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Ahora estamos en la estación ferroviaria de Viena, el 13 de julio de 1941, y el capitán Albanese le busca amigos y conocidos al muerto Ettore Labranca, que no se negaba a hablar con nadie, pero que fue un hombre en apariencia muy aislado. No supo aislarse del todo, o así lo demuestra el agujero de un centímetro de diámetro hasta el corazón de Labranca, asesinado con un punzón, a pesar de que lo protegía una escolta de durmientes. Nadie parece haberlo conocido bien. Labranca fue un solitario, y un individuo solo es un enigma irresoluble, dijo Trenti. Ese hombre, Labranca, había conseguido mantener su soledad entre miles de soldados y, aún más difícil, en su vagón de veintiocho, y únicamente sabemos quién es una persona cuando conocemos su entorno, dice Trenti: quiénes la rodean, la sociedad en la que se mueve, el estilo de vida y el lugar del infierno que merece, il posto nell'inferno che si merita, así habla Trenti el novelista. Había que encontrarle un grupo al muerto, una familia, algún conocido. Recurrimos al telégrafo, pero la policía de Turín no sabía nada de Labranca, que decía proceder de Turín. No hay huellas de Labranca en Turín. Albanese abre entonces la navaja que Labranca guardaba en el bolsillo, en el puño cerrado, y lee la inscripción en la hoja de la navaja, PozziFerrara, y telegrafía a la policía de Ferrara, y nadie conoce a Labranca en Ferrara.
Que ningún Ettore Labranca, soldado, nacido en Turín el 2 de marzo de 1917, nació o vivió oficialmente en Turín, es un hecho absoluto, indiscutible, como que uno que se hacía llamar Labranca murió en un vagón del Corpo di Spedizione Italiano in Russia, traspasado por un arma punzante que ha desaparecido como si fuera un puñal de hielo en el calor de julio. Ni siquiera hay ya cadáver, enterrado provisionalmente en Salzburgo, sin familia, por si alguien pudiera reclamarlo en un futuro poco probable. Hubo veintisiete soldados presentes en el momento del crimen, o, más exactamente, veinticinco, pues dos soldados se hallaban fuera del vagón, antirreglamentariamente, como ha sido demostrado por las peculiares manchas de sangre de sus botas. Abandonaron su sitio en el vagón a las tres de la mañana, volvieron a eso de las cuatro, entraron y volvieron a salir y entrar. Ninguno de los dos está completamente seguro de si había entrado y salido dos o tres veces. Bebieron coñac. Pisaron sangre. Dicen no haber percibido nada raro. Uno, Monreale, tiene aspecto campesino-clerical y una incómoda blancura azulada en los dientes, actitud dócil y voz adormilada, altanera, propia de quien quiere defenderse ofendiendo por inhibición, obligado a infringir normas disparatadas y tiránicas, a su juicio, como es la de permanecer en el vagón durante la noche. Albanese considera a este individuo profundamente antipático, un probable delincuente, pero no se deja perturbar por esta sensación extracientífica, íntima, que podría afectar a su objetividad. Era una tortura dormirse, dice el soldado, y salió del vagón, aunque se tratara de una eventualidad terminantemente prohibida a la tropa. Ninguno de sus compañeros reconocía haberlo visto u oído salir ni entrar. Las fugas del vagón probablemente serían una costumbre generalizada. ¿Cuántos hombres estaban fuera de sus vagones moviéndose en la noche del crimen?, pensó Albanese, interrogándose a sí mismo, y estas fugas nocturnas le parecieron un mal signo de indisciplina, el anuncio de un final desastroso que ya había empezado. La muerte es el desajuste general, decía su padre, médico. Con el sujeto campesino-clerical había salido del vagón un tal Naldini, en el que Albanese identificó rasgos finos de jugador de cartas, aunque Naldini juró no saber jugar a las cartas. Era hombre de pocas frases. Sí, había seguido a Monreale cuando Monreale salió, pero no sabía que había un muerto, aunque notó algo, un olor nuevo entre los olores del vagón, como a óxido sobre el que hubiera llovido, dijo. El sargento Del Cossa, responsable del vagón del crimen, no se había dado cuenta en absoluto de que sus dos soldados, Monreale y Naldini, cometían una indisciplina de repercusiones funestas, y mucho menos se apercibió del asesinato. Todos, menos dos, decían dormir toda la noche, dormir profundamente sobre tablas y planchas metálicas, aunque Albanese tenía que tomar somníferos para unas horas de sueño ligerísimo en su litera de capitán. Decidió arrestar a los dos soldados indisciplinados e insomnes, y acusarlos de asesinato, a pesar de que estaba convencido de su inocencia. Pero, si procedía así, los dos individuos serían fusilados casi con total seguridad, dijo Trenti, y el caso sería fulminantemente cerrado. Albanese rechazó esta solución, no porque lo forzara a admitir como cierto algo evidentemente dudoso, sino porque significaba someterse a las injustificadas directrices del mando, que exigía de Albanese una solución rapidísima, inmediata y razonable, del estilo de una trifulca anecdótica entre un puñado de buenos amigos, un suicidio o un ataque cardíaco durante el sueño, aun si tales conclusiones exigían eliminar un punzón que evidentemente no existía y una herida que, con el muerto, estaba desapareciendo.
Siguieron llegando noticias a través del telégrafo. Labranca no había existido ni en Turín ni en Ferrara ni en los registros de Roma. Labranca tenía nombre falso, domicilio falso y documentación falsa, aunque los papeles, los sellos reglamentarios y las firmas fueran absolutamente auténticos. El muerto había sido dos o más personas a la vez, y probablemente el asesino también era doble o triple. Lo único que uno de sus compañeros del vagón recordaba especial en Labranca era cierta inclinación a los números y los juegos de probabilidad. ¿Qué probabilidad existe de encontrarse con alguien conocido en una multitud azarosa de 60.000 individuos? Labranca había apostado por alistarse para perder de vista a todos los viejos conocidos, dijo Trenti. ¿Qué probabilidad existe de que, además de con algún conocido, te encuentres con alguien que tenga motivos para matarte?
Los dos que salieron del vagón añadían confusión a la oscuridad del asunto, pensaba Albanese, pero también podían ser la clave para aclararlo todo. Habían entrado y salido dos o tres veces, y eran incapaces de decir exactamente cuántas porque habían bebido. Circulaba bebida en el Cuerpo Expedicionario, se les daba bebida a soldados que lloriqueaban, y en las estaciones había licor, regalado por instituciones patriótico-piadosas o vendido patrióticamente barato. Alguien habría podido entrar en el vagón en lugar de alguno de los dos soldados y matar al falso Labranca, pensó Albanese. Alguien que esperaba la ocasión de acercarse a la víctima, y viajaba en distinto vagón, un desconocido para Labranca, o un conocido al que no había descubierto todavía o a quien había fingido no conocer, supuso Albanese, que se sentía impotente, como un adivino sin poderes adivinatorios.
No tenía que adivinar el futuro, sino el pasado, pero le faltaba preparación para semejante oficio, y carecía de las facilidades de que la policía dispone. Sabía de caballos. Veía un caballo y deducía automáticamente todos los pasos de su crianza y adiestramiento, hasta la exacta configuración de las orejas de la yegua y el semental que fueron sus padres. Pero en el asesinato de Labranca sentía que andaba de espaldas, hacia atrás, porque hacia atrás debía seguir los pasos que llevaban al momento del crimen. Entonces recordó a un amigo, o no exactamente un amigo, subcomisario de policía en Roma. No era un amigo, Albanese sabía que estaba perdiendo a todos sus amigos. Había inundado de soldados rezongadores el vagón de oficiales, molestaba con el ruido infame de sus interrogatorios y quebrantaba todas las formas de la vida castrense. La invasión de soldados en el vagón especial de los oficiales había creado una proximidad insultante entre oficialidad y tropa. El indeseable capitán Albanese, que nunca había sido hábil para rodearse de admiradores, aduladores y servidores, ahora tenía continuos tratos inexplicables con soldados probablemente implicados en un caso criminal.
El tren se alejaba rápidamente del lugar del crimen, siempre hacia adelante, Vorwärts!, a toda velocidad. Si el Cuerpo Expedicionario no se apresuraba, los alemanes habrían tomado Moscú antes de que el primer soldado italiano avistara los confines de Rusia. Adelante, Vorwärts, era la consigna, mientras Albanese intentaba caminar hacia atrás y oía un ruido de cosas que se le escapaban, todo lo que era incapaz de ver, lo que acechaba muy cerca aguantando la risa, como cuando con los ojos vendados buscaba a su hermana en un patio de Ascoli. Y entonces recordó a su amigo de Roma, los campamentos en Parioli, los desfiles emocionantes. El amigo, no exactamente un amigo, había sido un pésimo caballista y quizá lo seguiría siendo. A este amigo le había confiado Albanese, una vez, dinero para que le sacara unos billetes de tren y el amigo jamás se presentó con los billetes. Se perdió. Y, cuando volvieron a verse dos años más tarde, el amigo seguía resplandeciente y muy feliz, como si no tuviera una cuenta que resolver conmigo, quiero decir, con Albanese, dijo Trenti. Ahora, en el tren a Rusia, Albanese iba sintiendo una inmensa soledad, y pensaba en lo solo que había estado el muerto. Nadie en el tren admitía conocerlo antes de la expedición a Rusia. Mandó distribuir la foto del muerto, entornados los ojos sin vida, fotografiado por los profesionales que darían testimonio de las heroicidades italianas en la campaña rusa, e inmediatamente la orden fue suspendida. No circularía la foto de un cadáver por el convoy que se dirigía a la victoria sobre la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Albanese recibió la orden terminante de abandonar toda investigación. En caso de persistir en su manía indagatoria sería arrestado, repatriado a Italia y sometido a un consejo de guerra por insubordinación.
Pidió permiso para cerrar telegráficamente las conexiones con Turín, Ferrara y Roma, y le fue concedido, pero, en lugar de cerrarlo todo, Albanese abrió una nueva vía con el ingeniero Barile, su antiguo amigo del mundo de los desfiles fascistas y los caballos de las cuadras fascistas, el hombre que desapareció con el dinero de unos billetes de tren a Viena. Labranca quizá existiera en algún archivo del Ministerio del Interior, en el registro de alguna rama del espionaje mussoliniano, en la agenda personal de algún miembro del servicio voluntario. El Ministerio contaba con informadores voluntarios en todas las organizaciones políticas, sindicales, espirituales y deportivas, oficiales y clandestinas. Habían conseguido transformar Italia en una organización de espionaje, situación utilísima en estado de guerra general o civil, y Barile demostró ser un auténtico ingeniero del espionaje, especialista en la conversación amistosa enfocada a extraer información aprovechable policialmente. Era un hombre de complexión delgada y estatura media, pero cargante, como si no cupiera en sí mismo y practicara una política personal imperial expansiva, de apariencia tímida, pero inestable, hombre que cambia de forma y se dilata, muy satisfecho de sí mismo. Te he visto en el memorándum de la declaración de un médico de via Ludovisi, seguramente habrás pasado por su consulta, decía el ingeniero Barile. Y, en efecto, no habías pasado por su consulta, pero conocías a uno que te había recomendado al médico de via Ludovisi, al que no habías llegado a ir, y te enredabas en una madeja de preguntas y respuestas absurdas. ¿Quién te había recomendado al médico? ¿De qué conocías al que conocía al médico? ¿Trabajaba contigo? ¿Con quién trabajaba? Entonces un compañero de la Academia de Artillería y Caballería os veía a Barile y a ti en un café de via del Corso, calle de funcionarios. Habías sido visto hablando con el ingeniero, que hablaba con muchos y de pronto te pedía que mantuvieras en estricto secreto la reunión en el café. ¿Acababas de prestar un servicio de informador? ¿Qué le habías dicho a Barile? ¿Qué peso específico podía tener para el ingeniero Barile lo que tú habías dicho del médico o del conocido que te lo había recomendado? Barile propone entonces una nueva cita. A la tercera cita recibirás un nombre en clave como servidor voluntario de la Opera Vigilanza Repressione Antifascismo, la OVRA, policía política.
Albanese no acudió a la segunda cita con Barile. No existió tercera cita. No hubo nombre en clave. Y ahora telegrafiaba al ingeniero preguntando por Ettore Labranca, que decía ser de Turín y tenía documentación falsa que le había permitido ser soldado desde el 2 de marzo de 1940, documentación absolutamente auténtica, aparentemente no falsificada y expedida en Turín. A Labranca también se le conocían contactos en Ferrara. Albanese recordaba la teoría del ingeniero Barile: para tomar contacto con cierta persona lejana y desconocida, y pidiéndole a un amigo próximo que te ponga en contacto con alguien que pudiera conocerla, generalmente se necesita un máximo de doce contactos para llegar a la persona lejana y desconocida. Puesto que el ingeniero Barile conocía a todo el mundo, o a la mitad del mundo que vigilaba a la otra mitad, no le sería difícil establecer contacto con un individuo que ni siquiera existía, usaba nombre falso y estaba muerto.
Las oficinas de la OVRA y las brigadas políticas de las jefaturas de policía buscaban desde Roma a Labranca, provisionalmente enterrado en Salzburgo, mientras en Viena, en la estación de Viena-Huttelford, el general Zingales, jefe del Corpo di Spedizione Italiano in Russia, ardía de fiebre. Había salido de Italia recién operado de una hernia, molesto, afiebrado, tembloroso, eufórico inexplicablemente, alucinatorio por fin. Vio unas luces sobre Salzburgo, no exactamente sobre Salzburgo, sino en la atmósfera densa de su vagón especial, a unos noventa centímetros de la cama. Sufría una infección generalizada, tenía dificultad para respirar y, al entrar en Viena, tiritaba con 40 grados de fiebre. Era imprescindible el traslado inmediato a una clínica, y el personal de la embajada en Viena se agitaba en un andén secundario, todo dispuesto para la aparición de los camilleros y los médicos alemanes que urgentemente atenderían a Zingales. Dos bandas de música precedían en el andén principal el avituallamiento de bebidas y souvenirs de guerra para la tropa. En la cantina de la estación el capitán Albanese bebía un vaso de agua de seltz con hielo, cuando un sargento le anunció que esperaba verlo una mujer que se decía familia del capitán. Albanese bebía solo. Había caído en el descrédito en nueve días de viaje entre el Brennero y Viena, y, en la cantina, en el movimiento confuso y continuo de oficiales, suboficiales y asistentes de los oficiales, la visita de la mujer espectacular fue vista como un nuevo signo de capricho, relajación y disparate en la conducta del capitán Albanese.
Era una señora de unos treinta años, extraordinaria, que contribuyó al aumento automático del desprecio hacia Albanese, un desquiciado que lanzaba preguntas inconvenientes o absurdas, farsante, usurpador que ocupa posiciones que no le corresponden. Albanese se asomó a la puerta de la cantina y pensó en su mujer, asombrosamente en Viena, como si al final hubieran hecho juntos el viaje suspendido por la desaparición de unos billetes de tren, hacía tres años. Esperaba Albanese noticias de su amigo Barile, que se había perdido con el dinero de los billetes, o con los billetes, y se presentaba sorprendentemente su mujer en Viena, aunque Barile no fuera realmente su amigo. La mujer, alta y elevada por zapatos de tacón, de cabeza alta y alto cuello, llevaba desnudos los brazos, en un vestido lila, floral. Eran unos brazos finos, fuertes, de músculos y huesos espléndidos, como el cutis y la cabellera, y el detalle de que los zapatos hubieran sido forrados con el mismo tejido lila del vestido producía un efecto de ensoñación. Avanzaba por el andén, y Albanese se dijo que no era así como recordaba a su mujer. Había perdido la memoria de las cosas en nueve días, buscando una memoria que no era la suya, tratando de recordar lo que había pasado a través de los años hasta el momento en que alguien clavó el punzón en Ettore Labranca. La mujer lo miraba con los ojos muy abiertos, sonriente, y los labios cerrados, y extendió los brazos y lo abrazó y, como una hermana o una prima, lo besó, dos veces, y lo miró, y cuando miraba de cerca entrecerraba un poco los ojos como para ver mejor desde lejos, y se cogió de su brazo y se lo llevó, volviéndose hacia él para seguir mirándolo como una hermana amorosa, y a lo mejor era su hermana gemela, que había muerto en Ascoli cuando tenían trece años.
Lo llevaba del brazo, entre los soldados, hablándole del clima de Viena en julio como si le hablara de los días en familia, aunque la fuerza de la mano en el brazo podía hacerle pensar, y lo pensó, mientras rompía a tocar la banda de música, que era arrastrado a la carrozza dell'amore, al treno del desiderio, y la mujer elevó la voz, con los labios pegados al oído de Albanese, sobre la música marcial de los metales, para decirle que se daba por cerrado el asunto Labranca. Son órdenes del máximo nivel, Palazzo Venezia, oyó Albanese, y era como si Mussolini le hablara muy cerca del oído en un despacho con vapores y ruidos de estación de ferrocarril, aunque quien le hablaba muy cerca del oído era la mujer de lila y hablaba en el tono con que se da por cerrado un compromiso matrimonial. Se detuvo la mujer, no muy lejos de la locomotora, lo miró a los ojos, tenso el cuello y alto el mentón, y los ojos lo miraban ahora muy abiertos, como si miraran el horizonte, pero a una distancia inferior a cincuenta centímetros. Confío en usted, dijo la mujer, que evidentemente nunca había sido ofendida por nadie. Nunca nadie se atrevería a ofenderla. Sentía sobre sí Albanese la vigilancia de sus compañeros de armas, la maldición, la admiración de los soldados. Iba a preguntar: ¿La manda el ingeniero Barile? Quizá estaba recibiendo una meteórica respuesta a su petición de información telegráfica. La OVRA habría podido movilizar a un departamento especial de la embajada en Viena, si la señora pertenecía a la embajada, tampoco le había preguntado, como no le preguntó por Barile. No quería, por pedir información, facilitar información sobre sus últimos movimientos ni descubrir posibles movimientos del ingeniero Barile en Roma.
Su servicio al Estado se estaba convirtiendo en una operación clandestina, contra la voluntad del Estado, o contra el Estado en sí mismo, merecedora de un juicio sumarísimo quizá, pensó Albanese.
Entonces hubo un movimiento general en la estación, casi invisible. Salía el general Zingales, no en camilla, sino a pie, rodeado por sus oficiales más próximos, mientras la tropa se distraía en el andén principal con bebidas y souvenirs de guerra y bandas de música. Nadie veía la salida de Zingales en una vía secundaria y apartada, muerta. Albanese la vio. Al general, víctima de un escalofrío convulso provocado por el choque séptico y la violenta subida térmica hasta los 40'3 grados, le temblaban los labios, menos rojos que la cara. Confío en usted, dijo entonces la mujer, y volvió a besarlo, en la boca. Muchos miraban cómo besaban a Albanese, que no cerró los ojos y vio la salida del general Zingales, que había mandado en Dalmacia la División Acorazada Littorio y no llegaría a Rusia. Albanese pensó que un sospechoso se eliminaba. Le quedaban ahora otros 50.000.