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Una vez viví en Roma un domingo radiante. Trabajé toda la mañana por deber y amor, es decir, por dinero. Traduje 4.000 palabras. Salí. Bebí, comí, volví, se estremeció la escalera al paso del obispo americano que se aloja en el apartamento de arriba. Paseó el gran obispo por el apartamento y crujió la casa (un temible temblor del alma del americano en trance), y luego el obispo se lanzó al sillón y produjo un seísmo, la agitación de leer un domingo por la tarde al profeta Isaías. Era el 8 de agosto de 2004.
Entonces llegó Francesca con la fuente de helado, sin aviso ni cita, un milagro, un aleteo de sandalias en la escalera. El talón se separa del zapato, se apoya el tacón en el suelo, cloc, cloc, cuidado, para no sonar, y el obispo descifra el morse de los pasos de mi amiga. Yo había oído en las zancadas obispales lo que Adán oyó en el paraíso: los pasos de Dios por el jardín. No es igual leer a Salomón, He encontrado al amor de mi alma y no lo soltaré hasta que lo haya metido en casa de mi madre, en el dormitorio en que me concibió, que entregarse a Isaías, Vuestra tierra es desolación, extranjeros se comen vuestro suelo. Los Cielos son mi trono y la Tierra el estrado de mis pies.
El obispo había salido para un viaje de una semana y viajó toda la vida, hasta Roma. Lo destinaban a la banca, hijo de un banquero evangélico de Baltimore, y fue abandonado por la hija de un almirante de Annapolis después de una excursión en coche. Ganaban mucho el padre banquero y la madre abogado, física-mente perfectos, de una inteligencia y una sensibilidad anormales. Esto no hacía que su hijo los apreciara especialmente, pero sí que se quisiera a sí mismo un poco más por los padres que había merecido.
Salían en un coche propiedad de la madre de la hija del almirante. Paraban, se apretaban, se besaban, follaban. Pero alguna vez sentía una insatisfacción, oía una voz que llegaba de las profundidades de sí mismo y le descubría algo imperfecto, feo, no sabía exactamente qué, quizá cómo pronunciaba ella ciertas palabras, la sombra que le proyectaba en la cara la nariz. Y lo más repugnante en la voz de las profundidades era el aviso de que había en él un yo más hondo que su yo intachable y visible y verdadero. Era una parte de sí que no conocía, la parte insatisfecha, sin generosidad, traicionera y probablemente mejor o más sincera que su voz auténtica.
Se abrazaban en el coche. Los padres los habían bendecido en la comida dominical. La última vez que la vio pasearon por los muelles, en silencio, y aquel silencio los unía en una absoluta separación. Algo había que decir y fue dicho. No podemos vernos más. ¿Por qué? Si no sabes por qué, es que no me conoces. Si no me conoces, no puedo hablar contigo, dijo la hija del alto oficial de la Armada.
Después de renunciar a destruirse por distintos medios y a distintas velocidades, y de pasar por un período de meditación, el hijo del banquero abrazó la fe católica. Nada hay más caprichoso que la fe. Optó por el estado religioso. Se hizo teólogo, predicador persuasivo en consulados y embajadas. Sé que dispone de cierta autoridad en alguna oficina internacional de cinematografía católica. Ahora prepara en un apartamento y un sillón igual al mío lo que dirá esta tarde en la última misa, a las ocho. Los doce apartamentos son iguales, si esto puede ser llamado apartamento y no habitación de hotel humilde o celda conventual o espléndidamente carcelaria, cuatro por cinco metros, techo alto, una cruz, una biblia, la guía telefónica, una lámina polícroma de Memling (22 por 45 centímetros), dos lámparas, teléfono, cama y mesa y cocina americana, silla y sillón, un problema de asimetría si te visita alguien, aunque la dirección recomiende no recibir visitas.
Pero llegó Francesca con su helado en el momento en que yo oía en mi imaginación a la hija del marino en los muelles de Annapolis, No podemos vernos más. Mírame, dice ahora Francesca, dividida la cara entre dos expresiones, casi dos caras distintas, o dos mitades de una sola cara en momentos diferentes, perpetuamente atrapada la mitad izquierda en un momento de perplejidad pura, el ojo izquierdo más abierto y un rictus rampante en la mitad izquierda de los labios, en armonía con la totalidad de la cara sin totalidad, bella ma non bellissima. La mitad derecha ha entendido este mundo complejo y se ríe cuando juro que quiero quedarme siempre aquí, en Roma, en esta habitación, este domingo del año 2004, en la cama, de seis a ocho, pues a las ocho Francesca habrá de estar en casa, por el niño, hoy para todos felizmente invitado a una fiesta infantil. Ahora mismo suena el teléfono móvil, en el bolso, en el suelo, junto a la cama, y es el niño.
Era un agosto antiguo, casi suave. En los baños de Ostia el Tirreno con viento del oeste estaba frío y mi Roma parecía drogada por el verano, o gaseada, enfermizamente vacía, o era yo, masacrado por mis herramientas de traductor, mis pesados diccionarios y mis vitaminas en dosis aplastantes, drogas recreativas que multiplican mi capacidad de trabajo, a 30 grados húmedos. Francesca hablaba por el móvil con su hijo, y la voz le sonaba aguda, como si hubiera tomado o aspirado algo que afectaba a las cuerdas vocales, o sufriera una momentánea mutación mimética bajo la maldición de la voz ácida del niño, contaminante y televisivamente enfática, voz de película animada nipona.
Hay que estar atentos al móvil, puede llamar el niño o alguien que debe decir algo apremiante a propósito del niño. Francesca dice siempre en voz alta quién llama y a quién llama, como si pensar fuera hablar o la totalidad del mundo sólo fuera una extensión de la mente de Francesca. No existe diferencia en Francesca entre interior y exterior, todo el mundo es interior, parte de su infinita, armónica y solitaria casa mental, yo mismo incluido, y todo se concentra en su teléfono móvil. Es una mujer esquemática: le rodeo con el anular y el pulgar la muñeca de la mano que sostiene el teléfono, y no se da cuenta porque no llego a tocarla, o así se me ocurre alguna vez, cuando miro sus brazos largos, finos y fuertes. Nuestras manos son de igual tamaño. Ha provocado, hace poco más de veinticuatro horas, la muerte de un hombre, aunque yo todavía no lo sé.
Lo pasa muy bien en su fiesta el niño, Fulvio, como su padre. Es Fulvio, dice Francesca. Ahora suena el teléfono de la habitación, y es mi padre, a miles de kilómetros de distancia, en Granada, España, no en otras Granadas de Nicaragua, Colombia, Colorado o las Antillas. ¿Cuándo vuelves por fin? El domingo que viene, digo. Estamos en la cama, Francesca, que habla ahora con su marido, y yo. ¿Quién habla ahí?, dice mi padre. Se cruzan las líneas, digo, la casa es vieja, renovada, reformada, pero vieja, un edificio de 1700 o 1800, arqueológico. Mi padre me hace inmediatamente la misma pregunta que acaba de hacerme Francesca, y a Francesca le he dicho que no quiero volver a España, que me quedaría eternamente aquí, esta tarde. Francesca recibe con mucho honor estas promesas, o deseos de promesa, que no han de ser cumplidas. Son deseos sin consecuencias ni responsabilidad, directamente imposibles. Tienen la emoción de la despedida, la generosidad que se ofrece para el futuro aunque sea improbable un reencuentro en el futuro: esta emoción sólo es posible por el alivio que sentimos al irnos, libres por fin del peso de la proximidad del otro, aunque este alivio enriquezca tanto nuestro amor por unos minutos que ahora quisiéramos quedarnos verdaderamente. Y entonces mi padre me pide que me quede en Roma unos días, un mes, unos meses más.
No me importaría irme a un hotel auténtico, turístico, de Granada, si mi padre no me quisiera en nuestra casa. Los hoteles y las habitaciones de tránsito me acogen bien, casa o cara prestada, mi patrimonio fundamental. ¿Cuántas habitaciones, cuántos cuartos de baño diferentes, cuántas ventanas a plazas, calles y paredes nunca vistas antes he tenido? A Francesca, cansada de hijo y hogar, le gusta, precisamente por amor a los hoteles, pasar las tardes en este edificio de poco más de doscientos o trescientos años de edad, propiedad sólida, milenaria, vaticana, vieja habitación papal convertida en nuevo hotel camuflado. No tengo derecho, dijo mi padre, pero te pediría que nos cedieras temporalmente la casa, en principio, no siempre.
Yo tengo mi habitación en Granada, tengo la copropiedad de la casa, herencia de mi pobre madre muerta, pero mi padre me suplica que lo deje disfrutar de su vida de recién casado a solas con su nueva y joven esposa, mi madrastra, Dolores, sólo unos meses, dice. Y de repente mi deseo imaginario y potencial de quedarme en Roma se transforma en deseo real y vivísimo de irme inmediatamente. Quiero a Francesca, pero quiero menos a su marido, Fulvio, y mucho menos a su hijo.
Me gustaría que nos dieras más tiempo, dice mi padre. Habla en nombre de los dos, marido y mujer, recién casados, depositando una porción de responsabilidad en su esposa, liberándose del cincuenta por ciento de la culpa de expulsarme de mi propiedad. Es-taría encantado de quedarme en Roma, pero tengo que devolver la llave de esta habitación el lunes 16 de agosto, digo, en voz más alta, para Francesca, que posee el don de lenguas y entiende mi español y un día guió en ruso a tres rusos, yo lo vi sin creerlo, por las callejas que rodean Montecitorio. Quisiera quedarme, me quedaré si quieres, pero tengo que dejar esta casa, digo, justificando mi fuga futura, porque de pronto me parece una promesa real mi deseo confesado hace unos minutos de quedarme aquí para siempre. Pero, ahora que he decidido satisfacer a mi padre y seguir indefinidamente en este cuarto (lo que, en principio, será imposible), me parece absolutamente necesario salir de aquí, de Roma y de estos domingos inolvidables de helado y cama, comiendo helado como si me hubieran extirpado las amígdalas, si es verdad que a los niños les daban helado para cicatrizar las heridas, cuando los otorrinolaringólogos eran el ogro de moda en Granada y les arrancaban las amígdalas a los niños. Estos son los cantares de gesta que me cuenta mi padre, mi infantil padre sin amígdalas. Quizá este episodio épico-médico le dé su famosa voz reposada de abogado matrimonialista católico.
Huele a sucio y antiguo el tabaco, y me gusta ver fumar a Francesca, labios fumadores, la mano, el cigarro, los dedos y el humo, filosófica, con el oído puesto en lo que hablo con mi padre, Francesca, de quien nada hay que temer, en la cama, desnuda, con alguien de quien nada teme, uno y otro absolutamente indefensos. Cierra los ojos, como si fumara dormida, y le veo en la cara las líneas de sus vidas no vividas conmigo, vieja de pronto mucho antes de que se vuelva vieja. Le da lo mismo que me vaya mañana de Roma, no ha ido contando mis ochenta y tres días en Roma, ni los sesenta y uno que hace que nos conocemos y nos acostamos. Sólo tenemos en común un pasado de dos meses. Si cierro los ojos, estoy solo en un mundo lleno de gente desconocida para Francesca, mientras Francesca, con los ojos cerrados, piensa en gente que yo no conozco. Pocas veces pensaremos al mismo tiempo en los mismos individuos. Nos hemos dormido juntos alguna vez, aun temiendo como temo el vacío de dormir con alguien que no conozco, y yo diría que hemos alcanzado una sólida confianza mutua. Hemos llegado en sesenta días a una especie de aburrimiento emocionante, excitante, en común. Agarra mi nuca como si fuera de gato o de perro, un gesto impersonal, veterinario, o encierra mi polla en sus manos, jaula o cepo o grillete. Su realidad me da realidad, y su risa, cuando ve cómo un poco de mí cobra realidad en su mano divertida. Entonces se parece al niño de cara minúscula, animal, su hijo, criatura difícil y poseedora de un mundo ensimismado y hermético, pero absorbente, expansionista. Es rarísimo cómo se pueden formar seres tan distintos con piezas tan semejantes.
Estoy viendo los dientecillos del niño, mordedor, succionador, vampírico, exigiendo que su madre apague el cigarro, infante educado en la escuela estatal por una profesora moralista-higienista, adiestrado como un neomiembro de las Juventudes Hitlerianas para exigir buenas costumbres a sus padres y conocidos y parientes, nada de tabaco, el mundo se asfixia por el humo, dice Fulvio, niño profeta. El sol morirá, anuncia el tenebroso príncipe de ojos tristes, catastrofílico. La emisión de Gases de Efecto Invernadero aumentará el nivel de los océanos y provocará la extensión de las epidemias tropicales y la extinción de especies, recitaba el científico de ocho años, y desataba increíbles carcajadas volcánicas en su madre, su tía, sus abuelos, su padre, con el que no compartía casa. Repítelo, repítelo, pedía la riente abuela de cincuenta años, rubia falsificada. Komitet Gosudarstvennoi Bezopasnosti, KGB, gritaba entonces el científico diabólico, e inmediatamente ordenaba, No fumes, a la madre, que persevera y fuma y produce en su hijo una herida interior, una honda y humeante ferita affettiva, por así decirlo, que en el futuro lo transformará en psicópata criminal, quizá un piccolo Hitler, digamos, un probable ministro de Sanidad o incluso un presidente de la República.
Pero el niño no está felizmente en el domingo fabuloso de humo, y Francesca fuma y me oye hablar con mi padre. Me quedaré si queréis, repito, y, aunque a Francesca le he dicho que no quisiera irme nunca de aquí, ya no sé lo que quiero. Tengo que ir mañana a que me fijen una fecha definitiva para abandonar la habitación, que, siempre en principio, habrá de estar libre el 16 de agosto, dentro de ocho días, pero intentaré quedarme en Roma, le digo a mi padre, y, casi inmediatamente después de haber deseado vivir aquí para siempre, siento un perentorio impulso de irme cuanto antes. Así son estas cosas de la voluntad.
Ha oído demasiado ya, Francesca, y se levanta, me señala con una mueca el reloj, su reloj. El mío le parece indigno de confianza. El hecho de que no haya televisión en este cuarto me deja desamparado, sin posibilidad de comprobar si la hora de mi reloj coincide exactamente con la hora oficial de los noticiarios. Mis ojos, sin Francesca ni televisor, se fijan en la pared y en mi lámina de Memling, todos los días finales de Jesucristo en una única visión: la entrada en Jerusalén a lomos de un burro entre media docena de espectadores valientes o burlones que echan un manto rojo para que las herraduras no se manchen de tierra. En ese mismo momento Jesús expulsa a cuatro o cinco mercaderes del templo de Jerusalén y cena con Judas en la Última Cena mientras, en la torre vecina, Judas está vendiendo a su amigo Cristo. Las calles de Jerusalén se llenan de espectadores en cuanto, en el mismo instante de día y noche a la vez, Pedro corta la oreja del centurión muy cerca de Pedro, que, a un metro, de cara a la oscuridad y sentado en una piedra, no quiere verse a sí mismo en el acto de blandir la cimitarra. Hay mujeres en el balcón, un tropel de mirones para el trance simultáneo de la tortura con espinas y látigos y el sangriento desfile al Gólgota, los clavos y la cruz, un éxito de público, y Cristo muerto resucita y sale de su gruta-tumba para verse pasar. El amor a la maldad es masivo: el culto a la crueldad, el instinto sadopornográfico. Pero el des-cendimiento y la resurrección del cadáver, registrados en el mismo instante por la misma cámara, atraen poco público, porque la multitud, probablemente incrédula, ni siquiera acude al espectáculo del Resucitado en el mar de Tiberiades, todo simultáneamente en una imagen de 22 por 45 centímetros donde caben quince Jesús en acciones paralelas. Son las siete y veinte minutos, el tiempo se va. No sé si Francesca me ha dicho que se hace tarde para recoger a su hijo o que puedo irme cuando me parezca, que ya es hora.
La puerta del baño está abierta, y oigo la ducha. Mi padre me pide que siga en Roma hasta octubre, hasta el otoño, cuando haga más frío, hasta el invierno. Está pensando en aeropuertos bloqueados por la nieve y el temporal: si el avión supera el despegue, muy probablemente será abatido por los elementos. Seguro que pueden seguir acogiéndome en Roma sus amigos. Llámame si tienes problemas, dice, ofreciéndome amparo mientras me expulsa, definitivamente por el momento, de la casa. Medito sobre el asunto con una sandalia de Francesca en la mano, piel limpia estrenada estos días, la suela un poco sucia de las calles romanas y los pasos que la han traído hasta mí, y veo granos de tierra salvaje y roja, por dónde habrá pisado mi Francesca sin que nadie lance un manto a sus pies, me pregunto, y se me va la tarde de domingo sin saber que Francesca me engaña en nuestra habitación, idónea para hablar y callar, como un confesionario. No me había contado su sábado mortal, mucho más extraordinario que nuestro domingo radiante de agosto. Yo estaba siendo traicionado silenciosamente, o engañado, diría, aunque nadie me había mentido: ni siquiera era digno de ser engañado.
Cumpliendo el compromiso establecido ochenta y tres días antes, el lunes me dirigí a la oficina que administra la casa de apartamentos de la piazza di San Cosimato, pero no exactamente en la misma plaza, sino en un callejón, hotel secreto de los santos réprobos. La oficina está cerca, muy cerca, en el antiguo palacio de las Sacras Congregaciones Romanas, pero tampoco exactamente en el mismo palacio, sino en la puerta disimulada y estrecha y miserable que conduce a un interior clandestino de escaleras y puertas suntuosas y espejos que duplican lo suntuoso antes de que todo desaparezca en un subsuelo para funcionarios papalinos no principales, contables, cambistas, administradores de fincas urbanas. En la piazza di San Calisto, antes de alcanzar la puerta, una turba turística está a punto de derribarme y pisarme, cien criaturas con mochilas como tegumentos o exoesqueletos insensibles y acometedores en las que han pegado sentimentales imágenes del Papa. Van cargadas probablemente de latas de conserva fabricadas en factorías seguras, americanas, según la recomendación del Departamento de Estado de los Estados Unidos de América a los viajeros al exterior: No aceptéis comida extranjera. Son seres sanos e inmortales (la gente siempre ha creído en la inmortalidad, pero, si antes esperaba llegar a ese punto a través de la muerte, ahora confía en vivir eternamente sin morir), peregrinos hacia la iglesia de Santa Maria in Trastevere, enérgicos y eufóricos gracias al ejercicio, la dieta racional-nacional y la depuración sacramental de culpas, hacia la iglesia que se alza donde brotó petróleo treinta y ocho años antes del nacimiento de Jesús, profecía del auge turístico del cristianismo triunfante. Pasa a mi derecha la turba cristiana, como la corneja que anuncia la buena fortuna, y me deja ante el ujier de la puerta secreta, y otra vez subo las escaleras que conducen a la oficina del superintendente de la rama de la hostelería papal que me ha dado asilo.
He visto aquí sacerdotes espléndidos como un domingo, y espléndidos uniformes sacerdotales, futuristas, como de cosmólogos de planetas extragalácticos, trajes y sotanas, quiero decir, puños blancos de camisas de seda florecientes entre seda negra, gemelos y sortijas y cruces, una áurea austeridad litúrgica aquilatada mi-lenariamente. He oído el frufrú de las sotanas espléndidas, magníficos ejemplares de la moda eclesial-católica que se expone en los escaparates de via dei Cestari, pasado el Pantheon y piazza Minerva hacia Largo Argentina. En via dei Cestari resplandecen las mejores tiendas mundiales de moda vaticana para sacerdotes y monjas, el equivalente del mundo profano de via Condotti y sus talleres de las grandes firmas parisinomilanesas. Las vitrinas de via dei Cestari son ricas en ropas para célibes consagrados, maletines de la industria de la Buena Muerte con compartimentos para hostias y santos óleos, modificadores de la conciencia en agonía, psicotrópicos, drugs & drinks sobrenaturales, microhisopos para asperjar al moribundo y atender a su reacción inmediata, automática ya quizá, mortal, ultraterrena, casullas y sotanas en extraordinarios tejidos luminosos o antirreflectantes, gangsteriles estuches para palos de billar o armamento automático- ligero que guardan báculos desmontables de obispo. He visto inolvidables caras de curas, amarillas, rojas, negras y blancas, señoriales, siniestramente ensimismadas y siniestramente radiantes y siniestramente neutras, maquilladas, y miradas oblicuas de cura, al espejo, como si estos seres consagrados poseyeran una incontrolable vanidad de magnates maniáticos. He visto un arzobispo con un algodón en un oído.
Aquí estoy, le dije a monseñor Wolff-Wapowski, el de ojos de plomo celeste, caballero de una soledad cósmica y una imponente autoridad espiritual, de resucitado un poco pálido aún de la tumba. Aquí me tiene, dije, en el subterráneo para funcionarios del Vicario de Cristo o de algún vicario del vicario del Vicario. Monseñor iba a dejarme sin casa en un plazo de siete días, y me tendió la mano, pero sólo para señalar una silla, mano afilada y gris como un hacha. WW era un hombre de gestos rituales repetidos en miles de misas a lo largo de una vida de más de setenta años, un especialista con licencia mundial para administrar los sacramentos. Es, o era, un anciano cálido, y a pesar de la distancia desprendía un olor semejante al del estaño, y, a primera hora de la mañana, un poco de vapor alcohólico, no vicioso, sacrificial, propio del Santo Sacrificio de la Misa, ese asunto antiguo, reiterativo e inmutable. Yo ni siquiera sabía qué iba a decirle, deseoso de volver a una Granada que desde hacía años me parecía inverosímil (probablemente no existente, puramente imaginaria, como mi padre telefónico, pura alucinación auditiva), y deseoso de quedarme en Roma. Así que, como siempre en mi vida, me entregué a las circunstancias para que solucionaran mis indecisiones. La sucesión de los hechos acaba siempre por revelarnos el futuro.
Viene usted a acordar la entrega de la llave y una fecha para el inventario de los objetos que se encontraban en el apartamento cuando usted lo ocupó, dijo W, entre la pregunta y la afirmación, el acento polaco y el alemán, alemán-polaco, que yo imitaba consciente o inconscientemente en mi papel de hombre confundido, extranjero y solo, extraviado, un poco bebedor quizá, aunque seguramente Wolff-Wapowski sabía que no bebo mucho. No hay bebida en mi cuarto, según el informe sobre los amantes del apartamento A4 que obrará en poder de WW. Los amantes han sido siempre uno de los fundamentos de la hostelería y el negocio eclesial, sección de bodas, culpas y actos reproductivos, y las habitaciones alquiladas son un don de Dios para el espionaje, sometidas todos los días a limpieza y registros, intervenido el teléfono, aparato tan vital como el confesionario para el conocimiento de la humanidad. Wolff-Wapowski sabría perfectamente el contenido de mis palabras a mi amante romana y mi conversación con mi padre granadino. Monseñor había estudiado en Cracovia, en Munich, en Deusto, en Georgetown y en Roma, y su presencia de anciano impenetrable era la de un ingeniero soviético, pero sin gafas, con pelo blanco, o gris, más oscuro el pelo que la cara, bucles del tono de los ojos muertos e iluminados por la gracia de su Iglesia. Aquellos ojos me exigían que explicara qué había hecho en todos los años que llevaban sin verme, aunque WW y yo sólo nos conocíamos desde hacía ochenta y tres días y sólo nos habíamos visto ocho veces (y, la primera vez que nos vimos, los ojos de plomo preguntaron lo mismo: ¿qué has hecho mientras no te veíamos?).
Usted quisiera quedarse hasta el otoño, dijo monseñor Wolff-Wapowski, o hasta que empiece el frío verdadero, insano, ese viento tiberino que hace que duelan los oídos, dijo el padre WW, hasta el invierno, dijo, como si hubiera hablado con mi padre o hubiera recibido la transcripción de mis últimas conversaciones telefónicas.
Podemos aceptar que usted quiera quedarse, dijo monseñor WW, podemos entender que usted quiera acabar su trabajo aquí, en Roma, aunque su padre quisiera tenerlo ya en su casa. Se han producido reservas, cancelaciones en nuestras casas, vivimos tiempos turbulentos, ya ve usted los periódicos.
Pasó la mano sobre los periódicos del día, Il Messaggero, La Repubblica, II Corriere della Sera, II Giornale, Il Sole24Ore, La Stampa, pasó la mano sobre el mundo, aplacándolo como a un animal turbulento. Yo llevaba días sin leer el periódico, buscando o esperando o abrazando a Francesca, traduciendo inacabablemente Gialla Neve I, II, III, 331, 293 y 327 páginas, un total de 951 que en tiempos de normalidad me hubieran costado un máximo de setenta y cinco días, aunque había dedicado cerca de noventa a sólo 903 páginas, y vi entonces la foto periodística, en primera página, del individuo sideral, cráneo pelado, una gran oreja izquierda, gafas negras del tamaño de un antifaz para dormir en los aviones transatlánticos, ropa negra y el cansancio de los años vividos con emoción. Entre los peatones veraniegos de camisas estampadas y piernas desnudas, el hombre oscuro vestía un chaleco de fotógrafo o militar mercenario abundante en bolsillos, hebillas y compartimentos, y llevaba una mochila al hombro y un sobre blanco en la mano derecha, y avanzaba fantasmalmente mientras todos permanecían inmóviles en la parada de autobús de Largo Argentina, a primeras horas de la tarde, diría yo, por las sombras.
Ya ve usted, dijo monseñor Wolff-Wapowski, han atacado las iglesias cristianas de Irak, en domingo, día del Señor precisamente, mi domingo espléndido, pensé yo, tres iglesias en Bagdad y una al norte, en Mosud. Yo conozco estos sitios, me he reunido con el patriarca de Babilonia. Empezaron quemando licorerías y acabaron en las iglesias, dijo WW, con firmeza lógica, casi policiaca, siguiendo el rastro que llevaba de las licorerías a la Sangre de Cristo y la iglesia de la Asunción, armenia, la conozco perfectamente, repitió WW, como si hubiera estado unos minutos antes en Bagdad.
Dio la vuelta al periódico para no ver más la realidad terrible, Il dolore del Papa: «aggressione ingiusta», quizá para extinguir el dolor del Papa y la meditación sobre la posible existencia de agresiones justas, y apareció un recuadro minúsculo, una microfoto de 20 por 20 milímetros, una mujer, una cara que me obliga a mirarla, asimétrica, dos gestos en una sola cara, conocida, porque es innegablemente Francesca, o su Doble. «Parla la Donna: Ho fatto catturare il Killer», dice la Donna, Francesca irrebatiblemente. ¿Qué es esto?, digo, con el dedo en Francesca, no exactamente en Francesca, sino bajo el mentón y el largo cuello, donde estaría el pecho, cortado por el encuadre de un fotógrafo obediente a la ley periodística de borrar lo insignificante. Ya ve usted, dice Monseñor, hay quien todavía distingue el mal a primera vista y nos lo señala, dice, mirándome a los ojos, ojos azules de plomo, Monseñor, traje negro antirreflectante de seda metálica, pechera negra y blanco alzacuellos. De las mangas surgen las muñecas desnudas, e imagino una pechera que finge ser una camisa, sujeta con elásticos y lazos secretos a la espalda desnuda, la carne bajo el negro sacerdotal, el pecho lampiño apenas manchado por el vello blanco de la vejez angustiosa. Si no sabemos distinguir el mal, ¿podemos distinguir el bien?, dijo monseñor Wolff-Wapowski. ¿Quiere que, ahora que se quedará usted con nosotros, le confiese algo que no repetiré jamás ni nunca admitiré haber dicho? Echo de menos a la extinta Unión Soviética, un mal consistente, serio, ordenado, institucional. Esta señora ha visto al mal, al asesino, una criatura que había matado a un policía, ha visto el mal, de frente, aquí mismo, en via Petroselli, ha mirado a los ojos al asesino y no se ha dejado tragar por esos ojos. ¿Me entiende? Llevaba gafas oscuras, la señora: no se puede mirar directamente al sol, al mal, quiero decir. No ha tenido miedo, y ha distinguido el mal a pesar de que parecía un hombre limpio y afeitado, como usted. Ha visto el mal a pesar de las apariencias, ¿me entiende? Ha visto las marcas, porque hay marcas, no todo es engaño en el mal, hay un lunar en ese hombre, una boca torcida hacia la izquierda, fea. Se lo ha señalado a una vigilante urbana, otra mujer, fíjese usted. Ha habido un tiroteo y está muerto el asesino. ¿Sabe usted lo que dice la mujer? Está orgullosa. No he tenido miedo, dice. Nadie se avergüenza de haber sido valiente.
La Mortedel Killer in Fuga, contaban las crónicas, y nada sabía yo del killer en fuga buscado en toda Italia, tomado al azar por la telecámara de una institución bancaria romana poco antes de morir: de esa visión videográfica ha salido la foto del periódico. El killer es el pobre y terrible hombre cansado del sobre blanco en la mano, reconocido cerca del Circo Massimo por una señora que avisó a dos guardias que avisaron a dos militares, carabineros, que se fueron a la caza del killer, Varotti, según el Corriere. Varotti empuña una pistola, 357 Magnum, y abre fuego, captura a una rehén, turista belga, convierte la rapiña en incidente internacional. Dios mío, me mata, piensa la belga.
La mato, yo estoy muerto ya, os mato a todos, grita el killer, y recibe dos tiros, en el cuello, entre el cuello y la cabeza, en la nuca, calibre 9 Parabellum, el bandido Vanni Varotti, de Marsciano, en el valle del Tíber. Erano le 11.55 e un sabato romano pigro e afoso stava per diventare un giorno memorabile, dicen las crónicas, al principio del viale Aventino, frente a la explanada polvorienta del Circo Massimo, muy cerca del kiosco de refrescos que tiene el toldo verde. Iban nueve días de persecución del bandido Varotti, trescientos testigos creían haberlo visto en Údine, Nápoles y Cosenza, y avisaban a la policía, hasta que verdaderamente fue visto en Roma el sábado memorable y sofocante, y abatido a tiros por los carabineros Bosio y Testa. Había matado al carabinero Nigro en la provincia de Rávena una noche de luna llena, Hombre Lobo, y en Roma vivía entre los vagabundos de Stazione Termini y sus alrededores, aunque, bien afeitado, parecía alojarse en un hotel mediocre, y, a pesar de que paseaba por Roma como un viajante en vacaciones, las unidades que patrullaban por toda la ciudad no lo veían mientras lo captaban las cámaras callejeras policiacas.
El sábado por la mañana, al mediodía, en via Petroselli, a menos de un kilómetro del punto donde lo iban a matar, Varotti se cruzó con una mujer joven, de unos treinta años. La mujer lo miró a los ojos y sintió un escalofrío, o eso declara a los periodistas. Vio el lunar en el lado izquierdo de la cara y la boca torcida del hombre feo, patológicamente normal en todas sus caras de las que ha quedado testimonio fotográfico. Quizá Varotti percibió el escalofrío de la mujer y la creyó impresionada, en vías de enamoramiento, por decirlo así, pues muchos lo habían mirado sin sentir el mismo escalofrío, camareros de restaurantes y vendedores de motocicletas. Varotti parecía digno de confianza: allí donde llega compra el periódico, busca los anuncios de motos de segunda mano, siempre grandes marcas y grandes cilindradas, localiza al vendedor, exige probar la máquina, la prueba. Huye sobre la máquina veloz, y, a pesar de la boca torcida y el lunar siniestro y el cráneo desnudo de las fotos de ficha policial que difunden las televisiones, es servido en todos los restaurantes, donde paga en metálico con parte de los 55.000 euros que lleva en la mochila junto a un certificado médico, de enfermo de malaria. En todos los restaurantes vuelven a ver ahora el lunar, la boca torcida, el cráneo pelado del killer, y dicen Estuvo aquí, lo vimos y no lo vimos, citando el Evangelio de San Juan ante las cámaras.
Dos carabineros del Nucleo Radiomobile, armados, coordinan en piazza di Porta Capena la operación fulminante y sorprenden al killer por la espalda, llamándolo por su nombre: Vanni, Vanni. No se vuelve Vanni, no reconoce su nombre viejo, en otra vida ya, o no admite ser quien es, el niño delincuente de Marsciano, el viejo criminal infantil, o no quiere serlo, es ya otro, hacia adelante, aunque cada paso lo lleva a quien era, Vanni, Vanni. Entonces acepta ser quien es, se vuelve, dispara dos veces, los dos carabineros responden al fuego, al aire y al bandido, dice la crónica, tras el parapeto de la moto reglamentaria BMW 500, desde el suelo. Corre el killer hacia el kiosco de refrescos y fruta del viale Aventino, busca un rehén que lo salve, una familia belga, padre, madre y dos hijos, católicos, como si ansiara el amparo familiar perdido, tres hermanos y seis hermanas en Marsciano, provincia de Perugia, mansa madre pobrísima y padre alcohólico rabioso desaparecido en 1987, un hermano muerto en el manicomio perugino, otro funcionario municipal infatigable que rebate la fatalidad social-genética, trabajadoras ejemplares todas las hermanas. Pone el killer la pistola en la sien de la señora belga, de Lieja, y tiemblan el marido y los niños, de vacaciones en Roma, recién llegados de un tour por Florencia y Venecia y de paseo arqueológico por el Celio, el Palatino y el Coliseo, cansados y sofocados y al borde del Síndrome de Stendhal: palpitaciones, ruido mental y aturdimiento, honda emoción muda ante la belleza, es decir, ojos muy abiertos y palabras atragantadas, eso que llaman nervios en Berlín, dijo el Stendhal genuino. Querían un respiro antes de continuar el bello viaje o de bajar al metro y su reino de sombra en la parada del Circo Massimo, un refresco y un poco de sandía bajo el gran árbol donde se escondió la serpiente. Dios mío, va a matarme, pensó madame Simenon, aunque no se veía en poder del criminal más perseguido de Italia, a quien juzgó un pobre ladrón en el mundo del turismo cada día más obligatoriamente militarizado y blindado. Suéltala, y no disparo, dice el brigadier Bosio. La pistola del criminal tiembla en la cara de madame Simenon mientras el carabinero Testa se acerca por la espalda y dispara en la nuca a Varotti, a bocajarro.
Coincidieron el azar y el hacer. Francesca paseaba con los turistas y el asesino tranquilo que atravesó via Petroselli al mediodía, un sábado. El hombre más buscado de Italia da los últimos pasos hacia el Circo Massimo, yo toqué la tierra roja del Circo en los zapatos de Francesca. Fijaos en ese hombre, dice Francesca a los vigilantes municipales motorizados, y se va. Se va, y no me dice nada al día siguiente, domingo, conociéndonos como hermana y hermano, felices como hermanos incestuosos e inocentes, siameses, no me dice nada, ya está su foto en las redacciones periodísticas, felicitada telefónicamente y públicamente por Walter Veltroni, alcalde de Roma, y no me contó nada. ¿Ha elegido callar en legítima defensa, por amor, por simple capricho? No sé si teme la venganza del clan del killer. Yo tendría miedo, pero ella comía helado, tranquila, en domingo, con un poco de crema de limón en el filo del labio superior y la voz ronca y perezosa, y Roma vacía y en alerta máxima contra los islamistas fanáticos, 23.000 hombres vigilando 13.000 potenciales objetivos, los objetivos religiosos especialmente vigilados, vigilada probablemente esta casa, donde se hospedan un párroco, un obispo, un futuro cardenal americano que ahora se estremece en su sillón ante las últimas noticias de amenazas islámicas, el ultimátum de las Brigadas Abu Hafs al Masri, mientras basílicas e iglesias especialmente sensibles instalan en el atrio detectores de metales. Hay en Roma un mínimo de 300 iglesias y basílicas, probablemente más que aeropuertos en Europa, y aeropuertos e iglesias son dos núcleos del miedo a la muerte. Damos vueltas en la cama en feliz aburrimiento dominical, sexual, contando tonterías, comiendo helado con cucharillas de plástico de menú de avión, y no me dice nada Francesca del escalofrío ante los ojos del killer, aunque el teléfono móvil suene hoy con sorprendente frecuencia y nunca merezca ser contestado. Es trabajo, dice Francesca. No me cuenta nada, el Hombre Lobo nunca había sido visto, denunciado y muerto, ni siquiera me habla del paseo, adonde iba o de dónde venía. Por el Circo Massimo y las Termas de Caracalla vive el marido, Fulvio, o el senador para el que el marido trabaja. ¿Le ha contado al marido la visión del killer? ¿Le ha contado la historia heroica al hijo, animal rubio, aguda cara de mono de Gibraltar pugilista? Nos vemos el marido y yo, hablamos, es un amigo romano, no le pregunto si se acuesta con su mujer, su antigua mujer. Pero es mi mujer, dice, tenemos un voto, ¿no?, un voto sagrado, un sacramento. Y nunca me pregunta si me acuesto con su mujer.
Yo diría que me siento traicionado por ese azar que pudo costarles la vida a una madre belga, dos carabineros armados, un vendedor de refrescos y fruta, algún turista del área arqueológica, el secreto multitudinario de Francesca, difundido en la primera página de los periódicos del país, y en las televisiones probablemente, aunque Francesca no me diga nada durante nuestra última reunión en el apartamento que me alquila el Vaticano o su rama inmobiliaria.
Cuando Francesca se va hay una especie de alivio, de desposesión de un peso que no se notaba cuando se llevaba encima. El miedo a la separación perdurable se percibe veinticuatro horas después, como si la separación instantánea hiciera efecto al cabo de veinte o veinticuatro horas, como ahora me hace efecto el silencio del domingo maravilloso con teléfono móvil incesantemente encendido y sonando a bajo volumen sin respuesta. No entiendo por qué no me contó lo fríos que eran los ojos del killer, qué sintió al saber que lo habían matado. ¿Se lo ha contado a su marido? Yo le cuento a Francesca lo que me cuenta monseñor Wolff-Wapowski, le recito con voz de Wolff-Wapowski la leyenda sobre la puerta de la Academia Pontificia de Cracovia, Nil est in homine bona mente melius, y la repetición de las emes nos lleva a juegos labiales, un poco más abajo de los labios, más abajo del cuello. Yo le he hablado de mi padre, he juzgado el amor de mi padre ante Francesca. No le he dicho exactamente que me haya expulsado de mi casa, sino que sigue preocupándose por mí, enseñándome a ser independiente aunque estemos estrechamente unidos, educándome a mis treinta y tres años, como a mis siete o mis quince o mis veinte, cuando me enviaba a internados jesuitas de España e Irlanda y me conseguía becas en Edimburgo, Friburgo y Bolonia, y estancias en California, Michigan y Columbia, siempre mandándome a los pueblos elegidos del mundo, como Dios Padre hizo con Dios Hijo, mi padre recién casado. ¿Te gustaría acostarte con tu madrastra?, dice Francesca, intrépida e imprevista navegante de las cloacas psicoanalíticas vienesas, seis años más vieja que mi madrastra, que tiene cuatro años menos que yo y ha usurpado mi casa. No está mal mi madrastra, le digo, confiándome, Francesca es más que mi familia, a la que ahora mismo mi lengua inconsciente traiciona con Francesca, pero quien me gustaría que me recibiera en su habitación es mi padre, o algo así entreveo detrás del último telón de mi melodramático teatro mental, ay, el deseado amor de mi padre, mientras río y me abrazo a Francesca (y Francesca me abraza como a un animal incómodo). La miro, me veo en sus ojos, autorretrato en un espejo convexo. Nos parecemos, tenemos prácticamente la misma estatura, nuestras piernas tienen la misma longitud. Estoy viendo mi cara asimétrica en la cara de Francesca, y no me dice que vio la cara del killer, los ojos fríos del killer, lo que les ha dicho a todos.