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VI. LOS ESCUDEROS

Nunca más vería a monseñor Wolff-Wapowski, defenestrado y fallido para siempre, despedido, juzgado sin piedad, condenado a envejecer y morir, desalojado de su casa y su oficina en el momento en que yo me disponía a devolverle mi habitación. He sido desintegrado, dijo Monseñor cuando desapareció su envejecido discípulo Ziemnicki, príncipe de la Iglesia de Polonia. He sido excluido de reuniones y conversaciones a las que antes se me invitaba, mi sitio en la mesa desde hace catorce años y tres meses ha sido ocupado por un obispo croata sin que se me fije nuevo sitio en ninguna otra mesa. No sé dónde estoy, no se me entrega correo, se cierran puertas a mi paso o se abren para verme pasar, ya sabe usted que la desgracia tiene su atractivo, dice Monseñor, sin mirarme. No permitirá Wolff-Wapowski que nadie interrumpa lo que tiene que decirse a sí mismo en público mientras revisa papeles, las pruebas de años y años de servicio metódico y por fin despreciado.

Enmudece y, en la bancarrota verbal después de la inflación febril de palabras, tres minutos de palabras para unas siete décadas de vida (como si la vida hubiera sido uno de esos sueños de tres minutos en los que uno viaja a Shangai y, al final de cien conjuras y callejones, es volado con el palacio del gobernador), oímos en el silencio repentino la trituradora de papel. Los movimientos metabólicos de la máquina, que traga y tritura una descomunal acumulación de palabras impresas y manuscritas, mantienen cierta relación con una ejecución o un suicidio, con alguna ceremonia expiatoria, y el ruido rítmico imita la voz de Wolff-Wapowski, que imitaba en una sola voz las discusiones maniáticas y repetitivas de los amantes en trance de abandonar o ser abandonados irreparable-mente.

Aprovecho este silencio para pronunciar el nombre del boxeador Fulvio Berruto, aspirante a barbero titular del Congreso de los Diputados de Italia, Palazzo di Montecitorio. Quizá Monseñor pueda hablarle a alguien del joven campeón olímpico. Sí, despídame usted de sus amigos, dice incoherentemente monseñor Wolff-Wapowski, y me tiende las manos, los dedos frágiles, suavemente agrietados por una tenebrosa transformación que taladra a Monseñor del interior al exterior, una especie de erupción vesubiana, hombre a punto de estallar volcánicamente. Le estrecho las manos que me tiende, me inclino sobre el anillo de ámbar báltico, estoy a punto de besar el ámbar en una reverencia, como una vez vi a mi padre besar el anillo del arzobispo de Granada, repugnante escena de emoción y adulación bajo los magnolios de la plaza de Alonso Cano, y aprovecho para dejar en la mano de Monseñor un papel con los nombres de Fulvio Berruto y su jefe Colonna.

Ahora Francesca sabría que Monseñor estaba comprometido a defender la candidatura de Fulvio a la barbería de Montecitorio, lo que movilizaba en favor de Fulvio al Estado Vaticano. Monseñor no olvidaría el nombre de Fulvio. Monseñor posee una memoria capaz de contener la misa en nueve idiomas vivos y muertos, el Breviario, los Evangelios y el Apocalipsis, el Antiguo Testamento, el staff de heresiarcas y herejías. El nombre de Fulvio se unirá al de los pro-fetas, alfabéticamente entre Ezequiel y Habacuc, y al de Focio, patriarca de Constantinopla, excomulgado. Yo he puesto el nombre de Fulvio en la mano firme de W, en sus dedos heridos. Los embusteros veneran estas precisiones, estos dedos heridos, detalles que añaden verdad a la mentira y la hacen más grande. No le diría a Francesca que WW era ahora un hombre sin mano y decapitado, ni que, ensimismado en la decisión que otros acababan de tomar sobre su suerte, probablemente lanzaría a la trituradora el papel que yo había puesto en su mano recién cortada.

Fue entonces cuando, cumplida mi misión, huí a Bolonia en busca de mi professoressa X y mi ocasional yo italiano, el novelista Trenti.

El miércoles 11 de agosto de 2004 otra vez estaba en Roma. Era otro día de sol y 23 grados a las diez de la mañana, y yo celebraba el honor de despertar en la habitación que me alquiló WW en mayo. A casi nadie en el mundo se le alquilan estas habitaciones. Mientras dormía, había ganado mucho dinero en un juego de cartas que no conozco. Fue un sueño tranquilo, triunfante, y todas las cartas que me daban eran buenas, como si me atuviera a las órdenes del ministro del Interior a los italianos: Dormire sonni tranquilli! Leo la consigna en el periódico, comprados y leídos todos los periódicos del día en busca de Francesca, mi Invisible, y los sueños tranquilos son sustituidos por la pesadilla de los ojos abiertos: ha estallado la Cuarta Guerra Mundial, conflagración difusa, come una bomba a frammentazione, dice el cardenal de Milán. Desaparece la diferencia entre frente interno y frente externo, anuncia el cardenal con ojo de estratega: la historia golpea nuestra puerta y nos recuerda que ni siquiera en casa podemos escondernos, aunque el ministro del Interior nos recomiende dormir eternamente tranquilos. El ultimátum de las Brigadas Abu Hafs al Masri vence dentro de cuatro días, dice La Repubblica, que no incluye las últimas noticias sobre Francesca Olmi y el futuro programa de televisión que le imagina Trenti, nada.

El principal don de Francesca es la claridad, gladnost, decían los rusos, transparencia: la justicia debe hacerse a la luz. Francesca tiene luz, claridad de juicio, sin vacilaciones. Siempre que he ido a buscarla por la ruta de las limpiadoras y las oficinas bancarias de olor sudoroso a dinero, me ha contagiado claridad, Francesca, mi gladnost, si no me acordara ahora del cadáver, Varotti, el pistolero muerto en un acto de justicia, o por accidente, por azar. Tuvo que salir aquel individuo desgraciado de via della Misericordia y cru-zarse con Francesca, que iba a cruzarse inmediatamente con dos guardias. Tuvo que habérsele aparecido antes a Francesca en la televisión la cara del killer para que se produjera el reconocimiento y un acto brutal que seguramente Francesca no previó. O no hubo acto brutal, sino sólo un acto de legítima suspensión temporal de piedad para con los asesinos. Francesca no podía imaginar los tiros en el cuello y en la nuca, diga lo que diga Trenti el novelista. Estuve dos años traduciendo películas de muertes brutales legales e ilegales, la brutalidad vende, y nadie ha explicado el gusto masivo e infantil por la sangre brutal. Hay crímenes cinematográficos de tal brutalidad que en la vida real eximirían de responsabilidad criminal al asesino, presa de perturbación y disolución de la conciencia, como diagnosticaría cualquier forense psiquiatra ante la visión de sus obras (agujereamiento, desgarro y descuartizamiento desquiciado de cuerpos humanos). Patear una cara y romper dientes puede ser motivo de risa en un cine, como disparar en un ojo apoyando directamente el cañón en la córnea, o cortar una mano. La gente se ríe, y probablemente no se trate de un caso de perturbación y disolución de la conciencia (paralelo al desorden en la mente del cri-minal), sino de alegría de que exista alguien peor, más atroz que uno mismo, y alguien más desgraciado. Francesca no sabía que su denuncia iba a provocar la muerte limpia de aquel killer (tiro en la nuca), al que no conocía, diga lo que diga Trenti, y había decidido no contarle a nadie los hechos luctuosos, ni siquiera a mí, aunque esta idea fuera desmentida por la circunstancia poco discutible de que la hazaña de Francesca Olmi había sido publicada en todos los periódicos y era conocida por millones de telespectadores, incluido el alcalde de Roma.

Aclararé la cuestión con Francesca cuando la vea. Me buscará. Me necesita. Me demuestra confianza encargándome la misión de velar por Fulvio ante el Vaticano, unidos Fulvio y yo, marido y amante, abandonados, pienso de pronto. Se piden favores a amigos abandonados para darles a entender que, aun cuando ya no merezcan nuestra amistad, nosotros sí merecemos la suya y no nos importará seguir considerándolos criaturas utilizables. Pedir un favor puede ser un signo muy elegante de ruptura o despedida de-finitiva o superioridad o simple menosprecio.

La temperatura sube, giornata calda, dicen los periódicos, de mínimas y máximas en aumento y vientos débiles. Es la hora de la oficina bancaria de via Arenula, y ahí están en el monitor de televisión las limpiadoras, pero no mi Francesca, que tiene el día li-bre, la semana libre, ya sabes lo que ha pasado, me dicen. Sí, lo sé. Salgo a via Arenula. La ruta de las limpiadoras, mi paseo anodino de tantos días romanos, mi aburrimiento de los últimos tiempos, ha recuperado la emoción de la primera vez, a la espera de que aparezca Francesca, aunque sólo miro un mundo vacío: imperturbables máquinas taladradoras y obreros que excavan como si quisieran huir subterráneamente de la luz feroz, patrullas de policías con metralletas frente al ultimátum islámico, y perros entrenados militarmente, negroamarillos, de ojos de criatura problemática y con un po' di droga in corpo, en la sangre, en vísperas de la batalla mundial, sucia Roma desolada y perdida en el día claro de agosto. Hace sólo tres días, el domingo, comía con Francesca helado en la cama. Ya conocéis el aburrimiento hambriento de los esposos felices.

Salve, adonde vas, me dice entonces Fulvio, mi amigo boxeador, el marido de mi novia, digámoslo así. Tiene que recoger a las tres de la tarde al hermano del senador vitalicio en el Ministerio de Gracia y Justicia, siempre en via Arenula, Fulvio, mi hermano de Roma, que me pone en el hombro la mano que golpeó a campeones de todos los continentes, con sus dedos levemente desfigurados, cuidados, vendados, masajeados, ungidos. Siempre es como si nos hubiéramos visto hace veinte minutos, siempre es la misma conversación, los gestos del país, el movimiento de las cejas tocadas por puños adversarios, las aletas de la nariz casi intacta, los labios tocados por los años vividos con Francesca. Es una máscara de Francesca, y tengo el impulso de quitarle la cara para ver aparecer la cara de Francesca en la cara del boxeador, fina, de niño con arrugas alrededor de los ojos y preferido de las mujeres de la casa, inacabada todavía la cara, a pesar de las correcciones que han introducido los golpes. No digo que vengo de visitar a WW porque nunca me ha dicho Fulvio que aspire al puesto de peluquero parlamentario, y no sé si Francesca le ha avisado de que yo iba a interceder ante Monseñor, lo que podría herir su amor propio, o halagarlo. Fulvio se caracteriza por una susceptibilidad enorme en las cosas minúsculas. Que me esté interesando por él ante WW podría ser una intromisión imperdonable o una emocionante demostración de afecto hacia el aspirante Fulvio Berruto. No le digo que busco a Francesca, o se lo digo indirectamente: le pregunto por Francesca. Pide una bebida analcohólica, especial para funcionarios en acto de servicio, antes de contestarme. Bebe, se mancha de espuma el labio lampiño, pelo rubio y líquido anaranjado, pálido pugilista feliz, como si acabara de recibir un telegrama notificándole la entrada en la selección olímpica de Italia. Yo también bebo amargo líquido anaranjado. No sé dónde está Francesca, ya sabes lo que pasa, dice Fulvio. Sí, digo, y bebo. Mis relaciones con los novios y maridos y amantes de mis amantes siempre han sido sólidas. Las mujeres se van y no me dejan poseído por su fantasma, no me siguen, pero sí sus hombres, más misteriosos, siempre los conozco menos, más secretos. ¿Qué hubieran hecho si hubieran sabido lo que su mujer y yo, su amigo, estábamos haciendo, o si hubieran aceptado públicamente que sabían lo que hacíamos? Tengo en mi agenda direcciones de dieciséis países y treinta y nueve ciudades, amistades íntimas de un mes eterno que durará toda la vida, novios de mis novias casi todos, y hablamos, hablamos aún, como hablaré con Fulvio cuando me vaya. Lo llamaré para que me cuente el éxito en su concurso de barbero.

Nuestras vidas, la mía y la de Fulvio, han sido muy semejantes: clausura estudiosa en aulas y bibliotecas, expediente académico, diplomas y avales para ser recibido en universidades ultramarinas, oceánicos encierros traduciendo mientras el pugilista olímpico golpea oceánicamente en los gimnasios a sus sparrings y sus pushing-balls, y se somete a concentraciones y viajes y pruebas provinciales, regionales, nacionales, continentales e internacionales en pos de diplomas y títulos, siempre en un mundo reducido, todo el mundo es un ring y un gimnasio y una biblioteca y una habitación prestada, cerrada, el misterio de la habitación amarilla (yo he traducido esa novela, Le mystère de la chambre jaune, crimen en una habitación cerrada, abandono de un niño en un colegio, madre asesinada por un honorable hombre de la ley que resulta ser el padre, más o menos la historia de mi vida). Nuestra conversación son las ciudades que conocemos. Fulvio empieza el viaje en un susurro y acaba repentinamente eufórico en un ring. Habla de aviones y hoteles y albergues, girls & menus. No habla nunca de los combates, de antes y después de la pelea: nada de esperanza, triunfo o desilusión, eso que da sentido a las cosas. Hay una dosis de desesperación en la rapidez con que aparece el dinero en su mano para pagar una ronda, todas las rondas, son las leyes de la hospitalidad, Roma es su casa, no la mía, y el dinero en la mano lo lleva alguna vez a hablar de empresarios y promotores, del circuito de los combates en hoteles de lujo con apuestas millonarias, una novela o una película, dice. Es un placer hablar de este mundo áureo y repulsivo. No le interesa, pero hoy dice en voz baja, cerca de mi oído, que, por iniciativa de alguien muy próximo a él y buen conocedor de sus dotes, podría entrar en una combinación para la disputa de un campeonato boxístico, europeo, peso welter, profesional, versión EBU, ocho años después de su último combate aficionado, una locura muy interesante, dice Fulvio. No sabe quién es el amigo que ha propuesto su nombre para el campeonato, y es difícil averiguarlo porque los muy próximos a Fulvio son innumerables en Italia y Europa, promotores, taquilleras, masajistas, periodistas, cámaras, apoderados, productores de televisión, preparadores, fisioterapeutas, camareros, médicos, apostadores, policías, farmacéuticos, chóferes, púgiles rivales, todos unidos en una intimidad masiva, de estadio. Inmediatamente me habla del clima, del aire claustrofóbico, asfixiante, en Roma estos días.

Ayer, durante tres minutos, llovió fango, dice, un descubrimiento de viajero interplanetario o de profeta, una especie de gozo del acontecimiento del fango que viene del cielo. Francesca dice que habla demasiado Fulvio. No habían caído Fulvio y Francesca en el silencio de los matrimonios felizmente casados durante años, sino en la palabrería: el aburrimiento desesperado los llevaba a hablar desesperadamente. No padecían ninguna perturbación, sino una absoluta ausencia de perturbación. No eran de esos que hablando se deforman, caras desquiciadas por la discusión y desfiguradas en el esfuerzo de defenderse y atacar y despedazar a aquel con quien comparten conversación. Hablaban por el gusto de hablar, por amor, pasando de una cosa a otra fluidamente, soñolientamente, y echaban de menos un poco de incomunicación y vacío misterioso, y Fulvio se había ido a vivir a otra casa, como hacen los hermanos cuando crecen, me dijo Fulvio una vez.

Bebíamos una bebida amarga y analcohólica en lo que yo llamo el Bar de los Escuderos, el snack-bar de via della Seggiola, a un costado del Ministerio de Gracia y Justicia, frente a la salida lateral para vigilantes, coches blindados, guardaespaldas y chóferes, y Fulvio recibió una llamada. Il cavaliere Colonna, su jefe, lo autorizaba a llevarse el coche y no aparecer por el Ministerio hasta las cinco de la tarde. Colonna ha pasado toda su vida en Gracia y Justicia, al servicio de todos los gobiernos de Italia desde 1955, y, después del retiro, conserva un despacho secreto en el que diariamente se sumerge en el pasado: su vida es su tumba, como si el cubil existiera en la eternidad, purgatorio o paraíso. Yo he visto a Colonna, y a los semejantes a Colonna, fugaces apariciones luminosas absorbidas muy velozmente por sus coches blindados, posible multiencarnación de un alma única, y he visto a sus guardianes en su flujo entre la marquesina del Ministerio y el snack-bar, he visto el rito del café del guardaespaldas, el movimiento del brazo para llevar la taza a la boca, el inclinar la cabeza hacia atrás, el auricular en la oreja, la garganta afeitada, la rapidez para engullir el café, el olor del café cocido en el shock de la máquina exprés, un solo trago, la velocidad de vivir en alerta, el ballet de los teléfonos móviles, pitidos y zumbidos, no música, no melodías que traerán nostalgia en el futuro. Recuerdo las voces de todos los amigos de Fulvio, muchas voces, neutras, de tenores, barítonos, contraltos, ahora todos soy yo, todas sus voces, como una casa de muchas habitaciones soy cuando, años después, oigo ciertos pitidos y zumbidos de teléfono móvil.

Vámonos de aquí, dijo Fulvio, situado en un escalón inferior al de los chóferes de jerarcas, insignes juristas, magistrados, secretarios y subsecretarios de Estado. El bar de via della Seggiola, medio muerto en el agosto del ultimátum islámico, trepidaba perezosa-mente en su agitación telefónico-motorizada del mediodía, cuando la llegada y salida de coches potentes aumenta en grado proporcional al nivel de la desgana burocrática en las oficinas casi vacías, y se altera unos minutos el hastío vigilante de los guardias vestidos de celeste, como el cielo, con cinturones y pistoleras blancas, veraniegas, de neocomulgantes en domingo, y los escoltas y chóferes que esperan a los jefes persisten en su alelamiento profesional de enamorados en ronda y expectativa amorosa: ¿cuándo vendrá el ser que domina mi vida? Hay entonces una especie de conmoción. Llega un camarada veterano, hombre largo y ancho, de cara grande, no ancha, larga, hombre de peso, que saluda, entre café y café, y reparte tarjetas de visita aunque todos lo conocen, por su apellido y por su nombre, De Pieri, Piero, un colega de vacaciones, o eso dice su ropa deportiva, no de servicio, am-pulosa americana amarilla. Vámonos de aquí, dice Fulvio, que es mirado como un hermano menor, muy menor, y doblemente besado por De Pieri, que le revuelve la cabellera coronada de campeón caído, celebra impetuosamente a la bravissima, bellissima e popolarissima Francesca, y pregunta por la Cuestión Montecitorio. Así parece referirse a la Cuestión Barbería. De Pieri pone un gran puño cerrado sobre el esternón de Fulvio. La Cuestión está resuelta, dice De Pieri, y me mira, me examina profundamente, profe- sionalmente. Unos se van, otros llegan, los guardaespaldas, todos semejantes. Cuando los desprotege el portal, el túnel de sombra del Ministerio, por un instante parecen vulnerables como una Cenicienta después de medianoche. Me mira De Pieri, ha oído mi acento boloñés, Salve, me saluda. Salve. Veo algo ya visto, conocido, en este hombre espléndido, una foto en un periódico, entrenador de fútbol o astro de televisión, aunque nunca veo la televisión ni conozco mucho a los entrenadores de fútbol. Me examina. Si lo que ve coincide con mi imagen exterior de mí mismo, ve una camisa blanca, a la inglesa, pantalones de algodón puro fabricados en Marruecos para una firma de Amsterdam filial de una firma americana, ropa paramilitar o paralaboral, equipo de trabajo tradicional aggiornato, limpiado y lavado a la perfección en una lavandería de monjas, según la tradición católica, manos de monja o manos de mujer llevadas por monjas, líneas marcadas por una plancha fervorosa en las mangas y la pechera de la camisa, pelo muy corto y en retroceso a pesar de mi juventud fugitiva, pinta de es-tratega educado en un centro de formación ultrasecreta en Virginia, especialista en extraer confesiones, o eso acababa de deducir De Pieri por la forma en que Fulvio se inclinó sobre mi oreja para decir Vámonos de aquí.

Era De Pieri de poco pelo, brillante, muy aplastado sobre el casco craneal, cara de cuero caro, y dos pliegues hondos, largos y verticales, a los flancos de la nariz, punto de anclaje, la nariz, de una mascarilla anatómica fabricada con algún tipo de material que reproduce exactamente una apariencia de carne y comprende nariz, dientes grandes, labios grandes, ojos grandes, arrugas horizontales en la gran frente. Me miden esos ojos, aquilatan mi educación católica y española en Bolonia, mi Colegio, que exigía alma y cuerpo sin defectos ni enfermedad y juramento de fidelidad a las leyes y secretos colegiales sobre la Biblia de un cardenal guerrero del siglo XIV, y me ofrece su tarjeta De Pieri, Piero De Pieri, SSSS, Sociedad de Estudios Estratégicos para la Seguridad, Societá Studi Strategici Sicurezza, una señal de sigilo o un silbido de serpiente. Estamos prestando servicios en Oriente Próximo y Medio, y en el Vaticano, dice De Pieri, que viene de Brazaville y acaba de reunirse en Lugano con un príncipe de Asia.

Beberá con nosotros, no nuestra bebida naranja, sino un refresco de color de fluido mineral-vegetal- animal, radiante verde, energético, isotónico, choque de cloruros y fosfatos y sales y citratos, calcio, potasio y magnesio para prevenir los efectos del intenso desgaste muscular. Es un hombre de amplios movimientos y extraordinario reloj, nueve esferas dentro de la esfera, cadena que une la corona a la caja, dispositivos y pulsadores de acero en una muñeca de dentista. Tiene De Pieri, en común con sus colegas, una pátina de amplísima cultura, frecuentador de comedores magníficos, teatros, salas de conciertos, palacios, reuniones con artistas geniales y altos dignatarios. La relación con gente de interés nos hace interesantes, aunque el trato sea externo, desde la puerta, esperando a los jefes o alrededor de los jefes. Se les ve a De Pieri y a los suyos en los periódicos, fotografiados sosteniendo un paraguas para el ministro o el propietario de periodistas, gafas de sol y auricular en el oído, epidérmicamente imperiales. De Pieri había adquirido el aura de la autoridad y la desplegaba al beber su bebida verde, favorecedora de estados de concentración, reacción y vigilancia, sostén en situaciones emocionales y estímulo del metabo-lismo. Suda De Pieri y dice que SSSS se institucionaliza, firma convenios con NATO y Vaticano para la protección personal del Papa y el control de extranjeros. De Pieri, enérgico, entrega su tarjeta a un bebedor más, instantáneo, de café cáustico, seleccionado y be-sado entre los que entran y salen, todos rotundos. El besado lleva la marca del zumo negro del café en el labio superior y la deja en la cara de De Pieri, que no lo percibe, en estado de alerta.

El descuido y el olvido son peligrosos. La línea A del metro de Roma sufre hoy cortes y retrasos por una maleta dejada negligentemente en la estación de piazza Vittorio Emanuele, mientras los artificieros de Palermo abren con microcarga una bolsa bajo los pórticos de piazza Giulio Cesare, y una voz incapaz de articular determinados sonidos nacionales anuncia la voladura del Duomo de Milán a las ocho en punto de la mañana. Coches abandonados en la calle desde hace semanas o meses, familiares ya, en el transcurso de la última noche se convierten en monstruos, sufren una reencarnación, cambian peligrosamente de apariencia bajo el influjo del ultimátum islámico: ahora probablemente son bombas. La despreocupación colectiva exige la atención de una vanguardia vigilante y dirigente. Hay marcados 150 objetivos de alerta militar en 88 provincias ante la amenaza de ataque bacte-riológico. De Pieri elige un nuevo amigo al que entregarle la tarjeta de visita de SSSS. Propiciamos una movilización selectiva general, dice, en una perspectiva de guerra química. Los cuarteles de bomberos recluían escuadrones de canarios, canarini, dice De Pieri, y mis ojos se van al cajero del snack-bar, viudo, de cierta edad, pillacorbatas de oro, negra corbata con puntos blancos y camisa de una seriedad hogareña planchada por el fantasma de su esposa, potencial soplón o canarino della polizia, informatore, dirían aquí, según las teorías de mi professoressa semiótica de Bolonia, mi professoressa X, en su angustia y anhelo de oír hablar y suspirar y callar telefónicamente a su marido a propósito de su cajera y amante, espía policial experta en mamadas. Pero Piero de Pieri no habla de canarini en el sentido de soplones policiales que el argot da a la palabra. No ha imaginado, como yo durante un segundo, bandadas o escuadrones de cajeras de bar. Habla de genuinos pájaros cantores, aves fringílidas verdeamarillas que los mineros sumergen en las galerías subterráneas para que detecten, muriendo, la presencia de gases tóxicos. Ahora imagino en las pajareras del parque de bomberos la mirada redonda y atónita de miles de canarios con cara de Samuel Beckett, héroe de la Resistencia francesa contra los nazis, todos, junto a sus ornitólogos y criadores, gloriosos partícipes en la movilización general selectiva que anuncia De Pieri. A éste, en su americana amarillo azufre como el obispillo del canario salvaje, con sus grandes orejas y grandes ojos y gran nariz y gran boca, sí puedo verlo un gran canario o canarino policial, el individuo adecuado para investigar la red de hoteles en torno a Stazione Termini en la que, según Trenti, durmieron el viernes 6 de agosto Francesca y su killer. Yo también desearía oír y saber, como mi professoressa, aunque espiar me parezca indeseable y no siempre sea mejor que suceda cuanto deseamos. Entonces Fulvio me rescata, besa a De Pieri, De Pieri me besa. Salve, Salve, decimos, y me voy con su tarjeta de delegado de SSSS en la mano, y subo al coche del cavaliere Colonna, a quien dejamos sumergido en la biblioteca de 300.000 volúmenes del Ministerio de Gracia y Justicia. El interior del coche huele a fumador de tabaco rubio, como la calle, no como el bar sin vicio.

Via Arenula es a esta hora un antro de fumadores y otros enajenados. Fumadores expulsados de los locales públicos aspiran en la calle vapor de gasolina agoniosamente, polvo de taladradoras y humo que se pierde en el aire mientras el cigarro se consume en sí mismo, se quema, se fuma solo, incesante, como si un microscópico agente secreto químico-tóxico, oculto entre las hebras de tabaco, cumpliera la misión de fumarse rapidísimamente, desde el interior, el cigarro del fumador angustiado y en ansia de humo fugitivo. Dios mío, ahí está Francesca, irrepetible, inconfundible, fumando, en el extremo de la parada del tranvía. Nunca habría visto a Francesca tan bellissima, tan ida, tan ausente, tan desarmada como en ese momento, si el deseo no me hubiera engañado y la fumadora solitaria hubiera sido de verdad Francesca.

¿Adonde me llevas, Fulvio? Al Caffè Boiardo, dirá mi amigo, adivinándome el deseo pensado, el deseo de mi professoressa X. Vaya y vea a la ragazza soplona, dijo X, y cuénteme lo que ve. Los ojos son testigos más precisos que los oídos. Me adivinó Fulvio el pensamiento, como hacía Sherlock Holmes con su amigo Watson. Está usted pensando en la terrible guerra civil americana y en el aspecto ridículo de todas las guerras heroicas, dice Holmes, que observa cómo Watson estudia meditabundo la pared después de pasar la mirada por unos cuadros. Yo vi el anuncio en la parada del tranvía, Una donna libera non fuma, y recordé Berlín en 1937, o no exactamente Berlín en 1937, sólo una novela que traduje en 1998, popular (está probado que Hitler y los nazis atraen y venden mucho), un cartel, Las mujeres alemanas no fuman, Deutschen Weiben rauchen nicht, decía la propaganda nacionalsocialista. Miré hacia el este, y Fulvio, a quien alguna vez le había comentado la coincidencia publicitaria, siguió mi pensamiento, el humo y los na-zis, el cuartel de las SS en Roma, y leyó en las arrugas de mi frente persecuciones amorosas, boiardescas, el Orlando innamorato. Vamos a la calle del poeta Boiardo, al Esquilino, muy cerca de la antigua sede de las SS en Roma, a un bar, el Boiardo, dijo Fulvio, con-cluyendo su eslabonamiento de observaciones y deducciones, Sherlock Holmes o boxeador adiestrado en adelantarse al movimiento e intención del rival. Prodigiosamente ha seguido mis pensamientos hasta la cajera canarina del Caffè Boiardo.

Pone maquinalmente la sirena en el techo del coche, en urgente velocidad hacia ninguna parte desde via Arenula, y yo le doy un rumbo. Ve a via Boiardo, paralela a via Merulana, le digo, adivinando o intuyendo todas sus deducciones, sin darle tiempo a que diga Vamos a via Matteo Maria Boiardo, al Caffè Boiardo. Si me hubiera adivinado el pensamiento, yo ahora no pensaría en Holmes ni en la agilidad mental pugilística, sino en el avance del espionaje telefónico: un teléfono móvil sensible, abierto, en conexión, sobre una mesa, sobre la mesa de la professoressa X, por ejemplo, como apagado y abandonado, pero llamando a trescientos kilómetros de distancia, donde algún funcionario oye y graba la conversación que se produce a trescientos kilómetros. Oye y graba y traga comida y cerveza del bar de abajo, y fuma, adormilado y profesionalmente rutinario, sin oír lo que oye, hasta que la ragazza se pone en la boca el uccello de Franco.