38232.fb2 Gente De La Ciudad Doc - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

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EL ULTIMO DIA

FedericO despierta en la madrugada y cae de nuevo en sueños febriles, donde las imágenes de la víspera adquieren, imperceptiblemente, un matiz absurdo. Vuelve a despertar, y luego se encuentra, no sabe desde cuándo, en la pesadilla. A las siete de la mañana, con las campanadas de la iglesia y los primeros ruidos de la calle, no consigue seguir durmiendo, a pesar de haberse acostado a las cuatro.

Recuerda vagamente el boliche denso de humo, la confusión, la ira irracional que se descargó en improperios amargos contra sus amigos, contra las mujeres, contra el país entero. Un estallido que lo sorprendió a él mismo, habituado, por tradición de familia, a reprimir los arrebatos. Y todo porque un periodista adiposo, con anteojos de miope y tono petulante, acaparaba la conversación.

Temblando, se levanta y refuerza las coberturas de la cama con kilos de ropa, que saca a tirones del ropero. Nada. El frío anida en el centro del cuerpo, fuera de alcance. Queda un abrigo en el suelo y el ropero abierto, pero el cansancio es superior a él, aunque lo angustie el desorden…La cara le arde intensamente. Los ojos son círculos de fuego, cuyo nexo con la realidad se ha desvanecido…

Además del frío, a las cinco de la mañana, con una picazón leve, insidiosa, transformada pronto en aguijón que remece los huesos incansablemente, ha comenzado la tos. Piensa que se va a morir, ahora si, pero la fiebre le impide retener y contemplar la idea. Mira el follaje de los naranjos, en el patio. Un verde níspero, denso, inmóvil bajo el sol esplendoroso, que se levanta sobre el muro. El cielo está limpio y azul…

El ritmo de unos versos de la juventud, en los laberintos de la memoria. Irguiéndose, trata de tomar el hilo. Escribir, en las horas finales, el poema que había esperado. Pero el ritmo, desprovisto de palabras, se disuelve. Entonces, contempla el cielo, sonriendo con dignidad. No hay más que una mañana de sol. El resto es silencio…

Trae a la memoria, con un esfuerzo, la casa de sus padres. Una casa de un piso, con galerías de vidrio, claraboyas, un salón atestado de muebles, oscuro desde la época del fallecimiento del jefe de familia, comedor fresco y sombrío. Las galerías daban a un patio ocupado por tres o cuatro gallinas, que picoteaban entre los resortes salidos de un sofá, entre botellas polvorientas y vitrales rotos. Era, después de los interiores de estilo francés, el desquite de la naturaleza.

Su madre, por consejo del tío Ricardo, hermano de ella, había vendido el fundo y comprado acciones y unos inmuebles destartalados, en un barrio venido a menos, próximo a la Estación Mapocho. La señora no paraba de hablar de la renta escasa y de la carestía de la vida. Según el tío Ricardo, el libre cambio solucionaría todos los males. "Pero el gobierno carece de principios" exclamaba, con una melancolía irremediable. Entretanto, en los almuerzos de los domingos, la fuente daba vuelta a la mesa y llegaba al sitio de Federico cada vez más escuálida. El vino se ponía rancio y ya no quedaba servilleta libre de roturas. Sólo el cristal verdoso de las copas evocaba la opulencia de antaño.

En esos almuerzos, él llegaba atrasado al comedor, después de haberse distraído, con uno que otro amigo, en la contemplación y el comentario inacabable de las muchachas que paseaban por la Alameda, a la salida de misa. Cuando ya no quedaba un alma, emprendía el regreso. Atravesaba las piezas desocupadas. Frente a la puerta del comedor, que apagaba voces simultáneas, enronquecidas en el esfuerzo por dominar a las demás, se detenía unos segundos…

"¿Qué dices tú, poeta?" exclamaba alguno de los comensales, al verlo entrar. Otro lanzaba una frase alusiva a su melena. Otro, a propósito de poetas, decía que su poema favorito era El Vértigo, de Núñez de Arce. Y empezaba a recitarlo, accionando con el índice derecho, la mirada puesta en Federico.

"Extraordinario, ¿no es verdad?"

"No me gusta."

"¡No te gusta! ¿Y quién te gusta, entonces?"

"Verlaine y Rubén Darío."

El admirador de Núñez de Arce volvía la cara, con un gesto desdeñoso, y aprovechaba para inmiscuirse en la conversación de la cabecera, donde se hablaba de política y de impuestos. El tema de la poesía no daba para más. Federico desmenuzaba el pan y bebía el vino, observando a la concurrencia: los hombres, sofocados por la discusión, las mujeres, serias y compungidas, porque la situación parecía grave.

Al amainar el griterío, alguien, por amabilidad o falta de tema, le preguntaba por sus estudios y hacía conjeturas sobre su porvenir. Particiones, tribunales, códigos, archivos…

"¡Qué interesante!"

Federico asentía con la cabeza y explicaba que, después de recibir el título, pensaba viajar a Europa.

"¡Bien pensado!", exclamaba su interlocutor. "No hay nada que instruya más que un viaje."

"Le voyage forme la jeunesse" apuntaba otro, sentenciosamente.

Federico, de nuevo, asentía, pensando en las callejuelas de París, en Verlaine viejo, abúlico, sentado ante su copa de absintio, en las mujeres enigmáticas y ardientes de las novelas de fin de siglo, que recién se leían en Santiago.

Obtuvo el diploma de abogado y lo guardó en un cajón, entre cartas olvidadas y retratos de una muchacha que ya esperaba su segundo hijo,

casada con otro. A la vuelta de Europa, donde la herencia de su padre, muy disminuida, le iba a permitir trasladarse, sacaría el diploma a

relucir.

Desde allá, envió algunas crónicas a los diarios santiaguinos. Sintió después que escribir destruía el placer de mirar. Detrás de la mirada acechaba el propósito literario, como fuente de toda perversión. Mejor era instalarse en un café de Venecia, debajo de un quitasol y contemplar con plena gratuidad las palomas, el ajetreo de los canales, olvidado del tiempo y de las ocupaciones humanas, disuelta la conciencia en el cielo y el viento.

Una noche se le ocurrió sentarse frente a unas cuartillas, sin una idea preconcebida, obedeciendo al impulso difuso de poner palabras en el papel. Escribió sobre un río en el sur de Chile. El poeta lo veía desde una colina y hablaba de los álamos que se reflejaban en el agua, en el atardecer, mientras la oscuridad se iba extendiendo por los cerros. El río, abajo, guardaba un resplandor gris, cuya permanencia infundía en el poeta la sensación de que el tiempo se había detenido.

Después del bullicio, de los trenes, de las piezas de hotel, de las carreras por plazas y museos, la evocación del sur le trajo una nostalgia extraña. La agitación del viaje se transformó en desapego y ritmo apacible. Empezó a rumiar escenas sumergidas en el pasado. Si se dirigían a él, le costaba sacar el habla. La reminiscencia era un vicio nuevo, envolvente, prolongado en infinitas y sutiles ramificaciones, un vicio que lo apartaba del mundo, como la virtud más rigurosa.

Al llegar a otra ciudad, revisó las cuartillas, colocadas en lugar privilegiado de la maleta, y el ánimo se le fue a los pies. No recordaba, desde luego, por complacencia consigo mismo, que había dejado el poema sin terminar. Además, lejos de la emoción del primer momento, las palabras resultaban desprovistas de vida, rebuscadas y sin objeto. Abrió un libro de Verlaine y la musicalidad natural de los versos lo hizo sentirse impotente y frustrado. Sin meditarlo un segundo, rompió las cuartillas en mil pedazos.

La sed lo devora y la tos, en vez de calmarse, adquiere un ritmo infernal. Un escalofrío sigue a otro, sin tregua. ¿Habrán alcanzado a saber que está enfermo? Las horas anteriores a su llegada son un caos, una sucesión de sonidos y sombras. ¿No comenzaron en un bar del centro? ¿Quiénes? ¿Hacia dónde salieron? A trastabillones por una calle desierta, helada, con neblina. Reconocía casas de otro tiempo, decaídas, y en su monólogo incoherente intervenían los nombres de los antiguos dueños.

Una escalera angosta, maloliente, que conducía a una sala entibiada por estufas de parafina y a un mesón en el que lograba apoyarse, por fin, en medio del mareo sin término. Pero el mesón retrocedía y le azotaba la frente con las aristas de madera. Caras aglomeradas, en semicírculo…

El sol, ahora, cae de lleno sobre los naranjos. Carretelas, pasos apresurados. Pareciera que alguien se va a detener, pero sigue su camino…

A las dos de la tarde, el frío se ha establecido en sus huesos. Los naranjos están pesadamente inmóviles. Un avión lejano resplandece un momento en el cielo azul, entre las ramas. Federico quiere llamar y no le sale la voz. ¿A quién llamar? Abre la boca, pero la voz permanece sumergida. Murmura entonces una lamentación prolongada y obscena. Se tranquiliza y duerme cinco minutos. Cuando despierta, la fiebre se ha convertido en sudor frío. Sábanas de hielo. La tos vuelve al ataque.

La noticia de la enfermedad de su madre lo había hecho regresar de Europa. Llegó a un Santiago provinciano, sumido en la penumbra y la humedad del invierno; a una casa llena de piezas deshabitadas, donde su madre había dejado de existir. El tío Ricardo lo acompañó hasta la galería y le dijo que había que aceptar las cosas con resignación. Agregó que le tenía reservado un puesto en su oficina. Suponía que deseaba descansar del viaje, de modo que lo esperaba al día subsiguiente, a las nueve de la mañana. Federico agradeció y quedó solo, dedicado a reconocer poco a poco los objetos que habían poblado el universo de sus primeros años.

El día subsiguiente, llegó a la oficina veinte minutos pasado las nueve, muy ufano de hallarse en pie a esa hora. Le dijeron que don Ricardo, como a las nueve, había preguntado por él; que después se había encerrado a trabajar en su despacho, con orden estricta de que no lo interrumpieran. Por instrucciones de don Ricardo, los empleados indicaron a Federico un escritorio junto a la ventana.

Desde su sitio divisaba techos grises, una cúpula negruzca, boquetes enrejados, un alero donde las palomas revoloteaban y fornicaban infatigablemente. Uno de los recuerdos más precisos que conservaría, con los años, sería ese alero y el gorjeo persistente de las palomas. Otro recuerdo: las salas frías y lúgubres de los tribunales, en las tardes de invierno. Ahí gastaba su energía, en el roce con procuradores, actuarios y tinterillos, hasta quedar extenuado. Si es que no encontraba algún muerto de hambre conocido con quien entablar conversación, irse a beber y olvidar la lista de trámites urgentes.

A los dos meses de estada en la oficina, el tío Ricardo cesó de dirigirle la palabra, salvo en lo estrictamente indispensable. Una vez llamó a Federico a su despacho. Federico estaba en un momento de euforia y entró dispuesto a romper lanzas.

"Ya que te gusta escribir" dijo el tío Ricardo, con una mueca de calculada hostilidad, "escribe". Y le pasó una serie de documentos y anotaciones, con el encargo de que preparara un escrito judicial. Agregó que había decidido relevarlo de la obligación de asistir a los tribunales.

"Supongo que estarás conforme."

No le había quedado más alternativa que mostrarse conforme y regresar a su escritorio. Un sol de primavera arrancaba resplandores a la cúpula de vidrio. Aleteo vigoroso de las palomas. Federico mordió largo rato el mango de la pluma, sin entrar en materia. Hizo un dibujo diminuto en el rincón de uno de los papeles. Bajó al boliche de la esquina a tomar té con galletas. De regreso, aprovechó la ausencia del tío Ricardo para conversar de comida y de mujeres con un empleado.

A las seis de la tarde, cuando el sol empezaba a rozar los techos, guardó los papeles y se fue. Lo rodeaba una coraza de ensimismamiento, que mantenía a raya las angustias de conciencia.

Esa misma coraza le permitió, al día siguiente, olvidarse de los papeles, que permanecieron sepultados en un cajón. ¿Quién los iba a desenterrar, viendo el ímpetu con que avanzaba la primavera? Caminó a grandes zancadas, de un extremo a otro de la sala, mirando el sol en los tejados y sobándose las manos.

"Salgo a una diligencia", dijo.

Y sin darse cuenta se encontró en el Parque Forestal, aspirando a pleno pulmón el perfume de los arbustos. Marchaba por los senderos a toda velocidad, con un gesto de alegría risueña que llamaba la atención de los transeúntes. Sus piernas se cansaron, pero los nervios no le permitieron detenerse hasta pasado el mediodía, cuando una sensación de miedo, producida por el abandono de la oficina, ocupó el vacío que dejaba la exaltación en receso.

En la tarde cumplió el horario e incluso pasó a máquina unos escritos que le endosaron otros empleados. Pero al día siguiente una fuerza irracional, suscitada por el brillo del sol en la ventana, lo hizo levantarse de la silla, pasear un rato de lado a lado y salir. De nuevo se encontró en medio del césped y de los arbustos, caminando sin rumbo, con el gesto abstraído y alegre de la mañana anterior.

Al cabo de una semana, el tío Ricardo lo llamó, con aire circunspecto, a su despacho privado. Federico recordó los documentos que había abandonado en el cajón. Pero, a juzgar por la solemnidad de la actitud, los propósitos del tío Ricardo iban más lejos. En efecto, se aclaró la garganta y dijo, mientras jugueteaba con un cortapapeles, que en honor a la memoria de su hermana, la madre de Federico, había hecho un esfuerzo por mantenerlo en la oficina. Por él, y si sólo se tratara de su persona, lo seguiría manteniendo; lo grave era el mal ejemplo que daba a los demás empleados.

"En estas condiciones, tú me comprenderás… "

Federico movía la cabeza en señal afirmativa, para ayudar al tío Ricardo a salir del entuerto.

"¡Bien!" exclamó el tío Ricardo, lanzando un profundo suspiro. Golpeó el cortapapeles contra el escritorio.

"Ahora queda por determinar que se hace con tu plata. Como tú sabes, las acciones han estado bajando y se ha gastado un dineral en reparar las propiedades."

El tío Ricardo se ofrecía para continuar la administración de los bienes de Federico. Le aseguraba, además, lo necesario para vivir con modestia el resto de sus días. Puntualizó que asumía este compromiso a riesgo de su propio bolsillo.

"Creo, sinceramente, que es la solución que más te conviene."

Para Federico, las palabras del tío Ricardo se habían transformado en una nebulosa. Algo en él se resistía a delimitarles su sentido. Cuando cesaron, se puso de pie silenciosamente. Fue a su escritorio y hurgó en los cajones, pero no había nada que valiera la pena rescatar. Una última mirada por la ventana, y salió sin despedirse.

Durante horas, no pudo pensar. Las palabras del tío Ricardo emergían un instante, fragmentarias, y regresaban a la nada. A medianoche, bebiendo una botella de vino, sintió que la sangre recuperaba su ritmo.

"¡Que se vaya al diablo!" dijo, dando un puñetazo en la mesa.

Sus amigos lo miraron extrañados.

"¡Salud!" dijo después, con súbita vivacidad. Alzó la copa de vino y la bebió de un trago. En seguida, aproximando la silla, participó tranquilamente en la conversación. Nunca había estado más sereno, nunca el porvenir le había producido tanta indiferencia. Pensó que los demás no advertían el cambio, pero eso tampoco le importó. La conversación se animaba y los amigos, como si presintieran que la ocasión era excepcional, pidieron una segunda botella, del vino más caro.

La imagen del tío Ricardo empieza a penetrar en su conciencia. El no la resiste. ¿Para que? La deja, no más. El mundo es de él, de ellos. Y toma distancia, para contemplar su conciencia invadida. Ya no le resulta duro admitir la verdad. El mundo retrocede, y Federico no pretende disputárselo a nadie. Deja que la imagen del tío Ricardo ocupe la totalidad de su vida consciente, como una advertencia tardía y un símbolo.

En los días que siguieron, escribió dos artículos, que se publicaron en la página dominical de un diario. Los artículos le valieron una invitación a casa del tío Ricardo, algunas frases amables de una señora que no conocía, unas palmaditas en el hombro al pasar al comedor…

"Bueno tener un escritor en la familia."

Empezaba a explayarse sobre sus proyectos, embrionarios, abultados por el calor de la improvisación misma, y advirtió en la concurrencia signos de aburrimiento. Su silencio fue aprovechado de inmediato por el tío Ricardo, que trajo a colación el tema de la baja de la Bolsa. Federico no tuvo oportunidad de volver a tomar la palabra.

Después de aquellos artículos, una que otra crónica en un rincón de los diarios. Pero esquivaba el periodismo para dedicarse, decía él, a un largo poema sobre la naturaleza. Era el poema iniciado en Europa, escrito de nuevo, más unos apuntos que llevó en el bolsillo durante varios meses, hasta que desaparecieron.

Lo que ocurría es que la casa de su madre se había vendido y que su nueva residencia, un departamento estrecho y oscuro, en un edificio de mala muerte, no invitaba a concentrarse. Más bien impulsaba a salir a toda hora, aunque no hubiera otra ocupación que vagar por la ciudad. La penumbra y el frío, y sobre todo los gritos de las mujeres, asomadas a un patio con ropa colgada, destruían de raíz cualquier idea de trabajo. Había que dormir lo más posible, y en seguida escapar. Necesitaba una casa, de adobe que fuera, ojalá con algunos metros de huerto. Entonces podría empezar de nuevo.

Solía pasar en las mañanas a la oficina, a pedir un adelanto sobre la renta del mes siguiente. El tío Ricardo sacaba un archivador de la caja de fondos, examinaba los papeles y terminaba por decir que el estado de la cuenta de Federico era desastroso. Seguía un silencio incómodo, en que los ojos del tío Ricardo se clavaban en él, con un brillo de mal agiiero. Federico, por experiencia, permanecía impávido. Al fin, el tío Ricardo redactaba un recibo y hacia entrega de una pequeña suma, con el gesto de quien se ha cansado de luchar.

Al despedirse, Federico sentía que flaqueaba su impasibilidad. Se iba con lentitud, mirando a un punto indefinido. En la calle, los transeúntes, que corrían detrás de un destino exacto, chocaban con él. El reflejo defensivo de dar paso a los automóviles luchaba, en las esquinas, con la tendencia inerte a seguir, a entrar en esa masa de metales lustrosos, torpemente atascados.

Descubría, en esos momentos, que tenia sed, y entraba al boliche más próximo. Una cerveza helada bastaba para trasladarlo a una existencia mejor. Se ponía a contemplar los muslos de la mesonera y a sonreir sin motivo. El espejo del boliche le devolvía el movimiento callejero. Otra cerveza, un último atisbo a los muslos y a salir, a dar brazadas en busca del bullicio. Lo que no soportaba, en ningún caso, eran los gritos aislados que rasgaban el aire, alrededor de su departamento, y menos el silencio de las horas más profundas, en el insomnio.

Versos de circunstancias, escritos en servilletas de papel, entre manchas de vino. Por fin se había trasladado a la casa que buscaba, calle San Isidro adentro. Pero el poema seguía sepultado debajo de un cerro de papeles. Esperaba instalarse bien, acostumbrarse al huerto pequeño y húmedo, al barrio popular, a las carretelas y a los corrillos de las esquinas, antes de iniciar el trabajo. Porque seria un trabajo intenso y metódico, y previamente había que darse un respiro.

Además, dormir bien una noche. El poema exigía cerebro despejado y nervios tranquilos. Ya se hastiaba de los cafés nocturnos, del vino cada vez más áspero, del veneno que afloraba en las conversaciones, de las poetisas resentidas, susceptibles, aventajadas por la histeria.

Luego cortaría con todo eso. A excepción de unos minutos de calma voluptuosa, en que el vino circulaba apaciblemente por la sangre, minutos de participación animal en el movimiento y el ruido, esas trasnochadas habían cesado de interesarle.

Pondría término a eso, luego, y el poema, con su incitación semiolvidada, surgiría de su sitio debajo de los papeles.

Los recuerdos han sido deshechos por un sueño denso, que unos golpes en la puerta de calle interrumpen. Tiritando, Federico se levanta y tantea los muros. Abre la puerta y aparece en el umbral, circundado por el sol resplandeciente, un hombre obeso, abúlico, de una palidez cetrina.

– Felipe…

Cerca de la acera, un carretón empieza a oscilar. El pavimento y el campanario de la iglesia se ponen oblicuos y oscilan. La carretela gira vertiginosamente. Federico alcanza a sentir una mano que le aferra un brazo…

En el atardecer, aparte de Felipe, que se mantiene sentado en un rincón, inmóvil, hay otra persona en la pieza. A Federico le desabrochan la camisa y le colocan en el pecho un objeto de metal helado. Más gente entra a la pieza. Le desnudan un brazo y le clavan una aguja en la vena.

¿No es Maria, su hermana, de pie junto a la cabecera, con los ojos fijos en él, tranquilos y sombríos? Ella sonríe y Federico quiere decir algo, pero lo asalta una tos violenta.

Se debate largo tiempo entre sombras, entre voces y objetos distorsionados por la fiebre. Como si emergiera de un túnel, sale por un instante a la lucidez. Todo se aquieta, se recoge en su inercia acostumbrada.

– Quiero tomar aloja -murmura, pensando en un río del sur, en unos álamos, en la sonrisa de su hermana.

Percibe un rumor. Alguien se desplaza en la penumbra. Una mano delicada pasa por detrás de su nuca, levanta su cabeza y le acerca un vaso a los labios. Después de beber, Federico mira, interrogante, a su hermana. No es aloja, es agua insípida. Cierra los ojos, y se presentan unos álamos, y un río que avanza lentamente, chocando en pequeñas olas contra el barro de la orilla.

Junto a un enfermero de blanco, asomado al dormitorio, ondea y se aproxima, describiendo círculos, una sotana negra.

– Denme aloja -dice Federico, sin fuerzas, pero con acento enrabiado.

Advierte que Felipe sonríe desde su rincón y le hace una vaga seña. Piensa que debieran ofrecerle vino a Felipe.

De nuevo los álamos y el río. En el patio, cuya luz se ha tornado cenicienta, las ramas de los naranjos tiemblan, agitadas ligeramente por la brisa del anochecer. Maria avanza en la punta de los pies, seguida por la sotana negra. Felipe abandona el rincón y retrocede hacia el umbral. Federico alcanza a mirar a Maria, con una expresión de protesta y de súplica, y a levantar una mano. La imagen de Maria, y la del río y los álamos, comienzan a empañarse, a entrar en un remolino sin formas, cada instante más oscuro.