38183.fb2
II Professore está buscando a Francesca y yo también la busco, todos la estamos esperando, dijo la señora Olmi, y se rió, no sé por qué, en la puerta. No me fui, aunque parecía que no me dejaba entrar en su casa la madre de Francesca, como si escondiera a al-guien en el apartamento. Yo oía ruidos, pero podían entrar por la ventana abierta al callejón del Turco, al fondo del pasillo que lleva a las tres habitaciones de la casa, vieja y murmuradora como un viejo. La conozco. El suelo no es silencioso. En las habitaciones alguien respira y alguien se mueve y algo se rompe sin ser tocado, como si sintiéramos el temblor de todos los que han pasado por aquí en los trescientos años del edificio, o es todavía la vibración de los que acaban de irse. La familia Olmi se reduce al matrimonio Olmi y sus dos hijas, que ni siquiera viven en la casa, casadas, y los maridos de las hijas, y tres nietos, y están los suegros y los tíos y los primos, y todos tienen yernos y suegros y tíos y primos, y están los novios de la hija mayor, Francesca, y la familia acaba siendo reducida pero inacabable, una red que se extiende del norte al sur de Italia con eje en Roma y bifurcaciones internacionales en Europa, América, África y Oceanía. Quizá creyó conveniente la señora Olmi que viera que por un prodigio, a pesar de tanta gente, no había nadie dentro de la casa, y me hizo pasar. La seguí. La veía muy rubia, no la recordaba tan rubia, con una falda muy corta que tampoco recordaba. Pero el cuarto de estar seguía exactamente igual que lo había conocido, incluido el olor, y volví a mirar las fotos de los tres nietos, y la foto de las dos hijas, Francesca y su hermana, radiante Francesca de doce años, piernas demasiado largas que siguen estirándose y adelgazándose, riéndose Francesca del fotógrafo. Es Francesca, dije, emocionado, y su madre me dijo No, es Paola, su hermana. Entonces miré mejor y vi a la verdadera Francesca, que, arrugada la frente, se fijaba en algo que pasaba a su izquierda, entre unos setos, un asesinato quizá, porque tenía cara de detective. Era evidentemente mucho mejor que su hermana, y me emocionó otra vez, mi Francesca de antes de Francesca.
Encima de la mesa encontré Gialla Neve III, regalo mío a Francesca Olmi. Había entre las páginas un bote de pintura de uñas que probablemente marcaba el momento en que los italianos, muertos de frío, se disponían a parar en Rossosch la ofensiva soviética contra la orilla izquierda del Don. Rodeando el televisor de plasma, sobre los altavoces del equipo de sonorización es- tereofónica con efectos especiales, se amontonaban cajas de frascos de colonia en colores industriales, metálicos, azules, rojos, rosas, violetas, oros y platas, blancos y negros. Volví a ver las dos bolsas de baloncestista abiertas y llenas de más perfumería, y me pareció más intenso que la última vez el olor a cosméticos y tabaco y muebles de 1970 que imitan muebles de 1940, engrandecidos la madre de Francesca y yo y la pantalla del televisor en el mundo delicado de los perfumes fabricados en serie. La señora Olmi puso la televisión, como si en mi compañía se hiciera más insoportable el vacío de la casa. En la pantalla tres hombres y dos mujeres hablaban y se reían, muy irritados o histéricamente felices. La madre les quitó la voz, y parecieron aún más violentos y vehementes.
Sí, yo quería un poco de vino. Nos miramos con los vasos llenos. La recordaba más joven, menos rubia, menos pesados los labios y los párpados y las aletas de la nariz, menos infantil la frente. Volví a encontrarme con Francesca veinte años después de haberla perdido. Esperaba que Francesca viniera un día llorando porque el Professore se le había ido, pero es el Professore el que viene llorando, dijo la madre cuando me bebí el primer trago. No sé qué hacía Francesca con su Professore, o sí, claro que lo sé, cómo no voy a saberlo, dijo, y se rió bastante, aunque no había probado el vino. Pero usted y Francesca son muy distintos, incompatibles a la larga, como una col en una merienda. Usted mira demasiado, quiere saberlo todo siempre, y Francesca lo sabe todo ya. Usted es como el militar, Albanese, el de la novela. En cuanto Francesca vino con la novela, con el regalo del Professore, vi cómo era el Professore. Albanese es el verdadero culpable de todos los crímenes, menos del primero, claro. Quiere adivinarlo todo, y eso se llama soberbia. ¿Cómo es que el capitán no va a saber lo que pasa en su tren? Sería intolerable, ¿no? En cuanto mataron al del punzón pensé: Éste, el muerto, es un traidor que merece lo que se ha ganado. Y, como yo, lo sabía el mundo entero, los generales y los soldados y los mulos, pero Albanese tenía que humillarlos a todos, hacerles vaciar los bolsillos, obligarlos a hacerse confidentes del jefe, del capitán, forzarlos a traicionar, a matarse unos a otros, cuando lo que querían sólo era matar a Mussolini. Un ignorante total es Albanese, de Parioli, pariolino, buena casa, buena familia, un ignorante de todo lo que no sea él y los suyos, incluido su caballo, un imbécil. Cuando se ha hecho una tontería es mejor callar y no hablar más del asunto. Y no sólo habla él. Pone a preguntar a muchos, compra chivatazos, corrompe. Monta un confesionario en su vagón. No puede dormir, tiene que tomar pastillas, drogarse. Es propiamente lúcido el capitán maravilloso.
Usted, como Albanese, es otro que quiere saber, dijo, y rió más y me echó más vino y se bebió su vaso. Por la ventana abierta miré la pared negra del callejón y oí pasos y voces medievales y motocicletas, como por la ventana de un callejón de la calle Elvira de Granada. Los romanos siempre han despreciado a los viajeros, a los peregrinos, que vienen a robar o a ser robados en Roma, a ensuciar la calle y llenar los bolsillos de los comerciantes, vampíricos visitantes de tumbas de mártires que hacen milagros. Son egoístas, mendigos, sólo piden en beneficio de sus propias almas, individuos poco recomendables, perdigiorni, robahuesos de muertos santos. Todo esto vi en los ojos de la bebedora de vino. Se levantó, apartó una batería de cajas de cremas y polvos y colonias, desenterró un cenicero sucio, con restos de tres cigarros recientes, y un paquete de tabaco Winston. No le importa que fume, ¿verdad? Nadie quiere que fume, ni siquiera Francesca, que fuma más que yo, ni siquiera yo quiero fumar. Si nadie sabe que fumo, me parece que fumo menos. Tengo que cuidarme, soy mi santuario, mi muestrario viviente. Tendría que no beber ni fumar. Estropean la piel el alcohol y el tabaco. Este gesto, tomar el humo, arruga los labios. Fíjese. Se pasó el dedo entre la nariz y el labio, como si retirara una cortina, y me dejó ver unos labios agrietados. La pintura se quedaba en el filtro color de tabaco. Aspiré humo. El olor de tabaco me recuerda a mi madre, es mi único recuerdo real de mi madre. Todavía encuentro entre mis libros camellos que recortaba mi madre de los paquetes de tabaco. La cosmética ahorra dinero y bisturí, dijo la madre de Francesca. Me miraba fijamente, no a los ojos, a un punto de la cara, como si examinara el estado del cutis.
No sé dónde está Francesca, dijo, y apagó el cigarro, para que me fuera, aunque me llenó el vaso de vino. La voz ronca llenaba la habitación comprimida por el mueble oscuro y el televisor y su reunión de seres gesticulantes y reidores. Apareció un cocinero ante un pescado negro en un plato. Era una habitación demasiado llena, y aún había algo más, algo que yo no veía, algo que sobraba entre las sillas, la mesa, la cómoda, el sillón vacío, las bolsas, el sofá. Ya vendrá Francesca, andará por ahí, dijo la madre, y me acordé de una historia que traduje una vez, de uno que decía que su mujer muerta andaba de viaje por Zanzíbar. Los muertos seguían vivos en algún sitio del mundo, pero estaba terminantemente prohibido verlos. No sé qué pintaba Francesca con usted. ¿Qué haces con ése?, le decía yo a Francesca, dijo la madre, como los amigos le preguntaban a James Joyce qué hacía con la camarera Nora, del Hotel Finn de Dublín. No sé qué haces con Nora, le decían los traidores a Joyce, y procuraban llevarse a Nora, yo y Joyce, antiguos alumnos jesuitas. También fue Joyce traductor en Roma. Trabajaba en un banco, nueve horas y media al día sentado. No se puede levantar, más pobre que yo, por los pantalones rotos, muy elegante. Nunca se quita la chaqueta del frac, para que no se vean los agujeros. Yo, que he peregrinado tras los pasos de Francesca como los peregrinos que visitan iglesias y tumbas en busca de imágenes sagradas que los curen de todo dolor y angustia, también he ido a las calles donde vivió Joyce, via Frattina y, muy cerca del Tíber, via Monte Brianzo, y a la oficina donde traducías cartas comerciales, cerca de Correos y los almacenes La Rinascente, la Banca Nast, Kolb & Schumacher. Hay dos cosas excelentes en Roma, el aire y el agua, pero el vino es como agua, pésimo, dijo Joyce, y me bebí el vino de la madre de Francesca. También estallaban bombas en tiempos de Joyce, en la basílica de San Pedro, un momento antes de la misa dominical en la que Joyce vio a un cardenal de cara feroz y una procesión con un trozo de la cruz auténtica, el velo de la Verónica y la lanza que hirió a Cristo. Joyce pensaba que, puesto que las bombas eran pésimas, inofensivas, quizá las ponía la policía para detener sospechosos. No puedo pensar directamente las cosas, todo me lo cubre un velo de palabras, otros pasos, Joyce o quien sea, todos los tiempos al mismo tiempo, una infinita novela en varias lenguas a la vez. Es lo que hace un peregrino, dar pasos sobre los pasos de otros. Es como traducir, como hacer burla, repetir lo que otro ha dicho, scimmiottare, dicen aquí, hacer el simio, imitar como un mono a otro que ya pasó antes por aquí. Así que callé lo que decía Joyce, Roma es la ciudad más parecida a una puta vieja que he visto en mi vida, harto de Italia y los italianos y la lengua italiana, en un estado de irritación en aumento, decidido a huir a Marsella y trabajar en alguna oficina portuaria que necesite un experto en idiomas.
Entonces, detrás de las bolsas de perfume, vi la bicicleta, muy grande. Alguien la habría subido dos pisos por la escalera estrecha, arañando las paredes. No me llama Francesca, dije, se ha ido y no me ha dicho nada. A aquella señora rubia tenía que contarle mi vida mientras en la televisión seguían parloteando silenciosamente los cinco, sin hacernos caso, aunque alguna vez el cocinero me miraba fijamente.
Usted quiere saber dónde está, por qué Francesca no lo llama, pero tampoco hay que saberlo todo. Nunca sabemos, es lo normal. Mi marido no me dirige la palabra desde hace siete años, y todavía no sé por qué. Al principio yo me preguntaba por qué, y me torturaba. Le preguntaba a mi marido. Y al principio me contestaba, siempre lo mismo: No puedo olvidar lo que me hiciste en 1986. Y yo no he podido olvidar casi veinte años después lo que hice en 1986 porque no he podido recordarlo. No sé qué le hice a mi marido en 1986. Sé que hice muchas cosas pero no recuerdo ninguna que justifique el silencio de Paolo, esa enfermedad que ha cogido en sus ascensores, sus tuberías, sus conexiones eléctricas, en los sótanos del hotel donde trabaja, en los contadores del gas y la luz, no sé lo que habrá recordado, innombrable, no me lo quiere decir. Yo le preguntaba a la gente qué hacíamos en 1986. Y me respondían, se reían, me cantaban éxitos de 1986, Via Margutta y Adesso tu, y luego empezaron a mirarme con desconfianza, qué quieres adivinar, qué sabes, qué quieres que confesemos. Me despierto, veo a mi marido mirándome desde su cama. Ha encendido su luz. Tiene los labios apretados, como si no quisiera echarse a llorar. ¿Le ha dado un ataque? ¿Le va a dar? ¿Qué pasa?, digo, porque, así, despertada a medianoche de pronto, no me acuerdo de que no le hablo. Él lleva más tiempo despierto, claro, y se da media vuelta y apaga la luz, sin contestarme, el hijo de la gran puttana. Pero todo esto le da un interés a nuestro matrimonio, y algo es algo, porque las mujeres y los hombres se matan mutuamente el interés por las cosas si pasan mucho tiempo en la misma habitación. Lo que yo no permito es que me maten la risa, es mi trabajo, tengo que vender, dijo, y nos miraron los cinco de la televisión, y el cocinero con el pez en la mano. Yo no puedo permitirme perder la alegría. Me río con mi marido aunque no me hable con él. Me río con todos. Tengo que vender, y se vende poco en agosto, ni en Ostia vendo, y eso que el sol nos estropea mucho, este tiempo es el peor. Ni las arrugas, ni despeinarme puedo permitirme, dijo. Bebimos más, nos reímos sin explicación. Entendí aquella alegría, aquella juventud maniática de después de la juventud.