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A Emilio Roca se le veía hacer el mismo diario recorrido, sin descanso dominical: muy de mañana, los despachos de los bancos y de las cajas de ahorros; después, los cafés del centro; por último, la estación del ferrocarril, a la hora en que pasa el tren para Madrid. Llevaba un cartapacio bajo el brazo, y se dirigía a la gente, o, mejor, a las personas: «¿Quiere usted un poema?», preguntaba unas veces, y otras: «¿Le interesan a usted unos versos?» Como Emilio Roca ejercía la poesía satírico-narrativa de alcance estrictamente local, solía vender cada mañana de veinte a treinta de aquellas hojas editadas clandestinamente en ciclostil, comentadas en los corrillos, en las mesas de los cafés y, en las casas particulares, a la hora de comer. Tenía, por supuesto, más lectores que compradores, y disfrutaba de una excelente, aunque un tanto maligna, reputación local; no así de la generosidad de cierto público, que lo leía y reía a costa de sus versos sin gastar una peseta. Emilio Roca, a veces, se metía con la autoridad constituida, y no por alusiones, sino por frases paladinas, y entonces la policía lo detenía, le ponía una multa y, como no podía pagarla, iba a la cárcel por una quincena, un mes o veinte días, según la gravedad de la ofensa. Durante estos períodos de encierro, la familia Roca, esposa, tres hijas mayores y dos muchachos, vivían como podían, y con frecuencia no podían vivir. Entonces pedían limosna discretamente o pasaban hambre. «¿Qué comerán estos días los hijos de Emilio Roca?» «Pues las pasarán putas.» Pocos les enviaban un duro o un kilo de jarrete para que hiciesen un caldo de mínima sustancia. Emilio, en la cárcel, ahorraba pan y cuando los domingos iban sus hijas a comunicar (su esposa estaba impedida), tenía preparada una bolsita de mendrugos que el visitante se llevaba para poder al menos guisar unas sopas de ajo. «Pero, don Emilio, ¿ya está otra vez aquí? ¿Cómo no aprende? Si en vez de meterse con el alcalde, lo elogiase, lo podía pasar usted tan ricamente.» «Sí, señor director, lo comprendo, y a veces se me ocurre escribir un soneto dándole cobas; pero no sé qué tienen mis versos, que siempre me salen satíricos, y ya ve.» «Lo comprendo, don Emilio, pero ¿qué más le da un alcalde que otro? En el fondo, todos son iguales, los de ahora y los de antes.» «¡Y qué razón tiene, señor director! Todos son igualmente cabrones.» Cada vez que salía de la cárcel se prometía a sí mismo no reincidir y limitar sus agresiones verbales a la estanquera que no le fiaba el tabaco, o a cierta señorita de la localidad que andaba de picos pardos, pero después, si no se metía con el alcalde, se metía con la guardia municipal, que era peor, y ¡hala!, otros quince días a la trena. Cuando me conoció, la primera vez que fue a la cárcel, le mandé unos duros a la familia. Se lo dijeron. Me envió desde la celda un largo poema laudatorio, y me sentí comprometido ante mi propia conciencia a mantener a la esposa impedida, a las tres hijas que ya empezaban a putear, y a los dos mamalones de sus hijos, hasta la próxima. Fue una de las acusaciones que se me hicieron en su momento, la de favorecer públicamente a un enemigo del régimen; acusación basada, desde luego, en los hechos, pero bien sabe Dios que mis razones no eran políticas, sino sólo humanitarias. A mí, Emilio Roca me caía bien, como a todo el mundo, y si su indudable estro se había especializado en lo satírico, bien compensado estaba por otros estros orientados exclusivamente a la pelota. Emilio Roca, cuando estaba en libertad, era uno de los asiduos a mi tertulia nocturna en el café cantante La rosa de té, título bajo el que no podía cobijarse ningún antro, sino un lugar entretenido a cuyas funciones de tarde acudían numerosas familias de las mejor miradas de Villavieja. Claro que las funciones de noche eran menos decentes, y en alguna ocasión, no por culpa del dueño, incurrían en la más desenfrenada indecencía, según los criterios vigentes; pero el dueño, don Celestino, pagaba el pato lo mismo; quiero decir, la multa que le imponía la autoridad. «Comprenderá usted, don Celestino, que hay cosas ante las que no se puede hacer la vista gorda. Hoy viene una denuncia en el periódico de que, anoche, la bailarina de turno se quitó las bragas en escena.» «Sí, querido inspector, yo no lo pude evitar. La gente empezó a gritar: "¡Que se las quite, que se las quite!", y usted ya sabe cómo es esa clase de mujeres. Pero le aseguro que no volverá a suceder, se lo aseguro por la memoria de mi madre.» «Sí, hombre, lo comprendo, pero si el periódico se lo hubiera callado…» «Lo del periódico, señor inspector, es otra cabronada. El tío ése, Villaamil, que es el que escribe la noticia, viene aquí todas las noches a chupar del bote, y a veces se pasa. No se puede, señor inspector, pedir una botella de champán para invitar a una furcia, y largarse sin pagar. Fue lo que sucedió anoche. ¡Y bien que se reía el muy cabrón cuando la tía se quitó las bragas! Como luego pasé la cuenta…»
A la peña nocturna de La rosa de té venía también don Agapito Baldomir con su vademécum. Don Agapito Baldomir había sido maestro nacional, pero lo dejaron cesante a causa de sus ideas republicanas. Por fortuna, la esposa de don Agapito tenía tierras por la parte del Ribeiro, y sacaba de ellas para ir tirando la pareja, que no tenía hijos. Don Agapito, además, daba clases clandestinas a algunos muchachos a los que se les ponía el latín de pie, y él, que lo sabía bien desde el seminario, y que tenía buenos métodos, conseguía que acabasen aprobando, de modo que nunca faltaba por este lado un ingreso de treinta o cuarenta duros, de los cuales su mujer le dejaba la mitad para sus gastos; porque un hombre necesita tener un duro en el bolsillo y no andar siempre pidiendo para tabaco o para tomar café. A don Agapito su mujer le permitía acudir a las tertulias nocturnas, a pesar de las cupleteras y sus excesos, gracias al buen cartel que tenía con ella y que ella se cuidaba de propalar. «Es un hombre que cumple, ¡vaya si cumple!, a pesar de sus cincuenta años.» Para cumplir en casa, como don Agapito cumplía, no se podían hacer dispendios con suripantas nocturnas, esto era obvio. Para la señora Baldomir, a quien alguna vez hallé en la calle en compañía de su marido, yo sería una especie de sabio si no fuese antes una especie de santo. ¡Lo que son las cosas! Por esta razón, y porque en la peña nocturna, según don Agapito, sólo se hablaba de temas intelectuales, la señora de Baldomir le permitía acudir todas las noches, a condición de que, después, en la cama, él le contase de qué se había hablado, y algo de lo que se había visto, y así poder amarse dulcemente. Don Agapito Baldomir llevaba dentro del vademécum su poema Patita, debajo de cuyo título, caligrafiado según el estilo más florido, rezaba entre paréntesis la traducción castellana: Todo. Patita era un poema cosmogónico escrito en aleluyas y mecanografiado en papeles de distintos colores, cada canto del suyo, de modo que, cerrado y encuadernado, mostraba un arco iris que invitaba a la lectura, como un helado o un caramelo multicolores invitan a comérselos. Don Agapito llevaba siempre consigo el texto del poema por la seguridad que tenía de que mucha gente estaba dispuesta a robárselo y plagiárselo, y también porque, en realidad, se trataba de un poema inestable y bastante confuso, cuyo primer capítulo parecía condenado a no encontrar jamás la forma definitiva. Don Agapito era un hombre escrupuloso, y, a pesar de las dificultades policiales que impedían la entrada en el país de las últimas ideas científicas, él conseguía averiguar qué pensaban los sabios acerca del origen del universo en dispersión, y como cada semestre, más o menos, llegaban ideas nuevas, él no tenía más remedio que reformar sus pareados e introducir en el poema las novedades, bien como afirmaciones definidas, bien como hipótesis. Si bien es cierto que se consolaba con la estabilidad del segundo capítulo, o canto, una parodia del Génesis de la que se sentía muy orgulloso, sobre todo al pensar que, después de aquellas aleluyas, nadie podría aducir en serio, como argumento científico, la historia de Adán y Eva y la insostenible tesis del pecado original. Don Agapito se puso de mi parte después de la escisión de los contertulios del Café Moderno, y me siguió también cuando la disputa entre Agamenón y Aquiles, a causa de Briseida, se decidió a favor de Agamenón y hubimos de emigrar de La rosa de té. Pero ésta es otra historia.
Mi crédito, en Villavieja, comenzó como un estallido, como un fulgor inesperado que, paulatinamente, se va apagando en virtud probablemente de la misma ley que rigió el incremento de su esplendor. Cuando llegué, nadie sabía a ciencia cierta de dónde venía, ni dónde había pasado los años de la guerra, ni mucho menos que hubiera sido corresponsal de guerra de un diario lisboeta, ni podían tampoco sospecharlo, porque mi libro de crónicas aún no fuera publicado. Esta incertidumbre, que yo no me molestaba en aclarar, me encasquetaba un resplandor de misterio, algo así como una aura que rodease mi cabeza y me confiriese una condición vecina a la sanidad, aunque de signo bastante ambiguo. Los que aseguraban saber de buena tinta que yo había pasado todos aquellos años en París, se dividían en dos bandos, no necesariamente enemigos, ya que una cosa no quitaba la otra y podían complementarse. Los unos me atribuían enredos de espionaje y de mujeres, acaso un único enredo, aunque complejo, y se preguntaban cómo me las había compuesto para no caer en manos de las SS. «Porque unas veces habla de París, otras de Londres, y durante la guerra no debía de ser muy fácil viajar de Francia a Inglaterra.» Los segundos se limitaban a imaginarme entregado a una vida intelectual y galante, digamos de escritor mujeriego, más o menos bohemio, aunque más mujeriego que escritor, sin inquirir demasiado a fondo en cómo había podido sortear los peligros de las policías políticas. «Porque una cosa está segura: no era de los nazis. De lo contrario, sería bien visto por los que mandan aquí, y todos sabemos que desconfían de él.» La verdad fue que ni los unos ni los otros andaban demasiado acertados, pero todos ellos me acuciaban para que le contase cosas, unas veces políticas; otras, pornográficas. Mi reputación, para los contertulios del Café Moderno y, gracias a ellos, para la gente en general, al lado de un matiz que no se atrevían a reconocer como heroico, situaban otro que tampoco se decidían a calificar de depravado, pero que se le aproximaba. «¡Parece mentira a lo que ha llegado el hijo de don Práxedes Freijomil, tan de derechas!» No faltaba quien se santiguase. Todavía conservaba París, para aquella gente, el prestigio diabólico de capital del mundo, que implica la capitalidad del vicio y quién sabe si la del crimen.
De todas maneras, el fundamento más sólido, y, aunque parezca raro, el más peligroso de mi fama local, era mi conocimiento de la literatura y de los movimientos artísticos anteriores y contemporáneos de la guerra: acerca de estas materias, cuando se suscitaban dudas, en última instancia se me consultaba. Los intelectuales de Villavieja habían presumido siempre de estar al día, y ahora padecían del aislamiento en que la censura los tenía confinados. Se sabía vagamente que en París acontecían cosas de las que sólo llegaban noticias insuficientes, las olas mansas de una tempestad lejana. «¿Qué es el existencialismo? ¿Quién era Sartre?» Y a estas interrogaciones, verdaderamente angustiosas, yo no podía responder porque eran fenómenos posteriores a mi salida de Francia. Si por medio de amigos y subrepticiamente lograba que desde Lisboa me enviasen un libro, después de leerlo, y, a veces antes, se lo pasaba a aquellos hambrientos de letra impresa, insaciables como los hambrientos de Dios: siempre en secreto y con precauciones, pero aunque ninguno de aquellos libros haya caído en manos policiacas, no dejaba de decirse que yo recibía del extranjero, bajo cuerda, literatura subversiva. ¿Por conductos masónicos? En ciertos medios no se hallaba otra explicación. Mi correspondencia era escrupulosamente examinada y más de una vez tuve que ir a una oficina y explicar a un funcionario de rectitud incomparable y escrupulosa ortodoxia el significado exacto de unas frases sospechosas. «Esa María de Fátima de que siempre le hablan, ¿no es una palabra clave? ¿No será la república?» «Descuide, señor. Sólo se trata de una mujer bonita y desgraciada.» No quedaba el chupatintas muy convencido.
Todo esto acontecía, digamos, en las catacumbas intelectuales de la ciudad, en aquellos restos de pasado que la fortuna o el desprecio de los vencedores habían dejado incólume, y que, por fidelidad a tiempos que ya empezaban a ser remotos, seguían reuniéndose en el mismo café al que antaño concurrían los Cuatro Grandes, aquellos definidores indiscutidos de la realidad que yo había conocido en mi niñez. «¡Ah! ¿Usted llegó a conocer a don Fulano?» Mi respuesta afirmativa me situaba en el grupo (cauteloso) de los que los habían tratado; gente toda ella mal mirada por el estamento oficial, gente de pésima recordación. Sin embargo existía en la ciudad otro mundo, el de la cultura visible y triunfal, en el que llevaba la voz cantante doña Eulalia Sobrado. ¡Ay, aquella doña Eulalia! Cuarentona de buen ver, famosa por la perfección de sus piernas y por la oportunidad de sus citas de Menéndez y Pelayo, desempeñaba una cátedra provisional de literatura en la que sustituía a un antiguo profesor titular, fusilado por sus ideas y, sobre todo, por su contumacia. ¡Hasta el final las había defendido el pobre, hecho todavía más heroico si se considera que ninguna de ellas era suya! Tampoco lo eran las de doña Eulalia, si bien, a causa de su coincidencia con la ideología oficial, no sólo se le permitía exponerlas, sino sobre todo defenderlas, y en la defensa de cualquier idea doña Eulalia era un espectáculo más que intelectual, erótico. Hasta los rojos más recalcitrantes se dejaban acariciar por la dulzura cachonda de su voz, y es de temer que la arrogancia y la movilidad de sus pechos (no se sabe por qué con fama de afrancesados) arrancase a muchos radicales disimulados gemidos de ilusión sin esperanza, porque, según uno de los pliegos poéticos de Emilio Roca, era muy mirada con el ideario político de sus supuestos amantes. Había publicado, durante la guerra, una novela patriótica de amor y sacrificio, muy discutida en su tiempo por cuanto los protagonistas, al despedirse, se besaban, y no con un beso casto en la frente, sino en la boca, largo y estremecido, un beso al que seguían unos puntos suspensivos. ¡La que se armó, Dios del cielo, por los puntos suspensivos! Su significación era indudable, y a nadie le cupieron dudas. Un rojo ruidosamente converso, que ejercía en el periódico local las recensiones literarias, después de elogiar las buenas intenciones patrióticas de doña Eulalia, se entretuvo en descifrar los puntos suspensivos, y lo que salió fue el pecado. ¡Aquellos puntos suspensivos, por increíble que fuera, destruían los efectos patrióticos y moralizantes de la novela! Ya estaba bien, como concesión al naturalismo, que se besasen en la boca; pero ¡con puntos suspensivos…! ¿Qué iba a ser de las buenas costumbres si las parejas daban en besarse en la boca con puntos suspensivos? Durante unas horas, doña Eulalia quedó en entredicho; pero se defendió de las acusaciones puritanas diciendo que los pecadores habían pagado su pecado; él, muriendo en el frente; ella, ingresando en una orden hospitalaria de la que no pensaba salir. También doña Eulalia tenía su mote, Defensora de Occidente, cuyos valores mentaba a troche y moche, y Emilio Roca le había escrito un romance en el que se decía que a la defensora de Occidente le habían metido varios goles. Acerca de este romance corría la leyenda de que doña Eulalia había mandado llamar al poeta, que lo había recibido ligera de ropa, y le había dicho que le metiera un gol, pero que Emilio Roca había salido pitando: pura calumnia, de la que el que peor quedaba era el poeta. «¡Pues claro que le hubiera metido un gol! Esto lo sabe hasta mi madre.» Como se ve, la gente es peor todavía que los poetas deslenguados. Esta doña Eulalia, no sé por qué, la tomó desde el principio conmigo, y no es que me nombrase en sus multitudinarias conferencias del Liceo, ni en sus artículos del periódico, imperiosos como códigos, sino que me aludía, y hasta me puso un mote. El Afrancesado, que fue para ella como el maniqueo con quien idealmente se discute y a quien verbalmente se vapulea. \El Afrancesado reunía en uno solo todos los pecados espirituales y bastantes de los otros! Aunque debo decir, en honor a la verdad, que con éstos no se metía excesivamente, no sé si por falta de información o por la castidad de su palabra, incapaz de referirse, ni siquiera por palabras oscuras, a ciertas inmundicias. Alguna de las cuales, por cierto, se le atribuía a ella en colaboración con un canónigo elegante que actuaba por lo menos como su consejero y director espiritual, en el más amplio sentido de la palabra; pero era un rumor para uso exclusivo de los medios republicanos: en ellos se había inventado y de ellos no salía. Oírla a ella era como oírlo a él, aunque en sordina. El tal canónigo disfrutaba de la más atractiva manera de mandar, la de mandar desde la sombra, un poder aureolado de llamas, pues había sido él no sólo el expurgador de las bibliotecas públicas, sino el que había puesto fuego, en medio de la plaza, a los montones de libros nefandos seleccionados por su certera opinión, mientras la charanga del ayuntamiento ejecutaba un arreglo para quinteto de viento de la marcha triunfal de Aida. Le llamaban don Braulio y todo el mundo sabía que tenía al obispo en un puño. Cuando yo regresé a Villavieja, y recordé la costumbre, necesariamente interrumpida, de invitar al obispo a tomar chocolate con churros al menos una vez por semana, le escribí al prelado una respetuosa carta recordándole los buenos tiempos de antaño y proponiéndole reanudar aquellas dulces, aunque indigentes, veladas. No me respondió personalmente, pero en su lugar apareció don Braulio. «Usted comprenderá que el señor obispo, antes de aceptar su invitación, necesita saber cómo es usted, y me mandó averiguarlo.» «¿Viene usted a examinarme?» «En cierto modo, pero no se ofenda. Lleva poco tiempo entre nosotros y ya goza de dudosa reputación. No le costará trabajo admitir, creo yo, que el señor obispo no quiera comprometer la suya.» Le dejé que hablase. Lo hizo con elocuencia rebuscada y un juego muy convincente de las manos, unas manos delicadas que quisieran para sí muchos manoseadores. Al terminar le dije: «Mire usted, padre: todo lo podemos reducir a una cuestión bastante sencilla. Entre esta casa y el palacio de enfrente hubo siempre relaciones, unas veces buenas, otras malas. Cuando las relaciones eran buenas, se abría el portón del zaguán, que cae frente al palacio; cuando eran malas, se cerraba, y se abría la puerta lateral, que es menos solemne. Y la gente sabía lo que quería decir este juego de puertas. Lo que yo necesito es que me diga claramente cuál de las dos debo mantener cerrada.» El preste se echó a reír. «¡Eran muy ingeniosos los antiguos! Pero, amigo mío, tiene usted que darse cuenta de que los tiempos han cambiado. Antes, el poder se lo repartían ustedes con el obispo. Hoy ustedes carecen de poder, y los términos de la relación tienen que ser otros: de obediencia por la parte de ustedes, de indulgencia por la nuestra. Ya no hay igualdad como antes, ustedes ya no nombran obispos. Y la sumisión hay muchas maneras de mostrarla. Por ejemplo, todo el mundo sabe que usted tiene libros, los antiguos de la casa y los que ha traído del extranjero. Entre ellos hay seguramente muchos que figuran en el Índice; su posesión pone al que los retiene en grave riesgo moral. Un obispo, como usted fácilmente comprenderá, no puede ser asiduo visitante de una casa en la que se guardan libros prohibidos. ¿Me deja que eche un vistazo a los suyos?» «¿Para qué?» «Para decirle cuáles ha de quemar si quiere que el obispo le visite en su casa.» No esperaba aquella proposición, no pude (o no supe) responderle, al menos de momento. Quiero decir que vacilé. «Se me ocurre decirle, señor canónigo, que si el señor obispo ignora los libros que hay en esta casa, no hay razón para esos escrúpulos de conciencia.» «Señor Freijomil, en este momento soy la conciencia del obispo, y no puedo engañarme.» «Entonces venga conmigo.» Le llevé al cuarto de los libros, donde parte de ellos estaban ya en sus anaqueles, y otra parte yacía en el suelo, en montones. «Ahí los tiene. Véalos.» Leyó unos cuantos títulos. Quedó perplejo. «Se trata de literatura desconocida. Tendría que leerlos uno a uno.» «¿Cuánto tiempo cree que tardaría?» Los libros eran muchos. El canónigo volvió a repasarlos. Yo acudí en su ayuda. «Señor canónigo, si usted conoce medianamente el francés y el inglés, pues doy por descontado que sabe el portugués, podemos calcular en tres o cuatro años el tiempo de lectura. ¿Le parece que aplacemos para entonces la visita del obispo? Pero hay además una cuestión de conciencia, no de usted, sino mía, que se me ocurre ahora. ¿Está usted suficientemente preparado para la lectura de alguno de estos libros? ¿No le perturbarán gravemente?» «¡Esa duda de usted me demuestra que son libros peligrosos!» «Para usted, por supuesto, señor canónigo. Para mí no lo son, porque estoy de vuelta de muchas cosas, y le excedo en experiencias mundanas. O, si quiere que se lo diga de otra manera, por razones profesionales mi conciencia es más correosa que la suya.» «No lo dudo, señor Freijomil, no lo dudo.» Parecía disimular alguna especie de humillación que yo, involuntariamente, le hubiera causado. Le ofrecí un cigarrillo y le invité a una copa. También le llevé al mejor salón, y le indiqué para sentarse el más honorable sofá. En el salón había buenos cuadros de santos, y, en un lugar preeminente, un precioso crucifijo de marfil. «Sus antepasados, señor Freijomil, eran más respetuosos que usted con las leyes de la Iglesia.» «No lo dudo, señor canónigo; pero debo revelarle que, entre mis libros heredados, figuran las obras de Voltaire y la segunda edición de la Enciclopedia. Tengo entendido que los encargados de repartir estos libros por las casas nobles de Galicia eran ciertos eclesiásticos compostelanos. En cualquier caso, esos libros estaban ahí y los obispos venían a esta casa al menos una vez por semana. Quizá la calidad del chocolate los hiciera olvidar la existencia de semejantes herejías.» «La conciencia de los obispos de antaño, señor Freijomil, queda muy lejos de mi esfera de acción.» «Lo comprendo, pero usted comprenderá también que, a causa de sus tiquismiquis, yo no voy a quemar mi biblioteca. De modo que usted dirá: ¿Cierro o dejo abierto el portón del zaguán?» Le costó trabajo responder. «Será mejor que lo cierre.» «Sin embargo, señor canónigo, si la puerta lateral no es digna de un obispo, tal vez usted no se sienta humillado al entrar por ella. Pues en esta casa, siempre que quiera, hallará dispuestos una taza de café importado de Portugal y una copa de coñac.» «Prefiero el aguardiente del país.»
Doña Eulalia Sobrado había tomado a su cargo la glorificación póstuma de un joven estudiante, muerto en el hospital a causa de una enfermedad contraída en el frente, que había escrito un buen puñado de poemas patrióticos. Doña Eulalia publicó en el periódico una serie de artículos alabando las virtudes del extinto, que se llamaba Jacobo Landeira, o que se había llamado así, más bien: con el propósito de que el ayuntamiento lo declarase hijo ilustre de Villavieja y mandase instalar una placa conmemorativa en la casa en que Landeira había nacido. La tesis de doña Eulalia era la de que un hombre de aquellas cualidades morales que, además, era un gran poeta, merecía toda clase de honores y reconocimientos de su patria chica, a la espera de que también la grande los reconociese, para lo cual había enviado a don José María Pemán una copia de los versos. Aquellos artículos, diez o doce, leídos y discutidos por todo el mundo, iniciaron el comienzo oficial de la apoteosis de Landeira, que consistió en un recital por la propia doña Eulalia en la tribuna del Liceo. Fue una tarde de gloria y apretujones, donde más de una muchacha decente tuvo que aguantar impávida las exploraciones de osadas manos anónimas, mientras de la garganta de doña Eulalia salían endecasílabos como chorros de música. «¿Le gustaron los poemas, don Felipe?» «Casi no me enteré de nada, pero puedo asegurarle que la hija de don Patricio, la pequeña, tiene unas hermosas nalgas.» Los azules estaban allí por haber sido el homenajeado de los suyos; a los rojos los congregaba en el enorme salón la curiosidad por conocer aquellos poemas cuya grandeza nos iba a ser revelada. Doña Eulalia se había puesto para actuar un traje negro, de moaré de seda, con una especie de bufanda o foulard de finísima gasa que aprisionaba su cuello de garza ya en declive, y caía, en doble punta, por sus espaldas. Estaba realmente atractiva, y la seriedad con que se presentó ante el público, una seriedad de circunstancias, es decir, entristecida, la hizo más seductora. «¿Por qué no será roja la zorra ésta?», me preguntó acongojado, o más bien transido de entusiasmo, un contertulio del Café Moderno. «¡Ay, amigo mío, quién pudiera responderle!» El recital fue precedido de una larga intervención de don Braulio, el canónigo, no para presentar a la recitadora, de sobra conocida del público, sino para dedicar un recuerdo elogioso al poeta conmemorado y ponerlo como ejemplo de lo que debe ser un poeta y de lo que es la verdadera poesía: exaltación de los valores eternos de Dios y la patria, convicción que el glorioso difunto había sellado con su sangre. Doña Eulalia escuchaba la perorata del canónigo en actitud de esfinge melancólica y un si es no es enigmática. Se levantó con la cabeza en éxtasis, contra los focos, entreabiertos los ojos, posesa seguramente del espíritu del poeta; eso fue al menos lo que aseguró, con palabra emocionada y algo tartajeante. «El espíritu de Jacobo Landeira me domina, y no soy yo, sino él, quien va a recitar sus versos. Queridos amigos, no soy más que un instrumento.» Y el instrumento, después de una pausa, sacó del bolso un montón de cuartillas y empezó a recitar. Lo hacía bien, les sacaba matices a los versos allí donde no los había, y cadencias en que el poeta no había pensado. Los versos eran malos: un poco de García Lorca, un poco de Miguel Hernández, puestos en solfa bélica, si no fue un grupo de ellos, en el que se anunciaban los límites inciertos, todavía incalculables y más bien difusos, del imperio futuro, y se perfilaba la silueta mítica, pero identificable, del general con la espada y la cruz al frente de las huestes invencibles, camino de no se sabía dónde, quizá de Jerusalén. Las ovaciones fueron cerradas y largas; el entusiasmo político, comedido. «Dedicar un minuto de silencio a los muertos es un rito pagano. Recemos un padrenuestro por el alma del poeta», rogó, solemne, aunque en voz baja, el canónigo don Braulio. Varios asistentes de la cáscara amarga se retiraron discretamente; no hacía falta fijarse mucho para saber quiénes eran: los de siempre. El alcalde subió al tablado y anunció, con voz de circunstancias, que la lápida conmemorativa de Jacobo Landeira había sido ya encargada a un artista local, y que el ayuntamiento corría con los gastos, sin necesidad de recurrir a una suscripción pública. El presidente de la Diputación subió también: «La corporación que dirijo toma a su cargo la impresión de esos poemas, como homenaje de Villavieja y su provincia al gran poeta.» Hubo otros acuerdos complementarios. Doña Eulalia disimulaba su gozo enmascarándose en una seriedad compungida. «¡Ah, si estuviese aquí Jacinto, si estuviese él aquí», y se le escapó un sollozo que la hizo aparecer más bella. El alcalde propuso que se sirvieran unas copas.
Aquella noche, los concurrentes al Café Moderno parecían de luto. «¡No hay derecho, te digo que no hay derecho!» «¡Esos versos son un plagio vergonzoso!» «¿Y vamos a tener que tragar a ese cursi como el gran poeta local? ¿En Villavieja, donde hasta los niños saben distinguir entre un buen verso y una chafarrinada?» Hubo, no obstante, puntos de vista para todos los gustos, y el que finalmente dio en el clavo fue un abogadete sin pleitos que había salvado la pelleja por puntos y que se distinguía por su sentido común. «Amigos, a mi juicio, no hay por qué entristecerse, sino más bien alegrarse. Todos los que estábamos oyendo, cuando no recordamos a García Lorca, recordábamos a Miguel Hernández, que son dos poetas nuestros. ¿No es a ellos, y no al difunto Landeira, a quien se rindió homenaje?» «¡Hombre, si lo miras así…!» Así acabaron mirándolo todos, y el luto se convirtió en alegría: tanta que pasó de la discreción al desenfado, hasta el punto de que la noticia salió del café, recorrió los corrillos y alguien la llevó hasta los oídos de la misma doña Eulalia, de quien, al día siguiente, el periódico publicaba un artículo urgente protestando, en nombre de Dios y de la patria, contra la felonía que algunos envidiosos querían inferir a la gloria inmarcesible (sic) de Landeira acusándolo de plagiario, nada menos que de dos poetas rojos. «¡Ha caído en la trampa, la cachonda! ¡Desde hoy todo el mundo sabrá a qué atenerse!» En una reunión celebrada en casa de don Braulio, se acordó no rendirse y llevar el homenaje hasta el final, con una introducción lo más vibrante posible de doña Eulalia y el Nihil obstat del obispado. Y ya la crítica de Madrid pondría a los recalcitrantes los puntos sobre las íes: una reunión altamente entusiasta, que terminó proclamando la adhesión incondicional de los presentes a lo que fuera y a quien fuera.
El soplo del ángel me llegó una tarde de aquéllas, cuando me dirigía al Café Moderno. Consistió en una sola palabra, «Sotero», sobrevenida como un relámpago o una revelación, tras la cual se amontonaron las ideas y los propósitos, pronto ordenados en las líneas generales de una operación de guerra, de la que me sentí íntimamente satisfecho, por no decir exultante. En vez de ir al café, fui a casa de los padres de Sotero, que habían envejecido, que arrastraban penosamente el dolor por la muerte de su hijo. «¿Me recuerdan ustedes?» «¡Claro que te recordamos: tú eras el amigo de nuestro hijo, el que lo invitaba a Portugal! Te llamas Filomeno, ¿verdad?» «Filomeno, sí, señora, para servirlos. ¿Y cómo fue lo de Sotero, que nadie me supo dar una explicación clara?» «¡Ay, Dios mío, ya nos gustaría saberlo! Dicen que murió en el hospital, pero ¿en cuál? ¿Y cuándo? También hay quien dice que lo mataron en la cárcel, pero nos pasa lo mismo. ¿En qué cárcel? ¿En la de éstos o en la de los otros? ¡Si pudiéramos buscar sus cenizas y enterrarlas! Por gastos no había de quedar.» Los viejecitos lloraban, llevaban dos años llorando, seis años ya, murió en la cárcel, murió en el hospital, era de aquéllos, no, que era de éstos. ¡Dios mío, qué cosas pasan con esto de las guerras civiles! Les pregunté si había dejado papeles. Me dijeron que un montón, y que si quería verlos… «¡Pues ya lo creo, señora, los vería con mucho gusto!» Me llevaron a la habitación de Sotero, donde yo tantas veces había estado en aquellos tiempos en que servía de pedestal a su gloria. «Mire ahí, en los cajones de esa mesa, y en aquellos estantes. No sabemos qué hacer con ellos, y nos da miedo que los estropee la humedad. Los amigos nos dicen que los quememos, por si acaso; pero yo, como son suyos…» Me trajeron una silla para que me acomodase, y que si quería un brasero. Lo rechacé. «¿Y un café, señor Freijomil, no se le apetece un café a estas horas, con una copita de aguardiente?» «¡Pues, bueno, señora, por no despreciárselo!» Aquella señora, la madre de Sotero, practicaba la vieja cortesía de la gente sencilla, y lo hacía con naturalidad. Tomé el café, me animé con el orujo, y me dejaron solo con los papeles. La mayor parte eran cuadernos y apuntes escolares, pero también estaban las notas tomadas, de aquí y de allá, para su tesis, y el texto de la tesis misma, éste encuadernado. En uno de los cuadernos hallé también notas personales, fechadas en distintos lugares y países, no de carácter biográfico, sino intelectual: reflexiones, proyectos de obras futuras, observaciones y anotaciones sin una finalidad inmediata. Hábilmente tratados, aquellos fragmentos podían servir de base a una lucubración o a una hipótesis de la que se pudiera deducir lo que habría sido, sin la muerte, la obra de Sotero. Había lagunas, pero podían salvarse con algo de imaginación y algo de osadía. Me sentí capaz de hacerlo. Hablé a la madre de aquellos papeles, le pedí permiso para seguirlos examinando y, ante la sorpresa y el entusiasmo de la pobre mujer, terminé diciéndole: «Mire, señora: lo que yo quiero es escribir en el periódico acerca de su hijo para que la gente no lo olvide.» «Pero ¡si ya hasta sus amigos más íntimos no se acuerdan de él!» «Yo ya ve cómo me acuerdo. Y debo decirle que quizá también conserve yo alguna cosa suya. Estuvimos juntos en París, ¿sabe?» «¿Y yo cómo voy a saberlo, si no volvimos a verle?»
Mi examen de los papeles de Sotero duró un par de semanas. Al final había redactado un buen número de notas coherentes que podían servirme de base a media docena de artículos de los que sería fácil deducir una imagen si no real, al menos verdadera; una imagen de la que quedaba excluido el Sotero bajito, impertinente, maligno: el retrato de un sabio frustrado por la muerte del que cualquier patria chica pudiera enorgullecerse y dar su nombre a una calle. Sin embargo, lo que yo podría decir no resultaba suficiente como material para crear un oponente vigoroso al heroico poeta Landeira, menos aún para que fuese estéticamente irreprochable: se reducía a un cerebro pensante, sin pizca de corazón. Los papeles que yo tenía de Sotero no eran más que las cartas que me había escrito y que, a los efectos de perfilar su figura, no servían de nada. La inspiración complementaria me vino en el momento más inopinado, en el menos oportuno. Me había ido con dos o tres de aquellos del Café Moderno a ver a una cupletista recién llegada a La rosa de té, de la que la propaganda decía maravillas. Nos sentamos en un lugar cercano al escenario. Aquello estaba lleno de espectadores anhelantes. Cuando se encendieron las candilejas, sobrevino un silencio en cuyo límite, al fondo, un rumor de cucharillas y de tazas balizaba el mostrador del bar. Tocaban un piano y un violín, bastante mal: las primeras notas nos pusieron sobre la pista de una canción conocida, de las toleradas por la censura. Nos miramos como diciendo: «Lo de siempre.» La tía, en cambio, no era de las acostumbradas: tenía buen cuerpo, una voz aceptable y cierta gracia al cantar. La aplaudimos, y parece que a la gente le gustaba. Y así, hasta tres o cuatro números. De repente, en el fondo, alguien gritó: «¡Ojos verdes!» Y algunas voces más repitieron la petición. Salió la chica al escenario y cantó otra cosa. Entonces se armó el alboroto. La gente pedía a coro lo de los Ojos verdes y pateaba al mismo tiempo que aplaudía. Don Celestino iba y venía del escenario al mostrador del bar, intentaba calmar los ánimos, gritaba algo que no se le entendía. Por fin se subió al escenario, alzó los brazos, y la gente se calló. «Señores, ustedes saben que esa canción está prohibida.» «¡Que la cante, que la cante!», volvieron a gritar.
«¡El representante de la autoridad, aquí presente, va a dirigirles la palabra!», dijo, casi congestionado, don Celestino, y subió al escenario el policía de turno, un cuarentón de aire simpático, bastante embarazado por la situación. «¡Señores, yo no hago más que cumplir con mi deber! Esa canción que ustedes piden está en la lista de las prohibidas.» Se reanudó el griterío, esta vez mezclado ya con expresiones soeces, o al menos de doble sentido, como «¡que la saque, que la saque!». El pobre hombre no sabía qué hacer. Alzó los brazos y logró acallar el tumulto. «¡Señores, voy a telefonear a la comisaría, a ver si hacen una excepción sólo por hoy, pero con la condición de que la señorita lo cante decentemente!» Debía de creer que se trataba de una canción pornográfica, de las que exigían exhibiciones, más o menos escandalosas. Cuando se dirigió al despacho de don Celestino a telefonear, el propietario se acercó a nuestra mesa y nos rogó que lo acompañásemos, por si había que explicar algo al comisario. Allí fuimos. El policía ya estaba telefoneando, y respondía: «¡Sí, señor. Sí, señor!» con la misma humildad que si su jefe estuviera presente. Colgó y se dirigió a nosotros: «Dice que si le quitan a la canción eso de la mancebía, que la puede cantar.» Tenía todo el aire de no saber lo que quería decir aquella palabra; yo se lo pregunté: «Pues mire, señor, no lo sé, se lo confieso.» «Pues lo mismo que le pasa a usted, le sucede al público. Porque aquí en el norte, no se usa eso de mancebía, sino lo de casa de putas.» «¡Ah! ¿Es que quiere decir eso?» «Ni más ni menos.» Se rascó la cabeza. «Bueno, pues si no es más que cuestión de una palabra, y ustedes me aseguran que no la entiende nadie…» El público hablaba en voz alta, pero sin gritar. Don Celestino subió otra vez al escenario y se dirigió a la cupletista, que hablaba con el del piano, al parecer su marido, uno con melenas de pianista famoso. Don Celestino le habló al oído a la socia, y descendió. Ella, muy contenta, se volvió hacia el público. «A petición de ustedes, Ojos verdes.» Aplausos, silbidos, vivas a la autoridad competente. La cupletista cantó en medio de un silencio inmaculado. Lo hizo bien, la ovacionaron, y fue entonces, en el momento en que daba las gracias y enviaba besos a tutiplén, cuando me apareció en la mente la frase inesperada, como escrita en un papel, o, mejor, en un gran encerado, las letras de fuego que traza en la pared el dedo del misterio: «¿Y por qué no haces pasar los tuyos por versos de Sotero?» En un principio me quedé algo atontado, como quien pasa sin trámites de la realidad al ensueño. Yo mismo no entendía bien mi ocurrencia. Pero fue aquel momento el punto de arranque de una larga y revuelta celebración, un laberinto de razones y sinrazones que duró varias horas y al final de la cual había decidido atribuir a Sotero mis propios poemas: los tenía olvidados, no me servían de nada, serían mejores o peores, pero siempre por encima de los de Jacobo Landeira. Lo cual requería una maniobra bien pensada, sin precipitaciones. Escribí el primer artículo, lo publiqué, se leyó con la mínima curiosidad posible. «¿A que este tío se va a sacar ahora un genio de la manga?» Poca gente recordaba a Sotero. Cuando llegué al café, aquella tarde, se me echaron encima los más alborotados del cotarro. «¿Quién es ese Sotero Montes? ¿A qué viene hablar de él?» Les expliqué: «Fue compañero mío de colegio. Después nos encontramos en bastantes lugares, entre otros, en París. Estudiaba lenguas indostánicas, pero también hacía versos. Yo les traigo la copia que me regaló, por si les gustan.» Las hojas de la copia, en tantos años, habían envejecido, y la vejez les daba credibilidad. «Este cuaderno se lo daré a sus padres, les gustará a los pobres tenerlo, yo no lo quiero para nada.» Aquellas páginas dieron la vuelta a la tertulia. Uno leyó aquí; otro allá. Al final lo habían tomado en serio (ante mi estupor). «Oiga, don Filomeno, estos versos son buenos.» «Eso creí yo siempre.» «Es que es una injusticia que estén inéditos.» «También estoy de acuerdo.» Uno de los presentes pidió que le dejasen leer en alto uno de los poemas, y fue a escoger el que, en ocasión ya remota, había yo mismo leído a Clelia. Lo escucharon en silencio. «¡Ese tío era un gran poeta!», dijo alguien, y todos asintieron con voces y con ademanes. «¡Pues hay que hacer una lectura pública, por lo menos!» El segundo de los artículos que dediqué a Sotero fue ya recibido con interés: intentaba yo, en él, explicar la originalidad de sus ideas filosóficas, esbozadas en sus apuntes más que sistematizadas. «¡Pero ese tío era una especie de Nietzsche!», que era lo que yo esperaba que dijesen. Yo ya había vuelto a casa de Sotero, le había enseñado el cuaderno de mis versos a sus padres, y les había prometido entregárselo después de haberlo dado a conocer: aquella pobre madre se deshacía en gratitudes. Todavía publiqué tres artículos más, sobre las ideas de Sotero, antes de referirme por escrito a sus poemas. Al cuarto artículo apareció en mi casa don Braulio, el canónigo. «Vengo a hablar con usted de ese filósofo que ha descubierto.» «Yo no lo descubrí, don Braulio. Hace diez años todo el mundo lo conocía en Villavieja y sabía de su valor. Pregunte a sus antiguos profesores, si queda alguno en pie. Recordándoselo a sus paisanos, no hago más que un acto de justicia. No olvide que una guerra civil es capaz de enterrar a media docena de genios.» Don Braulio no se sentía muy cómodo, a pesar de que lo había invitado a café y copa de orujo. «Mire usted, señor Freijomil, lo de menos es que sus paisanos lo recuerden o lo olviden. Lo importante es que ese sujeto era un ateo.» «¿Cómo lo sabe?» «No hay más que leer lo que usted dice. No habla de Dios para nada, como si no lo considerase necesario. Por no referirnos ya al derecho que la Iglesia tiene de decir la última palabra en ciertas cuestiones trascendentales.» Yo no había contado con aquello: no había contado ingenuamente, pues en seguida comprendí que la intervención de don Braulio era inevitable. «Mire usted, señor canónigo, yo no soy un teólogo, ni siquiera un especialista en filosofía. Me limito a resumir como puedo el pensamiento de un amigo, las más de las veces con sus propias palabras, y eso es todo.» «¿Y no se le ocurrió pensar que debería haberlo consultado? Eso que está usted haciendo con la mejor voluntad hacia su amigo, puede causar daño a muchas almas.» «¿Daño? ¿A quién? Mis artículos no los lee nadie, más que usted y tres o cuatro más.» «Tres o cuatro de la cáscara amarga, que se sentirán felices.» «Pero esos, según usted, ya estarán condenados.» «Lo de menos es que lo estén o no. Allá ellos. Lo que importa es cualquier manifestación de independencia, es decir, de soberbia, que es lo que implica ese pensamiento. La independencia está limitada por lo que piensa la Iglesia y lo que ordena el Estado cuando la Iglesia y el Estado se entienden, como es nuestro caso. Y la Iglesia ya ha pensado para siempre en las cuestiones fundamentales. Todo pensamiento libre es, por definición, rebelde, y a los rebeldes hay que reducirlos a la obediencia. No me refiero a usted, al menos de la manera más grave. Usted realiza un acto de amistad con el mejor propósito; pero, en todo caso, si no es una indiscreción, será una ligereza. En cuanto al pensamiento de su amigo, es deleznable, no resiste el análisis. Cualquier seminarista podría refutarlo. Es mejor que haya muerto.» Le pedí permiso para levantarme, traje el cuaderno de los poemas. «Ni siquiera esas personas a las que usted se refiere hubieran tomado en serio las ideas de Sotero Montes si no fuera por sus versos. Aquí los tiene. Sotero fue un gran poeta, y pretendo dar a conocer su obra en un recital en el Liceo, al que, por supuesto, está usted invitado.» Don Braulio cogió el cuaderno, sin abrirlo, y me respondió: «Un gran poeta está bien para un pueblo. Dos, son ya demasiados.» Empezó a hojear aquellas páginas, se detuvo aquí y allá, tal vez leyera un poema entero. «Poesía amorosa. ¡Patochadas!», dijo con desprecio al devolverme el cuaderno. «En esos poemas hay algo más que sentimientos, señor canónigo. Hay también una palpitación de la realidad humana ante el misterio del amor.» Agotó lentamente lo que le quedaba del orujo y chasqueó la lengua. Le rellené la copa. «La única poesía amorosa legítima, señor Freijomil, es la mística.» «Sí, señor canónigo. También fue la única perseguida por la Inquisición.» Tardó en responderme que eran otros tiempos y que las cosas habían cambiado mucho, aunque no supiera si para bien o para mal. «Una inquisición a la moderna nos hubiera evitado muchas desgracias.» «¿Quiere usted decir al mundo en que vivimos?» «Me refiero sobre todo a España.» «Bueno. Pues si usted no tiene inconveniente, mi propósito es el de hacer una lectura pública un día de éstos.» Se encogió de hombros. «¡Allá usted!» Lo anuncié en mi artículo siguiente: cundieron la sorpresa y la curiosidad; en ciertos estamentos, un comienzo de malestar; el tiempo de expectativa hizo más patente la división del pueblo en colores incompatibles, y dio pie a la aparición de juicios previos de valor. «¡Van a ver ustedes lo que es un verdadero poeta, de los de antes!» «¡Menuda mierda será el tal Sotero!» Se organizó la lectura en el salón del Liceo, en el mismo lugar en que doña Eulalia había proclamado, como un manifiesto, los versos de Landeira, y a la misma hora. Leí lo mejor que pude, la gente escuchó, aplaudieron al final, y alguien gritó: «¡Este es un poeta y no esa mierda de Landeira!» Fue una imprudencia, por cuanto ponía las cosas en su punto. De todos modos, el periódico local me pidió autorización para publicar los poemas, en varios días, a toda página. «El permiso, quien lo tiene que dar es la familia.» Y la familia lo dio encantada. Los poemas fueron pasando sin tropiezos de censura. «¡No eran más que versos sentimentales!» Con las tejas de la impresión se compuso un cuadernillo en cuya portada campeaba en letras rojas: Los poemas de Sotero Montes. ¡Letras rojas! Un cartel de desafío. Se tiraron mil ejemplares, en seguida repartidos por los quioscos, las librerías y otros establecimientos. Se vendieron en poco más de una semana, y todo el mundo tuvo que decir algo de ellos: unos, en las tertulias y en los corrillos del casino; otros en el mismo periódico que los había editado. Se publicaron varios estudios someros para demostrar su excelencia, gracias a los cuales pude enterarme de que el contenido de mis poemas era, por lo menos, contradictorio. En general, alabanzas entusiastas; algunas desenfrenadas. El tema de los versos de Sotero duró más de lo que se esperaba, y, mientras tanto, el libro de Landeira se retrasaba en la imprenta, no por mala voluntad de nadie (que se supiera), sino porque los primores de su impresión y de su encuadernación requerían más tiempo que aquel modesto pliego de aleluyas de Sotero. ¿Iba a ser la pelea de una catedral contra una choza? Pero entretanto aconteció un percance. No se sabe a quién se le había ocurrido enviar los versos de Sotero a un emigrado en México. Allá fueron leídos, celebrados, y en una revista de la capital se publicó una recensión firmada por un desconocido que aseguraba haber compartido la misma celda, en la cárcel, con Sotero, pero en la cárcel franquista, y que había asistido a su muerte por tuberculosis galopante. Según el autor del artículo, Sotero, enfermo, recitaba sus poemas de amor con voz doliente y nostálgica; los poemas dedicados a una activista italiana que había muerto fusilada por Mussolini. Un número de la revista llegó a Villavieja, pero no a nuestras manos, sino a las de doña Eulalia. El periódico publicó, un domingo, el artículo íntegro, bajo un título a toda plana, con gran tipografía: «Algo de la verdad sobre Sotero Montes. ¿Era o había sido un rojo?» Había quien lo imaginaba paseando obispos y violando monjas. Se dejó de hablar de él en voz alta, pero el remate de la operación fue otro artículo, enviado desde Madrid por un señor desconocido, que se firmaba doctor, en el que se hacía el psicoanálisis de aquellos poemas, y, con pruebas científicas de las irrefutables, se demostraba que su autor era un homosexual, y que el objeto amado era un miliciano muerto en el frente. Me quedé, más que sorprendido, estupefacto, y sucedió que sólo entonces, al leer aquellas líneas suficientes y pedantes, recordé que los versos eran míos, no de Sotero; pues me había acostumbrado a hablar de ellos como si no me pertenecieran. Me sentí acusado por las afirmaciones del doctor pedante, fue como si la tierra me faltase debajo de los pies. Torturé mi memoria en busca del recuerdo de algún efebo que se hubiera deslizado entre otros objetos de deseo y, desde el inconsciente, hubiese guiado mis palabras. No lo hallé. Desde lo más remoto de mi memoria, desde las tetas de Belinha que, de niño, me habían servido de juguete, no hallaba más que recuerdos de mujeres. Era evidente la mixtificación voluntaria del doctor, es evidente que las palabras se pueden interpretar como se quiera, y lo era también que detrás de aquella maniobra se ocultaba una mano malvada, que no era la de doña Eulalia, pero que podía haber sido movida por ella. ¡Puede tanto el cuerpo de una mujer apasionada! Sobre todo cuando la impulsa la vanidad política. Escribí un artículo refutando al sabihondo doctor, pero no me lo publicaron: el periódico nos volvía la espalda. Tuve que limitarme a leerlo en la tertulia del Café Moderno, sin gran éxito: lo encontraron prudente y, lo que es peor, ambiguo. La idea de oponer el nombre de Sotero al de Landeira había concluido con una derrota, por una parte, colectiva; por la otra, personal: eran muchas las personas que habían comprometido su entusiasmo en aquella revancha. Yo no tenía la culpa, nadie me lo echó en cara, pero las miradas traducían una especie de resentimiento contra mí, responsable, o al menos, promotor del alboroto. El nombre de Sotero pasó al silencio, pronto también al olvido. No fui capaz de consolar a sus padres, víctimas involuntarias de mi fracaso. A pesar de todo, me agradecían lo que había intentado hacer por el nombre de su hijo, y ni en sus palabras ni en su conducta había nada de rencor. Menos mal. Empecé a notarle cierto despego de aquellos mismos que me habían alabado, que habían hecho de mí una especie de cabecilla de la oposición intelectual de Villa-vieja. Dejé de ir al Café Moderno y permanecí encerrado en mi casa un par de semanas, de modo que no pude ser testigo de la apoteosis de Landeira, una vez publicado su libro. Llegaron a mí, por supuesto, las frases desdeñosas de doña Eulalia en el acto popular que siguió a la publicación del libro y a la ceremonia cívica de colocar una lápida en la casa en que Landeira había nacido. Se gritaba a coro: «Landeira, sí; Sotero, no», como un canto triunfal. Sotero Montes sirvió a doña Eulalia de término de comparación, aludido, no mentado. Llegó a decir, refiriéndose a mí, que el responsable de aquella ofensa a los altos valores de la civilización europea y cristiana no se atrevía a presentarse en público, de vergüenza que le daba de exhibir su derrota. Vinieron a mi casa, sucesivamente y sin ponerse de acuerdo, primero, Roca, y, después, Baldomir. Quejumbrosos, compungidos, parecían más derrotados que yo. De su solidaridad conmigo no me cabía duda, como tampoco de su deseo vehemente y un tanto aparatoso de que saliese de mi encierro, de que me dejase ver. Yo andaba aquellos días con el corazón y la mente muy lejos de Villavieja, olvidado de la fracasada operación de oponer un poeta a otro como quien echa a pelear dos gallos. Por las cartas que me escribían mi maestro y su mujer iba sabiendo no sólo de la marcha de mis intereses vacunos y vinícolas, sino de la vida y de la suerte de María de Fátima en su Brasil. La miss me escribía amilagrada, con más vehemencia y temor de lo que se podía esperar de una inglesa de cierta edad. María de Fátima no se entendía con su padre, había dejado la casa, se había puesto a trabajar: primero, como azafata en una compañía aérea, donde los hombres no la dejaban en paz, empezando por sus propios compañeros de vuelo. Había tenido que renunciar, y ahora trabajaba como recepcionista en un hotel importante de Río, donde también era importunada, aunque con más disimulo. No era feliz, suspiraba por regresar a Portugal. Apenas, en sus cartas, se refería a mí. En una de las suyas, la miss llegó a decirme que estaba arrepentida de haberme, en un principio, prevenido contra María de Fátima, y que, en realidad, lo que teníamos que haber hecho era casarnos. Todo eso empezó a importarme más que los sucesos de Villavieja, y pensé que quizá mi deber sería el de ir a Brasil y traerme a María de Fátima; pero, como solía sucederme, pensaba las cosas, las imaginaba hasta el último detalle y, luego, no las hacía. Por otra parte, no era nada seguro que se me concediese el permiso de salida de España. Se lo dije a mi abogado, hizo alguna gestión discreta, y sólo halló dificultades: mi ficha policíaca no me favorecía; era, entre otras cosas, sospechoso de masón. De modo que todo se quedó en unos días de conmoción sentimental, de los que me sacaron las visitas sucesivas, casi urgentes, de Roca y Baldomir, que llegaron a ponerse de acuerdo para venir juntos a mi casa. No sé si me convencieron o, si de repente, me dieron ganas de llevarle la contraria al pueblo y de hacer lo que me daba la gana. Una tarde les dije: «Mañana saldré con ustedes. Vengan a recogerme a las doce y media.» Y parte del tiempo lo consumí en un repaso a fondo de mi vestuario, casi en su totalidad metido en los viejos armarios desde mi llegada. Habían pasado años desde mi estancia en una Inglaterra en paz, en la que todavía regían, en visible contienda con el informalismo americano, los antiguos prejuicios, las seculares convenciones. De aquellos tiempos conservaba unos cuantos trajes y un par de abrigos. Quedaban, era lo cierto, un poco anticuados, pero la ropa bien cortada difícilmente pierde su valor, por mucho que cambien las modas. Más aún, la moda puede ser lo que uno lleve y cómo lo lleve. Me vestí, pues, lo mejor posible, como nunca lo había hecho en Villavieja, donde había un elegante oficial, don Federico Tormo, y otros dos, más populares, algo así como sus caricaturas, conocidos por los apodos de el Marqués de la Espuma y el Conde de la Madroa. Don Federico Tormo era ya carcamal, último vástago de una familia arruinada, maldiciente del régimen. No se metían por considerarlo un figurón a veces útil, porque se le consultaba cuando había que organizar una boda de campanillas o preparar el recibimiento de un personaje: don Federico era el único depositario de los elegantes usos de los buenos tiempos, y un hombre así suele ser aprovechable cuando el pandero lo tocan manos ignorantes, mandones improvisados: esto le permitía despotricar en el casino contra el general y sus agentes sin que ni siquiera los más ardientes partidarios de la situación le concediesen importancia a sus denuestos, a sus insidias y a sus denuncias. «¡Cosas de don Federico!» El Marqués de la Espuma era un treintón de clase media, hijo de viuda con una pensión modesta. No se sabía que hubiera hecho nada en su vida, ni otra cosa que exhibir con más o menos inocencia su palmito de joven guapo y de buen aire. Tenía sólo dos trajes: el de verano, blanco tirando a rosa, con botones de nácar, y otro, gris, de invierno, con su abrigo y su paraguas. El Marqués de la Espuma no se sabía que hubiera gastado en su vida un céntimo en invitar a nadie, ni siquiera a las muchachas que acompañaba en la calle o en el paseo; ellas lo aceptaban a su lado por no andar solas, las que carecían de acompañante, y por lo que tenía de decorativo, las otras, pero sin ir más allá. El apodo le iba bien, pues era todo él como la espuma del champán cuando pierde la fuerza y se queda en espumilla. En cuanto el Conde de la Madroa, era todo lo contrario, algo tosco, vital, generoso. Solía desaparecer durante algunos meses; se decía de él que se marchaba a Vigo, donde se embarcaba de camarero en los barcos de emigrantes que iban a Argentina o a Cuba. Ahorraba las ganancias y, al regreso, se compraba la ropa más moderna y venía con ella a Villavieja, a mostrarse en el paseo, y también a invitar a la gente, hasta que el dinero se le acababa. Estos tres sujetos iban a ser mis rivales; pero, de los tres, sólo don Federico Tormo consideró que su espacio vital había sido invadido por un intruso. Una mañana, cuando yo ya llevaba un par de semanas saliendo al mediodía con Roca y Baldomir, dejándome ver por los bares, y recorriendo la calle Mayor, a la hora del paseo, con el aire más impertinente y lejano posible; una mañana, digo, don Federico Tormo se presentó en mi casa: lo recibí en el salón más empingorotado, y me lo agradeció. Lo invité a un jerez y lo bebió. «Señor Freijomil -me dijo-, vengo a rogarle que no haga desgraciados los pocos años de vida que me quedan. Usted es joven, y tiene mucho que hacer en el mundo, si no comete el error de encerrarse para siempre en Villavieja. Yo paso de los sesenta y no sé hacer nada, ni hice nunca nada, más que arrastrar como puedo el papel de elegante local que me ha tocado en suerte. Soy pobre y usted rico. Usted lleva trajes ingleses, y los míos me los cortó hace tiempo un sastre de La Coruña. Están algo gastados, pero son trajes gloriosos, porque los seguí llevando, como un desafío, cuando todo el mundo refugiaba su miedo en uniformes ridículos. El haberlos llevado con osadía, como los llevé, pudo costarme la vida, pero sólo me costó un destierro. La suerte me deparó una misión en Villavieja, que la gente de bien comprende y respeta, y usted no tiene necesidad de venir a chafármela. Lo que le pido es que renuncie a competir conmigo, porque la victoria la tiene usted segura y no la necesita para nada. ¿Qué caro le cuesta? Por otra parte, usted ya tiene seguro su puesto en la ciudad, un puesto nada fácil. ¿Por qué va a renunciar a él? Usted es un intelectual, y pasar por elegante no le añade nada.» Aquí hizo una pausa, aceptó un cigarrillo que le ofrecí, meditó lo que iba a continuar. «No crea que le guardo rencor, pues, fuera de lo de los trajes, sé que usted y yo coincidimos en ciertas ideas y en ciertos desdenes, y esto une mucho. Ambos somos sospechosos para el régimen, y ambos contemplamos a la gente desde arriba, no con el resentimiento de los vencidos, sino con el desdén de los superiores. A usted, lo mismo que a mí, esta gente que gobierna nos resulta vulgar. Si no fuera así, no hubiera usted elegido la elegancia pública para vengarse. Pero sucede, querido amigo, que usted puede valerse de medios que a mí me están vedados. Se lo ruego: deje la calle para mí, no haga nada que me obligue a eclipsarme, lo cual, a mi edad, sería como morir. A cambio, señor Freijomil, le haré una revelación. En la ciudad se conspira contra usted. Los cambios de su conducta y en su atuendo se han interpretado como intento de aproximación a los que mandan. En una reunión que hubo, don Braulio, el canónigo, aseguró que es usted recuperable, y que todo consistirá en hallarle una novia conveniente. Se la están buscando, señor Freijomil, una señorita de pazo que le quite de sus putañerías. ¡Todos ellos saben, señor Freijomil, que es usted cliente de la Flora, pero les gustaría saber con quién se acuesta! Le han puesto espías o piensan ponérselos. Y todo esto que le digo es la pura verdad, no se lo invento. Lo sabe más gente. A unos les agradaría que usted cambiase; a los otros, no. Yo soy uno de éstos. Pues ya lo sabe.» Me eché a reír, le di un abrazo, y lo llevé al cuarto de los armarios. Desplegué, ante su asombro, mi no muy numerosa, aunque escogida, colección. «Señale usted mismo, de todos estos trajes, los que no quiere que me ponga.» Los repasó, uno a uno, con cuidado, con mirada experta. «En realidad, más que indicarle los prohibidos, le señalaría los obligados. Son estos dos. Un caballero como usted, en una ciudad como esta, con dos trajes que use, basta. Comprendo que sea un sacrificio, sobre todo si tiene en cuenta que alguno de ellos…» Se interrumpió y descolgó uno de la percha, un «príncipe de Gales» sobre grises apenas estrenado. «¡No sabe lo que yo daría por ser dueño de este traje!» «Pues ya lo es desde este momento.» Me miró con asombro. «¿Cómo dice?» «Que, si no le parece mal, se lo regalo. Somos de la misma altura y de figura semejante, aunque la suya sea más arrogante que la mía. Pero eso de la arrogancia es cosa de la personalidad, no de la figura. Con arreglar un par de detalles, le vendrá pintiparado. Tenga en cuenta que no me lo he puesto nunca en Villavieja, y que nadie podrá adivinar su procedencia.» Quedó con el traje en las manos, perplejo. «Señor Freijomil, me pone usted en el brete de admirarle. Si usted saliera a la calle mañana con este traje, me destronaría para siempre.» «Muy bien. Pues le regalo la corona.» Un tanto conmovido, dejó desembarazada la mano diestra y me la tendió. «Chóquela. Es usted un tío grande.»
A partir de aquel día dejé de comparecer en los bares de postín, dejé de recorrer con impertinencia visible la calle Mayor. A mis compañeros habituales, Roca y Baldomir, los sorprendió aquel cambio súbito. «Se dice por ahí -les expliqué- que estoy intentando acercarme a la derecha, y hay que desmentirlo.» Les pareció muy bien.
LO DE BRISEIDA requiere una explicación entre erudita y biográfica. Se llamaba sencillamente Laura Martínez, y se dedicaba a la canción moderna, con preferencia a los boleros. Tenía buena planta, con unas piernas espectaculares, voz agradable y cierto estilo entre refinado y cursi, que iba muy bien con las canciones que cantaba. Pero, como tarjeta de presentación, lo de «Laura Martínez, canción moderna» no era lo bastante llamativo: sorprendía, y no agradablemente, cierta contradicción interna difícil de explicar, una especie de principio universal vulnerado, en cuya virtud, de una señorita que arrastra un nombre tan pequeñoburgués como el de Laura Martínez no se podía esperar que cantase con la debida pasión y su puntito de desgarro, por ejemplo al cantar aquello de «Y tú que te creías el rey de todo el mundo…» en competencia con Amalia Rodrigues. Ésta era la razón por la que Laura había recorrido los cafés cantantes de buena parte de la península sin haber alcanzado el honor de un anuncio luminoso:
Laura Martínez
Canción moderna
Hasta que le salió un contrato en Soria. En Soria conoció y se acostó más de dos veces con un profesor de literatura de aquellos pagos, un tipo bastante melenudo que siempre llevaba consigo un portafolios atiborrado de papeles, cuadernos y separatas en dos o tres idiomas: un sujeto muy culto y bastante burlón, conocedor, según él, de la psicología colectiva, que le explicó las razones por las que no había merecido los honores del rótulo luminoso, especie de meta profesional de las especialistas en cualquier clase de canciones. «Todo depende de tu nombre. Laura está muy bien para una madre de familia, e incluso para una novia innoblemente abandonada que mantiene la fidelidad al felón hasta el envejecimiento y la amargura, pero no para una cantante como tú. Lo que necesitas es un nombre de guerra.» «¿Y por qué no me lo buscas?» El profesor de literatura, en sucesivos encuentros horizontales, le propuso unos cuantos, todos ellos literarios, que a Laura no acababan de convencerla. Hasta que una noche le dijo: «¿Qué te parece Briseida?» «¿Briseida? ¿Y eso qué quiere decir?» «Algo así como la de las mejillas sonrosadas. No exactamente, pero cosa parecida.» El significado dejó de interesarle a Laura: ¿qué se le daba a ella de las etimologías? Pero el nombre le gustó. Gratificó al profesor de literatura con caricias de presente y el reconocimiento eterno. Su inmediato contrato ya incluía el nombre de Briseida, y, al segundo o tercero, se le incluyó una cláusula según la cual se la anunciaría con el consabido rótulo, en el que, con letras de relumbre, violetas las de arriba y de buen tamaño; llamativa de color las inferiores, un poco más pequeñas, rezaría:
Briseida
Canción moderna
lo cual la obligó a comportarse como una diva en su género, a hacerse ropa nueva y a seleccionar sus amantes ocasionales: lo que se dice mejorar la personalidad. Don Celestino la contrató para La rosa de té. El letrero luminoso le costó unas pesetas, pero, una vez instalado, quedó muy atractivo. Era la primera vez que en La rosa de té se utilizaba aquel reclamo, por el que don Celestino, además, tuvo que pagar impuestos al ayuntamiento. Briseida fue recibida con gran expectación, y en la sesión de tarde en que se presentó coincidieron tirios y troyanos, ya que la curiosidad carece de color político. Fue aplaudida a rabiar, y hubo de repetir algunos números, sobre todo María Bonita y aquel en que se dice «… por cama quiero un sarape/por cruz mis dobles cananas», para el que salía vestida de charro mexicano con unos pantalones que ceñían sus caderas y ponían de relieve las líneas capitales de su sistema de persuasión erótica. Don Celestino fue muy felicitado por el hallazgo. Los conquistadores profesionales volvieron a la sesión de noche, a inquirir sobre las costumbres de Briseida y sobre los costos. Quedaron defraudados, porque Briseida no cotizaba aún en plaza. Al cerrar el local, quedamos los de la peña, con el policía como invitado; vino Briseida a nuestra mesa, y yo invité a champán, ¡qué menos! Salió la cuestión de su nombre, y don Agapito Baldomir, erudito en noticias literarias, como no podía ser menos en un poeta de su talla, que además cultivaba el género épico, explicó con referencias textuales dichas en griego y vertidas al romance, que Briseida era un personaje de la Ilíada por el que habían contendido Aquiles y Agamenón. «¿Y quiénes eran esos señores?», preguntó Briseida muy interesada, como si fuera a acostarse aquella noche con alguno de los dos. El señor Baldomir me cedió la palabra, y fui yo el encargado de cegar aquella laguna en la información literaria de Briseida. Confieso que lo hice con mi mejor voz y las palabras más atractivas y sugerentes, después de haber pedido más champán (por mi cuenta). Quedó claro que, me llamase Aquiles o Filomeno, Briseida me había seleccionado para aquella noche. Nadie se entrometió, y pude llevarla tranquilamente a casa de la Flora, sin necesidad de atravesar la iglesia porque era ya la madrugada. Debo confesar que no logré arrancarle ayes de entusiasmo, por lo que la conversación derivó hacia temas prácticos: que estaba cansada de aquella vida, que ya iba a cumplir treinta años y que apetecía algo de estabilidad, si no un matrimonio, cosa que se le pareciese: lo que se dice un programa de entretenida. No pude evitar que me diese el sueño. Verme con ella por las calles, a la mañana siguiente, incrementó los rasgos inquietantes de mi reputación, tanto para los que me admiraban como para los que me detestaban. «¡Con el dinero que tiene, cualquiera se la lleva a la cama!», fue la opinión más adversa. En los ámbitos selectos (moralmente), en que personas piadosas se preocupaban por mi salvación, se concluyó que urgía dejarse de proyectos y llevar los que hubiera a la práctica. Fue cuando don Braulio, el canónigo, me envió recado de que iría a tomar café a mi casa, y se me presentó acompañado de doña Eulalia. Me cogieron apercibido de todas mis defensas intelectuales. ¡Ah, si se hubieran presentado de improviso! Los llevé al salón de respeto, donde había ordenado abrir las maderas y encender las lámparas, porque el día estaba gris y tristón. Don Braulio hubiera comenzado su perorata sin esperar al café, pero doña Eulalia le chafó las primicias; antes de sentarse, antes de casi quitarse el abrigo y dejar el paraguas en el paragüero, empezó a deshacerse en elogios de los muebles, de los cuadros, de las chucherías, e incluso a ponerles precio. «¡Ah, señor Freijomil, tiene usted un tesoro! ¿Cómo es posible que sea infiel a tanta tradición como aquí se encierra?» No sabía si ponderar más el valor de los muebles en el mercado o su significación en el mundo de los valores que ella defendería hasta la misma muerte. «¡Usted no es un cualquiera, señor Freijomil! ¡Usted no puede ser traidor a tanta gloria como aquí se representa!» «Pero, señora mía, ¿quién le dice que piense traicionarlo?» «¡Su conducta poco ejemplar, señor Freijomil, indigna de un hombre de su sangre! ¿¡Cómo hace usted compatibles sus ideas y sus costumbres con estos muebles, con estas lámparas, con estos antepasados!?» «Señora, ninguno de ellos me pide cuentas.» «¡Pues nosotros venimos a pedírselas en su nombre! ¡Caray!»
Si don Braulio permaneció fiel al aguardiente del país, doña Eulalia prefirió un anisete de nombre francés, que, según ella, le caía bien al estómago. «¡Es que no hay como el Marie Brizard para una digestión tranquila, sobre todo cuando tiene una que hablar!» Era lo que yo temía, que el uno y el otro se soltaran la lengua y me estropeasen la tarde con consejos morales o con detalladas acusaciones de mi falta de ejemplaridad pública. Por lo pronto, contuve a doña Eulalia mostrándole chucherías y antiguallas de esas que conmueven a las mujeres que no las han tenido nunca: recuerdos sentimentales de tías muertas, el mechón de cabello de la novia frustrada, la miniatura del brigadier muerto en las Indias. Repetía como un ritorne-llo: «¡Feliz sería la mujer que fuera su señora! ¡Usted no sabe bien cómo consuelan estas menudencias cuando se llega a la edad de los desengaños!» De donde inferí que ella ya había llegado, aunque su palmito y lo que lo lucía hicieran pensar otra cosa. Don Braulio no se sentía muy feliz de que su compañera se le hubiera adelantado en la iniciativa, precisamente por caminos impensados, pues del reconocimiento de la dicha de poseer aquellos testimonios de las historias menores del pasado, bien podía dar un salto y proponerme la necesidad de que una mujer viniese a ocupar la vacante que sin duda se advertía en aquella casa, y quién sabe si en mi corazón. Don Braulio no hallaba sosiego en el asiento, y ya se había servido la tercera copa de aguardiente y la segunda taza de café. Con semejante bagaje nadie podía imaginar cuál iba a ser el talante de su discurso, si moralizante o apocalíptico. En cualquier caso, tenía que evitarlo. Tuve suerte. Entre los cachivaches había un fragmento de una vidriera gótica hallado entre los escombros de Londres bombardeado. Se la mostré, a ella la primera, después a él. «Pero ¿es que estuvo usted en Londres durante los bombardeos?» «¿Es que no lo sabía, don Braulio? Yo fui corresponsal de guerra.» Les pedí permiso para salir unos instantes, les traje el álbum de fotografías sacadas por mí de aquel tiempo y de aquellos acontecimientos. Lo tomaron por su cuenta, el álbum; a cada fotografía, el asombro les salía en exclamaciones. «¿Y usted no corrió peligro?» «Naturalmente que sí, todos los días y a todas horas.» Hubo manera de añadir a la contemplación de las fotografías un relato pormenorizado y bastante patético de aquellas horas de pavor. Me dejaron hablar. Pude comprobar que mi oratoria y mi capacidad descriptiva y evocadora resultaban eficaces, casi artísticas. Mientras hablaba, les servía más café, y orujo al canónigo, anisete a la dama. Y ellos lo bebían sin darse cuenta, sin perder ripio de mis palabras. A veces exclamaban: «¡Oh! Pero ¿cómo es posible?» Hablé bastante más de una hora. Fuera había caído el crepúsculo, que en un día como aquél, gris y lluvioso, era como el anochecer. «¡Ay, Dios mío, qué tarde se me hizo, con la de cosas que me esperan!» Don Braulio también descubrió que se le había pasado el tiempo sin sentir y que llegaría tarde a una cita. Todavía doña Eulalia halló ocasión de preguntarme: «¿Y cómo pudo aguantar ese miedo sin volverse loco?» «En cuanto a lo primero, no hay duda, ya que estoy aquí. En cuanto a lo segundo, ¿quién lo sabe?» Se miraron, el clérigo y la dama, como si en aquellas palabras hubieran hallado una explicación de mis intemperancias.
Me sentí, si no perdonado, al menos comprendido por aquella pareja de definidores de la moral. Más por ella que por él. A los soldados que volvían del frente enloquecidos por la preparación artillera, se les toleraba la cura del putañeo. «Tiene usted que ser más discreto en sus expansiones, señor Freijomil», me aconsejó la dama; y el clérigo, clemente y avisado, se despidió con el viejo aforismo: «Todos los pecados serán perdonados, menos los pecados contra el espíritu.» ¿Se refería a mi pensamiento inconformista? Es lo más probable. Se marcharon corriendo. La amenaza, sin embargo, la dejaron pendiente. «Volveremos otro día, señor Freijomil, cualquier tarde de éstas.» Pero ya con otra voz.
Las noticias del escándalo provocado por mi paseo matutino con Briseida habían llegado al café. Mis amigos me recibieron con protestas y condolencias, y todos estuvieron de acuerdo en que, bajo un régimen que a la vez oprimía política y moralmente, la ciudad estaba retrocediendo a los peores tiempos del provincialismo pretérito. Briseida me dijo, muy melosa: «Ya estamos comprometidos públicamente.» Todo el mundo quedó en silencio, y la misma Briseida se replegó hacia la sombra, acaso avergonzada. Fue don Celestino el que habló por mí, quizá en virtud de sus derechos de empresario del local y contratante de Briseida: «Eso no le conviene a don Filomeno. Su reputación anda muy mal parada, según sabéis.» «En cualquier caso, don Celestino, yo soy el que administra mi reputación.» «¿Le pareció mal lo que le dije?» «No, don Celestino; pero me conoce lo suficiente como para saber que acostumbro tomar mis decisiones por mí mismo.» Don Celestino me dio una palmada en el hombro. «Perdóneme si metí la pata, don Filomeno. Lo hice con la mejor intención.» Sin embargo, todo el mundo creyó, o al menos sospechó, que actuaba como parte interesada. A nadie habían pasado inadvertidas sus atenciones, sus mimos, con Briseida, y la cara que había puesto la noche anterior, al irse ella conmigo. La cosa quedó así, continuó la conversación y, en cierto modo, la juerga. Briseida cantó para nosotros unas cuantas indecencias divertidas para las que se mostró más dotada que para los boleros sentimentales; fueron muy celebradas con aplauso y risas, y tuvieron la virtud de desorbitar a don Celestino, indefenso ante las intimidades exhibidas en un paso de rumba cubana. En un momento, que yo advertí, habló al oído a Briseida, y ella pareció complacida al escucharlo: «Sí, sí», oí que le decía. Llegó la hora de marcharse. Nos preparamos para salir. Briseida se hizo la remolona. No la esperé. Ya en la calle, don Agapito me preguntó discretamente: «¿Se da por vencido, don Filomeno?» «¡Me importa un pito Briseida!» Pero en la conciencia de todos quedó el que don Celestino me la había birlado. Al día siguiente, al quedar solos los habituales, fue ella la que anunció que había llegado a un acuerdo con don Celestino, y que, después de que acabase su contrato, se quedaría como animadora permanente del local. «¡Pues mira qué bien! No cabe duda de que el local ganará mucho.» No fue necesario que explicase que, en el nuevo contrato, se incluiría una cláusula, quizá sólo verbal, de disfrute exclusivo por parte de don Celestino, con hospedaje y alimentos. Pensé que Briseida había obrado cuerdamente: don Celestino era un solterón acomodado, con dinerito en el banco, y bastante terne todavía, y una relación continuada y bien llevada por parte de ella podía acabar incluso en matrimonio. Don Celestino, por profesión y origen, quedaba fuera del radio de acción de las conveniencias, y, en el mundo en que vivía, la gente tenía la manga más ancha. ¡Era tan tentador pasear en público con una Briseida bien trajeada! En algo se había que gastar el dinero. Se me ocurrió pedir champán y brindar por la nueva pareja. «¡Como que están hechos el uno para el otro!» Mis palabras no fueron bien recibidas, ni por Briseida ni por don Celestino: se les atribuyó, supongo, una intención que no tenían. Incluso mis amigos pensaron que las movía cierto resentimiento, y aquel «Hechos el uno para el otro» implicaba la puta y el cornudo. Alguien dijo: «No tiene usted por qué ponerse así.» Le respondí: «Mire, amigo: a Briseida se la disputaron Aquiles y Agamenón. No tengo ningún inconveniente, en este caso, de hacer el papel de Aquiles, que es muy lucido, si bien debo recordarles que, a causa de esta cuestión, los griegos estuvieron a punto de perder la guerra de Troya. Aquiles se resintió. Yo, más entrenado que él en esta clase de cuestiones, dejo de buena gana el campo libre.» El remedio fue peor que la enfermedad. ¿Quería decir que Briseida no valía la pena? «¡Oh, no! Me parece la mujer más bella y deseable de todas cuantas pasaron por La rosa de té, que yo recuerde.» Pedí la cuenta y pagué. Me siguieron Roca y Baldomir. «¿No piensa usted volver, don Filomeno?» «Mi presencia sería una indiscreción, tanto como recordar a don Celestino que yo me acosté con Briseida antes que él.» «¿Y adónde vamos a ir?» Caminábamos bajo la lluvia, hacia los soportales. Me detuve, con el paraguas abierto, entre mis dos amigos. «¿Qué les parece la casa de la Flora?» «¡Don Filomeno! ¿Qué va a decir la gente? Somos una tertulia literaria.» «Mi querido don Agapito, se cuenta que uno de los más famosos generales africanos del ejército español tenía su estado mayor en una casa de putas de Melilla… ¿Será menos decente que vayamos a hablar de literatura a casa de la Flora?» «No sé qué pensará mi mujer, don Filomeno.» «Su señora, don Agapito, tiene entera confianza en usted. Porque ¿hay menos ocasiones de infidelidad en La rosa de té que en casa de la Flora?» «¡Hombre, si se mira de esa manera…!» «Pues procure que su señora lo mire así, y ya verá cómo no pasa nada.» Fue de ese modo como se instaló en el salón reservado de un burdel, con espejos en las paredes y una Dolorosa encima de la cómoda, una peña literaria más o menos provinciana. Cuando quedé a solas, en aquel espacio sombrío, aunque también sonoro, de los salones de mi casa, pensé que me había portado como un imbécil, pero, cosa curiosa, pese a reconocerlo, no me arrepentí. Recordando a don Braulio y a doña Eulalia, me reía silenciosamente: con más exactitud, era algo interior lo que se reía. Pero no dejaba de preguntarme cómo iba a acabar todo aquello.
Para la Flora no dejó de ser negocio, apreciable por lo fijo, el traslado de la tertulia disidente a su salón reservado: oscuramente se daba cuenta de la especie de ennoblecimiento de que era objeto su local, y así, con diligencia y habilidad, se las arregló para que los clientes secretos limitaran sus visitas a las horas de la tarde, de modo que el campo quedase libre antes de dar las diez. A esa hora, una criada (una puta retirada por la edad) adecentaba la estancia, colocaba la mesa para el servicio de bebidas y organizaba en corro la sillería. Seguíamos presididos por la Virgen de los Dolores dentro de su fanal, atravesado de espadas el corazón de plata, pero en ese detalle no se fijaba nadie, o, al menos, nadie le hacía objeciones, seguros como estaban todos de que Flora antes se dejaría matar que retirar de allí su imagen preferida, aquella ante la que se postraba en sus dificultades, o en los peores momentos, en los más angustiosos, de su angina de pecho, si bien con el orujo al lado, que también ayudaba. En cuanto a la clientela, había crecido, aunque no desmesuradamente: los tres que éramos en un principio llegamos a nueve fijos, incrementados los fundadores en seis desengañados del Café Moderno, donde la literatura se había politizado hasta no ser reconocida. Aquí le éramos fieles, y en poco tiempo lo que empezó como charlas anárquicas acabó por organizarse y convertirse aquel salón de paredes azules floreadas de rojo en una especie de aula donde cada noche uno de los contertulios daba lectura a algún trabajo breve que luego se discutía. Al conjunto de intervenciones y discusiones, por su carácter obligatoriamente irónico, o por lo menos satírico, siempre informal, pero no por eso liviano, se le llamaba «Críticas de la razón humanística», lo cual cuadraba con el espíritu del pueblo, frenado hasta la coacción por la seriedad del régimen. Inevitablemente la presidencia y dirección del cotarro había recaído en mí, y como a la reunión no se le había puesto límite de hora, lo corriente era que, después de las palabras programadas y discutidas, hubiese yo de prolongarlas con una plática sobre cualquier tema acerca del que tuviera algo que decir, fuese literario o histórico, y eso con tal rigor que, incluso los informes, las explicaciones o las discusiones acerca de la situación internacional, la gran contienda que se iniciaba entre los rusos y norteamericanos, se desarrollaban con absoluta independencia (en realidad casi ofensiva) de la opinión oficial: los periódicos ingleses y franceses, que clandestinamente recibía de Lisboa, ayudaban a mis puntos de vista. La gente tardó muy poco en darse por enterada, y siempre había alguien que, cada día, refería a algún curioso el resumen de lo tratado la noche anterior. De ahí se propalaba, se deformaba y con frecuencia se concretaba en una versión casi surrealista, fruto de la colaboración colectiva. Aparecieron en seguida candidatos a contertulios, y se dio entrada a tres o cuatro más, muy escogidos, de cuya lealtad no cupiera duda, y también, de vez en cuando, se permitía la asistencia, sin derecho al uso de la palabra, a algún adolescente espabilado, estudiantes en Santiago o aspirantes a poeta. De putas, nada, y eso era lo que la gente no comprendía o acaso lo que no aprobaba: porque, ¡qué diablo!, un lenocinio no es un ateneo, por mucho que algunos ateneos parezcan lenocinios.
Era obligatorio tomar algo, eso sí, y que cada cual se pagase lo suyo, aunque no estuviesen prohibidas las invitaciones y no faltasen clientes escasos de numerario a los que la Flora, por caridad o por confianza que tuviera en ellos, les servía al fiado la copa de cazalla o de licor de café. Y lo más extraordinario fue que todas las noches, más o menos a la hora en que empezaba con mi perorata, la Flora comparecía, se sentaba en un rincón y escuchaba. Una vez, en secreto, le pregunté por qué lo hacía: «¡Ay, filliño, hablas tan bien…! Me recuerdas a tu padre.»
No tardaron, sin embargo, en surgir conflictos con la autoridad. Los informes verbales que, en forma de soplos, recibían eran generalmente incomprensibles, o por lo menos ambiguos, que lo mismo podían proceder de una secta protestante que de una célula anarquista. Lo primero fue que nos enviaron de testigo a un policía que tomaba notas de lo que se iba diciendo, con la obligación de redactar un papel que acabaría en manos del gobernador civil tras los consabidos trámites. No era mala persona, el policía, si bien un poco defraudado por lo selecto de las palabras y la ausencia de putas, y la Flora le convidaba cada noche a lo que quisiera, y él no abusaba. Únicamente, antes de marcharse, iba a echar un vistazo al salón de abajo, donde había siempre algo que alegrase las pajaritas y le ayudase a soportar lo que lo esperaba en su lecho conyugal. Al tercero o cuarto día apareció por mi casa, a media mañana, pidió verme, y con timidez y cierta humildad vino a decirme, más o menos: «Mire, señor: yo estoy obligado a enterar a la superioridad de lo que se habla en la tertulia, pero como no entiendo nada de lo que dicen, el informe no me sale. Vengo a pedirle que, si no le fuera muy molesto, me escribiese usted unas cuartillas, con algunas torpezas, claro, para que parezcan mías, y yo las pondré después a máquina y les daré curso. De lo contrario, al no enterarse de lo que dicen por lo que yo escribo, me temo que les prohiban las reuniones, porque, mirándolo bien, son clandestinas.» Discutimos amigablemente hasta qué punto la coincidencia de unos cuantos hombres de bien y la charla subsiguiente en el salón privado de una casa de amor podía contravenir las ordenanzas, pero él repetía sin variación las palabras que había oído. Accedí a redactarle las cuartillas, y si los primeros días escribí un resumen muy somero de lo que en realidad se había tratado, al poco tiempo se me ocurrió fantasear un poco: redactaba el informe antes de cenar, y se lo entregaba al policía al disolverse la reunión. Los temas eran de lo más disparatado: «En la noche de ayer, los concurrentes al tapado de la Flora trataron de la personalidad de un tal Ninon de Lenclos. El señor Martínez Sobreira leyó una biografía, según él resumida, de la famosa hetaira, y explicó al final que no añadía la lista de sus amantes porque habían sido más los desconocidos o sospechados que los citados por la historia. Advierto a la superioridad que ignoro el significado de la palabra hetaira, que se repitió varias veces, pero, por lo que allí se dijo y por lo que fue saliendo, en lo que ellos llaman el coloquio, debió de ser una conspiradora carlista infiltrada en la corte de Isabel II. El que más sabía de ella, o así al menos me lo pareció, fue don Marcelino Pita, el boticario. Nadie pronunció una sola palabra contra el régimen ni contra las autoridades locales y provinciales. La reunión terminó a las dos treinta y cinco de la madrugada. Me dio la impresión de que, como de costumbre, cada cual se marchaba a su casa. Ninguno estaba borracho del todo, aunque don Claudio Seco diera algunos traspiés a la salida. La Flora debió de haber ingresado por cafés y licores, más o menos lo que cada noche, unas quinientas pesetas.» Con este ten contén vivimos tranquilos un par de semanas. Las «Críticas de la razón humanística» iban adelante, y se leían o decían cosas de bastante ingenio, tanto sobre la realidad empírica como sobre la imaginaria, y llegamos a organizar un concurso a ver quién hablaba más tiempo sobre nada: lo ganó un antiguo seminarista que ahora se dedicaba al ramo de la bisutería fina y se llamaba el señor Alemparte (apellido popular que me hacía dudar de la prosapia de mi Alemcastre). Nuestra reputación crecía, y nos llegaban invitaciones a trasladarnos a un local más amplio, donde pudieran caber más contertulios, pero nos defendíamos de las invitaciones alegando la originalidad de una reunión científica que había elegido semejante sede.
Todo el mundo conocía en Villavieja la rivalidad entre el gobernador civil y el subjefe provincial. Aquél procedía de la extrema derecha; éste, de una zona próxima a la izquierda. Aquél salía todos los días fotografiado en el periódico; éste llevaba una vida recoleta, sin que se le conocieran trapisondas. Aquél actuaba por medio de acólitos, cuando no de sicarios; éste recorría con frecuencia los pueblos de la provincia y se interesaba por sus necesidades. Finalmente, el gobernador había llegado precedido de una fama siniestra, en tanto que al subjefe provincial se le atribuía la salvación de varias vidas en los tiempos del terror. Si le mantenían en su cargo se debía no sólo a su comportamiento en la guerra, sino a lo bienquisto que era, aun de la izquierda solapada. Pues a este subjefe provincial se le ocurrió enviarme recado por un amigo común, o, al menos conocido mío, diciéndome que se había enterado de la naturaleza de nuestras conversaciones, y que había un par de muchachos entre los jóvenes, muy espabilados, con clara vocación política, a los que quería ir iniciando en la dialéctica y en la oratoria; como me sabía bien informado, como en la tertulia, lo que se hablaba, aunque fuese broma, era cultura, no les vendría mal a los mozalbetes asistir a nuestras reuniones: de manera pasiva, por supuesto, y sin otro derecho que el de hacer alguna que otra pregunta que viniera a cuento. El embajador me aconsejó que aceptase, ya que, dado lo extraordinario de nuestra situación, siempre convenía tener en las alturas alguien que saliese por nosotros. Toda vez que lo que se decía en la tertulia no podía perjudicar a los muchachos, y sí espabilarlos más aún de lo que eran, el pleno acordó recibirlos. Se presentaron una de aquellas noches, los muchachitos, entre tímidos y osados. Habían prescindido de la camisa política, y venían vestidos como cualesquiera de su edad, con corbatas civiles. Estuvieron atentos y discretos: uno de ellos hizo alguna pregunta atinada y se marcharon cuando les hice señal de que lo hicieran. Vinieron las noches siguientes, con su libreta de apuntes, donde tomaban notas. Yo hablaba aquellos días de la cuestión del petróleo. No es cuestión que se pueda tomar a broma, pero yo procuraba darle un tono divertido a la vez que crítico. El de cara más alegre de los dos, el rubio, me preguntó de repente: «¿Usted cree que sin petróleo se puede hacer un imperio?» Le respondí que no, y le di las razones. «Entonces, ¿cómo nos hablan a nosotros del imperio si no tenemos petróleo?» «A eso no te puedo responder. Yo nunca he hablado de imperio.» No dijo más. Otro día el morenito, sin que viniera a cuento, quizá por quedar bien, preguntó: «¿Y usted cree que América del Sur volverá a ser de España?» Le respondí que no lo creía probable, ni menos conveniente. Tomó nota de mi respuesta. Poco tiempo después recibí unas líneas del subjefe provincial, muy escuetas: «Sea usted prudente, hágame caso.» Y el que me trajo la nota, el amigo común, seguramente aleccionado por el subjefe, fue más explícito: «Lo que usted explica a los muchachos contradice lo que les predican un día y otro. Y lo peor es que le hacen caso a usted.» Pero los chicos no habían venido a casa de la Flora a que los engañasen, ¿no?
Una de aquellas noches, inopinadamente, en vez del policía acostumbrado se presentó el mismísimo comisario. Nos quedamos paralizados, o, al menos, mudos y sin saber qué hacer. «No les estorbe mi presencia, señores. Vengo a oírlos por pura curiosidad.» Hicimos un esfuerzo por dar naturalidad y alegría a la conversación, y mi perorata final versó sobre la moda femenina, según los últimos figurines. Al terminar, y empezar la gente a retirarse, el comisario me rogó que esperase. Quedamos solos con la Flora, miedosa y desconfiada. «Mire usted, señor Freijomil: yo no tengo nada contra estas reuniones, salvo que son ilegales. Son ilegales, pero inocentes. Para que puedan continuar hemos acordado (no dijo quiénes) que introduzca usted algunas novedades. Tal y como se desarrollan, tendría usted que solicitar permiso diariamente, y entregar a la comisaría un escrito, firmado por usted o por otro responsable, con la indicación detallada de lo que se va a decir. Comprendemos que esto no sólo es difícil, sino latoso. Pero hay una solución. Ésta es una casa de lenocinio, pero yo no he visto putas por ninguna parte. Este salón, con su ausencia, pierde su carácter. La solución está en devolvérselo. Si todas las noches están presentes, mientras ustedes hablan, la Puri y la Ghuli, pongamos por caso, el salón recobra su verdadera condición, los asistentes son clientes de la casa que se encuentran y charlan por casualidad, y la policía no tiene por qué meterse. Si así lo hacen, nos quitarán un peso de encima.» Intervino la Flora: «Pero, señor comisario, ¿cómo voy a tener todas las noches a dos mujeres paradas, de mironas? Si echa usted por lo bajo, ponga cinco duros por hora y por mujer; sale a veinte duros de pérdidas por cada niña que esté presente. Le aseguro que la casa no puede perder doscientas pesetas diarias. La comida está cara: a las chicas hay que alimentarlas. Luego vienen los gastos de médico y botica, que ellos solos arruinan a cualquiera… No, no puede ser.» El comisario palmoteó el muslo de Florita: «Eso, Florita, no es de mi incumbencia. Entiéndete con estos señores acerca del numerario. Yo hago bastante con ofrecer la solución.» Se sirvió una copa, la paladeó, la pagó ostensiblemente y se marchó. La Flora y yo quedamos desolados. «Pues esto no se puede cortar, Florita. Sería darnos por vencidos.» Discutimos la cuestión y llegamos a un acuerdo: yo le pagaría cien pesetas diarias, sin que lo supiera nadie, aunque el comisario llegase a sospechar un arreglo semejante. Saqué la cartera y le di unos billetes. «Toma, el pago de una semana.» La novedad con que los contertulios se encontraron al día siguiente fue la presencia de dos pupilas, vestidas de manera adecuada, quiero decir, medio desnudas, con sus intimidades discretamente insinuadas, más que exhibidas, tanto por razones de seducción como de decencia; pues si volvía la policía no era cosa de que las encontrara enteramente tapadas como ursulinas: los tratos son los tratos. De todos modos trajeron dos mantones de lana por si les daba frío su quietud. Yo me pasé la velada mirándolas de reojo: comenzaron curiosas, continuaron aburridas, terminaron dormidas, bien embozadas, la cabeza de una en el hombro de la otra. Enternecía verlas, como dos pajaritos acurrucados en una tarde de nieve. Por lo demás, pasada la sorpresa, se prescindió de ellas, y la sesión transcurrió tan animada y divertida como de costumbre. A la noche siguiente ya estaban allí, esperándonos, no las mismas, sino otras distintas, que se dejaron convidar y chicolear por los concurrentes más animados, hasta que, comenzada la sesión, cayeron en el mismo aburrimiento y en el mismo sopor que las colegas que las habían precedido en el uso del tedio, aunque, como me dijo en un aparte la Flora, habían venido voluntarias, porque siempre preferían aquello a soportar el olor de los clientes. La noticia corrió por la ciudad, aunque concebida en estos términos: «Por orden gubernativa, a la tertulia de la casa de la Flora tienen que asistir obligatoriamente dos miembros del personal», lo que sirvió para que la gente hiciera chistes más o menos molestos para la máxima autoridad de la provincia, que así se interesaba por la propagación de la cultura entre las clases pecadoras. «Ahora sólo falta que hagan también obligatoria la presencia de un dominico que les dé el Nihil obstat.» La policía no compareció. Desde entonces, ni siquiera su representante obligatorio, con lo que me vi libre de redactar, o de inventar, los resúmenes diarios. Hubo sesiones admirables, como aquella en la que el señor Baldomir nos expuso en pareados endecasílabos los últimos descubrimientos de la genética: lo concluyó con la descripción, en tono heroico, de un combate entre espermatozoides de distintos bandos por la conquista del óvulo apetecido, en este caso imparcial: como una especie de torneo en el que, desde lo alto de una ventana gótica, la mujer disputada presencia los combates de sus campeones. Fue muy felicitado, el señor Baldomir, por el acierto de sus imágenes, por el ritmo creciente de la narración y por el exquisito sentido del humor manifestado, sobre todo en las descripciones. «Pasará usted a la historia de la literatura, señor Baldomir, de eso no cabe duda»; y el señor Baldomir sonreía agradecido.
Hasta que una noche de mucho viento y luna clara, cuando un abogadete llamado Doce Pereiro exponía (en prosa) las líneas generales de su proyecto de un «Catálogo de los pecados de la carne no incluidos en los tratados de moral, con su descripción minuciosa» en el que se registraba un número asombroso de transgresiones que habían pasado inadvertidas a los legisladores y moralistas de cualquier país en cualquier tiempo; esa noche, sin previo aviso, ni soplo, ni barrunto, hizo irrupción la policía. «¡Todo el mundo quieto! Saque cada cual su documentación y muéstrela.» La Flora, que estaba a mi lado, se echó a temblar, y no hacía más que decir por lo bajo: «¡Virgen Santísima, Virgen Santísima!» Cada uno de los presentes sacó sus documentos de identidad, y los mostró, si no fueron los dos muchachos recomendados del subjefe provincial, que no los tenían. Les preguntaron por las edades, las dijeron; el que parecía dirigir la operación increpó a la Flora: «¿Ignora usted la prohibición de recibir en esta clase de lugares a menores de edad?» «¡Pobre de mí -decía la Flora, tiritando-, me está tratando de usted!» Yo respondí por ella. «Le advierto, señor inspector, por si lo ignora, que en este local y a estas horas los presentes nos entregamos a tareas meramente intelectuales. Sus jefes fueron debidamente informados, y consintieron.» El inspector era un tipo de bigote recortado, muy respetable de aspecto y de ademanes, un tipo peligroso. «Entonces, ¿qué hacen ahí esas putas? Porque supongo que esas dos mujeres formarán parte de la dotación de este barco.» ¡Qué ingenioso! Las dos pobres muchachas, esmirriadas y pintarrajeadas, de las que empezaban a perder la clientela y pasaban los días sin ocuparse, no sabían qué hacer ni qué decir. Por fortuna permanecieron quietas y calladas. Verdad es que lo estaba todo el mundo, menos la Flora, que repetía por lo bajo: «¡Virgen Santísima, Virgen Santísima!» y daba diente con diente. El inspector con mando en plaza movió el brazo diestro con ademán totalitario, abarcador del mundo entero: «¡A la comisaría! Todos los que no viven en esta casa, a la comisaría. ¡Andando!» La Flora se echó a llorar; sus pupilas, también, acaso por contagio. Fuimos desfilando y salimos al viento que silbaba en las esquinas. «¡Menuda lluvia nos va a caer mañana, cuando esto calme!» Íbamos de dos en fondo, silenciosos, escoltados por los policías, y el viento arrebató un par de sombreros que se perdieron en las oscuridades lejanas. La comisaría era un lugar desolado, tristón, iluminado por una luz ceniza, si no era la única mesa, en que un tipo de gafas, alumbrado por una lámpara de brazo, escribía en un libro grande. Nos hicieron sentar en unos bancos de madera, incómodos, junto a un par de suripantas callejeras muertas de frío y un borracho que dormía. Fueron tomando las filiaciones y la declaración. Cuando les tocó el turno a los mozalbetes, el más decidido de ellos, el rubio, exigió en voz alta e imperiosa que se telefonease al subjefe provincial y se le dijese que ellos estaban allí. «Pero ¿qué es lo que crees, mocoso?» Sin embargo, uno de los inspectores que nos habían detenido se apresuró a telefonear mientras seguían los trámites. Pasó algún tiempo: de repente irrumpió en el local, vestido de uniforme y envuelto en un capote manta, el requerido subjefe, al que acompañaba su guardia, dos mocetones armados de pistolas muy visibles. No se dignó saludar. «¿Qué coño pasa?», preguntó sin dirigirse a nadie. Y antes de que le respondieran, se aproximó a los mozalbetes y dijo: «De estos dos respondo yo. Me los llevo.» Yo esperaba que alguien se opusiese, pero en aquel momento se oyó un grito desgarrador del señor Baldomir: «¡Mi vademécum! ¡Perdí mi vademécum!» «Le quedó en casa de Flora, señor Baldomir, no se apure.» Pero él ya había salido, ante el estupor de los policías. «¡Síganle y deténganle, y si hace falta, disparen!», dijo el de más autoridad, el del bigote recortado; pero yo me interpuse: «Señor inspector, respondo de que el señor Baldomir regresará a la comisaría cuando encuentre lo perdido.» ¡Nada menos que el poema Patita, en aleluyas! «¡Si no regresa, irá usted a la cárcel, señor Freijomil!» «De acuerdo, señor inspector.» Aún no había terminado el interrogatorio, cuando Baldomir apareció, sudoroso, con el sombrero y el vademécum en la mano. «¡Lo encontré, lo encontré, estaba allí!» El subjefe provincial se había ido con los dos mozalbetes, casi cobijándolos bajo su amplio capote, sin que nadie chistase: si bien el del bigote, cuando el subjefe hubo marchado, ordenó en voz muy alta: «Ambrosio, levante acta, y que todos estos señores firmen como testigos.» No sólo firmamos nosotros, sino las esquineras y el borracho, a quien se despertó. Yo creo que pasamos allí cosa de hora y media. Se nos dijo: «Pueden ustedes marchar, pero ya saben que quedan a disposición del juzgado que se encargue del caso.» «¿De qué caso -preguntó alguien, creo que fue Roca- Porque ir a una casa de putas puede ser pecado, pero no delito.» «¡Márchese, márchese ya, tío imbécil! Ya se entenderá con el juez.» Yo regresé a casa de la Flora: la hallé derribada en un sofá, con una botella de aguardiente y una copa al lado. «¡Ya me salvó la vida otras veces, gracias a él y a la Virgen aún estoy aquí!» Le conté lo que había pasado. «A vosotros no os va a suceder nada, pero a mí, ya veréis.» Procuré tranquilizarla y le recomendé que se acostase. El cotarro de las putas se había alborotado, no hacían más que subir y bajar las escaleras, con abandono de sus obligaciones. Alguien gritaba en el salón de abajo: «¡A ver qué pasa, coña! ¡No hay derecho a tenerle a uno cachondo hora tras hora!» La Flora carecía de huelgos para ordenar aquel batiburrillo. «¡A joder, niñas, que para eso estáis!» Pero lo decía con voz mortecina. Encima de la mesa había un montón de dinero, monedas y billetes revueltos. Lo conté, se lo entregué a la Flora. «¡Anda, acuéstate!»
A MEDIA MAÑANA se presentó en mi casa aquel amigo que servía de intermediario entre el subjefe provincial y yo. Acababa de levantarme, no me había afeitado, estaba desayunando. Le hice pasar, lo invité a que me acompañase al menos con una taza de café. «¿No sabe lo que pasa?» «Todavía no hablé con nadie esta mañana.» «Un verdadero escándalo. Todo lo que sucedió anoche en casa de Flora no fue más que una trampa para cazar a nuestro amigo y acusarle de corruptor de menores. Esta mañana recibió un telegrama urgente con su destitución y la orden de presentarse en Madrid. Acababa de salir ahora mismo. Yo vengo de su parte a preguntarle si está dispuesto a declarar a su favor.» «Pues, ¡claro, hombre, no faltaba más!» No se hablaba de otra cosa en la ciudad, y hasta a algunos partidarios del régimen les había cabreado la conducta felona del gobernador. «Aquí va a suceder algo, créame. La gente anda excitada. Aunque lo que lamentan muchos es que se hayan acabado las reuniones. Porque, después de esto, a ver quién se atreve…» ¡Villavieja del Oro, famosa por sus tertulias intelectuales, la Atenas del noroeste! Según lo que aquel buen sujeto me fue informando, hacía muchos años que no se alcanzaba unanimidad semejante, allí, en Villavieja, famosa antaño por sus reacciones colectivas. «Porque aquí, amigo mío, en este pueblo, sin ponernos de acuerdo, todos pensábamos lo mismo.» Me contó dos o tres acontecimientos a los que la ciudad había respondido como un solo hombre, sin que nadie los moviese, y no como ahora, que había que sacar a la gente de casa casi a la fuerza para organizar una manifestación de cuatrocientas personas. «Villavieja ya no es lo que era… ¡Aquellas conferencias de los grandes maestros, que usted quizá recuerde! Y la gente que esperaba que lo que hacían ustedes fuese un punto de partida para una verdadera restauración… ¡Qué verdad es que el pasado no vuelve, por lo menos el bueno! Con esa originalidad de reunirse en una casa de putas… ¡A quién se le ocurre! Se comentaba en toda Galicia…»
Ya estaba casi para salir, cuando llegó al portal un muchachete que quería hablar conmigo: con mucha urgencia, con cierto dramatismo. Lo mandé pasar: «¡Que vaya usted en seguida a casa de la Flora, señor! ¡Que no tarde porque se está muriendo!» Le quise dar un par de perras, pero las rechazó. «Ya me pagaron ellas, señor, y me pagaron bastante.» Salí pitando. Me recibieron caras largas de putas desarregladas. «¡Que se nos muere, don Filomeno! ¡Mandó que le llevasen recado!» La Flora yacía en el lecho, una cama pequeña, de hierro negro, en una habitación llena de santos por las paredes, y uno grande, de bulto, encima de la cama. Respiraba con dificultad. Le cogí la mano y me miró: «¡Esta vez morro, meu rei! -dijo en gallego; y después de un esfuerzo añadió-: ¡Quero que me poñan unha crus ben grande na sepultura! Na cómoda están os cartos. Cólleos ti.» Rogué a una de sus pupilas que buscase al médico; pregunté a otra qué había sucedido. «Este papel, señor. Lo trajeron esta mañana.» Era una orden de cierre del local, firmada por el comisario de policía. «Al leerlo le dio el patatús, señor, un patatús muy grande y el aguardiente no le hizo nada.» La Flora estaba moribunda, no había duda. Su garganta emitía ronquidos entrecortados, las manos le temblaban, lo mismo le saltaba el pulso que desaparecía. «Ese médico, ¿no viene?» La tenía cogida, a la Flora, de las manos. Le decía palabras estúpidas, como: «Espera un poco, no te mueras aún, que va a venir el médico.» Cuando el médico llegó, la Flora ya había muerto, después de unos estertores breves y angustiosos. «Un ataque al corazón, no cabe duda», fue todo lo que dijo el doctor. Y se dispuso a certificar la defunción. Todas las pupilas de la Flora habían venido, algunas a medio vestir. Lloraban. «¿Y qué va a ser de nosotras?», clamaba la más joven de todas, aquella rubia gordita que se me había sentado en las rodillas una noche lejana. Las apacigüé como pude, busqué el dinero en la cómoda, lo conté delante de ellas: había unos miles de pesetas. «Todo lo que sobre de los gastos del entierro lo repartiré entre vosotras.» «¿Y los parientes? -preguntó una-. Porque ella tenía parientes en Celanova.» «¡Al carajo los parientes! -le respondieron-. ¡Para el caso que le hicieron!» Todas gritaban, todas tenían quehacer, todas querían echar una mano. Dispuse que dos fueran a la funeraria, y que las otras lavasen y amortajasen a la muerta con una sábana. «¡Con lo que a ella le hubiera gustado que la enterrasen con el hábito del Carmen!» La Flora debía de haber tenido un buen lío de Vírgenes en la cabeza: menos mal que todas se resumían en una. Pero en Villavieja no había carmelitas, de modo que no se halló manera de conseguir el hábito, y el cuerpo, ya huesudo, de la Flora acabó envuelto en la mejor de sus sábanas. ¡Quién sabe cuántos amantes habrían pasado por ella! Una sábana de holanda fina, con bordados, para cama de matrimonio. ¿Y no la habría bordado ella, de virgen, a la espera de un novio formal? En esto llegó el de la funeraria, un tipo hosco y despectivo, con algo de cura rebotado. Lo primero que dijo fue que había que pagar por adelantado, dadas las circunstancias del caso. Lo mandé sentar, le ofrecí una copa, me mostró distintas clases de entierro, que los llevaba en un folleto con los distintos precios. Elegí uno de los modestos. «¿Y de la sepultura?» También de eso se encargaba la funeraria, como del resto de los trámites. Muy bien. Echamos la cuenta, pagué, me dejó un recibo, y a la hora, o así, aparecieron tres o cuatro gandules enlutados, con los bártulos fúnebres, todo lo necesario para organizar un velatorio: los cirios, un Cristo horrible, de los hechos a troquel, negro y dorado de no sé qué metal. Lo trataban de cualquier modo, sonaba a hueco. Y todo lo hacían perezosamente, como cosa habitual. «¡Bota acá o Cristo!» Ya pasaba del mediodía cuando la Flora quedó instalada en su ataúd, conforme a las leyes y a los ritos, y, alrededor, sus antiguas pupilas, rezando el rosario las que sabían. La puerta de la calle estaba entreabierta, y, clavada con chinchetas a la madera, una papeleta de defunción, manuscrita por mí. RIP. Me fui a mi casa, almorcé melancólico, eché una siesta. Se había señalado el sepelio para el día siguiente, a las cinco. Aquella noche, antes de retirarme, me di una vuelta por el velorio. Habían acudido otras colegas, hasta quince mujeres, entre jóvenes y maduras, todas en torno a la finada. Un grupo de tres o cuatro rezaban. Otras, en voz como susurros, charlaban de sus cosas. Las demás, en un corro, junto a la puerta, contaban chistes verdes y los reían silenciosamente. A ninguna le faltaba la copa de anís o de aguardiente, pero ninguna se había emborrachado. Ya iba a marcharme cuando, de repente, no sé cuál de ellas empezó a gritar: «¡Ay, pobre Flora, qué pronto te llevó Dios! ¡Ay, pobre Flora, con el buen corazón que tenías! ¡Ay, pobre Flora! ¿Qué va a ser ahora de estas desgraciadas, que eran como tus hijas?» Las demás se fueron uniendo al planto. Las dejé gimiendo a todas, menos una, que iba de copa en copa, rellenándolas. Habían traído jacintos, o algo de mucho olor, y la habitación, a pesar del humo del tabaco, olía a flores. Di una vuelta por la noche lluviosa, entré en una taberna. Se comentaba que la Flora había muerto del susto que le dio un papel.
Amaneció un día de lluvia calma, menuda; un día oscuro en que la niebla del río se mezclaba a la lluvia. Los transeúntes, escasos, parecían fantasmas con paraguas. Un poco antes de las cinco llegué a casa de la Flora, a tiempo para ver cómo tapaban el ataúd, entre llantos y despedidas: llevaba un crucifijo modesto en las manos, un pañuelo amarillento le ataba la mandíbula, ya desencajada. Mientras la cubrían, se repetía el planto, ya en castellano, ya en gallego, según los gustos. Hasta la puerta de la Flora no podía llegar el automóvil fúnebre, porque en la calleja * no había espacio, de modo que quedó esperando, frente a la iglesia, a que condujesen, a hombros, el ataúd. Se habían buscado unos cuantos mozos voluntarios para aquel menester: ellos bajaron su carga hasta el portal, y allí mismo se organizó la comitiva: aquellas quince mujeres, tapadas con sus mantones, menos una, que llevaba un paraguas. Quedamos quietos, esperando la llegada del cura, pero el cura empezó a retrasarse, cinco minutos, diez. El conductor del automóvil fúnebre, fúnebre también, vino a preguntar lo que pasaba, y que si el cura tardaba, que se iba, porque había otro entierro a las seis. Habían transcurrido veinte minutos de espera, el grupo se cobijaba de la lluvia, las ventanas de la vecindad empezaban a abrirse, y asomaban caras curiosas, fisgonas, cuando llegó, muy apresurado, debajo de un paraguas enorme, el sacristán de la parroquia. «Que el entierro no puede celebrarse, que a la Flora no se la puede enterrar en sagrado. Lo prohiben los cánones.» Las mujeres hicieron corro alrededor del sacristán, empezaron las imprecaciones, los chillidos, alguien insultó al cura. «Entonces, ¿dónde quiere que la enterremos? ¿En un estercolero?» «Para estos casos está el cementerio civil.» «¿El cementerio civil? ¿Vamos a enterrar a esta cristiana entre zarzas y ortigas?» «Yo de eso no sé nada. Son los cánones.» «¡Es ese demonio de párroco, que no tiene piedad! ¡Pues buenas limosnas le tiene dado la Flora, que en paz descanse!» «Yo, con eso, nanay. Ni el párroco tampoco. Es cosa del obispado. ¡Como ella era una puta!» Se deshizo como pudo del corro deprecante, y se escurrió por la calleja, hacia arriba. Se reanudaron las lamentaciones, aunque de otro tono. El conductor del automóvil vino a decir que se iba. «¿Y qué hacemos ahora, Dios mío? ¿Qué hacemos ahora?» El agua les resbalaba por los mantones, les mojaba el rostro. Alguien sugirió la posibilidad de que la lluvia pudiera empapar a la muerta: trajeron una tela impermeable para cubrirla. «¿Y qué hacemos ahora, Dios mío? ¿Qué hacemos ahora?» Se dirigían a mí aquellas interrogaciones angustiadas, desesperadas. Se me ocurrió responder: «Adelante.» «¿Adelante, adónde, don Filomeno?» «¡A ninguna parte! ¡Por las calles, de paseo!» Los porteadores del ataúd echaron a andar, sin otra orden que mis palabras. Las mujeres se apiñaron detrás, y empezaron los rezos: «Ave María…» Un murmullo sordo y rítmico, pausado como la marcha del ataúd. Salimos de las callejas a calles más anchas. La gente preguntaba. «Es la Flora, señor, que no la quieren llevar al campo santo.» Y se unían al cortejo, el paraguas abierto… Un paraguas, tres, cinco, la calle del Alimón, la de las Tres Estrellas, la de Fuentes Piñeiro. Nos acercábamos a la calle Real. «No, por ahí no, todavía no.» Quince paraguas, veinte. «Ave María, llena eres de gracia…» «¡Señor, ten piedad de tu sierva Flora, que no halla tierra para su cuerpo!» Se habían encendido las luces de la ciudad, brillaban tenuemente los paraguas mojados. «¿Y adónde la llevan?» «No sabemos, señor, no sabemos.» Cuarenta y cinco paraguas. En la plaza de los Álamos se hizo un alto. Los porteadores necesitaban descansar. Surgieron voluntarios. «Nosotros la llevamos.» Dimos la vuelta a la plaza, dimos dos vueltas, salimos a la calle Real, por fin. Los comercios aún no habían cerrado, la gente se asomaba a los portales, se abrían las ventanas de los miradores, las vecinas se preguntaban de un lado al otro de la calle: gritaban porque la lluvia y la niebla apagaban las voces. «Una mujer de la vida, que no la dejan llevar al camposanto.» «¿Entonces? ¿Adónde van a llevarla?» Sesenta y cinco paraguas…
A la mitad de la calle Real llegó muy apurado uno del ayuntamiento. «¡Que se retiren inmediatamente, que la lleven al cementerio civil!» «¿Por qué no lleva usted a su madre?», le respondió una de las envueltas en el mantón, la cara oculta, y el enviado del ayuntamiento se escabulló. Un poco más adelante, cuatro guardias municipales quisieron impedir el paso. «¡Atrás, atrás! ¡Iros por otras calles! ¡No se puede interrumpir el tráfico!» Siguieron adelante. Los guardias se vieron arrollados y desaparecieron. «¡Señor, ten piedad de tu sierva Flora! ¡Virgen Santísima, acógela en tu seno!» Ochenta paraguas. Los comercios cerraban las puertas. La gente se sumaba al cortejo: silenciosa, los paraguas abiertos, algunos fumaban. «Es la Flora, que se murió ayer y no dejan enterrarla en sagrado.» Mucho más de cien paraguas.
La calle de los Cuatro Cantos, la Frouxeira; la Cuesta de Panaderas era tan pina que los porteadores se detuvieron para cobrar huelgos, y un espontáneo entró en una taberna y trajo vino. «¡Dios tenga misericordia de ti! ¡Que la Virgen te acoja en su sagrado seno!» La cuesta abajo era más pina todavía, y hubo que remudar a los porteadores, que ya no podían más. La plaza de la Fuente, el Corrillo de las Monjas, el callejón de San Amaro… Por las calles estrechas, el grupo se alargaba, iban de dos en dos, como una interminable serpiente de paraguas. En los espacios anchos marchaban de ocho en fondo, como un desfile de soldados, pero lento: se oía el rumor rítmico, a veces chasqueante, de los zapatos contra el suelo mojado. La lluvia continuaba igual, pero la niebla del río se había espesado, las luces del alumbrado apenas la penetraban. Ya no brillaban los cientos de paraguas. «Padre nuestro…»
En el cruce de las Tres Calles se había apostado un funcionario del gobierno con dos guardias civiles, encapotados de negro, los tricornios de hule resbalándoles el agua. El funcionario abrió los brazos, la comitiva se detuvo. «¡Están ustedes incurriendo en un delito contra el orden público!» «¿Y qué quiere que hagamos, señor, con este cuerpo?», preguntó de entre el corro de mujeres una voz anónima. «¡Llévenla al cementerio civil, que para eso está!» «¡Señor, queremos tierra santa para esta mujer!» «¡Sí, queremos tierra santa!» «¿Qué más da una tierra que otra?» «¡Ay, señor, qué blasfemia!»
Fue otra voz, salida del mismo grupo, una voz rota, la que gritó: «¡Terra santa para esta muller! ¡Terra santa!» Lo repitieron tres, cuatro voces próximas. Y como una oleada a la vez suplicante e imperiosa, el grito se transmitía hasta el final de la calle, hasta el último de la muchedumbre: «¡Terra santa! ¡Terra santa para esta muller! ¡Terra santa!»
Como una voz que saliera de la tierra, como si la tierra misma se pusiera a clamar con palabras roncas, mojadas por la lluvia: «¡Terra santa! ¡Terra santa para esta muller! ¡Terra santa!»
«La autoridad declina toda la responsabilidad de lo que pase», gritó el representante del gobierno civil, pero nadie lo escuchó. Se escurrió por una calle lateral, seguido de los guardias. El cortejo, entretanto, había incrementado el número de paraguas. Debían de ser ya las nueve y media. Volvieron a caminar, silenciosos: se escuchaba, eso sí, el roce rítmico de los pies contra las losas mojadas de la calle. Delante del ataúd marchaban niños, como delante de un regimiento que desfila. Cada vez que se detenían los porteadores a descansar, se repetía el grito, unánime, sordo: «¡Terra santa! ¡Terra santa para esta muller! ¡Terra santa!»
En la calle del Gato, en la travesía de las Madres Capuchinas, en el paseo de Calvo Sotelo… Eran las diez. ¿Cuántos ya los paraguas? ¿Cuántas voces clamantes? Desembocamos en la plazoleta frente al palacio episcopal. A un lado quedaba la catedral; al otro, mi casa. En el segundo piso se encendieron luces, se abrió una ventana, mujeres con pañuelos a la cabeza curiosearon. «Y ahora ¿qué vamos a hacer?» Las ventanas del palacio permanecían cerradas. Ni una luz, ni siquiera en las buhardillas. «¡Terra santa!» Por el postigo del portón salió un clérigo joven. «¡Váyanse, váyanse! ¡El obispo no puede hacer nada! ¡Es exigencia de la autoridad civil!» Se escurrió y cerró el postigo. «¡Terra santa!», ahora sin largas pausas, un clamor sobre otro, más gente. «¡Dios mío, aquí va a pasar algo!» «¿Y si sacan la guardia a la calle?» «¡No quiero ni pensarlo!» «¡Tierra santa!», cada vez más roncas las voces, cada vez más exigentes y desafiadoras. La gente no cabía en la plazuela: se desparramaba calle abajo, se perdía por los aledaños. Y aquella voz unánime resonaba por toda la ciudad, como los tambores de la procesión de Viernes Santo. Habían dejado en el suelo el ataúd de la Flora, justo debajo del balcón del obispo. Los porteadores, arrimados a la pared, echaban unos pitillos. Se había formado alrededor un corro de mujeres con mantones que rezaban. Y cada vez más niebla, metida por los entresijos de la lluvia inmutable.
Se abrió el postigo, salió otra vez el cura joven, llegó como pudo hasta una puertecilla de la catedral, la abrió con una llave enorme y, unos minutos después, reapareció, revestido de sobrepelliz y estola, con el caldero de agua bendita en una mano y el hisopo en la otra. «¿Hay alguien que sepa de sacristán?», preguntó y la pregunta se repitió, recorrió la muchedumbre, hasta que alguien gritó, allá abajo: «¡Yo sé de sacristán!» El clérigo esperó la llegada de un hombre que se abría paso. «¿Usted sabe responderme?» «Sí, señor cura.» «¡Van a echarle el goro-gori!», se susurró de una persona a otra, de un grupo a otro; se hizo el silencio poco a poco. Entonces, el cura comenzó sus latines, en voz alta, para que todo el mundo lo oyese. El paternoster lo rezaron todos, un paternoster íntimo y a la vez triunfal. «¡Hala, ya pueden llevarla al camposanto!» Se retiró por el postigo el cura joven; se oyó el ruido de los cerrojos. «¿Y ahora?» «Al camposanto, ya lo dijo.» La gente empezó a moverse, el féretro delante, ya sin chiquillos. Por callejas, descampadas, a oscuras, chapoteando en el fango. «¡Cuidado no tropecéis y vayáis a caer con la caja!» «¡Que vaya alguien delante y avise!» «¡Cuidado, que aquí hay un charco!» Yo iba casi al principio, las colegas de la Flora me precedían. Noté que alguien se instalaba a mi lado, un cura muy rebozado en el manteo, la teja calada, con el paraguas abierto. No le podía ver la cara, ni siquiera los ojos, que, a veces, me miraban. Sí, me miraban sin que yo pudiera verlos. Pero una vez que di un traspié me agarró. «¡Gracias!» La gente que seguía el ataúd iba disminuyendo: éramos pocos al llegar al cementerio, donde otro cura esperaba, ya revestido, con aire de disgusto y de cansancio. Dos enterradores, con faroles, refunfuñaban: «¡Mira que sacalo a un de casa, a estas horas, pra enterrar a unha puta!» Nos ordenamos por las veredas encharcadas del cementerio. La tumba estaba abierta, la habían cavado aquella misma mañana, tenía un palmo de agua en el fondo. Habían colocado las farolas en las esquinas, en diagonal: aquellas luces escasas iluminaban hasta la cintura al corro de los presentes. Todos se dieron prisa: el cura, los sepultureros. Sobre el ataúd de la Flora, despojado del Cristo de la tapa, cayeron paletadas de barro. «¡Pobriña, qué noite vai pasar con tanta chuva!» La gente se marchó tras de las luces; yo el último, con el clérigo desconocido. Lo identifiqué cuando, saliendo del cementerio, me dirigió la palabra. «Usted es el autor de todo esto, ¿verdad?» «¿Por qué yo, don Braulio? Fue un movimiento espontáneo. Yo diría un acto de caridad colectiva.» «Usted debería saber que los cánones prohiben dar sepultura cristiana a una proxeneta muerta en el ejercicio de su profesión, si no se ha confesado o dado muestras públicas de arrepentimiento. Usted ha obligado a claudicar a la Iglesia.» «Yo no entiendo de cánones, don Braulio, y no creo que sea para tanto…» «Mucho me temo que le costará trabajo convencer a los que le exijan responsabilidades.» Nos íbamos acercando a la ciudad. La casa de la Flora no nos quedaba lejos. «¿Le importaría, don Braulio, desviarse nada más que unos minutos y acompañarme?» «¿Adónde quiere llevarme?» «Diga si viene o no.» No dijo nada, pero siguió conmigo. Las pupilas de la Flora ya habían llegado, ajetreaban en sus baúles porque la que más y la que menos había hallado acomodo. «Espéreme, don Braulio, sólo un instante.» Entré, les pedí que se ocultaran. Llevé a don Braulio hasta la habitación donde había muerto la Flora. No tuve que explicarle nada. Don Braulio recorrió con la mirada las paredes, la detuvo en este o en aquel santo… «Sí, la fe no le faltaba.» Salimos a la calle sin decir nada. Nos despedimos al llegar a la plaza.
VINO un SEÑOR MUY ESTIRADO, de rostro inmóvil y voz monótona, con acento de más allá de los puertos, a preguntar por mí: tenía orden de conducirme al gobierno civil. Lo mandé pasar. «¿Quiere usted esperar a que me vista, o necesita presenciar cómo lo hago?» «Confío, señor, en que no cometa el error de escaparse.» «Escaparme, ¿por qué?» Se me ocurrió que a una convocatoria como aquélla debía acudir de punta en blanco, y me atreví a encasquetarme uno de los trajes que mi rival y amigo en elegancia local, el señor Tormo, me había prohibido. ¡No creí que me lo fuera a tropezar! El tiempo mayor lo consumí en la elección de la corbata: necesitaba hallar una que fuese al mismo tiempo elegante y agresiva, y tuve que renunciar porque elegantes había varias, aunque todas de la mayor placidez. «¡Qué lástima!» El funcionario estirado me condujo hasta un coche oficial que esperaba frente a mi puerta. ¿Habían tenido aquel detalle conmigo por discreción o por decoro? El funcionario no dijo una sola palabra mientras duró el trayecto, que no era largo. Yo miraba por la ventanilla; él, a un lugar indeterminado en el sentido de su nariz. Me hicieron esperar en una sala vacía durante un cuarto de hora. Un ujier vino a rogarme que le siguiese: respetuoso, pero serio. ¡Dios, qué serio era todo el mundo allí! Me hallé en un despacho grande, suntuoso y anticuado, solemne sin prestancia, pura retórica de alfombras, de cortinas, de retratos, de símbolos políticos. Detrás de una mesa me esperaba un sujeto cuya importancia se descubría nada más que mirarlo; un cincuentón bien conservado, el cabello y los bigotes a lo militar, vestido de azul, corbata gris. No se levantó, y yo me quedé a la puerta, más bien arrimado a ella, porque la habían cerrado; de pie, con el abrigo puesto y el sombrero en la mano. Le di los buenos días, a aquel señor, no sé con qué palabras, supongo que con las más sencillas, pero no me moví hasta que me ordenó: «Acérquese», con la voz con la que deben hablar los autómatas autoritarios. Lo hice, espero que con seguridad, aunque sin intención ofensiva ni altanera, ni en modo alguno desafiante. Llegué hasta el borde mismo de la mesa, me detuve, lo miré como si le preguntase: «¿Qué hago ahora?» No me mandó sentar, ni quitarme el abrigo, ni aun dejar el sombrero. La situación comenzaba a ser la de un reo ante el juez: mirada como aquélla únicamente es posible en los rangos inferiores al mismo Jehová, pero era una mirada de imitación, o de segunda mano, según el texto de cualquier ordenanza ignorada. «¿Es usted Filomeno Freijomil?» «Sí, señor.» «¿El mismo que organizó el escándalo de ayer?» «No, señor.» «¿Cómo se atreve a negarlo? Tengo testigos.» «Lo siento por los testigos, señor, pero yo no organicé nada, ni nadie lo organizó. Fue una respuesta espontánea y popular a una situación injusta.» «¿Quién es usted, quién es la gente para juzgar si una situación es justa o no?» «Supongo, señor, que muchos conservamos todavía la capacidad de opinar y de mantener puntos de vista propios acerca de lo que pasa en el mundo. ¡Vamos, eso creo!» No me retrucó de pronto. No contaba, seguramente, con mi actitud tranquila, con mis respuestas razonables. ¿Esperaba causarme miedo, nada más que con la agresividad de sus bigotes? Se levantó, e inmediatamente, al verlo de pie, corregí mi primera impresión: no tenía de militar, al menos de militar profesional, más que el bigote y el corte de cabello, y aquella expresión dura de la cara; pero el cuerpo era fofo, indisciplinado, y el traje, pese a sus pretensiones, le venía ancho. Se le adivinaba un largo pasado burocrático, y esa envidia por los militares de los que no saben mandar del todo. La pregunta que me hizo fue para salir del paso: «¿Necesita usted que comparezca un testigo del escándalo de ayer?» «En modo alguno, señor. Yo lo presencié desde el principio hasta el fin, y no creo que haya sido un escándalo, sino sólo un sepelio un poco ruidoso.» «Eso, no es usted quien tiene que definirlo.» «Acabo de decirle, señor, que tengo mi opinión y mi punto de vista.» «Pero aquí la que prevalece es la mía.» Me encogí de hombros. «Está usted en su casa, señor, y manda en ella. Pero yo no pertenezco al servicio, perdón, al funcionariado. Yo soy ciudadano libre y acostumbro a pensar por mi cuenta, y si mi pensamiento disiente del de otro, a discutirlo.» «¿Sugiere usted que quiere discutir conmigo el que lo de ayer haya sido o no un escándalo?» «Yo no sugiero nada, pero no me negaría.» «¿Sabe usted quién soy yo?» «No hemos sido presentados.» Quedó quieto, envarado, encima de la alfombra. «Soy el gobernador civil -y antes de que pudiera responderle añadió-: Soy el gobernador civil y puedo meterle en la cárcel ahora mismo, sin más explicaciones.» «Si usted es el gobernador civil, no lo dudo.» Nos quedamos mirándonos. Hacía mucho calor en aquel despacho. «¿Puedo quitarme el abrigo, señor? Empiezo a sofocarme.» «Quíteselo y déjelo donde quiera.» Me lo quité, lo doblé cuidadosamente, busqué sitio donde dejarlo, me decidí por una silla forrada de terciopelo rojo, una silla entre otras. «Con su permiso.»
El gobernador había vuelto a sentarse y, cuando regresé a la mesa, me dijo: «Siéntese, si quiere.» Ocupé una de las dos sillas que había frente a él, mesa por medio, y esperé. «Señor Freijomil, desde su llegada a Villavieja se ha hecho usted sospechoso a las gentes de orden. En primer lugar, porque todo el mundo esperaba de usted un comportamiento distinto, una conducta de caballero educado y no de señorito golfante. Claro está que yo no puedo meterme en si frecuenta o no los prostíbulos, pero sí en el mal ejemplo de su figura pública, que no corresponde a un hombre correcto y responsable. Pronto se le vio a usted formar en las filas de los enemigos del régimen, de esos chiquilicuatros comunistas que vociferan en los cafés y que manifiestan su hostilidad con el pretexto de la cultura. No tengo por qué ocultarle que pedí informes de usted a la policía portuguesa, y eso fue lo que me detuvo.» Abrió un cajón y sacó unos folios cosidos. «Me detuvo, pero no definitivamente. De este informe se deduce que usted no es un revolucionario, ni siquiera un rojo declarado, sino un periodista de cierta fama que actuó de corresponsal de guerra en Inglaterra. ¿Por qué lo ocultó usted? Eso aquí no lo sabía nadie.» «En primer lugar, señor gobernador, yo no tengo por qué ir contando a todo el mundo lo que fui y lo que hice. En segundo lugar…» Alzó la mano y me detuvo. «No siga. Estaba yo en el uso de la palabra.» «Perdón.» Volvió a abrir el cajón y sacó de él un libro. Me lo pasó. «¿Conoce usted eso?» Tenía delante de mí el libro de mis crónicas de guerra, firmado por Ademar de Alemcastre, recién publicado: aún olía a tinta. No lo había visto todavía, no sabía que lo hubieran editado ya. Lo examiné cuidadosamente, sin disimular mi complacencia; se lo devolví. «Ese libro es mío. No lo había visto aún. Debe haberse publicado recientemente.» «Sí. Lo he recibido de la policía portuguesa hace pocos días, los necesarios para haber tenido tiempo de leerlo. Supongo que será un buen libro, pero, desde nuestro punto de vista, contiene el elogio permanente de nuestros enemigos.» Le miré con estupor: en mi mirada iba una interrogación. «Sí, señor Freijomil, el elogio de los ingleses. Un español decente no puede elogiarlos aunque sean elogiables. Su actitud para nosotros ha sido, desde el principio de la guerra, hostil. Lo fue durante siglos. Pudo usted haber sido corresponsal de guerra en Berlín, y narrar las heroicidades alemanas en el frente del este, o sus triunfos en el del oeste. Los nazis eran nuestros amigos.» «Pero no los míos, señor. Por mil razones.» «Que a mí no me interesan, porque dispongo de las mías en contra. Tenga usted en cuenta que yo soy abogado y conozco las argucias del pensamiento para defender lo indefendible. No me apetece oírle.» «En ese caso, señor, ¿a qué seguir hablando? Usted manda, yo tengo que resignarme a obedecer.» «Es que yo, señor Freijomil, desearía llegar con usted a un compromiso. Desearía…, ¿cómo podría decírselo?, traerle a usted a nuestro bando.» «No lo veo fácil, señor, pero no me niego a escucharle.» Se removió en el sillón, sacó de no sé dónde una caja grande de puros, la abrió, me la tendió. «Sé que usted fuma. Son unos buenos cigarros, traídos de La Habana. Escoja uno. -Y como yo vacilase añadió-: Fumar un cigarro conmigo no le compromete a nada.» «Es cierto…, en cierto modo.» Cogí uno al azar: eran unos puros grandes, bonitos, de buen perfume, de vitola acreditada. «Cada cual tiene sus pequeñas debilidades, y yo puedo permitirme ésta. No es un vicio inconfesable.» Los encendió, el suyo y el mío, conforme a los ritos, y, antes de seguir hablando, intercaló unas cuantas bocanadas. «¿Verdad que es excelente?» «Me lo parece, aunque yo no sea un buen juez.» «De lo mejor que va quedando en Cuba…»
No parecía encontrar fácilmente las palabras oportunas. Llegó a preguntarme si quería beber algo. «También tengo un buen whisky, aunque eso no será ortodoxo; pero si el buen whisky es el inglés, ¿por qué vamos a prescindir de él? Aunque sea enemigo de Inglaterra, no dejo de admirar la habilidad de sus políticos. Churchill, pongamos por caso… ¿Le ha conocido usted, por casualidad?»
«No era muy fácil, señor gobernador, llegar hasta él. Le vi de lejos, más de una vez. Pero de lejos, insisto…» «Yo tampoco vi a Franco más que de lejos.» Lo dijo con cierta amargura que no excluía la esperanza, como quedó en seguida claro. «Pero cualquier día vendrá por aquí y tendré el inmenso honor de saludarlo. ¿Usted lo vio alguna vez?» «Tampoco tuve ocasión.» «¿Se dedicó, por lo menos, a estudiar su figura?» «No me fue fácil.» «No se trata ya de su categoría militar, de gran estratega. Los civiles no solemos entender de eso. Yo le juzgo sólo como político, y le aseguro que, desde Felipe II, nadie ha habido en España como él.» «Le advierto, señor gobernador, que no admiro a Felipe II.» Me miró extrañado. «Pero ¿es posible? Según lo que llevo leído de usted, no ignora la historia.» «Probablemente la conozco de una manera distinta a la de usted. Conozco, digamos, otra historia.» «Ahí empiezan nuestras divergencias, señor Freijomil, ¡quién lo iba a decir! Si usted ha estudiado nuestra historia desde Francia o desde Inglaterra, es natural que no esté conforme con Felipe II. Pero cada país tiene un modo de entenderse a sí mismo, y todos los ciudadanos deben compartirlo. Según esto…» «Según esto, señor gobernador, es inútil que sigamos hablando. No vamos a ponernos de acuerdo. En lo que yo no creo, precisamente; lo que yo rechazo es la versión que cada país da de su propia historia. Y como ahora tratamos de la española…» «Tiene razón. Es un escollo grave.» No sé si dudó en seguir adelante: fuera lo que fuese, se decidió: «Señor Freijomil, seguramente no ignora la clase de Estado en que vive, el que queremos construir y perfeccionar entre unos cuantos, es un Estado compacto, sin fisuras, un Estado del que, por definición, queda excluida toda disidencia. El tradicional español, en una palabra. Y la primera y más importante disidencia comienza por el pensamiento. Existe una declaración de principios. Como si dijéramos, el trazado de unos límites que no deben ser rebasados ni por el pensamiento ni por la acción. Esos principios son indiscutibles, como lo es la realidad del mando único. Pensar dentro de ese sistema, esclarecerlo, enriquecerlo, no sólo es legítimo, sino una manera de obedecer.» Me entretuve en sacudir la ceniza del cigarro, que había crecido y amenazaba caer encima de la alfombra. «Señor gobernador, hace ya bastante tiempo, allá por los años treinta y tantos, me entretuve en estudiar la realidad del Estado totalitario. Lo que usted me está explicando coincide exactamente con lo que yo aprendí: "Una patria, un führer", ¿no es así?» «Sí, es así. ¿Y qué?» «Señor gobernador, no he cambiado desde aquellos años. Sigo siendo liberal, y no veo posible dejar de serlo.» «¿Por qué? El liberalismo está muerto y pasado de moda, aunque los que creen haber ganado la guerra se proclaman liberales.» «Unos, sí, y otros, no, claro. Rusia no es liberal.» «¿Es usted amigo de Rusia?» «No tengo razones para ser enemigo, aunque su sistema de gobierno no me guste.» Se remegió en el asiento, dejó el cigarro en el cenicero, me miró severamente… «Señor Freijomil, tiene usted razón. Entre nosotros no hay entendimiento posible. Pensaba, como le dije, proponerle un arreglo, una especie de tratado de paz.» «En unas condiciones inaceptables para mí, ¿no?» «¿A qué llama usted condiciones aceptables?» «A las que se derivan de un tratado de paz, es decir, a dejarme en paz.» «¿Para que me organice usted tumultos como el de ayer? ¿Para qué quiere que le deje en paz? Comprenda que no es posible. Y lo que voy a proponerle es más liviano de lo que pensaba cuando usted llegó aquí, pero, para que vea que puedo permitirme el lujo de ser sincero, voy a decirle las razones. Si yo le multase a usted, si le procesase por un delito de orden público, en seguida sus colegas, los periodistas extranjeros, lo achacarían a la intolerancia del régimen, no a la mía propia. No quiero causar perjuicios al Estado que defiendo, no quiero echar leña al fuego. "Periodista perseguido por el franquismo." No les daré ese gusto. Por lo tanto, mi última oferta es que se vaya. No es que le eche de la ciudad, pero sí le aseguro que si se queda, le haré la vida imposible con todas las pequeñeces que están a mi alcance, que son muchas.» Se levantó muy serio, muy estirado. «A usted le toca escoger.» Me levanté también. «Me iré, naturalmente. Como buen liberal, soy hombre que apetece la vida cómoda. ¿Cuántos días me da para preparar la marcha?» «¿Cuántos necesita?» «Pongamos diez.» Miró un calendario de sobremesa. «Hoy es jueves. El sábado de la semana próxima tiene usted que estar fuera del país.» No dijo más. Quedamos mirándonos. «¿Y ahora?» «Ahora váyase.»
No me tendió la mano. Recogí mi abrigo y mi sombrero. Desde la puerta recité la despedida que nos habían enseñado desde la infancia: «Usted lo pase bien.» Creo haber añadido una leve, aunque suficiente, inclinación de cabeza. No me respondió. Me hallé en medio de la plaza, contemplado por los guardias de la entrada, inútilmente elegante, y con el paraguas abierto, porque empezaba a llover. Me estorbaba el cigarro, a medio consumir: busqué el barro de una esquina para tirarlo.
ESTOY EN EL PAZO MIÑOTO. ¿Adónde iba a ir, si no? Me hubiera gustado pasar un tiempo en el Mediterráneo, que no conozco, que me atrae, que me gustaría escrutar, pero, a cualquier lugar que fuera, me harían la vida imposible mediante esas pequeñeces imperceptibles que están al alcance de cualquier gobernador. No me costó mucho tiempo decidirme: cogí mis bártulos y me vine. Entre mis bártulos figuraban dos camiones cargados de todo aquello de mi casa cuya pertenencia consideré que excedía lo meramente jurídico: muebles y objetos que me traían recuerdos o que debía conservar por respeto al pasado. Con ellos alhajé dos salones del pazo miñoto, los que ahora llamamos los salones gallegos. Mis bienes de Villavieja, y todo lo que constituía el patrimonio de mi padre, se los legué a la hija de Belinha, jurídicamente bien amarrado, en un documento en que comenzaba por reconocerla como hermana. Un día volverá de las tierras remotas en donde vive y se hallará propietaria de viejas piedras solemnes y de algún dinerito que no le vendrá mal. Aunque esto del dinero, ahora, es una de las cosas menos seguras de este mundo. Por fortuna, mi abogado de Villa-vieja lo tiene todo bien colocado, y por grandes que sean los cambios, algo quedará para aquella niña, ahora ya no lo es, que me miraba con sus grandes ojos africanos. No creo que nadie haya lamentado mi marcha, salvo mis dos poetas amigos, el satírico Roca y el heroico-cosmológico Baldomir. Celebré con ellos una cena de despedida que intenté fuese alegre, pero que quedó en melancólica. «Con usted, señor Freijomil, se nos va toda esperanza.» «No se pongan así, amigos. Las cosas no son eternas, pero tampoco las situaciones.» «Ni los hombres, señor Freijomil. Que esto cambiará un día, ¿quién lo duda? Lo que dudo es que lo veamos nosotros.» «Pues no hay más remedio que hacer frente a la realidad. Usted, Roca, con sus romances, y usted, Baldomir, a ver si termina de una vez ese capítulo del origen del cosmos.» «¡Es un capítulo imposible, señor Freijomil! La ciencia avanza cada día, y no sabemos lo que dirá mañana. Además, le confieso que cada vez tengo más dificultades con esas palabras nuevas que ahora se usan. No les encuentro consonante.»
Va bien el negocio de las vacas, aunque no falten dificultades y complicaciones. Mi maestro tiene un sentido muy agudo de la justicia social, y aunque no haya llegado a organizar ninguna clase de explotación colectiva, sí por lo menos aumentó el sueldo de nuestros peones, hasta el punto de suscitar desconfianzas y protestas de los propietarios vecinos. Recibió la orden oficial de atenerse a lo acostumbrado en la comarca, y como él lo considera insuficiente, cada tres o cuatro meses inventa una manera nueva de resarcir a nuestros trabajadores de lo que, en justicia, cree que debe pagarles. Contra los regalos que les hace, en especie, y contra otras facilidades que les da, los vecinos no pueden protestar, aunque no dejen de mirarlo mal y de decir que se ha vuelto comunista. ¡Palabra peligrosa tanto aquí como en España! La única manera válida hasta ahora de librarse de ella es ir a misa los domingos. La miss tiene que quedarse en casa, porque sigue siendo protestante, aunque no crea en nada.
He vuelto a colaborar en el periódico lisboeta. ¿Cómo iba a evitarlo? El éxito de mis crónicas de guerra me ha colocado entre los primeros de la profesión, aunque pueda confesar ante mí mismo que no me entusiasma demasiado: ser un periodista famoso cuando se pretendió, en cierto momento, ser un gran poeta: no es compensación suficiente, sobre todo cuando pienso que la sustancia de estos cientos de páginas que llevo escritas podía caber en un soneto. Sin embargo escribir como antes, crónicas pesimistas sobre la marcha del mundo, me entretiene y me permite llenar las largas horas de la tarde. Esta idea de escribir mis memorias me surgió de pronto, casi al llegar aquí, y recobrar entero el mundo de mis recuerdos. Se me amontonaban, me desvelaban, llegaba a oír, casi a ver, a las personas que de un modo u otro habían estado cerca de mí, desde Belinha hasta la Flora, y pensé que encorsetándolas en palabras me libraría de ellas. Creo haberlo conseguido, y lo considero el premio de tantas veladas encima del papel, en el rincón de mi salita, mientras fuera el viento bruaba en los grandes eucaliptos. Aquella música la conocía desde la infancia, me había acunado muchas noches, me había ayudado a dormir cuando un dolor me desvelaba. Alguna vez pensé que estas memorias deberían repetir el ritmo de los vientos, pero el viento excede siempre el ritmo racional de la palabra, es veleidoso e imprevisible, nada puede imitarlo. Cuando sopla fuerte encima de mi ventana, dejo de escribir y escucho. Muchas veces me impidió continuar escribiendo; se me metía en el alma, aventaba las imágenes y las palabras, me dejaba sin poder. Tenía que dejarlo para el día siguiente, cuándo en el suelo del jardín yacían arrancadas de las ramas camelias rojas y blancas. Y si ese día traía lluvia mansa o furiosa, me era más fácil recogerme después de haber cenado, tumbarme a recordar, escribir luego. El trato con los recuerdos no es fácil. Van y vienen como quieren, según su ley, fuera de nuestra voluntad, y hay que agarrarlos, dejarlos quietos, mientras se meten en las palabras; soltarlos luego para que acudan otros. De todas suertes, son indóciles, los recuerdos, son inclasificables e indomeñables. A veces aparecen coloreados; otras, oyes cómo repiten las palabras dichas hace veinte años, y no las importantes, sino cualesquiera, palabras sin valor que, no se sabe por qué, se quedaron ahí, mientras que las graves, las trascendentes, las felices, se han borrado para siempre. Es necesario especular; suspender la escritura y preguntarse: ¿Qué dije, qué me dijo, en aquella ocasión? Unas veces se acierta; otras, sólo aproximadamente; algunas transcriben un diálogo que pudo ser así, pero que nunca se sabrá cómo fue. Escribir las memorias tiene su parecido con escribir una novela, más de lo que conviene. Sí, los hechos, en su conjunto, son los mismos; pero ¿quién sería capaz de recordar y describir en todos sus detalles aquella tarde de otoño que terminó en el bosque de Vincennes? Con ser uno de mis recuerdos insistentes, los días, a su paso, le van robando matices, y me lo represento borroso. Y para recordar a Clelia, tengo que contemplar su fotografía, aquella tan pequeña arrancada al carné de conducir.
A pesar de todo, a pesar del tiempo que me lleva el cuidado de mis vacas, a las que entrego las mañanas enteras (he tenido que aprender a montar a caballo), cada vez duele más la soledad, con esa sensación de ausencia dolorosa que permanece en el corazón que ha sufrido. Quiero decir, la falta de una mujer. La soledad de esta clase no se siente lo mismo a los veinticinco años que a los treinta y tantos que tengo yo. Cuando se es joven, la carne tira, y dejarla tranquila es un modo fácil de sentirse acompañado: se fue, pero volverá. La ausencia es esperanza. A la edad que tengo ahora, la carne cuenta menos: no acucia, no domina, ya no llega a cegarnos, aunque haya oído contar que más tarde regresa con violencia. Pero si la sangre está tranquila, el hombre está más inquieto. ¡Trance difícil éste en la vida de un solitario! «Ademar, ¿por qué no buscas una chica?», me pregunta la miss, que me observa. ¿Cuántos años lleva preguntándomelo? Yo me encojo de hombros. «¡Es una lástima que aquello de María de Fátima se hubiera estropeado! Claro que entonces era una niña con la cabeza llena de viento. Pero hoy es otra mujer.»
La miss ya no me da sus cartas a leer, como antes: probablemente su sintaxis le resulta ya más familiar. Pero de vez en cuando me trae noticias. Ya sé que María de Fátima pasó malas rachas, que volver a Portugal es la meta de su redención. ¿Estaré yo todavía en esa meta? Pienso que sí, y no es por vanidad: interpreto que sus relaciones continuadas, regulares, con la miss, no tienen otro sentido. Ella es ya otra mujer, yo ya soy otro hombre. «Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos», escribió un gran poeta. «Entonces», en aquel entonces no nos habíamos entendido. ¿Cómo serían ahora nuestras relaciones? Todo depende de la imagen que cada uno se haya hecho del otro. El tiempo borra unas cosas, otras las deja en pie, con más relieve. Para mí, la figura de María de Fátima no ha cambiado, y la imagino cimbreante, prodigiosamente esbelta, pero no puedo olvidar tampoco su mirada fría. Ahora debe de tener veintisiete años, ya no es la niña rica que cree que todo el mundo es suyo y que puede rehacerlo a su gusto. El sufrimiento le habrá bajado los humos, le habrá ablandado la mirada, y lo más probable es que también haya dejado huellas en su cara. ¿Se habrá enamorado alguna vez? Existen modos de amor que llamaría supernumerarios: flotan encima de un amor profundo, invariable. Pero, es curioso, esos amores superficiales son lo real, mientras que ese otro, el profundo, es el que se idealiza, que es lo mismo que desrealizarlo. ¿Le habrá sucedido así conmigo, a María de Fátima? Yo no la he idealizado. Admito, en mis meditaciones, que haya perdido belleza y esbeltez. No le doy importancia. María de Fátima fue la mujer más bonita que pasó por mi vida, no la que más amé, aunque pueda llegar a amarla más que a cualquiera de las otras. He aprendido que se ama a las personas, no a su belleza, o no sólo a su belleza. Ursula no era tan bonita como María de Fátima, ni tampoco lo era Clelia. Que la persona sea atractiva basta para que la relación carnal sea feliz. Sí, estoy en la mejor disposición de ánimo para amar a María de Fátima.
Las cosas en este mundo no marchan bien. En general, son cada vez más inquietantes, si bien nos aferramos a un resquicio de esperanza. Es sobre lo que escribo, sobre lo desesperante y sobre lo que todavía podemos esperar. Los libros que me llegan son cada vez más pesimistas. Dan testimonio de las muchas realidades que han desaparecido para siempre, y, sobre todo, de que puede desaparecer la realidad. ¿Es posible que los hombres seamos tan insensatos? El director del periódico suele telefonearme. «Pero, ¡hombre!, Ademar, ¿qué hace usted en ese agujero? Le puedo enviar a donde quiera, sin discutir condiciones. ¿No le gustaría instalarse en Nueva York? Hoy es el centro del mundo, allí se toman las grandes decisiones, y usted sabe interpretarlas y analizarlas. Piénselo bien, Ademar: Nueva York es una ciudad interesante.» Sí, ¿quién lo duda? Pero yo, que sé lo que es estar solo en Londres y en París, ¿resistiría la soledad en Nueva York, esa ciudad donde nadie es nadie? Pienso a veces responderle que sí, pero pasando antes por Río de Janeiro. Sería fácil poner un telegrama a María de Fátima: «Llegaré tal día. Nos casaremos. Seguiremos a Nueva York.» Pero, como siempre sucede, lo pienso y no me decido. Lo que hago es imaginar el encuentro en el aeropuerto de Río, el abrazo que nos daríamos. ¿Me besaría en la boca? Eso sería el signo. Vendría después la búsqueda, en Nueva York, de un lugar en que vivir. Una búsqueda fatigosa, pero esperanzada.
Está el tiempo de lluvia. Quizá eso aumente mi melancolía. Ya he terminado estas páginas de recuerdos, esta visión de mí mismo que todavía no sé si es acertada o no. Acaso ambas cosas. Al gobernador de Villavieja lo destituyeron a causa del escándalo que se armó en el entierro de una proxeneta. ¡Quién lo iba a decir! La denuncia partió del obispo, aparente responsable, a quien el gobernador obligó a aplicar los cánones cuando él, el obispo, por su voluntad hubiera hecho la vista gorda. Esto es lo que se dice en Villavieja. También me escribió el subjefe provincial, repuesto en su cargo: me agradece mi disposición a testimoniar en su favor, ya no hace falta, y me garantiza que puedo volver a Villavieja cuando quiera. ¡Lo que son las cosas! Sin embargo, un día de éstos encargaré un pasaje para Río. De avión, por supuesto. Y sin telegrama previo, por si acaso. Llevaré conmigo, ¡pues no faltaba más!, el reloj del mayor Thompson.
En el pazo miñoto, lluviosa la primavera, un año de éstos.