38232.fb2 Gente De La Ciudad Doc - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 6

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EL FIN DEL VERANO

DESPUES de peinarse y de ponerse una camisa limpia, se ha sentado para leer la carta de una hermana. La carta habla del campo, de una excursión a un río, de un niño mordido por una araña venenosa y que lograron salvar en el policlínico del pueblo. Al final, su hermana dice que lo echa de menos y se despide con "un beso cariñoso". Francisco guarda la carta en el bolsillo de la camisa, porque su texto lo consuela y le hace bien.

Nota, de pronto, que los demás han partido. Salvo unos pasos aislados, a dos o tres dormitorios de distancia, la casa ha quedado en silencio. Se asoma al jardín y ve que la casa del lado también está silenciosa. Un farol ilumina la puerta, haciendo presentir el regreso en la mitad de la noche.

Una palpitación traicionera, semejante al miedo, posterga la partida suya. Se instala en un parapeto de piedra, situado en el límite del jardín. Desde ahí divisa el mar. Algunas nubes tapan la luna, y el mar, en la oscuridad, se muestra hostil y arremolinado.

Recuerda su partida de Santiago. El despertador que lo sacó del sueño a una pieza en penumbra. La luz lívida de la ventana. En la estación, los primeros rayos del sol alcanzaban los hierros del techo. Prisa, y la palpitación bien conocida. A mediodía, viajaba adormecido en un tren de trocha angosta, a través de lomajes áridos. Uno que otro grupo de eucaliptos. Caballos y ovejas. Repentinamente, un movimiento y un rumor dentro del coche. Había dejado en el asiento el libro de Garcia Lorca y se había inclinado sobre la ventanilla del frente. El mar, como entre dos colinas, resplandecía gloriosamente,

El mismo día de su llegada, conoció a Margarita, en una de las gradas adyacentes a la terraza del hotel. Estaba sentada junto al muro, con el mentón hundido entre las manos. Lo había mirado de soslayo, de alto a bajo, en una forma que lo petrificó, y había vuelto a sumirse en su contemplación abúlica…

La topó varias veces, en los primeros días, pero Francisco no logra precisar esos instantes. No sabe cómo la veía entonces. La evocación se hace nítida a partir de la semana siguiente, a partir de una mañana en que se encontraron mientras bajaban a la playa. Empezaron a conversar y en vez de seguir a la playa, torcieron rumba hacia las rocas.

Una mañana de sol, con gaviotas y mar tranquilo. Durante largo rato, vieron un barco que se diluía en la línea del horizonte. Francisco hablaba de Rainer Maria Rilke y ella escuchaba atentamente. Desarrolló su tema con fruición y parsimonia. Al terminar, no le importó permanecer callado, escuchando el oleaje monótono.

Desde esa vez, estuvo obsesionado por Margarita. Emocionado y adolorido, porque el rostro de ella no se le apartaba de la imaginación. Pero el momento perfecto no se repitió. Margarita se escurría siempre. Clotilde, una muchacha de baja estatura, movediza, de cuerpo musculoso, hacia las veces de guardián, de compañera infatigable…

Se levanta una brisa helada. Francisco baja del parapeto y resuelve dirigirse a la fiesta. Entra al dormitorio y saca de la cómoda su mejor chaleco. Al salir, divisa una puerta entreabierta. La luz del interior alumbra el piso de la galería.

– Buenas noches, joven.

Parado en el umbral, un hombre grueso, moreno, de patillas negras, se abrocha los botones de una camisa impecable. El rostro parece escapado de una fotografía de comienzos de siglo. Como contraste, la pieza está sembrada de objetos ultramodernos: una máquina de afeitar eléctrica, escobillas de material sintético, una pequeña grabadora, frascos de indefinida y múltiple aplicación. Sobre la cómoda, un sombrero de copa y unos naipes usados.

Mientras se anuda la corbata de seda, que brilla ostentosamente, el tipo explica que ha llegado esa tarde y que no ha tenido un minuto para descansar.

– ¡Pero ni un minuto!

Los amigos lo han llevado de una parte a otra, lo han tapado de atenciones. Lo que sucede es que conoce a todo el mundo en el balneario, desde siempre.

Observa en el espejo, satisfecho, el efecto del nudo de la corbata Un vaso de agua y un par de mejorales.

– Si, pues. Conozco a todo el mundo. Y la verdad es que me quieren mucho.

Coge los naipes y los baraja en el aire, con increíble rapidez.

– ¿Usted es el mago? -pregunta Francisco.

El tipo lo mira fijamente:

– ¿Había oído hablar de mí?

– Sí -dice Francisco.

El tipo mueve la cabeza, con un gesto resignado.

– Estoy fuera de práctica. Aparte de que no tengo los elementos indispensables.

Se coloca una chaqueta azul oscura, de paño veraniego. Introduce en el bolsillo superior un pañuelo de hilo, que sobresale como un repollo. Dos toques al pañuelo, un examen final a la corbata, a los zapatos, a la línea de los pantalones.

– ¡Listo, joven!

Salen a paso de marcha, muy orondos, y enfilan por una calle solitaria. Las casas se ven desocupadas. Los rincones, densos de arbustos, acumulan la oscuridad. Contra el cielo, las sombras desgarbadas de los eucaliptos.

A mitad de camino, el mago disminuye la marcha y se pone a conversar de las muchachas de la nueva generación. Esa tarde, en la playa, ha tenido la oportunidad de observarlas. Una de ojos verdes, pelo rubio castaño, cuerpo espigado y grácil, lo entusiasmó especialmente.

– ¿Tenía un traje de baño azul marino?

– ¡Exactamente! -exclama el mago, y agrega, besándose la punta de los dedos-. ¡Es una primicia!

"Primicia", piensa Francisco. El corazón se le encoge, como si hubieran exprimido sobre él unas gotas de limón amargo.

El mago sigue hablando de las muchachas y de las madres de las muchachas, que fueron, algunas, "todavía mejor que la hija". Menos mal que se empieza a escuchar el bullicio de la fiesta y que el mago, para atender a su pañuelo y a su corbata, guarda silencio.

Francisco experimenta un ligero temblor. Imagina la llegada, desde la noche protectora, al resplandor y al griterío del recinto. Margarita, supone, estará acompañada por el tal Esteban, un joven que ella solía mencionar en las conversaciones con Clotilde; uno de los nombres que se rumoreaba, entre los posibles asistentes de fuera del balneario.

Es una carpa enorme, iluminada y repleta de gente. Llegan cuando se apaga una salva de aplausos. Rasgueo de guitarras. Una señora con aspecto de laucha acude en la punta de los pies a recibir al mago. Es una de las organizadoras y está tremendamente nerviosa, porque al mago le toca el próximo número.

– ¡Por suerte llegó a tiempo!

La señora cruza los brazos y lanza un hondo suspiro. Empinándose, contempla a la guitarrista, allá lejos en el escenario. En la cara aguzada de la señora se dibuja una sonrisa beatifica.

Francisco, entretanto, se ha quedado solo, cerca de la salida. No consigue divisar a Margarita. Pone cara de indiferencia, por si ella lo ha visto, pero siente que hace papel de tonto. Debe de estar sentada con Esteban y Clotilde, en alguno de los sitios centrales. Radiante y segura. Mientras él no halla cómo estar de pie con prestancia. Le tocan un brazo y da un salto, electrizado. Pero es un señor de bigotes blanquecinos, pequeño y obsequioso, que le cede lugar en un banco. Al agradecimiento de Francisco, el señor responde con una sonrisa llena de condescendencia.

¡Allá está Margarita! En un costado de la carpa, encima del escenario, entre Clotilde y un joven de apariencia vulgar. Esteban, seguramente. A poca distancia del cura, que vigila, inquieto, el desarrollo de los números, realizados en beneficio de su parroquia.

Finalizada la canción, el señor se vuelve hacia Francisco, en medio de los aplausos.

– Muy bonita voz, ¿no le parece?

Francisco hace una señal afirmativa.

– Bonita voz -repite el señor, uniéndose a los aplausos con inusitadas energías.

– ¡Bravo! -grita el señor, contagiado con el entusiasmo del público.

Francisco, que no cesaba de mirar a Margarita, se agacha y mira al suelo. No vayan a creer que es él el de los gritos. El señor se coloca las manos en la boca, a modo de bocina:

– ¡¡Bravo!!

Francisco se ata los cordones de un zapato, con dedos torpes, y siente el ardor de miradas que le resbalan por la nuca. Miradas de gente que no tiene el hábito de las demostraciones excesivas. Algunos vecinos se ponen de pie y ello le permite ir levantando cabeza. Allá en el costado, Margarita cambia unas palabras con el cura. Clotilde está parada encima del banco, mirando, boquiabierta, al cielo de la carpa. El joven fuma, abstraído.

– ¡Seguirán los números? -pregunta el señor.

No le gusta mucho, después de los aplausos descomunales, que lo vean conversando con el señor, pero no puede resistirse a decir que viene el número de un mago amigo suyo.

– Supongo -aclara, por las dudas.

El señor sonríe, con ligero desdén. Le ha tocado ver magos muy buenos, en Europa, durante los años en que fue diplomático. El anuncio de uno nacional le provoca cierto escepticismo.

En ese momento, se escuchan aplausos dispersos. El mago, con gran desenvoltura, avanza desde el fondo del escenario. Saluda a dos conocidos de la primera fila, guiña un ojo a una mujer joven y se inclina profundamente ante una señora de edad. Coloca los naipes sobre una mesa instalada en el centro y rectifica la posición de su pañuelo. Antes de comenzar, enfrenta a los espectadores con mirada desafiante, sobándose las manos. Los murmullos decaen. Se produce un silencio casi completo.

El mago hace surgir y desaparecer naipes, de los huecos de las manos, de todos los resquicios de su chaqueta, de los pliegues del pañuelo, con agilidad absoluta. Viene un aplauso cerrado y a Francisco se le distienden las facciones, como si a él le correspondiera una parte.

– ¿Qué le parece? -pregunta al señor.

¡Notable! -dice el ex diplomático, olvidado de las maravillas que vio en Europa-, Realmente notable.

Francisco se cruza de brazos, satisfecho, y espera que el mago desarrolle el número siguiente. Divisa a Margarita inclinada hacia adelante, con todas las energías mentales concentradas en la prueba.

Más tarde, Francisco le preguntó a Margarita qué le había parecido el mago. Habían terminado los números y la gente bailaba al son de unos

altoparlantes chillones.

– Bien -dijo Margarita.

– Nos vinimos juntos desde la casa -dijo Francisco.

Una expresión de ironía asomó al rostro de Margarita.

– ¿Bailamos? -preguntó Francisco, tragando saliva.

La respuesta fue imprecisa. El trató de llevarla a la pista de baile, pero callaron los altoparlantes y las parejas empezaron a disolverse.

– Disculpa -dijo Margarita-. Tengo que ir a buscar a Clotilde.

Desapareció rápidamente. Francisco, a un lado de la pista solitaria, no supo a dónde ir. El mago peroraba en una mesa cercana, rodeado de gente. Francisco pasó junto a él, pero el mago no hizo ademán de reconocerlo. Siguió entonces hacia el mesón, palpando los billetes que llevaba en un bolsillo.

– ¿Cuánto cuesta el gin con gin?

Por suerte que le alcanzaba para dos vasos. Saboreaba el primero, buscando con la mirada, disimuladamente, a Margarita, cuando una voz gutural y un palmotazo en la espalda lo sacaron del ensimismamiento.

Era Ignacio Rueda, un joven corpulento, lleno de manchas rojas en el cutis. Los ojos le brillaban con intensa inquietud, perdidos en la pista, donde el baile acababa de reanudarse. De pronto, con expresión de angustia, se clavaron en Francisco.

– Oye… ¿Me podís convidar un trago?

– Si -dijo Francisco-. ¿Que querís?

– Cualquier cosa-. Y volvió a mirar la pista, como queriendo desentenderse de la petición.

Despacharon los gin con gin e Ignacio partió a pedirle dinero a un amigo de su padre, para poder seguir bebiendo. Mientras aguardaba, Francisco divisó al ex diplomático, que le sonrió con extremada cortesía. Tuvo que mirar hacia otra parte, para evitar que el ex diplomático se acercara a conversar con él. Vio, en ese momento, que Ignacio venia agitando un grueso billete, con toda la euforia del triunfo.

– ¡Dos gin con gin! -gritó Ignacio.

Francisco pudo comprobar, aliviado, que el ex diplomático había desaparecido. Atacó el vaso, helado y repleto hasta el tope. Ignacio se lamía los bigotes y hablaba de las "cabritas", pero sin la sensualidad ceremoniosa del mago, con un tono procaz, algo turbio, cargado de un resentimiento extraño. Todo consistía en humillarlas, destruirles la inocencia, ejercitar en ellas los instintos más groseros. Francisco apuraba el vaso y se reía sin ganas. Recordó a una señora que, con una sonrisa chocha, hablaba del "chico de la Inesita", refiriéndose a Ignacio y su madre. El ex diplomático se acercaba nuevamente, en compañía de una dama flaca y desteñida como él.

– ¡Toma! -dijo Ignacio, poniéndole en la mano otro vaso de gin con gin.

– No puedo más -dijo Francisco.

– ¡Nada de cuentos!

Ignacio pegó un manotazo en el mesón, que causó al ex diplomático un sobresalto y una leve sonrisa de disculpa. El ex diplomático se alejó de prisa, cogiendo a su dama de la punta del codo.

Francisco bebió su tercer vaso, a duras penas, y se despidió con un gesto vago, emprendiendo camino hacia la pista. Sentía una exaltación repentina, un coraje que lo lanzaba en busca de Margarita, resuelto a abordarla sin vacilaciones. Tuvo que luchar contra cuerpos que se desplazaban lentamente, inertes y ajenos. Los vio a un metro de distancia, ella y su compañero en estrecho abrazo, mecidos apenas por la música. Pálido y con el ánimo por los suelos, Francisco se apresuró en desaparecer. Clotilde estaba sentada sobre una mesa, contemplando la pista distraídamente.

– ¿Con quién está bailando Margarita?

– Con Esteban.

– ¡Ah!… Ese tipo de que hablaban tanto ustedes…

– Sí.

– Me imaginaba.

– Buenmozo, ¿no?

Francisco se encogió de hombros.

– ¿Bailamos?

Sin hacerse de rogar, Clotilde saltó de la mesa y se abrió paso en dirección a la pista. Tenía movimientos exagerados y rígidos, y bailaba mirando para todos lados, con ansias de no perder detalle. Su compañero no era más que un pretexto, un punto de apoyo que permitía mirar las cosas de más cerca. Junto a ellos, el ex diplomático bailaba con la señora menuda que organizó la fiesta y le hablaba sin parar. Se oían gritos, carcajadas, voces, copas que se rompían.

– Tengo ganas de tomar un trago -dijo Francisco.

– Vamos -respondió Clotilde.

– Es que se me acabó la plata.

– Yo te consigo gratis -dijo Clotilde, con ojos plenos de significación-. Pero no lo repitas.

Lo llevó de la mano a un rincón semioculto por cajones de bebidas gaseosas. De pasada, a pesar del misterio con que había rodeado el asunto, sopló el dato al oído de varios de sus amigos. Todos acudieron al llamado y salieron a relucir unas botellas de cherry brandy. Un licor espeso y dulce, que le devolvió a Francisco su exaltación. Ahora, una exaltación gratuita, desprovista de ligadura con cualquier realidad tangible. Deseos de vociferar, de arremeter contra el gentío compacto, contra las paredes de lona de la carpa. En medio de esto, vio venir a Ignacio Rueda, tambaleándose y sonriendo de oreja a oreja. Vio que Clotilde aferraba una de las botellas, echando chispas por los ojos, clavados en Ignacio, y que los demás la llamaban pacientemente a la moderación y lograban que lo aceptara en el grupo. Vio, también, que Ignacio alzaba la botella y sorbía las últimas gotas de licor, con vicioso regocijo.

Después, Ignacio se desprendió del grupo y avanzó, inseguro, hacia una mujer que guardaba unos cubiertos, con los brazos robustos arremangados.

– Va sacar a bailar a la empleada -dijo alguien, entre asustado y risueño.

– ¡Que imbécil! -exclamó Clotilde, furibunda.

La empleada, con desconfianza, miró a Ignacio que le dirigía requiebros estropajosos, mientras oscilaba peligrosamente, y optó por reanudar su tarea, un poco intranquila.

Golpeándose contra las mesas que se interponían en su camino, la sonrisa, en el rostro sanguinolento, transformada en mueca, Ignacio Rueda inició el regreso. Una silla lo detuvo. Se apoyó en el respaldo e inclinó la cabeza en casi noventa grados. Hubiera podido estremecerlo una arcada y Francisco dio un grito de alerta, porque él se habría contagiado. Pero nada sucedió Rueda permaneció largo rato en equilibrio inestable, con los cabellos caídos sobre la frente, hasta que dos de los amigos de Clotilde lo convencieron de que se fuera a sentar en una silla lejana.

Francisco, que acababa de terminar su tercer cherry brandy, se empinó para buscar en la pista a Margarita. Las parejas habían raleado. Divisó a Margarita con Esteban, saliendo de la carpa al hueco negro de la noche. Quedó anonadado, sumido en una melancolía sin fondo. Alzó las cejas y así estuvo un tiempo, con las cejas en alto, estático, mudo.

Los demás se reían de su borrachera. Movió el índice, con actitud de recriminación, y quiso decir unas palabras lúcidas, definitivas. Pero su lengua no fue capaz de articularlas. Resolvió murmurar sordamente y hacer gestos de ira. Más risa de los otros.

– ¿De qué se ríen? -preguntó, trabajosamente.

Clotilde se ponía una mano en el abdomen, llorando de risa. Francisco empezó a caminar, rumbo a la pista semidesierta.

– ¿Te sientes mal? -le preguntaron.

– ¡No! -gritó él, a voz en cuello, sin volverse a mirar quién le hablaba.

En el centro de la carpa, el mago conversaba excitadamente, vaso en mano. Estaba despeinado y la corbata se le había corrido de su sitio. solo el pañuelo se mantenía enhiesto. Francisco masculló un saludo, que fue recibido por el mago con impavidez. Pretendía iniciar una frase cualquiera, pero antes de que hubiera pronunciado la primera palabra, el mago le había vuelto la espalda. Francisco se encaminó, lentamente, a la salida.

La noche se había puesto fría. Cielo encapotado. En la distancia, el estruendo de las olas. Recorrió calles, bajó senderos empinados, hasta encontrarse junto al mar, que penetraba con furia por los desfiladeros de las rocas y que, al retirarse, producía un ruido de espuma en violenta ebullición. La llovizna salobre le despejó el cerebro. Largo rato estuvo inmóvil, el mentón hundido en las rodillas, sin ansiedad, sin propósito ni pensamiento alguno. Como si la espuma penetrara también los intersticios de su cerebro y, al retirarse, arrasara con los fragmentos de imágenes, con el bullicio reciente, con la exaltación y el agotamiento. Sólo el cansancio de los músculos le advirtió que debía irse.

En el corredor de la casa, lo recibió la respiración pausada de los dormidos, apenas perceptible a través de las paredes. Sus dos compañeros de pieza dormían, sumergidos entre sábanas revueltas. Al sentarse al borde de la cama para desvestirse, los ojos irónicos de Margarita le clavaron en el pecho un aguijón doloroso. Era una espina que se ensañaba en una herida fresca.

Pensó en otras cosas, en su regreso a la ciudad, en la carta de su hermana, en la vastedad del invierno, que ya se anunciaba en la brisa helada y en la violencia del mar que barría la playa cada noche. Las vibraciones del dolor se fueron espaciando y se desvanecieron. Cuando se estiró en la cama, sus músculos experimentaron un alivio inmenso, que no había imaginado antes. Luego se aplacó su respiración, sumándose a la del resto de los que dormían.