38183.fb2
Por fin alcancé la explanada del banquete, vacía como las bandejas, devorados los alimentos o derramados sobre los manteles. Había paz, una desolación de fiesta fastidiada y claustrofóbica. Las mesas se extendían ante la casa orgullosa, desnuda y herida en la segunda planta por el taladramiento para una máquina acondicionadora de aire, cerrados cristales y postigos, caja hermética de moscas muertas y muebles embalsamados. Está iluminada la casa. Una sombra crece en la pared y oigo pisadas a mi espalda. Reconozco los pasos que retumban en mi habitación, el temblor del edificio cuando a las tres de la mañana enciendo la luz y a través del techo sigo los pasos del obispo americano, de nombre desconocido para mí, más joven ahora de lo que me parecía en las escaleras y el portal del inmueble de San Cosimato, menos pesado que cuando, invisible, pasea sobre mi cabeza, pero un poco entrado en carnes, con la cadena de oro que acaba en el bolsillo superior de la camisa como el silbato de un marino, el crucifijo refugiado, irreve-rentemente oculto. Yo a usted lo conozco, me dice, lo he visto antes, hace tiempo, en otro sitio.
Nos hemos cruzado en las escaleras, en la casa de San Cosimato, le digo, vivimos en la misma casa. Lo he visto subir impetuosa y asfixiantemente a su apartamento cuando vuelve de los palacios vaticanos, mano derecha de un cardenal especialista en cinematografía. Me mira de la cabeza a los pies cuando baja contundentemente hacia palacio. Sí, tiene usted razón, ahora que lo dice, lo he visto a usted en las escaleras, pero lo he conocido en el pasado, hace años, en Chicago. Usted es Noveiru, dice el obispo, que parece haberme conocido en otro tiempo bajo uno de mis muchos nombres.
Algo me impulsa a perderme bajo nombre falso en regiones del mundo donde nadie me conoce. He tenido muchos nombres en mi vida, me encuentro con viejos conocidos absolutamente desconocidos que me llaman con los extraños nombres que recibí en ciudades sucesivas o simultáneas, como si en cada sitio quisieran decirme quién soy de verdad, revelarme mi personalidad genuina y absoluta, Yust, Yast, Iostea, Hastou, Istu, Novaro, Nibaró, Nofeira, Nosferatu, o Fats, por un trompetista que murió joven y precisamente el año en que nació mi madre, 1950, e incluso hubo un entomólogo que veía mis iniciales en colores, J roja, N de un greyish-yellowish oatmeal color. Mis nombres sucesivos son como los recuerdos de amigos y amigas que guardo en mi habitación de Granada, hojas de árboles de Nueva Inglaterra, posa-vasos de Edimburgo y Varsovia y Praga, vasos de Friburgo, ceniceros de París, entradas para museos y espectáculos de Oriente y Occidente. Tengo incluso recuerdo de recuerdos que ya no conservo, perdidos o liquidados u olvidados en alguna parte, y algunos de estos recuerdos son precisamente los más valiosos: un disco, de los viejos, negro, Nostalgia, de Fats Navarro, una trompeta en un banco del parque se ve en la portada, regalo de Sue Harris perdido en un aeropuerto. Es un alivio que se perdiera. Los viejos discos de mi padre y mi madre son como ropa usada de 1960 y 1970, en sus carpetas, con la incomodidad pastosa del tacto ajeno y cercos de líquidos oscuros que marcan el papel desde hace treinta años, y partículas de tabaco fósiles esforzadamente infiltradas entre el celofán y el cartón.
Guardo una colección de imágenes sagradas sumergidas en burbujas de cristal o plástico en las que, en caso de ser agitadas, se desencadenan breves y luminosas tormentas de nieve sobre la torre de Pisa y la Torre Eiffel y la estatua de la Libertad y la Virgen de las Angustias de Granada. No nieva todavía sobre la casa blanca de via Appia Antica, en la explanada del banquete, donde me encuentro con el obispo americano, un viajero, saludable a pesar de una corpulencia natural heredada de su padre o de su madre. Para asegurarse de que recordaba correctamente no se interrogó a sí mismo: me sometió a un interrogatorio. ¿Con qué profesores estudié en Chicago? ¿Dónde viví? ¿Qué bibliotecas visité? ¿Qué bibliotecarios me atendieron? ¿La exiliada chilena que jugaba al ping-pong? ¿Qué trayectos recorría habitualmente? Era el americano un hombre inquisitivo, entrenado para el confesionario. En el ejercicio de su profesión había desarrollado una saludable cautela frente a extranjeros, peregrinos, presuntos fieles católicos que se acercan a la diócesis haciéndose pasar por lo que no son y llevan en el pecho la insignia de alguna congregación piadosa. Tanto interés sacerdotal por el prójimo bordeaba la incorrección policial, la imprudencia absoluta. Pero yo no situaba al obispo entre mis souvenirs de Chicago. Yo no lo recordaba de Chicago, hace años, sino de los días en Roma, aunque lo busqué por el Chicago que conocí una vez, una iglesia, tres bibliotecas, cafés, calles, incluso la consulta de un dentista. Casi lo encontré al final de una conferencia en la American Catholic Historical Association. Allí, bebiendo limonada, me habló de su padre, interventor de banco, fuera del seno de la Santa Madre Iglesia. Yo me convertí al catolicismo por un desengaño amoroso, me dijo el obispo. I was trying to desinterest myself from myself. El catolicismo no es una convicción individual, no es una experiencia privada. Existe por encima del ser subjetivo, del individuo, que en el catolicismo aprende a desinteresarse de sí mismo, es decir, de la persona que lo sacó de sí mismo y su verdadero ser para hundirlo en sí mismo, dijo aquel sacerdote de Chicago antes de salir al mundo para encontrarse y fundirse con el obispo que andaba en Roma a pasos como mazas, sobre mi cabeza, y al que yo le había inventado una historia de amores en los muelles de Annapolis. Ahora me daba cuenta de que cierto sacerdote de Chicago que me habló vehementemente de sí mismo para olvidarse de sí mismo no era absolutamente distinto del hombre que me es-taba hablando ahora en via Appia: los dos eran increíblemente el mismo individuo. Debajo del aspecto del obispo apareció el antiguo conocido de Chicago, aunque tampoco fuera improbable que mi antiguo conocido de Chicago estuviera esta noche en otro sitio, muy lejos, o muerto, y no se pareciera en absoluto a mi obispo americano en Roma, ansioso de establecer relaciones con el pasado, pobre pastor sin arraigo, obispo flotante, sin diócesis, desterrado, como un embajador de la antigua Roma en el banquete de una corte oriental bajo la amenaza de tribus remotas. América es la Roma de hoy, me dijo en Chicago el hijo del interventor del banco, Nueva Jerusalén terrena, ciudad de Dios en la Tierra, la Roma donde Cristo es hoy romano, americano, quiero decir. Tenemos la misión histórica de realizar el reino de Dios en la Tierra. Puede usted ser feliz, me dijo ahora, en Roma, casi diez años después, extendidas ante nosotros las riquezas agotadas del mundo, manteles exhaustos, una Torre de Babel de crema, bizcocho y merengue, en destrucción, arrasada, geométricamente despedazada, desmoronada pieza maestra de la pastelería. Puede usted ser feliz. Se han cumplido sus deseos sobre su joven amigo romano, il signore Fulvio, dijo el obispo. Parece muy probable que tenga su puesto en Montecitorio, su barbería, como usted quiso y me indicó monseñor Wolff-Wapowski, amigo de mi padre en Verona. Le regaló un sombrero y unos zapatos mi padre a Monseñor, hace ahora exactamente cuarenta años, dijo el obispo. Y así el padre del obispo dejó de ser instantáneamente interventor de banco para transformarse en amigo de WW, agente secreto, espía en Italia, o eso decía Carlo Trenti.
Tendrá il signore Fulvio su barbería, como el padre de usted, dijo el obispo, que definitivamente no era el sacerdote que me habló en Chicago, con el que yo acababa de confundirlo, como yo no era el estudiante que se cruzó con el obispo en la American Catholic Historical Association, puesto que aquel estudiante era hijo de un barbero. Salí de quien había sido hacía unos segundos, me alejé de ese chico católico hijo de barbero, mi entrañable yo transitorio de Chicago, y volví a la fiesta romana. Tocaban los músicos. Cada pantalla se dividía en cientos de micropantallas e imitaba el panel de fotos de bebedores de muchas noches que miré diez noches en el bar de un hotel de Manchester donde pasé diez días del año 2000. Los jardines se habían llenado de bebedores y sombras, criaturas encantadas en el bosque, y quieta, ante un ciprés, como una salamandra en el muro, mientras el cigarro Sénior Service se consumía en su mano sin ser llevado a los labios y el hielo se disolvía en el vaso, encontré a mi professoressa de Bolonia, la especialista en semiótica más alabada y comentada de su generación. La siguen un inmenso número de imitadores. Fui a rendirle homenaje, sorprendido de verla en la fiesta romana, pero me espantó su horrible belleza desaforada: mi professoressa ha perdido el control sobre la propia expresión. Está pensando en alguien que la ha sacado de sí misma para hundirla en sí misma, como dijo el sacerdote de Chicago desengañado del amor, vestida de negro, de una oscuridad radiante. Había anunciado una línea de lámparas la cosmopolita semióloga boloñesa de éxitos mundiales. Había anunciado un coche sueco. Había anunciado los ideales pluripatrióticos de la nueva Europa. Aparecía en revistas especializadas en vida esplendente: salones y bibelots opulentos, fortuna y buen gusto, interiores protegidos y luminosos, coches armadura fabricados por consorcios que cuentan con división armamentística, una patria rica en historias y aventuras y obras de arte, Europa. Resplandeciente, más que bellísima, un poco envejecida, mi professoressa me recordó una moneda de los tiempos de Vespasiano y la caída de Jerusalén y la destrucción del templo, la efigie de Judea cautiva: una mujer al pie de una palmera, la mano pesarosamente en la sien, o en el oído, sujetando el teléfono móvil, arrebatada de pronto la professoressa X, en pleno idilio inalámbrico, telefónico. Ahora es Porcia, la esposa del traidor Bruto, que levanta el punzón para herirse a sí misma, pintada por Elisabetta Sirani. He visto una reproducción en el gran éxito editorial de la professoressa X, Donne Demone.
Sufre mi professoressa X una amorosa transfiguración en el jardín, tronchada la cabeza como la pantalla torcida de una lámpara. La luz de un farol proyecta en los setos su sombra, moneda de oro negro sobre las hojas, Porcia en el momento de hundirse el punzón en el muslo. El conspirador contra César se angustia en citas secretas a la busca de cómplices y vuelve a su casa mudo y escondido en sí mismo: que nadie lea en su cara el futuro crimen. No duerme, ajusta el plan, reconstruye los pasos dados, retrocede y avanza, imagina los pasos del día siguiente, en la cama, con su compañera de cama, que nota cómo Bruto resuelve en su alma algún proyecto peligroso y difícil, impronunciable. La professoressa, atenta al teléfono, en vilo espera las palabras de su Bruto, el economista X, Mazotti, y empuña el teléfono como Porcia empuñó una cuchilla de esas que los barberos romanos usaban para cortar las uñas. Al fondo se agitan las criadas de Porcia, los bailarines de via Appia, y Porcia, X, se hace en el muslo un corte hondo, y sangra en un escalofrío de fiebre y dolor, el teléfono en el oído. Comparto tu cama, y ni siquiera compartes conmigo tus pensamientos secretos, ya he demostrado que resisto el dolor. En la tortura soy invencible, dice Porcia con labios temblorosos, temblando, estremecida por la voz en el teléfono, boca abierta, ojos cerrados. Se abrieron los ojos. X me vio, mirándola. Está con la ragazza, dijo, y volvió a su cúpula del placer, pintada en 1664 por Elisabetta Sirani, que murió un año más tarde, a los veintisiete años, la misma edad en que murió mi madre. Porzia che si ferisce alla coscia, se titula el cuadro, inolvidable pierna desnuda. Me alejé. Dejé a la professoressa X, oída y grabada por policías públicos y privados desde los aparcamientos oficiales de la fiesta y los aparcamientos de las catacumbas de San Calisto, grabado, transcrito, multicopiado, difundido el diálogo amoroso del economista X y la professoressa X, circulando en decenas, centenas, miles de ejemplares, nueva Lolita, Light of my Life, my sin, my soul, mi sol, mi ser, luz de mi lar. Está con la ragazza, repitió la professoressa en su gripe de amor, en su tramo misteriosamente vacío del jardín. De noche, cuando las flores son negras, vuelven aquellos que una vez pasearon por aquí. Pesan como el aire. Ni los nota mi professoressa.
Los veo en las pantallas, innumerables fantasmas en fiesta, y sacan fotos con teléfonos móviles para enviarlos inmediatamente a un centro de control que los proyecta en las pantallas de los jardines y la explanada de baile. Ahí aparece mi professoressa X, como si mis alucinaciones se realizaran en las pantallas múltiples, Stefania Rossi-Quarantotti, y todo es intermitente, esporádico, cambiante, inacabado, cuerpos y miembros y bocas y cuellos y ojos y orejas y escotes, y ahí está mi amigo Fulvio, con De Pieri y la chica de piazza di San Cosimato, la escuálida jirafa humanoide que se llevó al economista Mazotti, desastre adolescente de brazos y piernas larguísimas, un brazo enroscado en el brazo de Fulvio. Probablemente venía de fabricar con el economista Franco Mazotti imágenes mentales para Stefania Rossi-Quarantotti y conversaciones eróticas para las máquinas grabadoras de los fiscales de Roma y Milán.
Reconocí el punto donde se encontraban Fulvio y los suyos, el límite de entrada al baile, pero sólo me topé con ellos en el centro del túnel de cipreses que conduce a la salida, eufórico Fulvio, violento, despeinado, alegre por la nueva novia famélica y escultural, un Giacometti en botas, calzones de boxeador y la elástica de la selección italiana de boxeo aficionado, novia de Fulvio esa noche de celebración del éxito en Montecitorio, donde Fulvio conquistará el puesto de barbero parlamentario, autoridad sobre diputados y criaturas de Estado de todas las naciones, asiduos y visitantes ocasionales de la Cámara, los poderosos de la tierra indefensos, a merced del peluquero Fulvio, envueltos en paños o toallas como camisas de fuerza, enjabonados, a merced de tijeras, limas, pinzas y cuchillas, manos sumergidas en agua tibia como en un cepo, desenmascarándose ante el espejo, empalagosos de vanidad, o aquilatándose, adulándose o devaluándose a sí mismos, ajustando cuentas, mirando en el espejo la cara de uno a quien las cuentas no le salen (no era ésta la cara que esperaba ver, piel estropeada y descolorida, pelo caduco, liquidado por las tijeras), o flirteando consigo mismos, enamorados de sí mismos o intentando reconquistarse. Pero no estaba Fulvio eufórico, sino airado. Salve, me gritó al verme aparecer. No se me acercó, retenido por De Pieri, que lo sujetaba del brazo. La mano de Fulvio tomaba la mano de la chica filiforme y nudosa, labios pintados de rojo y ojos de negro, rojinegra, milanesa, el brazo sobre la nuca de Fulvio. De Pieri no me miró, decidido a no perder el contacto visual y corporal con Fulvio, dos adultos eternamente adolescentes y peleones y una adolescente eternamente adulta. No estaba invitado Fulvio a la fiesta y, aunque se le había prohibido el paso, había entrado. De Pieri lo tomaba bajo su protección y responsabilidad hasta convencerlo de que se fuera. Tienes tantos amigos que puedes elegirlos, tienes conquistado Montecitorio, aquí están tus amigos, tu mujer, dijo De Pieri. Para responder al amor de todos Fulvio debía abandonarnos, irse inmediatamente. La Cuestión Montecitorio estaba resuelta. Aquí mismo acaba de resolverse, dijo de Pieri. Quien tiene la amistad del poder papal, los servicios secretos y la embajada americana, ¿creía que le iba a faltar asilo en el mundo? Tienes excelentes relaciones sociales, sexuales, diría yo, dijo De Pieri en una risotada, contrayéndose para apoyar la cabeza en el hombro de Fulvio, aprovechando la risa turbulenta para empujar con la frente a Fulvio hacia la salida, dos púgiles trabados. El sexo contiene todas las esperanzas y favores de la tierra, murmuró la ragazza, ronca, sin separar los labios, o algo que sonaba así y no era eso, nada de eso, bostezante la niña, adormilada, de buenos dientes. Pero la barbería de Montecitorio con todo su poder no le interesaba a Fulvio, que buscaba a Francesca. ¿Has visto a Francesca?, me gritó. Está hecho, dijo, el título de campeón europeo, versión EBU, esperando mi firma, promotores y televisiones, bolsa más derechos de imagen, dinero para reformar el apartamento absolutamente y cambiarle el radiador al coche, tres semanas de entrenamiento para el retorno al circuito continental, mundial, veladas en los casinos de Nevada, coche nuevo, una casa, gritó Fulvio. Corpo di Mosca e Cuore di Leone, dijo De Pieri. En su retorno a la celebridad, Fulvio necesitaba inmediatamente encontrar a Francesca. Tienes que proteger a Francesca, dijo De Pieri, alejándolo de Francesca, expulsándolo, desplegando para librarse de Fulvio su sabiduría de experto en ISPEG, Informazioni, Sabotaggio, Propaganda e Guerriglia. La ra- gazza bostezó, puso la cabeza en el hombro de Fulvio, cerró los ojos. De Pieri los acercaba a la tierra de nadie, más allá de una cancela, donde sólo esperaban tres sombras. Fulvio, llamé. Volvió la cabeza el hombre más afortunado del mundo, feliz en la barbería de Montecitorio y en los rings mundiales, me miró con la cara con que una madre mira a un niño enfermo, adiós, o era el dolor de ser visto por un desconocido impertinente en el momento de la expulsión del paraíso. No te mezcles, ¿quién eres tú?, dijo Fulvio, sin una palabra, y me miró con una falta absoluta de reconocimiento en unos segundos de alejamiento definitivo, para repentinamente unirse a las carcajadas caníbales de De Pieri mientras cantaba la chiquilla, Mi sonno innamorata di te perché non avevo niente da fare.
No vio la aparición del capitán Albanese, del Cuerpo Expedicionario Italiano en Rusia, en todas las pantallas, presentación de las imágenes de la superproducción para cine y televisión Gialla Neve, imágenes de Besaravia en 1941, colinas y viñedos cuando se acerca la vendimia.
Después del crimen en el convoy ferroviario los soldados se adentran en el polvoriento paraíso terrenal, 50.000 hombres hacia Botosani, 300 kilómetros, en Rumania, por caminos difíciles, 50.000 hombres y la impedimenta, caballería y artillería a caballo. Hay que alcanzar al ejército alemán en su avance imparable, llegar al frente antes de que acabe la guerra, pero la carretera es mala. Aquí no hay guerra, sólo sarmientos y frutas maduras y rincones sucios, ratones. La conquista es incruenta y rápida. Los labradores miran, las mujeres sonríen, todos se afanan antes de que la fruta se pudra comida por los pájaros. Los mulos, la maquinaria, los motoristas del general Giovannelli, los camiones Lancia impiden en el estrecho camino el paso de la tropa: cuanto más rápido se quiere avanzar, más se tropieza. Se gripan motores. Estallan neumáticos. Cuando, hacia la rauda victoria, los primeros destacamentos alcanzan Botosani, se han recibido nuevas órdenes: cubrir 200 kilómetros más, hasta Jampol y la retaguardia alemana.
El 30 de julio de 1941 la División Pasubio partirá hacia Jampol, en el frente del río Dniester: los sospechosos, los compañeros del muerto Labranca, se van. Albanese quedará a la espera de órdenes. Es su casa el Ejército, aunque ahora parezca no admitir al solitario capitán Albanese, al borde del camino, sin órdenes concretas, desorientado, perdido en Botosani, relevado de todo servicio. No le han sido devueltos sus antiguos encargos. No tiene deberes que cumplir. Ha caído en la invisibilidad. El general Zingales y sus ayudantes abandonaron la expedición en Viena, y, terminantemente relevado de la investigación del incidente del Brennero, Albanese ni siquiera tiene ya jefe directo, ni subordinados: ha desaparecido de la cadena de mando. Ahora es un espíritu que recorre en moto robada las columnas en marcha. Ya sabe que Labranca no era Labranca, de Turín, sino Bertalotti, de Bolonia, propietario además de cinco nombres falsos, según las investigaciones desde Roma del ingeniero Barile. Albanese paga con sus propios medios una red de informadores que trabaja en el interior del Cuerpo Expedicionario: ya ha perdido la alianza, el anillo de primogénito de los Albanese, la pluma estilográfica americana. Ha cambiado el reloj suizo, regalo de boda, por un reloj fabricado en Colonia. Está a punto de resolver el caso. Ha encontrado a dos individuos que admiten haber tratado a Labranca cuando todavía era Bertalotti y se inmiscuía en la vida sentimental y profesional de todos los que acudían a la misma casa de citas, el mismo café, el mismo cine, en Bolonia. Ahora Albanese sabe, gracias a Barile, que Bertalotti había sido detenido, fichado como anarquista, vigilado, expulsado de la universidad, debilitado, desmoralizado, reclutado como informador de la policía política, pagado. Uno de los dos individuos que conocieron a Labranca-Bertalotti en Bolonia dice haber coincidido también con el soldado que se hace llamar Naldini, aunque Naldini en Bolonia no era Naldini, ni lo suficientemente notable como para que recuerde su nombre boloñés el informador que lo reconoce en la foto que le presenta Albanese. Se comentaba que podía estar en contacto con la policía secreta. Naldini, que dice no saber jugar a las cartas y tiene cara de jugador, salió del vagón la noche del asesinato de Labranca y se manchó las botas de sangre.
El día azul se vuelve amarillo. Va a estallar el penúltimo día de julio una tormenta de agosto. Caen cortinas de agua. Camiones y remolques patinan y se hunden en el barrizal, los mulos se clavan al camino como estatuas temblorosas, chorreantes. Un soldado, Naldini, quiere ver a Albanese, que sale inmediatamente a su encuentro y, avanzando, enfangándose, resbalando, avanzando, piensa ya en una confesión en el infierno. Naldini debería esperarlo fuera de la formación, a la altura de las ambulancias, pero Albanese no lo ve. La formación se ha roto, no hay formación, aunque quiere recomponerse para romperse otra vez, todos cegados bajo el aguacero, en el fango, miles de ciegos en los campos de Besaravia. Ahí está Naldini, sobre el talud, impasible, borrado por la lluvia, como un vigilante. Albanese se acerca, pero Naldini se mueve, se aparta, se aleja, como huyendo súbitamente del diluvio. Las ruedas giran en el barro, los motores aceleran entre gritos, y entonces el soldado Naldini se vuelve, en lo más alto del talud, y le tiende la mano a Albanese, que resbala, cae, se hunde en la cuneta, en el barro y el agua. Hay una explosión. Ha estallado el soldado Naldini. Albanese ve una pierna arrancada en el fango.
Aplaudimos en via Appia Antica. Ahora vemos a Albanese en una isba y, a través de la ventana, la cámara toma la nieve inmensa, inacabable. Novo Gorlovka, 13 de diciembre de 1941. El capitán Albanese tiene mal aspecto, ojos de fiebre. Todavía no ha entendido la explosión de Naldini en Botosani, probable asesino suicida. Quería matarme, dice Albanese. O pisó una mina, dice el ingeniero Barile. No sé cómo ha llegado Barile a Novo Gorlovka: es algo que no he leído en Trenti. No he traducido estas páginas. No sé qué hace en Rusia la mujer de lila. Se cubre Albanese la cara con las manos, sucias las uñas, manos arañadas, rojas por el frío, y las manos de la mujer cubren las manos de Albanese. Los músicos tocan sobre la banda sonora de la película. La cara de Albanese se funde con la cara de otro Albanese, más joven, de pelo largo, más de sesenta años después, el actor que interpreta al capitán Albanese, Aldo Fumagalli. Saluda a los que aplaudimos, besa a la Dama de Lila, iluminadas simultáneamente todas las pantallas de la fiesta en via Appia con Albanese, la Dama de Lila, Cario Trenti y Francesca Olmi, muy seria, testigo de vidas ajenas. Hace siete días que no nos acostamos en la misma cama, pero la veo y tengo la impresión de que esta mañana fue mi domingo radiante. Trenti dice algo al oído de Francesca, leo en los labios lo que dice, y son mías las palabras de Trenti. Mis labios forman las palabras de Trenti, las que imagino: he visto los labios, o lo he imaginado, los labios se han escondido en la oreja de Francesca, lo estoy inventando. Athanasius Kircher tradujo fielmente las inscripciones egipcias de los obeliscos de Roma, y no sabía que sus traducciones eran estrictamente imaginarias y falsas. La historia de amor de Trenti y Francesca es también falsa, imaginaria, mía, pero su felicidad es evidente y verdadera, como el herpes que, bajo el maquillaje, creo ver en el ángulo derecho de la boca de Francesca, un herpes nervioso, de novia en la mañana de la boda. Ahora se unen, para los fotógrafos, el capitán Albanese, la Dama de Lila y Trenti, un zoom aísla a Trenti y a la Dama, y reconozco a la mujer que vi salir del ascensor de via Stalingrado, en Bolonia, hace tres días, y recuerdo las palabras de Trenti sobre los escritores Maiakovski y Pavese, amantes de actrices, Veronika Polonskaia y Constance Dowling. Piero de Pieri tendrá todos los datos, Francesca en los hoteles, la Dama de Lila en Bolonia, todo deja señales, decía De Pieri.
Monseñor Wolff-Wapowski, a quien desde hace setenta y dos horas no veré más en mi vida, sube al cielo por una escalera transparente, por encima de nuestras cabezas, en el aire, iluminado, como los fuegos de artificio que acaban de estallar en la fiesta en via Appia. No está en la fiesta. Se ha ido convirtiendo en agente doble o triple, triste espía ruso, conforme yo me convertía en Carlo Trenti, el novelista, y ahora sube al cielo como el profeta Elías en un carro de llamas e ilumina los trajes de noche, el baile, las conversaciones y los peinados en descomposición de reyes y reinas y herederos de Roma y Cinecittà, las manos rojiazules de los camareros entre hielo y botellas frías. ¿Cuánto tardarán en romperse todos los platos y vasos de la fiesta? Se desmoronará el palacete fascista y se derretirá la Torre de Babel de merengue y bizcocho, vencerá el ultimátum, caerá la mano que levanta la copa, se apagarán los dientes del sonriente, nos dormiremos sin esperanza de despertar, todo se perderá hasta la desaparición, Francesca. Nunca más la veré o no la veré nunca como ahora. Tuve esta sensación que también fue pasajera y se borró rápidamente. Salí del cine y su mundo. Me dirigí al Comité de Recepción y Despedida. Pedí un coche.
Fui a liquidar por 135.000 euros mis habitaciones en Granada. Confié la maleta al check-in del aeropuerto de Fiumicino y, marcada con etiqueta y código de barras, la vi alejarse sobre la cinta transpor-tadora. Un escáner lee el código de barras y dirige el equipaje por el recto camino, hacia la máquina de rayos X, en su viaje automático hasta la bodega del avión. Conoceré pronto el secreto de todos los crímenes de Carlo Trenti, la solución de todos los enigmas, lo menos interesante y lo que más interesa, 48 páginas rutinarias que todavía tendré que traducir para encontrar al responsable de cada maldad y olvidar a Trenti y su nieve rusa negroamarilla. Luego me esperan Zúrich o Florencia, mi futuro. En Zúrich, en diciembre de 1944, el agente americano Moe Berg recibe órdenes de asistir a una conferencia del físico Werner Heisenberg, premio Nobel en 1932, cerebro del programa atómico nacionalsocialista: si Berg deduce de las palabras de Heisenberg que los alemanes se acercan con éxito inminente a la fabricación de bombas atómicas, deberá dispararle desde el público, matarlo en el acto. Heisenberg desarrolla su disertación científica. Berg no entiende prácticamente nada de lo que Heisenberg dice. ¿Tiene que matarlo? En Florencia, en 2002, se viene produciendo una cadena de crímenes sin otra conexión entre sí que su extrema crueldad, perversión y repugnancia. Morir puede ser una cosa bastante desagradable. El filólogo Gian Battista Princi lee cotidianamente el periódico, sigue los asesinatos, que se suceden en un lapso de sesenta y cuatro días, y una mañana advierte que, para elegir a sus víctimas, el criminal va recorriendo los sucesivos cielos del paraíso de Dante: la Luna de los virtuosos forzados a incumplir promesas, el Mercurio de los ansiosos de fama, Venus y sus amantes, el Sol de los sabios, Marte con sus guerreros. Princi llama a la policía y avisa: la próxima víctima será un juez porque el asesino visitará el cielo de los justos, Júpiter. La sexta víctima es, en efecto, una fiscal amiga de Princi. Los policías inmediatamente otorgan al filólogo la categoría de principal sospechoso.
Son 979 páginas, unos setenta y cinco días de traducción, una novela americana, Damnation in Paradise, de Martha Gianalella. La conferencia de Heisenberg en Zúrich ocupa sólo 455 páginas, otra novela americana, Star of Damnation, de Nick Behm, trabajo de algo más de un mes, cientos de miles de muertos. Despegamos. No sé si mi maleta ha viajado con buena suerte hasta la bodega del avión. Ha podido producirse un desprendimiento del código de barras, o un descarrilamiento o choque en la cinta transportadora, o una inesperada revelación explosiva en la máquina de rayos X: van en mi maleta los angustiados instrumentos del asesino psicópata florentino (del punzón y el taladro manual a la pistola) y las bombas atómicas en construcción. No sé si mi equipaje ha sido descargado en el contenedor que corresponde a mi vuelo, ni si ha llegado a pista a tiempo para el embarque. Mi maleta puede estar volando a Moscú con mis dos posibles futuros inmediatos, Star of Damnation y Damnation in Paradise. Pero, aunque todavía quizá estallemos y ardamos eternamente, la vigilancia es pobre, ausente o sonámbula, en las primeras horas del día en que vence el ultimátum de las Brigadas Abu Hafs al Masri. La batalla mundial en Roma se ha evaporado de los noticiarios, no sé si porque ya ha sucedido o porque hoy no sucederá, y la fila exigua de sospechosos en la que paso el control de metales es la entrada a un espectáculo que se desmonta mientras se realiza la última función: el anunciado fin del mundo romano el 15 de agosto de 2004 si Italia no depone al Primer Ministro. Le pediré a mi padre 150.000 euros por mi parte de la casa.