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Crucé via Stalingrado y el puente de Stalingrado, sobre la ferrovía y los hangares y el depósito negro de la estación de trenes, seguí la escalera, hasta la avenida que se abre bajo via Stalingrado, en Bolonia, otra vez ante la casa de ventanas azules donde vive el escritor Carlo Trenti. En la novena planta, la última, todas las persianas están echadas. Está cerrada la cancela del edificio. Si quiere usted verme, avíseme y venga, me había dicho Trenti, imprevisto giallista di fama, novelista policiaco, medio millón de libros vendidos en un año, y agente de seguros en la Mutua Reale, calculador de riesgos, especialista en prevención de incendios, exactamente. Mil personas esperaron la aparición a medianoche de la tercera parte de Gialla Neve en una librería boloñesa donde Trenti leería las primeras páginas, y el gentío afluyó bajo la nieve azul y nocturna de Bolonia. Tal fenómeno de masas era inexplicable para el experto en prevención de incendios. Pero el poder inventivo del periodismo había considerado a Trenti un Kafka de la novela negra porque, como Kafka, trabajaba en Assicurazioni Generali, aunque su agencia de seguros fuera innegablemente otra. Tenía contactos rusos en el área de la inteligencia político-militar, quizá por el nombre de la calle donde estaba su casa o porque, cuando lo llamó el periodista, Trenti viajaba como turista por Moscú, y sus intrigas novelísticas se desarrollan en la invasión de Rusia en 1941. Su peritaje en algún caso de derecho civil lo hacía experto en investigaciones criminales, o lo implicaba en la reconstrucción del Irak en guerra. Pero yo, como traductor, he investigado para entender a mi escritor: qué piensa sobre religión, qué impresión le produce el espectáculo de la naturaleza, cómo se lleva con los hombres, cómo se lleva con las mujeres, cómo con los animales y el dinero. Rico o pobre, ¿cuál es su modo habitual de vida? Trenti sólo era empleado en una agencia de seguros. Avíseme y venga a verme, dijo. Me lo había dicho hacía tres meses, y yo avisé y fui, como ahora iba sin avisar.
Usted ahora subirá por la escalera, hasta el puente, y es mediodía, me dijo hacía tres meses, la primera vez que lo vi, en mayo. Visité Bolonia inmediatamente después de mi llegada a Roma. El sol le da en plena cara mientras usted sube la escalera, que es larga, dijo Trenti. Usted no ve al que baja. Usted está desprotegido. Va subiendo escalones y está más cansado que el que baja. La escalera es estrecha, y a la una de la tarde el sol da en la cara del que sube, indefenso ante alguien que bajara. El que bajara sería invisible y más fuerte, menos cansado que el que está subiendo, que no ve la cara del que baja, invisible porque a usted lo deslumbra el sol. ¿Me entiende? Me ha pasado muchas veces subiendo esa escalera, hacia via Stalingrado. Así se me ocurrió mi sexto asesinato, mi mejor crimen, imaginario, naturalmente, novelístico, un crimen en Stalingrado, precisamente, cientos de miles de novelas vendidas. Cuando uno sube la escalera, es ciego y menos fuerte que el individuo que se le acerca bajando. No ve al asesino que se le viene encima. No ve el martillo que se levanta para abrirle la cabeza. Ve el resplandor del sol en el martillo, en el aire, volando hacia el cráneo, golpe necesariamente aniquilador. Esto era lo que pensaba yo ahora, bajando la escalera del puente de Stalingrado, con el sol de agosto a mi izquierda, en busca del escritor Trenti, que me habló hacía tres meses del crimen esencial de la trilogía Gialla Neve. ¿Cómo traduciré Gialla Neve, literalmente Amarilla Nieve, teniendo en cuenta que el giallo, el amarillo, es el color italiano de las novelas de Misterio y Serie Negra?, preguntó Trenti. La tinta amarilla de las portadas de la primera colección policiaca famosa en Italia, casi una casualidad, venía a inmiscuirse en mi trabajo más de setenta años después como una maldición. ¿Amarilla Nieve es Negra Nieve, negra de Serie Negra o de Novela Negra?, aventuro, como esos traductores de la Biblia, beatíficos evangelistas americanos, que quieren que la voz de Dios resuene inteligible en todo idioma y mundo conocidos, y transubstancian la nieve blanca bíblica en tropical carne blanca de coco y la Sangre del Cordero en Sangre de Kakapo para nativos primitivos a quienes se supone creados sin la facultad de imaginar fenómenos nunca vistos y regiones remotas donde existe lo nunca visto, ya sea Yahvé, nieve, corderos, cocos y kakapos, centauros, luciérnagas, fanecos que mueren de miedo si alguien los acaricia, o esos mamíferos de color imperceptible para el ojo humano, tan invisibles como el asesino de la escalera de Trenti. Así que no ve usted a su asesino, repitió Trenti. Ve el fulgor del martillo, como el nimbo que envuelve la cabeza de los santos. Ni siquiera la víctima conoce la identidad de su asesino.
No había avisado a Trenti, en contra de sus instrucciones de hacía tres meses. Me lo imaginaba de veraneo, cerradas las compañías aseguradoras, vacías las oficinas de via Ugo Bossi y via Guglielmo Marconi, aire parado y climatizadores desconectados y Trenti en Anacapri o las Canarias. Pero me dejé ir via Zamboni abajo y atravesé las plazas de Rossini y Verdi (la vida era un teatro musical de triunfales líos amorosos), y luego tomé via del Guasto, calle de la Avería, el Desperfecto y la Corrupción, literalmente, como si leyera en mis pasos sucesivas estaciones de mi futuro o mi pasado o mi presente, hacia el norte y los barrios bombardeados en la Guerra Mundial, al este de la Stazione, hasta via Stalingrado, Rusia al norte de Bolonia, más allá de Porta Mascarella, a la casa del escritor de novelas negroamarillas. Algunas personas son espléndidas contando historias de su vida, a mí no se me ocurre nunca nada, me había dicho en mayo el gran Trenti. La idea misma de que estemos aquí hablando es absurda, usted podría haberme consultado sus dudas por teléfono o por correo electrónico, naturalmente, dijo Trenti, y no me pregunte por significados ocultos, intenciones, nada de eso. Le daría respuestas incomprensibles porque seguramente no entenderé la pregunta, dijo Carlo Trenti, que no se llamaba Carlo Trenti, sino Federico Galetti.
La ciudad parece en estado de sitio, Bolonia vacía a 29 grados, autobuses rojos vacíos y comercios vacíos y sospechosos coches de apariencia vacía en el brumoso y amarillento químico agosto. He visto extraordinarias prevenciones en el aeropuerto de Roma, Fiumicino, y un pasajero del vuelo a Tel Aviv en zapatos de gimnasia antiestáticos y con luces intermitentes en los tacones ha disparado las alarmas del detector de metales y seiscientos pasajeros han sido evacuados de la terminal C, posible kamikaze islámico explosivo. Detenido, sale quince minutos después del retén policial con los zapatos de gimnasia apagados y desprovistos de sus pilas de 1'5 voltios, causa del disparo de las alarmas. El ultimátum mahometano vence en Ferragosto, Feria de Agosto, 15 de agosto. El 15 de agosto podría ser un día histórico, como el 15 de agosto de 1769, por ejemplo, día del nacimiento de Napoleón. Esto es gran Historia, Historia sin mí, como todo lo que sucedió antes de que yo existiera, todo lo que fue hecho sin mi presencia. Y ahora atravesaba Bolonia el 10 de agosto de 2004 y, aunque yo estaba presente, todo seguía haciéndose sin mí, como en 1769, y las calles y tiendas vacías en la Bolonia amarillenta de las cuatro de la tarde, momento de tranquilidad o normalidad o huida absoluta, sueño o pánico, quizá fueran, sin que yo lo supiera, uno de los escenarios preparados para la primera guerra mundial islámica. Escribiremos vuestra historia. Está escrito en el ultimátum.
He visto carteles de Carlo Trenti y Gialla Neve en los escaparates de las librerías vacías, Gialla Neve, Il Film. He pensado profesional y banalmente que este amarillo de Bolonia de agosto terrorista quizá se corresponda con lo que en la tabla de colores del diccionario Zingarelli es llamado Giallo di Napoli, como el Blu d'Oriente sería el azul de las persianas de Trenti, echadas. No he llamado a Trenti y Trenti no estará. Vengo a ver su casa como esos amantes abandonados que se acercan una y otra vez a mirar las persianas de quien los despreció, uno que ya ni siquiera vive detrás de esas persianas. Pero a Trenti lo he abandonado y olvidado yo, absorbido por Francesca en los últimos tiempos, cuando las páginas que debía traducir ayer se convertían en páginas que traduciré mañana. Si hoy iba a traducir diez páginas, mañana traduciré veinte, que quizá sean treinta un día después, siempre más anchos los días conforme se alejan hacia el futuro.
Ante la cancela, del mismo color que las persianas, pulso el timbre marcado con el apellido Galetti y el apellido se ilumina. Nadie responde. Pulso otra vez el timbre y oigo un ruido de persiana, efecto de mi imaginación y mi aprensión, porque miro hacia arriba y nadie parece vigilarme. No se puede abrir hoy la puerta a cualquiera. Preparaos para un Baño de Sangre, avisan las Brigadas Islámicas y los periódicos. Yo mismo he sido vigilado y protegido en el aeropuerto, entre otros muchos inocentes en peligro, como yo, inocentes y sospechosos, capaces de los mayores daños bajo las apariencias más inocuas, y he visto confiscar limas y tijeras de manicura y sacacorchos mientras perros antiterrorismo entrenados en Langley, Virginia, en el cuartel general de la CIA, olían suelas de zapato en busca de posible explosivo plástico. Entonces se abre la cancela del edificio de nueve plantas bajo el puente de Stalingrado, la casa del nuevo superventas millonario. Hay un silencio de gran villa, hojas secas y ramas secas frotándose entre sí y el motor de un coche lejano por una carretera lejana, sobre el puente de via Stalingrado, hacia el viale Berti-Pichat.
Crucé la verja y la puerta electrónica volvió a cerrarse, ya me veía escalando los barrotes para salir, sin nadie que me abriera a la salida, como nadie me abriría el apartamento de Trenti, o Galetti, Federico Galetti, porque Trenti es un nombre de guerra literario y Federico Galetti andaría por las playas del Adriático, en Ravenna, Rimini, Cattolica o Pesaro, o en Riccione, adonde Mussolini mandaba a su mujer y sus hijos todos los veraneos. Los domingos cogía el coche, iba a verlos y les llevaba pasteles. Allí estaría el gran escritor con su mujer. Trenti es un hombre familiar, humilde, de una humildad insultante, indiferente, altanera, y un metro noventa centímetros de estatura. Son distinguidas sus facciones, anglosajonas, rubiescas. Es una especie de Lord Jim, aquel que también tenía otro nombre, aunque su más ferviente deseo fuera que ese nombre nadie lo pronunciara jamás. No se parece Trenti al marino Jim, sino al actor que lo interpretó en el cine, Peter O'Toole de Italia, longilíneo, de aspecto vulnerable cuando se ensimisma, o así lo recuerdo en el ascensor que me lleva a su apartamento. Sólo lo he visto una vez en mi vida, en mayo de 2004, antes de la directa amenaza islámica de las Brigadas Abu Hafs al Masri. Entonces, la primera vez, Trenti fue un hombre acogedor, pero con prisa, impaciente. Miraba y miraba el reloj, aunque, muy educado, miraba mi reloj, no el suyo, el reloj de mi padre, para ser más preciso, regalo de mi padre, regalo de compromiso de mi madre a mi padre en 1968, fecha grabada en el dorso del reloj, fecha fija mientras el reloj se mueve automáticamente. Federico mira mi reloj para ver cuánto tiempo lleva el traductor haciendo preguntas absurdas. ¿Por qué Rusia es el escenario de su novela de crímenes? Podría decir que por emulación, Rusia y la guerra están en muchas novelas, los escritores son muy imitativos, evidentemente, plagiarios. Fíjese usted en dos escritores tan distintos como Maiakovski y Pavese, los dos se matan por una actriz que no los quiere en su cama, y Pavese copia en su mensaje final de suicida las últimas palabras de Maiakovski. Hasta esto se imita. La tradición es importante. Pero Rusia es mi escenario por Rusia, por la nieve, por la guerra, la nieve es una cosa simple, un misterio simple. Y en la guerra no hay ley. ¿Me entiende usted? Hay miedo, terror, la ley es abolida o no vale. Hay muertos en la guerra. Un giallo, un noir, vive de los muertos. ¿Dice usted que en una novela policiaca, de crímenes, la muerte es lo inesperado en un mundo que precisamente se vuelve interesante porque lo inesperado ocurre, el asesinato, lo excepcional, mientras que en una guerra la muerte es lo normal, lo más previsible? Bueno, ya hablaremos de ese asunto, la guerra. ¿Por qué los muertos? ¿Por qué Rusia? Esa es la clase de pregunta que no sé contestar, que no se contesta, la respuesta me parece evidente. Me han hecho preguntas que me han avergonzado de mi ignorancia. Haga usted su trabajo, traduzca la novela y hablaremos otra vez, dijo Trenti.
Tres meses después, traducidas 903 páginas, sin saber aún cómo traducir el título de la trilogía, Gialla Neve, tan fácil de traducir, Amarilla Nieve, sin saber exactamente si quería volver a ver a Trenti y deseando que nadie me recibiera en su apartamento, subí nueve plantas en un ascensor del que vi salir a una mujer de treinta años, alta, resplandeciente y vestida de lila, floral, hubiera dicho Carlo Trenti. Llamé a la puerta de Trenti. El escritor es un hombre preocupado por el reloj y por las puertas. Mira continuamente a la puerta, cerciorándose de que está bien cerrada o esperando que alguien se presente, como si estuviéramos reunidos en secreto, escondidos. Recuerdo la camisa muy blanca de Trenti, sin corbata, el tamaño de Trenti, los largos brazos y las largas manos y la manera de levantar las cejas, el pelo fino, claro, rizado, del agente de seguros, tres novelas, medio millón de libros vendidos en un año en Italia, traducido simultáneamente a catorce lenguas, gran lanzamiento mundial en la primavera de 2005, una película. Después de escribir la primera novela pensé que podía escribir otra, y la escribí, uno se mueve sin saber bien lo que pasa, qué va a pasar, es lo único claro, dijo Trenti.
Llamé al timbre en el edificio silencioso y sabía que Trenti no me iba a abrir. Pero la visita al escritor traducido da siempre cierta pátina a la obra del traductor, y yo había cumplido mi deber, dos veces, en mayo y agosto, al principio y al final, acercándome a la casa boloñesa del novelista, aunque en agosto no llegara a verlo. Lamentablemente Trenti no estaba, veraneaba con la familia en Riccione, como Mussolini, le diré al editor, y el editor se emocionará, me imaginará paseando por una playa adriática con Mussolini y con Trenti. Entonces la puerta se abrió, sin pisadas, de pronto, y vi a un hombre largo, con el torso desnudo, las piernas desnudas, pantalones cortos de color carne, de explorador, descalzos los pies inmensos. Fue como si viera a Trenti por primera vez en mi vida. Lo que recordaba de Trenti fue encajando en aquella especie de explorador de África, no un cronista de las heladas guerras rusas, sino un testigo presencial de la conquista de Etiopía por Italia en la Segunda Guerra Etiópica. La campaña en tierras áridas lo ha endurecido, y, enflaquecido y quemado por el sol, tiene un aspecto sediento, desnortado, y mira de arriba abajo al intruso que irrumpe en la batalla. ¿Quién es usted?, dice, aunque no dice una palabra. No reconoce el escritor a su traductor para España y América, el hombre que lo hace hablar en español, su boca española por decirlo así, no se reconoce a sí mismo. Tras extraordinarias experiencias nos miramos al espejo y nos vemos absolutamente extraños. Es lo natural después de salir de una experiencia extraordinaria, aunque sólo sea soñada, la voladura de la aduana de Shangai, siete minutos de sueño bastan para viajar a Shangai, volar la aduana y matar al gobernador. Trenti, a quien probablemente acabo de despertar, me mira con incredulidad absoluta: qué hace este individuo en Shangai. ¿Viene a detenerme por la voladura de la aduana?
No es esto lo que me pregunta. ¿No trae usted el televisor?, dice.
Bebemos agua con gas y hay un olor especial a casa deshabitada durante el largo veraneo, aunque parece durarme el olor a piscina de la mujer que salió del ascensor. El escritor está en su casa boloñesa por casualidad. Es verdaderamente fruto del azar que nos hayamos encontrado. Federico Galetti, Trenti, estaba citado a las cuatro de la tarde con el reparador de televisores, que debe devolverle un aparato averiado, no para esta casa, sino para la casa de Ferrara, parva sed mihi, dice el escritor, no un apartamento, una verdadera casa, poca casa, pero mía, nuestra. Somos de Ferrara, mi mujer y yo, a pocos kilómetros de Bolonia, en tren. Hemos pasado toda la vida lejos de casa, lo que no sé si es una ventaja o un inconveniente. Esto me han dado las novelas, una casa en Ferrara, es decir, la separación de mi mujer, que ahora vive allí. Se ha ido, y esta separación es un signo de felicidad y prosperidad, evidentemente. Perdóneme que no lo haya reconocido, estaba buscando en su cara la cara del reparador de televisores y no la encontraba, y me he desorientado, dice Trenti, como cuando uno vuelve a una calle y una casa que conocía y no encuentra la casa. Pero usted no ha cambiado mucho desde que lo conocí, y ya ha pasado tiempo, tres meses, el tiempo de encontrar y comprar una casa en Ferrara, donde no vivía desde hace treinta y cinco años. Mi mujer y yo vivimos en casas distintas por primera vez desde hace treinta y tres años, es decir, por primera vez desde que vivimos juntos, cosa que ya no hacemos, ahora que estamos más unidos que nunca y somos más felices que nunca, si esto se puede decir alguna vez.
Allí estábamos, en la casa oscurecida para el veraneo y habitada de improviso. Me pasó a una habitación en tinieblas y oí el ruido de subir la persiana y abrir la ventana, ya sin mucho sol. Era una habitación de pocos muebles, de una especial incomodidad, como si las paredes azuladas, las dos sillas, la mesa y la lámpara hubieran sido sorprendidas a oscuras y bañadas repentina y desagradablemente por la luz. Salió Trenti, volvió con una botella de agua y dos vasos con hielo que sabía a viejo, días y días en el congelador, muchos meses, o esto lo añade mi aprensión, sabor a medicina en un vaso de agua, tiempo muerto en una porción de hielo. La aprensión es un extraordinario modificador de la realidad o de la percepción. Vi entonces la percha, junto a la puerta, y la prenda invernal, una especie de abrigo o chaqueta larga con la etiqueta de un sastre, Bussi, en letras plateadas. Vi en la mesa unos periódicos muy leídos ya, o eso decía la blandura de las páginas, como si se les hubiera extraído el vigor de la novedad y la sensación de la sorpresa. No esperaba verlo a usted, dijo Trenti, que pensaba buscarme al día siguiente, qué casualidad, porque estaría en Roma para asuntos de producción de la película Gialla Neve. Hacía tiempo que no recibía noticias mías, verme ha sido una sorpresa extraordinaria. ¿No pienso ir a la fiesta secreta para anunciar la futura presentación de Gialla Neve, Il Film, en la noche de Ferragosto? Tengo sus teléfonos, ¿no es así? Tengo cuatro direcciones de correo electrónico, tres números de teléfono fijo y dos números de teléfono móvil, el escritor se había puesto a la entera disposición del traductor, pero precisamente no esperaba ver al traductor este día de agosto, día amarillo como la nieve criminal de Trenti, sino en la noche del 14 al 15, en la fiesta del film y del fin del mundo, si las Brigadas Abu Hafs al Masri cumplen sus profecías. Yo tampoco esperaba ver al escritor, pensé, y aquí estamos en esta habitación en la que se ha hecho de noche en pleno día, como bajo un eclipse. Tembló la tierra y se hendieron las rocas y se abrieron los sepulcros, dice San Mateo. Esperábamos que sonara el timbre y apareciera el Reparador de Televisores con el televisor que acabaría en la nueva casa de Ferrara.
Sentados, sin hablar mucho, nos mirábamos, nos acompañábamos mutuamente como se acompañan los que comparten sala de espera en un médico o un abogado, pero mi acompañante estaba desnudo, hombre grande de largas piernas, largos brazos y huesos finos. No sé si tiene usted muchas o muy pocas cosas que decirme, dijo Trenti, puesto que no me ha llamado en estos tres meses. La gente deja de llamarse cuando no tiene nada que decirse o cuando tiene tanto que prefiere callar. Dígame, ¿qué ha descubierto en mis asesinatos rusos? ¿Alguna inconsistencia? El personaje que se llamaba Monreale en la página 34 se llama Fariña en la página 67. ¿Es el mismo personaje? Naldini quería a Labranca. ¿Cómo puede decir en la página 101 que Labranca le era indiferente? ¿No es demasiada casualidad que Monreale y Labranca coincidieran en el mismo edificio de Ferrara y en el mismo convoy de tropas a Rusia?
Fíjese usted. Las casualidades y las coincidencias son fundamentales en los amores, pero también en los crímenes, dijo Trenti, y cogió los periódicos, los abrió, Il Resto del Carlino boloñés, La Stampa de Turín, Il Corriere della Sera milanés-romano. Todos ofrecían fotos de la chica romana que vio a un criminal y avisó a la policía. Fue abatido a tiros el criminal, poseedor de un historial temible, un aventurero, atracador de gasolineras en Italia y viajero por Oriente, dijo el escritor vestido de explorador, descalzo, como en el desierto, como si la habitación en sombra fuera una tienda de campaña. Es una casualidad, subrayó Trenti. La chica pasea cerca del Coliseo, esa calavera clavada en Roma, no sé quién lo dijo, calavera de piedra, gigantesca, ruina consolidada, horrorosa, usted la ha visto. La chica, ¿cómo se llama? Francesca Olmi (busca Trenti en el periódico desplegado el nombre de Francesca, personaje heroico en la ciudad en estado de alerta, valiente, nuevo fenómeno televisivo), eso es, Francesca. Pasa por via Petroselli exactamente en el mismo momento en que aparece el bandido más buscado de Italia. No sólo coinciden, sino que lo mira, y da la casualidad de que ha visto los anuncios en televisión y en los periódicos, la llamada general a la caza y captura del criminal Varotti. ¿Usted había visto esos anuncios? Yo no, dice Trenti. Estoy perdido en Ferrara, no hago nada, ojeo los periódicos, veo en el televisor películas alquiladas, he visto una media de tres películas diarias, dice Trenti, y yo estoy con el corazón suspendido, oyendo hablar de mí al novelista, no de mí, sino de Francesca. Se ha producido un corte, un apagón, una interferencia, la irrupción de las películas que ve en Ferrara el novelista-agente de seguros, e inmediatamente vuelve la imagen principal, Francesca, remarcadas las facciones en la foto periodística, afiladas, dura, pelo cortado, nueva Boca de la Verdad en Roma. Lo mismo que identifica criminales a primera vista, identificará ahora lo que va mal en la vida de los espectadores que llamen o manden mensajes al estudio de televisión.
Esta chica, Olmi, podría no ser lo que aparenta, dice Trenti. Estamos imaginando, naturalmente. Es lo que hace un giallista, inventar crímenes. Estudia posibilidades indeseables. Esto no es muy diferente de mi trabajo habitual, dice Trenti-Galetti, mi trabajo de toda la vida, imaginar riesgos como ingeniero de prevención de incendios. Nunca le he hablado a usted de eso, ¿verdad? Ya hablaremos en otro momento. Volvamos a la chica, a Olmi, Francesca. Me adivinaba el pensamiento Trenti. Los escritores son así, te miran y te inventan un pensamiento y una vida, y Trenti se adentraba por el laberinto rectilíneo de mi pensamiento y llegaba directamente a Francesca, sin ningún tipo de vacilación, perito en inspección de sistemas de prevención de incendios. Esta mujer está paseando por Roma como una turista, del Coliseo al Circo Massimo, cuando de via della Misericordia sale el asesino. Lo ve la chica, y da la casualidad de que inmediatamente se encuentra con dos guardias. No vacila. He visto al asesino, avisa. Muy bien. Al día siguiente la invita la televisión a un consultorio que será anunciado el sábado, este sábado, exactamente una semana después de la feliz caída del criminal. ¿Casualidades? Vamos a ver, supongamos que no son casualidades. Supongamos que la chica conocía previamente al criminal. Viene de encontrarse con él en algún hotel. Conoce a otros que también lo conocen. No es que la chica y el criminal volvieran de una cita, se pelearan, se separaran peleados y espontáneamente ella lo denunciara a la policía en un arrebato de odio amoroso. Una cosa así tiene poca consistencia. Si sólo hubieran detenido al criminal, el criminal sabría que lo había denunciado su amante. Lo descubriría en la comisaría, o en la cárcel, antes o después, y se vengaría. ¿Sabía la chica, antes de denunciarlo o entregarlo, que a Varotti lo iban a matar?
Yo la conozco, iba a decirle a Trenti, il giallista. Francesca es mi amante, no la amante del muerto por la policía, trabajadora ejemplar, Francesca, madre de un hijo, separada, o no exactamente separada, una mujer excepcional en todos los sentidos, jamás una traidora, aunque habla poco, me siento traicionado precisamente por este motivo, porque Francesca no habla. Estoy en Bolonia por este motivo. He salido de Roma para no buscar a Francesca por Roma, donde tenía la impresión vertiginosa de estar dejando de ser un extranjero, anexionado al lugar por mi fijación a Francesca, hundiéndome progresiva y adhesivamente en un asunto banal, amoroso, familiar, sórdido, una futura familia con Francesca, la cama, y luego más cama, y luego menos cama, el aburrimiento, las lágrimas, cajones de ropa de verano guardados durante todo el invierno, y durante todo el caluroso verano ropa de invierno guardada en cajones sombríamente calurosos, ropa promiscua en la oscuridad del cajón y un nuevo espesor en la conciencia, la densidad íntima de un hogar organizado amorosamente. Entonces se estremece algún mueble, mi silla, en el apartamento de via Stalingrado, por el aire que inesperadamente se ha movido o por un tren que ahora mismo cruza el gran nudo ferroviario del norte de Italia.
Volvamos atrás, dice Trenti. Ahora estamos en el hotel, un hotelucho cerca de Stazione Termini, por ejemplo, nada extraordinario ni espectacular. ¿Cómo se registra en el hotel el criminal más buscado de Italia? Se lo voy a decir, dice Trenti. Se registra la chica, casada, esposa de un antiguo boxeador olímpico, aquí está escrito, esto es realidad aunque parezca fabuloso, una novela, enfatiza Trenti. Lo dicen Il Corriere y La Stampa, y nos viene bien para nuestra historia que haya boxeadores y gangsters como en una película de Kubrick, Killer's Kiss. ¿La ha visto? Yo la vi anoche. Se la recomiendo. Son datos de la prensa, y le recuerdo a usted el misterio de Marie Rogêt, de Edgar Allan Poe, es decir, el asesinato verídico de Mary Cecilia Rogers en Nueva York, julio de 1841, caso abierto hasta que intervino Poe y lo resolvió leyendo recortes de periódico, como ahora nosotros. Podemos reflexionar sobre los hechos sirviéndonos sólo de las informaciones de los periódicos sobre el caso. Podemos formular hipótesis verosímiles como haría el detective de Poe. Supongamos que somos Auguste Dupin y esclarecemos el enigma.
Aquí tenemos los periódicos. La chica está con su amante en el hotel, la pistola está en la mesa de noche, bajo el sobre con el certificado médico de las fiebres palúdicas del monstruo, a mano. La chica sabe que su amigo usará la pistola y se pegará un tiro antes de que lo cojan, lo ha jurado. La chica confía plenamente en el criminal, sabe que es un hombre de palabra, serio, se ve en las fotos, y da por seguro que lo matan o se matará. Lo matan. Todo esto es improbable. Quien conozca a la chica dirá que es imposible. Seguramente es una madre ejemplar, una estupenda trabajadora, jefa de limpieza, exactamente, lo dice aquí, y lo dicen periódicos responsables. No es una turista, es una trabajadora romana, vive a dos o tres kilómetros del lugar de los hechos, no se le ocurriría jamás practicar turismo romano en sábado, sin su hijo. Le sugiero esta hipótesis: la chica se había encontrado con su amante, o su amigo, o su aliado en algún asunto, ponga usted la posibilidad que le parezca más lógica. Otra hipótesis: la chica, Olmi, Francesca, participa del círculo de su amigo Varotti, le pagan por traicionarlo, le prometen un programa de televisión, un trabajo para su marido. Está liada, o a punto de liarse, con alguien de la televisión, que también conoce al pistolero.
Trenti se había olvidado del tiempo, ya no buscaba la hora en mi reloj, sino el efecto de sus palabras en el auditorio reunido alrededor del giallista de éxito. No lleva reloj Trenti, ni camisa, ni zapatos, sus pies aristocráticos están desnudos, como si viviéramos en el trópico, en una novela, en la evasión del tiempo, del tiempo y el espacio nuestros, aunque peor que nuestro mundo presente sea el mundo fantástico de otro tiempo, Rusia en 1941 y 1942, fango y frío, la memoria de las proezas de tiempos pasados, o futuros, o de ahora mismo, pero no en nuestra vida. El mundo se funda sobre algunas ideas muy simples, el azar, el ansia de libertad, el valor, el amor, la amistad y la lealtad, y sus contrarios. Es como una novela. La novela de crímenes sólo es una exageración de la violencia y el miedo, una violación de la probabilidad, dice Trenti, una sobrecarga de emoción por acumulación en poco tiempo y poco espacio de una imposible cantidad de desastres. Estas cosas no se dan casi nunca, pero yo las conozco en mi trabajo como ingeniero de prevención de incendios. ¿Qué probabilidad existe de que un incendio destruya un edificio de treinta y nueve plantas, equipado con sistemas antiincendio y construido con materiales prácticamente incombustibles? No hay prácticamente posibilidad de incendio, parece una operación muy favorable para la compañía aseguradora, aunque, en caso de producirse la catástrofe imposible, resultaría ruinoso cubrir los daños de la torre, el impago de alquileres, los gastos de bomberos y hospitales, el derribo, todo tipo de daños causados a inquilinos y vecinos, además de la pérdida de reputación de la compañía de seguros y la responsabilidad como instaladores o inspectores del sistema antiincendios.
Yo no seguía a Trenti-Galetti por la torre en llamas, derrumbándose. Seguía los pasos de Francesca en Roma, por las oficinas bancarias donde limpia, el camino a su casa y a la escuela del niño, a casa de sus padres y a casa de Fulvio, toda la vida de Francesca, la lámina de Memling con todos los movimientos de la pasión de Cristo en un momento en el que todos los momentos se desarrollan en un momento único. Sigo los pasos de Francesca en mi memoria, hasta mi habitación y mi mesa y la caja de fósforos que Francesca dejó vacía y yo tiré a la basura. Me acerco para leer el nombre del hotel impreso en la caja, letras verdes y una corona de laurel sobre fondo blanco envejecido, pronto no se fabricarán cajas de fósforos así, y angustiosamente busco sin encontrarlo el nombre del hotel, olvidado, despreciado, no leído, demasiado lejos ya, lanzado a la papelera hace dos días, quizá Albergo Varese, o Magenta, Macao, Volturno o Solferino, un albergo con el nombre de alguna calle en torno a Stazione Termini, la prueba de la presencia de Francesca en los imaginarios campos de batalla de Trenti. Me cazó Trenti. Escritores y psiquiatras tienen una enorme potencia de introspección, introspección en cabeza ajena, si esto existe. Examinan el contenido mental de los extraños como si intervinieran un teléfono. Todo es inapelablemente seguro, pero una noche el azar prende un fósforo o produce un cortocircuito, y la ininflamable e inconsumible torre arde, a pesar de que ni un solo centímetro cuadrado de sus treinta y nueve plantas tenía la posibilidad de inflamarse y consumirse, dijo Trenti. Y así ocurre con la vida de las personas, las más conocidas, las más queridas. Sabemos dónde dan cada uno de sus pasos, adonde se dirigen. Se mueven en una retícula controlada, sin puntos oscuros. Pero el reparador de televisores tendría que haber estado aquí a las cuatro de la tarde, y no sé dónde debería estar usted, que no me había avisado de que venía, seguramente porque, hasta el último momento, pensaba estar en otro sitio. Usted está aquí y el reparador de televisores no llega nunca.
Ahora buscó mi reloj con los ojos, me cogió la mano, miró la hora en mi reloj. Son las cinco menos cinco y el reparador sigue sin aparecer, dijo Trenti antes de volver a Francesca. Los que conocen a nuestra amiga Francesca Olmi entenderán que es imposible que conociera al criminal Varotti, dijo. Apostarían cualquier cosa a que Varotti y Olmi no se conocían. Una compañía aseguradora apuesta mucho contra el incendio de un edificio científicamente ininflamable, y el asegurado hace un negocio teóricamente desven-tajoso, pues paga la prima, los gastos, los impuestos, los beneficios de la compañía de seguros por una posibilidad de desastre científicamente imposible. Pero arden, arden los edificios menos combustibles del mundo. Por eso veo probable que se conocieran la chica y el criminal. Y, si se conocían, no se encontraron casualmente, dijo Trenti, que no veía a una romana haciendo turismo un sábado en el Circo Massimo.