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Respeté su silencio final, su mirada a su infierno dantesco de nueve pisos hacia abajo, en sótano, cono o cucurucho de helado enterrado, atracción terrorífica de feria para monstruos de la lujuria, la soberbia, la envidia, la gula, el derroche, la avaricia, la violencia, el fraude y la traición. Entonces el economista X, intentando salir de su abismal ensimismamiento, se agarró a mi brazo, me preguntó dónde me alojaba y, en cuanto nombré piazza di San Cosimato, empezó a arrastrarme, incluso antes de moverse, hacia la puerta. Me ofrecía comida, en la misma plaza, pescado en San Cosimato. Precisamente allí me espera el escritor Trenti, en Roma para asuntos de producción de una película, dije, pero el economista no me oyó, o no quiso oírme, y, sin haber probado el agua, se levantó, cerró los ojos, ladeó la cabeza, la inclinó sobre mí para hacerme una confidencia final.
Lo que se me recrimina es la calidad de mi trabajo, dijo, mi pormenorizado estudio y comprobación de cifras y riesgos. Mi profesionalidad es ahora una manía, un capricho sospechoso, doloso, lamentable y repugnante, prueba de mi empeño criminal en impedir el curso natural de las cosas. Nueve horas de grabaciones tienen mías, una operación de calidad, sin eludir ni un solo pormenor repulsivo. Me cuesta admitir que yo hable como hablo en esas grabaciones. En las grabaciones magnetofónicas uno extraña su voz, y, transcritas, no reconozco mis frases, el ritmo, la disposición de mis palabras, mi léxico. Hay palabras que yo no hubiera usado jamás, y las uso, palabras que a mi juicio liquidan moralmente al que las pone en sus labios, triviales, no son sucias, son mucho peor, son ridículas. Ya estábamos alcanzando la puerta del Caffè Boiardo. Signore, dijo la niña cajera, una contraseña para el economista, pensé, pero el economista ni se inmutó, no reconoció la voz que lo llamaba. Negó su pasado inmediato recogido telefónicamente y transcrito por fieles funcionarios del Estado. Signore, repitió la ragazza. Era yo el reclamado. Mi amigo, Fulvio, había tenido que irse, su presencia había sido exigida en otra parte mientras el economista emocionado me hablaba de su infierno. Adiós, adiós, se despidió el economista de los camareros mientras llamaba con su móvil, y no miró a la cajera. No era su Nicoletta, sólo era Marinet- ta. En una esquina nos esperaba un coche. Dígale usted a Manlio dónde vamos, dijo el cerebro de Bankitalia. Miré a Manlio a los ojos en el espejo retrovisor. Dije que íbamos a San Cosimato.
En San Cosimato nos esperaba Trenti. Allí estaba, con un traje muy fino y una camisa blanca de puños desabrochados que asomaban por las mangas de la chaqueta, sin corbata, siempre un poco sin peinar. A medio beber tenía una botella de vino blanco, iba a comerse unas almejas, y pareció ingratamente sorprendido de verme llegar con el hombre de los tres teléfonos móviles. Ah, mi traductor español al que nunca he visto traducir, siempre llega tarde, aunque viva por aquí en una casa católica, dijo Trenti. Vi la mirada de sospecha del economista ante el encuentro inesperado, una emboscada, seguramente yo habría llamado al individuo que ahora fingía sorpresa y tenía una miserable pinta de periodista. Todo esto pensó el economista X, sin palabras mentales, sólo por una sensación instantánea, una molestia, borrada ya. El economista sabe captar los signos en quienes lo rodean, y percibe cierto fastidio, o contrariedad, en la amabilidad de Trenti, un poco desconcertado de ver a X ante su mesa. Los presento, el novelista Carlo Trenti y el economista Franco Mazotti, dos individuos dotados de gracia, que saben tratar a los encumbrados y a los caídos, al amigo y al enemigo. Trenti intuye con claridad la extraordinaria sensibilidad y delicadeza de Mazotti, con sus tres teléfonos móviles en una sola mano y el traje azul de los jerarcas de Palazzo Koch, y la piel y el pelo espléndidos, y los hombros en eterna actitud marcial de mando, pero apaciguándose, debilitándose, desmoronándose. Le pide Trenti que nos acompañe, y, por un instante, Mazotti recibe una transfusión de su antiguo ser, una transfusión de sí mismo tal como era antes del despeñamiento telefónico, y olvida el volumen de 2.000 páginas de transcripciones de escuchas telefónicas, su especial y monumental novela proustiana, y recuerda en voz alta las tres novelas de Trenti, Gialla Neve I, II, III.
Todas las mesas, menos una, están vacías a las dos menos cuarto de la tarde. Yo miro la reunión de bogavantes en la piscina, las lenguas rojas de las almejas, el vino amarillo, el empañamiento de las copas y el enfriador, como si flotáramos en el comedor de un transatlántico, y oigo cuánto ha disfrutado el economista Gialla Neve, tan celebrada por un artículo en la Repubblica de Stefania Rossi-Quarantotti, la mujer del economista precisamente. Trenti se confiesa complacidísimo, honradísimo, exaltadísimo por la atención de la professoressa Rossi-Quarantotti, y suplica al economista que transmita a la señora Rossi-Quarantotti su más sincero agradecimiento. Ahora Mazotti quizá nos dé la opinión, a propósito de Gialla Neve y de la ragazza, Nicoletta, chiquilla de un formidable mal gusto, según la expresión de la professoressa X, Stefania Rossi-Quarantotti, de gusto fiable, prestigioso.
Es admirable en Gialla Neve el uso de la información histórica sobre Ferrara y Bolonia, ciudades que el economista Mazotti conoce muy bien, pues tiene casa en Bolonia, una ciudad perfecta para desaparecer, dice, aunque él ha elegido desaparecer en Roma, si es que no ha hecho desaparecer a su mujer en Bolonia, apunta Mazotti en unos segundos repentina e inesperadamente humorísticos, sombríos. Es sólida y verdadera la documentación de la época, por más que los crímenes en el convoy militar y la conspiración en Ferrara, Ginebra y Londres para el asesinato de Mussolini sean elementos puramente imaginarios. Pero el aparato policial mussoliniano está recreado genialmente, las estructuras del espionaje interno, con sus funcionarios y voluntarios, informadores y confidentes y telefonistas con los auriculares todo el día puestos para oír conversaciones ajenas, y sus espías que espían a espías en un país de espías, dice febrilmente el economista en el instante en que, como si lo estuvieran oyendo, vibra sobre la mesa uno de los tres teléfonos móviles, convulso.
Perdóneme, dijo Mazotti a Trenti, y se levantó, se apartó, se llevó de la mesa su nube de espías mussolinianos.
Su amigo teme ser vigilado, grabado por micrófonos, por cámaras, y se tapa la boca para que no puedan leer sus palabras en el movimiento de los labios, dijo Trenti. Tiene un teléfono marcado con cinta adhesiva roja. Mira a todos los puntos en busca de micrófonos, palpa bajo la mesa.
La plaza sigue vacía, no nos llegan las palabras del matrimonio americano que come al otro lado del salón, no sé por qué yo creo americano a ese matrimonio. No nos llegan sus palabras, o no las oigo, como no oigo al economista Mazotti, en la puerta, mirando al exterior, y al interior, y otra vez al exterior, quizá hablando para decir que no puede hablar, espiado y grabado. Corta, pero no puede reconstruir la cara que tenía antes de que sonara el teléfono. La última mueca ha querido ser amable, alegre, sonriente. Perdónenme, dice ahora, a Trenti y a mí, y, antes de volver a sentarse, se asoma al interior de una tulipa de la luz. Se sienta. Palpa bajo la mesa, bajo la silla. Está usted buscando espías, dice Trenti. Por supuesto, ya se lo he dicho, éste es un país de espías, contesta Mazotti, como un personaje de Trenti y sus conjuras criminales.
Usted juega un papel estatal, institucional, por decirlo así, dijo Trenti, llenando de vino las copas. Usted tiene responsabilidades, dijo, y Mazotti me pareció incómodo y atento, enfermo ante un médico que va a pronunciar un diagnóstico temible, una maldición. Usted sale poco de su despacho, tienen que buscarlo en su despacho, en su teléfono, es normal. Si usted habla con una ragazza, es un asunto privado, íntimo, nadie tiene por qué oírlo, dijo Trenti, que había supuesto que Mazotti acababa de hablar con una ra-gazza: había visto la expresión abobada del economista en un ensueño amoroso de dos segundos. Yo había visto esa misma mañana a un vigilante de una oficina bancaria de Unipol, en Largo Argentina, con chaleco antibalas y pistola y componiendo un mensaje en el teclado del teléfono móvil, perdido en una sonrisa solitaria, solo en el mundo de sol y tranvías y bandas de turistas y helicópteros y sirenas. Yo había visto al vigilante bancario y al príncipe de la Banca d'Italia perdidos en una misma conmoción amorosa. Tienen ustedes altísimas responsabilidades que les exigen vivir en permanente estado de estudio y atención, dijo Trenti.
Se equivoca usted, respondió el economista, y acabó de beberse la copa. Lo que se nos pide es que no prestemos atención. Yo aviso. Tengo sentido del deber. Repaso once veces mis datos para no equivocarme, y luego vuelvo a repasarlos once veces más, pierdo horas y horas y horas, y esto se toma como un signo de mala voluntad. Mi seriedad no es entonces un rasgo moral, sino inmoral, prueba de mi manía de intrusión, de mi carácter obstaculizador. No es prueba de profesionalidad, sino de mala fe. La cúpula de Palazzo Koch decide abiertamente en contra de mis informes. Pongo los documentos en manos de la Fiscalía. Se me recuerda mi deber de lealtad con la presidencia de Banca d'Italia, el vértice, mis colegas. Valorar la lealtad personal por encima de los principios científicos y morales: esto es bandidismo. Esto es bandidismo. Cuanto más se me pide que no repare en detalles, con mayor minuciosidad me dedico al examen de los detalles, uno por uno, concepto por concepto, maniobra por maniobra y cantidad por cantidad. Entonces se me dice que la racionalidad económica exige agilización, eliminación de obstáculos, y no creo que estén hablando metafóricamente de negocios. Creo que están hablando literalmente de mí, de agilizar mi eliminación si no agilizo sus expedientes favorablemente. Procuro coger el coche lo menos posible. Temo que fallen los frenos o estalle un neumático. Temo que me maten. La Fiscalía investiga, interviene teléfonos, estos tres probablemente estén ya intervenidos, aunque ayer quizá no lo estaban. Éste lo está seguro, dijo, señalando al móvil marcado con cinta aislante roja como la mujer que llevaba en el pecho la A escarlata de Adúltera.
De esa operación secreta de la Fiscalía de Milán es de lo que más se habla en los tres lugares públicos en los que he parado hoy en Roma, dijo Trenti, que llegaba de un plato de televisión, donde un cómico exhibía un bloque de 2.000 páginas con transcripciones de llamadas telefónicas de los principales millonarios de Italia. Tenía el cómico el honor de aparecer en el documento número 786k, que registraba la advertencia amistosa o petición cariñosa de que el có-mico se abstuviera de parodiar en lo sucesivo al signore K en privado y en público, y en el plato, en directo, el cómico parodió inmediatamente la voz de K tal como suena a través del telefonino, voz electrónica de teléfono celular. Si hubiera sabido que usted estaba preocupado por el asunto le hubiera pedido una copia al artista, no sabía que hoy me tocaba comer con un millonario, dijo Trenti. Allí estaba precisamente, en el programa, en directo, la chica que avisó a la policía de la presencia del killer más buscado de Italia y muerto en el Circo Massimo. Vibró entonces otra vez el teléfono del economista, y el economista bebió un buen trago de vino antes de coger el móvil inmediatamente y volver a apartarse de la mesa.
He conocido a la señora Olmi. He asistido a una especie de prueba de seis minutos y cuarenta segundos, la señora Olmi frente a los problemas de los telespectadores, dijo Trenti, que acababa de descubrir un appeal emocional extraordinario en la señora Fran-cesca Olmi. No me extraña que la mirara a los ojos el killer, dijo. Incluso cuando no habla, la señora Olmi, a quien se diría inestable o en pseudoequilibrio, y que en algún momento parece una maniática, demuestra que no es inestable ni pseudoequilibrada. Mira a la cámara con los ojos muy abiertos mientras oye la voz que plantea un caso terrible, desesperado, y la señora Olmi consigue establecer en un segundo una total comunicación con quien le habla, como si oyera por los ojos. Yo pensaba, viéndola, en esos pájaros que abren el pico cuando ven venir a la madre. Estudia con atención mientras oye, y uno ve la cara de la persona que está llamando en la cara de Olmi, una especie de médium en transmutación, traspasada por todas las taras, problemas, circunstancias e historias de la persona que la busca, y quienes la buscan son farsantes, víctimas, verdugos, yo lo he visto en directo, seres siniestros y normales, aparentemente adorables, odiosos o anodinos. La señora Olmi interrumpe a cualquiera que plantee tonterías con aire tremendo. Basta, deje de inventar estupideces, le dice a uno. No hay nada preparado por los productores o guionistas. Ella no sabe de qué iban a hablarle o finge perfectamente no saber nada. Resuelve en diez segundos pro-blemas de diez años. Tiene cara de televisión. Esta mujer ha visto mucho la televisión, se ha dormido y se ha despertado viendo la televisión y ha seguido viendo la televisión en sueños. No hace examen de conciencia ante el Sagrado Corazón de Jesús, sino ante la televisión luminosa.
Hubo una conexión de siete minutos para seis problemas, aborto, traición, celos, conveniencia de casarse, podar un limonero o compartir casa con compañeros de trabajo, y todos los problemas fueron resueltos por Olmi. Todos desearíamos que esta madre nos aconsejara. Sus consejos son los consejos que nosotros hubiéramos dado si tuviéramos su claridad mental, y física, esa mujer es resplandeciente. Desearíamos que esta madre fuera nuestra madre, la mamma, un regalo de Dios, dulce compañía. Si le confiaran un programa, un consultorio sentimental, por ejemplo, tendría el fervor de los anunciantes. No la está mirando una multitud de mirones escondidos en sus casas, protegidos por el mueble del televisor, la está mirando únicamente la persona que le consulta su problema, y todos los demás estamos mirando una relación íntima, somos parte de una intimidad multitudinaria. Olmi no ve cámaras, focos, electricistas, gruistas, iluminadores, maquilladores, realizadores, ayudantes. No ve a los astros y asteroides televisivos que la rodean. No ve la orquesta de ocho músicos que intentan no moverse y no dejan de moverse en un escenario aéreo que puede caer mortalmente sobre el plato en cualquier momento. No ve todo ese aparato, está sola, en sí misma, con la amiga que le plantea una duda vital, fundamental. Así que uno tiene una ilusión de contacto personal, íntimo, físico, con esta criatura, Francesca, uno olvida la pantalla como olvidamos que llevamos gafas. A las afueras del estudio unas cuarenta personas esperaban a la adivina para tocarla, para consultarle personalmente sus problemas. Es la persona más perfecta que conocen. Es la más íntima, aunque acaben de conocerla, dúctil, simple, espontánea, calurosa, briosa, la invitada ideal de cualquier transmisión y cualquier merienda en familia, vivaz, quita el aburrimiento, desprende autoridad y gracia y belleza, telegenia, es una madrina de masas, una estrella del espectáculo y consumo televisivo. ¿No tiene defectos? Tiene un marido. Y el marido se deja ver demasiado. Esto es un riesgo. Una madrina de masas no tiene marido visible, y menos un marido boxeador olímpico, que aparece de pronto con la sirena encendida en el techo de un coche blindado, amigo de todos los guardaespaldas y chóferes aparcados a las puertas del plato.
Iba a preguntarle a Trenti, latiéndome el corazón al oír hablar de Francesca, si su hipótesis sobre la relación criminal entre Francesca Olmi y el killer muerto se había visto confirmada en alguna medida, pero me interrumpió un camarero abiertamente feliz. Su dentadura había alcanzado en plena sonrisa los cincuenta años, y su corbata color esmeralda contrastaba agradablemente con las maderas del interior del restaurante, como de barco o tranvía antiguo, y la camisa blanca y el delantal blanquísimo resplandecían. El mundo estaba bien hecho y el camarero tomaba notas en su libreta como si apuntara impresiones felices. Nuestro amigo está ocupado, dijo Trenti, señalando con su copa vacía hacia el economista Mazotti. Traiga más vino y más almejas por el momento, dijo. Visiblemente ocupado estaba Mazotti, mano en los labios, sumergido en un murmullo vehemente, manoteador, aunque sea difícil manotear con una mano sobre la boca sin hacerse daño. Vehementes movimientos del codo hacen que el brazo parezca lisiado, atrofiado, mientras el economista Mazotti discute alguna calumnia, se afana en desmontar una nueva maquinación maligna. Tiene ahora Mazotti un aspecto más bien turbio, con su brazo espasmódico y la mano pegada a los labios. Nos vuelve turbios el contacto con calumniadores y maquinadores malvados, nos envilece y degrada el contacto con viles y degradados, aunque sólo seamos sus víctimas.
Acabó su conversación tóxica Mazotti con cara de criatura profundamente dolida, defraudada, angustiada, ansiosa y cansada, como después de un choque físico con alguien que no es especialmente fuerte, pero sí especialmente pernicioso, tramposo y sucio, y lanzó una mirada de desconfianza invulnerable hacia los bogavantes de la piscina, los elegantes bogavantes detrás de su cristal, pensativos y alertas, esperando la hora de ser comidos, la visita mortal del camarero, espías en su cabina, ondeando sus antenas móviles. Tendré que irme muy pronto, dijo Mazotti, y su tono era testamentario. Lo esperaban con intenciones terribles en la calle, Usted es un hombre al que podría pedirle consejo, usted, señor Trenti, es un especialista, dijo.
Yo no sé mucho de mutuas, aseguradoras ni especulaciones bancarias, yo entiendo de incendios, riesgo y prevención de incendios, respondió Trenti con manifiesto orgullo de ser un especialista en fuegos. No estoy hablando de mutuas ni seguros, estoy hablando de crímenes, usted es un afamado especialista en crímenes, quiero decir, dijo Mazotti. Usted vende un millón de ejemplares de crímenes bien planeados, bastante perfectos. Creo entender cómo trabajan ustedes, los giallistas. Ustedes inventan primero el crimen-problema y la solución del problema, esto es lo verdaderamente difícil, y poco a poco van añadiendo detalles al crimen para justificar la solución. Ahora podría prescindir de la solución, quizá lo más difícil de buscar, y darme sólo el crimen irresoluble, perfecto, y yo no dudaría en cometerlo y borrar esas 2.000 páginas de grabaciones, las mías y las de todos, sobre todo las mías, dijo Mazotti.
Pueden destrozar mi prestigio moral, profesional, familiar. Pueden llevarme a la cárcel. Hay menores en el asunto, por así decirlo. Usted podría darme la solución, el crimen, quiero decir. Bebió vino, volvió a beber. Podría ayudarme si hubiera alguien eliminable, no digo que me indicara exactamente cómo destruirlo, liquidarlo, continuó Mazotti. Podría contarnos un cuento, a mi amigo y a mí, ahora. Así destruyeron, así liquidaron a uno que grabó y distribuyó 2.000 páginas de conversaciones telefónicas de unas trescientas personas. Pero el caso es que no hay nadie directamente eliminable, o hay muchos, pertenecientes a todas las escalas del funcionariado y del lumpenfuncionariado, si no se trata de neoespionaje sin espías, deshumanizado, automático, comunicaciones electrónicamente detectadas y automáticamente grabadas por la inteligencia artificial. El caso es que usted ha inventado un crimen de 50.000 o 60.000 sospechosos, todo un convoy militar a Rusia, el Corpo di Spedizione Italiano in Russia, un ejército entero de posibles culpables, y ahora podría inventar un crimen de 300 o 400 víctimas, porque no hay un único individuo liquidable, si no soy yo mismo, dijo Mazotti, y su abatimiento se convirtió en una especie de apasionamiento. El que ha disparado todo esto he sido yo, acudiendo honradamente a los fiscales para evitar una estafa nacional, un atentado contra el sistema financiero de mi país.
No soy un pederasta, soy un patriota, sentenció Mazotti con verdadera convicción, y bebió más vino, y alcanzó ese momento en que hablando con otros descubrimos nuestra soledad infinita y, a pesar de eso, seguimos hablando como si estuviéramos solos, sin vergüenza, o con una vergüenza solitaria, la más persistente, incurable y subterráneamente dolorosa. Yo he provocado todo esto. Culpa mía son estos cientos de copias circulando, miles quizá, y en cuanto se cumpla el ultimátum islámico los periódicos dispondrán de páginas libres y empezarán a publicar extractos, adelantos, fascículos monográficos, por entregas, de mis nueve horas de conversaciones con Stefania y Nicoletta, dijo Mazotti, a propósito de un asunto que lo conmovía mucho más que la Cuarta Guerra Mundial anunciada por el cardenal de Milán, con su sanguinaria consternación de coches-bomba, aviones-bomba, trenes-bomba, bolsas-bomba, bom-bas-bomba. El economista Mazotti daba por supuesto que sobreviviría a la hecatombe universal potencial y seguiría personalmente angustiado, en sus tinieblas íntimas universalmente insignificantes, indestructibles, 2.000 páginas de tiniebla insignificante e indestructible. Si quemáramos todas las copias en circulación y elimináramos las grabaciones informáticas, las 2.000 páginas revivirían sin fin en los ordenadores existentes a los que han llegado por correo electrónico, y, aniquilados todos esos ordenadores, continuarían almacenadas en los servidores de Internet y en los controles militar-policiacos sobre Internet. Esto es imborrable, imperdonable, inolvidable, dijo Mazotti, y cerró los ojos en el deseo de que, al abrirlos otra vez, todo hubiera sido borrado y perdonado y olvidado. Abrió los ojos y vio el restaurante como un barco inmóvil y la copa vacía.
Volvió el camarero, menos sonriente ahora, en actitud de conmiseración y duelo por el dottore Mazotti. Aunque no lo habría oído lamentarse en voz muy baja, los camareros tienen especial habilidad para percibir las palabras más secretas. Me voy, cargue todo lo que los señores tomen a mi cuenta, dijo Mazotti. De ningún modo, dijo Trenti. Cargue todo a mi cuenta, repitió el economista, de pie en el salón luminoso de sol tardío e indirecto, gigante en declive, el economista Franco Mazotti. El hundimiento de los imperios es buen momento para reflexiones melancólicas y morales, pero Trenti no dijo nada mientras miramos a Mazotti dar pasos contundentes por la plaza, aplastado por el peso en los hombros del equivalente a los dos volúmenes de la guía telefónica de Roma, y el bulto de los tres teléfonos móviles en los bolsillos de la americana de alto funcionario, teléfonos pesadísimos, cargados con todas las conversaciones mantenidas y todas las palabras dichas, ahora girando en la cabeza de Mazotti como un sistema planetario de múltiples cuerpos celestes de distinta densidad. El economista atravesaba piazza di San Cosimato con la ansiedad de habernos dicho todo y no haber dicho nada de lo que esencialmente quería decir. La plaza era el patio de un cuartel vacío, y de repente, paso a paso, perdió peso Mazotti, como si volaran las páginas de las guías telefónicas que cargaba sobre los hombros, y Mazotti voló hacia una mancha rosa de cabellera negra y ríspida, una niña próxima a los dos metros de estatura, en evidente período de crecimiento, descuajaringada, desarticulada, desunida, escuálida jirafa humana, de largas extremidades que crecen de repente y dejan a su dueña sin saber utilizarlas con precisión, derribando vasos y rompiéndolos, un desastre adolescente, casi de espaldas, cara siempre semioculta como la de Jesucristo en las películas hollywoodenses de 1960, con menos de medio cuerpo, entre el cuello y los muslos, cubierto por una coraza rosa elástica, desnuda la carne y desamparada, sandalias planas e infantiles, y el economista de la Banca d'Italia, Franco Mazotti, fue hacia la niña, ligerísimo, marcados los móviles en el bolsillo como monedas en el bolsillo de un idiota, la cabeza elevándose para ver la felicidad que se acerca, niño que sale de un colegio cruel y encuentra que su madre lo está esperando con un paraguas, porque llueve, aunque esto yo no lo haya vivido y solamente lo haya leído en una novela.