor un traje campero. Pero no advertí que al hallarse dentro de aquellas ropas civilizadas, se sintiese incómodo. Las de Regina eran sencillas y atrevidas: se le adivinaba el cuerpo, de ondulaciones sabias, como calculadas, y el escote dejaba ver el arranque de los pechos: no demasiado grandes, recios todavía, desafiantes, como si fueran afirmando (o proclamando) que se tenían solos. Me tendió la mano, me la tendió sonriendo, mientras decía: «Bien venido a nuestra casa, señor de Alemcastre. Me llamo Regina, y éste es mi marido, Amedio.» También el marido me tendió la mano, pero se limitó a decir: «Mucho gusto en verle por aquí.» Me pareció que con una mirada pedía la aprobación de su mujer, pero ella no le miraba.
Perdimos varios minutos alrededor de una mesa, tópicos y cumplidos. La voz de Amedio temblaba un poco, temblaba imperceptiblemente, y con frecuencia repetía, abreviado, lo que su mujer acababa de decir. La de Regina, por el contrario, honda y segura, no temblaba, aunque vibrase como la voz de un violoncelo en las notas más bajas. ¡No dejaba de ser cómico escuchar aquella voz que parecía hecha para la tragedia, o para cierta clase de amores, referirse al tiempo y a la lluvia que había caído aquella madrugada y le había estropeado no sé qué flores! También dijo que yo tenía una casa muy bonita, aunque sólo la hubiera visto de lejos. «Pues si mañana me hacen el honor de almorzar conmigo, tendrán ustedes ocasión de verla más de cerca.» Llegó María de Fátima.
Llegó taconeando con suavidad y ritmo, como si bailase. La sentía, más que verla, por hallarme de espaldas a la entrada del salón. Ella nos rodeó, y quedó frente a mí, de pie, entre sus padres sentados, apoyada la mano en el sillón de su madre. Estuvo así un rato breve, quieta, como esperando a que terminase mi mirada calibradora, y satisfecha con ella. Fue evidente que se sentó allí para que yo la comparase con su madre; quizá no lo fuese tanto la indecisión de mi mirada, su vaivén de una a otra. Pero sonreí a María de Fátima, le sonreí porque necesitaba aceptar la complicidad que me había ofrecido. Se había puesto un traje verde, casi transparente, de corte complicado, rico en volantes y toda clase de perendengues; flores en el pelo, collares y pulseras, muchas y muchos, multicolores, fantásticos de formas. Tenía las tetas tapadas, no como su madre, pero se le adivinaba el oscuro de los pezones.
«¿No vienes demasiado lujosa para un almuerzo en una casa de campo?», le preguntó Regina, con toda la suavidad de su lengua brasileña, con toda su cadencia. «Todo lo que nos rodea, mamá, incluido el señor de Alemcastre, es demasiado lujoso para una casa de campo.» ¡Caray! Se sentó a mi lado, un poco retirada; no veía más que sus piernas cruzadas, al aire las rodillas y el arranque del muslo. Su madre no mostraba menos, aunque no me quedase tan cerca. María de Fátima, a alguien que yo no veía, pidió que trajese los vinos, y, mientras llegaban, encendió un cigarrillo. «¿Quieres?», me ofreció. «Gracias. Yo fumo negro.» «¿Me da usted uno?», solicitó Amedio, un poco indeciso, y miró a su mujer. «Yo no fumo -dijo Regina-, pero no me molestan.» María de Fátima se levantó en busca de un cenicero, y el que trajo, bastante grande, era el caparazón de una tortuga montada en una piedra de ágata. ¡Cómo debía de pesar aquel cenicero vacío, pulido en su interior hasta sacarle reflejos de luz! Se me debía notar la sorpresa, porque María de Fátima dijo: «La cogí yo cuando era niña, y la quería mucho. Siempre creí que duraría más que yo, pero se me murió en seguida. Papá fue tan amable que, cuando empecé a fumar, mandó hacer este cenicero.»
Cuando se está con gente nueva en un lugar desconocido, aunque al principio se sienta desasosiego, llega siempre un momento en que se ha logrado ya que todo, las personas y las cosas, formen parte de uno mismo, aunque sólo sea de un modo provisional. Yo había aceptado ya, como formando parte de aquel conjunto lujoso y deslumbrante, la rivalidad entre la madre y la hija, y la sumisión del padre al imperio (¿sólo carnal?) de la madre. Aceptado, se estableció un equilibrio casi cómodo en el que me instalé y que me permitió observar a las mujeres mientras el hombre hablaba: porque Amedio había cogido la conversación por su cuenta para mostrarnos, después de una descripción de la miseria de aquellas tierras, los remedios que veía y algunos de los que estaban a su alcance. Podían fundarse ciertas industrias, podían modificarse los sistemas agrícolas, ya anticuados, que se remontaban a la época de los romanos. En algún momento de su razonable perorata, le interrumpió María de Fátima para decirle que yo proyectaba establecer en mi finca un negocio de vaquerías. No le pareció mala la idea a don Amedio, que yo le llamaba así, a la española; no le pareció mal, si bien habida cuenta de que un establecimiento semejante podría dar trabajo a diez peones, todo lo más a quince, y que serían necesarias otras explotaciones similares, o complementarias, para levantar la postración de aquellas tierras, de las que él había tenido que emigrar cuarenta años atrás, cuando aún era un niño… Y en esto estábamos cuando se rompió el equilibrio, operación de la que no tardé en darme cuenta; como el equilibrio del que se trataba era el mío, creo haberme percatado a tiempo; había entrado alguien con los vinos. Como yo escuchaba a don Amedio y le miraba al mismo tiempo, sin otra mala intención que no seguir mirando a Regina y a María de Fátima, no advertí, de momento, que quien traía los vinos era una doncella. Rozó mi mano cuando me sirvió el oporto, pero, aunque el roce hubiera sido suave, no le presté atención, si bien pude ver de reojo que quien servía era mujer; pero al quedar frente a mí, creo que abrí los ojos desmesuradamente, y no interrumpí mis palabras porque era don Amedio quien hablaba. La doncella que nos había servido era una adolescente octorona; llevaba el uniforme de manera pimpante, y sus caderas se movían con un ritmo más acentuado y sensual de lo que hasta entonces había visto en las otras mujeres, y no había tenido de qué quejarme. No me atrevo a asegurar que fuese más bonita que ellas, pero sí que lo era tanto, y, a juzgar por el modo de mirarla y de mirarlas, colegí que las relaciones entre las tres iban más allá de las apariencias e incluso de las conveniencias. Era un triángulo de rivalidades, quién sabe si de odios. Hasta qué punto profundos, no lo supe todavía, aunque pudiera sospecharlo. La llamaban Paulinha. Que me había tomado por juez de la comparación lo deduje de su mirada, cuando se halló entre la madre y la hija y yo las miraba a las tres. La madre y la hija espiaban mi mirada y mi sonrisa. La criadita las esperaba. Fue uno de esos instantes que duran eternamente, una de esas situaciones de las que no se sabe qué puede resultar. Eché mi mano a la copa del vino, la llevé a los labios, las miré; primero a Regina, después, a la criada; por último, a María de Fátima. Intenté que cada una de ellas creyera que ofrecía mi libación a su belleza. La criada, por lo menos, lo creyó, a juzgar por la sonrisa fugaz que esbozaron sus labios. Las otras no parecieron descontentas. De buena gana me hubiera echado las manos a la cabeza. Mientras tanto, don Amedio hablaba con la mayor seriedad de piscifactorías, una industria que empezaba a desarrollarse en los Estados Unidos y que muy bien pudiera ensayarse en nuestro río, rico en truchas.
Siguió el almuerzo, que sirvió Paulinha, ayudada del criado negro, que la comía con los ojos ante la indiferencia despectiva de la muchacha. No puedo recordar de qué se habló, porque yo estaba obsesionado con el triángulo insólito, del que se seguía una interrogante que yo me podía plantear sin dificultad, aunque no responder. ¿Por qué siendo rivales mantenían en la casa a aquella moza, habiendo en los alrededores aldeanas zafias, o por lo menos bastas, que no podrían oscurecer en su belleza a las señoras, ni siquiera paliarla? Se me ocurrió la crueldad como solución, pero no la acepté por sencilla: acaso la crueldad fuera uno de los componentes de sentimientos más complejos y quién sabe si más inconfesables. Paulinha se movía con toda seguridad, y a veces sus respuestas, en una lengua musical y no muy clara para mí, sonaban a impertinentes. Como se retrasase en servir el café, la señora se lo advirtió, y ella le respondió francamente que Francisco, el criado, no la dejaba en paz. Regina le ordenó que trajera la guitarra. Antes de entregársela, Paulinha la rasgueó, como para enterarme de que también sabía tocarla. «Llévate esto y no vuelvas», le dijo la señora. «Así lo haré.» Y, dirigiéndose a mí, me preguntó si iba a tomar coñac. Las miradas de desafío se cruzaban entre Regina y la criada. María de Fátima había quedado un poco al margen. Sentada en una esquina del sofá, con las piernas recogidas, aunque generosamente manifiestas, daba la impresión no de batirse en retirada, sino de un retroceso táctico, como si la batalla entre su madre y la criada no la afectase. Una vez me miró. Lo interpreté como si me hubiera dicho: «Ya verás de lo que soy capaz cuando estas dos se hayan destruido.» ¿Quién a quién? Paulinha no volvió a aparecer. «¿No le importa que le cante unas canciones de Brasil? Son muy hermosas.» Regina se dirigía, naturalmente, a mí. «Se lo ruego.» Tentó la guitarra y empezó a cantar. Algunos versos se me evocan.
Aquella voz estaba hecha para cantar, no había duda: para cantarle a un hombre al que decir después: «Te quiero. Llévame a la cama.» O quizá también: «Mátame o te mataré yo.» Admito que mi experiencia en interpretar voces sea un tanto caprichosa y, desde luego, literaria. Escuchando a Regina, venían a mi recuerdo las de Ursula y Clelia: las dos habían sido apasionadas, y, sin embargo, ¡qué limpieza, qué sencillez! No se podía esperar de ellas pasiones elementales. La voz del Moro de Venecia tenía que ser así. En cualquier caso, era una clase de belleza que conocía y sentía por primera vez: esa belleza que acompaña al sexo, que lo expresa en toda su hondura, en toda su exigencia. Don Amedio empezaba a adormecerse, y la tarde, gris como estaba, caía ya. Por segunda vez me sentí sofocado por el calor, por las plantas, por la evidencia del sexo, como si me hubieran metido en una estufa en cuyo fondo me esperase una mujer desnuda. El tiempo que cantó Regina no sé cuánto fue. La interrumpió María de Fátima. «Bueno, mamá. El señor de Alemcastre lleva ya cuatro o cinco horas con nosotros. ¿No te parece justo que le devolvamos la libertad?» Y dirigiéndose a mí: «Yo te llevaré en mi coche. Mandaremos el tuyo con un criado.» Protesté de que mi casa estaba cerca, pero no pude zafarme de la invitación, casi de la imposición, de María de Fátima. La verdad es que tampoco puse mayor interés. Deseaba quedarme a solas con ella y escucharla, esperando que sus palabras me sirvieran de clave. Pero apenas dijo nada durante el corto trayecto. Sólo cuando habíamos entrado en mi jardín y el coche caminaba lentamente por la avenida de eucaliptos me dijo: «Yo también sé cantar, pero además bailo. Un día lo haré para ti.» Rehusó la invitación para tomar un té conmigo, me dejó a la puerta, casi en brazos de la miss, temerosa de que ya me hubiera raptado. La tranquilicé con una mirada.
PROCURÉ LA MESURA en el almuerzo que les ofrecí, aunque no en su disposición. «Saque usted lo mejor que haya», le rogué a la miss, y ella compuso una mesa que hubiera satisfecho a cualquier avezado. Ignoro las razones por las que todo era inglés en aquel conjunto: los manteles, la vajilla, la plata. Salvo el cristal, que más parecía del continente, pero el buen sentido de la miss lo había aceptado hacía muchos años. A él, a ese buen sentido, se debía que la mesa del comedor no deslumbrase, sino que dejase la impresión de una discreta elegancia… Los invité, a la miss y al maestro, a que recibiesen conmigo, en la puerta, a María de Fátima y su familia, que llegaron en un automóvil que yo desconocía, no el Rolls de María de Fátima, sino otro mayor, de cuya marca nunca había oído hablar. La verdad es que, de tal materia, nunca alcancé a entender mucho, y apenas había usado otros coches que el de Ursula, lo que duró nuestra compañía, y el de Clelia, aquella tarde de otoño. ¿Si sería mi destino el de pasajero de mis enamoradas? (Tenía el arreglo de comprarme yo uno, pero no me apetecía.) Venían muy decentemente vestidas, la madre y la hija, en todos los sentidos de la palabra, pues eran de buenas telas, de buenos cortes y no enseñaban demasiado. No es que a mí me hubiera importado que llegasen ataviadas según sus gustos tropicales. Pero me alegré por la miss, todavía puritana. Los trámites acabaron pronto. Regina empezó desde el zaguán mismo a manifestar su asombro, unas veces por la casa, otras veces por las cosas. Don Amedio se mantenía mudo, pero es posible que, en su ánimo, calibrase el valor de lo que su mujer elogiaba. María de Fátima se había cogido de mi brazo: fumaba y echaba la ceniza en una concha de vieira sostenida por mí. Apenas dijo palabra, porque aquellas novedades no eran para ella, y porque las había elogiado y admirado a su debido tiempo. Al juntarnos para los vinos, se sentó a mi lado, pero se levantó en seguida y dijo: «Voy a dar una vuelta.» Le advertí que llamarían al comedor con un toque de campana, que podría oír no sólo desde la casa, sino también desde el jardín. No sé si pretendía que yo la acompañase, pero deliberadamente la dejé ir sola: su madre me lo agradeció. «Esa niña está bastante histérica. Hay que casarla.» La miss le respondió que las muchachas jóvenes, a poca personalidad que tengan, siempre resultan un poco raras. «Y María de Fátima tiene mucha personalidad», agregó. «Demasiada», le respondió Regina. Don Amedio y el maestro encontraron en seguida tema largo de conversación: hablaron del negocio de las vacas, y el maestro escuchaba atento las advertencias y los consejos de quien parecía saberlo todo. Regina y yo, silenciosos, nos mirábamos de vez en cuando: yo le ofrecía un silencioso brindis, ella me correspondía. Al final parecía contenta, y más se puso cuando vio que María de Fátima había regresado sin necesidad de campaneo. Fuimos al comedor. «Me falta una esposa que presida la mesa conmigo. ¿Quieres ocupar su lugar, María de Fátima?» Yo creo que, tras aquellas palabras, empezó a sentirse dueña del pazo, y la miss, a temer que algún día lo fuera. Regina, en cambio, se sentó muy contenta a mi derecha. La mesa era algo larga y los puestos holgados. María de Fátima, frente a mí, quedaba casi más cerca que su madre a mi lado; pero durante todo el almuerzo, las palabras de don Amedio y del maestro se cruzaban delante de ella y formaban una especie de red que la envolvía y la mantuvo casi en silencio. De vez en cuando, la miss le hacía una pregunta o le ofrecía el cabo de una conversación. Regina acabó por acercarse un poco, contra todo protocolo, y a comentar en voz baja la charla de los hombres. Una de las veces me dijo: «Se explicará usted que esté aburrida.»
No fue aquel almuerzo ocasión de sucesos notables. Lo que se había iniciado alrededor de la mesa, continuó mientras tomábamos café. Sólo en un momento de silencio, acaso el único, María de Fátima me preguntó si había en la casa un piano, o al menos una guitarra. Le dije que no. «¿Ni siquiera un gramófono?» Todo lo que había en el pazo relacionado con la música era una radio, bastante antigua, que escuchaban el maestro y la miss cuando, tras las comidas, se retiraban a sus habitaciones. María de Fátima comentó: «Sólo en la casa de un soltero pueden faltar esos detalles.» Pero la mención de la radio había metido en la conversación un ingrediente inesperado que acabó por convertirse en tema único y, en cierto modo, polémico. Mi maestro dijo que le gustaba oír por la radio las noticias internacionales, y estar un poco al día de lo que pasaba por el mundo; su mujer escuchaba la BBC, y él no sólo Radio Club Portugués, sino también las emisoras españolas republicanas y, alguna vez, Radio Salamanca. «¿Y cómo va la guerra?», pregunté yo, acaso ingenuamente. Don Amedio me respondió en vez de mi maestro; me respondió con cierta alegría en el tono y en el gesto. «¡Lo que se dice viento en popa!» «¿Para los republicanos?» «¡Para los nacionales! ¿Cómo puede usted pensar otra cosa?» No sólo declaró allí mismo por qué bando se inclinaba, sino que confesó haberle hecho un importante donativo en dólares. «¡Esa gente nos está defendiendo a todos los que tenemos algo que perder!» «¿Y no será a costa de perder también otros algos que nos importan mucho?», le replicó mi maestro. «Me refiero a la libertad y a la justicia.» «Unos la entendemos de una manera, otros de otra. Yo estoy con el modo de entenderlas del general Franco.» No llegaron a disputar, pero quedó claro que no estaban de acuerdo. Advertí que mi maestro hablaba en nombre de ideales anticuados, pero nobles, los que hubiera defendido mi padre, los mismos por los que el general Primo de Rivera lo había enviado al ostracismo político. Me di cuenta de que, en aquel tiempo de la guerra civil española, la libertad y la justicia se defendían ya con otros argumentos y probablemente no querían decir lo mismo. No dejaba de ser posible que mi padre, de vivir, fuese también partidario de Franco y hubiese hecho a su «movimiento» un importante donativo. De todas suertes, de aquella conversación deduje la generosidad de mi maestro y el egoísmo de don Amedio. Tenía que haber por el mundo mucha gente como él, cuyos intereses, sin saberlo, defendían con sus vidas los soldados españoles.
«¿Acabaréis de hablar de política?», clamó, repentina e inesperada, María de Fátima, y por una vez su madre estuvo de acuerdo con ella. Llegó a decir que aquella conversación había estropeado un almuerzo irreprochable, y me pidió que pusiera a la entrada de mi casa un cartel prohibiendo que se hablase de política. Pero ¿de qué otra cosa podía hablarse allí? Salí del paso invitando a Regina a ver la parte del pazo que aún desconocía, y, en la biblioteca, mostró la misma indiferencia que su hija, aunque no llegase a proponerla como salón de baile. Al final del recorrido me puso una mano en el hombro y me dijo: «No sólo tiene usted una casa bellísima, sino muchas cosas que también lo son, pero están colocadas lo mismo que hace cien años. Ahora se ponen de otra manera, más a la vista. Hay que lucir lo que se tiene, y hay que lucirlo bien, si se quiere ser alguien.» Estuve a punto de responderle que yo prefería ser nadie, o, al menos, que estaba satisfecho con lo que era, pero temí defraudarla demasiado pronto. No dejé de preguntarme de dónde le viene a cierta gente ese empeño por destacar.
Aquella noche tardé en dormirme. La presencia de las mujeres no había sido tan excitante como el día anterior, y además no había visto a Paulinha, la más atractiva de todas. El negocio de las vacas, de que también se habló, empezaba a aburrirme, conforme se interesaba por él mi maestro; pero la mención de la guerra civil, y lo que se dijo, me había afectado. Hacía más de un mes que mis noticias eran vagas, retrasadas y de segunda o tercera mano. Por otra parte resultaba cada vez más evidente que don Amedio y toda su familia me habían constituido en presa, y no por lo que yo era, sino por el dichoso pazo. Nadie me hiciera todavía una oferta concreta, pero estaba en el aire, como una amenaza retrasada. Y en el aire siguió unos días más, en los que María de Fátima apretó su cerco; venía a sacarme de casa, pero no me llevaba a la suya, sino que íbamos a comer a pueblos o aldeas próximos, Viana do Castelo el más lejano. Una de aquellas mañanas lucía un sol limpio, el aire estaba tibio y la mar tranquila. Pasamos cerca de una playa solitaria. Detuvo el coche y me anunció que iba a bañarse. «Pero, como lo haré desnuda, porque no he traído bañador, tú te quedarás aquí.» Marchó tranquila hacia lo más alejado de la playa, donde yo apenas pude ver una mancha verde que se movía; verde primero, color de arena después, aunque con algo negro movido por el aire. Cuando entró en la mar, se me perdió entre las olas; vino a salir algo más cerca de mí, a mitad de la playa; la pude ver cómo se enjugaba y cómo se fue alejando por la rompiente: llegaban las olas blandas y le mojaban los pies. Supongo que allá se vistió, y regresó con los cabellos cayéndole y la ropa interior en la mano. El traje se le había pegado al cuerpo mojado, se le apretaba y le marcaba las formas, ondulantes al caminar. Sentí deseos violentos de recibirla en mis brazos y violarla allí mismo: lo hubiera hecho de no haber comprendido a tiempo que quizá fuera lo que esperaba, que para eso se había bañado desnuda, y no por amor que me tuviera, ni siquiera por deseo vehemente, sino porque así llegaría a ser la dueña de mi casa. Lo comprendí durante los últimos pasos de su camino, y me sentí confirmado por la frialdad de su mirada, por la tranquilidad de su talante, por aquel modo de andar seguro, sin el temblor de una esperanza. Pensé que tendría que suscribir un documento de donación en el que le otorgaba el pazo como dote: delante de notario, con todas las de la ley, y en cumplimiento de antiguos imperativos de satisfacción a la mujer violada. Aquellos quince o veinte pasos me dieron tiempo a dominarme, casi a tranquilizarme. Le abrí la portezuela del coche, no la cerré hasta que ella estuvo instalada ante el volante. Pero entonces, cuando yo daba vuelta para entrar, arrancó y me dejó al borde del camino.
Claro que yo no se lo dije a nadie, ni a ella misma: ni una palabra, ni una mirada que llevase un reproche o una pregunta. No dejó de portarse como lo había hecho siempre, lo mismo a solas que ante los otros. Como que llegué a pensar que la aventura de la playa remota la había soñado, que es el recurso al que acudimos cuando algo no admite explicación, o resulta increíble por lo inverosímil. Yo esperaba que un día cualquiera estallase, dijese algo, esto se acabó, no quiero verte más. Pero María de Fátima permaneció inalterable. Empecé a admirar su frialdad, su capacidad de disimulo y quién sabe si de desprecio. Pero si me despreciaba, tampoco lo mostraba, ni siquiera en detalles nimios. Su madre protestó de que no almorzásemos en su casa, llegó a decir que María de Fátima me tenía secuestrado, y Paulinha, detrás de ella cuando esto decía, no dejaba de sonreírme, como quien está en el secreto. Volvieron los almuerzos en una casa y otra. Se organizaron excursiones a Braganza, al Bon Jesu, a Coimbra. Les conté con detalles e interpolaciones líricas los amores de Inés de Castro, y fuimos a recordarla a la Quinta de los Suspiros. Regina, en un momento, dijo que no entendía aquella manera de amar, tan sentimental, que tenían los portugueses. No la oía nadie más que yo. «El amor es algo que pasa en la cama -dijo-, y el deseo que antecede, y el hastío en que todo termina.» Le respondí con versos de Quental. «¿Son de usted esos versos?» «No, pero me gustaría que lo fuesen.» «¿Es usted de los que aman como los portugueses?» «Mi experiencia es escasa todavía, señora.» Me miró con cierta guasa. «Pues ya va siendo usted mayorcito.»
Como el negocio de las vacas iba adelante, y había que pasar de los proyectos a las obras, mi maestro, que lo había tomado todo a su cargo como la cosa más natural del mundo, tuvo que ir a Oporto, a informarse de un montón de detalles, y a buscar a un arquitecto que le hiciese los planos de los establos conforme a las últimas novedades que Europa nos hubiera enviado, o, de ser posible, a los que no nos hubiera enviado todavía. Se trataba de estar a la cabeza, y mi maestro repetía como una definición que fuese al mismo tiempo un ideal, lo de «Vaquería modelo». La miss aprovechó el viaje para visitar a sus hijos, y fue también; don Amedio, muy amable, se ofreció a acompañarlos en su coche. No dejaba de ser natural, pero fue, además, oportuno. María de Fátima me dijo: «Mañana iré a comer a tu casa yo sola.» Vino en su coche, y traía un maletín, y un bulto como un gramófono. «Llévame a un sitio donde haya espacio y, un lugar escondido. Voy a bailar para ti.» Busqué un salón lejano, casi vacío, que daba a una alcoba sin uso. «¿Te parece bien esto?» Lo recorrió, lo inspeccionó. «No vendrá nadie, ¿verdad?» «Siempre se pueden echar los cerrojos.» «Aquí encima queda el gramófono y el disco. Cuando te avise, lo echas a andar.» Se metió en la alcoba con el maletín. Entraba un poquito de sol por la ventana, y llegaban rumores de algún ajetreo lejano. Cuando ella me avisó, puse el gramófono en marcha. Empezó a sonar una samba. María de Fátima salió bailando de la alcoba. Traía plumas en la cabeza, casquetes de abalorios brillantes encima de los pechos y un cinturón rutilante del que pendía una especie de taparrabo multicolor que le cubría el sexo y parte de las nalgas. Pulseras y collares: no los ya vistos, sino otros, relucientes, sonoros, abigarrados. Bailaba la samba con esa sensualidad que sale de la tierra, una serpiente puesta en pie que ondula a mi alrededor, de cuyo cuerpo saliesen llamadas como llamaradas. Así, morena y enjoyada, María de Fátima pudiera haber desfilado por grandes avenidas en medio de una multitud despepitada, no en un salón destartalado ante un solo espectador que procuraba refrenar su entusiasmo y reducirlo a los límites de lo cortés, y no por buena crianza, sino por miedo. María de Fátima lucía el cuerpo, provocaba. El baile duró tanto tiempo como el disco, así como tres minutos; yo devolví el diafragma al principio, y se repitió. Al final ella gritó «¡Basta!», y entró en la alcoba, de la que salió vestida y tranquila. Yo había retirado el disco y cerrado el gramófono. Salimos de aquel viejo salón, ella delante. íbamos por corredores que no se usaban, el suelo carcomido y ruidoso. Y yo pensaba cómo era posible que aquella mujer tan joven supiese manejar su cuerpo como un instrumento ajeno, sin contagiar ni el corazón ni el sexo del deseo que despertaba. Habíamos recorrido unas cuantas crujías, llegábamos a las partes más nuevas del edificio, cuando dijo: «Te había dicho aquel día que sé bailar. Vale más lo que bailo que todas las canciones de mi madre.» Y unos pasos más allá: «Pero también canto mejor que ella. Si hubiera tenido una guitarra en casa el día que almorzamos aquí, lo habrías visto.» El día que almorzaron en mi casa traía proyectos que le habían fallado.
Hacía una mañana de nubes altas, que a veces se agrietaban y dejaban paso a un sol fugaz. Estaba dulce el aire y no llovía. María de Fátima se detuvo ante una ventana que daba al jardín. Se veía una plazoleta breve, rodeada de camelias y magnolios, con un estanque en medio, cubierta la superficie de nenúfares. «Me gustaría que comiésemos ahí», dijo. Ordené que pusieran allí una mesa y que nos sirvieran. «¿Te importaría que hablásemos en francés? Lo haría en español si lo supiera.» Y antes de que yo le respondiera empezó a hablar en francés, de nada importante ni concreto, de cualquier cosa, en tanto que los criados iban y venían. Hasta que se detuvo y me cogió la mano que le quedaba más a su alcance. Me la cogió, no como caricia, tampoco como imperio. «Tengo que confesarte que aquella mañana en que almorzamos todos aquí, cuando me aparté de vosotros, estuve en tu cuarto fisgando.» «¿Qué descubriste? ¿Alguno de mis secretos, o la morada del dragón?» «Tienes junto a tu cama dos retratos de mujer. Uno, grande, el de la chica rubia; otro, uno de esos ridículos de los pasaportes o de los carnés de conducir. No se puede saber si la muchacha retratada es rubia o morena.» «Si es ésa tu curiosidad, puedo asegurarte que el color de su pelo es más bien entreverado: castaño, con hebras rubias, sobre todo si le da el sol o una luz fuerte.» «¿Fue tu amante? ¿Lo fue también la otra? ¿Dónde están?» «La que tú llamas rubia, Ursula Braun, lo más probable es que esté muerta, y sería milagroso si no lo estuviera. A la otra la llamo Clelia, pero éste no es su verdadero nombre. Ignoro cómo se llama, ni dónde está. Fue mi amante una tarde, y quedó embarazada.» No pudo reprimir una mueca de desagrado. «¡Qué mal gusto! ¿Cómo lo has permitido? ¡Tiene que ser una trampa!» «No lo creo. ¿Por qué había de serlo? No pidió nada.» «Aparecerá un día con el niño en brazos, y algo reclamará. ¡Oh, no esperes otra cosa! Es una amenaza contra la que tienes que prevenirte. -Y después de una pausa-: Yo creía que en Europa ya no se usaban los melodramas.»
Me encogí de hombros. «Me gustaría que leyeras la única carta que me escribió en su vida. Desde Nueva York, donde acaso esté. Si tienes curiosidad, te la traigo, no creo serle desleal con ello, menos aún parecerte vanidoso. Por poco que valga un hombre, siempre hay en el mundo una mujer para quererlo.» No dijo que no. Fui en busca de la carta, se la entregué con su sobre y su sello matado en Nueva York. María de Fátima lo examinó, primero, por fuera; después sacó el pliego y lo leyó. Al terminar, me miró y repitió la lectura. Cuando me devolvió la carta se limitó a decir: «Es una loca. Probablemente es mentira lo del embarazo. Es mejor así.» ¡Qué sencillo y qué lógico! ¿Cómo no se me había ocurrido? ¿Y cómo lo había adivinado con tal premura una muchacha que por su juventud tenía que ser inexperta? Yo había leído aquella carta muchas veces, la había meditado, analizado, me había recreado en ella. María de Fátima, en pocos minutos, con sólo dos lecturas, había llegado a una conclusión aceptable, la que podía tranquilizar mi conciencia si me sintiese culpable. La razón de tales divergencias, entonces, se me escapaba; ahora lo comprendo: para María de Fátima, la locura había sido una conclusión; para mí, un punto de partida. Yo buscaba la verdad en la locura manifiesta; ella se quedaba en la pura manifestación. ¿Para qué más? ¡Esa mujer es una loca y lo del embarazo, una invención de su locura! Había casos similares a montones. ¡Al diablo Clelia y su esperado hijo! Aunque no tan al diablo, María de Fátima me daba pie para prescindir de un deber hasta entonces hipotético: la tarde en el bosque de Vincennes no se olvidaba fácilmente. Si hubiera transcurrido en un piso, ambos desnudos, y con el baño al lado, quizá. ¡Pero, sobre la hierba, mientras emergía de la tierra la penumbra vespertina y enmudecían los pájaros…! Podía habérselo contado a María de Fátima, lo hubiera hecho de no percibir en su mirada aquella frialdad escrutadora que me mantenía en guardia ante sus provocaciones. Yo veía la pared del pazo, más allá de los magnolios. «Es eso lo que quiere.» Y decidí responderle: «Sí, es una loca, ya lo sé. Pero de lo del niño, ¿quién sabe?» Lo dije en un tono lo suficientemente abstracto como para que ella no le diera importancia. No se la dio. Yo guardé la carta en el bolsillo justo en el momento en que nos traían el café.
No volvió a referirse ni a Ursula ni a Clelia. Charloteó durante un rato: no sé qué historias me contó de la sociedad de Río, historias de bastardos, y lo hizo en portugués, pero volvió al francés cuando aparecieron dos criadas a levantar la mesa. Yo mantenía mi guardia sin saber contra qué, acaso como actitud acostumbrada ya ante María de Fátima, pero pronto hube de bajarla. Empezó a hablar del negocio de la vaquería, y, de repente, me preguntó: «¿Sabes por qué mi padre ha ido también a Oporto? Porque le interesan tus vacas. No me extrañará que te proponga asociaros. O que se lo proponga al señor Rodríguez -el señor Rodríguez era el nombre que todos daban a quien yo llamo siempre mi maestro-. Y a éste le parecerá muy bien.» «¿Y a ti? ¿No te gustaría ser también codueña?» Nunca la había visto tan seria como en el momento en que me dijo: «Para prevenirte en contra, precisamente, es para lo que he venido hoy a almorzar contigo. A solas y en francés, para que nada salga de nosotros. Quiero prevenirte contra mi padre, y lo primero que tengo que decirte es que no lo es. Marido de mi madre, sí, pero no mi padre. Marido de mi madre que nunca durmió con ella, que se dejó comprar para tapar un embarazo de soltera y que fue lo suficientemente listo como para quedarse con todo el dinero de quienes lo habían comprado y de mucha gente más. Es muy inteligente, diabólicamente inteligente, para los negocios, pero es también implacable. Sólo así puede alcanzar lo que quiere. No se sabe de nadie con quien se haya asociado a quien no lo haya arruinado, que no haya hundido para siempre. Como en esas películas norteamericanas de banqueros inmisericordes que acaban muriendo del corazón, porque hay que castigar al malo. Pero, en esta realidad, el malo tiene una salud excelente, aunque quizá también mala conciencia, o la idea de que debía tenerla. No hemos venido a Portugal por gusto, sino por el temor que le entró de que querían matarlo. Supongo que habría mucha gente que lo desease, y alguna dispuesta a hacerlo. Y la hay, aunque no en Portugal, al menos por ahora.» Hizo una pausa, yo iba a responderle, pero me rogó que esperase. «No he terminado. Tengo muchas cosas que contarte, precisamente hoy, que me he decidido a hacerlo. Mañana quizá ya no fuese posible. ¿Quieres pedir para mí alguna cosa de beber? Algo fuerte, si lo tienes; un poco de aguardiente del país. No suelo beberlo, porque me abrasa la garganta, pero hoy lo necesito.» Llamé a quien le trajera la bebida, y bebí yo también. Le ofrecí tabaco, lo aceptó, aunque del fuerte. Y tardó un rato en volver a hablar, mientras fumaba y bebía. Seguía bonita y no se cuidaba de tapar las piernas, probablemente por distracción.
«A lo mejor un día te pido que te cases conmigo; a lo mejor tú eres quien me lo pide, y también puede ser que nos casemos sin que lo pida ninguno de los dos, o que no nos casemos ni volvamos a vernos. ¿Qué sabe una? Pero, por si acaso, quiero que conozcas el avispero en que puedes meterte, en el que ya en parte te has metido al aceptar nuestra amistad. Lo primero, te habrás dado cuenta de que mi madre y yo nos odiamos. No pongas esa cara, porque es así: ni incompatibilidad ni antipatía, sino odio. Odio porque me trajo al mundo sin ella quererlo, porque tuvo que pasar por la humillación de casarse con mi padre, por mucho que lo hubiera comprado, y por la mucho mayor de acabar dependiendo de él económicamente, porque ella no tiene ya un céntimo de su patrimonio, ni mis abuelos, ni nadie de la familia. Todo le pertenece a él; ahora es él quien compra a los mismos que lo compraron, él quien los mantiene, porque los ha empleado en sus empresas, bien controlados, eso sí; allí nadie mueve un dedo sin que él lo sepa y lo permita. Mi madre necesita mucho dinero, es muy gastadora, yo también, aunque no tanto. Le salimos caras, pero se permite ese lujo, aunque nos ponga límites, aunque sepa decir cuando le apetece hasta aquí ni un cruceiro más. Y tenemos que aceptarlo.» En este momento la interrumpí con una pregunta, una sola: «Los observé en todas las ocasiones en que estuvieron juntos en mi presencia, y saqué la conclusión de que tu madre manda y él obedece.» «Sí -me respondió María de Fátima-; pero en un solo aspecto. Cuando se casaron, hacía poco que él había dejado de ser un patán, pero aún no llegó a caballero. Lo que tenía que aprender se lo enseñó mi madre. Todavía hoy, cuando hay gente delante, no está seguro, y si hace algo, espera la aprobación de su maestra.» «Pero tu madre prescinde de él, se porta como si él no existiera.» «Es la única venganza que le queda, y suele pagarla cara. Hay ocasiones en que él, en revancha, le niega el dinero. El otro día, sin ir más lejos…»
Se echó a reír. «No fue a ella, sino a mí. Me castigó por haber interrumpido aquella conversación aburrida sobre la guerra de España, ¿te acuerdas? Al día siguiente le pedí dinero y me lo negó. Menos mal que tengo ahorros. Y si no los tengo, pido un préstamo a Paulinha…» La interrumpí otra vez: «¿Qué pito toca una mujer tan guapa entre dos mujeres guapas? De todo lo que he advertido o sospechado en vuestra casa, eso es lo que más me choca y lo que menos entiendo.»
«Paulinha es la venganza de mi madre, contra mí, la venganza diaria. La puso a mi lado para que todos los días, al levantarme, la primera cara que vea sea más bella que la mía. También es más guapa que ella, o así me lo parece, pero mi madre tiene su modo particular de mantenerse por encima, de humillarla. Paulinha la baña todos los días. Tiene que desnudarse también, tiene que meterse con ella en la bañera, enjabonarla toda, y lavarla hasta su sucio coño. Le tiene que cortar las uñas de los pies y perfumárselos. Y mi madre, ¿sabes cómo la trata? De sucia negra. "Sucia negra, hazme esto, sucia negra, hazme lo otro. Sucia negra, si me lastimas te mato." Pero, ¿sabes?, Paulinha se ríe de ella. Viene a contármelo, y, para congraciarse conmigo, me dice que mis tetas son más duras que las de mi madre, o mi cintura más estrecha, o que mi madre tiene que tomar pastillas para que no le huela el aliento. Cuando vivíamos en Río me contaba también cuándo mi madre recibía a sus amantes y quiénes eran. Yo tenía quince años. Paulinha es algo más joven que yo. A ella directamente, a mí por medio de ella, mi madre nos hizo casi testigos de sus lascivias. Porque eso es mi madre, una puta lasciva.»
Por segunda vez aquella tarde me cogió la mano, o, mejor, puso la suya encima de la mía, hasta sentirla pesar. «Tú le gustas. Le gustas porque eres el único hombre educado de los contornos. Antes, cuando aún no habías llegado, durante el verano, hubo otros. Pero ahora sólo estás tú. Y una noche entrará en tu casa para acostarse contigo. Si lo hace, y me entero, la mataré.» Yo pegué un salto en el asiento y la miré con cierto espanto. «Sí, no te asustes. La mataré por esa razón o por otra, pero sé que la mataré. No me importa si me matan después, aunque ya procuraré que no lo hagan. Pero es mi destino, si alguien o algo no lo remedia.» Había mantenido la mano oprimiendo la mía. La soltó, recogió la suya en el regazo. «De todos modos, cuando lo haga, procuraré que no estés cerca.»
Se puso en pie violentamente, como que derribó la silla en que estaba sentada, una silla frágil de juncos trenzados. «Otro día continuaré. Hoy he ido demasiado lejos. No vengas conmigo.» Atravesó la plazoleta, marchó por la vereda. La vi arrancar una brizna de mirto antes de perderse. Poco después oí el motor de su automóvil. Tardé en saber de ella.
FUERON UNOS DÍAS, dos o tres nada más, de mañanas desorientadas, de tardes pasadas en la biblioteca sentado frente al cielo de nubes emigrantes, de nubes quietas, según el viento: llegaba a trechos desde el mar, o se encalmaba. Andaba yo obsesionado por María de Fátima, y quería poner en claro mis sentimientos hacia ella. Me sentía atraído, esto era evidente, atraído con fuerza, a veces hasta la angustia, hasta el borde mismo de la inconvivencia o el disparate, y lo reconocí desde el principio, porque era atractiva, aunque no más que Paulinha, una junto a otra. Si fuera ésta la que me acompañaba, la que venía a verme, la que bailaba el samba para mí, las cosas hubieran seguido trámites más rápidos, acaso. ¿Qué sabía yo de la personalidad de Paulinha, y de cómo hubiera respondido, y del después? Aunque, bien mirado, una mera hipótesis no tenía por qué preocuparme. En todo caso, la personalidad de Paulinha parecía sencilla, pero yo estaba perplejo ante la de María de Fátima. No era, como pudieran haberlo sido Belinha o Ursula, mujeres de una pieza, que se llegan a entender, que se llegan a abarcar en su totalidad, o casi: de ésas que se van revelando con el trato, en las que se profundiza y se alcanza a descubrir que son como los grandes navíos, máquinas complicadas que obedecen en su totalidad a un solo movimiento. Más elemental, Belinha, quién lo duda, como una barca de dos remos ante el navío, pero en ambos la unanimidad se cumple. El símil del navío no me servía para entender a María de Fátima. También se me iba revelando poco a poco, pero cada descubrimiento o revelación no hada más que confundirme. Eran descubrimientos o revelaciones contradictorias o que, al menos, no casaban bien. El esquema inicial era el más claro: quería a toda costa ser dueña del pazo de Alemcastre y, para eso, el mejor camino era seducir a su propietario, y no por los trámites usuales, sino por los de la provocación que se niega a sí misma, una especie de oferta que se retira apenas insinuada, pero que ha de durar el tiempo necesario para dejar huella. Bien. Llega un día en que la guardia está floja, en que se cae. Después, a lo hecho, pecho: si una señorita de veinte años ha sido violada, hay que reparar la fechoría con el matrimonio, etc., y todos contentos al final, y ella más que nadie. Juzgado según las normas usuales, es una inmoralidad, no del violador, sino de la provocadora. Pero ahora resulta que María de Fátima adopta una táctica distinta e inesperada: me descubre los trapos sucios de su familia, habla de un avispero, llega a confesarse capaz de matar a su madre… Y todo esto lo hace como si fuera deliberado, con la misma mirada fría con que baila desnuda un baile casi obsceno. Y en esta revelación se muestra asqueada ante las costumbres de su madre, le llama puta lasciva. ¿Qué pretendía con sus últimas confidencias? ¿Que yo me sintiera como un caballero andante que se propone rescatar a la princesa, prisionera de unos monstruos? ¿Era ésta su nueva treta? Todo menos pensar que obraba movida por una pasión. Estaba clara la frialdad de su mirada. Era el dato que impedía componer con los otros una figura coherente. Pero una muchacha de veinte años ¿puede mirar así? ¿Puede haber perfeccionado su doble hasta ese punto? Si no me ha mentido, hay una parte, al menos, de su confesión, de naturaleza enteramente distinta, de naturaleza apasionada: siente asco por su madre y cree que acabará matándola. Pero también puede ser un momento de un papel, un recitado que completa una aria bien cantada. ¿Y hay quien sea capaz de todo esto por llegar a propietario de un caserón que un día cualquiera se vendrá abajo?
Al tercer día estaba yo en la biblioteca cuando vino una criada a decirme que Paulinha quería hablar conmigo. La vi, desde la ventana, en medio de la plazuela del estanque y mirtos, apoyada en una bicicleta en que portaba un canasto lleno de paquetes. Era evidente que venía del pueblo de hacer compras. El pazo estaba a mitad de camino. «Tráela aquí.» Seguí mirando por la ventana. Vi cómo aseguraba la bicicleta y el canasto, cómo seguía a mi criada. Apareció en la puerta de la biblioteca, ni tímida ni descarada. Y dijo: «¿Da el señor su permiso?», no sé si irónica o habitualmente servil. La mandé pasar y sentarse. Lo hizo sin embarazo. Primero le pregunté si quería tomar algo; lo rechazó. «¿Qué te trae?» «Quiero pedir al señor que me escuche dos palabras.» «Di lo que quieras.» Bajó la cabeza, habló con la cabeza baja, los ojos puestos en la alfombra. «Quiero decir al señor que mi señorita lleva dos días yendo al bosque y al monte a buscar yerbas.» Entonces alzó la cabeza y me miró: «Ella entiende de eso. Le enseñó su nodriza, que era una negra bruja.» Probablemente sonreí, o hice algún gesto de incredulidad. «Aseguro al señor que hay yerbas que entontecen a un hombre, que hacen de él esclavo de una mujer. Se lo aseguro.» «¿Y qué quieres que haga?» «Que esté prevenido. Si le da el bebedizo en el café, tendrá que pasar por mí, y yo lo tiraré, pero haré una seña al señor para que finja. Las yerbas de aquí no son como las de Brasil, y no creo que haya por aquí las de más fuerza. Yo también entiendo un poco, señor. Es que he visto a muchos hombres que tomaron las yerbas y siempre me dieron pena. No querría ver al señor en el mismo estado.» «¿Sólo por eso lo haces?» «Se lo juro por nuestro Señor. No le pido ninguna recompensa, ni nada de nada. Que mi señorita no sospeche, únicamente. De saberlo, me mataría.» «¿Tú lo crees?» «¡Es capaz de eso y de mucho más!» «Pero podrá saber fácilmente que estuviste aquí. No te has recatado de hacerlo. Has hablado con Josefa, la que te trajo.» Sonrió con cierta picardía. «Es que la señorita me dio un papel para usted. Para que se lo diera al ir o al venir del pueblo.» Sacó un sobre del escote y me lo tendió. Yo lo cogí con recelo. «Léala. No deje de leerla por mí.» María de Fátima me escribía textualmente: «De todo cuanto te dije el otro día, lo más importante es lo de la vaquería. No lo olvides, te lo ruego.» La doblé y la guardé. «Di a tu señorita que gracias, y gracias también a ti.» Nos levantamos, ella después que yo, y sin prisas. «Hágame caso, señor. No le mentí. Y estaré vigilante.» «Gracias. Otra vez gracias.» Entonces echó una mirada alrededor. «El señor tiene una casa muy bonita. Aquí da gusto estar.» «¿Quieres venirte a ella?» Volvió a sonreír. «¡Quién pudiera, señor!… Pero una es una…» ¡A saber lo que quería decir con aquella tautología!
La vi marchar desde la ventana, en su bicicleta, haciendo equilibrios y eses por la carretera hasta perderse. Estaba yo tan sorprendido por su confidencia, que apenas sí presté atención a sus gracias, en que tanto me había recreado en otras ocasiones. Alguna vez había oído decir, no sé cuándo ni a quién, que las octorenas brasileñas son las mujeres más bonitas del mundo, aunque se marchiten pronto. Paulinha no había empezado a marchitarse, ni mucho menos, pero aquella mañana yo no estaba para contemplaciones. Su confidencia había añadido una pieza más al rompecabezas de María de Fátima, otra a mis cautelas. Si antes estaba perplejo, ahora me sentía más desorientado que nunca, y no se me ocurría nada, aunque acaso en el fondo de mí mismo apreciase, como una alborada que se insinúa, algo semejante al miedo. ¿Qué tenía que hacer? ¿Escapar o afrontarlo? Quedé tan paralizado por el revoltijo de mis pensamientos y de mis temores, tan pasmado, que la miss, que aquella misma tarde regresó, con su marido, de Oporto, me preguntó si me sucedía algo. Le dije que no, pero no quedó muy convencida. Supongo que en aquel mismo momento, quiero decir, al dejarme, habrá iniciado una investigación cautelosa para averiguar mis pasos durante su ausencia. Operación mollar, cumplida sin necesidad de grandes esfuerzos, pues inmediatamente le dirían que la señorita María de Fátima había estado a almorzar, y que su doncella Paulinha había venido aquella misma mañana. No sé lo que habrá pensado la miss, ni cuáles habrán sido sus temores. Ni se refirió a las visitas, ni las aludió, aunque la verdad fuera que su marido no le dio tiempo ni ocasión, pues hasta bien entrada la noche, después de haber cenado, se dedicó a explicarme el resultado de sus gestiones en Oporto. Traía libros, folletos, y la dirección de un arquitecto joven con el que había hablado. Todas las cuestiones técnicas tenían solución. Pero los gastos, en su conjunto, ascendían a mucho dinero. «El préstamo del estado apenas sí da para empezar. Hemos echado cuentas…» Le interrumpí: «¿Quiénes? ¿Tú y quién más?» «Don Amedio me acompañó, me ayudó, me orientó. ¿Sabes que entre sus muchos negocios tiene uno de ganado cerca de Uruguay? Entiende de eso. Según sus cálculos…» Los cálculos de don Amedio habían concluido en que la cantidad necesaria para empezar triplicaba el préstamo oficial. «Las vacas de cría son caras; los sementales, más, si se quiere que sean de buena raza. Él me habló de dos o tres, todas ellas extranjeras, principalmente suizas y holandesas. Entiende del negocio, lo sabe todo -reiteró-. Te aseguro que estoy asombrado de nuestra ignorancia. No sé qué vamos a hacer.» «¿No te lo dijo él?» «No. Él no me dijo nada…» ¡Quién sabe! A lo mejor era cierto. A lo mejor don Amedio obraba también con cautela. Podía reservar su oferta hasta conocer la cantidad que los bancos me ofreciesen por el pazo en hipoteca, o con el pazo como garantía… ¡Qué sé yo! Le dije a mi maestro que no teníamos por qué precipitarnos, que había que meditarlo y estudiar posibles soluciones más baratas. Pero él se había hecho ya a la idea de una vaquería por todo lo alto, inducido seguramente por don Amedio, que le habría descrito sus instalaciones, que le habría sorprendido con la cifra de sus millares de vacas…
A la mañana siguiente nos fuimos juntos a recorrer las tierras, a calcular una vez más la extensión de los prados, y a cuántas vacas podrían alimentar, según los datos traídos por mi maestro: unas ciento cincuenta… ¡Una miseria! Mi maestro pensó que, talando bosques, se podría al menos duplicar la superficie, pero eso exigía obras de regadío, cuyo coste no habíamos calculado ni teníamos datos para hacerlo. «Pero, ¡hombre!, ¿no te parecen bastantes ciento cincuenta vacas? Nadie las tiene por estos contornos.» «Es que ciento cincuenta vacas no son rentables. Hay que pensar en los impuestos, en los réditos del préstamo, en la amortización del capital. ¡Menos de mil vacas, nada!» «¿Eso fue lo que dijo don Amedio?» «Sí, él lo dijo, y él sabe lo que dice…» Mi maestro, los días anteriores tan esperanzado, estaba ahora alicaído, como si un gran proyecto se le desmoronase poco a poco ante su mirada impotente. ¿Qué pensaría de mí, el hombre, al verme tan tranquilo, casi indiferente? Si mal, no le faltaba razón, en cierto modo, ya que mi entusiasmo por el proyecto había durado un par de días, a lo sumo una semana. Pero yo no podía devolverle la fe en mí revelándole las confidencias de María de Fátima, que, por otra parte, podían ser falsas. Podían serlo, pero eso ya lo diría la conducta de don Amedio.
Que no tenía prisa se demostró aquella misma mañana. Al llegar al pazo me hallé con que había pasado por allí Paulinha con el recado de que sus señores me invitaban a almorzar. «Ya me contarás lo que te dice don Amedio…» Fui en mi cochecillo de un solo caballo. Me recibió ante el portón el criado negro, que se hizo cargo del vehículo. Paulinha estaba en lo alto de la escalinata. Al recogerme el impermeable me susurró: «No tenga miedo. Hoy no pasa nada.» Y desapareció. El primero en venir fue don Amedio. Parecía cansado, me cogió del brazo y, mientras me contaba que había pasado una mala noche, me llevó por unas escaleritas de caracol a algún lugar del sótano que resultó ser la bodega. Había allí, ordenadas, varios miles de botellas con sus marbetes. No dejó de sorprenderme tanta abundancia y selección, aunque ya las cosas de aquella familia no debían asombrarme. Don Amedio me explicó que había comprado la bodega entera al conde de Montformoso: una colección fundada a principios del siglo XVIII y que se consideraba de las mejores del país. Me dijo también cuántos cruceiros había pagado por ella, pero lo olvidé. En aquel recinto abovedado había mesas, sillas y ajuar. El mismo don Amedio preparó los vasos. «A ver qué le parece este oporto seco que voy a darle. Tiene más de cien años.» Lo caté y me pareció bien, aunque me hubiera parecido lo mismo si su edad no hubiera alcanzado la mayoría. Don Amedio chasqueaba la lengua. «Bueno, ¿eh?, bueno. Hay por ahí otra cosecha que no he catado todavía… Si sale buena, le enviaré una botella.» Le di las gracias y chasqueé también la lengua. «Bueno, bueno, ya lo creo, está bueno de veras.» La verdad era (y es) que entre las muchas deficiencias de mi cultura, una de las más lamentables y patentes es la de mi ignorancia en materia de vinos, mi ignorancia total. Fingía entusiasmo con don Amedio, como lo había fingido y fingiría muchas veces más con Simón Pereira. Don Amedio había pulsado un timbre, sonó muy lejos una campanilla, bajó el criado negro con cosas de picar. Yo empecé a inquietarme. ¿Será esto la preparación de una oferta de dinero, o de sociedad, para montar por todo lo grande mi negocio de vacas? Si así era, don Amedio lo tomaba con parsimonia, chasqueando la lengua, hablando de vinos; aunque del placer que le causaba beberlos y poseerlos, pasó a tratarlos como negocio: había entrado en la Asociación de Vinateros de la región, entidad mortecina a la que había que impulsar, convirtiéndola en una modesta cooperativa. Ya nos habíamos sentado, cuando me repitió lo mal que lo había pasado la noche anterior, unos ahogos que le daban de vez en cuando, con punzadas: tenían que ser algo del corazón. «¿Y por qué no va usted al médico?» Pues no era partidario, don Amedio, de los médicos. Había heredado de su madre la desconfianza. Enferma toda la vida, se había aguantado con tisanas y aguardientes, y había muerto octogenaria. «Lo que sucede, querido amigo, es que mi madre trabajó toda su vida en el campo y en la casa, y ese trabajo cansa, pero no gasta. Lo que gasta, lo que consume, lo que estropea el corazón, es tener en la cabeza veinte o treinta empresas distintas y saberse responsable de un par de millares de trabajadores y de otras tantas familias, cuya vida depende de que uno acierte o no, también de que uno aguante o acabe por arrojar la esponja. Y yo atravieso un mal momento. Después de pelear cuarenta años, ¿qué saqué en limpio? ¿Ser rico, tener esta casa, y otras en Brasil, y la que pienso comprar en Lisboa, si llega a bien un trato en que estoy, y muchas cosas más? Los hay que se sienten felices de poseer y de mandar. Yo también lo sentí, pero esos ahogos que me despiertan algunas noches, me hicieron cambiar de opinión. Tengo miedo a morir antes de tiempo. Ya ve usted: paso poco de los sesenta, no soy ningún anciano, y mis energías me permiten luchar treinta años más. Pero no es que ahora me fallen, es otra cosa que no puedo explicar, porque no lo sentí hasta ahora. Además, si me muero, ¿qué va a ser de lo mío?»
La pausa que hizo no era objetivamente indispensable. Se puede pinchar un taruguito de jamón y seguir hablando, pero él necesitó, a lo que entonces creí, comprobar si lo que venía contando me causaba algún efecto o me dejaba indiferente. Al sentirme mirado fingí atención y él se sintió invitado a continuar. Lo hizo sorbiendo traguitos de oporto y chasqueando la lengua. Le gustaba, según daba a entender, y no es improbable que fuese en realidad su único placer: lo imaginé refugiándose en la bodega y echándose al coleto un par de copas, no tantas como para embriagarse, porque no tenía la nariz de tal, ni el aliento. Reanudó la perorata repitiendo la última frase: «¿Qué va a ser de lo mío?», aunque inmediatamente incrementada en esta otra interrogación: «¿Qué va a ser de todo lo que hice en tantos años de trabajo?» Poco a poco, de las interrogaciones generales pasó a las concretas, no sólo interrogaciones, sino también afirmaciones. Aquellas mujeres, una esposa y una hija que habían vivido sin interesarse por sus negocios, sin saber siquiera cuáles eran, limitadas a beneficiarse de las ganancias. Llegó a plantearse la cuestión de si no era la culpa suya, de si no hubiera debido tratarlas de otra manera, ligarlas a su trabajo, hacer de ellas otra clase de mujeres más útiles, y así seguirían siendo, en cualquier caso y en todos. «¿Y usted sabe lo que puede durar mi fortuna en sus manos? ¿Diez años? ¡No lo creo! En estas situaciones, cuando el responsable muere, lo que se hace es vender, vender por lo que den. Lo que importa es agenciarse dinero contante para seguir gastando, hasta el día en que ya no hay qué vender, en que el dinero se acaba. ¿Y después? Claro que de ese después yo no debería preocuparme, porque estaré, además de muerto, olvidado. Pero, ya ve, me preocupo. En primer lugar porque no me gustaría que lo que hice con tanto esfuerzo se desbaratase en un santiamén. ¡Cómo se aprovecharían entonces mis enemigos! ¡Y cómo se reirían!»
Volvió a hacer otra pausa, con el pretexto de otro taruguito de jamón. Yo aproveché y le dije lo que probablemente esperaba, con aquellas o con otras palabras. «¿Por qué no se busca usted un sucesor?» «¿Un sucesor? ¿Qué quiere decir? Yo no tengo hijos varones.» «Podría hallarlo en un yerno…» Se echó a reír. «¿Un yerno? ¡No me haría falta buscarlo! Hay en Brasil candidatos a montones, pronto los habrá también aquí. Un yerno, claro, es lógico. ¿Y quién encuentra al hombre adecuado, con el cual, además, quiera casarse mi hija? Usted ya la conoce. No es una chica fácil de contentar. Tienen en la cabeza muchos pájaros. Lo de todas las niñas ricas: viven en la riqueza sin preocuparse de dónde viene, ni de cómo llega a ellas. Usted sabe que de ese modo se desbaratan las fortunas…» Aquí dio un suspiro profundo. «Yo no puedo escogerle marido a mi hija. Estas cosas, en estos tiempos, ya no se hacen. Y si a ella le da por casarse con algún incapaz, ¿qué puedo hacer para salvaguardar mi fortuna?»
Naturalmente yo no tenía una respuesta que darle. Esas interrogaciones son modos de hablar convencionales, aunque a don Amedio le sirviese de punto de partida para trazar el retrato ideal de su heredero y sucesor, de su imposible yerno: un portugués como él, aunque también pudiera ser gallego; uno de esos hombres humildes y tenaces que saben aprovechar la arrogancia de los nativos para organizar un negocio serio y, sobre todo, sólido, a pesar de las dificultades que la política -«es decir, el robo organizado», aclaró don Amedio- pone a los hombres honrados para beneficiarse de su trabajo. «Esos hombres existen. Conozco más de tres, pero mi hija no los querría.» Y repitió la interrogación inicial: «¿Qué puedo hacer para salvaguardar mi fortuna?», pero esta vez, incrementada con otra, más dramática: «¿Desheredarla?» Lo dejó en el aire, pero fue en aquel momento cuando yo comprendí las razones de aquella invitación privada, de aquellas confesiones. Lo interpreté como si me hubiera dicho: «Si por casualidad se casa usted con mi hija, no espere usted heredar mi fortuna. Usted no me sirve…» Y sentí una satisfacción profunda, me sentí como liberado de un peso que me había amenazado sin corresponderme. Si don Amedio había proyectado alguna vez llegar a propietario de mi pazo, no contaba con su hija como prenda de transacción.
Y, de las vacas, nada. Tal vez prefiriese dar un rodeo, entenderse con mi maestro y que éste, más fácil de deslumbrar, me convenciese a mí. Había pasado bastante tiempo desde mi llegada a aquella casa, desde mi descenso a la bodega. Habíamos bebido tres copas cada uno: sentía el cosquilleo del vino en el estómago, un cosquilleo de clara intención ascendente. Debía de ser muy tarde. Bajó Paulinha y nos rogó que subiésemos al comedor, que la señora y la señorita esperaban. No fue un almuerzo especialmente notable. Habló Regina de que le habían llegado revistas de París con las modas de primavera, de que tenía que bajar a Lisboa a ver lo que había por allá, de que el tiempo se portaba bastante bien, pues no llovía demasiado y no hacía frío, y de que si no fuera porque en Europa las cosas andaban revueltas y temía que la cogiese allá una guerra, no le disgustaría darse una vuelta por París: cabalmente había descubierto ciertas deficiencias en la decoración de la casa, necesitaba algunos muebles… Alguna de las miradas que me envió don Amedio quería decir claramente: «¿Lo ve usted?» María de Fátima, como arrinconada, no decía palabra, no me miró apenas. Fumaba en silencio. Paulinha iba y venía, ágil, sonriente, con ese aire de los que están por encima de todo, de los que, acaso sin haberlo aprendido, saben despreciar…
UNA TARDE DE AQUELLAS recibí el aviso de que, a la mañana siguiente, se entregaban los premios a los mejores vinos del año. Cuando yo aún estaba en París, a la Asociación de Vinateros se le había ocurrido gastar dinero en propaganda, y habían traído un equipo de cine para filmar las faenas de vendimia y lagar. Como mis bodegas eran las más viejas de la comarca, les había cabido una parte protagonista en la operación, en la que había participado mucha gente, en la que María de Fátima, según ella misma me había contado, cortaba racimos en la viña y los pisaba en el lagar. También fue ella quien entregó los premios, vestida de portuguesa convencional, muy bonita por cierto. No se cortaba ante las cámaras. También por aquellos días instalaron los teléfonos en la comarca, y pudimos hablarnos los del pazo con los de la casa de María de Fátima. Yo lo hice para saludarlos, pero mi maestro aprovechó el artefacto para mantener con don Amedio largas conversaciones que no espié, de las que él me dio cuenta muy por encima. Saqué la impresión de que me consideraba equivocado al respecto del negocio vacuno, y que creía a don Amedio mucho mejor orientado. No me metí en sus tratos porque, al final, cualquiera de ellos, fuera el que fuese, pasaría por mí, y yo ya sabía a qué atenerme. Un día decidieron volver a Oporto, y lo hicieron, ellos solos, con anuncio de permanecer allá dos o tres días, a no ser que les fuera indispensable viajar hasta Lisboa, que les alargaría la ausencia. A la miss le pareció muy bien, aunque esta vez ella quedase en casa, y supongo que ni Regina ni María de Fátima habrían sido informadas sino con un escueto «Me voy por unos días», que no les causaría, a las mujeres, la menor inquietud, sino probablemente satisfacción y descanso. Yo, por mi parte, también proyecté un viaje: ir a Viana do Castelo a ver qué libros nuevos se habían recibido en las librerías. Para eso tenía que coger un tren en Valença o en Caminha. El viaje en tren era bastante pesado. Se me ocurrió telefonear a María de Fátima e invitarla: si aceptaba, ofrecería su automóvil. Así fue. Yo insistí, hipócritamente, en que un viaje en tren podría resultar divertido, pero ella decidió que lo haríamos en su coche, cuya presencia, al llegar a Viana, nos convertía en personajes. Me vino a buscar de mañana, vestida convencionalmente, con un traje gris que no iba a su modo ondulante de caminar, y una boina: traía un paraguas muy bonito. Yo me vestí más bien vulgarmente, aunque el impermeable fuese inglés (que, por cierto, ya empezaba a perder sus brillos y a agrietarse por alguna parte, como un zapato de charol). No creo que María de Fátima se sintiese humillada por la modestia de mi atuendo; probablemente ni se fijó.
Cuando me preguntó a qué íbamos, y le dije que a comprar libros, vi en su mirada una suerte de estupor, de incomprensión, de repulsa. «Pero ¿no te basta con los que tienes en casa?» Intenté explicarle que, en aquellas cuestiones de la literatura, convenía estar al tanto de cómo iban las cosas, de lo que se publicaba, de lo que tenía éxito y era comentado. No sé si lo entendió o no, y hasta es posible que no se hubiera enterado de la mitad de mis palabras. No me hizo ningún comentario. Cuando estuvimos en la librería, me permitió, en silencio indiferente, revolver montones, curiosear anaqueles, preguntar por esto y por lo otro, y llevó su amabilidad hasta cargar con uno de los paquetes de los libros comprados. Fuimos a almorzar a un restorán en el que habíamos estado otras veces, donde nos recibieron con sonrisas. Había en el comedor una orquesta que tocaba fados, tangos y sambas, no tan alto que nos molestasen. De todas suertes, preferimos una mesa alejada, casi arrinconada: la sonrisa del maestresala que nos condujo hasta ella quería decir que estaba en el secreto, un secreto más aparente que real. Inesperadamente, María de Fátima me preguntó no qué era aquello de la literatura, sino cuáles eran mis relaciones con ella, sobre todo habida cuenta de mi porvenir. Le respondí que tenía escrito, aunque no publicado, un libro de versos, y que, en realidad, no sabía cuál era mi camino ni si el que seguía, continuamente rectificando, y, sin embargo, invariable, me llevaba a alguna parte. Llegué a decirle que deseaba vagamente ser escritor, pero que aún no había averiguado si el deseo respondía a una verdadera vocación, a algo que tirase de mí incoerciblemente hacia delante. No me interrumpió ni una sola vez con preguntas o comentarios, pero, al final, se limitó a decirme: «Eso no es serio.» Y me hizo comprender que, aunque mis puntos de partida no coincidieran con los de ella, lo mío no era, efectivamente, serio. Durante el camino de regreso me hizo otra pregunta: «¿Tienes pensado a qué te vas a dedicar? Ahora no me refiero a la literatura.» Pues tampoco la respuesta podía consistir en otra cosa que en vaguedades. Pensaba irme a Lisboa, escribir en los periódicos, esperar a que terminase la guerra de España. Lo que podría hacer después era imprevisible. El interrogatorio continuó durante todo el viaje, ya atardecido. No eran preguntas seguidas, sino espaciadas, como si entre una y otra meditase el alcance de mi respuesta. Finalmente se interesó por Villavieja del Oro. ¿Tenía casa allí? ¿Cómo era? Se la describí, tuve que compararla con el pazo miñoto, la casa de mi madre quedó peor parada, aunque yo me esmerase en describir sus salones y sus muebles, su fisonomía y sus ámbitos. «Y la vida en Villavieja, ¿cómo es? ¿Cuál sería allí el papel de tu esposa?» No podía darle grandes informes, menos aún los que ella apetecía. Yo apenas había vivido en Villavieja, una niñez y una adolescencia, ignorante de la vida social. Las cosas, además, tenían que haber cambiado. Mi madre, por supuesto, pertenecía a lo más alto de aquella sociedad (yo dije empingorotado, y tuve que explicarlo), y esperaba que mi mujer ocupase su lugar. Pero la vida en Villavieja tenía que ser aburrida si se la comparaba con la de Río. Claro que para mí tenía otros alicientes… «Y en esa casa que tienes allí, ¿se pueden dar fiestas? ¿Se pueden traer invitados de fuera? ¿Hay salones que adornar e iluminar, y en los que se pueda bailar?» «Pues yo no sé si aquellos pisos de madera y vigas de castaño soportarán más de quince personas.» «¿Eres rico, Ademar?» «Rico, no. No soy rico como tu padre, ni mucho menos. Tengo para vivir con dignidad y modestia aquí, en Portugal, o en España. Nada más que eso.» Cuando llegamos a la puerta del pazo, descendió conmigo del automóvil: se había hecho de noche y llovía un poco. También había enfriado el tiempo. Sin darme explicaciones, entró conmigo. Sólo después de haber saludado a la gente, de haber yo preguntado si estaba encendida la chimenea de mi sala, de pedir que nos trajeran un té caliente, María de Fátima me pidió que le permitiese leer mis versos. «Están en castellano.» «Lo entiendo bastante bien, aunque no lo sepa hablar. Además, lo que no entienda me lo traduces tú.» Así fue: sentados ante la chimenea encendida, con la mesa de té servida, empezó a leer. Habían colocado una lámpara de pie a su izquierda: aquella luz la alumbraba desde arriba, la metía en un cono de claridad del que yo quedaba fuera, instalado en la penumbra. La podía contemplar a mi gusto, y recrearme. Ella prescindió de mí, se aplicó a la lectura; muy de vez en cuando me preguntaba por el significado de una palabra, o me pedía que le tradujese entero un verso. Leyó todos los poemas; por lo que pude colegir, alguno lo leyó dos veces. Al final cerró el cuaderno con expresión desanimada. «No lo entiendo», dijo. La taza de té se le había enfriado. Con un movimiento enérgico y certero, arrojó el líquido a la chimenea y se sirvió otra taza, la bebió sin decir nada, creo que llegó a mordisquear un pastelillo de los que cocinaba la miss personalmente, pastelillos de la mejor tradición inglesa. Al final encendió un cigarrillo y me miró. «No lo entiendo», repitió. «Si no estás acostumbrada a leer poesía, es natural.» «No. No me refiero a eso, sino a tus sentimientos, a tus ideas. No entiendo lo que quieres decir cuando hablas del amor. ¿Te refieres a eso de la cama que le gusta a mi madre? ¿Es posible que para hablar de esa suciedad consumas tu tiempo y tu vida en escribir cosas tan difíciles? Porque, además, ¿qué tendrá que ver eso que llamáis amor con el mundo, con la muerte, con las estrellas, hasta con el propio Dios? ¿No crees que exageras un poco? Mi madre, por lo menos, no lo saca de quicio. Lo que empieza en la cama, en la cama termina.»
Por primera vez desde que conocía a María de Fátima, su mirada coincidía con sus palabras, decía lo mismo, aunque quizá con más intensidad y más ira. La mirada no se paraba en este o en aquel detalle, me repudiaba de una vez y totalmente, me repudiaba a causa de aquellos versos que yo había escrito casi arrebatado, casi enajenado por el recuerdo de Ursula. Me repudiaba, al menos, con los versos como pretexto inmediato, aunque la repulsa resumiera todas las incomprensiones, todas las decepciones que yo le había causado. Era una repulsa total, me rechazaba entero, no me dejaba un resquicio por el que pudiera recuperar su estimación. Aunque ¿de veras me interesaba? En aquel momento, iracunda, furiosa, contenida, estaba bonita, no más que otras veces, sí de una manera nueva, y yo me recreaba en su conjunto, no en la excelencia o especial atractivo de tales o cuales menudencias.
«¿Te han hablado de amor alguna vez, María de Fátima?» «Me han dicho muchas estupideces al oído, como a todas las mujeres bonitas que los hombres consideran su presa.» «Eso no es hablar de amor.» «¿Vas a hacerlo tú?» «No, porque no te amo. Me atraes, lo confieso, pero tu mirada levanta entre los dos una valla que no me atrevo a saltar. Sin ella, acaso llegase a amarte. Es lo más probable, y no me consideraría feliz, porque tú no me amarías jamás…» Me interrumpió: «¿Para qué? Yo te sería fiel y pondría mi cuerpo a tu disposición para que engendrases hijos y para que te saciases, si eso era lo que necesitabas.» «¿Sin compartir mis sentimientos?» «¿A qué llamas sentimientos?» «A sentir que cada uno de los dos es necesario al otro y a vivir juntos la felicidad de la necesidad cumplida.» «¿Eso incluye el placer de la cama?» «Sí, compartido, como todo lo demás.» Movió serenamente la cabeza. «No lo necesito, no lo entiendo, no me interesa.» Sacar en aquel momento, del paquete de tabaco, un cigarrillo fue como buscar un punto de apoyo en el vacío. Le ofrecí, lo rechazó, encendí el mío. «¿No te parece que ha sido una suerte que llegásemos a esta conversación?» «¿Por qué?» «Podíamos seguir engañándonos como hasta aquí; podíamos llegar a casarnos. Hubiéramos sido muy desdichados.» «Yo no.» «Yo, sí. No concibo la convivencia de un hombre y una mujer sin amor. Pero como yo llegaría a amarte, de eso estoy seguro, es posible que sólo fuera yo el desdichado.»
Había rechazado mi pitillo. El paquete quedaba encima de la mesa. Cogió uno por su cuenta, se levantó, y lo encendió en una brasa de la chimenea, cuyo fuego no flameaba y cuyos troncos empezaban a oscurecer.
Se volvió hacia mí, echó una bocanada de aire.
«Estoy segura de que en poco tiempo haría de ti otro hombre. Te enseñaría a desear lo verdaderamente deseable, y no esas ilusiones del amor y de la poesía. ¿Sabes lo que son la riqueza, el poder, el ser alguien en el mundo? A mi lado lo aprenderías.» «¿Tú sabes que tu padre desea como yerno a un hombre como él, un hombre capaz de hacerse cargo de su imperio?» «Quizá tenga razón. Pero a ese yerno yo le pondría mis condiciones. Ya ves: pediría lo que me gusta de lo que tienes y de lo que eres.» «¿Una casa como ésta, por ejemplo?» Se encogió de hombros. «¿Por qué no? Un poco mejorada, por supuesto.
Creí descubrir cierta melancolía en la mirada que envió a las paredes de mi sala privada, donde un reloj antiguo en aquel momento dio la hora: era un reloj que sonaba muy delicado y muy leve, un reloj romántico. «¡Qué lástima que nos hayamos defraudado!», dije. Ella se volvió bruscamente. «¿Yo también a ti?» «Sí, claro. Tú no entiendes el amor, yo no entiendo la ambición. Hay mujeres que serían felices con lo que yo puedo ofrecerte. Ursula lo hubiera sido, Clelia también, posiblemente. Y otras habrá, pienso yo, que no le pidan más a la vida, aunque le pidan vivir hasta el fondo esto que pueden compartir conmigo. Yo he conocido parejas que vivían en buhardillas e irradiaban luz.» Se acercó, ya tranquila, con la mirada serena y acaso un poco irónica. Me puso la mano en el hombro. «A eso le llamo yo mediocridad. Y, en cuanto a la felicidad, esa de que me hablas, o a la que aspiras, jamás he pensado en ella. Como te habrás dado cuenta, pico más alto.» «¿Por qué?» Se me quedó mirando, sin respuesta. Repetí la pregunta: «¿Por qué? -Y como siguiera sin responderme, añadí-: Si tú me hicieras esa pregunta, no me quedaría mudo, como tú. Por lo pronto te diría: porque lo siento así, o porque lo necesito. Por debajo de las razones, siempre hay algo más fuerte y más explicable. Ahí es donde tocamos la vida.» «Pero no todos viven igual», dijo entonces, aunque con la voz menos segura. «Es cierto. Es algo a lo que todos tenemos derecho, tú a picar más alto, yo a quedarme donde estoy, quién sabe si solo para siempre. La diferencia está en que tú vives de esperanza y a mí es muy probable que me toque vivir de recuerdos. Pero observa la diferencia: yo no intento convencerte de que renuncies a tus esperanzas. Me basta con que sepas que, en ese viaje, no me creo con ánimos para acompañarte. Exigiría de mí un esfuerzo para el que no estoy preparado, acaso porque nada de lo que puedas ofrecerme me seduzca o simplemente me atraiga. Salvo tú misma.» «Sí. Lo comprendo. Me equivoqué contigo. Pero sé perder, ¿sabes? -añadió con una alegría súbita-. Lo único que te pido es que lo olvides todo, o hagas como que lo has olvidado. Yo haré otro tanto…» Me tendió la mano. No la rechacé. Y mientras la acompañaba hasta la salida, pensé por primera vez que era una lástima que no nos hubiéramos entendido. También lo era que yo no pudiese imaginar el modo de bajarle los humos, de traerla a la realidad humilde de la gente que llamaba mediocre. Ante todo, de enseñarle a amar. ¡Era tan bonita, tenía un cuerpo tan deseable! Y, en el fondo, no creía que fuera mala persona.
Vinieron unos días de lluvia continuada, noche y día lloviendo, el mismo rumor en los tejados y en las ventanas, un color gris que se iba oscureciendo, hasta meterse en la noche como empujado, como obligado, por aquel rumor invariable. La gente, incluida la miss, se calzaba los zuecos y cogía el paraguas sólo para atravesar la plazoleta y entrar en las bodegas. Ausente mi maestro, la miss prefería no aparecer. Y por alguna razón no explicada, tal vez por una de esas adivinaciones de que las mujeres son capaces, parecía tranquila, y es probable que se tranquilizase más al ver que yo no salía de casa y que María de Fátima no se dejaba ver. Ni siquiera llamaba por teléfono. Aunque hacía frío en la biblioteca, yo pasaba allí la mayor parte del día: había mandado traer un brasero que me calentaba las piernas, y el cuerpo lo metía en una zamarra antigua y anticuada, pero confortable y abrigosa. Su corte y ornamentos revelaban cierta intención de elegancia. A lo mejor había pertenecido a mi bisabuelo Ademar, aunque ignoro si en su tiempo existían ya las zamarras. Me había dado por releer mis versos, escritos allí mismo ya mucho tiempo atrás, olvidados hasta que la conversación de María de Fátima me los había hecho recordar. Los leí como si no fueran míos, y me parecieron buenos, aunque no me sintiese con fuerzas para repetir, ni siquiera en la memoria, los sentimientos de que habían nacido. Los leí y releí enteramente como cosa ajena, y como tal los juzgué. Llegué a cambiar alguna palabra, o corregir algún ritmo, pero con esa sensación de impertinencia del que enmienda la plana a otro. Una cosa saqué en limpio de aquella lectura, de aquellas largas meditaciones con el cuaderno de los versos cerrado en mi regazo, y la mirada perdida en la luz gris de la tarde; ya no me apetecía escribir versos, no ya como aquéllos, cualesquiera. Los leía, los contemplaba como el que repasa el álbum de fotografías de una ciudad a la que se sabe que no se volverá jamás. En un principio, cada fotografía sirve de referencia a un conjunto vivido, que renace: el aire, el color, el estado de ánimo, ciertas personas y ciertas emociones. Pero conforme pasa el tiempo, todo se va olvidando, y la fotografía se reduce a la imagen escueta: no induce a recordar, ni siquiera lo que allí aparece, cuya realidad no resurge ni se superpone a la imagen, no la vivifica. Es imagen de algo existente, pero podría serlo de algo que jamás se hubiera visto. Empecé a comprender, no sé si con pena o con indiferencia, que con mis recuerdos, aquellos que había considerado suficientes para seguir tirando, o quién sabe si fundamentales para mi vida, les sucedía lo mismo que a las fotografías y a los versos. La historia de Ursula lo mismo podía ser ya una historia vivida que leída. En cuanto a Clelia, ¿era a ella a quien recordaba, o más bien al conjunto de circunstancias coincidentes una tarde de otoño, en cuyo centro, y por causas o motivos absolutamente desconocidos, habían estado juntos un hombre y una mujer que casi se ignoraban, que no volvieron a verse, que no llegarían a encontrarse otra vez? Si la historia de Ursula podía compararse a cosa leída, la de Clelia parecía más bien una secuencia de cine aislada de la película, sin antes ni después, y el recuerdo que tenía de aquella tarde se iba pareciendo al de algunas películas vistas. De modo que, en realidad, lo que yo creía un buen bagaje instalado en mi corazón, siempre a mano, no era ya casi nada, mero recuerdo gris, y un día llegaría a ser nada. No sé cuál de aquellas tardes concluí (o acaso se me haya ocurrido súbitamente) que mi comportamiento con María de Fátima no había sido inteligente, sino más bien una torpeza de principiante, de alguien que sabe poco de mujeres y de sí mismo, y lo que sabe, mera literatura. Porque no era otra cosa todo cuanto le había dicho, y los fundamentos de lo que le decía, y mis cautelas. Era probable que lo que ella deseaba, aquel «picar más alto», fuese también algo parecido, acaso un sistema de defensas o la respuesta a algún «complejo» adquirido en su infancia de niña rica perdida en una casa inmensa, desprovista de afectos, solitaria y quizá despavorida, la de una niña que no entiende por qué su madre no duerme en casa y que llega a saber, acaso antes de tiempo, que el que cree su padre no lo es: una niña, en fin, para la que el mundo es un enigma o un barullo en el que lo único claro es el porqué en los rincones aparecen culebras, y, al levantar el embozo de la cama, arañas como puños. Esto lo pienso ahora, como pienso que su frigidez se la podía curar un médico, como pienso que un trato cariñoso e inteligente la hubiera bajado de sus alturas imaginarias hasta la realidad que ambos hubiéramos podido compartir. Pero aquella tarde en que reconocí mi error, no se me ocurrieron los remedios, ni pensé que los hubiera. No estaba enamorado de ella, aunque lo hubiera deseado, a veces ardientemente: el mismo ardor con que había apetecido a otras mujeres que también pasaron, que se habían perdido en el olvido. No sé. A lo mejor me equivoco como entonces y como tantas veces; pero puede que, detrás de aquella frialdad ambiciosa que confesaba, se escondiera una criatura accesible al amor, capaz de amar ella misma.
Vinieron a decirme que alguien me telefoneaba. Era Regina. «¡No puedo más con esta lluvia y este aburrimiento! ¿Me invita a tomar una copa?» ¡Naturalmente! Llegó en seguida, envuelta en un abrigo, tiritando. Habían preparado en una sala no tan íntima como la mía vinos y algo de comer. Bebió de un trago la primera copa y se acercó a la chimenea sin quitarse el abrigo. Se frotaba las manos ateridas. «¿Cómo puede usted venir tan fría, de aquella casa tan caliente?» «No vengo de mi casa. Llevo horas recorriendo carreteras, le telefoneé desde el pueblo.» Por fin se quitó el abrigo, lo dejó en cualquier parte, arrimó un sillón a la chimenea, muy cerca de las llamas, y allí se estuvo quieta y silenciosa, recibiendo el calor con avidez visible. Sentí hacia ella cierta ternura súbita, limpia de deseo. Le llevé otra copa, que bebió con más parsimonia: sin preguntarle si lo quería, le llevé también de comer. Picó algo, lo dejó a un lado, pero la copa la mantenía en la mano, y de cuando en cuando sorbía. Al terminarla, me la pasó sin mirarme siquiera, y se la colmé. Era una copa grande, antigua, muy bien tallada. Yo creo que el silencio duraba ya más de media hora. No sé si ella se sentía molesta, yo sí. ¿A qué había venido? ¿Únicamente a calentarse, cuando el sistema de calefacción de su casa era mejor que el mío? ¿Sólo para estar delante de una chimenea, en un viejo salón atravesado de corrientes de aire en uno de cuyos rincones el agua de una gotera caía en una palangana? ¿Acaso porque la lluvia se escuchaba mejor en mi casa que en la suya? La contemplaba desde mi penumbra. Todavía era hermosa y atractiva; pero ¿cuánto tardaría su belleza en deshacerse? ¿Un año, quizá dos? Llevaba pintado el rostro, y no podía disimular las arrugas incipientes del cuello, largo, sí, esbelto todavía. Aquella tarde no se había esmerado en el vestido: no venía, al menos, provocativa, como otras veces. Me dio la sensación de mujer vencida y quién sabe si desesperada. La gente que no lo ha experimentado no sabe lo que pueden dar de sí tantos días lloviendo, cómo pueden vencer las resistencias de los no habituados, cambiar la situación de un alma, dejarla inerme y desnuda. Y no lo digo por mí, que he vivido siempre en ciudades lluviosas. Para mí la lluvia es lo natural, y cuando vienen seguidos muchos días de sol, me aplana la monotonía de los cielos limpios, y busco, en el atardecer, esos crepúsculos encima de la mar que siempre acumulan brumas o nubes inesperadas largas y oscuras, como rayas pintadas encima del horizonte rojo. No tenía más que subirme a la terraza de mi torre, y los veía, los cielos, quiero decir, de ese color consolador. El sol que se pone, además, parece que llama al alma, que la arrastra hacia ese más allá que nunca conoceremos, el alem que me sacaba de mí en los días más románticos de mi juventud. Pero no creo que una mujer como Regina pudiera satisfacerse con el espectáculo de un crepúsculo, salvo teniendo al lado a un hombre en bañador, y la mar cerca. Sí. Contemplándola, aquella tarde, alumbrada por la luz cambiante de las llamas, la imaginé así. Pero el hombre que la acompañaba no era yo.
«¿Comprende que no pueda más? -dijo de pronto con una voz desesperada, cuyo dramatismo, un poco teatral, rebajó para añadir-: Usted es un hombre de mundo, usted entiende que esté desesperada.» No me miró al decirlo; en sus ojos seguían bailando las llamas del hogar. Hubiera preferido asentir con un gesto, o con cualquier ademán afirmativo, pero tuve que decir que sí, que la entendía. Tampoco entonces me miró. Bebió con calma el resto del vino, y con una furia súbita arrojó la copa a las llamas. Yo había aproximado mi sillón al suyo, aunque no tanto que pudiera detenerla, ni lo hubiera hecho aun teniéndola a mi lado. Muchas veces es necesario romper algo para no matar o matarse. Regina, repentinamente desalentada, pidió perdón, lo pidió con ese tono de voz que vale por un razonamiento largo, aunque siempre innecesario. Continuó sin mirarme, pero dijo: «Usted lo sabe todo de mí, ¿verdad?» «No, señora; no todo, aunque sí lo indispensable para abstenerme de juzgarla.» ¿Qué menos le podía decir? Pero ella habló como si no me hubiera oído: «Mi hija le habrá contado horrores, todos los de mi casa y los míos. No me diga que no: me lo confesó ella misma.» «No hay que tomar al pie de la letra la confesión de una muchacha que aún no sabe en qué mundo vive: lo que le dijo a usted, igual que lo que a mí me dijo, puede ser exagerado.» «Pero le descubrió que nos odiamos.» «¡Hay palabras que quieren decir tantas cosas!… Aparte de que nada está más cerca del amor que el odio, aunque ella no lo sepa todavía.» Entonces se volvió un instante, un solo instante, lo que tardó en decir: «Yo tampoco lo sé.» Y miró el fuego otra vez, en silencio, hasta que me pidió más vino. «No me lo sirva en copa fina, no vaya a darme otra vez la furia.» La copa en que se lo traje era igual a la que había roto. Me dio las gracias y la bebió. «Comprendo que haya momentos en que la gente necesite fumar.» «¿Quiere usted hacerlo?» «No, jamás llevé un cigarrillo a la boca, pero me gustaría estar acostumbrada para fumar ahora.» Sí, hubiera llenado el silencio que siguió echando al aire el humo como hacía su hija. Bocanadas largas de humo grisáceo, oloroso a esas mezclas con opio y miel que fuman los ingleses.
«Pero usted sabe que me gustan los hombres, ¿verdad? Eso se lo contó mi hija y no admite más que una interpretación.» «No soy quien para juzgarla.» «No le pido que me juzgue, ni se lo toleraría. No se trata más que de saber que usted lo sabe, júzgueme o no. Y, puesto que lo sabe, no tengo que explicarle las causas principales de mi aburrimiento, de mi desesperación.» «Yo no le pido que me explique nada.» «Ya lo sé. Es su obligación. Usted es un caballero, etc… Porque lo es, porque no puedo más, porque si no hablo reviento, es por lo que vine a hablarle. Digamos que es usted testigo de mi desahogo.» «Gracias por haberme escogido.» Se volvió, brusca, hacia mí y me apuntó con el dedo. «Pero no crea que vengo a rogarle que se acueste conmigo. No lo crea ni lo espere. No se le ocurra ni pensarlo.» Me eché a reír de una manera suave, que pudiera al menos no ofenderla. «¿Y por qué iba a pensarlo? ¿Qué razones tendría? Es usted atractiva y deseable, pero, para mí, respetable.» «No. No soy respetable», rezongó. Esta vez me miró francamente, con una expresión que, de momento, no pude interpretar, pero que acabé comprendiendo que era de orgullo, el orgullo del que se atreve a sostener sus pecados. «No soy respetable -repitió- Y lo seré cada vez menos, cuanto más vieja sea, cuando deje de ser atractiva y deseable, como usted dijo cortésmente. Ya estoy dejando de serlo. ¿Sabe que al último de mis amantes tuve que pagarle? Era un muchacho del contorno, de esos que pasan aquí el verano. Joven, apeteciblemente joven, pero malo. Se llevó mis alhajas y me despreció. -Hizo una pausa breve y me pareció que reprimía un sollozo-. Esto no lo sabe mi hija, no pudo saberlo, porque me lo hubiera echado en cara, me hubiera avergonzado con una vergüenza más.» «¿Y necesita usted que yo lo sepa?» Se echó atrás en el sillón y alzó la cabeza. Yo la veía de perfil, con la mitad del rostro enrojecido por las llamas. Detrás de ella empezaban las penumbras de la tarde. «Si yo fuera religiosa, se lo hubiera confesado al cura. Le habría confesado todo, y estaría libre mi corazón. Usted debe saber que cuando no se está de acuerdo consigo mismo, lo que hace daño al interior hay que confesarlo…» «Sí», creo haber murmurado. «Todo se habría evitado si yo tuviera un marido… Bueno, creo que se hubiera evitado, pero él tendría que ser…» Otra pausa. «¿Qué sabe una cómo tendría que ser el hombre capaz de recibir todas las ansias y agotarlas? No pienso solamente en la cama. Hay otras cosas que una mujer necesita.» «Su hija no las considera indispensables.» «¿Se acostó usted con ella?» «No.» «¿Ni siquiera ha tenido ganas de hacerlo?» «Eso, sí, señora. Las he tenido muy fuertes.» «¿Entonces…?» Esta pregunta la hizo mirándome. Y me veía el rostro entero, iluminado. Pude responderle con gesto ambiguo. «Me ha defraudado. Yo creía…, yo esperaba… ¿Nunca se le ocurrió pensar que yo lo necesitase? Que la violara, que la dejase preñada, que ella tuviera que suplicarle. Me ha defraudado.» Tardé en decirle: «Es curioso. Parece que mi destino es defraudarles a todos, no sólo a usted. Su marido me dio a entender con bastante claridad que yo no le serviría como yerno. Y María de Fátima, hace dos o tres días, reconoció que nos habíamos defraudado el uno al otro. Es decir, si fui yo el que lo dijo, ella lo pensaba también.» «Pero a quien más le duele es a mí. Me ha quitado usted la última esperanza.» No quise preguntarle cuál era, aunque empezase a adivinarla. Fue un momento difícil de la conversación: se había dicho todo, y quizá más de lo conveniente. Vacilé unos segundos, salí del paso levantándome y yendo a la chimenea, cuyos leños amortecían. En cuclillas frente al hogar, hurgando en el montón de brasas, ofuscado por las chispas, sentía a Regina detrás de mí, respirar fatigosa. «No se vuelva, se lo ruego. Un momento nada más.» La oí ajetrear en el bolso, como quien busca algo. Después aspiró fuertemente dos veces, quizá tres. Se oyó el clic del bolso al cerrarse. Se me ocurrió que había aspirado rapé, pero rechacé la idea. «Ya puede usted levantarse.» Lo hice. Mi sombra la cubría, pero en la sombra sus ojos resplandecían con fuerza, y la voz con que me había hablado tenía más vigor. Le pregunté si quería más vino, o algo. «No, ya no.» Se levantó de un salto, como si hubiera rejuvenecido. La acompañé hasta el automóvil. Había caído la noche, y los faros encendidos alumbraron la lluvia incansable, que caía inclinada. Arrancó con ruido de buen motor, salió de la plazuela dejando el estanque a la izquierda. Las ruedas levantaban raudales de agua y salpicaduras de fango.
PAULINHA TELEFONEÓ, desde el bar del pueblo, como la cosa más natural del mundo, con recado de tono misterioso. «No puedo ir a verle. Venga usted por aquí. Yo estoy en el pueblo, como todas las mañanas. A las doce volveré al bar. Usted puede esperarme tomando su cerveza, que yo sé que la toma de vez en cuando. No deje de venir.» Sí. A veces bajaba al pueblo a tomar una cerveza, o un vaso de vino verde, que lo había bueno, y echaba un vistazo a los periódicos que podía hallar. Más a menudo desde aquella vez en que la sobremesa se había hablado de la guerra de España. Las cosas iban cada vez mejor para los vecinos y peor para los republicanos. Mi maestro daba ya por segura la victoria del general, al que nombraba así, sin añadirle el apellido. No dejaba de mostrarme su preocupación por lo que pudiera sucederme, tanto en el caso de que quisiera volver a España como si me quedaba en Portugal, ya que o corría el riesgo de perder la libertad, o de quedarme sin mi patrimonio español, que no era un patrimonio millonario, pero que tenía su valor. Él no sabía que, para mí, lo tenía sobre todo sentimental. No me gustaría perder por confiscación deshonrosa la casa de Villavieja, tan llena de recuerdos, y no volver jamás a la ciudad, con tanta gente interesante, que alguna vez añoraba, solo como estaba, sin nadie a mano con quien tener una conversación medianamente inteligente que no tratase de vacas, de prados o de situaciones dramáticas entre madre e hija.
Paulinha fue puntual, y se reveló como buena actriz. Entró en el bar, pidió un café en el mostrador, y sólo después de haberlo tomado, al salir, hizo como que me descubría, se acercó a mi mesa, que estaba un poco a trasmano, junto a una ventana del fondo. Fingí sorpresa, la invité, pidió otro café y se sentó: con naturalidad, con gracia, con cierta sorna. Traía un impermeable oscuro, con capucha, que se quitó y dejó en una silla. «Con esta lluvia, y en bicicleta, no hay más remedio que mojarse.» Me di cuenta de que también traía el consabido capacho con la compra.
«Tengo que darme prisa, señor. Lo que aconteció fue que la noche pasada pelearon la señorita y la señora, y la señora le dijo a la señorita que todas las noches venía al pazo y dormía con usted, y lo dejaba cansado para que, al día siguiente, no pudiera hacer caso a la señorita. Bueno, ya me entiende en qué sentido lo digo. Yo sé que eso es mentira, señor; yo sé que la señora no salió ninguna noche de casa desde que usted está aquí. Antes sí, y se lo dije a la señorita. Pero no sé qué puede pasar. Gritaron mucho. ¡Si llega a estar en casa el señor…! No quiero decir usted, sino el otro, el marido.» ¡Qué bien sonaba esa historia de locas en labios de Paulinha! La hubiera escuchado una hora entera, pero fue breve: recogió sus bártulos y se marchó.
Debo decir que no me dejó perplejo, ni asustado, ni divertido ni estupefacto. Por alguna razón yo había esperado algo semejante, una de esas esperanzas que no se piensan, lo había esperado desde aquella tarde de lluvia oscura, cuando Regina se marchó; y por esa razón quedé tranquilo, y pude saborear mi vino, y marchar fumando bajo el orballo. Regina había mentido para mantener sobre su hija aquella superioridad que yo no había acertado a darle, y Paulinha, discretamente, le había destruido la mentira. Las cosas estaban en su lugar. Olvidé preguntar a Paulinha por el estado de ánimo de María de Fátima. Sí. Fue un olvido inexplicable, pero tampoco tuvo consecuencias. Regresé al pazo, traté con la miss de alguna bagatela, me metí en la biblioteca y no hice nada. Ni siquiera fantasear sobre las noticias traídas por Paulinha. Aquella tarde regresó mi maestro: había estado también en Lisboa, venía cargado de ideas y de ilusiones, de soluciones teóricas, y me contó que, indirectamente, don Amedio le insinuara, por fin, la posibilidad de una colaboración en la empresa de las vacas, en el caso de que yo estuviera de acuerdo. No le respondí ni que sí ni que no, pero él interpretó esta ambigüedad como que sí, y convino por teléfono con don Amedio un almuerzo de los tres para el día siguiente en uno de esos restoranes escondidos en recovecos de las montañas, o a la capa de un santuario, que sólo conocen los exquisitos. Nos vino a buscar don Amedio, con el puro matutino ya en la boca. Conducía él mismo. Lo primero que nos dijo fue que, al día siguiente, en el cine de pueblo, se proyectaba en sesión privada la película que habían hecho para la Asociación de Vinateros, unos cineastas de Lisboa, y que a él le habían encargado de invitarnos, como socios que éramos. Que no nos asustáramos, pues no pasaba de dos rollos; total, media hora, aunque larga, porque después de la proyección habría un piscolabis. El restorán estaba a la vera de un bosque, en el rellano de una ladera, entre magnolios. De conocerlo antes, hubiera llevado allí alguna vez a María de Fátima y, quién sabe, a lo mejor estaba a tiempo de hacerlo. Una casa antigua, la comida casera. Nunca había imaginado a don Amedio comilón, pero engulló, además de caldo verde, un bacalao y un cabrito de raciones generosas, y, de vino, él solo dos botellas, las cuales no le soltaron la lengua, pues habló menos que aquella mañana de la bodega a solas conmigo; habló menos, pero concreto. Describió una empresa fabulosa y se ofreció a poner en ella tres veces el capital de mi préstamo. A su concreción opuse vaguedad, indefinición, aunque dejando bien claro que la sociedad que formásemos sería a partes iguales, y que cada cual respondería del capital aportado, y si alguno de los dos participaba por alguna razón con una cantidad mayor, aumentaría sus derechos de propiedad sobre la empresa en la misma proporción y respondería con su capital privado, bien entendido que ninguna aportación extraordinaria podía considerarse como deuda contraída por el otro socio con la sociedad. Yo no sabía cómo se llamaba, en términos jurídicos, aquella clase de contrato, pero tenía idea de su existencia y de su legalidad. ¿Sociedad limitada? No lo recuerdo. Sé que era el modo de salvaguardar el pazo en el caso de que la empresa fracasara y de que él tuviera que hacerse cargo de una parte del pasivo. Tomó muchas notas, añadió cálculos. «La empresa, en su arranque, será raquítica.» «Bueno: yo la llamaría modesta.» El acuerdo fue que cada parte estudiaría la propuesta, y, o haría otra, o iríamos juntos al notario. Todo a la semana siguiente.
Cuando estuvimos solos, mi maestro me reconvino, amable, pero firmemente, por mi desconfianza o por mi torpeza. «Ni una cosa ni otra. Lo único que hago es garantizaros a ti y a tu mujer, que nunca os echarán de aquí. Yo no voy a hacerlo, ni de vivo ni de muerto, y no me gustaría que lo hiciese otro. Tampoco me gustaría quedarme sin el pazo. Éstas son las razones de mis reticencias.» Mi maestro lo comprendió, quiero decir, comprendió las razones de mi actitud, aunque no sus términos. «¿Quieres que te confíe mi desconfianza en don Amedio? Pues ésa es la única causa de lo que llamo reticencias. Tiene fama de tiburón. ¿Por qué vamos a dejar que nos muerda?» No quedó muy convencido mi maestro, pero aceptó mi postura.
Habíamos quedado en encontrarnos al mediodía siguiente en el cine del pueblo, la familia entera de don Amedio y nosotros. Se nos anticiparon. Regina parecía amorriñada; María de Fátima, indiferente. También habían traído a Paulinha, porque salía en algún momento de la película. Con nosotros venía la miss, que se unió a las otras mujeres. Era una de esas reuniones en que hombres y mujeres forman ranchos aparte, y cada sexo ocupa un lado del patio de butacas, como en algunas iglesias. A la mayor parte de las mujeres las desconocía y me parecieron provincianas: incómodas ante la elegancia y quizá también la reputación dudosa («Son demasiado modernas») de las dos brasileiras, y no dejaba de ser posible que la presencia de Paulinha las incomodase más aún («Traer a la criada, ¡qué escándalo!» «Si no es criada, es esclava»). Cuando se apagaron las luces y empezaron las imágenes en la pantalla, lo primero en salir después de una botella, fue el rostro de María de Fátima, en quien embarrancó la cámara con tanta persistencia y minuciosidad como regodeo: no abandonó sus piernas, sus caderas, la blusa holgada y los pechos flojos cuando pisaba el vino. Se quedó en su figura cuando distribuía los premios. El montaje había juntado imágenes, las había superpuesto, fundido, invertido, agrandado, recortado, con mirada doblemente ebria hasta crear una metáfora indefinida de mosto y cuerpo, quién era quién no se sabía, si vino, si mujer. Aplaudí con calor, aunque casi yo solo. El piscolabis subsiguiente fue una reunión fría, de la que cada pareja hizo todo lo posible para marcharse pronto. Incluso Regina lo hizo antes que su marido y su hija; antes, por supuesto, que yo. La observé deprimida, casi hundida. No supe interpretar una de sus miradas más que como la del náufrago que suplica ayuda, ¿y qué ayuda podía yo prestarle? María de Fátima se marchó con su padre, indiferente, al parecer, a su triunfo. Tampoco don Amedio parecía entusiasmado, aunque tampoco triste. Opinaba que era una buena propaganda, y que en Río de Janeiro, donde se entendían mejor aquellas cosas, sería un éxito.
Durante el almuerzo, el maestro, la miss y yo permanecimos silenciosos. No sé si a ellos les había molestado también el modo de estar María de Fátima en la pantalla; en todo caso, espero que por otras razones que a las señoras de los vinateros y que a Regina. ¡Por cierto! No había visto a Paulinha, menos favorecida que su ama, pero no por eso menos bonita en el tiempo breve de su aparición. No la vi en la reunión. Lo más seguro sería que, al acabar la proyección, cogiera la bicicleta y regresase. Paulinha sabía en cualquier caso lo que tenía que hacer. «Una es una», me había dicho cierta vez, y ¿quién sabe qué filosofía práctica se encierra en fórmula tan abstracta? Por lo pronto, una idea de sí misma y del mundo, aunque, interrogada con estos términos, hubiera abierto los ojos y hubiese dicho: «No entiendo.»
Seguía el orballo. En alguna canción olvidada, tal vez en algún poema, se dice que «llueve en mi corazón». Da tristeza, pero una tristeza grata a la que es placentero entregarse. Es un sentimiento difuso, cuyo nombre tal vez no sea el de tristeza. El portugués de saudade se acerca más a la realidad. O el nuestro de morriña, o de soidade, que yo indistintamente solía usar cuando me hallaba en aquel estado. Nada hay capaz de sacarlo a uno de él, cuando le tiene cogido. La poesía sirve para expresarlo, pero yo la había perdido hacía tiempo y fracasaron mis intentos más recientes de recobrarla. ¿Fue una tarde así, saudosa, morriñenta, que acabó como había empezado, verdadera suspensión del tiempo, que no se siente fluir, quieto en el corazón aunque transcurra en los relojes? Con el alma vacía, con los sentidos abiertos a la única sensación: de quietud, quién sabe si de eternidad… Pasar de este estado al sueño es como renunciar al paraíso por unos cuantos ensueños inciertos. Los de aquella noche giraron, lentos, alrededor de las imágenes de María de Fátima: la cámara había puesto de relieve lo que yo había tantas veces contemplado con deseo, los había aislado del cuerpo, los ofrecía así a la mirada del sueño…
Me despertó la miss despavorida. «¡Que le llama María de Fátima! ¡Que algo grave ha pasado! ¡Que vaya corriendo!» Poco más de las ocho, apenas claridad en las ventanas, el orballo. Me vestí en un santiamén, fustigué el caballo. El gran portón de la finca de don Amedio, hierros retorcidos, enlazados, enloquecidos, que se tenía por el más bello ejemplo de herrería modernista, estaba abierto, y también la puerta de la casa, madera, hierro y cristal. Abandoné el coche, entré corriendo. Tardé en encontrar a alguien. «¡Ay, señor, qué desgracia, qué gran desgracia!», fue lo que me dijo el criado negro. Paulinha vino en seguida. «No fue la señorita, se lo aseguro.» «¿No fue qué?» «Quien mató a la señora.» Algo estaba ya claro.
María de Fátima se me echó a los brazos. «¡No fui yo, tienes que creerme, no fui yo!», susurró a mi oído. Me llevó a la habitación donde su madre yacía. El médico del pueblo la examinaba, llevaba un buen rato examinándola. Era un hombre joven, de esos que nada más verlos se advierte que caminan por el mundo cargados de suficiencia, al menos, profesional. Me miró. «Un paro cardiaco, no puede ser otra cosa.» El cuerpo no presentaba señales de haber sido golpeado, ni herido, ni envenenado. Lo habían hallado recogido en sí mismo, en postura prenatal. Don Amedio no estaba presente. «¿Saben ustedes si padecía de ahogos o si se desvanecía?» «No, señor doctor, nunca.» La voz de Paulinha era categórica. «Pues es raro… Se trata indudablemente de un paro del corazón. ¿Fumaba?» «¡No, jamás!» «¡Pues sí es raro…!» No obstante extendió un certificado y advirtió que ya podían avisar a la funeraria. María de Fátima, fríamente, le preguntó por sus honorarios. «¡Deje ahora eso…!» Había recogido un chaquetón oscuro de encima de una silla, se lo puso, dio el pésame y se fue. María de Fátima, sentada, más bien caída, miraba al aire inexpresivamente. Paulinha se acercó a la ventana y esperó a que el rumor del coche que llevaba al médico se perdiese en la lluvia opaca. Después se me acercó y me tomó de la mano. «¡Venga. Mire lo que le voy a enseñar!» Del tocador de Regina tomó una caja redonda, una caja de coral, maravillosa de labra. La abrió. «Ella se echaba de estos polvos por la nariz cuando estaba triste, o cansada.» Cogí una pulgarada, lo olí, lo sorbí de un respiro: fue una sensación súbita y creciente de plenitud, de euforia. ¿Cocaína? Yo no entendía de drogas, pero, sin duda, algo de eso era. Se lo mostré a María de Fátima. «Esto ha sido. Cocaína, quizá.» «Ahora lo entiendo. Ahora entiendo muchas cosas.» Cogió de mis manos la caja, la vació en el lavabo, la limpió bien. «¿Dónde solía tenerla?» «Ahí mismo, señorita, a la izquierda del espejo.» La dejó allí. «Habrá que decírselo a tu padre.» «Tú verás…» Paulinha me llevó a un pequeño despacho donde don Amedio, en pijama y bata, se hundía en el silencio. La bata era de color granate, de tela gruesa, brocada, una bata de parvenu. «¿Me concede usted unos minutos?» «¿Trae alguna noticia?» «Creo que sí, señor. El médico ha certificado la defunción por paro cardiaco. ¿Sabía usted que su esposa tomaba cocaína?» «Cada cual es dueño de hacer de su vida lo que quiera.» «Abusó de la dosis, es lo más probable. Quizá haya disuelto el polvo en agua y lo haya bebido.» «¿Le van a hacer la autopsia?» «No lo creo…» Se levantó con esfuerzo. «Habrá que enterrarla en Brasil. Esto me obliga a un viaje inesperado y desagradable. Nuestros tratos quedan suspendidos.» «Me lo explico, señor.» ¿Había llorado alguien la muerte de Regina?
Vinieron el maestro y la miss. Vinieron otras personas. El velatorio empezó sin el cuerpo presente, como una tertulia triste. Entre Paulinha y otra criada la amortajaron. Caída la tarde llegó de Lisboa un camión con un doble ataúd, de zinc y de caoba. Cuando estuvo metida en él, se organizó la capilla ardiente. Un cura aldeano dijo una misa. Gentes de los alrededores llegaban, se arrodillaban, rezaban largos rosarios, besaban a María de Fátima, marchaban. Así hasta el mediodía siguiente, en que un furgón vino por el ataúd. Lo cargaron delante de la puerta, entre diez hombres forzudos. Había un medio corro de contempladores. Marchó. Don Amedio iba detrás, solo en su coche. En el de María de Fátima íbamos Paulinha y yo. Paulinha en el asiento trasero. Viajamos hasta bien entrada la noche, atravesamos un Portugal lluvioso y tristón. Paramos todos en el mismo hotel. Alguien arreglaba los trámites. El ataúd quedó encerrado en un cobertizo del muelle, había que esperar tres días a que llegase el barco. Durante ese tiempo apenas vi a don Amedio, no vi a María de Fátima ni a Paulinha. Estuve solo en el hotel, melancólico. No visité a los Pereira. El día de la partida ya me había vestido y me disponía a salir, cuando llamó Paulinha a la puerta de mi habitación. Estaba lista ya para el viaje. «¿El señor me da su permiso para entrar?» Cerró tras sí. «Quiero despedirme del señor a solas, porque tengo que decirle que me hubiera gustado quedar con él.» Me abrazó, me besó en la boca y se fue. Media hora más tarde me reuní con ella y con María de Fátima, las acompañé al muelle, las dejé instaladas en el mismo camarote. No apareció don Amedio. Cuando sonó la sirena, ninguna de ellas se asomaba a la borda. De todas suertes, esperé a que el barco se alejase.