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No estaba la chica de Franco en el Caffè Boiardo, en via Boiardo, casi en el sitio exacto donde tuvieron su residencia romana las SS. No había chica. Había quedado vacía la jaula de la cajera, protegida por chocolatinas y regaliz y recuerdos romanos, la loba con Rómulo y Remo y el Coliseo como una calavera, aunque el bar me parecía de Bolonia, cristales y maderas y bronces y una sombra de abogados y pasantes ahora en otro sitio, de vacaciones, una sala estrecha y alargada, color Negroni, esa mezcla de bitter, vermut y ginebra que sabe un poco a leña. Reconocí las vitrinas, el mostrador, los dos camareros: era el mismo bar boloñés de via Clavature, y cuanto más lo miraba más era el viejo bar de Bolonia, aunque las paredes fueran más claras, y estuviéramos en Roma, y distintos me parecieran los clientes, dos clientes, y Fulvio, y yo, pegado a Fulvio, al telefonino de Fulvio y su conexión con Francesca. Francesca había sacrificado mi amistad por alianzas con la televisión y el público y los periódicos, si no era con redes criminales, según deducía y sugería el especialista policial Carlo Trenti, de infalibilidad demostrada, medio millón de novelas vendidas. Yo estaba por amistad en via Boiardo, buscando a la ragazza de mi professoressa X, o de su marido, Franco, pero sólo encontré una silla vacía detrás de la caja registradora, sin la chica imaginaria del marido o de la professoressa, fantasía de cama telefónica probablemente. Así que bebí Baffi d'Oro con Fulvio, y esperé que sonara el teléfono de Fulvio, o vibrara en su bolsillo, sin sonido, Francesca que llama. Bebí un hondo trago de cerveza y hubo un cambio en el caffè: había aparecido la cajera en la caja, una mano entre chocolatinas y Coliseos, uñas perfectas, huesos perfectos, una mano de extraordinaria calidad.
Miré a la cajera a la cara, simple, pero única, como si no hubiera salido bien en una foto. Esta mujer, por decirlo así, estaba a punto de causar la ruina de un economista insigne, uno de los vigilantes del tesoro de Italia. No era exactamente escuálida la chica, el pelo no era exactamente negro, ni rizado ni liso todavía, provisionalmente fea, provisional todavía por una cuestión de edad, pero ya con algo estropeado, o estropeándose, podría uno pensar. Si sigues mirándola, se convertirá en monstruo tremendo, pensabas, aunque sucedía exactamente lo contrario. La mirabas y se embellecía bastante, prodigiosamente: labios abiertos, duros y con el color corrido en los bordes, plieguecillos bajo los ojos, una especie de palpitación o vibración en el cubículo umbrío de la caja registradora, la vibración casi invisible de una cigarra cuando canta, si no era el zumbido del teléfono de Fulvio, por fin, Francesca. Fulvio se apartó hacia una esquina, como si estrambóticamente meditara con la cabeza agachada y un puño contra la oreja, nuevo emblema del pensador melancólico que apoya la sien en la mano, y yo seguí mirando el aburrimiento de la chica detrás de la caja, tapada ahora la chica por un cliente en una operación de intercambio, dinero y ticket, sin tacto directo, y oí la voz, gutural, de erres difíciles, sensualmente renqueantes, grazie, grazie, infantil. Y luego la ragazza volvió a quedarse muda, sólo rictus y tics de alelamiento, ojos fijos en la espalda del bebedor que acaba de pagar y recoger su ticket, aunque ahora no sé exactamente en qué pone los ojos, como si fuera una de esas pinturas religiosas que jamás pierden de vista a quien se atreve a mirarlas. Cuando se da la coincidencia de los ojos en los ojos, uno siente en la chica la plenitud momentánea de ser mirada. Entonces los ojos bajan a los labios del cliente, operación sexual, y la chica entorna los ojos como los miopes, para enfocar mejor. Ahora tiene cara de estar descubriendo algo, o recordando algo. Se ha puesto dos dedos en el cuello, como si contara las pulsaciones de la sangre.
No veía a Fulvio en el Boiardo y me asomé a la calle, y allí estaba, hablando siempre por teléfono, con Francesca quizá. Le hice una señal, pero quien me respondió fue un hombre, en la acera opuesta, con un móvil, como si hablara con Fulvio, o lo imitara, o Fulvio imitara al hombre, que hablaba por teléfono tapándose la boca, como si aguantara la risa o no quisiera que yo le leyera los labios. Me hizo un gesto con la cabeza, se quitó el teléfono de la cara, cruzó la calle a pasos violentos, de gamberro que se dirige a lanzar una patada a una caja de cartón, hacia mí, bajo la marquesina del Caffè Boiardo con un vaso de cerveza en la mano. ¿Es usted policía?, me dijo. ¿De algún servicio especial?, dijo el hombre, sólido, económicamente sólido y moralmente sólido, pero momentá-neamente desencajado. Yo lo conocía. Lo había visto en algún periódico, en algún sitio, sí, en el apartamento romano de la professoressa X, en via Boiardo, casi frente al Caffè Boiardo. Yo me había dejado en ese apartamento un paraguas hacía cinco años, y ahora volvía a ver el apartamento que estuvo borrado durante años de mi memoria. Las habitaciones van apareciendo en un proceso químico-electrónico de revelado fotográfico-mnemónico. Incluso veo el rincón donde se quedó mi paraguas, pero no puedo recordar si el paraguas era negro o verde, un verde envejecido de bandera de Italia.
Yo a usted lo conozco, dice el hombre sólido, supremo economista de la Banca d'Italia, Bankitalia, profundamente romano, moralmente indestructible, devoto de una filósofa boloñesa, su mujer, mi professoressa X. Y conozco a su amigo, dice el economista, y mi amigo se acerca, Fulvio sonriente y soñador, filosófico, redactando un mensaje en su teléfono, saludándome con las cejas, sin mirarme, tocándome el hombro, pasando de largo, metiéndose en el bar. Quédate, le digo a Fulvio, y no me oye. Su amigo es policía, dice el economista. Vigila a Colonna, lo he visto otras veces, o es policía o agente de alguna policía paralela, guardaespaldas, guarda di corpo, dice, y suena a violencia. El economista sufre hoy un síndrome de autoridad en tensión, acosada y dolorosa, aunque yo lo he conocido más tranquilo, en otro tiempo, encantado por el placer inconsciente del privilegio y el poder, adorable, aceptando responsablemente el deber de su superioridad, para la que ha recibido entrenamiento sentimental, físico, práctico, moral y político. Es un hombre estética, erótica, éticamente, inquebrantablemente superior, ahora un poco descompuesto a la puerta del Caffè Boiardo. Su amigo probablemente me haya hecho una foto con el móvil, y me da lo mismo, dígaselo usted, y usted probablemente lleve una chinche o un nido de chinches encima, grabándome, micrófonos, microspie, dice literalmente. Le tiembla la voz, destemplada, rotas las reglas de saludo y superioridad y sumisión que establece con quienes le caen cerca, no por vanidad ni arrogancia, sino por educación y entrenamiento en el respeto a sí mismo. Toda inseguridad o duda es una mancha, una pérdida de sí mismo, diría yo, y ahora lo veo inseguro, dubitativo en la determinación con que se enfrenta a su espía o perseguidor, a mí.
Dottore, soy discípulo de la professoressa, pude decir, lo conocí a usted hace cinco años, estuve en su casa, usted me habló de Memling, un díptico de Memling en la Capilla de los Reyes Católicos de Granada, el Descendimiento de Cristo muerto, dije, también yo inseguro. Ya no me atrevía a certificar que aquél fuera el economista eminente casado con la eminencia semiótica. El tiempo nos cambia, cinco años son cinco años. Yo había cambiado, probablemente fuera irreconocible, aunque siguiera usando ropa parecida a la que usaba hacía quince años, casi a mis quince años, niño de excelentes calificaciones escolares, huérfano. Mi inseguridad en la permanencia de las cosas, o en la permanencia de mi memoria, es inmensa: la gente cambia, caras mutantes, o mi memoria cambia. Memling, Memling, dijo el economista, Memling, como una contraseña sagrada que invocaba a los años difuntos, y se serenó. Se secó el sudor con la mano que sostenía el telefonino, se cambió de mano el móvil, buscó un pañuelo blanco, se secó el sudor como un nocturno músico de blues, telefonino en vez de trompeta, traje y corbata azules y sudor en la camisa, en el labio superior, en las aletas de la nariz. Memling, Memling, sí, en la tumba de Isabella e Ferdinando, dijo, y recuperó algún grado de su esplendor de habitante de las ciudades cerradas y prohibidas a la multitud, los salones de la alta economía y la alta política, criatura apartada y exhibida todos los días a toda velocidad en coches herméticos de sirena tronante. Uno intuye al ver estos coches un estilo de vida, como cuando ve fotos de mansiones en las revistas de vida con estilo. Perdóneme, sabía que lo conocía, dijo, y la turbación volvió a pasar por sus ojos, y otra vez recuperó inmediatamente un poco del equilibrio de largos años de sensatez. Había estudiado en América con el premio Nobel de Economía Modigliani. Su vida no era buena suerte, era vida buena, la conducta ejemplar que da excelente fortuna. Si una casa entera se le viniera encima, estaría colocado de modo que su cuerpo coincidiría con la ventana abierta de la mejor habitación, y ni siquiera notaría el cataclismo: se vería, cuando encendieran la luz, en medio de una sala, frente a un fresco de los Carracci, sin darse cuenta de que miraba el techo, y no la pared de la habitación.
Sí, lo recuerdo, Memling en Granada, usted es el alumno de mi mujer, dice, y yo no sé si la professoressa le ha hablado de mí en las últimas horas. No sé si decirle que, hace veinticuatro horas, estuve con su mujer. Posiblemente ya lo sepa por su mujer, que le cuenta todo, hasta lo más íntimo, incluso las conversaciones con extraños sobre lo más íntimo. Perdóneme, está usted bebiendo cerveza, lo he sacado del bar, permítame que lo acompañe, que entre con usted, dice el economista X. Ahora me presentará a la cajera, la ragazza. Dígale a mi mujer que no vale nada, mírela, absolutamente anodina, intrascendente, fíjese usted, ropa barata, tristes cosméticos pastosos, infantiles, baratos, innecesarios, pulseras baratas y ojos de aburrimiento catatónico. La polvera barata incrustada de piedras preciosas de plástico, ¿la ha visto usted? Me avergüenzo, me diría, pero nada me dijo. Me señaló con el teléfono empuñado que pasara al Caffè Boiardo, tan cerca de su casa, y recibió inmediatamente el saludo de los dos camareros, Dottore, Dottore. Inclinaciones de cabeza lo recibieron, dos clientes se inclinaron ante el rey camino del exilio con la ropa arrugada y en estado de perturbación o indisposición probablemente provocado por la visión de Fulvio y su cómplice, yo, quiero decir. Sentémonos, dice, y me guía a una mesa del fondo sin mirar hacia el cubículo de la cajera, la chica, su amante deplorable y absorbente, la verdadera e inexplicable perturbación de su vida.
No estaba la ragazza, ni Fulvio, ni la cajera ni Fulvio, aunque había visto entrar a Fulvio en el café mientras en la calle me hablaba el dottore, prisionero de su amor descompuesto, indecente, inconveniente, delirante y doloroso por la niña anodina. Andaba tan perdido el dottore X que se olvidó de mirar al trono vacío de la ragazza, hacia la caja registradora rodeada de chocolatinas y regaliz y Coliseos y lobas con hijos humanos. Siéntese, me dijo. Tengo perdidos los nervios, el ultimátum islámico acaba el domingo, sentenció. La Cuarta Guerra Mundial retumbó en las maderas, el bronce, las máquinas, la cristalería, las botellas del Caffè Boiardo. ¿Tanto le preocupan al dottore las brigadas islamistas, el ultimátum? Sí, en cuanto pase el domingo, y alguna semana más, y dejen de verse bolsas olvidadas en las estaciones de metro y tren, y acabe el despliegue masivo de efectivos policial-militares, porque el ministro es escéptico sobre la realidad del ultimátum, pero da lo mismo, todo podría ser verdad, y hay despliegue, naturalmente, y, en cuanto pase esta verdad, el ultimátum y agosto, los periódicos publicarán otra cosa: todas las cintas que viene grabando la policía-policía y la policía paralela desde hace semanas.
Ya corren transcripciones de las grabaciones, dijo X con voz de misterio. ¿No sabe de qué le hablo? Es lógico. No le interesa a nadie el asunto. Un banco quiere comprar otro banco. ¿Me entiende? Hay movimiento de acciones y accionistas. Un caballero que antes compraba terrenos sicilianos y caballos árabes ahora quiere un banco. Antes tenía al purasangre Tirreno y ahora quiere BankTirreno. Está claro, ¿no? Entonces la Banca d'Italia inspecciona, informa. Yo, personalmente yo, que soy la inteligencia del Palazzo Koch, Banca d'Italia, desautorizo la operación. No se vende el purasangre Adriático, o Tirreno, porque el caballero comprador no tiene fondos, es un tahúr, falsifica sus cuentas, no es un caballero. Y ahora llega el rey de la Banca, il Governatore, y milagrosamente o demencialmente autoriza lo que yo no autorizo. ¿Qué hacen la Fiscalía de Milán y la Fiscalía de Roma entonces? Graban todas las conversaciones de accionistas reales, potenciales, propietarios de cuadras de caballos, campeones inmobiliarios y financieros y sus testaferros y apoderados políticos. Graban a los economistas del Palazzo Koch. Me graban a mí.
Levantó una mano el dottore X, dirigió una señal hacia algún ser invisible, y empezó a sonar música. Mejor hablar a voces que por teléfono, lo graban todo, y ahora mismo pueden estar grabando lo que le estoy diciendo a usted. En este mismo bar le pusieron un micro al juez Mengaldo. A mí me da absolutamente lo mismo. Saludo a los carabineros, saludo a la Guardia di Finanza, saludo a los fiscales y magistrados y a todos los hijos de la gran puttana, dijo disparatadamente el dottore, como hablando muy cerca de un micrófono, e inmediatamente le trajeron un gran vaso de agua. En cuanto pase el ultimátum, en septiembre, o en octubre, los periódicos van a publicar dos mil páginas de grabaciones de llamadas telefónicas intervenidas por la policía a las órdenes de la Fiscalía, ¿me entiende? Palazzo Koch, la Banca d'Italia, yo, ha inspeccionado las cuentas del comprador de bancos. Tiene caballos, pero no tiene solvencia. ¿El Governatore es amigo del insolvente? Se habla mucho por teléfono estos días, ya le digo, todos hablamos, los economistas de Italia, el Governatore di Bankitalia, financieros, senadores, diputados, los amantes y las amantes, los propietarios de purasangres, sus veterinarios, los amigos y las amigas, los clientes y sus abogados, los curas que los confiesan y les ven la lengua todos los días cuando les dan la comunión, los médicos que les recetan pinchazos. La fiscalía está reconstruyendo cronológica y pormenori- zadamente los acontecimientos, día a día, llamada a llamada, con la hora y el minuto exactos consignados en el expediente, a todas horas del día, horas verticales y horas horizontales, en el restaurante y en la cama. Estamos hablando de la compra de un banco. Hay grabadas cenas con el presidente del Consejo de Ministros. Dos mil páginas. Las he visto. Tengo una copia. Es À la recherche du temps perdu, una obra maestra, ya sabe usted, una novela cómica, irónica, sobre el espíritu de la época y el carácter de una sociedad, un monumento histórico-literario. Hay mujeres y hombres, Ferraris a medida, joyas y periodistas, conversaciones con los honorables del Parlamento y con estrellas de cine en fase de lanzamiento eterno, caballos y locutores de televisión sobornados para que no parodien en pantalla a los príncipes del mundo. Hay una red de influencias para determinar la elección de un nuevo peluquero del Parlamento, un protegido, seguramente, amante de algún militar o algún cardenal. Hay felaciones telefónicas, frenéticos telefonazos, mensajes ridículos a todas horas del día, amorosos, esas cosas que uno ve que ha hecho y le parecen increíbles, una vergüenza, espantosas, dos años después. Uno pensaría en una conjura de imitadores de voces, que no se trata del verdadero ministro ni del verdadero párroco milanés ni del verdadero astro cinematográfico, que yo no soy yo. Pero, sí, es la auténtica grabación de una banda de imbéciles, ya le digo, una época, dos mil páginas de grabaciones, voces ridículas y mensajes a cientos, a todas horas, aunque es gente más bien vespertina, nocturna. Hay pocas llamadas y mensajes antes del mediodía. Amo tu oreja que me oye, Amo tus ojos que me miran, Amo tu boca que me besa. Ti amooooo, dice a su amiga en un mensaje el magnate de los purasangres. Está cenando con el presidente del Consejo de Ministros. El consejero del presidente del Consejo llama al hombre de Milán y le dice que lo llame cada hora, que se siente solo esa noche, y gimotea al teléfono. Está enfermo, dice, y gimotea más. Está transcrito. Gimotea. La señora de un senador llama a un cura, don Fausto o don Giovanni o don Vittorio, para cambiar la hora de la confesión y evitar encontrarse en la sacristía con la madre de uno que no le está siendo del todo leal a su marido, y don Fausto, o don Vittorio, agradece en nombre de Dios la limosna generosísima recibida del nuevo banquero criador de caballos por intercesión de la señora del senador. Todos consultan horóscopos telefónicos. Un cable eléctrico se ha soltado cerca de la piscina. Es un atentado, dice un aprensivo. Un coche vigila la verja de la casa, gris, inamovible. ¿Son secuestradores? Son los guardaespaldas, dice el jefe de la casa, que ha cambiado de teléfono para que no lo graben más y le ha mandado a su mujer un teléfono nuevo totalmente seguro, dice, mientras es grabado en su búsqueda de la felicidad y la perfecta comunicación. Esto es mi Marcel Proust del año 2004.
Piense usted en Proust, que escribe À la recherche en su habitación insonorizada de París, entre paredes forradas de corcho y fumigaciones para el asma crónica, y piense en los habitáculos de la policía y sus servicios secretos legales, o conectados a estructuras investigativas privadas, por decirlo así. La técnica ha avanzado mucho. No hay que pinchar cables ni conexiones, no hay habitáculos fijos. Hay estaciones de radio ambulantes que localizan la posición de su objetivo por el timbre de la voz o una sola palabra elegida y graban automáticamente. Hay 300.000 investigados en Italia, país peligroso, figúrese usted, 300.000 posibles implicados en asuntos en los que el Código permite el espionaje telefónico, es decir, negocios de armas, explosivos, narcóticos, terrorismo, 300.000, a los que cabría añadir un mínimo de 900.000 más, o nueve millones más, en contacto usual u ocasional con los 300.000 teléfonos intervenidos, grabados también, todos grabados, y esto puede dar doce millones de intervenidos telefónicamente, esto se llama Sistema Super Amanda, o Amanda, o Enigma, o Angélica, como la hija del rey de Catay, la heroína del poeta Boiardo y su Orlando innamorato, la irresistiblemente perseguida por todos, una fantasía. Esto no existe, claro, es un rumor, no hay una estructura de Telecom Italia a la escucha de los italianos, aunque, operativamente hablando, algo así exista o pueda existir. Ahora mismo los principales intervenidos somos accionistas de Telecom, así que hemos rentabilizado el oprobio, la vergüenza, y pronto sabremos además quién es feliz entre nosotros, quién desesperado, quién con amor y sin amor, quién se casa o se divorcia, quién va a encontrarse con quién, quién es suave y quién es cruel, quién amigo y quién enemigo, quién intriga, oculta, miente, gana o pierde. No hemos manejado armas ni explosivos en este caso, sólo información bancaria privilegiada, o falsificada, y balances falsos. Pero hemos cometido en dos mil páginas todos los errores que conducen al infierno dantesco y sus nueve círculos infernales para lujuriosos y glotones, derrochadores de mal dar y avaros de mal tener, soberbios y envidiosos (dos cosas que suelen coincidir), violentos y, por encima de todo, tramposos y traidores. Mi círculo infernal sería el limbo. Yo he intentado comprender lo que pasaba, dijo X, refrenando su visionaria invectiva. Y es difícil abrir bien los ojos en el mar de carpetas azules de la Banca d’Italia, entre trajes azules, en el tono gris-ocre-corintio-azul-oro del Palazzo Koch, anestésico. Yo he abierto los ojos. No me he dejado anestesiar. He estudiado a fondo el caso. Las previsiones de la operación son catastróficas. La situación patrimonial prospectiva del caballero caballista anuncia un desastre. Así que puse toda la documentación en manos de la Fiscalía. Era mi deber. Y así lo avisé al mismo Governatore.
No había probado el agua el economista X, trabajador inflexible, algo arisco hoy, huraño, irritado, enfermo, quiero decir. No parpadeaba, no me miraba, como si hablara con el vaso. Miró mi vaso, vacío, un anillo de espuma seca. Me miró. No parpadeaba. Cerró los ojos, y lo que vio le hizo gracia, sonrió con los ojos cerrados, o hizo una mueca, que también podía ser de dolor o angustia pura. Está pensando en la ragazza, pensé, y miré a la caja registradora y la ragazza seguía desaparecida, como Fulvio, que se había llevado el teléfono, mi conexión con Francesca. ¿Cómo iba a decirle a Francesca que me iba, que me iba de Roma? No podía irme del Caffè Boiardo ahora que el economista de Bankitalia tenía cerrados los ojos, hombre inmóvil de una inquietud innatural y una ansiedad que le hizo cerrar más los ojos cerrados. Los individuos altamente concentrados pueden tener una apariencia demencial, de aturdimiento o desquiciamiento. Le voy a seguir contando mi novela proustiana, dijo, mi Tiempo Perdido contemporáneo, es decir, mi insobornabilidad en la investigación sobre la expansión del banquero A, coaligado al banquero B y al promotor inmobiliario C, digámoslo así, por el momento, individuos poderosamente insignificantes, pero significativamente poderosos, inhabilitados ahora por la Magistratura, gracias a la insobornabilidad, diría yo, la indisponibilidad a transigir de los inspectores del Palazzo Koch, dijo el inspector del Palazzo Koch. Tengo cierta fortuna personal, me puedo permitir ser insobornable. Hemos hecho una inspección delicadísima de una operación financiera especulativa, sin legitimidad contable, aventurera, fraudulenta, depredadora. Yo presento un dictamen negativo en nombre de la Banca d'Italia y la Banca d'Italia emite un dictamen positivo. ¿Usted lo entiende? Los fiscales de Milán tampoco, y controlan teléfonos, graban dos mil páginas de conversaciones y mensajes, dos mil páginas en catorce días. Ahora empiezan a difundirse las páginas. ¿Quién las está difundiendo? ¿Los magistrados, los fiscales, los abogados, los interesados, los funcionarios que escuchan y graban y transcriben, los mantenedores del servicio telefónico, las limpiadoras, los servidores de las fotocopiadoras? Ahora hay telefonazos y conversaciones sobre las escuchas telefónicas y las transcripciones que se difunden estos días. Se producirán otras 2.000 páginas en una semana sobre las 2.000 páginas existentes. Grabarán las conversaciones sobre las grabaciones. Es previsible. Tengo acciones en Telecom, cambio todos los días de teléfono, le he pedido a mi mujer que cambie de teléfono todos los días. Se están distribuyendo grabaciones de las grabaciones en soportes magnetofónicos y digitales. Hay conversaciones en las que la transcripción es manifiestamente insuficiente, pésima, infiel, se lo digo yo, que sé de lo que hablo. Conversaciones mías, grabaciones mías, íntimas, están circulando, y serán publicadas en cuanto pase esta batalla, el ultimátum. Estamos en guerra mundial, igual que el héroe de Proust, cuando volvió a París en 1916 y salía de noche para oír hablar de la guerra. Pero aquí nadie va a hablar de la guerra, lo único interesante del momento, dice Proust. Aquí se va a hablar de mis grabaciones, privadas, no profesionales, íntimas. Me he negado a modificar mi dictamen negativo, y he recibido presiones insoportables. He sufrido mucho, y no puedo ni quiero hablar del asunto BankTirreno, nada. Me he limitado a poner la documentación pertinente en manos de la Fiscalía, y la situación ahora mismo es una situación en la que no había pensado. Había pensado en muchas situaciones posibles, el acoso, el derribo, las acusaciones de connivencias políticas o financieras, ya sabe usted, pero la situación real es que la Fiscalía tiene en su poder ahora mismo once horas de grabaciones telefónicas mías que podrían ser llamadas íntimas o pornográficas, mías y de personas que me son muy próximas. No soy una persona interesante, pero buscaré y leeré periódicos compulsivamente en los próximos días, en cuanto se cumpla el ultimátum, porque van a hablar de mí. Usted conoce a mi mujer, mundialmente conocida, profesora y conferenciante en universidades de Italia y América y Gran Bretaña y Alemania y Barcelona, miembro de sociedades internacionales científicas, y no conoce a Nicoletta, aunque mi mujer sí la conoce, mi mujer conoce todo sobre su marido, como usted comprenderá.
Nicoletta había aparecido en la caja otra vez, radiante, con ojos adormilados e hinchados, como los labios, pintura nueva sobre pintura corrida, como si volviera de una scopata sparata, con Fulvio, probablemente. Yo podría mandarle una foto a la professoressa, que quería conocer en persona a la ragazza, antes de que la foto se publicara en las fotonovelas periodístico-pornográficas que temía el economista. ¿Tenía que decirle al economista que yo sí sabía de Nicoletta? ¿Le había hablado de mí en las últimas horas la professoressa X? ¿Debía decirle al economista que había visto a la professoressa hacía veinte horas? ¿X le había contado a su marido nuestra conversación detalladamente? Si le había hablado X de mí, yo no tenía que decirle nada más que lo que X le hubiera dicho. Si no le había hablado X, yo tampoco tenía nada que hablar. Meine Ehre heisst Treue, fue el lema de las SS, Mi honor es la lealtad, diría yo, que tampoco le pediría a Fulvio que fotografiara a Nicoletta con la cámara del teléfono móvil y mandara la foto a la professoressa. Cumplir un deseo de la professoressa X, ver a la ragazza, no me permitía introducirme con la ragazza en el teléfono de X en Bolonia, probablemente intervenido. Una llamada telefónica siempre tiene algo de invasión o intromisión intempestiva. Jamás volvería a hablarle a X de la ragazza si X no hablaba de la ragazza. Ahí está Nicoletta, dije, y señalé a la chiquilla de la caja registradora. No, no, qué dice usted, Marinetta no es Nicoletta, nada, absolutamente nada de eso, dijo levemente escandalizado el economista X, por llamarlo así. Todos los personajes, lugares e instituciones, reales o de ficción, sólo aparecen en esta memoria como personajes, lugares e instituciones de la imaginación.